Prólogo

9 de septiembre, 1988

11.45 hora Boston, Massachusetts

Desde las primeras punzadas de dolor, que comenzaron hacia las nueve y media de la mañana, Patty Owen estuvo segura de que había llegado el momento. Le había preocupado pensar que cuando esto ocurriera no sería capaz de distinguir entre las contracciones que señalaban el inicio del parto y las pataditas y malestar general del último trimestre de su embarazo. Pero su temor demostró ser infundado; el dolor agudo y penetrante que estaba experimentando era enteramente distinto de todo lo que había sentido hasta entonces. Le resultaba familiar sólo en el sentido de que era como los libros de texto lo describían en cuanto a su naturaleza y regularidad Cada veinte minutos, como un reloj, Patty sentía una regular punzada de dolor en la parte inferior de la espalda. Entre una y otra, el dolor desaparecía sólo para aparecer de nuevo. A pesar del dolor cada vez más agudo que empezaba a soportar, Patty no pudo reprimir una sonrisa fugaz. Sabía que el pequeño Mark estaba camino del mundo.

Tratando de permanecer calmada, Patty rebuscó entre los papeles esparcidos sobre la mesa de la cocina el número de teléfono que Clark le había dado el día anterior. Él habría preferido no haber efectuado este viaje de negocios ya que Patty había salido de cuentas, pero el Banco no le había dejado elegir. Su jefe había insistido en que llevara hasta el final la ronda de negociaciones que cerrarían un trato en el que llevaba tres meses trabajando. Como concesión, los dos hombres habían acordado que fuera cual fuese el estado de las negociaciones, Clark estaría fuera sólo dos días. Aun así le desagradaba marcharse, pero al menos estaría de regreso una semana entera antes de la fecha en que estaba previsto que Patty diera a luz.

Patty encontró el número del hotel. Marcó, y una agradable telefonista de hotel le puso en comunicación con la habitación de Clark. Al ver que no cogía el teléfono al segundo timbrazo, Patty supo que Clark ya había salido para su reunión. Sólo para asegurarse, lo dejó sonar otras cinco veces con la esperanza de que Clark estuviera en la ducha y respondiera, jadeante. Patty estaba desesperada por oír su voz tranquilizadora.

Mientras el teléfono sonaba, Patty meneaba la cabeza conteniendo las lágrimas. Aunque se sentía muy contenta de estar embarazada, por primera vez, desde el principio le había preocupado una vaga premonición de que algo malo sucedería. Cuando Clark había llegado a casa con la noticia de que tenía que irse de la ciudad en estos momentos tan críticos, Patty había visto confirmado su presentimiento. Después de todas las clases de Lamaze’y ejercicios que habían hecho juntos, tendría que pasar por ello ella sola. Clark le había asegurado que se preocupaba demasiado, lo que era natural, y que él estaría de regreso a tiempo para el parto.

La telefonista del hotel volvió a la línea y preguntó si Patty deseaba dejar algún mensaje. Patty le dijo que quería que su esposo la llamase lo antes posible. Dejó el número del «Boston Memorial Hospital». Sabía que un mensaje tan breve preocuparía a Clark, pero le estaría bien empleado por marcharse en unos momentos como aquellos.

A continuación, Patty llamó al consultorio del doctor Ralph Simarian. Aquella voz resonante y animada momentáneamente calmó sus temores. Él le dijo que Clark la llevara al BM, como se refería jocosamente al «Boston Memorial», y la ingresara Les vería allí al cabo de un par de horas. Le dijo que si los intervalos eran de veinte minutos, significaba que tenía mucho tiempo.

—¿Doctor Simarian? —dijo Patty cuando el médico estaba a punto de colgar— Clark está fuera de la ciudad, en viaje de negocios. Iré sola.

—¡Qué bien calculado! —dijo el doctor Simarian con una carcajada—. Muy típico de los hombres. Les gusta divertirse, y después desaparecen cuando hay que trabajar un poco.

—Él creía que quedaba otra semana —explicó Patty, sintiendo que tenía que defender a Clark. Ella podía estar irritada con él, pero nadie más podía.

—Sólo era una broma —dijo el doctor Simarian—. Estoy seguro de que le sabrá mal no haber estado aquí. Cuando regrese, le tendremos preparada una pequeña sorpresa. Ahora, no se alarme. Todo irá bien. ¿Tiene manera de llegar al hospital?

Patty dijo que tenía una vecina que se había ofrecido a llevarla en caso de que hubiera alguna sorpresa mientras Clark estaba fuera.

—Doctor Simarian —añadió Patty, vacilante—, al no estar mi compañero de Lamaze, creo que realmente estoy demasiado nerviosa para pasar por esto. No quiero hacer nada que perjudique al bebé, pero si usted cree que pueden anestesiarme de la manera en que hablamos…

—No hay ningún problema —dijo el doctor Simarian, sin dejarla terminar—. No deje que su cabecita se preocupe por estos detalles. Yo me ocuparé de todo. Llamaré ahora mismo y les diré que quiere una anestesia epidural, ¿de acuerdo?

Patty dio las gracias al doctor Simarian y colgó el teléfono justo a tiempo para morderse el labio al sentir que le comenzaba otra contracción.

No había razón para preocuparse, se dijo severamente. Todavía tenía mucho tiempo para ir al hospital. El doctor Simarian lo tenía todo controlado. Patty sabía que su bebé estaba sano. Había insistido en que le efectuaran ecografías y una amniocentesis, aun cuando el doctor Simarian le había advertido que era innecesario ya que Patty sólo tenía veinticuatro años. Pero entre su presentimiento ominoso y la preocupación auténtica, Patty ganó la batalla. Los resultados de las pruebas fueron extremadamente alentadores: el hijo que llevaba era un niño normal y sano. Al cabo de una semana de recibir los resultados, Patty y Clark pintaban de azul la habitación del bebé y decidían nombres, quedándose al final con el de Mark.

En general, no había razón para esperar que no se produjeran un parto y un nacimiento normales.

Cuando Patty se dio la vuelta, con intención de coger la bolsa que tenía preparada en el armario del dormitorio, observó el cambio radical que se había producido en el tiempo. La brillante luz del sol de septiembre que antes penetraba por la ventana había sido eclipsada por una nube oscura procedente del Oeste, sumiendo la habitación familiar en la casi oscuridad. El lejano retumbar de un trueno hizo estremecer a Patty.

Como no era supersticiosa por naturaleza, Patty se negó a tomar esta tormenta como signo de mal presagio. Se dirigió al sofá de la habitación y se sentó; pensó que llamaría a la vecina en cuanto hubiera terminado esta contracción. Así casi estaría en el hospital cuando empezara la siguiente.

