Miércoles, 17 de mayo, 1989
6.15 horas
Trent Harding no tenía que empezar a trabajar hasta las siete, pero a las seis y cuarto ya dejaba su ropa de calle en el vestuario de cirugía del hospital «St. Joseph». Desde donde se encontraba, veía directamente los lavabos y podía verse a sí mismo en los espejos. Flexionó el brazo y apretó los músculos del cuello para que sobresaliesen. Se inclinó un poco para comprobar su definición. A Trent le gustó lo que vio.
Trent iba a su club de salud al menos cuatro veces a la semana para utilizar el equipo Nautilus hasta quedar exhausto. Su cuerpo era como una escultura. La gente se fijaba y lo admiraba, Trent estaba seguro. Sin embargo, no estaba satisfecho. Creía que podía reforzar sus bíceps un poco más. En las piernas, también los músculos podían tensarse más. Proyectó concentrarse en ambos durante las siguientes semanas.
Trent tenía la costumbre de llegar temprano, pero esa mañana en particular llegó más temprano de lo habitual. En su excitación, se había despertado antes de que sonara el despertador y no había podido volver a conciliar el sueño, así que decidió ir a trabajar temprano. Además, le gustaba tomarse su tiempo. Había algo increíblemente divertido en el hecho de colocar una de sus ampollas de «Marcaina» adulterada junto con las demás. Le producía escalofríos de placer, como colocar una bomba de relojería. Él era el único que conocía el peligro inminente. Él era el que lo controlaba.Una vez puesto el uniforme, Trent miró a su alrededor. Unas cuantas personas que terminaban el turno habían entrado en el vestuario. Uno estaba en la ducha, cantando una canción de Stevie Wonder; otro se hallaba en uno de los retretes; y un tercero estaba junto a su armario, fuera del alcance de la vista.
Trent se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta del hospital y sacó la ampolla de «Marcaina» adulterada. Escondiéndola en la mano por si alguien aparecía inesperadamente, Trent se la metió en los calzoncillos. Al principio le resultó fría e incómoda; hizo una mueca mientras se la ponía bien. Después, cerró su armario y echó a andar hacia la zona de estar.
En el salón de cirugía se estaba preparando café, llenando la habitación de su agradable aroma. Enfermeras, anestesistas enfermeras, algunos médicos y asistentes se hallaban allí reunidos. Pronto terminarían su turno. No había ningún caso de urgencia, y todas las preparaciones del programa del día de las que era responsable el turno de noche estaban efectuadas. La habitación estaba llena de alegre conversación.
Nadie saludó a Trent, ni él intentó saludar a nadie. La mayoría del personal no le conocía pues no era miembro del turno de noche. Trent cruzó la sala y entró en el área de quirófanos. No había nadie en el mostrador de programación. En la enorme pizarra ya estaba anotado el programa del día. Trent se detuvo brevemente, examinando el gran tablero por dos cosas: para ver a qué habitación le asignaban y para ver si había programada alguna anestesia espinal o epidural. Para su delicia había muchas. Otro escalofrío de emoción le recorrió la espalda. Si había muchos casos existían buenas posibilidades de que su «Marcaina» fuera utilizada aquel mismo día.
Trent prosiguió por el corredor de quirófanos y torció en Suministros Centrales, que estaban situados en el centro de la zona de quirófanos. El complejo de salas de operaciones del «St. Roe» tenía forma de U, con los quirófanos en la parte exterior de la U y Suministros Centrales en el interior.
Caminando con decisión, como si se encaminara a Suministros Centrales para coger el material para una de las salas de operaciones, Trent dio la vuelta a toda la zona. Como de costumbre, no había nadie. Siempre se producía un vacío entre las seis y cuarto y las seis cuarenta y cinco en que Suministros Centrales no estaban ocupados. Satisfecho, Trent fue directamente a la sección que contenía los sueros intravenosos y los fármacos no narcóticos y sin control. No tuvo que buscar las anestesias locales. Hacía tiempo que había examinado el terreno.
Mientras echaba una última mirada rápida a su alrededor, Trent buscó un paquete abierto de «Marcaina» al 0,5% de 30 ce. Hábilmente levantó la tapa. Quedaban tres ampollas en la caja donde originalmente había cinco. Trent cambió una de las ampollas buenas por la que llevaba en los calzoncillos. Hizo una mueca otra vez. Era sorprendente lo frío que el vidrio a temperatura ambiente podía resultar. Cerró la tapa de la caja de «Marcaina» y con cuidado volvió a dejarla en la posición original.
Trent volvió a mirar alrededor de Suministros Centrales. No había aparecido nadie. Miró de nuevo la caja de «Marcaina». Una vez más, una excitación casi sensual le recorrió el cuerpo. Lo había vuelto a hacer, y nadie tendría jamás una pista. Era tan fácil, y según el programa de quirófano y con un poco de suerte, la ampolla sería utilizada pronto, quizás incluso aquella mañana.
Por un breve instante, Trent pensó en sacar las otras dos ampollas buenas de la caja sólo para acelerar las cosas. Ahora que había colocado la ampolla, estaba impaciente por disfrutar del caos que causaría. Pero decidió que no sacaría las otras ampollas. En el pasado nunca se había arriesgado, y no era buen momento para empezar. ¿Y si alguien seguía la pista de cuántas ampollas de «Marcaina» había a mano?
Trent salió de Suministros Centrales y se encaminó de nuevo a su armario para guardar la ampolla que ahora llevaba en los calzoncillos. Después se tomaría una buena taza de café. Más tarde, aquel día, si no había ocurrido nada, volvería a Suministros Centrales para ver si habían cogido la ampolla adulterada. Si se utilizaba aquel mismo día, lo sabría pronto. La noticia de una grave complicación se difundía como la pólvora en la zona de quirófanos.
Mentalmente, Trent veía la ampolla descansando inocentemente en la caja. Era una especie de ruleta rusa. Sentía una excitación sensual. Se apresuró a entrar en el vestuario, tratando de contenerse. Si pudiera ser Doherty quien la cogiera, pensó Trent. Eso lo haría perfecto.
Trent apretó la mandíbula al pensar en el anestesista. El nombre de aquel individuo reavivó su ira por la humillación del día anterior. Al llegar a su armario, Trent le dio un resonante golpe con la mano abierta. Unas cuantas personas miraron en su dirección. Trent no les hizo caso. La ironía era que antes del episodio humillante, a Trent le gustaba Doherty. Incluso había sido amable. Airado, Trent hizo girar la cerradura de combinación y abrió su armario. Apretándose contra él, se sacó la ampolla de «Marcaina» de los calzoncillos y la metió en el bolsillo de la chaqueta blanca que colgaba dentro del armario. Quizá tendría que hacer algún preparativo especial para Doherty.
Exhalando un suspiro de alivio, Jeffrey cerró la puerta de su habitación en el «Essex Hotel». Eran poco más de las once de la mañana Había estado en movimiento desde las nueve y media, hora en que había salido del hotel para efectuar algunas compras. A cada momento le había aterrorizado ser descubierto por algún conocido, Devlin o la Policía. Había visto a varios oficiales de Policía, pero había evitado cualquier confrontación directa. Aun así, había sido una aventura que crispaba los nervios.
Jeffrey dejó sus paquetes y la cartera sobre la cama y abrió la bolsa más pequeña. Entre su contenido se encontraba un tinte para el pelo El color se llamaba Negro Medianoche. Jeffrey se quitó la ropa, fue directo al cuarto de baño y siguió las instrucciones de la caja. Cuando se puso el gel en el pelo y se lo peinó hacia atrás, ya parecía una persona diferente. Le pareció que tenía aspecto de vendedor de coches usados o de alguien salido de una película de los años treinta. Al comparar su imagen con la pequeña foto de la licencia, pensó que podía pasar por Frank Amendola si nadie miraba demasiado de cerca Y todavía no había terminado.
De nuevo en el dormitorio, Jeffrey abrió el paquete más grande y sacó un traje de poliéster azul oscuro que había comprado en «Filene s Basemnent» y alterado en «Pacifici» de Boston. Mike, el sastre jefe, había estado satisfecho de efectuar las alteraciones mientras Jeffrey esperaba. Jeffrey no había hecho gran cosa en el traje porque no quería que le quedara demasiado bien. De hecho, tuvo que resistirse a algunas sugerencias de Mike.
Jeffrey se acercó de nuevo a sus paquetes y sacó varias camisas blancas y un par de feas corbatas. Se puso una camisa y una corbata, y después el traje. Por fin, revolvió entre las bolsas hasta que encontró un par de gafas con montura negra. Después de ponérselas, volvió al espejo del cuarto de baño. Comparó otra vez su imagen con la foto de la licencia. A su pesar, tuvo que sonreír. Desde un punto de vista general, tenía un aspecto horrible. En términos de parecerse a Frank Amendola, estaba razonablemente bien. Le sorprendió lo poco que los rasgos faciales importaban para dar una impresión general.
Otro de los paquetes contenía una bolsa con correa para llevarla al hombro y media docena de compartimientos. Jeffrey puso en ellos los paquetes de dinero. Le había parecido que llamaba la atención al llevar consigo la cartera y tenía miedo de que pudiera ser una manera de que la Policía le reconociera. Incluso sospechaba que podía ser mencionada como parte de su descripción.
Volviendo a la cartera, Jeffrey sacó una jeringa y la ampolla de succinilcolina. Después de estar preocupado toda la mañana por si Devlin aparecía de repente como había hecho en el aeropuerto, a Jeffrey se le había ocurrido una idea. Introdujo con gran cuidado 40 mg de succinilcolina en la jeringa, y después la tapó. Se metió la jeringa en el bolsillo lateral de la chaqueta. No estaba seguro de cómo utilizaría la succinilcolina, pero sólo era por si acaso. Era más un apoyo sicológico que otra cosa.
Con las gafas puestas y la bolsa al hombro, Jeffrey echó una última mirada en torno a la habitación, preguntándose si olvidaba algo. Vacilaba en salir, porque sabía que en el momento en que saliera de la habitación, la ansiedad de ser reconocido volvería a él. Pero quería entrar en el «Boston Memorial Hospital», y la única manera de hacerlo era si iba allí y solicitaba un empleo en el servicio de limpieza.
