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Martes, 16 de mayo, 1989

22.51 horas

La única luz de la habitación provenía del aparato de televisión. Una pistola de calibre cuarenta y cinco y media docena de ampollas de «Marcaina» sobre un escritorio junto a la televisión relucían a la suave luz. En la pantalla, tres jamaicanos de pie en una estrecha habitación del hotel y los tres visiblemente nerviosos. Cada uno de ellos llevaba un rifle de asalto «AK-47». El más corpulento de los tres no paraba de mirar su reloj. Todos tenían la frente bañada en sudor. La evidente tensión de los jamaicanos contrastaba fuertemente con el sonoro ritmo reggae que salía de una radio que había sobre la mesilla de noche. Entonces la puerta se abrió de golpe.

Crockett entró primero, aferrando una automática de nueve milímetros apuntando con el cañón al techo. Con un movimiento rápido, como un gato, puso el cañón contra el pecho del primer jamaicano y le disparó una bala, silenciosa pero mortal. Crockett disparó la segunda bala al segundo hombre cuando Tubbs despejó la puerta a tiempo de ocuparse del tercero. Todo terminó en un abrir y cerrar de ojos.

Crockett meneó la cabeza. Iba vestido como de costumbre: una cara chaqueta de hilo de Armani sobre una informal camiseta de algodón.

—Bien programado, Tubbs —dijo—. Habría tenido problemas con el tercero. Cuando aparecieron en la pantalla los títulos de crédito finales, Trent Harding golpeó a un compañero imaginario.

—¡Muy bien! —exclamó triunfante.

La violencia en televisión producía un efecto estimulante en Trent. Le cargaba con la energía agresiva que exigía ser expresada. Vivía para imaginarse disparando balas en el pecho como lo hacía tan regularmente Don Johnson. A veces Trent creía que debería haberse dedicado a hacer cumplir la ley. Si al menos hubiera elegido ingresar en la Policía Militar cuando se alistó en la Marina. En cambio, Trent había decidido hacerse sanitario de la Marina Le había gustado. Había sido un reto, y había aprendido algunas cosas. Nunca había pensado en ser sanitario hasta que fue a la Marina. La primera vez que pensó en ello fue cuando oyó una charla durante el entrenamiento básico. Encontró muy atractiva la idea de trabajar en medicina, y le gustaba la idea de que los demás tipos acudieran a él en busca de ayuda y él les dijera qué hacer.

Trent se levantó del sofá de la sala de estar y entró en la cocina. Era un cómodo apartamento con un dormitorio y dos baños. Trent podía permitirse algo mejor, pero le gustaba donde estaba. Vivía en el piso más alto de un edificio de cinco plantas en la parte trasera de Beacon Hill. Las ventanas del dormitorio y de la sala de estar daban a Garden Street. La cocina y el cuarto de baño más grande daban a un patio interior.

Trent sacó una «Amstel Light» del frigorífico, la abrió y tomó un largo y satisfactorio trago. Creyó que la cerveza podría calmarle un poco. Estaba ansioso y nervioso después de ver Corrupción en Miami. Incluso las reposiciones le excitaban lo bastante para querer ir a algún bar local y ver si podía armar camorra. Normalmente, podía encontrar a algún homosexual en Cambridge Street a quien darle una paliza.

Trent parecía que buscaba problemas. También parecía que los había encontrado más de una vez. Era un hombre robusto y musculoso de veintiocho años, y llevaba el cabello rubio blanquecino pegado a la cabeza. Sus ojos eran de un penetrante azul cristalino. Tenía una cicatriz debajo del ojo izquierdo que le llegaba hasta la oreja. Se la había producido por estar en el extremo que no debía de una botella de cerveza rota, en una pelea en un bar de San Diego. Había necesitado algunos puntos, pero al otro tipo tuvieron que arreglarle la cara por entero. Aquel tipo había cometido el error de decirle a Trent que creía que tenía un culo mono.

Trent todavía se encendía cada vez que pensaba en el incidente. Qué miserable, aquel maldito maricón.

Trent volvió a su dormitorio y dejó la cerveza sobre el televisor. Cogió la pistola reglamentaria del Ejército, de calibre 45, que había intercambiado en la Marina por anfetaminas. Le resultaba cómoda en su mano grande. Aferrando la pistola con ambas manos, Trent apuntó directo a la pantalla de televisión con los brazos rígidos y los codos juntos. Giró en redondo para apuntar el arma hacia la ventana abierta.

Al otro lado de la calle, una mujer abría la ventana de su dormitorio.

—Mala suerte, nena —murmuró Trent. Apuntó la pistola con cuidado, bajando el cañón hasta enfocar el torso de la mujer. Despacio, deliberadamente, Trent apretó el frío acero del gatillo.

Cuando el mecanismo de disparo chasqueó, Trent gritó «¡Pum!», y fingió que el arma rebotaba por el retroceso. Sonrió. Habría podido perforar a la mujer si hubiera estado cargada. Mentalmente la vio lanzada al interior del apartamento, con un limpio agujero en el pecho y la sangre brotando a chorro.