A medida que el dolor aumentaba, la confianza que el doctor Simarian le había infundido iba desapareciendo. La ansiedad se apoderó de Patty al tiempo que una súbita ráfaga de viento barría el patio trasero, inclinando los abedules y trayendo las primeras gotas de lluvia. Patty sintió un escalofrío. Deseaba que todo hubiera terminado ya. No era supersticiosa, pero estaba asustada. Todo lo que estaba ocurriendo —la tormenta, el viaje de negocios de Clark, estar de parto una semana antes de tiempo— parecía remoto. Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Patty mientras esperaba para telefonear a su vecina. Sólo deseaba no estar asustada.

—Oh, estupendo —dijo el doctor Jeffrey Rhodes sarcásticamente cuando miró el programa de anestesia en la sala de anestesia. Había aparecido un nuevo caso: Patty Owen, un parto con petición específica de anestesia epidural Jeffrey meneó la cabeza, pues sabía que él era el único anestesista disponible en aquellos momentos Todos los demás del turno de día estaban ocupados Jeffrey llamó a maternidad para comprobar el estado de la paciente y le dijeron que no había prisa porque la mujer todavía no había llegado de la oficina de ingresos.

—¿Alguna complicación que yo deba conocer? —preguntó Jeffrey, casi con miedo a lo que iba a oír. Las cosas no le habían ido bien ese día en particular.

—Parece rutinario —dijo la enfermera—. Primípara Veinticuatro años. Sana.

—¿Quién la lleva?

—Simarian —respondió la enfermera.

Jeffrey dijo que iría allí enseguida y colgó el teléfono. Simarian, reflexionó Jeffrey. Era un tipo técnicamente bueno, pero Jeffrey encontraba un poco molesta su actitud protectora hacia las pacientes. Gracias a Dios que no era Braxton o Hicks. Quería que el caso fuera tranquilo y rápido; si hubiera sido uno de estos, no sería así.

Salió de la sala de anestesia y se marchó por el corredor de la sala de operaciones principal, pasando por delante del bullicio del mostrador de programación y su encargado. El turno de noche entraría al cabo de unos minutos; el cambio de la guardia inevitablemente producía un caos momentáneo.

Jeffrey empujó las puertas oscilantes dobles de la sala de cirugía y se quitó de un tirón la máscara que colgaba floja de la goma elástica sobre su pecho, oscilando, y la arrojó al cubo de desperdicios con alivio; durante las últimas seis horas había estado respirando a través de ese maldito objeto.

La sala era un hervidero de miembros del personal que iniciaban su turno. Jeffrey les hizo caso omiso y se dirigió al vestuario, que estaba también lleno de gente. Se detuvo frente al espejo, curioso por ver si se notaba lo mal que se sentía. Así era. Los ojos parecían haber retrocedido, de tan hundidos como estaban. Debajo de cada uno había una indeleble mancha oscura en forma de medialuna. Incluso el bigote de Jeffrey parecía deteriorado, aunque qué se podía esperar después de haberlo mantenido arropado bajo la máscara de cirugía durante seis horas.

Como la mayoría de médicos que se resisten a la hipocondría crónica provocada por la Facultad de Medicina, Jeffrey a menudo caía en el otro extremo: negaba o hacía caso omiso de todo síntoma de enfermedad o señal de fatiga, hasta que amenazaba con vencerle. Ese día no era ninguna excepción. Desde el momento en que aquella mañana se había despertado, a las seis, se encontraba fatal. Aunque hacía días que se sentía agotado, primero atribuyó el mareo y los escalofríos a algo que había comido la noche anterior. Cuando tuvo náuseas a media mañana, Jeffrey lo atribuyó rápido al exceso de café. Y cuando empezaron el dolor de cabeza y la diarrea a primeras horas de la tarde, lo achacó a la sopa que había tomado para almorzar en la cafetería del hospital.

Sólo cuando se enfrentó a su ojeroso reflejo en el espejo del vestuario de cirugía admitió Jeffrey, por fin, que estaba enfermo. Probablemente había cogido la gripe que había rondado por el hospital durante el último mes. Se llevó la palma de la muñeca a la frente para comprobar si tenía fiebre. No cabía duda: estaba caliente.

Se apartó del lavabo y se acercó a su armario, agradeciendo que el día casi hubiera terminado. La idea de meterse en la cama era la visión más atractiva que pudo evocar.

Jeffrey se sentó en el banco, ajeno a la charlatana multitud, y empezó a girar la cerradura de combinación. Se sentía peor que nunca. El estómago le hacía ruidos de un modo desagradable; sentía un dolor terrible en los intestinos. Un calambre le perló la frente de sudor. A menos que alguien pudiera relevarle, le quedaban todavía algunas horas de trabajo.

Jeffrey se detuvo en el número final y abrió su armario. Metió la mano en el interior cuidadosamente ordenado y sacó un frasco de elixir calmante, un viejo remedio que su madre le obligaba a tomar de niño. Su madre constantemente le diagnosticaba que sufría de estreñimiento o de diarrea. Hasta que fue al instituto, Jeffrey no se dio cuenta de que estos diagnósticos no eran más que excusas para hacerle tomar el apreciado curalotodo de su madre. Con lo años, Jeffrey había adquirido confianza en el elixir, aunque no en la capacidad diagnóstica de su madre. Siempre guardaba un frasco a mano.

Desenroscó el tapón, echó la cabeza hacia atrás y tomó un saludable trago. Al secarse la boca, se fijó en que sentado a su lado se encontraba un asistente observando cada uno de sus movimientos.

—¿Quieres un trago? —preguntó Jeffrey, sonriendo y tendiendo la botella al hombre—. Está muy bueno.

El hombre le echó una mirada de desagrado, se levantó y se marchó.

Jeffrey meneó la cabeza ante la falta de sentido del humor de aquel hombre. Por su reacción se diría que le había ofrecido veneno. Con lentitud nada característica, Jeffrey se quitó el uniforme. Se hizo un breve masaje en las sienes, y después se levantó con esfuerzo y se fue a la ducha. Después de enjabonarse y enjuagarse, se quedó cinco minutos bajo el chorro de agua antes de salir y secarse con movimientos enérgicos. Se cepilló el ondulado cabello castaño, y se puso un uniforme limpio, una máscara nueva y un gorro nuevo. Ahora se sentía considerablemente mejor. Salvo por algún ocasional gorgoteo, incluso su colon parecía cooperar; al menos de momento.

Jeffrey volvió sobre sus pasos a través de la sala de cirugía y el corredor de la sala de operaciones, y cruzó la puerta que conducía a maternidad. La decoración en ella era un agradable antídoto a las severas y utilitarias baldosas de la sala de operaciones. Las habitaciones individuales de esta zona podían ser igualmente estériles, pero toda la zona y las habitaciones estaban pintadas en tonos pastel, con cuadros impresionistas en las paredes. Las ventanas incluso tenían cortinas. La sensación era más de estar en un hotel que en un gran hospital urbano.

