Miércoles, 17 de mayo, 1989
23.23 horas
Con su mochila al hombro, Gail Shaffer bajó del ascensor con Regina Puksar. Se dirigieron por el corredor central hacia la entrada principal. Hacía casi cinco años que las dos chicas se conocían. A menudo hablaban de sus problemas personales, aunque no se veían mucho fuera del hospital. Gail le había contado a Regina la pelea que había tenido con su novio.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Regina—. Si Robert de pronto me dijera que quería ver a otras personas, yo diría bueno, pero eso sería el fin de nosotros. Una relación no puede ir hacia atrás. O crece o muere. Al menos, esa es mi experiencia.
—La mía también —suspiró Gail.
Nadie advirtió que Trent doblaba su periódico y se ponía de pie. Cuando las mujeres salieron por la puerta giratoria, Trent estaba detrás de ellas. Podía oír su conversación.
Seguro de que se encaminaban al aparcamiento de empleados, Trent les dejó tomar la delantera, pero las mantuvo a la vista. Las dos se quedaron junto a un deportivo «Pontiac Fiero» rojo a charlar unos minutos. Por fin, se despidieron. Gail entró en el coche. Regina fue a buscar el suyo, que estaba muy cerca.
Trent fue hasta su «Corvette» y subió. No era el mejor coche para seguir a alguien, pues era muy llamativo, pero no le pareció que importara, en este caso. No había razón para que Gail sospechara. El coche de Gail era igualmente llamativo, lo cual lo hacía fácil de seguir. Se encaminó directo a Back Bay, tal como Trent había adivinado por el número de teléfono. Aparcó en doble fila en Boylston Street y desapareció dentro de una tienda.
Trent se puso al otro lado de la calle, puesto que Boylston era de una dirección, y se detuvo en una parada de taxis. Desde allí podría vigilar fácilmente la tienda y el coche de Gail. Cuando Gail salió con un solo paquete y volvió a entrar en el coche, Trent esperó a que arrancara. Entonces él se puso detrás.
Gail torció a la derecha en Berkeley, y redujo velocidad. Trent adivinó que había empezado a buscar aparcamiento, cosa nada fácil a aquellas horas de la noche; Trent dejó aumentar la distancia entre ellos. Gail por fin encontró un sitio en Marlborough Street, pero le costó mucho entrar.
—Zorra incompetente —murmuró Trent mientras observaba su tercer intento de entrar y aparcar.
Trent se había detenido en una zona donde no se podía aparcar. No le importaba. Si le ponían una multa, ¿qué más daba? Esto era negocio; cualquier gasto en el que incurriera, sería un gasto de negocios legítimo. Lo único que no quería era que se le llevaran el coche, pero por experiencia sabía que existían pocas probabilidades de que eso sucediera.
Gail por fin aparcó a su satisfacción, aunque no a la de Trent. El coche aún estaba a más de un palmo del bordillo. La chica bajó, con el paquete en la mano, cerró las puertas con llave y se marchó. Trent la vigiló, pero permaneció fuera de la vista, al otro lado de la calle. Vio que Gail torcía a la izquierda en Berkeley y a la derecha en Beacon. A pocas puertas de Beacon, entró en una casa.
Tras esperar unos minutos, Trent entró en el edificio y examinó la lista de nombres colocados junto al timbre de cada residente. Encontró «G. Shaffer» junto con un «A. Winthrop».
—Maldita sea —dijo Trent para sí.
Esperaba que Gail viviera sola. Nunca nada era fácil, pensó Trent. Furioso, salió a la calle. No podía irrumpir en el apartamento de Gail si vivía con otra persona. No podía tener ningún testigo.
Trent miró hacia Beacon Street, hacia el Boston Garden. Vio que estaba cerca del popular bar que se había hecho famoso por la serie de televisión Cheers. Entonces, un plan empezó a formarse en su mente. Quizá podría hacer salir de su apartamento a Gail o a su compañera.Trent abandonó el edificio y caminó la corta distancia que le separaba de «Hampshire House». Allí utilizó un teléfono público para marcar el número de Gail que había copiado del tablón de anuncios del hospital. Mientras el teléfono sonaba, pensó varias estratagemas. Todo dependía de quién respondiera.
—Diga —dijo la voz al otro extremo del hilo. Era Gail.
—La señorita Winthrop, por favor —dijo Trent.
—Lo siento, no está en casa.
Trent se animó. Quizá después de todo sería fácil.
—¿Podría decirme, por favor, cuándo volverá?
—¿Quién es usted?
—Un amigo de la familia —dijo Trent—. He venido a la ciudad por negocios, y me han dado su número para saludarla.
—Ahora está trabajando en el «St. Joseph’s Hospital»; hace el turno de noche —dijo Gail—. ¿Quiere el número de allí? Podría probar. Si no, volverá hacia las siete y media de la mañana, si prefiere volver a llamar.
Trent fingió anotar el número de teléfono del «St. Joseph’s», dio las gracias a Gail y colgó. No pudo reprimir una sonrisa.
Trent salió de «Hampshire House» y se apresuró a volver al edificio de Gail. Ahora, lo único que tenía que hacer era penetrar allí. Entró en el vestíbulo y se puso unos guantes de conducir negros. Después, llamó al timbre de Gail.
Al cabo de un minuto, oyó la voz de Gail a través del altavoz.
—Gail, ¿eres tú? —preguntó Trent, aunque estaba seguro de que era ella.
—Sí. ¿Quién es?
—Duncan Wagner —dijo Trent.