Trent dejó la pistola sobre el televisor, al lado de la botella de cerveza, y cogió una de las ampollas de «Marcaina» del escritorio. La lanzó al aire y la cogió con la otra mano por detrás de la espalda. Tranquilamente volvió a la cocina para sacar la parafernalia necesaria de su escondrijo.

Primero tuvo que sacar los vasos del estante de uno de los armarios de la cocina, al lado del frigorífico. Después, levantó suavemente el cuadrado de madera que conducía a su escondite secreto: un pequeño espacio entre el fondo del armario y la pared exterior. Trent sacó una ampolla llena de un fluido amarillo y un conjunto de jeringas calibre 18. Había conseguido la ampolla de un colombiano en Miami. Las jeringas llegaban fácilmente a sus manos a través de su empleo en el hospital. Llevó ambas ampollas y las jeringas a su dormitorio junto con un soplete de propano que guardaba debajo del fregadero de la cocina.

Trent cogió su botella y tomó otro trago de cerveza. Colocó el soplete de propano sobre un pequeño trípode que guardaba plegado debajo de la cama. Cogió un cigarrillo del paquete que había junto al aparato de televisión, y lo encendió con una cerilla.

Trent dio una larga chupada, y después encendió el soplete de propano con el cigarrillo. A continuación, cogió una de las agujas de calibre 18. Después de sacar una pequeñísima cantidad de fluido amarillo, calentó la punta de la aguja hasta que estuvo al rojo. Manteniendo la aguja en la llama, cogió la ampolla de «Marcaina» y calentó la punta hasta que también empezó a estar al rojo. Con movimientos hábiles y practicados, empujó la aguja al rojo a través del cristal fundido y depositó una gota de fluido amarillo. Después venía la parte más complicada. Tras dejar la aguja, Trent empezó a darle vueltas a la ampolla, volviendo a ponerla en la parte más caliente de la llama. La mantuvo allí unos segundos, el tiempo suficiente para que se cerrara el lugar de la punción.

Siguió dándole vueltas a la ampolla aun después de haberla apartado de la llama. No paró hasta que el vidrio estuvo considerablemente frío.

—¡Mierda! —exclamó Trent observando que en la punta de la ampolla de repente se producía una depresión no deseada. Aunque prácticamente era imperceptible, Trent no podía arriesgarse. Si alguien lo advertía, desecharían la ampolla como defectuosa. O peor, alguien podría sospechar. Disgustado, Trent arrojó la ampolla a la basura.

—Maldita sea —pensó mientras cogía otra ampolla de «Marcaina». Tendría que intentarlo otra vez. Al repetir el proceso, se puso más nervioso, maldiciendo airado cuando el tercer intento terminó en fracaso. Por fin, al cuarto intento, el punto de la punción se selló como era debido; la punta curvada mantenía su suave contorno hemisférico.

Sosteniendo la ampolla a la luz, la examinó con atención. Era casi perfecta. Aún se notaba que el tubo había sido pinchado, pero tenía que mirar muy atentamente. Pensó que podría ser la mejor que jamás había hecho. Le producía una gran satisfacción haber llegado a dominar semejante difícil proceso. Cuando por primera vez pensó en ello varios años atrás, no tenía idea de si funcionaría. Tardaba varias horas en hacer lo que ahora hacía en minutos.

Una vez realizado lo que pretendía, Trent devolvió la ampolla de fluido amarillo, la pistola de calibre 45 y las restantes ampollas de «Marcaina» al escondrijo. Volvió a colocar en su lugar el falso fondo del armario y los vasos.

Trent cogió la ampolla de «Marcaina» adulterada y la sacudió con fuerza. La gota de fluido amarillo se había disuelto hacía rato. Volvió la ampolla boca abajo, comprobando si había alguna fuga. Pero el punto de la punción era como él esperaba: hermético.

Trent imaginó con alborozo el efecto que su ampolla pronto produciría en la sala de operaciones del «St. Joseph». Pensó en particular en los engreídos médicos, en los estragos que causaría en aquel encumbrado cuartel. En sus sueños más salvajes, Trent no podía haber emprendido mejor carrera.

Trent odiaba a los médicos. Estos siempre actuaban como si lo supieran todo, cuando en realidad muchos no distinguían su culo de un agujero en la pared, en especial en la Marina. Casi siempre, Trent sabía el doble que el médico, sin embargo él tenía que cumplir sus órdenes En particular, Trent odiaba a aquel auténtico cerdo de médico de la Marina que le había entregado por quedarse unas cuantas anfetaminas. Qué hipócrita. Todo el mundo sabía que los médicos se llevaban drogas e instrumentos y toda clase de objetos desde hacía años. Después estaba el auténtico médico pervertido que se quejó al comandante de Trent de la supuesta conducta homosexual de Trent. Eso fue la gota que colmó el vaso. En lugar de pasar por algún estúpido tribunal militar o lo que demonios tuvieran intención de hacer, Trent había dimitido.