Jeffrey fue al mostrador principal y preguntó por su paciente.

—Patty Owen está en la quince —dijo una mujer negra y alta y guapa. Se llamaba Mónica Carver, y era la supervisora de enfermeras del turno de noche.

Jeffrey se apoyó en el mostrador, agradeciendo el momentáneo descanso.

—¿Cómo va? —preguntó.

—Bien —respondió Mónica—. Pero tardará un poco. Las contracciones no son fuertes ni frecuentes, y sólo ha dilatado cuatro centímetros.

Jeffrey afirmó con la cabeza. Habría preferido que estuviera más adelantada. La práctica habitual era esperar hasta que la paciente hubiera dilatado seis centímetros para poner una anestesia epidural. Mónica entregó a Jeffrey el cuadro de Patty. Él lo repasó rápidamente. No había mucho que ver. La mujer gozaba de buena salud. Al menos, eso estaba bien.

—Charlaré un poco con ella —dijo Jeffrey—, después volveré a la sala de operaciones. Si algo cambia, hazme llamar.

—Claro —dijo Mónica, alegre.

Jeffrey se encaminó a la habitación número quince. A medio camino del vestíbulo tuvo otro calambre intestinal. Tuvo que detenerse y apoyarse en la pared hasta que pasó. Qué fastidio, pensó. Cuando se sintió lo bastante bien, continuó hacia la habitación número quince y llamó a la puerta. Una voz agradable le dijo que entrara.

—Soy el doctor Jeffrey Rhodes —dijo Jeffrey, ofreciéndole la mano—. Seré su anestesista.

Patty Owen le estrechó la mano. Tenía la palma húmeda, los dedos fríos. Aparentaba considerablemente menos de veinticuatro años. Era rubia y sus grandes ojos parecían los de un niño vulnerable. Jeffrey comprendió que la mujer estaba asustada.

—¡Me alegro de verle! —dijo Patty, sin querer soltar la mano de Jeffrey inmediatamente—. Quiero decirle con toda franqueza que soy una cobarde. No soporto muy bien el dolor.

—Estoy seguro de que podemos ayudarla —dijo Jeffrey de modo tranquilizador.

—Quiero anestesia epidural —dijo Patty—. Mi médico dijo que podrían ponérmela.

—Entiendo —dijo Jeffrey—, y la tendrá. Todo irá bien. Aquí tenemos muchos partos. Cuidaremos bien de usted, y cuando todo haya terminado, se preguntará por qué tenía tanto miedo.

—¿De veras? —dijo Patty.

—Si no tuviéramos tantas pacientes contentas, ¿cree que vendrían tantas mujeres por segunda, tercera o incluso cuarta vez?

Patty sonrió levemente.

Jeffrey pasó otro cuarto de hora con ella, interrogándola acerca de su salud y sus alergias. Simpatizó con ella cuando le dijo que su esposo se hallaba fuera de la ciudad en viaje de negocios. Su familiaridad con la anestesia epidural le sorprendió. Ella le confió que no sólo habíaleído acerca de ella, sino que su hermana la había utilizado en sus dos alumbramientos. Jeffrey le explicó por qué no se la administraría inmediatamente. Cuando le dijo que entretanto podía tomar «Demerol» si lo quería. Patty se relajó. Antes de dejarla, Jeffrey le recordó que cualquier medicamento que tomara, el bebé también lo tomaría. Después volvió a decirle que no había razón para preocuparse; estaba en buenas manos.

Al salir de la habitación de Patty, y mientras sufría otro espasmo intestinal, Jeffrey comprendió que tendría que tomar medidas más drásticas contra sus propios síntomas si tenía que llegar hasta el final del parto de Patty. A pesar del calmante, se sentía cada vez peor.

Jeffrey cruzó de nuevo las puertas que daban a la sala de operaciones y regresó a la sala de anestesia junto a la sala de operaciones, donde había pasado casi todo el día. La habitación estaba vacía y probablemente no volvería a ser utilizada hasta la mañana siguiente.

Echó un vistazo a un lado y a otro del corredor de la sala de operaciones para asegurarse de que no había moros en la costa y corrió la cortina. Aunque por fin había reconocido que estaba enfermo, no iba a admitirlo ante nadie.

Del cajón de su aparato de anestesia Narcomed III, Jeffrey sacó una aguja intravenosa de pequeño calibre y un equipo de infusión. Bajó del estante una botella de suero intravenoso «Lactato Ringer» y la destapó. Con gesto decidido presionó el tubo del suero intravenoso en la botella y colgó esta sobre el aparato de anestesia. Hizo pasar líquido a través del tubo hasta que estuvo libre de burbujas de aire, y entonces cerró la espita de plástico.

Jeffrey sólo se había inyectado suero un par de veces, pero tenía suficiente práctica con el procedimiento para ser un experto. Utilizando los dientes para sujetar un extremo del torniquete, lo aseguró alrededor de los bíceps y observó cómo las venas empezaban a dilatarse.

Lo que Jeffrey pretendía hacer era un truco que había aprendido cuando era residente. En aquella época, él y sus colegas, especialmente los residentes de cirugía, se negaban a estar enfermos por miedo a perder el margen de selectividad. Si contraían la gripe o tenían síntomas como los que Jeffrey experimentaba ahora, simplemente sacaban tiempo para inyectarse un litro de suero intravenoso. Los resultados estaban casi garantizados, lo que sugería que la mayoría de síntomas de gripe eran debidos a una deshidratación. Con un litro de «Lactato Ringer» corriendo por las venas, era difícil no sentirse mejor. Hacía siglos que Jeffrey había recurrido a un suero intravenoso por última vez. Sólo esperaba que la eficacia fuera tan notable como cuando él era residente. Ahora, a los cuarenta y dos años, le parecía difícil creer que la última vez tenía casi veinte años menos.

Jeffrey estaba a punto de clavar la aguja cuando alguien apartó la cortina de la alcoba. Jeffrey levantó la vista y vio el rostro sorprendido de Regina Vinson, una de las enfermeras de noche.

—¡Ah! —exclamó Regina—. Disculpe.

—No pasa nada —dijo Jeffrey, pero Regina se fue tan rápido como había aparecido.

Como sin querer ella le había visto, Jeffrey pensó decirle que le echara una mano uniendo el suero intravenoso a la aguja una vez que la tuviera en la vena. Apartó la cortina esperando encontrar a Regina, pero esta ya estaba lejos, en el atestado vestíbulo. Corrió de nuevo la cortina. Se las arreglaría igual sin ella.