Era el primer nombre que se le había ocurrido. Los Wagner habían vivido al lado de los Hardy en la base del ejército de San Diego. Duncan era unos años mayor que Trent y habían jugado juntos hasta que el padre de Duncan estimó que Trent era una influencia perjudicial.
—¿Le conozco? —preguntó Gail.
—De vista, si no por el nombre —dijo Trent—. Trabajo por las tardes en pediatría.
Trent creyó que pediatría sonaba lo más benigno.
—¿En la tercera planta?
—Eso es —dijo Trent—. Espero no molestarte, pero un grupo del hospital hemos acabado en el «Bull Fine Pub». Ha salido tu nombre. Alguien ha dicho que vivías aquí cerca. Lo hemos echado a pajitas a ver quién venía a buscarte para que vengas con nosotros. Al parecer he ganado yo.
—Sois muy amables —dijo Gail—, pero acabo de llegar a casa de trabajar.
—Nosotros también. Ven un rato. Conoces a todo el mundo.
—¿Quién más está?
—Regina Puksar, para empezar —dijo Trent.
—Acabo de dejarla. Me ha dicho que iba a casa de su novio.
—¿Qué quieres que te diga? Tal vez ha cambiado de opinión. Quizá su novio no estaba. De todos modos, ha venido. Ha insistido en que alguien viniera a buscarte. Le ha parecido que te iría bien distraerte.
Hubo una pausa. Trent sonrió. Sabía que la tenía en el bote.
—Todavía llevo el uniforme —dijo Gail.
—También lo llevan algunos de los otros.
Trent tenía respuesta para todo.
—Bueno, tendré que darme una ducha.
—No hay problema —dijo Trent—. Esperaré.
—Puedo reunirme con vosotros allí.
—No, esperaré Déjame entrar.
—Tardaré unos diez minutos —dijo Gail.
—Tarda todo lo que necesites.
—Bueno, está bien —dijo Gail—. Si no te importa esperar Vivo en el 3C.
De pronto, la cerradura de la puerta interior del vestíbulo empezó a zumbar. Trent se apresuró a empujarla. Al cruzar la puerta, sonrió otra vez. No sólo sería fácil, también sería divertido. Comprobó el arma. Seguía segura. Después comprobó la jeringa. Estaba a salvo en el bolsillo.
Trent subió rápido al tercer piso El truco consistía en entrar en el apartamento de Gail antes de que nadie le viera. Si se tropezaba con algún vecino, fingiría que iba a otra parte. Pero no había nadie a la vista en el corredor del tercer piso. Más aún, Gail había dejado la puerta abierta. Entró y cerró la puerta. Lo último que quería ahora era que le interrumpieran. Trent oyó ruido de agua en el cuarto de baño. Gail ya estaba en la ducha.
—Ponte cómodo —gritó Gail cuando oyó cerrarse la puerta—. Salgo enseguida.
Trent echó un vistazo alrededor Primero fue a la cocina. No había nadie. Después comprobó el segundo dormitorio. Encendió la luz y vio que estaba vacío. Gail se encontraba sola. Era perfecto.Trent sacó su amada pistola, rodeándola con la mano y descansando suavemente un dedo en el gatillo. Era un modelo perfecto. Fue al dormitorio de Gail y empujó la puerta con cuidado. Se abrió unos centímetros Trent miró dentro. La cama estaba sin hacer. El uniforme de enfermera de Gail estaba estirado sobre ella En el suelo había unas medias blancas, unas bragas y un portaligas La puerta del cuarto de baño estaba cerrada, pero Trent oía correr el agua.
Pasó por encima del portaligas y le dio un golpecito con el pie Su madre siempre lo llevaba Le había dicho docenas de veces que las medias pantys eran incómodas. Como su madre insistía en que durmiera con ella cuando su padre se encontraba fuera, en misiones del ejército, Trent creció viendo muchos más portaligas de los que le habría gustado ver.
Trent se acercó sin hacer ruido a la puerta del cuarto de baño y la probó El pomo giró fácilmente. Abrió la puerta unos centímetros Se escapó un soplo de aire caliente y húmedo Trent apuntó el arma al techo, como Don Johnson en Corrupción en Miami. Utilizando el pie, abrió la puerta completamente. Los accesorios del cuarto de baño eran anticuados La bañera era un modelo antiguo de porcelana con patas en forma de garra. La cortina blanca de la ducha con grandes irisados estaba corrida. Detrás de la cortina, Trent podía distinguir la silueta de Gail que se enjabonaba el pelo. Trent avanzó un par de pasos hacia la bañera y corrió la cortina con un rápido movimiento. La barra de la cortina cedió y cayó al suelo, junto con la cortina.
Gail se tapó el pecho con los brazos.
—¿Qué quién…? —balbuceó. Luego furiosa, gritó—: ¡Sal de aquí!
El agua se escurría por el cuerpo enjabonado de Gail. Trent tardó un momento en recuperar la compostura. Sin duda Gail tenía una figura mejor que la madre de Trent.
—Sal de la ducha —le dijo él, apuntando a Gail a la cara para que viera bien la pistola.
—¡Sal! —dijo otra vez al ver que ella no se movía.
Pero Gail estaba paralizada de terror Trent le puso la pistola en la cabeza para instarla a salir.
Gail se echó a gritar En los confines del cuarto de baño, fue un chillido horrible Para hacerla callar, Trent levantó el arma y le dio un fuerte golpe en la cabeza con la culata. Le dio justo en el límite del pelo.