Devlin salió rudamente del ascensor camino de la oficina de Michael Mosconi sin dar a los otros pasajeros tiempo de apartarse de su camino. Le producía un placer perverso provocar a la gente, en especial a los hombres con traje de ejecutivo, y casi esperaba que uno de ellos intentara actuar como un héroe galante.
Devlin se encontraba de un humor pésimo. Había estado despierto casi toda la noche, incómodamente recostado en el asiento delantero de su coche, vigilando la casa de los Rhodes. Esperaba que Jeffrey apareciera sigilosamente en su casa en mitad de la noche. O al menos, esperaba que Carol saliera de repente. Pero no había ocurrido nada hasta poco después de las ocho de la mañana, en que Carol había salido del garaje de su «Mazda RX7» dejando la marca de los neumáticos en medio de la calle.
Con grandes dificultades y no muchas esperanzas, Devlin había seguido a Carol a través del tráfico matinal. Ella conducía como un conductor de un «Indy 500», serpenteando rápidamente entre el tráfico.Le llevó hasta el centro de la ciudad, pero no había ido más que a su oficina del piso veintidós de uno de los edificios de oficinas más nuevos. Devlin decidió dejarla de momento. Necesitaba más información de Jeffrey para decidir qué hacer a continuación.
—¿Y bien? —preguntó Michael expectante cuando Devlin cruzó la puerta.
Devlin no respondió inmediatamente, lo que sabía que pondría furioso a Michael. Ese tipo siempre estaba tan nervioso. Devlin se dejó caer en el sofá que estaba frente al escritorio de Michael y puso sus botas de vaquero sobre la pequeña mesita auxiliar.
—¿Y bien, qué? —dijo irritado—. ¿Dónde está el médico?
Creía que Devlin estaba a punto de decirle que ya había dejado a Rhodes en la cárcel.
—Me ha ganado —dijo Devlin.
—¿Qué significa eso?
Todavía existía una posibilidad de que Devlin se estuviera burlando de él.
—Me parece que está bastante claro —dijo Devlin.
—Puede que esté claro para ti, pero no para mí —dijo Michael.
—No sé dónde está ese pequeño hijo de puta —admitió finalmente Devlin.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Michael, alzando las manos en gesto de disgusto—. Me dijiste que lo atraparías, que no sería ningún problema. ¡Tienes que encontrarle! No se trata de ninguna broma.
—No fue a su casa —dijo Devlin.
—¡Maldita sea, maldita sea, maldita sea! —exclamó Michael con pánico creciente. Su silla giratoria chirrió cuando él se inclinó hacia delante y se levantó—. Me quedaré sin trabajo.
Devlin frunció el ceño. Michael estaba más nervioso que de costumbre. Este médico desaparecido realmente le preocupaba.
—No te preocupes —dijo a Michael—. Le encontraré. ¿Qué más sabes de él?
—¡Nada! —aulló Michael—. Te dije todo lo que sé.
—No me dijiste nada —dijo Devlin—. ¿Tiene más familia, cosas así? ¿Y los amigos?
—Te lo digo, no sé nada de ese tipo —admitió Michael—. Lo único que hice fue extender un cheque de propiedad y carga contra su casa. ¿Y sabes algo más? Ese hijo de puta también me engañó ahí. Esta mañana he recibido una llamada de Owen Shatterly, del Banco, diciéndome que acababa de enterarse de que Jeffrey Rhodes había aumentado su hipoteca antes de que mi derecho de retención quedara registrado. Ahora, ni siquiera la garantía subsidiaria cubre la fianza.
Devlin se echó a reír.
—¿Qué demonios encuentras tan gracioso? —preguntó Michael.
Devlin meneó la cabeza.
—Me divierte que ese pequeño medicucho te cause tantos problemas.
—No le veo la gracia —dijo Michael—. Owen también me dijo que el médico se llevó en efectivo los cuarenta y cinco mil dólares con que había aumentado su hipoteca.
—No es de extrañar que la cartera de ese tipo me hiciera tanto daño —dijo Devlin con una sonrisa—. Nunca me habían golpeado con esa clase de pasta.
—Muy gracioso —replicó Michael—. El problema es que la situación va de mal en peor. Gracias a Dios que mi amigo Albert Norstadt está en la oficina central de la Policía. La Policía no iba a hacer nada hasta que se viera involucrada.
—¿Creen que Rhodes todavía está en la ciudad? —preguntó Devlin.
—Que yo sepa —dijo Michael—. No han hecho gran cosa, pero al menos han cubierto el aeropuerto, las estaciones de autobuses y ferrocarriles, las agencias de alquiler de coches e incluso las compañías de taxis.
—Eso es mucho —dijo Devlin. Sin duda no quería que la Policía atrapara a Jeffrey—. Si está en la ciudad, le encontraré mañana o pasado. Si se ha ido, tardaré un poco más, pero le cogeré. Relájate.
—¡Quiero que le encuentres hoy! —dijo Michael levantándose con renovado frenesí. Se puso a pasear detrás de su escritorio—. Si no puedes encontrar a ese hijo de puta, haré que lo encuentre otro.
—Cálmate —dijo Devlin, retirando las piernas de la mesita auxiliar y sentándose bien. No quería que nadie más se mezclara en aquel trabajo—. Lo estoy haciendo mejor de lo que nadie puede hacerlo. Encontraré a ese tipo, no sufras.
—Le quiero ahora, no el año que viene —dijo Michael.
—Tranquilízate. Sólo hace doce horas —dijo Devlin.
—¿Por qué demonios estás aquí sentado? —preguntó Michael con aspereza—. Con cuarenta y cinco de los grandes en el bolsillo, no estará siempre dando vueltas. Quiero que vuelvas al aeropuerto y mires si puedes seguirle la pista desde allí. Tuvo que ir a la ciudad de alguna manera. Seguro que no fue andando. Levanta el culo y habla con los de la MBTA. Quizás alguien recordará a un tipo delgado con bigote y una cartera en la mano.
—Creo que es mejor vigilar a la esposa —dijo Devlin.
—No me pareció que estuvieran muy tiernos —dijo Michael—. Quiero que vayas al aeropuerto. Si no lo haces, enviaré a otro.
—¡Está bien, está bien! —dijo Devlin, poniéndose de pie—. Si quieres que pruebe en el aeropuerto, probaré en el aeropuerto.
—Bien —dijo Michael—. Y manténme informado.
Devlin salió de la oficina de Michael. Su humor no había mejorado. Normalmente, nunca permitía que nadie como Michael le dijera cómo hacer su trabajo, pero en este caso, creyó que sería mejor condescender. Lo último que quería era tener competencia. Especialmente en este trabajo. El único problema era que ahora tenía que ir al aeropuerto, tendría que contratar a alguien para que siguiera a la esposa y vigilara la casa. Mientras Devlin esperaba el ascensor, pensó a quién podría llamar.
Jeffrey se detuvo en la ancha escalinata de la entrada del «Boston Memorial» para armarse de valor. A pesar de sus esfuerzos para disfrazarse, ahora que había llegado al umbral del hospital tenía miedo. Le preocupaba que le reconociera la primera persona a la que conociera.
Incluso podía imaginar lo que diría; «Jeffrey Rhodes, ¿eres tú? ¿Qué haces, vas a un baile de disfraces? Nos hemos enterado que la Policía te busca, ¿es cierto? Lamento que te condenaran por asesinato en segundo grado. Eso demuestra que cada día es más difícil ejercer la Medicina en Massachusetts».
Jeffrey retrocedió un paso y se colgó la bolsa del otro hombro; inclinó la cabeza hacia atrás y miró los detalles góticos que había sobre el dintel de la entrada principal. Había una placa que decía:
BOSTON MEMORIAL HOSPITAL, ERIGIDO COMO REFUGIO PARA ENFERMOS, DÉBILES Y TRASTORNADOS.
Él no estaba enfermo ni se sentía débil, pero sin duda sí trastornado. Cuanto más vacilaba, más difícil se le hacía entrar. Estaba hecho un mar de dudas cuando localizó a Mark Wilson.
Mark era otro anestesista a quien Jeffrey conocía bien. Habían estudiado juntos en el «Memorial». Jeffrey iba un año más adelantado. Mark era un negro corpulento cuyo bigote siempre había hecho parecer escaso el de Jeffrey; siempre había sido motivo de broma entre ambos. Mark parecía disfrutar de aquel fresco día de primavera. Venía de Beacon Street, y se aproximaba a la entrada principal y directo hacia Jeffrey.
Era el empujón que Jeffrey necesitaba. Presa del pánico, cruzó la puerta giratoria y entró en el vestíbulo principal. Inmediatamente fue engullido por una multitud de gente. El vestíbulo servía no sólo como entrada sino que era la confluencia de tres corredores principales que conducían a las tres torres del hospital.
Temiendo que Mark le pisara los talones, Jeffrey se apresuró a dar la vuelta a la cabina circular de información del centro del vestíbulo abovedado y enfiló el corredor central. Se imaginó que Mark se encaminaría a la izquierda, hacia los ascensores que conducían al complejo de quirófanos.
Tenso por el temor a ser descubierto, Jeffrey cruzó el pasillo procurando parecer indiferente. Cuando por fin se volvió para mirar detrás de él, Mark no estaba a la vista.
Aunque hacía casi veinte años que estaba en el hospital, Jeffrey no conocía a nadie del departamento de personal. Aun así, fue cauteloso cuando entró en la oficina de empleo y cogió la solicitud que un amable auxiliar le entregó. El hecho de que él no conociera a los de personal no significaba que ellos no le conocieran a él.
Llenó la solicitud, utilizando el nombre de Frank Amendola, su número de la seguridad social y su dirección de Framingham. En el apartado que preguntaba preferencias de trabajo, Jeffrey indicó limpieza. En el apartado que preguntaba preferencia de turno, escribió «noche». Para referencias, Jeffrey reseñó varios hospitales que había visitado para asistir a reuniones de anestesistas. Esperaba que el departamento de personal tardaría tiempo en comprobar todas las referencias, si es que se comprobaban. Entre la gran demanda de trabajadores del hospital y los pocos salarios ofrecidos, Jeffrey imaginó que sería fácil que le contrataran. No creía que su empleo en un puesto de limpieza dependiera de la comprobación de las referencias.
Después de entregar su solicitud llena, le ofrecieron elegir entre ser entrevistado inmediatamente o que le citaran para una fecha futura. Dijo que le gustaría ser entrevistado lo antes que al departamento de Personal le conviniera.