Una vez unido el tubo del suero intravenoso, abrió la espita. Casi enseguida notó la fresca sensación del líquido al penetrar rápidamente en el brazo. Cuando la mayor parte del contenido de la botella había penetrado, la zona superior del brazo de Jeffrey estaba fría al tacto. Después de sacar la aguja, se puso un algodón empapado en alcohol en el lugar del pinchazo y dobló el codo para mantenerlo allí. Tiró a la papelera el material del suero intravenoso, y se levantó. Esperó un momento para ver cómo se sentía. El mareo y el dolor de cabeza habían desaparecido por completo. Y también las náuseas. Satisfecho con los rápidos resultados, Jeffrey abrió la cortina y se encaminó hacia el vestuario otra vez. Sólo el colon seguía produciéndole molestias.

Ahora el turno de noche estaba en sus puestos y el de día se preparaba para marchar. El vestuario se encontraba lleno de gente animada. La mayoría de las duchas estaban ocupadas. Primero Jeffrey utilizó el retrete. Después sacó su elixir y tomó otro trago. Sintió un escalofrío al notar el sabor y se preguntó qué era lo que lo hacía tan amargo Tiró a la papelera la botella ahora vacía. Después se dio otra ducha y se puso otro uniforme limpio.

Cuando salió a la sala de cirugía casi se sentía humano. Tenía intención de sentarse una media hora y leer el periódico, pero antes de tener la oportunidad de hacerlo sonó su localizador Reconoció el número. Era maternidad.

—La señora Owen pregunta por usted —le dijo Mónica Carver cuando él telefoneó.

—¿Cómo está? —preguntó Jeffrey.

—Bien —dijo Mónica—. Tiene un poco de miedo, pero ni siquiera ha pedido un analgésico a pesar de que las contracciones ahora son frecuentes. Está entre cinco y seis centímetros.

—Perfecto —dijo Jeffrey. Estaba satisfecho—. Voy para allá.

Mientras se dirigía a maternidad, Jeffrey se detuvo en la oficina de anestesia para mirar el gran tablero y ver las asignaciones de la noche. Como esperaba, todo el mundo estaba ocupado con algún caso. Cogió un pedazo de tiza y escribió que cuando alguien estuviera libre, acudiera a maternidad y le relevara.

Cuando Jeffrey llegó a la habitación número quince de maternidad, Patty se encontraba en mitad de una contracción. Una experimentada enfermera practicante se hallaba con ella y las dos mujeres funcionaban como un equipo con práctica. Gotas dé sudor perlaban la frente de Patty. Tenía los ojos fuertemente cerrados, y aferraba las manos de la enfermera con las suyas. Arrollado al abdomen estaba el monitor de goma que vigilaba el progreso del parto y los latidos del corazón del feto.

—Ah, mi blanco caballero vestido de azul —dijo Patty cuando el dolor se calmó y abrió los ojos, al ver a Jeffrey de pie a los pies de la cama. Sonrió.

—¿Qué me dice de la anestesia epidural? —sugirió Jeffrey.

—¿Qué me dice de ella? —repitió Patty.

Todo el equipo que Jeffrey necesitaba se encontraba en un carrito que habían entrado con él. Después de poner en su lugar un manguito para tomar la presión sanguínea, Jeffrey retiró el monitor de goma del abdomen de Patty y la ayudó a colocarse de lado. Con las manos enguantadas frotó la espalda de Patty con una solución antiséptica.

—Primero le pondré la anestesia local de la que hemos hablado —dijo Jeffrey mientras preparaba la inyección.

Hizo una pequeña marca con la pequeñísima aguja en la parte inferior de la espalda de Patty, que se sentía tan aliviada con la anestesia, que ni siquiera se movió.

A continuación, cogió una aguja tipo Touhey de la bandeja de anestesia epidural y comprobó que el estilete se hallaba en su lugar. Después, utilizando ambas manos, introdujo la aguja en la espalda de Patty, haciéndola avanzar lenta pero deliberadamente hasta que estuvo seguro de haber alcanzado la envoltura ligamentosa del canal espinal. Retiró el estilete y acopló una jeringa de cristal vacía. Jeffrey hizo una ligera presión en el émbolo de la jeringa. Al notar resistencia, con gran pericia volvió a hacer avanzar la aguja. De repente la resistencia en el émbolo desapareció. Jeffrey estaba satisfecho: sabía que se encontraba en el espacio epidural.

—¿Está bien? —preguntó Jeffrey mientras utilizaba una jeringa de cristal para introducir una dosis de prueba de 2 cc de agua estéril con una pequeñísima cantidad de adrenalina.

—¿Ha terminado? —preguntó Patty.

—No del todo —dijo Jeffrey—. Sólo faltan unos minutos. —Inyectó la dosis de prueba e inmediatamente comprobó la presión sanguínea y el pulso de Patty. No se había producido ningún cambio. Si la aguja hubiera estado en un vaso sanguíneo, el ritmo del corazón de Patty habría aumentado inmediatamente como respuesta a la adrenalina.

Sólo entonces cogió Jeffrey el pequeño catéter para anestesia epidural. Con cuidado practicado, lo ensartó en la aguja Touhey.

—Siento algo extraño en la pierna —dijo Patty nerviosa.

Jeffrey dejó de empujar el catéter. Sólo había entrado cerca de un centímetro más allá de la punta de la aguja. Le preguntó a Patty por la sensación, luego le explicó que era corriente que el catéter de la anestesia epidural tocara nervios periféricos al atravesar el espacio epidural. Esta podía ser la causa de lo que sentía. Cuando la parestesia disminuyó, Jeffrey hizo avanzar con tiento el catéter otfo centímetro y medio. Patty no se quejó.

Finalmente, Jeffrey sacó la aguja tipo Touhey, mientras dejaba el pequeño catéter de plástico donde estaba. Entonces preparó una segunda dosis de prueba de 2 cc de «Marcaina» de tipo espinal al 25% con adrenalina. Después de inyectar esta segunda dosis, comprobó la presión sanguínea de Patty y el sentido del tacto en sus extremidades inferiores. Al ver que no se producían cambios después de varios minutos, Jeffrey tuvo la completa certeza de que su catéter se encontraba en el lugar adecuado. Por fin, inyectó la dosis terapéutica de la anestesia: 5 ce de «Marcaina» al 0,25%. Después, retiró el catéter.

—Ya está —dijo Jeffrey mientras ponía una gasa estéril en el lugar de la punción—. Pero quiero que se quede de lado un rato.

—Pero no siento nada —se quejó Patty.

—De eso se trata —dijo Jeffrey con una sonrisa.

—¿Está seguro de que funciona?

