Martes, 16 de mayo, 1989
19.49 horas
Jeffrey se detuvo junto a la puerta del garaje, bajó del coche y se desperezó. Podía oler el océano. Como península que se adentraba en el océano Atlántico, todo Marblehead se hallaba cerca del agua. Inclinándose dentro del coche, arrastró la cartera hacia sí y la levantó en el aire. Cerró la portezuela y subió los escalones de la fachada.
Mientras caminaba notó la belleza de lo que le rodeaba. Los pájaros cantaban como locos en el árbol de hoja perenne del jardín delantero y una gaviota chillaba a lo lejos. Un macizo de rododendros estaba en plena floración con una explosión de color a lo largo de la fachada de la casa. Preocupado como había estado por sus problemas durante los últimos meses, Jeffrey se había perdido completamente la encantadora transición del lóbrego invierno de Nueva Inglaterra a la gloriosa primavera. Ahora la apreciaba por primera vez aquel año. El efecto de haber visitado a Kelly seguía muy vivo en su mente.
Al llegar a la puerta de la calle, Jeffrey recordó la maleta. Vaciló un momento, y decidió que podía cogerla más tarde. Metió la llave en la puerta y entró.
Carol estaba de pie en el recibidor, las manos a las caderas. Por su expresión Jeffrey comprendió que estaba furiosa. Bienvenido a casa, Pensó Jeffrey.
¿Y cómo te ha ido el día? Dejó la cartera.
—Son casi las ocho —dijo Carol con impaciencia mal disimulada. Sé muy bien qué hora es.
—¿Dónde has estado?
Jeffrey colgó la chaqueta. La actitud inquisitiva de Carol le fastidiaba. Quizá debería haber llamado. En los viejos tiempos lo habría hecho, pero ahora no era un tiempo normal ni por asomo.
—Yo no te pregunto dónde has estado tú —dijo Jeffrey.
—Si voy a retrasarme hasta casi las ocho de la noche, siempre llamo —dijo Carol—. Es simple cortesía.
—Supongo que no soy una persona cortés —dijo Jeffrey.
Estaba demasiado cansado para discutir. Recogió su cartera, con intención de ir directamente a su habitación. No tenía ningún interés en pelear con Carol. Pero entonces se detuvo. Había aparecido un hombre corpulento, apoyado con indiferencia en la puerta que conducía a la cocina. Los ojos de Jeffrey captaron inmediatamente la cola de caballo, la ropa tejana, las botas de vaquero y los tatuajes. Llevaba un pendiente de oro en una oreja y sostenía una botella de «Kronenbourg» en la mano.
Jeffrey miró a Carol con aire interrogador.
—Mientras tú estabas haciendo Dios sabe qué —soltó Carol—, yo he estado aguantando a este cerdo. Y todo por culpa tuya. ¿Dónde has estado?
Los ojos de Jeffrey pasaron de Carol al extraño y de nuevo a Carol. No tenía ni idea de lo que sucedía. El extraño hizo un guiño y sonrió al oír la referencia nada lisonjera de Carol como si hubiera sido un cumplido.
—A mí también me gustaría saber dónde has estado, amigo —dijo el matón—. Ya sé dónde has estado.
Tomó un trago de cerveza y sonrió. Actuaba como si se lo pasara bien.
—¿Quién es este hombre? —preguntó Jeffrey a Carol.
—Devlin O’Shea —ofreció el extraño. Se apartó de la puerta y se puso al lado de Carol—. Yo y la guapa señorita hemos estado horas esperándote. —Hizo ademán de pellizcar a Carol en la mejilla, pero ella le apartó la mano de un golpe—. Una chica muy cachonda. —Se rio.
—Quiero saber qué pasa aquí —exigió Jeffrey.
—El señor O’Shea es el encantador emisario del señor Michael Mosconi —dijo Carol enojada.
—¿Emisario? —preguntó Devlin—. Oh, me gusta. Suena sexy.
—¿Has ido al Banco a ver a Dudley? —pidió Carol, sin hacer caso de Devlin.
—Claro —dijo Jeffrey.De pronto comprendió por qué Devlin se encontraba allí.
—¿Y qué ha ocurrido? —preguntó Carol.
—Sí, ¿qué ha ocurrido? —repitió Devlin—. Nuestras fuentes nos comunican que no se ha hecho el depósito prometido. Es una lástima.