Tras una breve espera, fue acompañado al despacho sin ventanas de Cari Bodanski. Bodanski era uno de los jefes de personal del «Memorial». Una pared de su pequeña habitación estaba dominada por un enorme tablero con cientos de chapas con nombres colgadas de pequeños ganchos. En la otra pared había un calendario. Unas puertas dobles llenaban la tercera. Todo estaba muy pulcro y era utilitario.
Cari Bodanski era un hombre de casi cuarenta años. Tenía el pelo oscuro, un rostro agraciado e iba vestido, pulcro aunque no demasiado elegante, con un feo traje clásico. Jeffrey se dio cuenta de que le había visto muchas veces en la cafetería del hospital, pero nunca se habían dirigido la palabra. Cuando Jeffrey entró, Bodanski estaba encorvado sobre su escritorio.
—Siéntese, por favor —dijo amablemente Bodanski sin mirarle.
Jeffrey vio que estaba revisando su solicitud. Cuando Bodanski por fin volvió su atención a Jeffrey, este contuvo el aliento. Tenía miedo de ver de pronto alguna muestra de reconocimiento. Pero no fue así. Bodanski preguntó a Jeffrey si quería tomar algo, café o quizás una «Coca-Cola».
Jeffrey rehusó, nervioso. Examinó el rostro de Bodanski. Este a su vez le sonrió.
—Así que ha trabajado en hospitales, ¿eh?
—Sí —respondió Jeffrey—. Bastante.
Jeffrey sonrió débilmente. Empezaba a tranquilizarse.
—¿Y quiere hacer el turno de noche de limpieza?
Bodanski quería asegurarse de que no se trataba de un error. En lo que a él se refería, era demasiado bueno para ser verdad; un solicitante del turno de noche de la limpieza que no parecía criminal o un extranjero ilegal, y que hablaba inglés.
—Es lo que preferiría —dijo Jeffrey. Se dio cuenta de que era un poco inesperado. Al instante ofreció una explicación—: Tengo intención de hacer unos cursos en la Universidad de Suffolk durante el día, o quizá por la tarde. Tengo que ganarme la vida.
—¿Qué clase de cursos? —preguntó Bodanski.
—Derecho —respondió Jeffrey. Fue el primer tema que acudió a su mente.
—Muy ambicioso. Así que irá a la Facultad de Derecho varios años, ¿no?
—Eso espero —dijo Jeffrey con entusiasmo.
Vio que los ojos de Bodanski se habían iluminado. Además del reclutamiento, la limpieza tenía el problema de un gran movimiento de empleados, especialmente en el turno de noche. Si Bodanski creía que Jeffrey se quedaría varios años por la noche, pensaría que era su día de suerte.
—¿Cuándo le interesaría empezar? —preguntó Bodanski.—Lo antes posible —dijo Jeffrey—. Esta noche mismo.
—¿Esta noche? —repitió Bodanski, incrédulo. Realmente era demasiado bueno para ser verdad.
Jeffrey se encogió de hombros.
—Acabo de llegar a la ciudad y necesito dinero. Tengo que comer.
—¿De Framingham? —preguntó Bodanski, mirando la solicitud.
—Eso es —dijo Jeffrey. No quería entrar en discusión acerca de un lugar en el que nunca había estado, así que dijo—: Si el «Boston Memorial» no puede emplearme, puedo ir al «St. Joseph» o al «Boston City».
—Oh, no. No es necesario —dijo Bodanski enseguida—. Sólo es que las cosas requieren su tiempo. Estoy seguro de que lo entiende. Tendremos que darle un uniforme y una tarjeta de identificación. También hay que hacer algún papeleo antes de que pueda empezar.
—Bueno, estoy aquí —dijo Jeffrey—. ¿Por qué no podemos solucionarlo todo ahora?
Bodanski hizo una pausa de un segundo y dijo:
—Un momento.
Se levantó y salió del despacho.
Jeffrey permaneció en su asiento. Esperaba no haber demostrado demasiadas ganas de empezar tan pronto. Recorrió con la mirada el despacho de Bodanski para pasar el rato. Había una fotografía en un marco de plata sobre el escritorio: una mujer de pie detrás de dos niños de mejillas sonrosadas. Era el único toque personal de toda la habitación, pero bonito, pensó Jeffrey.
Bodanski volvió con un hombre bajo que tenía el cabello negro reluciente y sonreía amistosamente. Llevaba un uniforme de limpieza verde oscuro. Bodanski le presentó como José Martínez. Jeffrey se levantó y estrechó la mano del hombre. Había visto a Martínez muchas veces. Examinó el rostro del hombre como había hecho con Bodanski, pero no pudo descubrir ninguna señal de que le reconociera.
—José es nuestro jefe de limpieza —dijo Bodanski, con una mano en el hombro de Martínez—. Le he explicado a José su deseo de empezar a trabajar enseguida. José está dispuesto a acelerar el proceso, así que le dejo en sus manos.
—¿Significa esto que estoy contratado? —preguntó Jeffrey.
—Absolutamente —dijo Bodanski—. Me alegro de tenerle en el equipo del «Memorial». Cuando José haya terminado con usted, vuelva aquí. Necesitaré una fotografía para la tarjeta de identificación. También tenemos que hacerle firmar para la Cruz Azul/Protección Azul, o una de las HMO. ¿Alguna preferencia?
—No me importa —dijo Jeffrey.
Martínez llevó a Jeffrey al cuartel general de limpieza, en el primer sótano Tenía un agradable acento español y un contagioso sentido del humor. De hecho, lo encontraba casi todo tan divertido como para reírse, especialmente el primer par de pantalones que ofreció a Jeffrey Las piernas sólo le llegaban a las rodillas.
—Creo que tendremos que amputar —dijo con una carcajada.
Después de varias pruebas, encontraron un uniforme a la medida Luego, asignó un armario a Jeffrey. Por el momento, Martínez le dijo que se cambiara sólo la camisa.
—Puedes dejarte los pantalones puestos —añadió.
Martínez explicó que recorrería el hospital con Jeffrey. La camisa de limpieza serviría de momento en lugar de la tarjeta de identificación.
—No quiero hacerle perder más tiempo —dijo rápidamente Jeffrey Lo último que quería hacer era recorrer el hospital de día, cuando era muy probable que lo reconocieran.
—Tengo tiempo —dijo Martínez—. No es ningún problema. Además, forma parte de la orientación que solemos dar.
Temeroso de insistir demasiado, Jeffrey se puso la camisa verde oscuro de limpieza y dejó su ropa de calle en el armario. Echándose la bolsa al hombro, se preparó para seguir a Martínez a donde le condujera. Lo que deseaba poder hacer era colocarse una bolsa sobre la cabeza.
Martínez no dejó de hablar mientras mostraba el hospital a Jeffrey. Primero le presentó al personal de limpieza presente. Después fueron a la lavandería, donde todo el mundo estaba demasiado ocupado para prestar mucha atención. Después, la cafetería, donde todos se mostraron decididamente poco amistosos. Por suerte, en la cafetería no había nadie a quien Jeffrey conociera bien.
Subieron al primer piso, y Martínez llevó a Jeffrey a través de la clínica de pacientes externos y la sala de urgencias. En esta, Jeffrey quiso dar la vuelta para irse por el pasillo al ver a varios residentes de cirugía a los que había llegado a conocer bastante bien después de su paso por anestesia. Afortunadamente para él, no miraron en su dirección Estaban ocupados con casos de traumatología causados por un accidente de coche.
—Ahora quiero mostrarle los laboratorios —dijo Martínez—. Y la zona de quirófanos.
—¿No deberíamos volver con el señor Bodanski? —preguntó.
—Podemos tomarnos todo el tiempo que necesitemos —respondió Martínez. Hizo una seña a Jeffrey para que subiera al ascensor cuyas puertas acababan de abrirse—. Además, es importante que vea patología, química y las salas de operaciones. Hoy estará allí. Siempre los limpia el turno de noche. Es la única hora en que podemos entrar.
Jeffrey se puso en la parte posterior del ascensor. Martínez se colocó a su lado.
—Trabajará con otras cuatro personas —explicó Martínez—. El nombre del supervisor del turno es David Arnold. Es un buen hombre.
Jeffrey asintió. Cuando se acercaba a la zona de los laboratorios y salas de operaciones, Jeffrey empezó a sentir ardor de estómago. Dio un respingo cuando Martínez le agarró el brazo y le instó a salir diciendo:
—Esta es nuestra planta.
Jeffrey respiró hondo preparándose para bajar del ascensor en la parte del hospital donde prácticamente había vivido durante casi dos décadas.
De pronto Jeffrey se quedó inmóvil. Por un instante no pudo moverse. Directamente frente a él se encontraba Mark Wilson, que esperaba para subir al ascensor. Sus ojos oscuros miraron fijamente a Jeffrey. Frunció el ceño, y habló. Jeffrey esperaba oír. «Jeffrey, ¿eres tú?».
—¿Bajan, o qué? —preguntó Mark a Jeffrey.
—Bajamos —dijo Martínez, dando a Jeffrey un pequeño empujón.
Jeffrey tardó unos segundos en comprender que Mark no le había reconocido. Se volvió justo cuando las puertas del ascensor se cerraban, y miró los ojos de Mark por segunda vez. No había en ellos el más mínimo indicio de que le hubiera reconocido.
Jeffrey se subió las gafas. Se le habían resbalado al bajar del ascensor.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Martínez.
—Sí, estoy bien —dijo Jeffrey.
En realidad, estaba mucho mejor. El hecho de que Mark no le hubiera reconocido era una señal alentadora.
El recorrido por los laboratorios de química y patología fue menos satisfactorio que el viaje en ascensor. Jeffrey vio a mucha gente a la que conocía, pero nadie le reconoció más de lo que le había reconocido Mark.
Volvió a sentir auténtica tensión cuando Martínez llevó a Jeffrey a la sala de cirugía. A aquella hora de la tarde, había al menos veinte Personas a las que Jeffrey conocía bien, sentadas en la sala tomando café, conversando o leyendo el periódico. Lo único que necesitaba era que uno de ellos se diera cuenta de quién era, y todo habría terminado. Mientras Martínez repasaba los trámites del turno de noche, Jeffrey se examinaba los zapatos. Mantuvo al mínimo el contacto de sus ojos con los demás, pero después de casi quince minutos de tensa expectación, Jeffrey se dio cuenta de que nadie les hacía caso. Él y Martínez llamaban tanto la atención como si fueran invisibles.
