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Miércoles, 17 de mayo, 1989

16.37 horas

Devlin siempre había odiado los hospitales. Desde que era un niño, en Dorchester, Massachusetts, les había tenido miedo. Su madre había alimentado su temor amenazándole: Si no haces esto o aquello, te llevaré al hospital y el médico te pondrá una inyección. Devlin detestaba las inyecciones. Esa era una de las razones por las que ahora quería coger a Jeffrey Rhodes, tanto si Michael Mosconi le pagaba como si no. Bueno, eso no era completamente cierto.

Devlin se estremeció. Pensar en Jeffrey le recordaba el terror que acababa de experimentar. Todo el rato había permanecido consciente, dándose cuenta de todo lo que ocurría. Le parecía que la gravedad de repente había aumentado miles de veces. Estaba completamente paralizado, incluso incapacitado para hablar. Podía respirar, pero sólo con gran esfuerzo y concentración. A cada segundo tenía el terror de que estaba a punto de asfixiarse.

El idiota recepcionista del «Essex Hotel» no había salido hasta que Jeffrey hacía rato que se había marchado. Había golpeado repetidamente en el cristal, llamando a Devlin para ver si estaba bien. Había tardado diez estúpidos minutos en abrir la maldita puerta. Entonces preguntó a Devlin otras diez veces si estaba bien, antes de tener la suficiente sensatez de regresar al hotel y llamar a una ambulancia.

Cuando Devlin llegó al hospital, habían transcurrido cuarenta minutos. Para su gran alivio, la parálisis había pasado. La sensación de pesadez plúmbea había desaparecido durante el trayecto en ambulancia. Pero, aterrorizado de que pudiera volver, Devlin se había dejado llevar a la sala de urgencias para ser examinado a pesar de su miedo a los hospitales.

En la sala de urgencias, nadie hizo caso a Devlin salvo una rápida visita realizada por un policía uniformado. El agente Hank Stanley, a quien Devlin conocía vagamente, había entrado para charlar un poco. Al parecer, uno de los conductores de la ambulancia había visto el arma de Devlin. Por supuesto, una vez que Stanley le reconoció, no había habido ningún problema. El arma de Devlin estaba debidamente registrada y él tenía su licencia.

Por fin, Devlin fue examinado por un médico que parecía tener apenas edad para conducir. Se llamaba doctor Tardoff y tenía la piel como el trasero de un bebé. Devlin se preguntó si ya se afeitaba. Contó al médico lo que había sucedido. El médico le examinó, y después desapareció sin decir una palabra, dejando a Devlin solo en uno de los cubículos de la sala de urgencias.

Devlin pasó las piernas por encima de la camilla y se levantó. Su ropa estaba sobre una silla, hecha un montón.

—¡A la mierda! —exclamó para sí.

Parecía que llevaba horas esperando. Se quitó la bata de hospital y se puso rápidamente su ropa y sus botas. Salió al mostrador principal y pidió su pistola. Habían insistido en que la dejara allí.

—El doctor Tardoff todavía no ha terminado con usted —dijo la enfermera.

Era una mujer enorme, casi de la talla de Devlin, y parecía tan dura como él.

—Me temo que moriré de viejo antes de que el doctor vuelva —dijo Devlin.

En aquel preciso momento apareció el doctor Tardoff procedente de una de las salas de reconocimiento, quitándose unos guantes de goma. Vio a Devlin y se acercó a él.

—Lamento haberle hecho esperar —dijo—. Tenía que coser una herida. He hablado de su caso con un anestesista y me ha dicho que le han inyectado un fármaco paralizante.

Devlin se llevó ambas manos a la cara y se frotó los ojos mientras respiraba hondo. Había agotado su paciencia.

—No necesitaba venir hasta aquí, a este hospital, para que me dijeran algo que ya sabía —dijo—. ¿Para eso me ha hecho esperar?

—Suponemos que se trata de succinilcolina —dijo el doctor Tardoff, sin hacer caso del comentario de Devlin.—Eso ya se lo he dicho yo —dijo Devlin. Recordaba lo que Jeffrey le había dicho. No había pronunciado del todo bien el nombre del fármaco cuando se lo había repetido al doctor Tardoff, pero se había acercado bastante.

—Es un fármaco que se utiliza rutinariamente en anestesia —prosiguió el médico imperturbable—. Es algo como lo que utilizan los indios del Amazonas en sus flechas envenenadas, aunque fisiológicamente implica un mecanismo ligeramente distinto.

—Bien, esa información es muy útil —dijo Devlin con sarcasmo—. Ahora, quizá pueda usted decirme algo más práctico, como si tengo que preocuparme por si me sobreviene la parálisis en algún momento inconveniente, digamos cuando esté tras el volante de mi coche a ciento cincuenta kilómetros por hora.

—Absolutamente no —dijo el doctor Tardoff—. Su cuerpo ha metabolizado la droga por completo. Para tener el mismo efecto, tendrían que inyectarle otra dosis.

—Creo que pasaré. —Devlin se volvió a la enfermera—. ¿Y mi pistola?

Devlin tuvo que firmar algunos papeles, y después le entregaron el arma. La habían metido en un sobre de papel manila y las balas en otro. Devlin cargó el arma ostentosamente en el mismo mostrador de la sala de urgencias, y después la guardó en su funda. Se llevó el dedo índice a la frente a modo de saludo cuando se marchó. Se alegraba de estar fuera de allí.

Devlin cogió un taxi para regresar al «Essex Hotel». Su coche seguía aparcado frente a la boca de incendios. Pero antes de recogerlo, irrumpió en el hotel.

El recepcionista se mostró nerviosamente solícito preguntando cómo se encontraba Devlin.

—Bien, aunque no gracias a ti —le dijo Devlin—. ¿Por qué has tardado tanto en llamar a la ambulancia? Habría podido morir, por amor de Dios.

—Creía que a lo mejor dormía —dijo con voz débil el recepcionista.

Devlin hizo caso omiso de ese comentario. Sabía que si pensaba en ello, probablemente querría estrangular a aquel idiota. Como si él decidiera echar una siesta inmediatamente después de haber detenido a un fugitivo y de haberle esposado a punta de pistola. ¡Era absurdo!

—¿El señor Bard ha vuelto a entrar después dé que te pareciera que yo me quedaba dormido? —preguntó Devlin.

El recepcionista negó con la cabeza.—Dame la llave de la 5F —pidió Devlin—. Tú no has subido, ¿verdad?

—No, señor —dijo, entregando la llave a Devlin.

Devlin subió la escalera hasta la habitación de Jeffrey lentamente.

Ahora no tenía prisa. Miró el agujero que había hecho la bala y se preguntó cómo era que no había tocado al médico. Estaba en el centro de la puerta, a un metro treinta más o menos del suelo. Debería haberle dado en algún sitio, haciendo detener a Jeffrey, aunque sólo fuera por miedo.

Al abrir la puerta, la experiencia le dijo a Devlin que el recepcionista había mentido. Había estado allí en busca de algún objeto valioso. Devlin echó un vistazo al cuarto de baño y supuso que el recepcionista se había llevado casi todos los artículos de aseo del médico. Cogió unos papeles de la mesilla de noche que llevaban impreso el nombre de Christopher Everson. Volvió a preguntarse quién era Christopher Everson.

