Martes, 16 de mayo, 1989
21.42 horas
—Tengo buenas noticias y tengo malas noticias —dijo Devlin a Michael Mosconi—. ¿Qué quieres oír primero?
Devlin llamaba desde uno de los teléfonos del aeropuerto de la sección de equipajes, debajo de las puertas de salida de la «Pan Am». Había peinado la terminal en busca de Jeffrey, sin suerte. El policía había ido a alertar a los otros oficiales del aeropuerto. Devlin llamaba a Michael Mosconi para recibir apoyo adicional. A Devlin le sorprendía que el médico tuviera tanta suerte como para haber escapado.
—No estoy de humor para bromas —dijo Mosconi irritado—. Dime lo que tengas que decirme y acaba.
—Vamos, anímate. ¿La buena noticia o la mala? —Devlin disfrutaba tomando el pelo a Mosconi porque este era un blanco fácil.
—Primero la buena —dijo Mosconi furioso, jurando en voz baja—. Y será mejor que sea buena.
—Depende de tu punto de vista —dijo animoso Devlin—. La buena noticia es que me debes unos cuantos billetes. Hace unos minutos he impedido que el buen doctor subiera a bordo de un avión para Rio de Janeiro.
—¿No es broma? —dijo Mosconi.
—No es broma, y tengo el billete para demostrarlo.
—¡Eso es fantástico, Dev! —dijo Mosconi excitado—. ¡Dios mío, la fianza de ese hombre es de quinientos mil dólares! Eso me habría arruinado. ¿Cómo demonios lo has hecho? Quiero decir, ¿cómo sabías que iba a intentar fugarse? Tenía que encargártelo a ti. ¡Eres asombroso, Dev!
—Es tan bonito que te quieran —dijo Devlin—. Pero olvidas la mala noticia. —Sonrió maliciosamente, sabiendo cuál iba a ser la reacción de Mosconi.
Hubo una breve pausa antes de que Mosconi dijera con un gruñido:
—¡Está bien, dame la mala noticia!
—De momento, no sé dónde está el buen doctor. Está en algún lugar de Boston. Le he atrapado, pero el muy hijoputa me ha golpeado con su cartera antes de que pudiera esposarle. No lo esperaba, ya que era médico y todo eso.
—¡Tienes que encontrarle! —gritó Mosconi—. ¿Por qué demonios confié en él? Tendré que hacerme mirar la cabeza.
—He explicado la situación a la Policía del aeropuerto —dijo Devlin—. Así que estarán alerta. Mi corazonada es que no volverá a intentar coger un avión. Al menos no desde Logan. Ah, y tengo su coche confiscado.
—¡Quiero que encuentres a ese tipo! —dijo Mosconi amenazador—. Quiero verle en prisión. Pronto. ¿Me oyes, Devlin?
—Te oigo, amigo, pero no oigo ninguna cifra. ¿Qué me ofreces a cambio de traerte a este peligroso criminal?
—¡Déjate de bromas, Dev!
—Eh, no bromeo. El doctor podría no ser tan peligroso, pero quiero saber cuánto te interesa ese tipo. La mejor manera de saberlo es que me digas qué clase de recompensa recibiré yo.
—Atrápale, y después ya hablaremos de números.
—Michael, ¿por quién me tomas? ¿Por un tonto?
Hubo un tenso silencio. Devlin lo quebró.
—Bueno, quizá vaya a cenar, y después a algún espectáculo. Ya nos veremos, macho.
—¡Espera! —dijo Michael—. Está bien… partiremos los honorarios. Veinticinco mil.
—¿Partir los honorarios? —dijo Devlin—. Esa no es la tarifa acostumbrada, amigo.
—Sí, pero este tipo no es uno de esos asesinos armados y de sangre fría con los que sueles tener que tratar.
—No veo la diferencia —dijo Devlin—. Si llamas a cualquier otro, te pedirá el diez por ciento del total. Eso son cincuenta de los grandes.