En el vestuario de caballeros, Jeffrey pasó otra prueba tan rigurosa como la de cruzarse con Mark Wilson. Quedó cara a cara con otro anestesista a quien conocía extremadamente bien. Efectuaron una especie de danza al intentar pasarse junto a los lavabos. Cuando vio que este médico no le reconocía ni después de un examen tan de cerca, Jeffrey quedó asombrado y complacido. Su disfraz estaba mejor de lo que esperaba.
—¿Tiene experiencia con la ropa del quirófano? —preguntó Martínez cuando se detuvieron frente a los armarios que contenían los uniformes y batas.
—Sí —respondió Jeffrey.
—Bien —dijo Martínez—, no creo que debamos entrar ahí ahora. David Arnold tendrá que enseñarle la zona de quirófanos esta noche. A esta hora está demasiado ocupada.
—Lo comprendo —dijo Jeffrey.
Jeffrey, aliviado de que finalizara el recorrido, se puso su ropa de calle. Después, Martínez le llevó de nuevo al despacho de Carl Bodanski. Tras estrecharle la mano, Martínez deseó buena suerte a Jeffrey antes de regresar a sus obligaciones. Bodanski tenía unos papeles que Jeffrey debía firmar. Nervioso como aún estaba, Jeffrey iba a firmar con su nombre auténtico antes de darse cuenta, y garabateó el nombre de Frank Amendola en los espacios en blanco pertinentes.
Hasta que hubo cruzado las puertas giratorias de la entrada principal del hospital y llegó a la calle no se sintió Jeffrey libre de su ansiedad. Incluso se sentía animado. Hasta entonces, todo iba según su plan.
Devlin bajó la escalera de la sede de la MBTA en el aeropuerto. Las piezas metálicas de los tacones de sus botas de vaquero resonaban fuerte al pisar el sucio pavimento. Tenía ganas de estrangular a alguien, y le daba igual a quién. Cualquiera le iría bien.
Su humor se había deteriorado más después de dejar el despacho de Michael Mosconi. Como esperaba, ir al aeropuerto había sido una pérdida de tiempo total. Había hablado con los guardias del aparcamiento para ver si alguno de ellos se había fijado en el tipo que había llegado hacia las 9.00 de la noche en un «Mercedes 240D» de color crema. Por supuesto, ninguno le había visto.
A continuación, Devlin había ido a la parada de MBTA y conseguido el nombre y el número de teléfono del tipo que la noche anterior se había encargado de la venta de billetes. Cuando por fin pudo llegar hasta el hombre, demostró ser tan inútil como él había sospechado que sería. Aquel tipo no habría recordado ni si su madre había ido a comprar un billete.
Devlin fue al andén de autobuses y esperó que llegara el autobús intraterminal. Cuando por fin llegó uno, subió por la puerta delantera. Al principio trató de mostrarse amable.
—Disculpe —dijo. El conductor era un negro delgado con unas gafas redondas de montura metálica—. Tal vez pueda darme cierta información —dijo Devlin.
El conductor parpadeó, después miró el brazo tatuado de Devlin antes de volver a mirarle a la cara.
—No puedo cerrar la puerta hasta que se siente —dijo—. Y no puedo conducir el autobús hasta que la puerta esté cerrada.
Devlin puso los ojos en blanco. Miró el interior del autobús. Algunos pasajeros habían subido por la puerta trasera y estaban ocupados colocando sus equipajes en el portaequipajes.
—Sólo será un segundo —dijo Devlin, controlándose—. Estoy buscando a un hombre que pudo haber subido a uno de estos autobuses anoche, hacia las nueve y media. Es un tipo delgado, blanco, con bigote y una cartera en la mano. Ningún otro equipaje. Lo que me preguntaba es…
—Le agradecería que se sentara —le interrumpió el conductor.
—Oiga, amigo —dijo Devlin, bajando la voz una octava—. Estoy tratando de ser amable.
—Pierde el tiempo —dijo el conductor—. Salgo a las tres y media.
—Comprendo —dijo Devlin, haciendo todo lo posible por mantener la compostura—. Pero ¿podría decirme los nombres de los conductores que anoche estaban de servicio?
—¿Por qué no va a la oficina de transporte? —dijo el conductor—. Ahora, si quiere siéntese.
Devlin cerró los ojos. Ese mequetrefe estaba tentando su suerte.
—Siéntese o baje del autobús —dijo el conductor.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Devlin se movió rápido; agarró al conductor por la pechera de la camisa y le levantó del asiento. Puso la cara del hombre a pocos centímetros de la suya.—¿Sabes algo, amigo? —preguntó Devlin—. No me gusta tu actitud. Sólo quiero una respuesta simple a una pregunta simple.
Sin soltar al aterrorizado conductor, Devlin se volvió hacia la parte trasera del autobús. Un hombre con traje de ejecutivo se acercó a él. Tenía el rostro sonrojado de indignación.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó.
Devlin alargó la mano derecha y agarró la cabeza del pasajero como si fuera una pelota de baloncesto. Primero empujó al hombre un paso hacia delante, y después le dio un fuerte empujón hacia atrás. El hombre se tambaleó y cayó de espaldas en el pasillo. Los demás pasajeros se quedaron boquiabiertos. Nadie más intentó acudir en ayuda del conductor.
Entretanto, el conductor estaba intentando hablar. Devlin le dejó caer en el asiento. El hombre tosió. Después, con voz ronca, dio dos nombres a Devlin.
—No sé sus números, pero los dos viven en Chelsea.
Devlin anotó los nombres en un pequeño bloc de notas que llevaba en el bolsillo delantero izquierdo de la camisa de dril. Entonces el localizador empezó a sonar. Se lo sacó del cinturón, apretó un botón y miró la pantalla LED. Apareció el número de Mosconi.
—Gracias, amigo —dijo Devlin al conductor.
Dio media vuelta y bajó del autobús. Este arrancó en una nube de humo de diesel, la puerta aún abierta.
Devlin lo observó alejarse, preguntándose si en los próximos minutos algún coche de la Policía caería sobre él. Si era así, lo más probable era que conociera a los agentes. Hacía más de cinco años que estaba fuera de la Policía, pero conservaba muchos amigos. Excepto a los novatos, conocía a casi todo el mundo.
Devlin volvió al interior de la estación y utilizó un teléfono público para llamar a Michael. Se preguntó si Michael quería comprobar si había ido al aeropuerto.
—Tengo buenas noticias, amigo —dijo Michael cuando se puso al teléfono—. Ni siquiera debería decírtelo. Te facilita demasiado el trabajo. Sé dónde se esconde Jeffrey Rhodes.
—¿Dónde? —preguntó Devlin.
—No tan de prisa —dijo Michael—. Si te lo digo y vas allí y le coges, eso no valdrá cuarenta de los grandes. Puedo llamar a otro. ¿Me comprendes?
—¿Cómo has obtenido esa información? —preguntó Devlin.
—De Norstadt, de la oficina central de la Policía —dijo Michael triunfante—. Mientras cubrían las compañías de taxis, uno de los taxistas se presentó para decir que había cogido a un tipo que coincidía con la descripción de Rhodes. El conductor dijo que ese Rhodes había actuado de un modo extraño. Al principio ni siquiera tenía un destino. Le dijo que condujera sin ir a ningún sitio en particular.
—¿Cómo es que la Policía no le ha cogido? —preguntó Devlin.
—Lo harán. A su tiempo —dijo Michael—. Pero ahora están un poco preocupados. Un grupo de rock viene a la ciudad. Además, no consideran que Rhodes sea una amenaza para nadie.
—¿Y cuál es el trato?
—Diez de los grandes —dijo Michael—. Lo tomas o lo dejas.
Devlin sólo tuvo que pensárselo un momento.
—Lo tomo —dijo.
—El «Essex Hotel» —dijo Michael—. Y, Dev… trátale mal. Ese tipo me ha exasperado.
—Será un placer —dijo Devlin, sintiéndolo. No sólo Jeffrey le había golpeado con su cartera, sino que ahora había logrado que Devlin perdiera treinta mil dólares. Pero quizá no.
De nuevo en el andén de autobuses, Devlin consiguió detener un taxi. Hizo que el taxista le llevara hasta su coche, que estaba en el aparcamiento central, por cinco dólares.
Cuando Devlin salió del aeropuerto, su actitud había mejorado considerablemente. Era una vergüenza perder treinta de los grandes, si eso era lo que al final sucedía, pero diez de los grandes tampoco era para despreciarlos. Además, podía divertirse un poco con Jeffrey. Y ahora que sabía dónde se encontraba, la tarea era fácil. Pan comido.
Devlin condujo directamente hasta el «Essex Hotel». Aparcó junto a una boca de incendios al otro lado de la calle. Conocía el «Essex». Cuando formaba parte de la fuerza policial, había participado en un par de redadas por drogas en ese hotel.
Devlin subió la escalera exterior. Antes de abrir la puerta, metió la mano debajo del brazo izquierdo y desabrochó la correa que sujetaba el percutor de la pistola calibre 38. Aunque estaba seguro de que Jeffrey no estaría armado, nunca se era demasiado precavido. El médico ya le había sorprendido en otra ocasión. Pero eso no volvería a suceder.
Un rápido vistazo al interior indicó a Devlin que el «Essex» no había cambiado nada desde su última visita. Incluso recordaba el olor. Era el mismo olor rancio de siempre, como si cultivaran setas en el sótano. Devlin se acercó al mostrador. Cuando el recepcionista se levantó de delante del televisor, Devlin también le recordó. Los de la Policía se referían a él como Baba, porque el labio inferior le colgaba como a un bulldog.
—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó el recepcionista, mirando a Devlin con evidente disgusto.
Permaneció a unos pasos del mostrador, como si tuviera miedo de que Devlin se arrojara sobre él.
—Busco a uno de sus huéspedes —dijo Devlin—. Se llama Jeffrey Rhodes, pero puede que se haya inscrito con otro nombre.
—No damos información sobre nuestros huéspedes —dijo el recepcionista, remilgado.