Al menos, cuando salió estaba bien adiestrado. No tuvo ningún problema en encontrar empleos de sanitario. Con la falta de enfermeros que había, vio que podía trabajar donde quisiera. Todos los hospitales le querían, en especial dado que le gustaba trabajar en la sala de operaciones y tenía experiencia en esa área por su trabajo en la Marina.

El único problema de trabajar en un hospital civil, aparte de los médicos, era el resto de personal sanitario. Algunos eran tan horribles como los médicos, en particular los supervisores. Siempre intentaban decirle a uno algo que ya sabía. Pero Trent no los encontraba tan irritantes como los médicos. Al fin y al cabo, eran los médicos los que conspiraban para limitar la autonomía que Trent había tenido para practicar la medicina rutinaria en la Marina.

Trent se metió la ampolla adulterada de «Marcaina» en el bolsillo de su bata blanca de hospital, que estaba colgada en el armario. Al pensar en los médicos recordó al doctor Doherty. Apretó los dientes al imaginar a aquel hombre Pero no era suficiente. Trent no pudo contenerse. Cerró la puerta del armario dando un portazo con tanta fuerza que pareció sacudir todo el edificio. Aquel día precisamente, Doherty, uno de los anestesistas, había tenido la sangre fría de criticar a Trent delante de varias enfermeras. Doherty le había criticado por lo que él denominó técnica estéril descuidada. ¡Y eso lo hacía el subnormal que no se ponía el gorro o la mascarilla correctamente! La mitad de las veces, Doherty ni siquiera llevaba la nariz tapada. Trent estaba furioso.

—Espero que Doherty coja esta ampolla —gruñó Trent.

Lamentablemente, no había forma de poder asegurarse de que Doherty la cogiera. Las probabilidades eran de una contra veinte, a menos que esperara a que Doherty tuviera programada una epidural.—Ah, qué importa —dijo Trent con un gesto de rechazo. Sería divertido quienquiera que cogiera la ampolla.

Ante la nueva situación de fugitivo de Jeffrey aumentaba su indecisión y confusión, ya no tenía la más mínima inclinación hacia el suicidio. No sabía si actuaba con valor o cobardía, pero no quería torturarse más. Aun así, con todo lo que había sucedido, estaba comprensiblemente preocupado por la posibilidad de un nuevo ataque de depresión. Pensándolo mejor, para evitar la tentación, tomó la medida de sacar la ampolla de morfina de la cartera, la destapó y arrojó el contenido por el retrete.

Después de haber tomado al menos una decisión respecto a un tema, Jeffrey se sintió más controlado. Para sentirse aún más organizado, se ocupó redistribuyendo el contenido de la cartera. Amontonó el dinero cuidadosamente, en la base, cubriéndolo con la ropa interior. Después ordenó el contenido de la parte de acordeón, debajo de la tapa, para que cupieran las notas de Chris Everson. Volviendo su atención a las notas, las organizó por su tamaño. Algunas estaban escritas en papel de Chris, que llevaba impreso Del despacho de Chris Everson en la parte superior. Otras estaban escritas en hojas de papel amarillo.

Jeffrey empezó a examinar las notas, casi sin querer. Se alegraba de hacer algo que le apartara la mente de su actual apuro. El historial del caso de Henry Noble fue especialmente fascinante la segunda vez que lo leyó. Una vez más, a Jeffrey le asombraron las similitudes entre la desgraciada experiencia de Chris con aquel hombre y la suya propia con Patty Owen, en particular con respecto a los síntomas iniciales de cada paciente. La principal diferencia entre los dos casos era que el de Patty había sido más fulminante y contundente. Como en ambos casos la «Marcaina» había estado involucrada, el hecho de que los síntomas fueran similares no era de sorprender. Lo que parecía extraordinario era que en ambas situaciones los síntomas iniciales no eran los esperados en una reacción adversa a una anestesia local.

Jeffrey hacía años que ejercía de anestesista, y por tanto estaba familiarizado con los síntomas que se podían producir cuando un paciente tenía una reacción adversa a una anestesia local. Surgían problemas invariablemente cuando una dosis llegaba a la sangre, donde podía afectar o al corazón o al sistema nervioso. Considerando el sistema nervioso, solía ser el sistema central o el autonómico el que causaba problemas, a través de la estimulación o de la depresión, o de una combinación de ambas.

Todo esto cubría un amplio territorio, pero de todas las reacciones que Jeffrey había estudiado, oído hablar o presenciado, ninguna era como la de Patty Owen, la excesiva salivación, el lagrimeo, la transpiración repentina, el dolor abdominal y las pupilas contraídas o mióticas. Algunas de estas respuestas podían producirse en una reacción alérgica, pero no por una sobredosis, yjeffrey tenía motivo para creer que Patty Owen no era alérgica a la «Marcaina».