Después de su rápida huida, Jeffrey había vagado por el centro de Boston, evitando a todos los policías que veía. Le parecía que todo el mundo le vigilaba. Entró en «Filene» y bajó al sótano. La multitud le hacía sentirse más seguro. Fingió curiosear el tiempo suficiente para intentar calmarse y decidir qué haría a continuación.

Permaneció en la tienda casi una hora, hasta que se dio cuenta de que los agentes de seguridad le miraban como si tuvieran motivos para pensar que era un ladrón de tiendas.

Cuando salió de «Filene», Jeffrey se encaminó por Winter Street a la zona cerca de la estación de MBTA de Park Street. Era hora punta. Jeffrey sintió envidia de los viajeros que se apresuraban a regresar a casa. Deseaba tener un hogar al que ir. Se quedó junto a una batería de teléfonos y contempló el desfile de gente que iba y venía. Pero cuando apareció una pareja de Policía montada, aproximándose en dirección contraria por Tremont Street, decidió entrar en el «Boston Common». Por un momento, Jeffrey estuvo tentado de ir a la estación de MBTA con los que volvían a casa y coger un tranvía de la línea verde hasta Brookline. Pero en el último momento no se lo permitió.

Lo que Jeffrey deseaba era ir directamente a casa de Kelly. El recuerdo de su acogedora casa acudió a su mente. La idea de tomar una taza de té con ella era tan tentadora. Si las cosas no estuvieran como estaban… Pero Jeffrey era un criminal convicto, un fugitivo. Ahora era uno de los sin hogar, que vagaba sin rumbo por la ciudad. La única diferencia era que él llevaba una tonelada de dinero en su bolsa.

Aunque deseaba muchísimo ir a casa de Kelly, era reacio a arrastrarla a su torbellino de problemas, especialmente ahora que tenía a un cazarrecompensas loco y armado pisándole los talones. Jeffrey no quería poner en peligro la seguridad de Kelly. No podía llevar a un enemigo como Devlin a su puerta. Se estremeció al recordar el sonido del revólver de Devlin.

Pero ¿adónde podía ir? ¿Devlin no buscaría en todos los hoteles de la ciudad? Y Jeffrey se daba cuenta de que su disfraz no le serviría de nada ahora que Devlin le había visto. Tal vez hubiera ya una orden de busca y captura.

Jeffrey fue hasta la esquina de las calles Beacon y Charles. Dobló por Charles. A pocos metros de Beacon había una tienda de comestibles llamada «Deluca». Jeffrey entró y compró un poco de fruta. Aquel día casi no había comido.

Mientras comía la fruta, Jeffrey siguió vagando por Charles Street. Pasaron varios taxis, y Jeffrey dejó de andar. Siguió a los taxis con los ojos mientras su mente encontraba una explicación a la aparición de Devlin. Tenía que haber sido el taxista que le había llevado del aeropuerto al «Essex». Probablemente había denunciado a Jeffrey a la Policía. Pensándolo bien, tuvo que admitir que había actuado de un modo muy extraño.

Pero si el taxista había acudido a la Policía, ¿por qué no había ido la Policía a buscarle en lugar de Devlin? Jeffrey echó a andar de nuevo. Pero no dejó el tema. Por fin razonó que Devlin habría ido a la compañía de taxis por iniciativa propia. De ello se deducía que Devlin era una presencia más que peligrosa. También tenía recursos, y en ese caso, Jeffrey tendría que ser muchísimo más cauto. Estaba aprendiendo que convertirse en un fugitivo de éxito requería cierto esfuerzo y experiencia.

Al llegar a Charles Circle, donde la MBTA surgía de debajo de Bacon Hill y cruzaba el Longfellow Bridge, Jeffrey hizo una pausa, inseguro de adonde debería ir. Podía girar por Cambridge Street y volver al centro. Pero no le parecía bien, porque ahora asociaba el centro con la presencia de Devlin. Entrecerrando los ojos para protegerse del sol, Jeffrey vio el puente peatonal que unía Storrow Drive con el Charles Street Embankment a lo largo del río Charles. Ese parecía un destino tan bueno como cualquier otro.

Al llegar a la orilla del río, Jeffrey paseó por lo que habían sido elegantes pasarelas, como demostraban las escaleras y balaustradas de granito. Ahora estaba cubierto de maleza y descuidado. El río era bonito, pero estaba sucio y desprendía un olor desagradable. Había profusión de pequeñas barcas de vela que punteaban su centelleante superficie.

Cuando llegó a la explanada frente al escenario en forma de concha, donde los grupos de pop de Boston daban conciertos gratuitos en verano, Jeffrey se sentó en uno de los bancos del parque bajo una hilera de robles. No estaba solo. Había numerosas personas corriendo, lanzadores de disco volador, caminantes, e incluso practicantes de monopatín efectuando sus cabriolas en el laberinto de senderos y céspedes.

Aunque aún quedaban varias horas de luz de día, parecía que de repente el sol había perdido fuerza. Habían aparecido unas nubes altas que sugerían que el tiempo iba a cambiar. Se levantó viento que soplaba fresco procedente del mar. Jeffrey sintió un escalofrío y se rodeó con sus propios brazos.

Tenía que estar en el «Memorial» a las once para trabajar. Hasta entonces no tenía adónde ir. Jeffrey volvió a pensar en Kelly. Recordaba lo cómodo que se había sentido en su casa. Hacía tanto tiempo que había confiado en alguien; tanto tiempo que alguien le había escuchado.

Jeffrey.volvió a pensar en ir a Brookline. ¿No le había alentado Kelly a permanecer en contacto con ella? ¿No quería ella limpiar el nombre de Chris? Ella también tenía algo en juego, al fin y al cabo. Eso era lo que necesitaba Jeffrey para convencerse. Realmente necesitaba ayuda y Kelly parecía dispuesta a prestársela. Había dicho que estaba dispuesta. Claro que eso había sido antes de estos últimos acontecimientos. Sería completamente sincero con ella y le contaría lo que había ocurrido, incluido lo de los disparos. Volvería a dejarle elegir. Él lo entendería si no quería seguir involucrada, ahora que Devlin volvía a estar en escena. Pero al menos podía probarlo. Razonó que Kelly era una persona adulta y podía tomar sus propias decisiones respecto al riesgo.

Jeffrey decidió que la mejor manera de llegar a casa de Kelly sería tomando el MBTA en la estación de Charles Street. Se animó al imaginarse a sí mismo sentado junto a Kelly en un sofá de guinga con las piernas sobre la mesita auxiliar, y ella riéndose con su risa cristalina.

Carol Rhodes acababa de llegar a casa procedente de la oficina. Había sido un día agotador pero productivo. Había terminado de pasar casi todos sus clientes a otros empleados del Banco, anticipándose a su próximo traslado a la sucursal de Los Ángeles. Después de haber visto aplazado tantos meses su traslado, había empezado a dudar que alguna vez se hiciera realidad. Pero ahora confiaba en que pronto se encontraría en el soleado sur de California.