Devlin se inclinó amenazadoramente hacia el hombre. Hizo una pausa lo bastante larga para que este se sintiera incómodo.
—Así que no das información sobre tus huéspedes, ¿eh? —repitió, cabeceando como si comprendiera.
—Eso es —dijo el recepcionista, inseguro.
—¿Qué demonios piensas que es esto, el «Ritz-Carlton»? —preguntó sarcástico Devlin—. Lo que suele haber aquí es un puñado de maricones, prostitutas y drogadictos.
El recepcionista dio un paso atrás, mirando a Devlin con alarma.
Con la velocidad del rayo, Devlin dio un golpe sobre el mostrador con la mano abierta, produciendo un ruido ensordecedor. El hombre dio un respingo. Estaba visiblemente asustado.
—Todo el mundo me lo pone difícil, hoy —rugió Devlin. Luego bajó la voz—. Sólo hago una simple pregunta.
—No tenemos inscrito a ningún Jeffrey Rhodes —balbuceó el recepcionista.
Devlin asintió.
—No me sorprende —dijo—. Pero deja que le describa. Es más o menos alto como tú, de unos cuarenta años, con bigote, más bien delgado, cabello castaño. Apuesto. Y llevaba una cartera.
—Podría ser Richard Bard —dijo el recepcionista amablemente.
—¿Y cuándo se inscribió el señor Bard en este establecimiento palaciego? —preguntó Devlin.
—Anoche, hacia las diez —dijo el hombre. Esperando aplacar la cólera de Devlin, el recepcionista abrió el libro de registro y señaló un nombre con mano temblorosa—. Mire, aquí es donde firmó.
—¿El señor Bard está aquí ahora? —preguntó Devlin.
El recepcionista hizo una seña negativa con la cabeza.
—Se ha ido hacia mediodía —dijo—. Pero tenía un aspecto muy diferente. Tenía el pelo negro y se había afeitado el bigote.—Muy bien —dijo Devlin—. Creo que eso encaja. ¿En qué habitación está el señor Bard?
En la 5F.
—Supongo que no sería pedir demasiado que me acompañaras, ¿verdad?
El recepcionista meneó la cabeza. Cerró con llave el cajón del dinero, cogió una llave de repuesto y salió de detrás del mostrador. Devlin le siguió hasta la escalera. Señaló el ascensor.
—Las cosas avanzan despacio por aquí. Cuando estuve aquí hace cinco años, en una redada, ese ascensor tenía el mismo letrero colgado.
—¿Es usted policía? —preguntó el recepcionista.
—Algo así —dijo Devlin.
Subieron la escalera en silencio. Cuando llegaron al quinto piso, Devlin creyó que el recepcionista iba a sufrir un ataque cardíaco. Respiraba pesadamente y transpiraba en abundancia. Devlin dejó que recuperara el aliento antes de enfilar el pasillo hasta la 5F.
Sólo para estar seguro, Devlin llamó a la puerta. Como no hubo respuesta, se hizo a un lado y dejó que el recepcionista abriera. Devlin efectuó un registro rápido. La habitación estaba vacía.
—Creo que esperaré aquí al señor Bard —dijo Devlin mientras se acercaba a la ventana y miraba por ella. Volvió junto al recepcionista—. Pero no quiero que le diga nada a él cuando llegue. Dejemos que sea una pequeña sorpresa. ¿Comprendido?
El recepcionista asintió con energía.
—El señor Rhodes, alias señor Bard, es un fugitivo de la justicia —dijo Devlin—. Hay una orden de arresto contra él. Es un hombre peligroso, condenado por asesinato. Si dice usted algo que levante sus sospechas, no se sabe cómo puede reaccionar. ¿Sabe lo que le digo?
—Seguro —dijo el recepcionista—. El señor Bard se comportó de un modo extraño cuando llegó. Pensé en llamar a la Policía.
—Seguro —dijo Devlin con sarcasmo.
—No diré una palabra a nadie —dijo el recepcionista dirigiéndose hacia la puerta.
—Cuento con usted —dijo Devlin. Cerró la puerta con llave detrás del recepcionista.
En cuanto estuvo solo, Devlin se abalanzó sobre la cartera y la arrojó a la cama. Con manos temblorosas abrió la tapa. Revolvió entre los papeles pero no encontró nada. Después, abrió la parte de acordeón y rebuscó en el compartimiento rápidamente.
—Maldita sea —exclamó. Esperaba que Jeffrey habría sido tan tonto como para dejar el dinero en la cartera. Pero todo lo que esta contenía era un montón de papeles y ropa interior. Devlin cogió una de las hojas que decía «Del despacho de Christopher Everson» impreso en la parte superior Estaba llena de jerga científica. Devlin se preguntó quién era Christopher Everson.
Devlin dejó el papel y efectuó un completo registro de la habitación por si Jeffrey había escondido el dinero. Pero no se encontraba allí Devlin adivinó que Jeffrey llevaría el dinero encima. Era la principal razón por la que había aceptado tan de prisa el trato de Michael. Devlin planeaba embolsarse los cuarenta y cinco de los grandes que se suponía que Jeffrey tenía, además de los diez que Michael le daría.
Se tumbó en la cama y sacó la pistola de la funda. Ese buen doctor era una fuente constante de sorpresas. Devlin decidió que sería mejor estar preparado para cualquier cosa.
Jeffrey se sentía, mucho más cómodo con su disfraz y su nueva identidad después de que su visita al «Boston Memorial» hubiera ido tan bien. Si la gente a la que conocía bien no le reconocía, no tenía nada que temer en público, al menos en lo que se refería a que se revelara su identidad. Animado por esta nueva confianza, Jeffrey cogió un taxi y se encaminó al «St. Joseph’s Hospital».
El «St. Joseph’s Hospital» era considerablemente más antiguo que el «Memorial». Se trataba de una estructura de ladrillo de principios de siglo que había sido restaurada varias veces. Situado en una arboleda contigua el «Arnold Arboretum» de Jamaica Plain, sus terrenos y ubicación eran considerablemente más atractivos que los del «Memorial».
El «St. Joseph’s» originalmente había sido construido como hospital católico de caridad, pero con los años se había transformado en un concurrido hospital de la comunidad Como el «St. Joseph’s» se hallaba en los suburbios de Boston, le faltaba la sensación urbana de un hospital del interior de la ciudad que soportaba el peso de los problemas sociales del país.
Jeffrey se detuvo y preguntó por la unidad de cuidados intensivos a una mujer voluntaria de cabello blanco que se ocupaba de la información del hospital Con una sonrisa, la anciana le envió al segundo piso.
Jeffrey encontró sin problemas la unidad de cuidados intensivos y entró. Como anestesista, Jeffrey se sentía a sus anchas en la unidad aparentemente caótica y de alta tecnología. Todas las camas estaban ocupadas. Las máquinas emitían pitidos y siseos. Grupos de botellas de suero intravenoso colgaban de sus soportes como fruta de cristal. Por todas partes había tubos y cables.
En medio de todo este barullo se encontraban las enfermeras. Como de costumbre, estaban tan ocupadas con sus responsabilidades que ni siquiera se percataron de la presencia de Jeffrey.
Jeffrey localizó a Kelly junto al mostrador de las enfermeras. Acababa de ponerse al teléfono cuando Jeffrey se acercó al mostrador. Sus ojos se encontraron brevemente y Kelly indicó a Jeffrey que esperara un momento Él vio que anotaba unos valores de laboratorio.
Una vez Kelly hubo colgado, llamó a una de las otras enfermeras y le dio a gritos los resultados. Al otro lado de la habitación, la enfermera le indico con un gesto que había comprendido y ajustó la cantidad de suero intravenoso.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó Kelly una vez dirigió su atención a Jeffrey.
Vestía una blusa blanca y pantalones blancos. Llevaba el cabello recogido atrás en una cola.
—Ya lo has hecho —dijo Jeffrey con una sonrisa.
—¿Cómo dice? —preguntó Kelly, claramente perpleja.
Jeffrey se rio.
—¡Soy yo! ¡Jeffrey!
—¿Jeffrey? —Kelly entrecerró los ojos.
—Jeffrey Rhodes —dijo él—. ¡No puedo creer que nadie me reconozca! No me he hecho la cirugía estética.
Kelly se llevó una mano a la boca para esconder una sonrisa.
—¿Qué haces aquí? ¿Qué le ha ocurrido a tu bigote? ¿Y tu pelo?
—Es una larga historia. ¿Tienes un minuto?
—Claro. —Kelly dijo a otra enfermera que se tomaba un descanso—. Vamos —dijo a Jeffrey, señalando una puerta detrás del mostrador de enfermeras Le llevó a una habitación trasera que las enfermeras utilizaban como almacén y también como sala de estar.
—¿Quieres café? —preguntó Kelly. Jeffrey dijo que sí. Kelly le sirvió una taza y se sirvió otra para ella.— ¿Y qué es este disfraz?
Jeffrey dejó la bolsa en el suelo y se quitó las gafas. Habían empezado a irritarle el puente de la nariz. Cogió el café y se sentó. Kelly se apoyó en el mostrador, sujetando la taza de café con ambas manos.
Empezando por el momento en que salió de casa de ella la noche anterior, Jeffrey le contó a Kelly todo lo que había sucedido: el fracaso en el aeropuerto, el hecho de que se había convertido en fugitivo, el ataque a Devlin con la cartera, la pelea con las esposas.
—¿Así que ibas a abandonar el país? —preguntó Kelly.
—Esa era mi intención —admitió Jeffrey.
—¿Y no ibas a llamarme y decírmelo?
—Te habría llamado lo antes posible —dijo Jeffrey—. No pensaba con mucha claridad.
—¿Dónde te alojas?
—En un hotelucho del centro de Boston —dijo Jeffrey.
Kelly meneó la cabeza con desaliento.
—Oh, Jeffrey. Todo esto suena muy mal. Tal vez deberías entregarte. Esto no puede ayudar a tu apelación.
—Si me entrego, me meterán en la cárcel y probablemente me negarán la fianza. Aunque me la concedieran, no creo que ahora pudiera reuniría. Pero mi apelación en realidad debería ser un tema aparte. De todos modos, no puedo ir a la cárcel porque tengo muchas cosas que hacer.
—¿Qué significa eso? —preguntó Kelly.