Evidentemente, a juzgar por sus notas, Chris Everson había tenido problemas parecidos. Chris anotó que los síntomas de Henry Noble eran más muscarínicos que otra cosa, refiriéndose al tipo que se esperaba cuando se estimulaban partes del sistema nervioso parasimpático. Se denominaban muscarínicos porque reflejaban el efecto de una droga llamada muscarina, que procedía de un tipo de seta. Pero no se esperaba estimulación parasimpática con una anestesia local como la «Marcaina». Entonces, ¿por qué había síntomas de muscarina? Era desconcertante.

Jeffrey cerró los ojos. Todo era muy complicado, y, lamentablemente, aunque conocía la base, no tenía frescos en la memoria muchos de los detalles fisiológicos. Pero recordaba lo suficiente para saber que la división simpática del sistema nervioso autonómico era la parte afectada por anestesia local, no la parte parasimpática aparentemente afectada en los casos de Noble y Owen. No había una explicación inmediata a ello.

La profunda concentración de Jeffrey fue interrumpida por un golpe en la pared y, después, unos exagerados gemidos de fingido éxtasis que procedían de la habitación contigua. Tuvo una imagen desagradable de la muchacha con granos en la cara y el hombre calvo. Los gemidos alcanzaron una especie de crescendo y después disminuyeron.

Jeffrey se acercó a la ventana para estirar las piernas. Quedó otra vez bañado en luz de neón roja. Un grupo de personas sin hogar se apiñaba a la derecha del porche del «Essex», presumiblemente frente a la licorería. Varias prostitutas jóvenes hacían la calle. En la esquina había varios jóvenes matones que parecían tomarse mucho interés en las actividades de la zona. Si eran chulos o traficantes de droga, Jeffrey no podía decirlo. Qué vecindario, pensó.

Se apartó de la ventana. Jeffrey había visto lo suficiente. Las notas de Chris estaban esparcidas sobre la cama. Los gemidos de la habitación de al lado habían cesado. Jeffrey intentó repasar la lista de posibilidades de los contratiempos de Noble y Owen. Una vez más se centró en la idea en la que tanto había pensado Chris durante sus últimos días: la posibilidad de un contaminante en la «Marcaina». Suponiendo que ni él ni Chris hubieran cometido un grave error médico —en el caso de Owen, por ejemplo, que él no había utilizado la «Marcaina» al 0,75% que se había encontrado en el cubo de basura— y en vista del hecho de que ambos pacientes habían sufrido síntomas parasimpáticos inesperados sin reacciones alérgicas o anafilácticas, la teoría de Chris de un contaminante tenía una validez considerable.

Jeffrey volvió a la ventana y pensó en las implicaciones dé que hubiera un contaminante en la «Marcaina». Si podía demostrar esta teoría, sería un gran adelanto hacia la absolución de su cargo en el caso Owen. La culpabilidad recaería en la empresa farmacéutica que la había fabricado. Jeffrey no estaba seguro de cómo funcionaría la maquinaria legal una vez que se demostrara semejante teoría. Dados sus recientes encuentros con el sistema judicial, sabía que las riendas girarían lentamente, pero girarían. Quizás el viejo Randolph podría idear una manera de que las ruedas giraran más de prisa. Jeffrey sonrió ante este pensamiento maravilloso: quizá su vida y su carrera podrían salvarse. Pero ¿cómo demostraría que había existido un contaminante en una ampolla que se había utilizado nueve meses atrás?

De repente, Jeffrey tuvo una idea. Se precipitó a las notas de Chris para leer el resumen del caso de Henry Noble. Jeffrey estaba particularmente interesado en la secuencia inicial de los acontecimientos, cuando Chris administró por primera vez la anestesia epidural.

Chris había sacado 2 cc de «Marcaina» de una ampolla de 30 cc para su dosis de prueba, añadiendo su propia adrenalina 1 200 000 Inmediatamente después de esa dosis de prueba comenzó la reacción de Henry Noble. Con Patty Owen, Jeffrey había utilizado una ampolla nueva de 30 cc de «Marcaina» en la sala de operaciones. Su reacción adversa comenzó después de haber sido introducida esta «Marcaina» en su sistema. Para la dosis de prueba, Jeffrey había utilizado una ampolla separada de 2 cc de «Marcaina» de tipo espinal, como tenía por costumbre. Si hubiera habido un contaminante en la «Marcaina», habría tenido que ser en la ampolla de 30 cc en ambas situaciones Eso significaría que Patty había recibido una dosis considerablemente más grande que Henry Noble, una dosis terapéutica completa en lugar de una dosis de prueba de 2 cc. Eso explicaría por qué la reacción de Patty había sido mucho más severa que la de Henry Noble y porque este había logrado vivir una semana.

Por primera vez en meses, Jeffrey vislumbró alguna esperanza de que su antigua vida seguía a su alcance. Podía volver a disfrutar de ella. Durante su defensa, nunca había pensado en la posibilidad de un contaminante. Ahora, de repente, parecía una posibilidad real. Pero requeriría tiempo y un serio esfuerzo investigarlo, y mucho más demostrarlo. ¿Cuál sería el primer paso?