En el instante en que la golpeó supo que lo había hecho demasiado tuerte. Gail se desplomó en la bañera. Una larga hendedura le cruzaba la frente y le llegaba hasta la oreja. La herida parecía profunda, y Trent vio hueso en la base. En sólo un minuto hubo tanta sangre que la bañera se volvió rosa.
Trent se inclinó y cerró la ducha. Después salió precipitado a la sala de estar para comprobar si alguien acudía en ayuda. En algún lugar, un aparato de televisión estaba encendido. Aparte de eso, no se oía nada. Pegó la oreja a la puerta; la escalera estaba en silencio. Nadie había oído el grito de Gail; y si lo habían oído, no parecía que nadie viniera en su ayuda. Trent volvió al cuarto de baño.
Gail había acabado en una posición semisentada, con las piernas debajo del cuerpo y la cabeza apoyada en la pared, en el rincón. Tenía los ojos cerrados. De la hendedura brotaba sangre, aunque no tanta ahora que la ducha estaba cerrada.
Trent se metió la pistola en el cinturón, cogió a Gail por las piernas y empezó a arrastrarla. Pero se detuvo. Sintió que se encolerizaba. Al ver el cuerpo desnudo de Gail ante sí, esperaba tener alguna excitación sexual, pero no sentía nada salvo quizá desagrado. Quizás un poco de pánico.
Con súbita ira,, volvió a sacar la pistola. La empuñó por el cañón y levantó el brazo por encima de la cabeza. Quería destrozar la cara calmada de Gail. Estaba a punto de bajar el brazo cuando se reprimió. Bajó el arma despacio. Aunque tenía muchas ganas de mutilarla, sabía que era un error. Lo bonito de su plan era que la muerte de Gail pareciera que se había producido por causas naturales, no que era un asesinato.
Trent volvió a meter la pistola en el cinturón y sacó la jeringa. Destapó la aguja y se inclinó. Aprovechó la hendedura, para evitarse una señal de pinchazo, e inyectó el contenido de la jeringa directamente en la herida.
Trent se puso de pie. Tapó la aguja y se metió la jeringa vacía en el bolsillo. Después esperó y observó. Al cabo de un minuto, el rostro de Gail se vio deformado por fasciculaciones musculares, que torcieron sus labios quietos y plácidos para formar una grotesca mueca. Las fasciculaciones rápidamente se extendieron al resto del cuerpo. Después de unos minutos, la crispación muscular se convirtió en violentas sacudidas seguidas de un ataque. La cabeza de Gail golpeaba la dura pared de baldosas, y después incluso la bañera, con un sonido horrible Trent dio un respingo mientras contemplaba.
Retrocedió, sobrecogido por el poder del fármaco (o tóxico). El efecto verdaderamente era horroroso, en especial cuando Gail de pronto fue incontinente. Trent se giró y salió a toda prisa a la sala de estar. Abrió la puerta de la calle, y miró escaleras arriba y abajo. Afortunadamente, no había nadie. Salió, cerró la puerta con cuidado. Después fue de puntillas a la escalera y bajó a la planta baja. Salió del edificio, mientras procuraba caminar con indiferencia, como si simplemente hubiera salido a dar un paseo. Quería estar seguro de que no llamaba la atención de ninguna manera.
Se sentía nervioso y trastornado; giró a la derecha en Beacon Street y se encaminó al «Bull Finch Pub». No entendía por qué estaba tan inquieto. Esperaba que la violencia le excitaría, como cuando miraba las reposiciones de Corrupción en Miami.
Mientras caminaba se dijo que Gail no era tan atractiva. De hecho, tenía que ser bastante fea. Esta tenía que ser la explicación a que su desnudez no le hubiera excitado. Estaba demasiado delgada, apenas tenía pecho. De lo que sí estaba seguro Trent era de que él no era homosexual. La Marina había utilizado eso como excusa porque él no se llevaba bien con los médicos.
Sólo para demostrarse lo normal que era, se presentó a una alegre camarera morena que estaba en la barra. Tampoco era muy atractiva. Pero no importaba. Mientras hablaban, se dio cuenta de que el cuerpo de él la impresionaba. Incluso le preguntó si hacía gimnasia. Qué pregunta tan estúpida, pensó. Cualquier hombre que se preocupara de sí mismo hacía gimnasia. Los únicos hombres que no lo hacían eran aquellos maricones con los que Trent tropezaba a veces en Cambridge Street cuando salía a buscar pelea.
Jeffrey no tardó mucho en dejar la sala de estar de cirugía mucho más limpia de lo que había estado en años. Justo fuera de la sala había un armario de limpieza. Allí, Jeffrey encontró un aspirador. Lo utilizó no sólo en la sala sino también en el pasillo hasta los ascensores. A continuación, se puso a limpiar la pequeña cocina que había junto a la sala de estar. Siempre le había parecido que aquel lugar estaba sucio. En realidad disfrutaba con la posibilidad de limpiarlo. Incluso limpió el frigorífico, la cocina y el fregadero.
David todavía no había vuelto. Cuando fue al vestuario, Jeffrey descubrió por qué. El sistema de trabajo de David era trabajar cinco o diez minutos, y tomarse un descanso de cinco o diez minutos para fumar un cigarrillo. A veces, se fumaba un cigarrillo y tomaba café.
David no pareció complacido al ver que Jeffrey había hecho tanto en tan poco tiempo. Le dijo a Jeffrey que redujera el ritmo o «se quemaría». Pero para Jeffrey era más duro estar sin hacer nada, que trabajar.
Cuando abandonó el juego de la supervisión, entregó a Jeffrey su propio juego de llaves maestras. Le dijo que podía entrar en la zona de quirófanos.