—Ha habido un problema… —balbuceó Jeffrey.
No estaba preparado para este interrogatorio.
—¿Qué clase de problema? —preguntó Devlin, adelantándose y golpeando a Jeffrey en el pecho apretando repetidamente con el dedo índice. Intuía que Jeffrey no decía la verdad.
—Papeleo —dijo Jeffrey, tratando de esquivar los golpes de Devlin. La burocracia con la que siempre se tropieza en los Bancos.
—¿Y si no me lo creo? —dijo Devlin.
Dio un golpe a Jeffrey en el costado de la cara con la mano abierta.
Jeffrey se llevó la mano a la oreja. El golpe le había dolido y sobresaltado. Le zumbaba el oído.
—No puede venir aquí y tratarme así —dijo Jeffrey procurando mostrarse autoritario.
—¿Ah, no? —dijo Devlin con una voz artificialmente aguda.
Se pasó la cerveza a la mano derecha y después, con la izquierda, golpeó a Jeffrey al otro lado de la cara. Su movimiento fue tan rápido, que Jeffrey no tuvo tiempo de reaccionar. Se tambaleó hacia atrás y chocó contra la pared, acobardándose.
—Déjeme que le recuerde algo —dijo Devlin, mirando fijamente a Jeffrey—. Es usted convicto, amigo mío, y la única razón por la que no está pudriéndose en la cárcel en estos momentos es por la generosidad del señor Mosconi.
—¡Carol! —gritó Jeffrey. Sentía una mezcla de terror y rabia—. ¡Llama a la Policía!
—¡Ja! —rio Devlin, echando la cabeza hacia atrás—. «Llama a la Policía». Es demasiado bueno, doctor. De veras. Es a mí a quien la ley ampara, no a usted. Sólo estoy aquí como… —Devlin hizo una pausa, después miró a Carol—. Eh, cariño, ¿cómo me has llamado antes?
—Emisario —dijo Carol, esperando apaciguar a aquel hombre.
Carol estaba horrorizada por la escena, pero no tenía idea de qué hacer.
—Como ella ha dicho, soy un emisario —repitió Devlin, volviéndose a Jeffrey—. Soy un emisario para recordarle su trato con el señor Mosconi. Esta tarde se ha quedado un poco decepcionado cuando ha llamado al Banco. ¿Qué ha ocurrido con el dinero que se suponía estaría en su cuenta corriente?
—Ha sido culpa del Banco —repitió Jeffrey. Esperaba que aquel gigante no mirara dentro de la cartera, que aún tenía en la mano. Si veía el efectivo, adivinaría que Jeffrey había intentado huir—. Ha sido un retraso burocrático sin importancia, pero el dinero estará en la cuenta mañana por la mañana. Todo el papeleo está hecho.
—No me engañarás, ¿verdad? —dijo Devlin.
Dio un golpecito rápido en la nariz de Jeffrey con la uña del dedo índice. Jeffrey dio un respingo. Tenía la sensación de que una avispa le había picado en la nariz.
—Me han asegurado que no habrá más problemas —dijo Jeffrey.
—Se tocó la punta de la nariz y se miró el dedo. Esperaba ver sangre, pero no la había.
—¿Entonces el dinero estará mañana por la mañana?
—Absolutamente.
—Bien, en ese caso supongo que me iré —dijo Devlin—. No es necesario que diga que, si el dinero no aparece, volveré —Devlin se dio la vuelta y se acercó a Carol. Le ofreció la cerveza—. Gracias por la cerveza, cielo.
Ella le cogió la botella. Devlin volvió a hacer ademán de pellizcarle la mejilla. Carol intentó darle una bofetada, pero él le cogió el brazo.
—Sin duda eres cachonda —dijo con una carcajada. Ella se soltó de un tirón—. Seguro que los dos lamentáis verme marchar —dijo Devlin en la puerta—. Me encantaría quedarme a cenar, pero tengo que reunirme con un grupo de monjas en «Rosalie’s».
Soltó una ronca carcajada al cerrar la puerta tras de sí.
Durante unos momentos ni Jeffrey ni Carol se movieron Oyeron que un coche se ponía en marcha en la calle y después se iba. Carol rompió el silencio.
—¿Qué ha sucedido en el Banco? —preguntó. Estaba furiosa—. ¿Por qué no tenían el dinero?