—Espere a la siguiente contracción —dijo Jeffrey con confianza.

Jeffrey habló con la enfermera para indicarle con cuánta frecuencia quería que le tomaran la presión sanguínea a Patty. Después, la ayudó a volver a colocar el monitor del parto en su lugar. Permaneció en la habitación mientras duró la siguiente contracción de Patty, y aprovechóel tiempo para completar su habitualmente meticulosa historia referente a la anestesia. Patty estaba más tranquila. El malestar que había estado experimentando había mejorado mucho, y dio las gracias a Jeffrey efusivamente.

Después de decir a Mónica Carver y a la enfermera dónde estaría, Jaffrey entró en una habitación oscura y se echó en la cama. Se sentía mejor, pero sin duda no normal. Cerró los ojos para lo que creía serían sólo unos minutos y, calmado por el sonido de la lluvia que golpeaba los cristales de la ventana, se quedó dormido. Apenas fue consciente de que la puerta se abría y cerraba varias veces cuando diferentes personas verificaban que se encontraba allí, pero nadie le molestó hasta que Mónica entró y le zarandeó suavemente por el hombro.

—Tenemos un problema —dijo Mónica.

Jeffrey se sentó en la cama y se frotó los ojos.

—¿Qué ocurre?

—Simarian ha decidido practicar una cesárea a Patty Owen.

—¿Tan pronto? —preguntó Jeffrey.

Consultó su reloj. Parpadeó varias veces. La habitación parecía más oscura que antes. Volvió a consultar el reloj y le sorprendió ver que había dormido una hora y media.

—El bebé viene de nalgas y no ha progresado —explicó Mónica—. Pero el principal problema es que al corazón del niño le cuesta recuperar el ritmo normal después de cada contracción.

—Es hora de hacer una cesárea —coincidió Jeffrey mientras se ponía de pie. Esperó un segundo a que desapareciera su ligero mareo.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó Mónica.

—Sí, estoy bien —respondió Jeffrey. Se sentó en una silla para ponerse los zapatos de quirófano—. ¿Cuál es el programa?

—Simarian estará aquí dentro de unos veinte minutos —dijo Mónica, al mismo tiempo que examinaba el rostro de Jeffrey.

—¿Ocurre algo? —preguntó Jeffrey. Se pasó los dedos por el pelo, ya que temía estar despeinado.

—Está pálido —dijo Mónica—. Quizás es la falta de luz de aquí dentro.

Fuera, la lluvia era más fuerte que antes.

—¿Cómo está Patty? —preguntó Jeffrey, mientras se dirigía al cuarto de baño.

—Tiene miedo —dijo Mónica desde la puerta—. Aparte de los dolores, está bien, pero habría que pensar en darle algún tipo de tranquilizante, sólo para mantenerla calmada.Jeffrey asintió mientras encendía la luz del cuarto de baño. No le entusiasmaba la idea de darle un tranquilizante a Patty, pero dadas las circunstancias, lo pensaría.

—Asegúrense de que tiene oxígeno —dijo a Mónica—. Enseguida estaré allí.

—Tiene oxígeno —gritó Mónica por encima del hombro al salir de la habitación.

Jeffrey se examinó en el espejo. Estaba pálido. Después observó algo más. Tenía las pupilas tan contraídas, que parecían la punta de un lápiz. Eran más pequeñas de lo que jamás las había visto. No era de extrañar que le hubiera costado ver la hora en la otra habitación.

Jeffrey se refrescó la cara con agua fría y después se la secó bruscamente. Al menos eso le despejó. Volvió a mirarse las pupilas. Seguían contraídas. Respiró hondo y se prometió a sí mismo que en cuanto terminara este parto, se iría a casa y se metería en la cama. Después de arreglarse el pelo con los dedos, se encaminó a la habitación número quince de maternidad.

Mónica tenía razón. Patty estaba turbada, asustada y nerviosa por la cesárea que iban a practicarle. Se tomaba como algo personal el hecho de no poder tener un parto normal. Las lágrimas acudieron a sus ojos cuando volvió a mostrarse enojada por la ausencia de su esposo. A Jeffrey le dio lástima e hizo un gran esfuerzo para tranquilizarla diciéndole que todo iría bien y que sin duda alguna no era culpa suya. También le dio 5 mg de diazepam intravenoso, pues consideró que produciría un mínimo efecto en el niño. Ejerció un rápido efecto calmante en Patty.

—¿Estaré dormida durante la cesárea? —preguntó Patty.

—Estará muy cómoda —respondió Jeffrey, eludiendo la pregunta—. Uno de los grandes beneficios de la anestesia epidural continua es que puedo aumentarla, ahora que necesitamos un nivel más elevado, sin molestar a Patty júnior.

—Es un niño —dijo Patty—. Se llama Mark.

Sonrió débilmente. Los párpados se le cerraban un poco. El tranquilizante estaba haciendo efecto.

El traslado de maternidad a la sala de operaciones se llevó a cabo sin ningún incidente. Jeffrey mantuvo a Patty con oxígeno mediante una mascarilla durante el corto recorrido.

La sala de operaciones conocía la decisión de practicar una cesárea. Cuando Patty fue trasladada allí, la habitación ya casi estaba preparada. La enfermera de quirófano, ya lavada, estaba ocupada disponiendo el instrumental. La otra enfermera auxiliar ayudó a entrar la camilla y a trasladar a Patty a la mesa de operaciones. Patty seguía con el monitor fetal en el abdomen.

Jeffrey no estaba familiarizado con el personal de noche, y no conocía a la enfermera auxiliar. Su tarjeta de identificación decía: Sheila Dodenhoff.

—Necesitaré «Marcaina» al 0,5% —dijo Jeffrey a Sheila mientras retiraba a Patty la botella portátil de oxígeno y le suministraba oxígeno a través de su aparato de anestesia Narcomed III. Después colocó el manguito de la presión sanguínea en el brazo izquierdo de Patty.

—Marchando —dijo Sheila alegre.

Jeffrey trabajaba con rapidez pero con precaución. Comprobaba todos los datos anotados en la historia de anestesia una vez realizado cada paso. A diferencia de la mayoría de médicos, Jeffrey se enorgullecía de su letra exquisitamente legible.

Después de colocar los electrodos del electrocardiógrafo, sujetó el oxímetro en el dedo índice izquierdo de Patty. Cuando Sheila volvió, estaba sustituyendo la aguja intravenosa de Patty por una intracatéter más segura.

—Aquí tiene —dijo ella, entregando a Jeffrey un frasquito de vidrio de 30 cc de «Marcaina» al 0,5%.