—Yo me quedaré aquí y terminaré el vestuario —dijo—. Después iré a ayudarte. Empieza por el corredor de quirófanos. No te olvides de limpiar la gran pizarra De hecho, hazlo primero Al director de enfermería le da un ataque cada vez que olvidamos limpiarla. Después, limpia cualquier quirófano que se haya utilizado esta noche. Los otros deberían haberse limpiado durante el turno de tarde.
Jeffrey hubiera preferido ir directo a patología para mirar el informe de Patty Owen, pero le gustó la idea de entrar en el quirófano Se puso un uniforme esterilizado como le habían dicho. Cuando se miró en el espejo, le alarmó ver que, salvo por el nuevo color del pelo y el labio superior afeitado, se parecía mucho a su antigua persona. Rápidamente se puso una mascarilla como había planeado.
—No es necesario que te pongas mascarilla —dijo David cuando le vio.
—Estoy resfriado —explicó Jeffrey—. Creo que será mejor que la lleve.
David asintió.
—Bien pensado.
Empujando su carrito de limpieza, Jeffrey cruzó las puertas dobles que daban a la sala de operaciones No había estado allí desde que el hospital le había despedido, pero el lugar parecía exactamente el mismo. Que Jeffrey supiera, nada había cambiado.
Siguiendo las instrucciones de David, Jeffrey limpió primero la gran pizarra. Algunos miembros del personal entraron y salieron mientras Jeffrey trabajaba. Jeffrey conocía a algunos por el nombre, pero ninguno de ellos le miró dos veces Jeffrey tuvo que creer que sus actividades de limpieza protegían su auténtica identidad tanto como su cambio de aspecto. Procuró no alejarse mucho de su carrito de limpieza mientras trabajaba.
Aun así, cuando por fin finalizó una apendicectomía que estaban efectuando cuando entró en el quirófano y el equipo salió, Jeffrey procuró mantenerse de espaldas al grupo. El anestesista y el cirujano eran buenos amigos de Jeffrey.
Después que las puertas se cerraron detrás del grupo que se iba, el silencio se hizo en el quirófano. Jeffrey oyó el débil sonido de un radio procedente de la dirección de Suministros Centrales. Fue limpiando el suelo hasta la mesa de la sala de operaciones principal.
La mesa de la sala de operaciones era más un largo mostrador con varias zonas para sentarse la gente. Servía de puesto de mando para hacer entrar y salir a la gente de los quirófanos, llamando para que los pacientes fueran llevados a sus habitaciones, entrando a los pacientes de la zona de espera, y coordinando al personal. Debajo de la parte central había varios cajones archivadores. Uno estaba marcado «programaciones».
Jeffrey miró arriba y abajo el corredor para asegurarse de que estaba verdaderamente desierto Entonces, abrió el cajón. Como las programaciones estaban archivadas por fechas, Jeffrey pudo encontrar pronto la de aquel fatídico día: 9 de septiembre. Examinó los casos del día, buscando epidurales que hubieran podido requerir «Marcaina» al 0,75%, pero no encontró ninguno. Había varios casos de espinal, pero habrían utilizado «Marcaina» de tipo espinal si se hubiera utilizado «Marcaina», no la variedad de 30 cc utilizada para las anestesias epidurales o regionales.
Jeffrey volvió al cajón y sacó la programación del 8 de septiembre Aunque el cubo de basura para productos peligrosos de al lado del aparato de anestesia se vaciaba cada día, siempre existía la posibilidad de que por alguna razón no se hubiera hecho Pero la programación para el 8 no proporcionó más explicaciones posibles que la del día 9. Jeffrey se preguntó si después de todo no habría leído mal la etiqueta de la «Marcaina» para la epidural de Patty Owen. ¿Cómo, si no, podía explicar la ampolla de «Marcaina» al 0,75% que se había encontrado?
Cuando Jeffrey casi había terminado, las puertas oscilantes se abrieron de golpe Jeffrey cogió la fregona y se puso a fregar frenéticamente. Por un momento, no se atrevió a alzar la vista. Pero cuando se hizo evidente que no se acercaba nadie, levantó la cabeza a tiempo para ver un equipo de cirugía entrando precipitadamente a un paciente en una camilla hacia el equipo de quirófano para urgencias Varias unidades de sangre colgaban sobre la camilla. Jeffrey supuso que el paciente era una víctima de un accidente de automóvil.
Cuando regresó la calma, Jeffrey volvió a las programaciones. Volvió a colocar cada una en su lugar respectivo y cerró el archivador. El caso de urgencia que se acababa de producir le dio una idea Las urgencias no aparecían en una programación de quirófano Tampoco lo sería un caso como el de Patty Owen Su cesárea no estaba prevista. ¿Cómo Podía haber sido programada?
Jeffrey cogió el libro de programaciones del año anterior. Era el libro que contenía las listas de todos los casos de quirófano, incluidas las urgencias y operaciones que podían haber sido programadas, sólo para ser canceladas o aplazadas.
Aparte de las cesáreas, la anestesia epidural no se utilizaba corrientemente en las urgencias. Jeffrey lo sabía, pero decidió comprobar de todos modos el libro, sólo para estar seguro. Había excepciones. Miró los ingresos del día 8, recorriendo la lista con el dedo. No era fácil leerlo, ya que estaba escrito a mano por diferentes personas. No encontró nada ni remotamente sospechoso. Pasó a la página del día 9 y repasó la lista. No tuvo que esperar mucho. En el quirófano 15, el mismo quirófano en el que habían tratado a Patty Owen, había habido una cura de laceración corneal. El pulso de Jeffrey se aceleró. Una urgencia oftálmica sin duda era algo prometedor.