Pero te diré lo que vamos a hacer. Como nos conocemos de mucho tiempo, te lo haré por cuarenta de los grandes y puedes quedarte diez para llenar aquellos papeles.
Mosconi detestaba ceder, pero no se hallaba en situación de regatear.
—Está bien, hijo de puta —dijo—. Pero quiero al médico lo antes posible, antes de que pierda el derecho a la fianza. ¿Comprendido?
—Dedicaré al asunto toda mi atención —dijo Devlin—. Especialmente ahora que has insistido en ser generoso. Entretanto, hemos de bloquear las salidas usuales de la ciudad. El aeropuerto ya está cubierto, pero queda la estación de autobuses, los ferrocarriles y las agencias de alquiler de coches.
—Llamaré al sargento de Policía de guardia —dijo Mosconi—. Esta noche debe de ser Albert Norostadt, así que no habrá ningún problema. ¿Qué vas a hacer?
—Vigilaré la casa del doctor —dijo Devlin—. Supongo que aparecerá por allí o llamará a su esposa. Si llama a su esposa, ella probablemente irá donde esté él.
—Cuando le encuentres, trátale como si hubiera asesinado a doce personas —dijo Mosconi—. No seas blando con él. Y Dev, esto es serio. En este momento realmente no me importa mucho si lo traes vivo o muerto.
—Si te aseguras de que permanece en la ciudad, le cogeré. Si tienes algún problema con la Policía, puedes comunicarte conmigo por el teléfono del coche.
El humor del taxista de Jeffrey mejoró a medida que el importe del trayecto aumentaba en el taxímetro. Incapaz de decidir adonde ir, Jeffrey hizo que el hombre condujera sin rumbo por Boston. Cuando recorrían la periferia del Boston Garden por tercera vez, el taxímetro llegó a los treinta dólares.
Jeffrey tenía miedo de ir a casa. Seguro que su casa sería el primer lugar al que Devlin iría a buscarle. De hecho, Jeffrey tenía miedo de ir a cualquier parte. Tenía miedo de ir a la estación de autobuses o de ferrocarril por temor a que las autoridades ya hubieran dado la alarma. Que supiera, todos los policías de Boston podían estar buscándole.
Jeffrey pensó en llamar a Randolph para ver qué podía hacer el abogado, si es que podía hacer algo, para devolver las cosas al estado en que se encontraban antes de lo del aeropuerto. Jeffrey no se sentía optimista, pero valía la pena probar esa posibilidad. Al mismo tiempo, decidió que haría bien registrándose en algún hotel, aunque no uno de los mejores. Los buenos hoteles probablemente serían el segundo lugar donde Devlin le buscaría.
Inclinándose hacia la división de «plexiglás», Jeffrey preguntó al taxista si conocía algún hotel barato. El taxista pensó unos momentos.
—Bueno —dijo—, está el «Plymouth Hotel».
El «Plymouth» resultó una posada grande.
—Algo menos conocido. No me importa si es un poco sórdido. Busco algo poco llamativo, mediocre.
—El «Essex» —dijo el taxista.
—¿Dónde está? —preguntó Jeffrey.
—Al otro lado de la zona de combate —dijo el conductor.
Miró a Jeffrey por el retrovisor para ver si daba muestras de conocerlo. El «Essex» era un tugurio, más una pensión de poca categoría que un hotel. Era frecuentado por muchas de las prostitutas de la zona.
—¿Es de baja calidad? —preguntó Jeffrey.
—Todo lo bajo que yo me hundiría.
—Parece perfecto —dijo Jeffrey—. Vayamos allí.
Volvió a recostarse en el asiento. El hecho de que nunca hubiera oído hablar del «Essex» parecía prometedor, ya que llevaba en la zona de Boston casi veinte años, desde el principio de la Facultad de Medicina.