—He repasado las notas de Chris —dijo Jeffrey, apenas capaz de contener su excitación—. Incluso he investigado un poco en la biblioteca. Creo que Chris podría haber descubierto algo cuando sospechó que había un contaminante en la «Marcaina» que había administrado a Henry Noble. Ahora estoy empezando a sospechar lo mismo de la «Marcaina» que yo administré a Patty Owen. Lo que quiero hacer es investigar ambos incidentes más a fondo.
—Eso me produce una sensación de deja vu que no me gusta —dijo Kelly.
—¿A qué te refieres? —preguntó Jeffrey.
—Hablas exactamente igual que Chris cuando empezó a sospechar de un contaminante. Lo siguiente que ocurrió fue que se suicidó.
—Lo siento —dijo Jeffrey—. No pretendo hacerte recordar cosas dolorosas para ti sacando a la luz el pasado.
—No es el pasado lo que me preocupa —dijo Kelly—. Eres tú. Me preocupas tú. Ayer estabas deprimido, hoy un poco maníaco. ¿Cómo estarás mañana?
—Estaré bien —dijo Jeffrey—. ¡De verdad! Realmente creo que he descubierto algo.
Kelly ladeó la cabeza y alzó una ceja mirando a Jeffrey con aire interrogador.—Quiero estar segura de que recuerdas lo que me prometiste —dijo Kelly.
—Lo recuerdo.
—Será mejor que sea así —dijo Kelly severa. Luego sonrió—. Ahora que tenemos eso comprendido, puedes decirme qué es lo que te excita tanto de la idea del contaminante.
—Varias cosas. La parálisis persistente de Henry Noble, para empezar. Al parecer, incluso perdió la función de los pares craneales. Eso no ocurre con la anestesia espinal, así que no podía ser «anestesia espinal irreversible» como dijeron. Y en mi caso, el niño sufrió una parálisis persistente con distribución asimétrica.
—¿No se creyó que la parálisis de Noble se debía a falta de oxígeno por los ataques y los paros cardíacos?
—Eso es —dijo Jeffrey—. Pero después de la autopsia, Chris escribió que en secciones microscópicas se había visto degeneración de la neurona o axonal.
—No te sigo —admitió Kelly.
—No se produciría degeneración axonal con el grado de privación de oxígeno que había experimentado Henry Noble, si es que sufrió alguna privación de oxígeno. Si le hubiera faltado oxígeno suficiente para causar degeneración axonal, no habrían podido resucitarle. Y sin duda no se produce degeneración axonal con la anestesia local. La anestesia local bloquea la función. En definitiva, no son venenos celulares.
—Supongo que tienes razón —dijo Kelly—. ¿Cómo piensas demostrarlo?
—No será fácil —admitió Jeffrey—, en especial siendo fugitivo. Pero voy a intentarlo de todas maneras. Quería preguntarte si me echarías una mano. Si mi teoría es correcta y puedo demostrarlo, limpiaría el nombre de Chris además del mío.
—Claro que te ayudaré —dijo Kelly—. ¿De verdad creías que tenías que preguntármelo?
—Quiero que lo pienses en serio antes de aceptar —le dijo Jeffrey—. Podría haber problemas por mi situación de fugitivo. Cualquier ayuda que me proporciones podría ser interpretada como complicidad. En ese caso, podría ser un delito. No lo sé.
—Me arriesgaré —dijo Kelly—. Haría cualquier cosa por limpiar el nombre de Chris. Además —añadió, sonrojándose ligeramente—, me gustaría hacer lo que pueda para ayudarte.
—El primer paso será probar que las dos ampollas de «Marcaina» procedían del mismo fabricante farmacéutico. Eso debería ser fácil. Será más difícil descubrir si procedían del mismo lote, que es lo que sospecho. Aunque el caso de Chris y el mío se produjeran con meses de diferencia, es posible que procedieran del mismo lote de producción. Lo que me preocupa es que pudiera haber más ampollas contaminadas
—¡Dios mío! ¡Qué idea tan espeluznante! Una tragedia acechando.
—¿Todavía conservas amistad con alguien del «Valley Hospital» que pudiera decirte la empresa que les suministra el «Marcaina»? Se que el «Memorial» la obtiene de «Arolen Pharmaceuticals», de Nueva Jersey.
—Claro que sí —dijo Kelly—. La mayor parte del personal que había cuando trabajaba allí todavía está. Charlotte Henning es la supervisora de quirófanos. Hablo con ella por lo menos una vez a la semana La llamaré en cuanto salga.
—Eso sería estupendo —dijo Jeffrey—. En cuanto a mí, soy el miembro más nuevo del equipo de limpieza del «Boston Memorial».
—¿Qué?
Jeffrey le explicó cómo había ido al «Boston Memorial» con su disfraz para solicitar un puesto en el servicio de limpieza del turno de noche.
—No me sorprende que nadie te reconociera —dijo Kelly—. Sin duda yo no lo he hecho.
—Pero he trabajado con esa gente durante años —dijo Jeffrey.
La puerta que daba a cuidados intensivos se abrió y una de las enfermeras asomó la cabeza.
—Kelly, te necesitamos dentro de unos minutos. Hay un ingreso.
Kelly le dijo que enseguida salía. La enfermera asintió y se retiró discretamente.
—¿Así que te han contratado sin más? —preguntó Kelly.
—Sí —dijo Jeffrey—. Empiezo esta noche.
—¿Qué harás cuando estés dentro del hospital? —preguntó Kelly.
—En primer lugar, investigar lo que tú sugeriste —dijo Jeffrey—. Trataré de explicar la ampolla de «Marcaina» al 0,75% que se encontró en mi aparato de anestesia. Tengo intención de averiguar qué otras operaciones se realizaron aquel día en aquel quirófano Otra cosa que quiero hacer es ver todo el informe de patología de Patty Owen. Tengo curiosidad por saber si en su autopsia efectuaron alguna sección del nervio periférico. También tengo curiosidad por saber si hicieron algo de toxicología.
—Lo único que puedo decirte es que vayas con cuidado —dijo Kelly Después, lavó la taza en el lavabo—. Lo siento, tengo que volver al trabajo.
Jeffrey se acercó al lavado y enjuagó su taza.
—Gracias por dedicar un poco de tu tiempo para hablar conmigo —dijo cuando ella abrió la puerta.
El ruido de los aspiradores penetró en la habitación. Jeffrey recogió su bolsa, se puso las gafas y salió detrás de Kelly.
—¿Me llamarás esta noche? —le preguntó ella antes de separarse—. Hablaré con Charlotte en cuanto pueda.
—¿A qué hora te acuestas? —preguntó Jeffrey.
—Nunca antes de la once —dijo Kelly.
—Te llamaré antes de ir a mi trabajo —dijo Jeffrey.
Kelly le observó marchar. Deseaba haber tenido valor para preguntarle si quería quedarse en su casa.
En lo que concernía a Carl Bodanski, había sido un día extraordinariamente productivo. Muchos cabos sueltos desagradables, que habían estado preocupándole, se habían resuelto. El mayor era haber encontrado otro trabajador para el turno de noche de la limpieza. En aquel momento Bodanski estaba ocupado ante el gran tablero, colgando el nombre más reciente:
FRANK AMENDOLA.
Apartándose del tablero, Bodanski lo miró con ojo crítico. No estaba muy bien. El nombre de Frank Amendola estaba ligeramente ladeado. Con gran tiento inclinó los pequeños ganchos metálicos que sostenían la placa, y dio un paso atrás. Ahora estaba mucho mejor.
Se oyó un suave golpe en la puerta.
—Adelante —dijo.
Se abrió la puerta. Era su secretaria, Martha Reton. Entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí. Algo ocurría. Martha se comportaba de un modo extraño.
—Siento molestarle, señor Bodanski —dijo.
—No se preocupe —dijo Bodanski—. ¿Qué ocurre?
Bodanski era un individuo que veía cualquier cambio en la rutina como algo amenazador.
—Hay un hombre que quiere verle —dijo Martha.
—¿Quién es? —preguntó Bodanski. Mucha gente iba a verle. Aquello era el departamento de personal. ¿Por qué le daba tanta importancia?
—Se llama Horace Mannly —dijo Martha—. Es del FBI.
Un temblor imperceptible recorrió la espalda de Bodanski. El FBI, pensó con alarma. Reparó las diversas faltas menores que había cometido en los últimos meses. Estaba el tíquet del aparcamiento que no había pagado. Estaba la deducción del fax para su casa que había incluido en la declaración de impuestos del año pasado, aunque no lo había comprado con fines laborales.
Bodanski se acomodó en el asiento detrás de su escritorio como si dar un aspecto profesional pudiera eliminar las sospechas.
—Haga entrar al señor Mannly —dijo, nervioso.
Martha desapareció. Un instante después, un hombre bastante obeso entró en el despacho de Bodanski.
—Señor Bodanski —dijo el hombre del FBI en cuanto se acercó al escritorio de Bodanski—. Soy el agente Mannly. —Le tendió la mano.
Bodanski se la estrechó. Estaba fría y húmeda, Bodanski ahogó una mueca. El agente tenía una papada que prácticamente le cubría el nudo de la corbata. Sus ojos, nariz y boca parecían muy pequeños, centrados en su cara grande y pálida.
—Siéntese —ofreció Bodanski. Una vez sentados ambos, preguntó—: ¿Qué puedo hacer por usted?
—Se supone que los ordenadores nos ayudan, pero a veces no hacen más que crear trabajo —dijo Mannly con un suspiro—. ¿Sabe a lo que me refiero?
—Claro que sí —dijo Bodanski, pero no sabía si estaba de acuerdo o no. Sin embargo, no iba a contradecir a un agente del FBI.
—Algún gran ordenador, en algún sitio, ha sacado el nombre de Frank Amendola —dijo Mannly—. ¿Es cierto que este tipo trabaja para ustedes? Esto… ¿le importa que fume?
—Sí. No. Quiero decir, acabo de contratar a un tal Frank Amendola. Y no, no me importa que fume.
Aunque le aliviaba no ser objeto de una investigación, le decepcionaba saber que Frank Amendola sí lo era. Debería haber sabido que contratarle para el turno de noche era algo demasiado bueno para ser cierto.
Horace Mannly encendió un cigarrillo.
—Nuestra oficina se ha enterado por el Bureau que han contratado a este tal Frank Amendola —explicó Mannly.