Jeffrey cogió el fármaco y, como hacía siempre, comprobó la etiqueta. Dejó el frasquito sobre un aparato de anestesia. Del cajón sacó una ampolla de 2 ce de «Marcaina» al 0,5% de tipo espinal con epinefrina y la introdujo en una jeringa. Colocó a Patty sobre su costado derecho e inyectó los 2 ce en el catéter epidural.

—¿Cómo va todo? —preguntó una voz resonante desde la puerta.

Jeffrey giró y vio al doctor Simarian sujetándose una mascarilla a la cara mientras mantenía la puerta abierta.

—Estaremos listos en un minuto —dijo Jeffrey.

—¿Cómo va el corazón del pequeño? —preguntó el doctor Simarian.

—Por el momento, bien —respondió Jeffrey.

—Voy a lavarme y nos pondremos manos a la obra.

La puerta se cerró. Jeffrey dio un apretón en el hombro de Patty mientras examinaba la lectura del electrocardiógrafo y de la presión sanguínea.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó, apartando a un lado la mascarilla de oxígeno.

—Creo que sí —dijo ella.—Quiero que me diga todo lo que siente. ¿Comprendido? —dijo jeffrey—. ¿Siente los pies normales?

Patty asintió con la cabeza. Jeffrey se acercó a los pies de ella y le probó la sensación. Regresó a la cabecera de la mesa de operaciones y volvió a comprobar los monitores: estaba seguro de que el catéter epidural no se había movido y no había penetrado ni en el canal espinal ni en una de las venas de Bateson dilatadas por el embarazo.

Satisfecho porque todo estaba en orden, Jeffrey cogió el frasquito de «Marcaina» que Sheila le había traído. Utilizando el pulgar, retiró la tapa del envase de cristal sellado. Volvió a comprobar la etiqueta, después sacó 12 cc. Quería que la anestesia llegara al menos hasta la raíz T6 y, preferiblemente, hasta la T4. Cuando dejó la «Marcaina», sus ojos tropezaron con los de Sheila. Esta se encontraba de pie, a la derecha, mirando fijamente a Jeffrey.

—¿Ocurre algo? —preguntó Jeffrey.

Sheila le retuvo la mirada un instante, después giró sobre sus talones y salió de la sala de operaciones sin decir nada. Jeffrey se volvió para llamar la atención de la enfermera de quirófano, pero esta seguía ocupada con su trabajo. Jeffrey se encogió de hombros. Pasaba algo que él no sabía.

Volvió al lado de Patty e inyectó la «Marcaina». Después destapó el catéter epidural y volvió a la cabecera de la mesa de operaciones. Después de dejar la jeringa, anotó en la historia el tiempo y la cantidad exacta de la inyección. Una ligera aceleración de la señal del pulso le hizo mirar el monitor del electrocardiógrafo. De haber alguna variación en el ritmo del corazón, Jeffrey esperaba una ligera disminución debido al progresivo bloqueo del sistema simpático. En cambio, se había producido lo contrario. El pulso de Patty se iba acelerando. Era la primera señal del inminente desastre.

La reacción inicial de Jeffrey fue más de curiosidad que de preocupación. Su mente analítica buscó una explicación lógica a lo que estaba presenciando. Miró la lectura de la presión sanguínea y después la del oxímetro. Todo estaba bien. Volvió a mirar el electrocardiograma. El pulso seguía acelerándose y, lo que era aún más inquietante, el latido del corazón era ectópico e irregular. Dadas las circunstancias, no era buena señal.

Jeffrey tragó saliva pues el miedo le atenazaba la garganta. Sólo hacía unos segundos que había inyectado la «Marcaina». ¿Podía haber entrado intravenosamente a pesar del resultado de la dosis de prueba?

En el transcurso de su carrera profesional Jeffrey había tenido otra reacción adversa a la anestesia local. El incidente había sido espantoso.

Los latidos ectópicos aumentaban su frecuencia. ¿Por qué aumentaba la frecuencia cardíaca y por qué el ritmo era irregular? Si la dosis anestésica entraba intravenosamente, ¿por qué la presión sanguínea no estaba bajando? Jeffrey no tuvo respuestas inmediatas a estas preguntas, pero su sexto sentido médico, resultado de años de experiencia, hizo sonar la alarma en su mente. Algo anormal ocurría. Algo que Jeffrey no podía explicar, y mucho menos comprender.

—No me siento bien —dijo Patty, volviendo la cabeza para hablar por el lado de la mascarilla.

Jeffrey miró la cara de Patty. Vio que de nuevo estaba enturbiada por el miedo.

—¿Qué ocurre? —le preguntó, sorprendido por estos rápidos acontecimientos. Le puso una mano sobre el hombro.

—Me siento rara —dijo Patty.

—¿Qué quiere decir, rara?

Los ojos de Jeffrey volvieron a los monitores. Siempre existía el miedo a la alergia a la anestesia local, aunque desarrollar alergia en las dos horas transcurridas desde la primera dosis parecía una idea bastante inverosímil. Observó que la presión sanguínea había aumentado un poco.

—¡Ahhhhhh! —gritó Patty.

Jeffrey la miró a la cara. Las facciones de Patty estaban contorsionadas formando una horrible mueca.

—¿Qué pasa, Patty? —preguntó Jeffrey.

—Siento dolor en el estómago —logró decir Patty a través de los dientes apretados—. Arriba, debajo de las costillas. Es diferente del dolor del parto. Por favor… —su voz se apagó.

Patty empezó a retorcerse sobre la mesa, levantando las piernas. Sheila volvió a aparecer junto con un musculoso enfermero, que echó una mano para intentar contenerla.

La presión sanguínea que había aumentado un poco ahora empezó a disminuir.

—Quiero una cuña debajo de su costado derecho —gritó Jeffrey mientras sacaba efedrina del cajón y la preparaba para inyectarla.

Mentalmente calculó cuánto dejaría descender la presión sanguínea antes de inyectar el agente presor. Todavía no tenía idea de lo que estaba ocurriendo, y prefería no actuar hasta saber exactamente contra qué luchaba.Un sonido gorgoteante le hizo mirar la cara de Patty. Le apartó la mascarilla de oxígeno. Para su sorpresa y horror, la joven producía saliva como un perro rabioso. Al mismo tiempo lagrimeaba profusamente; las lágrimas le resbalaban por la cara. Una tos húmeda sugirió que también estaba formando cantidades crecientes de secreciones tráqueo-bronquiales.