En primer lugar, necesitaba más información. Eso significaba que tendría que quemarse las cejas estudiando la farmacocinética de la anestesia local así como la fisiología del sistema nervioso autónomo. Pero eso sería relativamente fácil. Lo único que necesitaba eran libros La parte difícil sería investigar la idea de un contaminante. Necesitaría tener acceso al informe de patología completo de Patty Owen. Sólo había visto algunas partes de él durante el proceso de averiguación. Además, estaba la cuestión que Kelly había planteado: ¿y la explicación de la ampolla de «Marcaina» al 0,75% hallada en el cubo de basura del aparato de anestesia? ¿Cómo podía haber llegado allí?

Investigar estos asuntos habría sido difícil en las mejores circunstancias. Ahora que se había convertido en convicto y fugitivo, sería del todo imposible. Tendría que entrar en el «Boston Memorial». ¿Podría hacerlo?

Jeffrey fue al cuarto de baño. Frente al espejo, examinó sus facciones a la luz fluorescente. ¿Podría cambiar su aspecto lo suficiente para no ser reconocido? Tenía relación con el «Boston Memorial» desde sus prácticas clínicas de la Facultad. Cientos de personas le conocían de vista.

Jeffrey se llevó una mano a la frente y echó hacia atrás su cabello castaño claro. Se peinó el pelo hacia un lado, haciéndole la raya a la derecha. Si se lo peinaba hacia atrás la frente parecía más ancha. Nunca había llevado gafas. Quizás ahora podría conseguir un par. Y durante casi todos los años que había trabajado en el «Boston Memorial», había llevado bigote. Podría afeitárselo.

Atrapado con este intrigante pensamiento, Jeffrey fue a la otra habitación para recoger su Dopp Kit Volvió al espejo del cuarto de baño. Se enjabonó el bigote y rápidamente se lo afeitó. Le producía una extraña sensación pasarse la lengua por el labio superior desnudo. Se sintió estimulado; ya empezaba a parecer un hombre nuevo.

A continuación, Jeffrey se afeitó las moderadas patillas. La diferencia no era mucha pero imaginó que ayudaría. ¿Podría pasar por otro médico? Tenía los conocimientos; lo que necesitaba era una tarjeta de identidad La seguridad en el «Boston Memorial» se había reforzado considerablemente, signo de los tiempos. Si le pedían la tarjeta de identificación y no podía enseñarla, le atraparían. Sin embargo, necesitaba tener acceso, y los médicos eran los que tenían acceso a todas las áreas del hospital.

Jeffrey siguió pensando. No podía desesperar. Había otro grupo en el hospital que tenía amplio acceso: el personal de la limpieza. Nadie hacía preguntas al personal de la limpieza. Como había pasado muchas noches de guardia en el hospital, Jeffrey recordaba haber visto personal de limpieza por todas partes. Nadie les hacía caso. También sabía que existía un turno de limpieza de once de la noche a siete de la mañana, período que les costaba llenar. Ese turno de noche sería perfecto, imaginó Jeffrey. Sería menos probable que tropezara con gente que le conocía. Durante los últimos años, había trabajado principalmente de día.

Lleno de energía por esta nueva cruzada, Jeffrey anhelaba comenzar inmediatamente. Esto significaba ir a la biblioteca. Si se marchaba enseguida, tendría cerca de una hora hasta que cerraran. Antes de pensárselo por segunda vez, metió las notas de Chris en el lugar que había preparado para ellas.en la cartera y cerró esta.

Por si acaso, Jeffrey cerró la puerta de la habitación con llave. Mientras bajaba la escalera, vaciló. Aquel olor acre y rancio le recordaba a Devlin. Jeffrey sabía algo de los cazarrecompensas, y Devlin sin duda lo era. Jeffrey no abrigaba ilusiones de lo que sucedería si Devlin volvía a pescarle, especialmente después del incidente del aeropuerto. Tras un momento de indecisión, Jeffrey siguió bajando la escalera, resignado. Si quería investigar, tendría que correr algunos riesgos, pero sería necesario permanecer constantemente alerta. Además, convendría tenerlo presente, para disponer de algún plan en caso de tener la mala suerte de encontrarse con Devlin. Abajo, el hombre de la revista se había marchado, pero el recepcionista seguía contemplando el partido de los Red Sox. Jeffrey salió sin ser visto. Buena señal, bromeó para sus adentros. Su primer intento de no ser visto había sido un éxito. Al menos, todavía le quedaba un poco de sentido del humor.

Toda la alegría que Jeffrey había sido capaz de reunir desapareció cuando examinó la escena callejera que se abría ante sus ojos. Sintió una oleada de paranoia aguda cuando se recordó a sí mismo la doble realidad de ser fugitivo y llevar encima 45 000 dólares en efectivo. Directamente al otro lado de donde se encontraba Jeffrey, en las sombras del umbral de un edificio desierto, dos hombres que había visto desde la ventana fumaban crac.Aferrando la cartera, Jeffrey descendió los escalones de la fachada del «Essex». Evitó pisar al pobre hombre que seguía tumbado en el pavimento con su botella envuelta en la bolsa de papel marrón. Jeffrey torció a la derecha. Tenía intención de caminar cinco o seis manzanas hasta el Lafayette Center, que incluía un buen hotel. Allí encontraría un taxi.