—Le hemos contratado hoy —dijo Bodanski—. ¿Está requerido?
—Oh, sí, pero no es nada criminal. Es su esposa quien le quiere, no el FBI. Asunto doméstico. A veces nos vemos involucrados. Depende. Al parecer su esposa ha armado un gran alboroto, ha escrito a su congresista y al Bureau y todo eso. Así que su número de la seguridad social apareció como perteneciente a una persona desaparecida. Ustedes hacen su comprobación, su número de la seguridad social hace sonar nuestra campanilla. Bingo. Bueno, ¿cómo se comportaba ese tipo, normal o qué?
—Parecía un poco nervioso —dijo Bodanski con alivio. Al menos no era un tipo peligroso—. Por lo demás, actuaba con normalidad, parecía inteligente. Ha hablado de ir a clase a la Facultad de Derecho. Nos ha parecido un buen candidato para el empleo. ¿Deberíamos hacer algo?
—No lo sé —dijo Mannly—. No lo creo. Sólo que se esperaba que yo viniera aquí y lo comprobara. Para ver si realmente había aparecido. Haremos una cosa. No haga nada hasta que tenga noticias nuestras. ¿Qué le parece?
—Nos complacerá cooperar cuanto podamos.
—Magnífico —dijo Mannly. Su rostro enrojeció al esforzarse para ponerse en pie—. Gracias por su tiempo. Le llamaré en cuanto sepa algo.
Horace Mannly se marchó pero dejó el olor de su cigarrillo tras de sí. Bodanski tamborileó con los dedos sobre el escritorio, esperando que los problemas domésticos de Frank no le arrebataran a un buen empleado potencial.
Ni los deteriorados alrededores del «Essex» ni el hotel mismo pudieron empañar el espíritu animado de Jeffrey mientras subía los seis escalones de la puerta de la calle. Quizás estaba un poco maníaco, pero al menos tenía la sensación de que las cosas finalmente habían empezado a moverse en su dirección. Por primera vez desde que podía recordar, sentía que en cierto modo controlaba los acontecimientos y no lo contrario.
Mientras regresaba de ver a Kelly en el «St. Joe’s», había repasado el caso para examinar la teoría del contaminante. Más que nada, el tema de la parálisis era lo que le hacía estar seguro de que algo había ocurrido con las ampollas selladas de «Marcaina».
Jeffrey iba a cruzar el vestíbulo cuando de pronto se paró. El recepcionista no estaba mirando la televisión. En cambio, se había retirado a una habitación que había detrás del mostrador. Hasta entonces, aquella puerta siempre había estado cerrada. El recepcionista le saludó con un gesto de cabeza, nervioso, pensó Jeffrey, en el momento en que se miraron. Era como si el hombre le tuviera miedo.Jeffrey fue a la escalera y subió a su habitación. No podía explicarse el extraño comportamiento del recepcionista. Aquel hombre le había parecido a Jeffrey un poco excéntrico, pero no tanto; Jeffrey se preguntó qué podría significar. Esperaba que nada.
Cuando llegó al quinto piso, Jeffrey se inclinó sobre la barandilla y miró abajo. El recepcionista estaba en la planta baja, mirando hacia arriba. Se escondió en cuanto vio que Jeffrey miraba abajo.
Así que no eran imaginaciones suyas, pensó Jeffrey al cruzar la puerta de la escalera que daba al pasillo. El hombre a todas luces le vigilaba desde una distancia prudente. Pero ¿por qué?
Jeffrey enfiló el pasillo, tratando de explicarse, preocupado, la inquietante conducta del recepcionista. Luego recordó su disfraz ¡Claro! Tenía que ser eso. Quizás el recepcionista no le había reconocido y creía que era un extraño.
¿Y si decidía llamar a la Policía?
Al llegar a la puerta, Jeffrey buscó la llave en sus bolsillos. Entonces recordó que la había metido en la bolsa Cuando dejó la bolsa enfrente de él para abrir el compartimiento central, pensó en trasladarse a otro hotel. Con todas las cosas en las que tenía que pensar, no quería tener que preocuparse por un recepcionista de hotel.
Jeffrey metió la llave en la cerradura y abrió. Volvió a meter la llave en la bolsa para saber dónde estaba cuando quisiera salir de la habitación. Ya pensaba de nuevo en la teoría del contaminante cuando cruzó la puerta. Entonces quedó paralizado.
—Bienvenido a casa, doctor —dijo Devlin. Estaba tumbado en la cama, haciendo oscilar un revólver con indiferencia—. No tienes idea de cuántas ganas tenía de volver a verte, ya que fuiste tan grosero la última vez que nos vimos.
Devlin se apoyó sobre un codo. Miró a Jeffrey con los ojos entrecerrados.
—¡Estás distinto! No estoy seguro de que te hubiera reconocido.
Se echó a reír, con una fuerte carcajada que se convirtió en una tos seca de fumador. Escupió por encima de la cama y se golpeó el pecho con el puño. Se aclaró la garganta y dijo con voz ronca:
—No te quedes ahí parado. Entra y siéntate Ponte cómodo.
Con el mismo tipo de reflejo irreflexivo que le había hecho golpear a Devlin con la cartera, en el aeropuerto, Jeffrey salió corriendo de la habitación Al cerrar la puerta con violencia, perdió el equilibrio y cayó de rodillas. En el momento de dar contra la desvencijada alfombra, sonó una explosión dentro de la habitación A continuación cayeron sobre Jeffrey un montón de astillas de madera. La bala de calibre 38 de Devlin había atravesado la delgada puerta y se había alojado en la pared opuesta.
Jeffrey se puso de pie y corrió por el pasillo hacia la escalera. No podía creer que le hubieran disparado. Sabía que era un hombre buscado, pero con toda seguridad no entraba en la categoría de vivo o muerto Jeffrey pensó que Devlin tenía que estar loco.
Cuando Jeffrey se detuvo en la escalera, agarrándose a la jamba de la puerta para ayudarse a cambiar de dirección, oyó que la puerta de su habitación se abría de golpe. Se precipitó a la escalera en el mismo momento en que oía un segundo disparo de Devlin. Esta bala pasó silbando junto al marco de la puerta detrás de Jeffrey y fue a destrozar una ventana del final del pasillo. Jeffrey oyó reír a Devlin. ¡Aquel hombre se lo estaba pasando bien!
Jeffrey se lanzó escaleras abajo, utilizando la barandilla para mantener el equilibrio Sus pies sólo tocaban cada cuarto o quinto escalón. La bolsa que llevaba colgada al hombro le seguía como una estela. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer? Devlin no estaba lejos de él.
Cuando Jeffrey dobló la última curva antes de llegar al primer piso, oyó que la puerta de arriba se abría de golpe y el eco de fuertes pisadas en la escalera Con pánico creciente, saltó al rellano del primer piso. Se arrojó a la puerta y agarró el tirador vertical. Tiró de la puerta pero no se abrió Frenético, volvió a tirar de ella. La puerta no se movió. ¡Estaba cerrada con llave!
Atisbando por la ventanilla con tela metálica, Jeffrey vio al recepcionista encogido de miedo al otro lado de la puerta. Detrás de sí, Jeffrey oyó que los pasos de Devlin se acercaban. Le tendría encima en cuestión de segundos.
Frenético, Jeffrey hizo señas al recepcionista indicándole que la puerta de la escalera estaba cerrada. El hombre se encogió de hombros, inexpresivo, fingiendo que no entendía lo que Jeffrey trataba de decirle. Jeffrey sacudió la puerta, señalando en dirección de la cerradura.
De pronto, el ruido de las pisadas de Devlin cesó. Jeffrey se volvió lentamente Devlin había llegado al último tramo de escalera y miraba a su presa atrapada Apuntaba a Jeffrey con su pistola. Jeffrey se preguntó si era el final Si aquí era donde su vida estaba destinada a terminar. Pero Devlin no apretó el gatillo.
—No me digas que la puerta está cerrada con llave —dijo Devlin con falsa compasión—. Lo siento, doctor.Devlin bajó despacio los últimos escalones, sin dejar de apuntar a la cara de Jeffrey.
—Es curioso —dijo—. Habría preferido que la puerta estuviera abierta. Habría sido más deportivo.
Devlin se acercó a Jeffrey. Sonreía con evidente satisfacción.
—¡Date la vuelta! —ordenó.
Jeffrey se volvió, levantando las manos al aire aunque Devlin no se lo había pedido. Devlin le empujó rudamente contra la puerta cerrada y apoyó su peso contra él. Le sacó la bolsa del hombro y la dejó caer al suelo. Esta vez no correría ningún riesgo; cogió los brazos de Jeffrey y, poniéndoselos a la espalda, los esposó antes de que hiciera nada. Una vez cerradas las esposas, cacheó a Jeffrey en busca de armas. Después dio la vuelta a Jeffrey y recogió la bolsa.
—Si esto es lo que creo —dijo Devlin—, estás a punto de hacerme un hombre feliz.
Devlin abrió la cremallera de la bolsa y metió la mano palpando para ver si había dinero. Su boca, que había adoptado un aire de determinación, de pronto se curvó formando una amplia sonrisa. Con gesto triunfante, sacó un paquete de billetes de cien dólares.
—Mira esto —dijo.
Después, guardó los billetes en la bolsa. No quería que el recepcionista viera el dinero y tuviera alguna idea.
Devlin se colgó la bolsa al hombro y empezó a golpear la puerta de la escalera. El recepcionista se precipitó a abrirla. Devlin agarró a Jeffrey por el pescuezo y le empujó hacia el vestíbulo.
—¿No sabe que tener una puerta de escalera cerrada con llave viola el código? —dijo Devlin al recepcionista.
El recepcionista balbuceó que no lo sabía.
—Ignorar la ley no es defensa —dijo Devlin—. Arréglela o haré venir a los inspectores.
El hombre asintió. Había esperado alguna muestra de agradecimiento por haber cooperado y haberle ayudado. Pero Devlin le hizo caso omiso y cruzó el vestíbulo hasta la puerta de la calle.
Devlin llevó a Jeffrey hasta su coche, aparcado junto a la boca de incendios al otro lado de la calle. Los transeúntes se paraban a mirar. Devlin abrió la puerta del acompañante y de un empujón hizo entrar a Jeffrey. Cerró la puerta con llave y dio la vuelta al coche.