Jeffrey rompió un trozo de papel de un bloc que había sobre la mesa y anotó rápidamente el nombre del paciente. Después cerró el libro y lo volvió a colocar en su lugar. Empujando el cubo sobre sus inestables ruedas, Jeffrey recorrió el pasillo hasta el despacho de anestesia. Abrió la puerta y encendió la luz. Corrió al archivador de anestesia y sacó el informe de anestesia del paciente en cuestión.
—¡Bingo! —susurró Jeffrey.
El historial de anestesia indicaba que el paciente había recibido anestesia retrobulbar con «Marcaina» al 0,75%. Jeffrey devolvió el historial de anestesia a su lugar y cerró el archivador. Kelly había tenido razón. Apenas podía creerlo. Al instante se sintió mejor consigo mismo, y más confiado respecto a su juicio. Sabía que lo que había hallado no tendría mucha importancia ante el tribunal, pero para él significaba todo un mundo. ¡No había leído mal la etiqueta de la «Marcaina»!
Cuando llegó la hora del descanso, David fue a buscar a Jeffrey. Este había terminado el corredor principal de quirófanos y había limpiado las dos salas de operaciones que se habían utilizado para las urgencias. Estaba ocupado en Suministros Centrales cuando David le encontró.
—Preferiría seguir trabajando —dijo Jeffrey—. No tengo hambre. Iré a los laboratorios y empezaré allí.
—Tienes que reducir el ritmo —dijo David un poco menos amistoso de lo que se había mostrado al principio—. Nos harás quedar mal a los demás.
Jeffrey sonrió tímidamente.
—Supongo que estoy ansioso porque es mi primer día. No te preocupes, me calmaré.—Eso espero —murmuró David. Después se dio la vuelta y se marchó.
Jeffrey terminó lo que hacía en Suministros Centrales; después, empujó su carrito por el corredor de quirófanos y salió por las puertas oscilantes. Se cambió el uniforme, poniéndose el de limpieza, y empujó el carrito hacia el departamento de patología. Quería aprovechar el hecho de que David y el resto del personal estaban comiendo.
Probó las llaves maestras en la puerta que daba a la sección administrativa de patología. La tercera llave abrió la puerta. Jeffrey estaba asombrado de lo que podían hacer el uniforme y las llaves maestras.
El lugar estaba desierto. Las únicas personas que se encontraban en aquella sección del hospital eran los técnicos en los laboratorios de química, hematología y microbiología. Jeffrey no perdió tiempo. Apoyó la fregona en los grandes archivadores, y buscó la ficha de patología de Patty Owen. La encontró fácilmente.
Dejó la carpeta sobre una mesa y la abrió. Pasó a las páginas y encontró copias del informe de la autopsia efectuado por el anatomopatólogo. Buscó la sección de toxicología, que tenía gráficos de los resultados de la espectroscopia de masas -cromatografía de gases de la sangre, líquido cefalorraquídeo y orina. El único compuesto que se indicaba había sido hallado era la bupivacaina, nombre genérico de la «Marcaina». No se habían encontrado otros productos químicos en sus líquidos corporales, o al menos las pruebas no habían descubierto ninguno.
Jeffrey repasó el resto de la ficha, mirando cada página. Le sorprendió encontrar varias fotografías de ocho por diez. Jeffrey las sacó. Eran micrografías electrónicas hechas en el «Boston Memorial». A Jeffrey le picó la curiosidad: no se hacían micrografías electrónicas para cada autopsia. Lamentaba no estar más capacitado para interpretar las secciones del microscopio electrónico. En realidad, le costó decidir qué extremo iba arriba. Después de examinar atentamente las micrografías, por fin se dio cuenta de que miraba las imágenes ampliadas de las células ganglionares nerviosas y axones nerviosos.
Al leer las descripciones detrás de cada foto, Jeffrey vio que las micrografías electrónicas mostraban una marcada destrucción de la arquitectura intracelular. Estaba intrigado. Estas fotografías no habían sido mostradas durante la investigación previa al juicio. Estando el hospital implicado como acusado en el mismo caso que Jeffrey, el Apartamento de patología no había actuado pensando en lo que más te interesaba a Jeffrey. Este no había sido informado de la existencia de estas fotos. Si él y Randolph las hubieran conocido, podrían haber sido citados, aunque, en el momento del juicio, a Jeffrey no le interesaba particularmente la posible degeneración axonal.
Al ver la degeneración axonal en las micrografías electrónicas de Patty Owen, Jeffrey recordó la degeneración axonal que Chris Everson había descrito en la autopsia de su paciente. Lo que era más desconcertante de la degeneración en ambos casos era que la anestesia local no podía ser responsable. Tenía que haber otra explicación.
Jeffrey llevó la ficha a la máquina fotocopiadora y copió las partes que creyó que necesitaría. Estas incluían los informes del microscopio electrónico, aunque no las fotos mismas. También incluía la sección de toxicología con los gráficos de la cromatografía de gases y la espectroscopia de masas. Para descifrar los gráficos debidamente, sabía que tendría que pasar más tiempo en la biblioteca.
Cuando terminó con la copiadora, encontró un sobre grande y metió las copias en él. Después, devolvió el original a su carpeta y volvió a archivarla. Jeffrey metió el sobre en el estante inferior de su carrito de limpieza, debajo de unos rollos de papel higiénico de repuesto.