Jeffrey era un profesional. Le habían enseñado a hacer frente a una situación de emergencia de este tipo. Su mente corría a toda velocidad, recogiendo toda la información, formulando hipótesis y excluyéndolas. Entretanto, se ocupaba de los síntomas que amenazaban la vida. Primero aspiró la nasofaringe de Patty, después le inyectó atropina intravenosamente, seguida de efedrina. Volvió a aspirar y después le inyectó una segunda dosis de atropina. Las secreciones disminuyeron, la presión sanguínea se estabilizó, la oxigenación permaneció normal, pero Jeffrey aún no conocía la causa. Lo único que se le ocurría era que se trataba de una reacción alérgica a la «Marcaina». Miró el electrocardiograma, esperando que la atropina tuviera un efecto positivo sobre los irregulares latidos del corazón. Pero siguieron irregulares. De hecho, todavía se hicieron más irregulares mientras el pulso de Patty se aceleraba. Jeffrey preparó una dosis de 4 mg de propranolol, pero antes de poder inyectarlo, se percató de las fasciculaciones musculares que deformaban las facciones de Patty en una serie de contorsiones y espasmos aparentemente incontrolables. Las fasciculaciones pronto se extendieron a otros músculos hasta que su cuerpo se vio agitado por sacudidas clónicas.

—¡Sujétala, Trent! —gritó Sheila al enfermero—. ¡Cógele las piernas!

Jeffrey inyectó el propranolol cuando el electrocardiograma empezaba a registrar más cambios extraños, que indicaban que el sistema de conducción eléctrica del corazón estaba comprometido.

Patty vomitó bilis verde que Jeffrey aspiró rápidamente. Miró la lectura del oxímetro. Todavía se mantenía. Entonces, la alarma del monitor fetal se disparó; el corazón del bebé iba cada vez más despacio. Antes de que nadie pudiera reaccionar, Patty sufrió un ataque de «grand mal». Sus miembros se debatían en todas direcciones, después arqueó la espalda en una difícil hiperextensión.

—¿Qué demonios pasa? —gritó Simarian cuando entró rápidamente.

—La «Marcaina» —gritó a su vez Jeffrey—. Está sufriendo algún tipo de reacción impredecible.

Jeffrey no tenía tiempo para explicaciones. Preparó 75 mg de succinilcolina.

—¡Dios mío! —exclamó Simarian, dando la vuelta a la mesa de operaciones para ayudar a sujetar a Patty.

Jeffrey inyectó la succinilcolina así como una dosis adicional de diazepam. Daba gracias por haber cambiado el suero intravenoso por otro más seguro. El pitido del oxímetro empezó a bajar de tono cuando la oxigenación de Patty disminuyó. Jeffrey volvió a limpiarle las vías respiratorias e intentó proporcionarle el cien por cien de oxígeno.

Los movimientos espasmódicos de Patty se redujeron a medida que hacía efecto la parálisis inducida por la succinilcolina. Jeffrey introdujo un tubo endotraqueal, verificó su posición y ventiló bien a Patty con el oxígeno. El sonido del oxímetro inmediatamente recuperó su tono alto. Pero el controlador fetal seguía enviando su señal de alarma. El corazón del bebé iba más despacio y no volvería a acelerarse.

—¡Vamos a sacar al bebé! —gritó Simarian.

Cogió unos guantes estériles de una de las mesas auxiliares y se los puso.

Jeffrey seguía mirando la presión sanguínea, que había empezado a bajar de nuevo. Dio a Patty otra dosis de efedrina. La presión sanguínea empezó a subir. Jeffrey miró el electrocardiograma; no había mejorado con el propranolol. Entonces, para su horror, mientras lo miraba, el electrocardiograma se desintegró formando una fibrilación sin sentido. El corazón de Patty había dejado de latir.

—¡Se para! —gritó Jeffrey.

La presión sanguínea bajó a cero. Las alarmas del electrocardiógrafo y del oxímetro empezaron a sonar con estridencia.

—¡Dios mío! —exclamó Simarian.

Había estado cubriendo rápidamente el cuerpo de la paciente. Se acercó a la cabecera de la mesa y comenzó un masaje cardíaco externo comprimiendo el pecho de Patty. Sheila avisó al mostrador de la sala de operaciones pidiendo ayuda.

El carrito de paro cardíaco llegó junto con más enfermeras de quirófano. Con la velocidad del rayo, prepararon el desfibrilador. También llegó una enfermera anestesista. Fue directa al lado de Jeffrey.

El contenido de oxígeno en la sangre de Patty aumentó ligeramente.—¡Descarga! —ordenó Jeffrey.

Simarian cogió las palas del desfibrilador de una de las enfermeras. La aplicó al pecho desnudo de Patty. Todos se apartaron de la mesa de operaciones. Simarian oprimió el botón. Como Patty estaba paralizada por la succinilcolina, la corriente eléctrica no produjo ningún efecto aparente excepto en la pantalla del electrocardiógrafo. La fibrilación desapareció, pero cuando regresó el pitido fosforescente, no mostraba unos latidos normales. En cambio, el trazado era completamente plano sólo con algunas alteraciones menores.

—¡Otra vez masaje! —ordenó Jeffrey.

Miró el electrocardiograma. No podía creer que no hubiera actividad eléctrica. El musculoso enfermero remplazó a Simarian y se puso a comprimir el pecho de Patty con buenos resultados.

El controlador fetal seguía sonando. La velocidad del corazón del niño era demasiado lenta.

—¡Vamos a sacar al niño! —volvió a decir Simarian.

Se cambió los guantes y de prisa cogió más paños que le ofrecía la enfermera del quirófano. Los colocó lo mejor que pudo a pesar del masaje cardíaco. Cogió un cuchillo de la mesa de instrumentos y se puso a trabajar. Efectuó una generosa incisión vertical y abrió la parte inferior del abdomen de Patty. Como la presión sanguínea era muy reducida, salió poca sangre. Llegó un pediatra, que se preparó para coger al bebé.

La atención de Jeffrey seguía con Patty. Efectuó otra aspiración y le sorprendió la cantidad de secreciones incluso después de dos dosis de atropina. Comprobó las pupilas de Patty, y se alegró de ver que no estaban dilatadas. De hecho, le sorprendió encontrarlas como puntas de alfiler. Con la oxigenación elevada, Jeffrey decidió dejar de introducir más fármacos en el sistema de Patty hasta que el bebé hubiera nacido. Explicó con brevedad a la enfermera de anestesia lo que había ocurrido.

—¿Cree que es una reacción a la «Marcaina»? —preguntó ella.

—Es lo único que se me ocurre —admitió Jeffrey.

Al cabo de un minuto un bebé flácido, azulado y silencioso fue retirado del abdomen de Patty. Después de cortar el cordón umbilical, el niño fue entregado rápidamente al pediatra que esperaba. Este lo llevó de prisa a la unidad de cuidados infantiles, donde el bebé fue rodeado por su propio equipo de reanimación. La enfermera de anestesia se unió a ese grupo.

