5. Schwejk en la Comisaría de Policía de la Salmgasse
A estos hermosos y soleados días del manicomio siguieron para Schwejk horas llenas de preocupaciones. El inspector de policía Braun arregló los encuentros con Schwejk con la crueldad de los verdugos romanos de la época del atractivo emperador Nerón. Con la misma dureza con que entonces se decía: «Echad esos canallas, los cristianos, a los leones» el inspector Braun dijo:
—¡Metedlo en la jaula!
Ni una palabra más ni una palabra menos. Al decirlo los ojos del inspector de policía Braun brillaron con un deleite extrañamente perverso. Schwejk se inclinó y dijo con orgullo:
—Estoy dispuesto, señores. Supongo que la jaula es la celda de castigo y esto no es lo peor.
—No se pavonee tanto —replicó el policía, a lo que Schwejk repuso:
—Yo soy muy discreto y les estoy muy agradecido por todo lo que hacen por mí.
En la celda había un hombre sentado en el catre. Su actitud era de apatía y por su aspecto se notaba que al oír chirriar la llave en la puerta de la celda no creía que se le podía abrir hacia la libertad.
—Mis respetos, su señoría —dijo Schwejk sentándose a su lado en el catre—. ¿Qué hora puede ser?
—No soy esclavo del reloj —respondió el melancólico.
—Esto no está mal —dijo Schwejk prosiguiendo la conversación—. El catre es de madera pulida.
El hombre serio no contestó, se levantó y empezó a pasear arriba y abajo, de la puerta al catre, por la pequeña habitación, como si tuviera prisa por salvar algo.
Mientras tanto Schwejk contempló con interés las inscripciones garabateadas en las paredes. Había una en la que un preso desconocido alababa la lucha a muerte con la policía. El texto decía: «Tendréis que tragároslo». Otro detenido había escrito: «Me importa un pito, imbécil». Por su parte otro consignaba simplemente el hecho: «Estoy aquí desde el cinco de junio de 1913 y me han tratado bien. Josef Maratschek, comerciante de Wrschowitz». Había otra que conmovía por su profundidad. «Piedad, Señor», y debajo: «¡A la m.!» Pero la letra m estaba tachada y al lado, muy grande, estaba la palabra porra. Junto a esto un alma poética había escrito: «Triste estoy sentado junto al riachuelo, la luna brilla en el cielo y mira las oscuras montañas donde vive mi amor».
El hombre que corría de la puerta al catre como si quisiera ganar un maratón se detuvo, volvió a sentarse en su antiguo puesto rendido de fatiga, apoyó la cabeza en las manos y de repente vociferó:
—¡Dejadme salir!
—No, no me dejan en libertad —murmuró—, no me dejan libre, no y no. Estoy aquí desde las seis de la mañana.
En un arranque de comunicatividad preguntó a Schwejk:
—¿Tiene por casualidad una correa para acabar de una vez?
—Con mucho gusto le serviré —contestó Schwejk desabrochándose el cinturón—. Aún no he visto nunca a nadie colgándose en la celda con un cinturón.
—¡Qué lástima que no haya ningún gancho! —prosiguió, mirando a su alrededor—. El trinquete de la ventana no lo aguantará, a menos que se cuelgue arrodillado sobre el catre, como hizo un monje en el monasterio de Emaús, que se colgó del crucifijo por una joven judía. Me gustan mucho los suicidios, de modo que manos a la obra.
El melancólico hombre al que Schwejk pasó la correa la miró, la echó a un rincón y empezó a llorar, ensuciando las lágrimas con sus negras manos y lanzando los siguientes gritos:
—Tengo hijitos. Estoy aquí por emborracharme y llevar una vida indecorosa. ¡Jesús María! ¡Mi pobre esposa! ¿Qué van a decirme en la oficina? Tengo hijitos. Estoy aquí por emborracharme y por llevar una vida indecorosa.
No obstante, al final se calmó un poco, se dirigió hacia la puerta y empezó a golpearla con los puños. Detrás de la puerta se oyeron pasos y una voz que decía:
—¿Qué quiere?
—¡Dejadme salir! —gritó él como si hubiera perdido ya todas las esperanzas de vivir.
—¿A dónde? —preguntaron desde el otro lado.
—A la oficina —contestó el infeliz padre, esposo, empleado, borracho y libertino.
Una risotada, una risotada tremenda en el silencio del corredor y los pasos volvieron a alejarse.
—Me parece que el policía que se ríe así de usted le odia —dijo Schwejk mientras el desesperado hombre se sentaba de nuevo a su lado—. Un policía cuando se enfada es capaz de todo. Si no quiere colgarse quédese sentado tranquilamente v espere a ver qué sucede. Si es usted empleado, está casado y tiene hijos es horrible, lo reconozco. Si no me equivoco debe estar convencido de que le despedirán.