Entonces, Jeffrey volvió su atención a la limpieza. Estaba excitado por lo que había encontrado. La idea de un contaminante seguía viable. De hecho, dados los resultados de las micrografías electrónicas, era casi una certeza.
A medida que transcurría la noche, la energía de Jeffrey decaía. Cuando el cielo empezó a iluminarse, estaba completamente exhausto. Había funcionado durante horas gracias a la energía nerviosa. A las seis y cuarto, aprovechó un teléfono en un despacho vacío para llamar a Kelly. Si tenía que salir de casa hacia las siete menos cuarto, seguro que estaría levantada.
En cuanto se puso al teléfono, Jeffrey le contó excitado lo del caso de urgencia la mañana del desastre de Patty Owen y en el que se había utilizado «Marcaina» al 0,75%.
—Kelly, tenías razón. No entiendo por qué nadie pensó en esta posibilidad. Randolph no lo hizo, y yo tampoco.
Entonces le dijo lo de las micrografías electrónicas.
—¿Eso sugiere un contaminante? —preguntó Kelly.
—Lo hace casi seguro. El siguiente paso es tratar de averiguar que podría ser y por qué no apareció en el informe de toxicología.
—Todo este asunto me asusta —dijo Kelly.—A mí también —coincidió Jeffrey. Luego le preguntó si conocía a alguien de patología en el «Valley Hospital».
—De patología, no —respondió Kelly—. Pero conozco a varios anestesistas. Hart Ruddock era el mejor amigo de Chris. Seguro que conocerá a alguien de patología.
—¿Podrías llamarle? —preguntó Jeffrey—. Para ver si estaría dispuesto a sacar copias de todo lo que el departamento de patología tenga de Henry Noble. Me interesarían particularmente los estudios de microscopía electrónica o histología del tejido nervioso.
—¿Qué le digo si me pregunta para qué lo quiero?
—No lo sé. Dile que te interesa, que estabas leyendo las notas de Chris y has leído que hubo degeneración axonal. Eso le excitará la curiosidad.
—Está bien —dijo Kelly—. Y tú será mejor que vuelvas y descanses un poco. Debes de andar dormido.
—Estoy agotado —admitió Jeffrey—. Limpiar es muchísimo más cansado que aplicar anestesia.
Aquella mañana, a primera hora, Trent se encaminó al corredor de quirófanos del «St. Joseph’s Hospital» con la ampolla adulterada en los calzoncillos. Realizó los mismos movimientos que la mañana anterior, asegurándose con especial cuidado de que no había nadie cerca de Suministros Centrales antes de cambiar las ampollas. Como ahora sólo había dos ampollas de «Marcaina» al 0,5% en la caja abierta, las probabilidades de que su ampolla fuera utilizada aquel día eran buenas, especialmente dado que había dos casos de epidural anunciados en el gran tablero. Por supuesto, no había ninguna garantía de que se utilizara «Marcaina», y mucho menos la de 0,5%. Pero había buenas probabilidades. Los casos programados eran una herniorrafia y una laparoscopia. Si tenía que ser una u otra, Trent esperaba que su ampolla se utilizara para la laparoscopia. Sería perfecto; aquel maricón de Doherty sería el encargado de la anestesia.
Trent volvió con aire indiferente al vestuario y escondió la ampolla buena en su armario. Al cerrar la puerta, pensó en Gail Shaffer. No había sido tan divertido como había esperado, pero, en cierto sentido, estaba satisfecho de la experiencia. El hecho de que Gail le hubiera visto había grabado en él la necesidad de estar alerta en todo momento. No podía permitirse ningún descuido. Había demasiado en juego. Si fallaba, lo pagaría caro. Trent no pudo evitar pensar que las autoridades serían la última de sus preocupaciones.
El radiodespertador estaba puesto a las seis y cuarenta y cinco y sintonizado en la WBZ. El volumen estaba bajo, por lo que Karen se despertó por fases. Finalmente, parpadeó y abrió los ojos.
Karen se giró y se sentó en el borde de la cama. Todavía se sentía adormilada por la medicación que el doctor Silvan le había dado para ayudarla a dormir. El «Dalmane» había hecho más efecto del que ella había esperado.
—¿Estás levantada? —dijo Marcia a través de la puerta cerrada.
—Estoy levantada —respondió Karen.
—Se puso de pie, vacilante. Mareada por un momento, se agarró al poste de la cama para mantener el equilibrio. Luego, fue al cuarto de baño.
A pesar de la sensación algodonosa que tenía en la boca y la sequedad en la garganta, Karen no bebió nada. El doctor Silvan le había advertido que no lo hiciera. Ni siquiera bebió agua cuando se lavó los dientes.
Karen deseaba que el día estuviera terminando, no empezando. Entonces su tratamiento habría terminado. Sabía que era tonta, pero aún tenía aprensión. El «Dalmane» no podía impedirlo. Hizo todo lo que pudo para ocupar sus pensamientos con los actos de ducharse y vestirse.
Cuando llegó la hora de ir al hospital, Marcia condujo el coche. Durante la mayor parte del camino, hizo todo lo posible por mantener la conversación. Pero Karen se hallaba demasiado aturdida para contestar. Cuando llegaron al aparcamiento del hospital, hacía rato que permanecían calladas.
—Estás un poco asustada, ¿verdad? —dijo Marcia por fin.
—No puedo evitarlo —admitió Karen—. Sé que es una tontería.
—No es ninguna tontería —dijo Marcia—. Pero te garantizo que no sentirás nada. La incomodidad vendrá después. Pero incluso entonces, será más fácil de lo que crees. Esto es la peor parte: el miedo.