El conductor giró a la izquierda en Boylston, y se dirigió hacia el centro de la ciudad. Allí, el barrio caía en picado. En contraste con las zonas elegantes alrededor del Boston Ganden, había edificios abandonados, tiendas de pornografía y calles llenas de basura. Los que carecían de hogar se distribuían en los callejones y se acurrucaban en los escalones de la entrada de los edificios. Cuando el taxi tuvo que detenerse hasta que cambiara la luz del semáforo, una muchacha con la cara llena de granos y vestida con una falda obscenamente corta alzó las cejas a Jeffrey en gesto sugerente. No aparentaba más de quince años.
El letrero de neón rojo en la fachada del «Essex Hotel» se había convenido en SEX EL; las otras letras faltaban. Al ver lo decrépito que Parecía el lugar, Jeffrey no tuvo un momento de vacilación. Miró por la ventanilla del taxi y examinó con cautela la sucia fachada de ladrillos del hotel. Sórdido era un adjetivo demasiado suave. Un borracho, aferrando aún la botella envuelta en su bolsa de papel marrón, se desplomó a la derecha de los escalones de la fachada.
—Lo quería barato —dijo el taxista—. Barato lo es.
Jeffrey le entregó un billete de cien dólares que sacó de la cartera.
—¿No tiene nada más pequeño? —se quejó el taxista.
Jeffrey negó con la cabeza.
—No tengo cuarenta y cinco dólares.
El taxista suspiró y efectuó un elaborado ritual pasivoagresivo para entregar el cambio a Jeffrey. Este decidió que sería mejor no dejar a su paso un taxista enfadado, y le dio diez dólares de propina. El taxista incluso le dio las gracias y le deseó buenas noches antes de marcharse.
Jeffrey volvió a examinar el hotel. A la derecha había un edificio vacío, cuyas ventanas, excepto las de la planta baja, estaban tapiadas En la planta baja había una casa de empeños y una tienda de videos de clasificación X. A la izquierda había un edificio de oficinas en igual estado ruinoso que el «Essex Hotel». Después del edificio de oficinas había una licorería, cuyas ventanas estaban cubiertas de barrotes como una fortaleza. Después de la licorería había un solar vacío lleno de basura y ladrillos rotos.
Con la cartera en la mano y a todas luces fuera de su ambiente, Jeffrey subió los escalones y entró en el «Essex Hotel».
El interior del hotel era tan elegante como el exterior. El mobiliario del vestíbulo consistía en un solo sofá desvencijado y media docena de sillas metálicas plegables. La única decoración de la pared era un teléfono público. Había un ascensor, pero el cartel colgado en la puerta decía NO FUNCIONA. Al lado del ascensor había una pesada puerta con una abertura con tela metálica que daba a un hueco de escalera. Con una sensación de abatimiento, Jeffrey se acercó al mostrador de recepción.
Detrás del mostrador, un hombre vestido pobremente, de unos sesenta años, miró a Jeffrey con suspicacia. Sólo los traficantes de drogas iban al «Essex» con cartera. El empleado había estado mirando la televisión de pantalla pequeña en blanco y negro con antena de cuernos. Llevaba el pelo descuidado y barba de tres días. Lucía una corbata, pero la llevaba aflojada y tenía manchas de salsa en la parte inferior.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó, examinando rápidamente a Jeffrey. Ayudar parecía lo último que haría.
Jeffrey asintió.
—Querría una habitación.
—¿Tiene reserva? —preguntó el hombre.
Jeffrey no podía creer que el hombre hablara en serio. ¿Reserva en un tugurio como aquel? Pero no quería ofenderle. Jeffrey decidió seguirle el juego.—No, no tengo reserva —dijo.
—Las tarifas son de diez dólares una hora o veinticinco la noche —dijo el hombre.
—¿Y dos noches? —preguntó Jeffrey.
El hombre se encogió de hombros.
—Cincuenta dólares más impuestos, por adelantado —dijo.
Jeffrey firmó «Richard Bard». Dio al recepcionista el cambio que le había dado el taxista y añadió uno de cinco y varios de uno de su bolsillo. El hombre le dio una llave colgada de una cadenita y una placa metálica que tenía la inscripción 5F grabada en la superficie.