Carol abrió el frigorífico para ver qué podía prepararse para cenar Estaba la chuleta de ternera que había preparado para Jeffrey. Mucho le había agradecido el esfuerzo. Y había muchas cosas para preparar ensalada.

Antes de comer, comprobó el contestador automático. No había ningún mensaje. No había sabido nada de Jeffrey en todo el día. Se preguntaba dónde demonios estaba y qué pretendía. Aquel día había descubierto que Jeffrey se había quedado con el dinero que había podido sacar del aumento de la hipoteca. Cuarenta y cinco mil en efectivo. ¿Qué planes tenía? Si hubiera sabido que iba a comportarse con tanta irresponsabilidad, jamás habría firmado la nueva hipoteca. Que esperara la apelación en la cárcel. Ella sólo deseaba tener el divorcio. Entonces se preguntó qué le había atraído de él.

Carol había conocido a Jeffrey cuando fue a Boston para asistir a la «Harvard Business School». Venía de la costa Oeste, donde había estudiado una licenciatura en Stanford. Quizá le había atraído Jeffrey porque se encontraba muy sola. Vivía en un colegio mayor en Allston, y no conocía a nadie cuando ellos dos se conocieron. Ni en un millón de años había planeado ella permanecer en Boston. Era tan provinciano comparado con Los Ángeles. Le parecía que la gente era tan fría como el clima.

Bueno, dentro de una semana todo quedaría atrás. Trataría con Jeffrey a través de su abogado y se entregaría a su nuevo trabajo.

En aquel preciso momento sonó el timbre de la puerta. Carol miró su reloj. Casi eran las siete. Se preguntó quién podría ser. Siguiendo su costumbre, atisbo por la mirilla antes de abrir. Dio un respingo cuando vio quién era.

—Mi esposo no está en casa, señor O’Shea —gritó Carol a través de la puerta—. No tengo idea de dónde está y no le espero.

—Me gustaría hablar con usted unos minutos, señora Rhodes.

—¿De qué? —preguntó Carol. No tenía ganas de discutir de nada con aquel hombre infame.

—Es un poco difícil hablar a través de la puerta —respondió Devlin—. Sólo le robaré unos minutos.Carol pensó en llamar a la Policía. Pero si llamaba a la Policía, ¿qué les diría? ¿Y cómo explicaría la ausencia de Jeffrey? Quizás este tal O’Shea estaba perfectamente en su derecho. Al fin y al cabo, Jeffrey no había entregado el dinero que le debía a Mosconi. Esperaba que Jeffrey no se metiera aún en más problemas.

—Sólo quiero hacerle unas preguntas referentes al paradero de su esposo —dijo Devlin cuando vio que Carol no respondía—. Déjeme decirle algo. Si no le encuentro, Mosconi avisará a unos individuos horribles. Su esposo podría resultar lastimado. Si le encuentro yo primero, quizá podamos resolver este asunto antes de que pierda el derecho a la fianza.

Carol no se había percatado de que Jeffrey podía perder el derecho a la fianza. Quizá debería pensar mejor lo de hablar con ese tal O’Shea.

Además de la cerradura corriente y un pestillo, la puerta de la calle tenía una cadena de seguridad que Carol y Jeffrey jamás utilizaban. Carol pasó la cadena, y después corrió el cerrojo y abrió la puerta. Con la cadena de seguridad puesta, la puerta sólo se abrió unos centímetros.

Carol iba a decirle a Devlin otra vez que no tenía ni idea de dónde estaba Jeffrey, pero no logró articular las palabras. Antes de saber lo que ocurría, la puerta se abrió completamente con un fuerte ruido a madera astillada, dejando una sección fracturada de la jamba de la puerta colgada de la cadena.

La primera reacción de Carol fue correr, pero Devlin le agarró del brazo y la detuvo en seco. Le sonrió, e incluso rio.

—¡No puede entrar en mi casa! —gritó Carol. Esperaba parecer autoritaria, aunque estaba asustada. En vano trató de liberar su brazo de la garra de Devlin.

—¿De veras? —dijo Devlin fingiendo sorpresa—. Pues me parece que estoy dentro. Además, también es la casa del médico, y tengo curiosidad por saber si ese pequeño diablo ha venido aquí después de pincharme en el culo con una especie de veneno de flecha. Tengo que decir que me estoy cansando un poco de su esposo.

«No es usted el único —estuvo tentada de decir Carol», pero se contuvo. En cambio, dijo:

—No está aquí.

—¿Ah, no? —preguntó Devlin—. Bueno, echaremos un vistazo tú y yo.

—¡Quiero que se marche! —gritó Carol forcejeando para soltarse, pero fue inútil. Devlin la tenía bien sujeta por la muñeca mientras la arrastraba de habitación en habitación en busca de alguna señal de que Jeffrey había estado allí.

Carol no paraba de intentar soltarse. Justo antes de que Devlin le hiciera subir la escalera, la sacudió de repente.

—¿Quieres calmarte? —le gritó Devlin—. ¿Sabes? Esconder o ayudar a un convicto que ha huido es en sí un delito. Si el médico está aquí, sería mejor que le encontrara yo y no la Policía.

—No está aquí —le dijo Carol—. No sé dónde está y, francamente, no me importa.

—Ah —exclamó Devlin, sorprendido al oír este comentario. Aflojó la presión—. ¿Veo aquí una pequeña desavenencia conyugal?

Carol aprovechó la sorpresa auténtica de Devlin para liberar su brazo. Sin perder tiempo, abofeteó a Devlin.

Devlin quedó aturdido un momento. Después, se echó a reír con voz fuerte y volvió a agarrarle la muñeca.

—¡Eres una chiquilla pendenciera! —dijo—. Igual que tu esposo. Si pudiera creerte… Ahora, si eres tan amable, me gustaría que me dejaras ver arriba.

Carol chilló de miedo cuando Devlin la hizo subir rápidamente la escalera. Él se movía tan de prisa que a Carol le costaba seguirle y tropezó varias veces con los escalones, arañándose las espinillas.

Recorrieron rápidos el piso de arriba. Devlin atisbo en el dormitorio, que estaba en completo desorden, con ropa sucia por todas partes, y en el armario, cuyo suelo era un caos de zapatos, y dijo:

—No eres hogareña, ¿eh?

Estar en el dormitorio aterrorizaba a Carol, que no estaba segura de las intenciones de Devlin. Trató de mantener el control de sí misma. Tenía que pensar algo antes de que aquel cerdo cayera sobre ella.

Pero a Devlin claramente no le interesaba Carol. La arrastró escaleras arriba hasta la buhardilla y después dos pisos abajo hasta el sótano. Era evidente que Jeffrey ni estaba ni había estado allí. Satisfecho, hizo entrar a Carol en la cocina y miró el frigorífico.

—Así que decías la verdad. Ahora voy a soltarte, pero espero que te portes bien. ¿Comprendido?

Carol le miró, furiosa.

—Señora Rhodes, he dicho, ¿comprendido?

Carol asintió.

Devlin le soltó la muñeca.

—Bien, ahora, creo que me quedaré por aquí por si el médico llama o viene a buscar ropa limpia.—Quiero que se marche —dijo Carol con furia—. Márchese o llamaré a la Policía.