—No puedo decírselo —suspiró el hombre— porque ni yo mismo me acuerdo ya de lo que he hecho; sólo sé que me han echado de alguna parte y que yo quería volver para encenderme un cigarrillo. ¡Y todo había empezado tan bien! El jefe de nuestro departamento quería celebrar su santo y nos invitó a una taberna, luego fuimos a otra, a la tercera, a la cuarta, a la quinta, a la sexta, a la séptima, a la octava, a la novena.
—¿Le ayudo a contar? —preguntó Schwejk—. Tengo mucha práctica; en una ocasión estuve en una sola noche en veintiocho locales, pero ¡atención!, en ninguno tomé más de tres cervezas.
—Total —prosiguió el desgraciado subordinado del jefe que había celebrado su santo de manera tan espléndida—. Cuando ya habíamos ido a unas doce tabernas de ésas nos dimos cuenta de que se nos había perdido el jefe, a pesar de que lo habíamos atado con una cuerda y lo llevábamos detrás nuestro como si fuera un perrito. Entonces fuimos a buscarlo por todas partes y por fin desaparecimos uno tras otro hasta que al final me bebí el licor directamente de la botella en un café nocturno de Weinberge, un local muy decente. De lo que hice ya no me acuerdo; sólo sé que cuando me han traído a la comisaría los dos policías han anunciado que estaba borracho y que me había conducido de manera indecorosa. Además parece que he pegado a una dama y he cortado con una navaja un sombrero ajeno que debí coger de la percha. Dicen que luego he echado a la orquesta femenina y que he culpado ante todos al camarero de haber robado un billete de veinte coronas. Entonces parece ser que he roto un tablero de mármol de la mesa en la que me había sentado y que he escupido a propósito en el café de un desconocido que estaba en la mesa de al lado. Ya no he hecho nada más; al menos no puedo acordarme de haber organizado nada más. Y créame, soy un hombre tan honrado e inteligente que no piensa más que en su familia. ¿Qué me dice? ¡Yo no soy un alborotador!
—¿Le ha costado mucho romper la tabla de mármol o la ha destrozado de un golpe? —preguntó Schwejk con interés en vez de contestar.
—De un golpe —respondió el inteligente caballero.
—Entonces está perdido —dijo Schwejk melancólico—. Le demostrarán que se había preparado de antemano con asiduo entrenamiento. Y el café de ese desconocido en el que ha escupido, ¿tenía ron o no?
Y sin esperar respuesta explicó:
—Si tenía ron será peor porque es más caro. En el tribunal se calcula y se suma todo para que salga al menos un delito.
—En el tribunal… —susurró en voz baja el escrupuloso padre de familia con el alma en los pies, y quedó en el desagradable estado en el que uno se siente devorado por los remordimientos. [10]
—Y ¿saben en su casa que le han detenido o se enterarán cuando lo publique el periódico? —preguntó Schwejk.
—¿Cree usted que saldrá en el periódico? —demandó inocentemente la víctima del santo de su jefe.
—Más que seguro —fue la cruda respuesta, pues Schwejk no tenía la costumbre de ocultar nada a los demás—. El reportaje sobre usted gustará mucho a todos los lectores del periódico. Incluso a mí también me gusta leer la columna de los borrachos y sus excesos. Hace poco en el «Kelch» a un cliente no se le ocurrió más que romperse la cabeza con su vaso. Lo echó al aire y se colocó debajo. Lo sacaron y pronto pudimos leerlo. Una vez en Bendlowetz le di una bofetada a un funebrak [11] y él me la devolvió. Para reconciliarnos tuvieron que encerrarnos a los dos. Pues bien, salió en seguida en la hoja de la tarde. Y cuando un concejal rompió dos tazas en el café «Zum Leichnam,» ¿cree usted que lo tuvieron en consideración? Al día siguiente estaba en el periódico. Lo único que puede hacer es escribir desde la cárcel una nota diciendo que el informe que se ha publicado sobre usted no se refiere a usted y que no es ni él ni pariente suyo y a casa una carta pidiendo que recorten su nota y se la guarden para que pueda leerla cuando haya acabado de cumplir su condena.
—¿No tiene frío? —preguntó Schwejk muy preocupado al darse cuenta de que el inteligente señor castañeteaba con los dientes—. Tenemos un verano muy frío.
—Estoy perdido —sollozó el colega de Schwejk—. Adiós ascenso.
—Así es —confirmó Schwejk amablemente—. Si cuando haya cumplido la condena no vuelven a aceptarlo en su oficina no sé si encontrará pronto otro puesto porque todo el mundo, incluso en el caso de que quisiera trabajar con el verdugo, le pediría un certificado de buena conducta. Sí, un momento de placer como el que usted se ha permitido se paga caro. Y ¿tienen su esposa y sus hijos de qué vivir mientras esté usted en la cárcel o tendrá ella que pedir limosna y los niños aprender diversos vicios?
Se oyó un sollozo.
—¡Mis pobres hijos! ¡Mi pobre mujer!