Jeffrey se hallaba frente a la licorería cuando vio un coche de la Policía que se acercaba en su dirección. Sin vacilar un instante, se metió en la tienda. El sonido discordante de las campanillas de la puerta crispó los nervios de Jeffrey. Por absurdo que pareciera, no sabía de quién tenía más miedo, si de la gente de la calle o de la Policía.

—¿Puedo ayudarle en algo? —le preguntó un hombre con barba desde detrás del mostrador.

El coche de la Policía redujo velocidad, y pasó de largo. Jeffrey tomó asiento. No sería fácil.

—¿Puedo ayudarle en algo? —repitió el hombre.

Jeffrey compró una botella de medio litro de vodka. Si la Policía regresaba, quería que su visita a la tienda pareciera legítima. Pero no fue necesario. Cuando salió de la tienda, el coche de la Policía no estaba a la vista. Aliviado, Jeffrey torció a la derecha, con intención de apresurarse. Pero se detuvo en seco, chocando prácticamente con uno de los hombres sin hogar que antes había visto. Sobresaltado, Jeffrey levantó la mano libre para protegerse.

—¿Tienes suelto, amigo? —preguntó el hombre, vacilante.

Era evidente que estaba bebido. Tenía una herida fresca en la sien. Uno de los cristales de sus gafas de montura negra estaba resquebrajado.

Jeffrey retrocedió. El hombre era casi tan alto como Jeffrey, pero tenía el cabello oscuro, casi negro. Su cara estaba cubierta con una espesa barba, lo que sugería que hacía meses que no se afeitaba. Pero lo que llamó la atención de Jeffrey fue su ropa. Iba vestido con un andrajoso traje completo y una camisa azul manchada y a la que le faltaban algunos botones. Llevaba una corbata regimental aflojada y con varias manchas verdes. La impresión de Jeffrey fue que el hombre se había vestido un día para ir a trabajar y no había regresado a casa.

—¿Qué ocurre? —preguntó el hombre con voz vacilante—. ¿No habla inglés?

Jeffrey revolvió en el bolsillo de su pantalón en busca de las monedas que le habían dado al comprar la botella de vodka. Cuando dejó el dinero en la mano del hombre, Jeffrey le examinó el rostro. Sus ojos, aunque vidriosos, parecían amables. Jeffrey se preguntó qué habría conducido a aquel hombre a semejantes circunstancias desesperadas. Sintió una extraña afinidad con aquella persona sin hogar y su desconocida situación. Se estremeció al pensar en la fina línea que le separaba a él de un destino similar. La identificación le resultó más fácil dado que el hombre aparentaba una edad similar a la de Jeffrey.

Como esperaba, Jeffrey encontró fácilmente un taxi en las proximidades del hotel de lujo. Desde allí sólo tardó quince minutos en llegar a la zona médica de Harvard. Eran poco más de las once cuando Jeffrey entró en la Biblioteca Médica Countway.

Entre los libros y los pequeños cubículos de estudio, Jeffrey se sentía como en casa. Utilizó una de las terminales de ordenador para conseguir los códigos de varios libros sobre la fisiología del sistema nervioso vegetativo y la farmacología de la anestesia local. Con estos libros en la mano se acercó a uno de los cubículos frente al patio interior y cerró la puerta. Al cabo de unos minutos se hallaba absorto en las complicaciones de la conducción del impulso nervioso.

Jeffrey no tardó mucho en comprender por qué Chris había subrayado la palabra «nicotínico». Aunque la mayoría de la gente creía que la nicotina era un ingrediente activo presente en los cigarrillos, en realidad era un tóxico, y más específicamente un veneno, que causaba la estimulación y el posterior bloqueo de los ganglios vegetativos. Muchos de los síntomas asociados con la nicotina eran los mismos que los causados por la muscarina: salivación, sudor, dolor abdominal y lagrimeo… los mismos síntomas que habían aparecido en Patty Owen y Henry Noble. Incluso causaba la muerte a concentraciones sorprendentemente bajas.

Todo esto hizo ver a Jeffrey que si pensaba en un contaminante, tendría que haber sido un compuesto parecido hasta cierto punto a la anestesia local, algo como la nicotina. Pero no podía haber sido nicotina, pensó Jeffrey. El informe de toxicología de Henry Noble había sido negativo; algo como la nicotina habría aparecido.

Si había existido un contaminante, también tendría que haber sido en una cantidad extremadamente pequeña. Por lo tanto, no habría tenido que ser algo extraordinariamente potente. En cuanto a qué podía haber sido, Jeffrey no tenía idea. Pero al leer, Jeffrey tropezó con algo que recordaba de la Facultad de Medicina pero que no había pensado en ella desde entonces. La toxina botulínica, una de las sustancias más tóxicas conocidas por el hombre, era igual a la anestesia local en su capacidad de «congelar», las membranas de la neurona en la sinapsis. Sin embargo, Jeffrey sabía que no veía envenenamiento por botulismo. Sus síntomas eran completamente diferentes; los efectos muscarínicos quedaban bloqueados, no estimulados.