—Eso espero —dijo Karen.
No le gustaba el hecho de que el tiempo hubiera cambiado. Volvía a llover. El cielo parecía tan sombrío como sus sentimientos.
Había una entrada especial para cirugía diurna. Dejaron a Karen y Marcia esperando durante un cuarto de hora junto con otras varias personas. Era fácil distinguir a los pacientes que se encontraban en el grupo. En lugar de leer las revistas, se limitaban a pasar las páginas.
Karen había hojeado tres revistas cuando una enfermera la llamó a una mesa y la saludó. La enfermera repasó todos los papeles y se aseguró de que todo estaba en orden. Karen había ido el día anterior a realizarse análisis de sangre y un electrocardiograma. El formulario del consentimiento ya estaba firmado y atestiguado. Ya tenían preparado el brazalete de identificación. La enfermera ayudó a Karen a colocárselo.
Le dieron un camisón de hospital y una bata, y la acompañaron a una habitación donde cambiarse. Sintió una leve oleada de pánico cuando se colocó en la camilla y mientras la llevaban a la zona de prequirófano. Allí permitieron a Marcia reunirse con ella unos momentos.
Marcia llevaba la bolsa con la ropa de Karen. Intentó hacer alguna broma, pero Karen estaba demasiado tensa para responder. Llegó un asistente y, después de comprobar el cuadro que había en un extremo de la camilla, así como la identificación de Karen, dijo:
—Hora de irse.
—Estaré esperando —dijo Marcia cuando se llevaban a Karen.
Karen le hizo una seña con la mano, y después apoyó la cabeza en la almohada. Pensó en decirle al asistente que dejara de empujar porque quería bajarse. Podía volver al vestuario, coger su ropa y ponérsela, y salir del hospital tranquilamente. La endometriosis no era tan grave. Había vivido con ella hasta entonces.
Pero no hizo nada. Era como si ya estuviera atrapada en una inevitable secuencia de acontecimientos que se desarrollarían hiciera lo que hiciera ella. En algún momento durante el proceso de decidir someterse a la laparoscopia, había perdido su libertad de elección. Era prisionera del sistema. Las puertas del ascensor se cerraron. Percibió que subían, y la última oportunidad de escapar desapareció.
El asistente dejó a Karen en otra zona de prequirófano con otra docena de camillas como la suya. Karen miró a los otros pacientes. La mayoría descansaban cómodamente con los ojos cerrados. Algunos miraban a su alrededor igual que ella, pero no parecían asustados como ella.
—¿Karen Hodges? —llamó una voz.
Karen volvió la cabeza. Un médico con uniforme quirúrgico se encontraba a su lado. Había aparecido tan de prisa que Karen no vio de dónde había salido.
—Soy el doctor Doherty —dijo. Era aproximadamente de la edad del padre de Karen Llevaba bigote y tenía los ojos castaños y bondadosos
—Seré tu anestesista.
Karen asintió. El doctor Doherty repasó el historial médico de Karen otra vez No tardó mucho, no había mucho que repasar. Hizo las preguntas acostumbradas acerca de las alergias y enfermedades padecidas Luego le explicó que su medico había pedido anestesia epidural.
—¿Conoces la anestesia epidural? —le preguntó el doctor Doherty.
Karen le dijo que su médico se lo había explicado El doctor Doherty asintió pero volvió a explicárselo con detalle, haciendo hincapié en los beneficios concretos en su caso.
—Este tipo de anestesia proporcionará mucha relajación muscular, lo cual ayudará al doctor Silvan a efectuar su reconocimiento —explicó—. Además, la anestesia epidural es más segura que la general.
Karen afirmó con la cabeza Luego, preguntó.
—¿Está seguro de que funcionará y de que no sentiré nada mientras me estén examinando?
El doctor Doherty le dio un tranquilizador apretón en el brazo.
—Estoy absolutamente seguro ¿Y sabes una cosa? A todo el mundo le preocupa que la anestesia no funcione, la primera vez que se someten a ella Pero siempre funciona Así que no te preocupes, ¿de acuerdo?
—¿Puedo hacerle otra pregunta? —dijo Karen.
—Todas las que quieras —respondió el doctor Doherty.
—¿Ha leído el libro Coma?
El doctor Doherty se rio.
—Sí, y vi la película.
—Nunca sucede nada parecido, ¿verdad?
—¡No! Nunca sucede nada parecido —le dijo para tranquilizarla—. ¿Alguna otra pregunta?
Karen negó con la cabeza.
—Está bien —dijo el doctor Doherty—. Le diré a la enfermera que te ponga una inyección Te calmará Después, cuando sepamos que tu médico esta en el vestuario, haré que te bajen a la sala de operaciones. Y, Karen, de verdad que no sentirás nada Confía en mí He hecho esto un millón de veces.
—Confío en usted —dijo Karen Incluso logró sonreír.
El doctor Doherty salió de la sala y cruzó las puertas oscilantes para entrar en la zona de quirófanos Extendió una receta para el tranquilizante de Karen, y luego fue al despacho de anestesia para sacar los narcóticos del día Después se dirigió a Suministros Centrales.
En Suministros Centrales, cogió algunos líquidos intravenosos y, haciendo juegos malabares con las botellas, cogió la caja abierta de «Marcaina» al 0,5% y sacó una ampolla Siempre cuidadoso con estas cosas, comprobó la etiqueta Era «Marcaina» al 0,5% Lo que el doctor Doherty no advirtió fue la ligera irregularidad de la parte superior, la parte que rompería cuando estuviera a punto de inyectar la droga.