—No puedes llamar a la Policía —dijo Devlin con seguridad, como si supiera algo que Carol no sabía.

—¿Y por qué no? —preguntó Carol indignada.

—Porque no voy a dejarte —dijo Devlin. Se rio con su risa ronca y empezó a toser. Cuando se hubo controlado, añadió—: Me desagrada decirlo, pero a la Policía no le interesa mucho Jeffrey Rhodes estos días. Además, soy yo quien trabaja para la ley y el orden. Jeffrey perdió sus derechos cuando le condenaron.

—A Jeffrey le condenaron —dijo Carol—. A mí no.

—Simple detalle técnico —dijo Devlin con un movimiento de la mano—. Pero hablemos de algo más importante. ¿Qué hay para cenar?

Jeffrey cogió el tranvía hacia Cleveland Circle y después tomó Chestnut Hill Avenue antes de dirigirse a través de las pintorescas calles suburbanas hacia la casa de Kelly. Las luces se iban encendiendo en las cocinas, ladraban perros y había niños jugando en la calle. Era un barrio perfecto, con furgonetas «Ford Taurus» aparcadas frente a puertas de garaje recién pintadas. El sol se hallaba bajo en el horizonte. Casi era de noche.

Después de haber decidido ir a casa de Kelly, lo único que quería hacer era estar allí. Pero ahora que se acercaba a su calle, volvía a sentirse indeciso. Antes nunca le había supuesto ningún problema tomar decisiones. Jeffrey había decidido estudiar Medicina en la escuela superior júnior. Cuando se trató de comprar una casa, simplemente entró en la casa de Marblehead y dijo: «Es esta». No estaba acostumbrado a sentirse tan atormentado. Cuando por fin logró llegar a la puerta y llamar al timbre, casi deseaba que ella no estuviera en casa.

—¡Jeffrey! —exclamó Kelly cuando abrió la puerta—. Hoy es el día de las sorpresas. ¡Pasa!

Jeffrey entró y al instante se dio cuenta de lo aliviado que se sentía Porque Kelly estaba en casa.

—Dame la chaqueta —dijo ella. Le ayudó a sacársela y le preguntó qué les había pasado a las gafas.

Jeffrey se llevó la mano a la cara. Por primera vez se percataba de que las había perdido. Suponía que se le habían caído cuando salió precipitadamente de la habitación del hotel.

—No es que no me alegre de verte, porque me alegro. Pero ¿qué haces aquí?

Se encaminó al salón familiar.

—Me temo que me esperaban visitas cuando he regresado a la habitación del hotel —dijo él, siguiéndola.

—Oh, Dios mío. Cuéntamelo.

Una vez más, Jeffrey puso a Kelly al corriente. Le contó todo el episodio con Devlin en el «Essex Hotel», incluidos los disparos y la inyección de succinilcolina.

A pesar de su desaliento, Kelly tuvo que sonreír:

—Sólo a un anestesista se le ocurriría inyectar succinilcolina a un cazarrecompensas —dijo.

—Todo esto no tiene nada de gracioso —dijo Jeffrey con tristeza—. El problema real es que las apuestas son mucho más altas. Y también los riesgos. En especial si Devlin me encuentra otra vez. Me ha costado mucho decidirme a venir aquí. Creo que deberías reconsiderar tu oferta de ayuda.

—Tonterías —dijo Kelly—. De hecho, después de que te fueras del hospital, hoy, me habría dado bofetadas por no haberte invitado a venir aquí.

Jeffrey examinó el rostro de Kelly. Su sinceridad era desarmante. Era evidente que estaba preocupada.

—Este tal Devlin me ha disparado —repitió Jeffrey—. Dos veces. Balas de verdad, y se reía como si se divirtiera tirando al blanco. Sólo quiero asegurarme de que comprendes el grado de peligro que corres.

Kelly miró a Jeffrey directamente a los ojos.

—Lo comprendo perfectamente —dijo—. También comprendo que tengo una habitación de invitados y que tú necesitas un sitio donde dormir. De hecho, me ofenderé si no aceptas mi oferta. Así que, ¿trato hecho?

—Trato hecho —dijo Jeffrey, conteniendo apenas una sonrisa.

—Bien. Ahora que nos hemos puesto de acuerdo, vamos a prepararte algo para comer. Seguro que no has comido nada en todo el día.

—No es cierto —dijo Jeffrey—. He comido una manzana y un plátano.

—¿Qué te parecen unos espaguetis? —preguntó Kelly—. Puedo tenerlos preparados en media hora.

—Sería magnífico.

Kelly fue a la cocina. Al cabo de unos minutos tenía unas cebollas cortadas y unos ajos salteándose en una vieja sartén de hierro.—No he vuelto a mi habitación del hotel cuando he escapado de Devlin —le dijo Jeffrey.

Estaba apoyado en el respaldo del sofá de manera que podía observar las actividades de Kelly en la cocina.

—Bueno, eso suponía.

Sacó del frigorífico un poco de carne de buey triturada.

—Sólo lo menciono porque me temo que he perdido las notas de Chris…, las que te pedí prestadas.

—No es ningún problema —dijo Kelly—. Ya te dije que de todos modos iba a deshacerme de ellas. Me has ahorrado la molestia.

—Aun así, lo siento.

Kelly abrió una lata de tomates italianos pelados con un abridor eléctrico. Por encima del zumbido del motor, dijo:

—Por cierto, olvidaba decírtelo. He hablado con Charlotte Henning, del «Valley Hospital». Me ha dicho que compran la «Marcaina» a «Ridgeway Pharmaceuticals».

Jeffrey quedó boquiabierto.

—¿«Ridgeway»?

—Eso es —dijo Kelly mientras añadía la carne picada a las cebollas y el ajo—. Ha dicho que «Ridgeway» es su proveedor desde que la «Marcaina» se convirtió en un fármaco genérico.

Jeffrey se volvió y miró por la ventana hacia el oscuro jardín. Estaba acostumbrado. El hecho de que la «Marcaina» del «Memorial» y del «Valley» procediera del mismo fabricante era crucial para su teoría de un contaminante. Si la «Marcaina» utilizada en las operaciones de Noble y de Owen hubiera sido de diferentes proveedores, no habría manera de argumentar que procedían del mismo lote contaminado.

Ignorando el efecto que su información había causado en Jeffrey, Kelly añadió los tomates y un poco de salsa de tomate a la carne y las cebollas y el ajo. Espolvoreó por encima un poco de orégano, lo removió, y bajó el gas para que la mezcla se cociera a fuego lento. Sacó una olla grande, la llenó de agua y la puso a hervir.

Jeffrey se reunió con ella junto al mostrador de la cocina. Kelly Percibió que pasaba algo.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Jeffrey suspiró.

—Si el «Valley» utiliza a «Ridgeway», entonces la idea de un contaminante es factible. La «Marcaina» viene en envases de vidrio cerrados herméticamente, y cualquier contaminante habría tenido que ser introducido durante la fabricación.Kelly se secó las manos en una toalla.

—¿No podría haber sido añadido posteriormente?

—Lo dudo.

—¿Y después de haber abierto la ampolla? —sugirió Kelly.