Jamás el tiempo había transcurrido tan de prisa. Antes de que Jeffrey se diera cuenta, la biblioteca estaba a punto de cerrar. De mala gana, recogió las notas de Chris Everson y las que él acababa de tomar. Con los libros en una mano y la cartera en la otra, descendió hasta el primer piso. Dejó los libros sobre el mostrador para que los guardaran y se encaminó a la puerta. De repente, se paró.

Delante de él, un encargado detenía a la gente para que abrieran sus paquetes, mochilas, bolsos y, por supuesto, las carteras. Era una práctica corriente para reducir al mínimo la pérdida de libros, pero Jeffrey lo había olvidado. No quería ni pensar en la reacción que podría tener el guardia de la biblioteca si veía los montones de billetes de cien dólares. Eso por tratar de pasar inadvertido.

Jeffrey dio media vuelta y fue a la sección de periódicos, y se escondió detrás de un cartel anunciador que le llegaba hasta el hombro. Abrió la cartera y se embutió los paquetes de dinero en los bolsillos. Para hacer espacio, se sacó la botella de vodka del bolsillo lateral de la chaqueta y la metió en la cartera. Era mejor que el guardia creyera que era bebedor que traficante de drogas o ladrón.

Jeffrey pudo salir de la biblioteca sin problemas. Le parecía que llamaba la atención con los bolsillos tan abultados, pero en aquellos momentos no podía hacer nada más.

Prácticamente no había taxis en Huntington Avenue a aquellas horas de la noche. Después de haberlo intentado durante diez minutos sin ningún resultado, llegó el tranvía de la línea verde. Jeffrey subió, pues le parecía que era más prudente mantenerse en movimiento.

Jeffrey tomó uno de los asientos orientados en paralelo al vehículo y se colocó la maleta sobre las rodillas. Notaba los paquetes de dinero que llevaba en los pantalones, en particular los que llevaba atrás y sobre los que estaba sentado. Mientras el tranvía avanzaba, Jeffrey permitió que sus ojos recorrieran el interior del vehículo. Igual que en los Metros de Boston, nadie decía nada. Todo el mundo miraba al frente inexpresivamente, como si estuvieran en trance. Los ojos de Jeffrey toparon con los de los demás viajeros que iban sentados delante de él. La gente que con hosquedad le devolvía la mirada le hacía sentirse transparente. Le asombró ver cuánta de aquella gente le parecía que eran criminales.

Jeffrey cerró los ojos y repasó parte del material que acababa de leer, considerándolo a la luz de la experiencia que había tenido con Patty Owen y la de Chris con Henry Noble. Le había sorprendido una información referente a la anestesia local. En la sección señalada como «reacciones adversas», había leído que ocasionalmente se encontraban pupilas mióticas o contraídas. Eso era nuevo para Jeffrey. Excepto en Patty Owen y Henry Noble, nunca lo había visto clínicamente ni lo había leído. No había explicación del mecanismo fisiológico, y Jeffrey no podía explicarlo. Y en el mismo artículo se decía que normalmente se veía midiasis, o aumento de las pupilas. En ese punto Jeffrey abandonó el tema del tamaño de las pupilas. Nada de aquello tenía sentido y sólo le confundía más.

Cuando el tranvía de pronto se sumergió bajo tierra, el ruido sobresaltó a Jeffrey. Abrió los ojos con terror y dejó escapar un pequeño jadeo. No se había dado cuenta de lo nervioso que estaba. Empezó a respirar profunda y regularmente para calmarse.

Al cabo de uno o dos minutos, los pensamientos de Jeffrey volvieron a los casos. Se dio cuenta de que existía otra similitud entre los casos de Noble y Owen que no había tenido en cuenta Henry Noble había estado paralizado la semana que vivió: Fue como si hubiera tenido la anestesia espinal total irreversible. Como Patty había muerto, Jeffrey no tenía idea de si había sufrido parálisis en caso de haber vivido. Pero su bebé había sobrevivido y mostraba una notable parálisis residual. Se había supuesto que la parálisis del bebé derivaba de una falta de oxígeno en el cerebro, pero ahora Jeffrey no estaba tan seguro. La extraña asimetría siempre le había preocupado. Quizás esta parálisis era una clave adicional, que podría ser utilizada para identificar un contaminante.

Jeffrey se apeó en Park Street y subió a la calle. Evitando el encuentro con varios policías, tomó presuroso Winter Street, dejando atrás la atestada zona de Park Street. Mientras caminaba, pensó más en serio en lo de volver al «Boston Memorial Hospital» ahora que había leído algunas cosas.

La idea de convertirse en parte del personal de limpieza tenía muchas ventajas pero un problema: para solicitar un empleo necesitaría proporcionar algún tipo de identificación así como un número válido de seguridad social. En la era de los ordenadores, Jeffrey sabía que no podía inventárselo.