El penitente sin conciencia se levantó y empezó a hablar de sus hijos. Tenía cinco. El mayor, de doce años, estaba con los scauts. El sólo bebía agua y hubiera debido servirme de ejemplo.
—¿Con los scauts? —exclamó Schwejk—. Me gusta mucho que me hablen de los scauts. Una vez en Mydlowar junto a Zliw, distrito de Hluboká, cabeza de partido de Budweis, precisamente cuando nosotros, los del 91 estábamos ejercitándonos, los campesinos de los alrededores hicieron una batida en el bosque de la comunidad contra los scauts que se habían instalado allí. Cogieron a tres. El más pequeño cuando lo ataron, gritó, lloró y gimió de tal modo que nosotros, soldados endurecidos, no podíamos ni mirarlo y preferimos apartarnos. Y una vez atados esos tres scauts mordieron a ocho campesinos. El alcalde los sometió a tortura y al ser apaleados confesaron que habían destrozado todas las praderas de los alrededores con sus revolcones mientras tomaban el sol. Luego confesaron que el campo de trigo de Razitz se había incendiado poco antes de la recolección por pura casualidad cuando asaban a la parrilla un ciervo que habían matado en el bosque comunal. En su escondrijo, en el bosque, encontraron más de medio quintal métrico de huesos roídos de aves y fieras, una cantidad enorme de huesos de cereza, una masa de huesos de manzanas verdes y otras cosas buenas.
Pero esto no sirvió de consuelo al desgraciado padre de un scaut.
—Pero ¿qué he hecho yo? —se quejaba—. Mi reputación está arruinada.
—Así es —dijo Schwejk con su natural sinceridad—. Después de lo ocurrido su reputación tiene que estar arruinada para toda la vida porque cuando lo lean en el periódico sus amigos añadirán algo de su propia cosecha. Siempre ocurre así. Pero no se preocupe. En el mundo hay por lo menos diez veces más hombres con mala reputación que con buena. Esto no es más que una nadería sin importancia.
En el pasillo se oyeron pesados pasos, la llave se movió ruidosamente en la cerradura, se abrió la puerta y un policía gritó el nombre de Schwejk.
—Discúlpeme —dijo Schwejk caballerosamente—, yo sólo estoy aquí desde las doce del mediodía, pero este señor desde las seis de la mañana. No tengo tanta prisa.
No siguió contestación alguna. La fuerte mano del policía agarró a Schwejk. Este le siguió en silencio por las escaleras hasta el primer piso.
En la segunda habitación estaba sentado a la mesa el inspector de policía, un hombre gordo con aspecto bonachón que dijo a Schwejk:
—¿De modo que es usted Schwejk? ¿Y cómo ha llegado aquí?
—De la manera más sencilla —contestó Schwejk—: he venido acompañado por un policía porque no quería que me echaran del manicomio sin que me dieran la comida. Me da la impresión de que me tiene por una chica de la calle.
—¿Sabe una cosa, Schwejk? —dijo amablemente el inspector de policía— ¿por qué vamos a molestarnos con usted aquí en la Salmgasse? ¿No es mejor que lo enviemos a la jefatura de policía?
—Usted es, como suele decirse, dueño de la situación —opinó Schwejk contento—. Ir ahora al atardecer a la jefatura de policía resultará un pequeño paseo muy agradable.
—Me alegro de que seamos del mismo parecer —dijo divertido el inspector de policía—. ¿No es mejor que nos pongamos de acuerdo, Schwejk?
—Me gusta que me den consejos —repuso Schwejk—. Créame, señor inspector, jamás olvidaré su bondad.
Con una respetuosa reverencia bajó con el policía al puesto de guardia. Un cuarto de hora más tarde podía verse a Schwejk en la esquina de la Gerstengasse y Karlplatz, en compañía de un segundo policía que llevaba bajo el brazo un libro grande con el título alemán: «libro de detenidos». En la esquina de la Brenntnergasse Schwejk y su acompañante encontraron una multitud que se agolpaba alrededor de un cartel.
—Es el manifiesto de Su Majestad el Emperador sobre la declaración de guerra —dijo el policía a Schwejk.
—Lo predije —dijo Schwejk—, pero en el manicomio todavía no saben nada de ello a pesar de que debieran tener la noticia de primera mano.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el policía.
—Porque allí hay encerrados muchos oficiales —explicó Schwejk, y al dar con otro grupo que se agolpaba ante el cartel gritó:
—¡Viva el emperador Francisco José! ¡Esta guerra la ganaremos!
Uno de los de la entusiasmada muchedumbre le apretó el sombrero hasta las orejas y así fue como el valeroso soldado Schwejk, rodeado por una multitud, volvió a entrar en la jefatura de Policía.
—¡Ganaremos la guerra! ¡Segurísimo! ¡Lo repito una vez más, señores!
Con estas palabras Schwejk se despidió de la multitud que lo acompañaba.
Y así, en la remota lejanía de la historia descendía sobre Europa la verdad de que el mañana destruirá los planes del presente.