—No —dijo Jeffrey con seguridad—. Yo mismo abro las ampollas y extraigo la droga inmediatamente. Estoy seguro de que Chris hacía lo mismo.

—Bueno, tiene que haber una manera —dijo Kelly—. No te rindas tan fácilmente. Eso es probablemente lo que hizo Chris.

—Introducir un contaminante en una de esas ampollas significaría traspasar el vidrio —dijo Jeffrey casi enfadado—. No se puede hacer. Las cápsulas, sí; las ampollas de vidrio, no.

Pero al decirlo, Jeffrey empezó a dudar. Recordó el laboratorio de química del colegio, donde había tenido que forjar pipetas utilizando un quemador Bunsen y una varilla de vidrio. Recordaba la sensación como de caramelo del vidrio fundido hasta que estaba al rojo antes de convertirlo en un delgado cilindro.

—¿Tienes alguna jeringa? —preguntó.

—Todavía conservo el maletín de médico de Chris —dijo ella—. Podría haber alguna allí. ¿Voy a buscarla?

Jeffrey asintió; luego, se acercó a la cocina y encendió uno de los quemadores delanteros, al lado de la salsa para los espaguetis. La llama sin duda sería suficientemente caliente. Cuando Kelly regresó con el maletín de Chris, Jeffrey sacó unas jeringas y un par de ampollas de bicarbonato.

Calentó la punta de la jeringa hasta que el metal se puso al rojo. La apartó del fuego y rápidamente intentó perforar el vidrio. No penetró bien. Entonces intentó calentar el vidrio y utilizar una aguja fría, pero tampoco funcionó. Luego probó calentando la aguja y el vidrio, y la aguja entró fácilmente.

Jeffrey sacó la aguja de la ampolla y examinó el vidrio. Su superficie antes lisa estaba malformada y quedaba un pequeñísimo agujero donde se había insertado la aguja Colocando la ampolla de nuevo en el quemador, el vidrio volvía a reblandecerse, pero cuando intentó hacerlo girar, el vidrio fundido se deformó más y Jeffrey sólo consiguió quemarse y estropear todo el extremo de la ampolla.

—¿Qué opinas? —preguntó Kelly, mirando por encima del hombro de Jeffrey.

—Creo que tienes razón —dijo Jeffrey, esperando de nuevo—. Podría ser posible. No es tan fácil. No cabe duda de que yo he hecho un desastre. Pero sugiere que podría hacerse. Una llama más caliente podría ayudar, o una que pudiera dirigirse mejor.

Kelly cogió un cubito de hielo y lo envolvió en una servilleta para el dedo quemado de Jeffrey.

—¿En qué clase de contaminante piensas? —preguntó.

—No lo sé específicamente —admitió Jeffrey—, pero estoy pensando en algún tipo de toxina. Sea lo que sea, tendría que ejercer sus efectos a concentraciones muy bajas. Además de lo que Chris escribió, tendría que causar daño en la neurona sin producirlo en los riñones o el hígado. Eso elimina muchos de los venenos usuales. Quizá sabré más cuando tenga en mis manos el informe de la autopsia de Patty Owen Me interesaría mucho ver la sección de toxicología. La vi brevemente durante el período de investigación de ambos juicios, y recuerdo que era negativo excepto unos indicios de «Marcaina». Pero no lo examiné con atención. En aquellos momentos no me pareció importante.

Cuando el agua hervía furiosamente en la olla, Kelly echó la pasta. Se volvió para mirar a Jeffrey.

—Si así es como entró la toxina en la «Marcaina» —señaló la ampolla y la jeringa que Jeffrey había dejado sobre el mostrador—, eso significa que alguien está estropeando la «Marcaina» a propósito, envenenando deliberadamente.

—Asesinando —dijo Jeffrey.

—Dios mío —dijo Kelly. Empezaba a ver todo el horror que aquello significaba—. ¿Por qué? —preguntó con un escalofrío—. ¿Por qué alguien haría eso?

Jeffrey se encogió de hombros.

—No estoy preparado para responder a eso. No sería la primera vez que alguien manipula un medicamento o lo utiliza mal a propósito. ¿Quién puede decir cuál es la motivación? El asesino de Tylenol. El doctor X de Nueva Jersey, el que mataba a los pacientes con sobredosis de succinilcolina.

—Y ahora esto. —Kelly estaba visiblemente afectada. La idea de que algún loco acechaba por los pasillos de los hospitales de Boston era demasiado para ella—. Si crees que podría ser cierto —dijo—, ¿no opinas que deberíamos hablar con la Policía?

—Ojalá pudiéramos —dijo Jeffrey—. Pero no podemos por dos razones. La primera, soy un criminal convicto y fugitivo. Pero aunque no lo fuera, hemos de reconocer que no existe la más mímima prueba de nada de esto. Si alguien fuera a la Policía con esta historia, dudo mucho que hicieran algo. Necesitamos alguna prueba antes de acudir a las autoridades.

—¡Pero tenemos que detener a esta persona!

—Estoy de acuerdo —dijo Jeffrey—. Antes de que haya más muertes y más médicos condenados.

Kelly dijo las siguientes palabras con voz tan baja, que Jeffrey apenas pudo oírla.

—Antes de que haya más suicidios.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Para controlar sus emociones, Kelly se volvió hacia la pasta que hervía. Sacó un espagueti y lo lanzó al armario de los platos. Se quedó pegado. Secándose los ojos, dijo:

—Vamos a comer.

—Te llamaré en cuanto los trámites hayan terminado —dijo Karen Hodges a su madre.

Llevaba casi una hora al teléfono y empezaba a sentirse un poco irritada. Le parecía que su madre debería consolarla a ella, y no al revés.

—¿Estás segura de que este médico es bueno? —preguntó la señora Hodges.

Karen puso los ojos en blanco en beneficio de su compañera de habitación, Marcia Ginsburg, que sonrió con comprensión. Marcia sabía exactamente lo que experimentaba Karen. Las llamadas de la madre de Marcia eran iguales. Constantemente estaba advirtiendo a su hija acerca de los hombres, el sida, las drogas y su peso.

—Es bueno, mamá —dijo Karen sin molestarse en disimular su exasperación.

—Dime otra vez cómo le encontraste —dijo la señora Hodges.

—Mamá, te lo he dicho un millón de veces.

—Está bien, está bien —dijo la señora Hodges—. Pero no te olvides de llamarme en cuanto puedas, ¿me oyes?

Sabía que su hija estaba molesta, pero no podía evitar preocuparse. Había sugerido a su esposo ir a Boston para estar con Karen cuando fuera a hacerse la laparoscopia, pero el señor Hodges dijo que no podía dejar la oficina. Además, tal como él había señalado, una laparoscopia sólo era un procedimiento para establecer un diagnóstico, no una «operación» de verdad.

—Es de verdad si concierne a mi niña —había respondido la señora Hodges. Pero al final, ella y el señor Hodges se quedaron en Chicago.—Te llamaré en cuanto pueda —dijo Karen.

—Dime qué clase de anestesia te van a dar —dijo la señora Hodges para retener a su hija. No quería colgar.

—Epidural —le dijo Karen.

—Deletréalo.

Karen lo deletreó.