La escalera daba la primera y única indicación de que el edificio en otro tiempo había sido casi elegante. Los escalones eran de mármol blanco, ahora manchado y estropeado. La adornada barandilla era de hierro forjado festoneada con decorativos remolinos y volutas.
La habitación de Jeffrey daba a la calle. Cuando abrió la puerta, la única iluminación de la estancia procedía del resplandor rojo sangre del desvencijado letrero de neón de la fachada. Jeffrey encendió la luz y examinó su nuevo hogar. Las paredes hacía siglos que no se pintaban. La pintura que quedaba estaba arañada y se desprendía. Era difícil determinar cuál había sido el color original; parecía algo entre el gris y el verde. El escaso mobiliario consistía en una cama individual, una mesilla de noche con una lámpara sin pantalla, una mesa de baraja y una silla de madera. La colcha de la cama era de pana aterciopelada con varias manchas verdosas. Una puerta con delgados paneles conducía al cuarto de baño.
Por un momento, Jeffrey dudó si entrar o no, pero no tenía elección. Decidió intentar sacar el máximo provecho de la situación. Cruzó el umbral, y cerró la puerta con llave. Se sentía terriblemente solo y aislado. Verdaderamente no podía estar más hundido.
Jeffrey se sentó en la cama; luego, se tumbó, manteniendo ambos pies firmemente en el suelo. No se había dado cuenta de lo exhausto que estaba hasta que su espalda tocó el colchón. Le habría gustado enroscarse unas horas, tanto para huir como para descansar, pero sabía que no era momento de dormir. Tenía que elaborar una estrategia, algún plan. Pero primero tenía que hacer algunas llamadas telefónicas.
Como no había teléfono en la habitación del destartalado hotel, Jeffrey tuvo que ir al vestíbulo para telefonear. Se llevó la cartera consigo, temeroso de dejarla sólo incluso uno o dos minutos.
Abajo, el recepcionista dejó de mala gana el juego de los Red Sox Para dar cambio a Jeffrey de manera que este pudiera utilizar el teléfono. Su primera llamada fue para Randolph Bingham. Jeffrey no tenía que ser abogado para saber que necesitaba desesperadamente consejo legal sensato. Mientras Jeffrey esperaba la comunicación, la misma chica con la cara llena de granos; que había visto a través de la ventanilla del taxi entró por la puerta de la calle. Iba con un hombre calvo de aspecto nervioso, que llevaba una pegatina en la solapa que decía: ¡Hola! Soy Harry. Evidentemente, era un asistente a una convención que buscaba la emoción de poner su vida en peligro. Jeffrey volvió la espalda a la transacción que tenía lugar en el mostrador de recepción. Randolph respondió al teléfono con su familiar acento aristocrático.
—Tengo un problema —dijo Jeffrey sin decir siquiera quién era.
Pero Randolph le reconoció la voz inmediatamente. Con unas pocas frases sencillas, Jeffrey puso a Randolph al corriente. No se dejó nada, ni el golpe que le había dado a Devlin con la cartera a plena vista de un policía y la posterior persecución por la terminal del aeropuerto.
—Dios mío —fue lo único que pudo decir Randolph cuando Jeffrey terminó. Luego, casi enfadado, añadió—: Esto no ayudará a su apelación. Y en cuanto a la sentencia; sin duda influirá.
—Lo sé —dijo Jeffrey—. Podía haberlo imaginado. Pero no le he llamado para que me diga que tengo problemas. Eso ya me lo había figurado sin su consejo. Neccesito saber qué puede hacer para ayudarme.
—Bueno, antes de que yo haga nada, usted tiene que entregarse.
—Pero…
—Ningún pero. Ya se ha puesto en una posición extremadamente precaria con respecto al tribunal.
—Y si me entrego, ¿no es probable que el tribunal me niegue la fianza por completo?
—Jeffrey, no tiene elección. A la luz de su intento de huir del país, no ha hecho exactamente mucho para estimularles su confianza en usted.
Randolph iba a decir más, pero Jeffrey le interrumpió.
—Lo siento, pero no estoy preparado para ir a la cárcel. Por favor, haga lo que pueda por su parte. Volveré a ponerme en contacto.