Annie Winthrop estaba más cansada de lo acostumbrado cuando se encaminaba hacia la entrada del edificio de su apartamento Llevaba el paraguas abierto para protegerse de la lluvia La temperatura había descendido, parecía más bien que se acercaba el invierno, y no el verano.
Qué noche había tenido tres paros cardíacos en la unidad de cuidados intensivos Era el récord de los últimos cuatro meses Ocuparse de los tres así como de los otros pacientes había agotado las fuerzas de todos y la paciencia Lo único que quería hacer era darse una buena ducha caliente y meterse en la cama.
Al llegar a la puerta de su apartamento, rebuscó las llaves y se le cayeron El agotamiento le hacía estar torpe Las recogió, y puso la correcta en la cerradura Cuando abrió, se dio cuenta de que la puerta no estaba cerrada con llave.
Annie se detuvo Ella y Gail siempre cerraban con llave, aun cuando estuvieran en el apartamento Era una norma que ambas habían discutido específicamente.
Con leve aprensión, Annie empujó la puerta Las luces de la sala de estar estaban encendidas Annie se preguntó si Gail se hallaba en casa.
La intuición de Annie le hizo dudar en el umbral Algo le advertía peligro Pero no se oía nada El apartamento estaba mortalmente silencioso.
Annie empujó más la puerta Todo parecía estar en orden Cruzó el umbral y de inmediato percibió un olor terrible Como enfermera, creyó reconocer lo que era.
—¿Gail? —llamó.
Normalmente, Gail estaba dormida cuando ella llegaba Annie fue al dormitorio de Gail y miró dentro a través de la puerta abierta También allí la luz estaba encendida El olor se hizo más fuerte Volvió a llamar a Gail, y entró en el dormitorio La puerta del cuarto de baño estaba abierta Annie se dirigió hacia allí y miró dentro Soltó un grito.
La tarea de Trent para aquel día era circular en la sala cuatro, donde estaban programadas una serie de biopsias de mama. Creía que sería un día fácil, a menos que alguna de las biopsias resultara positiva, cosa que no se esperaba. Le agradaba la tarea porque le daría libertad para vigilar su ampolla de «Marcaina», algo que no había podido hacer el día anterior.
Estaban empezando la primera biopsia cuando la enfermera anestesista pidió a Trent que bajara y cogiera otro litro de «Lactato Ringer». Trent se alegró de complacerla.
Había varios miembros del personal en Suministros Centrales cuando Trent entró. Sabía que tenía que mostrarse particularmente prudente cuando buscara su ampolla. Pero ellos no le prestaron atención. Estaban ocupados colocando paquetes quirúrgicos para reemplazar a los que se habían utilizado aquel día. Trent fue a la zona donde se guardaban los sueros intravenosos. Los fármacos no narcóticos se encontraban a su izquierda.
Trent cogió una botella de suero intravenoso del estante. A través de la entrada sin puertas de esta sección de Suministros Centrales, veía a los otros que contaban los instrumentos para cada paquete.
Con un ojo puesto en las enfermeras, Trent introdujo la mano en la caja abierta de «Marcaina». Sintió un escalofrío. Sólo había una ampolla y su parte superior redondeada era lisa. Su ampolla no estaba.
Apenas capaz de contener su excitación, Trent salió de Suministros Centrales y se encaminó hacia la sala cuatro. Dio a la enfermera anestesista la botella de suero. Después, preguntó a la enfermera de quirófano si necesitaba algo. Ella dijo que no. El caso iba bien. La biopsia ya había sido enviada a la sección correspondiente y ya cerraban. Trent le dijo a la enfermera que volvería.
Trent salió de la sala cuatro y bajó apresurado a ver el gran tablero. Lo que vio lo llenó de gozo: la única epidural programada para las siete y media era la laparoscopia, ¡y el doctor Doherty era el anestesista! La herniorrafia estaba programada para más tarde. Tenían que haber cogido su ampolla para la laparoscopia.
Trent comprobó dónde se efectuaba la laparoscopia. Le habían asignado la sala doce. Se apresuró a ir al gabinete de anestesia de la sala doce. Doherty estaba allí, y también la paciente. Su ampolla de «Marcaina» se encontraba sobre una mesa de acero inoxidable.
Trent no podía creer en su suerte. No sólo el anestesista era Doherty, sino que la paciente era una muchacha joven y saludable. Las cosas no podían haber salido mejor.Como no quería que le vieran merodeando por la zona, Trent no se entretuvo. Volvió a la sala de operaciones que le habían asignado, pero estaba tan agitado que no podía permanecer quieto. Paseaba tan furioso, que el cirujano de la biopsia tuvo que pedirle que se sentara o abandonara la habitación.
En circunstancias normales, semejante orden dictada por un médico habría encolerizado a Trent. Pero ese día no. Estaba demasiado excitado pensando en lo que estaba a punto de suceder y lo que él tenía que hacer. Sabía que tendría que volver a la sala doce en cuanto la tormenta se hubiera desatado y coger la ampolla abierta. Esa tarea siempre preocupaba un poco a Trent, aunque en las ocasiones anteriores, el jaleo que la situación había provocado siempre había distraído la atención de todo el mundo. Aun así, era la parte más delicada de toda la operación. Trent no quería que nadie le viera tocar la ampolla.
Trent miró el reloj de la pared y observó la manecilla de los segundos recorrer la esfera. Todo sucedería en cuestión de minutos. Un escalofrío de placer le recorrió la espalda. ¡Le entusiasmaba el suspenso!