Debatía el problema de la identificación cuando llegó a la calle donde se encontraba el «Essex Hotel». A media manzana de la licorería, que todavía estaba abierta, se detuvo. La imagen del hombre del traje andrajoso acudió a su mente. Los dos eran aproximadamente de la misma altura y edad. Jeffrey cruzó la calle y se acercó al solar vacío al lado de la licorería Una farola colocada estratégicamente arrojaba suficiente luz a la zona. A una cuarta parte del terreno había un alero de cemento que sobresalía de uno de los edificios colindantes que parecía un viejo muelle de carga. Debajo, Jeffrey distinguió varias figuras, algunas de pie, otras tumbadas en el suelo.

Se detuvo y aguzó el oído, y oyó la conversación. Dominando sus recelos, se encaminó al grupo. Jeffrey pisó con cautela un lecho de ladrillos rotos y se acercó al alero. Un fétido olor a seres humanos sin lavar le asaltó los sentidos. La conversación cesó. Varios ojos legañosos le miraron con suspicacia en la semioscuridad.

Jeffrey tenía la sensación de ser un intruso en otro mundo. Con creciente ansiedad, buscó al hombre del traje andrajoso, pasando la mirada rápidamente de una figura oscura a la siguiente. ¿Qué haría si estos hombres de repente se abalanzaban sobre él?

Encontró al hombre que buscaba. Era uno de los que estaban sentados en el semicírculo. Jeffrey se acercó más. Nadie hablaba Había en el aire una carga eléctrica de expectación, como si una chispa pudiera causar una explosión. Ahora todos los ojos seguían a Jeffrey. Incluso algunos de los que estaban tumbados ahora se habían incorporado y le miraban fijamente.

—Hola —dijo Jeffrey simplemente cuando se encontró delante del hombre. Este no se movió. Nadie se movió—. ¿Me recuerdas? —preguntó Jeffrey. Se sentía como un tonto, pero no se le ocurrió otra cosa que decir—. Hace más o menos una hora te he dado algunas monedas. Aquí detrás, frente a la licorería —Jeffrey señaló por encima de su hombro.

Él hombre no respondió.

—He pensado que quizá querrías un poco más —dijo Jeffrey.

Se metió la mano en el bolsillo y, apartando el paquete de billetes de cien dólares, sacó algunas monedas y varios billetes pequeños. Se los ofreció al hombre. Este alargó la mano y cogió las monedas.

—Gracias, compañero —dijo; intentando ver las monedas en la oscuridad.

—Tengo más —dijo Jeffrey—. De hecho, aquí tengo un billete de cinco dólares, y estoy dispuesto a apostarlo a que estás tan borracho, Que no recuerdas tu número de la seguridad social.

—¿Qué quieres decir? —farfulló el hombre poniéndose en pie torpemente. Otros dos hombres le siguieron. El hombre que le interesaba a Jeffrey se ladeó como si fuera a caerse, pero se enderezó. Parecía más borracho que antes—. Es el 139-32-1560. Ese es mi número de la seguridad social.

—¡Ah, claro! —dijo Jeffrey con gesto de rechazo—. Acabas de inventártelo.

—¡Al diablo! —exclamó el hombre, indignado. Con un gesto amplio que por poco le hizo perder el equilibrio, buscó su cartera. Volvió a tambalearse, haciendo esfuerzos para sacarla del bolsillo de los pantalones. Cuando la hubo sacado, revolvió en ella para sacar no una cartilla de la seguridad social, sino su licencia de taxista. Al hacerlo se le cayó la cartera. Jeffrey se inclinó para recogerla. Advirtió que no había dinero.

—¡Mira aquí! —exclamó el hombre—. Lo que te he dicho.

Jeffrey le entregó la cartera y cogió la licencia. No veía el número, pero no le importaba.

—Está bien, supongo que tenías razón —dijo, después de fingir que la examinaba.

Le entregó un billete de cinco dólares, que el hombre agarró con ansia. Pero uno de los otros hombres se lo arrebató de la mano.

—¡Devuélveme eso! —gritó el hombre.

Otro de los hombres había avanzado colocándose detrás de Jeffrey. Este se metió la mano en el bolsillo y sacó más monedas.

—Hay para todo el mundo —dijo arrojándolas al suelo. Todos, menos Jeffrey, se precipitaron a cogerlas. Jeffrey aprovechó la ocasión para dar media vuelta y echar a correr todo lo de prisa que se atrevió a través del solar lleno de escombros hacia la calle.

De nuevo en la habitación del hotel, apoyó la licencia en el borde del lavabo y comparó su imagen con la de la foto de la licencia. La nariz era completamente distinta. No podía hacer nada por ello. Sin embargo, si se oscurecía el cabello y se lo peinaba hacia atrás con un poco de gel, tal como había pensado hacer, y si añadía unas gafas de montura negra, quizá funcionaría. Pero al menos, tenía un número válido de seguridad social asociado a un nombre y una dirección auténticos: Frank Amendola, de 1617 Sparrow Lane, Framingham, Massachusetts.