Con una presencia de ánimo que quizá no habría esperado dadas las circunstancias, Jeffrey se inclinó hacia delante en el asiento y consiguió meter la mano derecha en el bolsillo lateral de su chaqueta. Los dedos cogieron la jeringa que había puesto allí. Con la uña, destapó la aguja. Con sumo cuidado, Jeffrey sacó la jeringa del bolsillo y se recostó en el asiento.
Devlin abrió la puerta, arrojó la bolsa en el asiento trasero, se sentó y puso la llave en el encendido. En el instante en que hacía girar la llave para poner el coche en marcha, Jeffrey se abalanzó sobre el hombre, apoyando los pies en la puerta del pasajero para hacer fuerza. Pilló a Devlin por sorpresa. Antes de que pudiera apartar a Jeffrey, este le hundió la aguja en la cadera derecha y apretó el émbolo.
—¡Mierda! —exclamó Devlin. Con el dorso de la mano golpeó a Jeffrey en la cara. La fuerza del golpe hizo retroceder a Jeffrey.
Devlin levantó el brazo para investigar el origen del dolor punzante que sentía en la nalga derecha. Encontró una jeringa de 5 cc clavada hasta el fondo.
—Dios mío —exclamó, apretando los dientes—. Malditos médicos, causan más problemas que los asesinos. —Se arrancó la aguja con una mueca de dolor y la arrojó al asiento trasero.
Jeffrey se había recuperado lo bastante del golpe de Devlin para intentar abrir su puerta, pero no podía levantar las manos esposadas lo suficiente para ello. Estaba intentando quitar el seguro de la puerta con los dientes cuando Devlin volvió a cogerle por el pescuezo y le dio la vuelta como si fuera un muñeco.
—¿Qué demonios me has inyectado? —gruñó Devlin. Jeffrey empezó a ahogarse—. ¡Contéstame! —gritó Devlin zarandeando a Jeffrey. Este sólo pudo emitir un sonido gutural. Los ojos le sobresalían. Entonces Devlin soltó a Jeffrey y se preparó para golpearle otra vez—. ¡Contéstame!
—No te dolerá —fue lo único que pudo jadear Jeffrey—, no te dolerá.
Jeffrey trató de levantar el hombro para protegerse del golpe que veía venir, pero el golpe se detuvo.
Con el brazo preparado para golpear, Devlin empezó a balancearse, los ojos desenfocados. Su expresión pasó de la ira a la confusión. Aferró el volante para apoyarse, pero no pudo sujetarse. Se desplomó de lado, hacia Jeffrey.
Devlin trató de hablar pero no pudo.
—No te dolerá —le dijo Jeffrey—. Sólo es una pequeña dosis de succinilcolina. Estarás bien dentro de unos minutos. No tengas miedo.
Jeffrey colocó a Devlin en posición erguida y logró meter una mano en el bolsillo derecho del hombre. Pero allí no estaba la llave de las esposas. Jeffrey dejó que Devlin se desplomara de lado sobre el asiento y con torpeza rebuscó en los otros bolsillos de Devlin. No encontró la llave.
Estaba a punto de abandonar cuando localizó una pequeña llave en la anilla que colgaba del encendido. Le costó un poco, pero Jeffrey pudo sacar las llaves del encendido levantándose, encorvado, frente al lado del acompañante. Tras varios intentos inútiles, consiguió insertar la pequeña llave en la cerradura y quitarse las esposas.
Jeffrey cogió su bolsa del asiento trasero. Antes de bajar del coche, comprobó el estado de Devlin. Este se encontraba completamente paralizado. Su respiración era lenta pero regular. Si Jeffrey le hubiera dado una dosis mucho más fuerte, incluso el diafragma de Devlin habría quedado afectado. Se habría asfixiado en cuestión de minutos.
Anestesista siempre, Jeffrey colocó a Devlin en una posición que no pudiera poner en peligro su circulación mientras se hallara allí tumbado. Después, bajó del coche.
Jeffrey se dirigió hacia el hotel. El recepcionista no se encontraba a la vista. Jeffrey se detuvo. Por un momento dudó qué hacer con sus pertenencias. Decidió que era demasiado arriesgado intentar coger sus cosas. El recepcionista podría estar llamando a la Policía en aquellos momentos. Además, ¿qué tenía que perder? Lamentaba desprenderse de las notas de Chris Everson, especialmente si Kelly quería conservarlas. Pero Kelly había dicho que tenía intención de deshacerse de todo el material de Chris.
Jeffrey giró sobre sus talones y huyó a toda velocidad. Se encaminó en dirección al centro de la ciudad. Quería perderse entre la multitud. Una vez se sintiera más seguro, podría pensar, y cuanto más lejos estuviera de Devlin, mejor. Jeffrey todavía no podía creer que hubiera conseguido inyectarle la succinilcolina.
Si Devlin estaba furioso con él por el episodio del aeropuerto, ahora lo estaría doblemente. Jeffrey sólo esperaba no tropezarse con ese hombre otra vez hasta haber tenido oportunidad de demostrar su argumento.
La primera oportunidad que tuvo Trent de volver a Suministros Centrales no fue hasta bien entrado el turno de noche. Trent había tenido que participar en un caso de aneurisma particularmente largo. A la hora del cambio de turnos, no había habido nadie para relevarle. Tanto si le gustaba como si no, se vio obligado a permanecer un pocomás de tiempo. Ocurría de vez en cuando. Normalmente no le molestaba, aunque en esa ocasión en particular le resultó inconveniente.
Había estado tenso de expectación desde que había llegado al hospital por la mañana. Cada vez que la enfermera circulante regresaba a la sala de operaciones, esperaba oírle dar la noticia de que se había producido alguna terrible complicación de la anestesia. Pero no había sucedido nada. El día había resultado de una rutina opresiva.
A la hora del almuerzo, en la cafetería, abrigó falsas esperanzas cuando una de las enfermeras que se ocupaban de casos de obstetricia dijo:
—¿Os habéis enterado de lo que ha pasado en la habitación ocho?
Cuando la atención de todos estuvo centrada en ella, les contó la historia de que a uno de los residentes de cirugía se le habían desabrochado misteriosamente los pantalones y le habían resbalado hasta las rodillas. Todos estallaron en carcajadas al oírlo. Todos menos Trent.
Trent se detuvo frente a los Suministros Centrales. Ya había estado en su armario y tenía la ampolla buena de «Marcaina» escondida en los calzoncillos otra vez. Había mucha gente entrando y saliendo de los diferentes quirófanos, pero la confusión del cambio de turno se había disipado.
No estaba satisfecho con esta situación. Era arriesgado para él entrar en Suministros Centrales a aquella hora porque no estaba de servicio. Si alguien le veía y le preguntaba por su presencia allí, poco podría decir en su defensa. Pero no tenía elección. No podía dejar de vigilar la ampolla adulterada. Había convertido en práctica estar cerca cuando una de sus ampollas era utilizada, para que en la confusión que se producía pudiera eliminar de la escena la ampolla vacía o al menos tirar el contenido que quedara. No podía arriesgarse a que alguien comprobara la «Marcaina» para ver si había algo malo en ella.
Trent dio un rápido paseo por Suministros Centrales antes de ir al armario que contenía las anestesias locales. Hasta aquí, todo bien. Con una última mirada furtiva a su alrededor para cerciorarse de que nadie le observaba, levantó la tapa de la caja abierta de «Marcaina» y miró en su interior. Quedaban dos ampollas. Una había sido utilizada en algún momento del día.
Trent identificó fácilmente su ampolla adulterada y rápidamente la cambió por la buena que llevaba en los calzoncillos. Después cerró la tapa y volvió a colocar la caja en su posición original. Cuando se volvió para regresar al vestuario, se detuvo en seco. Para su consternación, encontró el paso bloqueado por una enfermera alta y rubia. Ella parecía tan sorprendida de verle ante el armario como él de verle a ella. Tenía los brazos en jarras y los pies separados.
Trent notó que enrojecía y trató de pensar en una razón plausible para encontrarse allí. Esperaba que la ampolla adulterada que llevaba en los pantalones no se viera.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó la enfermera. Por su tono de voz, Trent adivinó que lo último en el mundo que quería hacer era ayudar.
—No, gracias —dijo él—. Ya me iba. —Al fin se le ocurrió algo—. Devolvía un suero intravenoso que no hemos necesitado en el caso de aneurisma de la habitación cinco.
La enfermera asintió pero pareció poco convencida. Estiró el cuello para mirar por encima del hombro de Trent.
Trent le miró el nombre en la tarjeta de identificación. Decía Gail Shaffer.
—El aneurisma ha durado siete horas —le dijo Trent, sólo para entablar conversación.
—Me he enterado —dijo Gail—. ¿No se supone que has terminado el turno?
—Por fin —dijo Trent, recuperando la compostura. Puso los ojos en blanco—. Ha sido un día largo. Tengo ganas de tomar una cerveza. Espero que todo esté tranquilo esta noche. Ten cuidado.
Pasó junto a la enfermera y se dirigió por el corredor hacia la sala de estar de cirugía. Tras unos veinte pasos, miró atrás. Gail Shaffer seguía de pie en el umbral de la puerta de Suministros Centrales, observándole. Maldita sea, pensó. La enfermera sospechaba. Él la saludó con la mano. Ella le devolvió el saludo.
Trent empujó las puertas giratorias para entrar en la sala de estar. ¿De dónde diablos había salido esa Gail Shaffer tan de prisa? Estaba irritado consigo mismo por no haber ido con más cuidado. Nunca le habían sorprendido en el armario de suministros.
Antes de ir al vestuario, Trent se detuvo en el tablón de anuncios de la sala de estar. Entre los avisos y programas, encontró el nombre de Gail Shaffer en el equipo de softball del hospital. El número de teléfono de cada jugador estaba reseñado en el tablón de anuncios de una u otra manera. En un pedazo de papel, Jeffrey anotó el número de Gail. Por los tres primeros dígitos adivinó que estaba en Back Bay.
Qué lata, pensó Trent cuando entró al vestuario para ponerse la ropa de calle. Metió la ampolla en la bata blanca del hospital. Mientras se dirigía hacia los ascensores y después a casa, Trent comprendió que tenía que hacer algo con Gail Shaffer. En su posición, no podía permitirse dejar cabos sueltos.