Jeffrey colgó el receptor con violencia. No podía culpar a Randolph por el consejo que le había dado. En algunos aspectos era como con la Medicina: a veces el paciente no quería oír la terapia propuesta por el médico.
Con la mano sobre el receptor, Jeffrey regresó a la zona de recepción para ver si alguien había oído su conversación. La joven con la minifalda y su cliente habían desaparecido escaleras arriba, y el recepcionista volvía a estar pegado a su pequeño aparato de televisión. Había aparecido otro hombre, que aparentaba más de sesenta años, sentado en el andrajoso sofá hojeando una revista.
Jeffrey metió otra moneda en el teléfono y llamó a casa.
—¿Dónde estás? —preguntó Carol en cuanto Jeffrey murmuró un apagado hola.
—Estoy en Boston —le dijo. No iba a decirle nada más específico, pero le parecía que le debía eso. Sabía que estaría furiosa porque se había marchado sin decir una palabra, pero quería avisarle por si Devlin volvía. Y quería que recogiera el coche. Aparte de eso, no esperaba nada parecido a la compasión. Lo que recibió fue una oleada de furia.
—¿Por qué no me has dicho que te ibas de casa? —gruñó Carol—. He tenido paciencia permaneciendo a tu lado todos estos meses, y así es como me lo agradeces. He mirado por toda la casa hasta que me he dado cuenta de que tu coche no estaba.
—Necesito hablarte del coche —dijo Jeffrey.
—No me interesa tu coche —dijo Carol con aspereza.
—¡Carol, escúchame! —gritó Jeffrey. Cuando oyó que ella iba a darle la oportunidad de hablar, bajó la voz, formando pantalla con la mano sobre el receptor—. Mi coche está en el aeropuerto, en el aparcamiento central. El resguardo está en el cenicero.
—¿Tienes intención de fugarte? —preguntó incrédula Carol—. ¡Perderemos la casa! Firmé aquel derecho de retención de buena fe…
—¡Hay cosas más importantes que la casa! —gritó Jeffrey a su pesar. Volvió a bajar la voz—. Además, la casa del Cabo no tiene hipoteca. Puedes quedártela si te preocupa el dinero.
—Todavía no me has contestado —dijo Carol—. ¿Tienes intención de fugarte?
—No lo sé —suspiró Jeffrey. Realmente no lo sabía. Era la verdad. Aún no había tenido tiempo de pensar las cosas—. Oye, el coche está en el segundo nivel. Si lo quieres, bien. Si no, también.
—Quiero hablar contigo de nuestro divorcio —dijo Carol—. Ya se ha aplazado demasiado. Por mucho que comprenda tus problemas, que los comprendo, tengo que seguir viviendo.
—Tendré que ponerme en contacto contigo de nuevo —dijo Jeffrey irritado. Después, también colgó.
Meneó la cabeza con tristeza. No podía recordar siquiera una época que hubiera existido calor entre Carol y él. Las relaciones agonizantes eran horribles. Él estaba huido y todo lo que a ella le preocupaba era la propiedad y el divorcio. Bueno, suponía que ella tenía que seguir viviendo. De un modo u otro, aquello no duraría mucho más. Se desharía de él para siempre.
Jeffrey miró el teléfono. Lo que quería hacer era llamar a Kelly. Pero ¿qué diría? ¿Admitiría que había intentado huir y había fracasado? Jeffrey estaba lleno de indecisión y confusión.
Recogió su cartera y cruzó el vestíbulo con grandes pasos, evitando conscientemente mirar a los dos hombres.
Sintiéndose más solo que antes, subió los cuatro tramos de sucias escaleras y regresó a su deprimente habitación. Se quedó junto a la ventana, bañada de resplandor rojo de neón, preguntándose qué haría. Ah, cuánto quería llamar a Kelly, pero no podía. Estaba demasiado turbado. Se acercó a la cama y se preguntó si podría dormir. Tenía que hacer algo. Miró su cartera.