—No me gusta este electrocardiograma plano —se dijo Jeffrey mientras inyectaba adrenalina.Observó el electrocardiograma. No hubo respuesta. Entonces probó otra dosis de atropina. Nada. Exasperado, sacó una muestra de sangre arterial y la envió al laboratorio para su análisis.

Ted Overstreet, uno de los cirujanos cardíacos que recientemente había terminado un caso de derivación, entró y se quedó al lado de Jeffrey. Después de que este le explicara la situación, Overstreet sugirió abrir a la joven.

La enfermera anestesista volvió e informó que el bebé no estaba en buenas condiciones.

—El Apgar es tres solamente —dijo—. Respira y el corazón late, pero mal. Y su tono muscular no es bueno. De hecho, es raro.

—¿Cómo es? —preguntó Jeffrey, luchando contra una oleada de depresión.

—La pierna izquierda se mueve bien, pero la derecha no. La derecha está completamente flácida. Con los brazos ocurre lo contrario.

Jeffrey meneó la cabeza. Era evidente que al niño le había faltado oxígeno cuando se encontraba en el útero y ahora sufría una lesión cerebral. Darse cuenta de ello era abrumador, pero no había tiempo para lamentarse. En aquellos momentos su principal preocupación era Patty y hacer que su corazón latiera.

Llegaron los resultados de los análisis. El PH de Patty era 7,28. Dadas las circunstancias, pensó Jeffrey, estaba muy bien. Entonces inyectó una dosis de cloruro calcico. Los minutos transcurrían despacio, como si fueran horas, mientras todos miraban el electrocardiograma, esperando ver alguna señal de vida, alguna respuesta al tratamiento. Pero el monitor sólo trazaba una frustrante línea recta.

El enfermero siguió comprimiendo el pecho y el ventilador mantenía los pulmones de Patty llenos de oxígeno puro. Sus pupilas seguían contraídas, lo que sugería que su cerebro recibía suficiente oxígeno, pero el corazón permanecía eléctrica y mecánicamente inmóvil. Jeffrey repitió todos los procedimientos que había aprendido en los libros de texto, pero no sirvió de nada. Patty incluso sufrió otro shock con el desfibrilador colocado a 400 julios.

Cuando el pediatra tuvo estabilizado al recién nacido, hizo que la unidad de cuidados infantiles saliera de la sala de operaciones junto con el grupo de residentes y enfermeras que se ocupaban de ello. El pequeño Mark estaba camino de la unidad de cuidados intensivos neonatales. Jeffrey les observó marchar. Se sentía abatido. Meneando la cabeza con tristeza, volvió a Patty. ¿Qué hacer?

Jeffrey miró a Ted, que seguía a su lado. Le preguntó qué creía que deberían hacer. Jeffrey estaba desesperado.

—Como he dicho, creo que deberíamos abrirla y trabajar directamente en el corazón. No hay mucho que perder, en estos momentos.

Jeffrey volvió a mirar el electrocardiograma plano. Después suspiró.

—Está bien. Probemos —dijo de mala gana.

No se le ocurría ninguna otra idea, y no quería abandonar. Como había señalado Ted, no había nada que perder. Valía la pena probarlo.

Ted se vistió y se puso los guantes en menos de diez minutos. Una vez preparado, hizo que el enfermero dejara de comprimir el pecho para poder cubrirlo y abrirlo. Al cabo de unos segundos sostenía el corazón de Patty.

Ted hizo un masaje al corazón con la mano enguantada e incluso inyectó adrenalina directamente al ventrículo izquierdo. Cuando vio que no producía ningún efecto, intentó que el corazón latiera colocando electrodos internos en la pared cardíaca. Eso dio como resultado algunas variaciones en el electrocardiograma, pero el corazón en sí no respondió.

Ted recomenzó el masaje cardíaco interno.

—No quiero hacer ningún juego de palabras —dijo al cabo de un par de minutos—, pero mi corazón ya no está en este. Me temo que el partido ha terminado, a menos que tengáis preparado un corazón para trasplantar. Este hace rato que ya no está aquí.

Jeffrey sabía que Ted no pretendía parecer insensible y que su actitud aparentemente poco seria era más un mecanismo de defensa que una auténtica falta de compasión, pero aun así le hirió en lo más vivo. Tuvo que contenerse para no explotar verbalmente.

Aunque había abandonado, Ted proseguía el masaje cardíaco interno. El único sonido en la sala de operaciones provenía del monitor que registraba la descarga del marcapasos y el bajo zumbido del oxímetro que respondía al masaje interno de Ted.

Simarian fue quien rompió el silencio.

—Estoy de acuerdo —dijo sencillamente.

Se quitó los guantes.

Ted miró a Jeffrey a través de la pantalla de éter erigida rápidamente. Jeffrey asintió. Ted dejó de masajear el corazón y apartó la mano del Pecho de Patty.

—Lo siento —dijo.

Jeffrey asintió otra vez. Respiró hondo; después, apagó el ventilador. Volvió a mirar la lamentable vista de Patty Owen, con su abdomen y pecho rudamente abiertos. Era una visión terrible que perduraría en Jeffrey el resto de su vida. El suelo estaba lleno de envases y envoltorios de medicamentos.

Jeffrey se sentía aniquilado y entumecido. Este era el punto más bajo de su carrera. Había presenciado otras tragedias, pero esta era la peor, y la más inesperada. Sus ojos se posaron en el aparato de anestesia. También estaba cubierto de desperdicios. Debajo de ellos se encontraba la historia incompleta de la anestesia. Tendría que anotar los últimos datos. En su febril intento por salvar a Patty no había tenido tiempo de hacerlo. Buscó con la mirada el frasquito medio vacío de «Marcaina», sintiendo una antipatía irracional hacia él. Aunque parecía irrazonable a la luz de los resultados de la dosis de prueba, no podía evitar considerar que una reacción alérgica a la droga era la raíz de esta tragedia. Quería estrellar el frasquito contra la pared, sólo para descargar su frustración. Por supuesto sabía que no lo haría; era demasiado controlado para ello. Pero no pudo encontrar el frasquito entre el desorden.

—Sheila —Jeffrey llamó a la enfermera circulante que empezaba el proceso de limpieza—, ¿qué ha pasado con la ampolla de «Marcaina»?

Sheila interrumpió lo que hacía y miró ferozmente a Jeffrey.

—Si usted no sabe dónde lo ha puesto, yo seguro que no lo sé —dijo airada.

Jeffrey asintió y empezó a desconectar a Patty de los monitores. Podía comprender la rabia de Sheila. Él también estaba enojado. Patty no merecía este destino. Lo que Jeffrey no comprendió fue que Sheila no estaba enojada con el destino. Estaba enojada con Jeffrey. De hecho, estaba furiosa.