—¿No la utilizan para los partos?

—Sí —dijo Karen—. Y también para cosas como las laparoscopias cuando no están seguros de cuánto van a durar. El médico no sabe lo que verá. Podría tardar un buen rato, y no quiere tenerme inconsciente. Vamos, mamá, ya pasaste por esto con Cheryl.

Cheryl era la hermana mayor de Karen, y también ella había tenido problemas con una endometriosis.

—No vas a abortar, ¿verdad? —preguntó la señora Hodges.

—Mamá, tengo que irme —dijo Karen. La última pregunta le había puesto los nervios de punta. Ahora estaba enfadada. Después de tanto hablar, su madre creía que le mentía. Era ridículo.

—Llámame —logró decir la señora Hodges antes de que Karen colgara.

Karen volvió con Marcia y las dos mujeres se miraron un momento y se echaron a reír.

—¡Madres! —exclamó Karen.

—Una especie única —dijo Marcia.

—Al parecer no quiere creer que tengo veintitrés años y ya no estoy en la escuela —dijo Karen—. Me pregunto si dentro de tres años, cuando me gradúe en la Facultad de Derecho, seguirá tratándome de la misma manera.

—No lo dudes —dijo Marcia.

Karen se había graduado en el Simmons College el año anterior y en la actualidad trabajaba como secretaria legal de un abogado matrimonialista agresivo y de éxito llamado Gerald McLellan. McLellan se había convertido más en un mentor que en un jefe para ella. Reconoció su inteligencia y la estimuló para que estudiara Derecho. Tenía que comenzar en el Boston College en otoño.

Aunque Karen era el vivo retrato de salud general, había sufrido de endometriosis desde la pubertad. Durante el último año el problema se había agravado. Su médico finalmente le había programado una laparoscopia para decidir el tratamiento.

—No sabes lo contenta que estoy de que mañana vengas tú, y no mi madre —dijo Karen—. Ella me volvería loca.—Para mí será un placer —dijo Marcia.

Había pedido el día libre en el Banco de Boston, donde trabajaba, para acompañar a Karen al hospital y después a casa, a menos que resultara que Karen tenía que quedarse por la noche. Pero el médico de Karen creía que era muy improbable que fuera así.

—Estoy un poco preocupada por lo de mañana —admitió Karen.

Salvo por una visita a una sala de urgencias después de caerse de la bicicleta cuando tenía diez años, nunca había estado en un hospital.

—No será nada —aseguró Marcia—. Yo estaba preocupada antes de operarme de apenaicitis, pero no fue nada. De verdad.

—Nunca me han anestesiado —dijo Karen—. ¿Y si no funciona y lo siento todo?

—¿Nunca te han puesto anestesia en el dentista?

Karen negó con la cabeza.

—No. Nunca he tenido una caries.

Trent Hardin apartó la cristalería del armario al lado del frigorífico y sacó el falso fondo. Metió la mano, sacó la pistola del 45 y la sostuvo. Amaba la pistola. El cañón olía ligeramente a aceite de la última vez que la había manipulado. Cogió una servilleta de papel y la limpió con gran amor.

Volvió a meter la mano en el escondrijo y sacó el cargador lleno de cartuchos. Sujetando la pistola con la mano izquierda, insertó el cargador en la parte inferior del mango. Después lo empujó para colocarlo en su sitio. La maniobra le producía una sensación parecida al placer sensual.

Volvió a sostener el arma; tenía un tacto distinto, ahora que estaba cargada Sujetándola como Crockett en Corrupción en Miami, apuntó a través de la puerta de la cocina al cartel de la «Harley-Davidson» que colgaba de la pared de la sala de estar. Por un segundo debatió consigo mismo si podría disparar la pistola en su propio apartamento. Pero decidió que no valía la pena correr ese riesgo. Una 45 producía mucho ruido. No quería que los vecinos llamaran a la poli.

Dejó el arma sobre la mesa y volvió a su escondite secreto. Metió la mano y sacó el pequeño frasco con el líquido amarillo. Lo agitó y lo miró a la luz. Por su vida, no tenía idea de cómo conseguían ese líquido de la piel de las ranas. Se lo había comprado a un traficante de drogas colombiano de Miami. El material era magnífico. Había resultado ser todo lo que aquel tipo le había prometido que sería.Con una pequeña jeringa de 5 cc, Trent sacó un poquito de líquido, y lo diluyó con agua estéril. Dadas las circunstancias, no tenía ni idea de cuánta utilizar. No tenía experiencia en la que confiar para lo que ahora planeaba.

Trent devolvió con cuidado el frasco a su escondrijo; después, volvió a colocar el falso fondo y la cristalería. Tapó la jeringa llena de la toxina diluida y se la metió en el bolsillo. Después, se metió la pistola bajo el cinturón de manera que notaba el frío cañón en la parte baja de la espalda.

Trent fue al armario y sacó su chaqueta tejana Levi’s y se la puso. Después, se miró en el espejo del cuarto de baño para comprobar que el arma no se veía. Por la manera en que estaba cortada la chaqueta, ni siquiera se veía el bulto.

Le desagradaba perder su aparcamiento en Beacon Hill, pues sabía que le costaría encontrar otro cuando regresara, pero ¿qué opciones tenía? Recorrió la distancia hasta el «St. Joe’s» en una cuarta parte del tiempo que tardaba en llegar hasta allí en transporte público. Había otra cosa que le molestaba de los médicos. Ellos podían aparcar en el hospital durante el día. Las enfermeras no podían hacerlo a menos que fueran supervisoras, o que hicieran el turno de tarde o de noche.

Trent aparcó en el aparcamiento público, pero eligió un sitio cerca de la zona de aparcamiento de los empleados. Cerró el coche con llave y entró en el hospital. Una de las voluntarias le preguntó si podía ayudarle, pero él dijo que no. Compró un periódico en la tienda del hospital y se colocó en la esquina. Era temprano, pero no quería correr riesgos. Quería estar allí cuando Gail Shaffer saliera de trabajar.

Devlin eructó. La cerveza a veces le producía ese efecto. Miró a Carol, quien a su vez le miró con desagrado. Estaba sentada frente a él en la sala de estar, hojeando revistas, pasando las páginas con furia. Era evidente que estaba irritada.

Devlin volvió su atención al partido de los Red Sox, que le relajaba. Si hubieran estado ganando, habría estado nervioso por si lo estropeaban. Pero le complacían perdiendo por seis carreras. Era evidente que iban a perder otra vez.

Al menos había comido bien. Las chuletas de ternera frías y la ensalada le habían sentado bien. Y las cuatro cervezas. Nunca había visto una «Kronenbourg» antes de visitar la casa de los Rhodes. No estaba mal, aunque hubiera preferido una «Bud».

El médico no había aparecido ni llamado. Aunque Devlin había conseguido una comida decente de la vigilia, tenía que aguantar a Carol. Después de pasar una velada con ella, comprendía por qué el buen doctor no iba a casa.

Devlin se hundió un poco más en el confortable sofá frente a la televisión. Se había sacado las botas de vaquero y tenía los pies apoyados en una de las sillas de la cocina. Suspiró. Esto era muchísimo mejor que vigilar en el coche, aunque los Sox perdieran. Devlin parpadeó Por un segundo sintió que el sueño le vencía.

Carol no podía creer que pasaría así una de sus últimas noches en Boston: entreteniendo a un matón a quien le interesaba el paradero de Jeffrey. Si alguna vez volvía a ver a su pronto exesposo, sería demasiado pronto. Quizá querría verle una vez más, sólo para poder decirle lo que pensaba de él.

Carol había estado observando a Devlin por el rabillo del ojo. Por un momento pareció que se quedaba dormido. Pero se levantó para coger otra cerveza. Sin embargo, pronto estuvo en la misma posición casi horizontal con los ojos semicerrados.

Por fin, durante un anuncio, la cabeza de Devlin cayó sobre su pecho. La botella de cerveza que sujetaba se ladeó y vertió un poco de su contenido sobre el suelo alfombrado. Se había quedado profundamente dormido.

Carol se quedó donde estaba, sosteniendo la revista, temerosa de despertar a Devlin al pasar la página, pero este comenzó a roncar sonoramente.

Carol se puso de pie muy despacio. Dejó su revista sobre la televisión.

Respirando hondo, pasó de puntillas junto a Devlin, cruzó la cocina y fue al piso de arriba. En el instante en que estuvo dentro de su dormitorio, cerró la puerta con llave y cogió el teléfono. Sin vacilar, llamó a la Policía y dijo que un intruso había entrado en su casa y necesitaba inmediatamente a la Policía. Dio su dirección con calma. Si Jeffrey podía ocuparse de sus problemas a su manera, ella podía ocuparse de los suyos. La telefonista le aseguró que le enviaban ayuda enseguida.

Entretanto, Carol fue al cuarto de baño. Como medida de precaución, cerró la puerta con el pestillo. Bajó la tapa del retrete y se sentó a esperar. Al cabo de menos de diez minutos sonó el timbre. Entonces Carol salió del cuarto de baño, cruzó el dormitorio y escuchó tras la puerta. Oyó abrir la puerta de la calle, y después un murmullo de voces.

Salió de su dormitorio y se quedó en lo alto de la escalera. Abajo, oyó conversación y luego, para su sorpresa, ¡risas!

Empezó a bajar la escalera. En el vestíbulo, junto a la puerta de la calle, dos policías uniformados reían y daban palmadas a Devlin en la espalda como si fueran íntimos amigos.

—¡Disculpen! —dijo Carol en voz alta desde la escalera. Los tres la miraron.

—Carol, querida —dijo Devlin—, al parecer ha habido una confusión. Alguien ha llamado a la Policía diciendo que había un intruso.

—He llamado yo —dijo Carol. Señaló a Devlin—. Él es el intruso.

—¿Yo? —dijo Devlin con sorpresa exagerada. Volvió su atención a los dos agentes—. Esa sí que es buena. Yo estaba en el salón, dormido frente a la televisión. ¿Eso es ser un intruso? De hecho, Carol me ha preparado una buena cena. Me ha invitado…

—¡Yo no le he invitado! —gritó Carol.

—Muchachos, si queréis pasar a la cocina, veréis los platos sucios de nuestra romántica cena. Imagino que la he decepcionado un poco al quedarme dormido.

Los dos policías sonrieron a su pesar.

—Me ha obligado a preparar la cena —objetó Carol.

Devlin parecía auténticamente dolido.

Con notable indignación, Carol cruzó el vestíbulo y cogió la cadena con el pedazo de jamba colgando. La agitó ante los policías.

—¿Significa esto que he invitado a entrar a este cerdo?

—No tengo idea de cómo se ha roto eso —dijo Devlin—. Sin duda no tengo nada que ver con ello. —Puso los ojos en blanco—. Pero, Harold, Willy, si esta damita quiere que me vaya, me iré. Quiero decir, podía haberme pedido simplemente que me fuera. Detesto quedarme donde no me quieren.

—Willy, llévate afuera al señor O’Shea un momento —dijo el mayor de los dos policías—. Hablaré con la señora Rhodes.

Devlin tuvo que volver al salón a recoger sus botas. Después de ponérselas, él y Willy salieron fuera y se quedaron junto al coche de la policía.

—Mujeres —dijo Devlin, señalando con la cabeza hacia la casa de los Rhodes—. Son un problema. ¡Siempre pasa algo!

—Vaya, es una bola de fuego —dijo Harold al salir de la casa y reunirse con los otros—. Devlin, ¿qué diablos has hecho para irritarla tanto?

Devlin se encogió de hombros.

—Quizás he herido sus sentimientos. ¿Cómo iba a saber yo que se tomaría como algo personal que me quedara dormido? Lo único que quiero es encontrar a su esposo antes de que le anulen la fianza.

—Bueno, he conseguido calmarla —dijo Harold—. Pero por favor, sé discreto y no rompas nada más.

—¿Discreto? Diablos, siempre soy discreto —dijo Devlin con una carcajada—. Lamento haberos causado molestias.

Harold le preguntó a Devlin por uno de los otros policías de Boston que habían sido expulsados de la Policía junto con Devlin durante el escándalo de los sobornos Devlin le dijo que lo último que había oído decir era que se había trasladado a Florida y que trabajaba como detective privado en la zona de Miami.

Con un apretón de manos final, subieron a sus coches y se marcharon. Cuando llegaron a West Shore Drive, los policías giraron a la izquierda y Devlin a la derecha Pero Devlin no fue muy lejos. Dio media vuelta y volvió a pasar por delante de la casa de los Rhodes Aparcó en un lugar desde donde podía vigilarla Como Jeffrey no había aparecido ni llamado, lamentaba el hecho de que tendría que volver a contratar al tipo que había seguido a Carol.

Pero después de esta noche, no tenía tanta confianza como antes en que Carol le llevaría a Jeffrey. El comentario de Mosconi respecto a que no se les veía muy enamorados, junto con el comportamiento de Carol y algunos comentarios sueltos hechos por ella, hicieron pensar a Devlin que quizá se le tendría que ocurrir otra idea para localizar a Jeffrey Pero una cosa iba a facilitarle el trabajo, y era que había puesto un micrófono en el teléfono de Carol mientras ella preparaba la cena. Si Jeffrey llamaba, él lo sabría.

Jeffrey repasó con la mirada la habitación de invitados de Kelly y decidió dejar su bolsa debajo de la cama. Le parecía un lugar tan seguro como cualquier otro. Decidió no decirle nada a Kelly del dinero para no añadirle preocupaciones.

Cuando salió del cuarto de invitados, Jeffrey encontró a Kelly en su dormitorio, sentada en la cama leyendo una novela. La puerta estaba entornada, como si esperara que él le dijera adiós cuando se fuera. Llevaba un pijama de algodón rosa con un ribete verde oscuro. Sobre la cama, enroscados junto a ella, estaban sus dos gatos, uno siamés y el otro atigrado.

—Vaya cuadro de domesticidad —dijo Jeffrey. Paseó la mirada por la habitación. Era maravillosamente femenina, con papel pintado estilo rústico francés en las paredes y cortinas a juego Era fácil ver que se habían cuidado todos los detalles. No había ropa a la vista y Jeffrey no pudo evitar comparar la escena con la caótica guarida de Carol.

—Iba a ir a ver si estabas despierto —dijo Kelly—. Supongo que por la mañana no nos veremos Yo tengo que marcharme hacia las siete menos cuarto. Dejaré la llave en la casa dentro de la luz.

—¿No has reconsiderado el hecho de que me quede aquí?

Kelly frunció el ceño fingiendo enfado.

—Creía que lo habíamos acordado Definitivamente quiero que te quedes Tenía la impresión de que estábamos juntos en esto. Especialmente ahora, con ese demonio por ahí.

Jeffrey entró en la habitación y se acercó a la cama El gato siamés levantó la cabeza y bufó.

—Vamos, Samson, no seas celoso —le regañó Kelly. A Jeffrey le dijo—: No está acostumbrado a que haya un hombre en esta casa.

—¿Quiénes son estos guardianes? —preguntó Jeffrey—. ¿Cómo es que no los había visto antes?

—Este es Samson —dijo Kelly, señalando al siamés—. Está fuera gran parte del tiempo, aterrorizando al vecindario. Y esta es Delilah. Está embarazada, como puedes ver. Se pasa todo el día durmiendo en la despensa.

—¿Están casados? —preguntó Jeffrey.

Kelly se rio de aquella manera tan característica Jeffrey sonrió. No le parecía que su pequeña broma fuera tan graciosa, pero la risa de Kelly era contagiosa.

Jeffrey se aclaró la garganta.

—Kelly —dijo—. No sé cómo decirlo, pero no tienes idea de cuánto aprecio tu comprensión y hospitalidad. No puedo agradecértelo lo suficiente.

Kelly miró a Delilah y la acarició con ternura. A Jeffrey le pareció que se sonrojaba, pero era difícil juzgarlo por la escasa luz que había.

—Sólo quería que lo supieras —añadió Jeffrey Entonces cambiando de tema, dijo—: Bueno, supongo que mañana podré hablarte en algún momento.

—¡Ten cuidado! —le advirtió Kelly—. Y buena suerte. Si tienes algún problema, llámame. No me importa la hora que sea.

—No habrá ningún problema —dijo Jeffrey lleno de confianza.Pero media hora más tarde, cuando subía la escalinata del «Boston Memorial», no estaba tan seguro.

A pesar de la confianza que había adquirido al efectuar el recorrido del hospital con Martínez, Jeffrey volvía a tener miedo de tropezarse con alguien que le conociera bien. Deseaba no haber perdido las gafas y sólo esperaba que no fueran cruciales para su disfraz.

Jeffrey se sintió algo más seguro después de ponerse el uniforme de limpieza. Incluso había un sobre colgado en su armario, con una tarjeta de identificación y una fotografía.

Un golpecito en el hombro le hizo saltar y el movimiento súbito de Jeffrey sobresaltó a la persona que se lo había dado.

—Tranquilo, hombre, ¿estás nervioso o que?

—Lo siento —dijo Jeffrey. Estaba frente a un tipo bajito, de un metro sesenta y cinco, con la cara estrecha y las facciones oscuras—. Me temo que estoy un poco nervioso. Es la primera noche que trabajo aquí.

—No tienes que estar nervioso —dijo el hombre—. Me llamo David Arnold. Soy el supervisor del turno. Las dos primeras noches trabajaremos juntos. Así que no te preocupes. Te enseñaré cómo se hace.

—Encantado de conocerte —dijo Jeffrey—. Tengo mucha experiencia en hospitales, así que si quieres dejarme solo, seguro que me las arreglaré.

—Siempre paso los dos primeros días con los nuevos —dijo Da-vid—. No te lo tomes como algo personal. Así tengo oportunidad de enseñar exactamente lo que queremos según nuestra rutina aquí, en el «Memorial».

Jeffrey consideró mejor no discutir. David le llevó a una pequeña sala, sin ventanas, amueblada modestamente con una mesa de formica, una máquina expendedora de refrescos y una cafetera eléctrica. Presentó a Jeffrey a los otros que hacían el turno de noche. Dos sólo hablaban español. Otro hablaba jerga callejera, y saltaba y se movía al ritmo de la música rap que salía de unos auriculares.

Un minuto antes de las once, David reunió a sus trabajadores:

—Está bien, en marcha.

Eso hizo recordar a Jeffrey las patrullas que salían en las películas de guerra. Salieron de la sala y cada uno cogió un carrito de limpieza Cada trabajador era responsable de aprovisionar su carrito. Jeffrey siguió a los demás, asegurándose de que su carrito tenía todo lo necesario para la limpieza.Los carritos eran casi el doble de grandes que un carrito de compra normal. En un extremo había espacio para el equipo de mango largo como las fregonas, un plumero y escobas. En el otro extremo había una gran bolsa de plástico para los desperdicios. La parte central tenía tres estantes. En ellos llevaban toda clase de productos, como limpiacristales, limpiabaldosas, limpiador para fórmica, toallas de papel, incluso papel higiénico de recambio. Había jabones, ceras, pulimentos e incluso lubricante WD-40.

Jeffrey siguió a David hasta los ascensores de la torre Oeste. Esta opción resultaba estimulante y al mismo tiempo le ponía nervioso. La torre Oeste incluía los quirófanos y los laboratorios. Por mucho que Jeffrey quería investigar allí, seguía temiendo con quién podría tropezarse.

—Tú y yo comenzaremos en la zona de quirófanos —explicó David, avivando los temores de Jeffrey—. ¿Te has puesto alguna vez uniforme esterilizado?

—Un par de veces —dijo Jeffrey distraído.

Le preocupaba que con el uniforme esterilizado perdería gran parte de su disfraz. Deseaba tener las gafas de montura negra. Lo único que creía que podría hacer sería llevar constantemente una mascarilla quirúrgica. David probablemente le preguntaría por qué, ya que la mascarilla solía llevarse sólo en las salas de operaciones cuando había algún paciente. Jeffrey decidió que diría que estaba resfriado.

Pero no fueron inmediatamente a la zona de quirófanos. David dijo a Jeffrey que había que hacer primero la sala de estar de cirugía y los vestuarios.

—¿Por qué no haces tú la sala y yo empezaré en los vestuarios? —dijo David una vez que estuvieron en la zona.

Jeffrey asintió. Asomó la cabeza en la sala, y rápidamente la escondió. Dos enfermeras de anestesia estaban sentadas en el sofá tomando café. Jeffrey las conocía a las dos.

—¿Pasa algo? —preguntó David.

—No, no —respondió Jeffrey rápido.

—Lo harás bien —dijo David—. No te preocupes. Primero limpia el polvo. Asegúrate de llegar bien a los rincones del techo. Después utiliza un limpiador para las mesas. Luego, pasas la fregona. ¿De acuerdo? Jeffrey asintió.

David empujó su carrito hacia el vestuario y cerró la puerta tras de sí.

Jeffrey tragó saliva. Tenía que empezar. Cogió el plumero de mango largo del carrito y entró en la sala de estar. Al principio trató de mantener la cara apartada de las mujeres. Pero ellas no le prestaban la más mínima atención. Su uniforme de encargado de la limpieza era como una capa de invisibilidad.