Jeffrey no respondió Se limitó a mirar a su esposa como un estúpido. Estaba temblando por su reacción ante Devlin El equilibrio entre la rabia y el terror se había decantado hacia el terror Devlin era la encarnación de los peores temores de Jeffrey, especialmente desde que comprendió que no tenía defensa contra él ni protección de la ley. Devlin era el tipo de persona que Jeffrey imaginaba poblaba las prisiones. Le sorprendió que no le hubiera amenazado con romperle las rodillas. A pesar de su nombre irlandés, parecía un personaje sacado de la Mafia.
—Contéstame —exigió Carol—. ¿Dónde has estado?Con la cartera aún en la mano, Jeffrey se encaminó a su habitación. Quería estar solo. La visión de pesadilla de una cárcel llena de internos como Devlin acudió a su mente con vertiginosa rapidez.
Carol le agarró el brazo.
—¡Estoy hablando contigo! —gritó.
Jeffrey se detuvo y miró la mano de Carol que le aferraba el brazo.
—Suéltame —dijo con voz controlada.
—No hasta que me hables y me digas dónde has estado.
—Suéltame —dijo Jeffrey amenazador.
Pensándolo mejor, Carol le soltó el brazo. Él volvió a encaminarse a su habitación. Ella le siguió rápidamente.
—No eres el único aquí que ha estado bajo tensión —le gritó—. Creo que merezco alguna explicación. He tenido que entretener a ese animal durante horas.
Jeffrey se detuvo ante la puerta.
—Lo siento —dijo. Se lo debía.
Carol se hallaba justo detrás de él.
—Creo que me he mostrado bastante comprensiva con todo esto —dijo Carol—. Ahora quiero saber qué ha ocurrido en el Banco. Ayer Dudley dijo que no habría ningún problema.
—Te lo contaré más tarde.
Necesitaba unos minutos para calmarse.
—Quiero hablarlo ahora —insistió Carol.
Jeffrey abrió la puerta de su habitación y entró en ella. Carol trató de entrar detrás de él, pero Jeffrey le impidió el paso.
—¡Más tarde! —dijo él, más alto de lo que pretendía.
Le cerró la puerta. Carol oyó que cerraba con llave. Golpeó la puerta con frustración y se echó a llorar.
—¡Eres imposible! No se por qué estaba dispuesta a esperar para el divorcio. Así es como me lo agradeces.
Sollozando, dio una patada a la puerta; después, corrió por el Pasillo hasta su habitación.
Jeffrey arrojó la cartera sobre la cama, después se sentó a su lado No quena sacar de quicio a Carol, pero no podía evitarlo. ¿Cómo podía explicarle lo que estaba experimentando cuando hacía años que no había existido auténtica comunicación entre ellos? Sabía que le debía una explicación, pero no quería confiar en ella hasta que hubiera podido qué hacer. Si le decía que tenía el dinero a mano, se lo haría llevar al Banco enseguida. Pero Jeffrey necesitaba tiempo para pensar. Por lo que le parecía que era la cuadragésima vez sólo aquel día, que no estaba seguro de lo que haría.
De momento se levantó y fue al cuarto de baño. Llenó un vaso con agua y lo sostuvo con ambas manos para beber. Todavía temblaba a causa de un torbellino de emociones. Se miró en el espejo. Vio el arañazo en la punta de la nariz donde Devlin le había dado el golpecito Tenía las dos orejas enrojecidas. Se estremeció al recordar lo indefenso que se había sentido frente a aquel hombre.
Jeffrey volvió al dormitorio y miró la cartera. Abrió los cierres, levantó la tapa y apartó las notas de Chris Everson. Miró los pulcros paquetes de billetes de cien dólares y se dio cuenta de que deseaba haber permanecido en el avión aquella tarde. Si lo hubiera hecho, ahora estaría camino de Rio y de una nueva vida. Cualquier cosa tenía que ser mejor que lo que experimentaba entonces. Los cálidos momentos con Kelly, la gran cena, parecían haberle sucedido en otra vida.
Jeffrey miró su reloj y vio que era poco más de las ocho. El último avión del puente aéreo de la «Pan Am» era a las nueve y media. Podía cogerlo si se daba prisa.
Recordó lo extraño que se había sentido en el avión aquella tarde ¿Podría llevarlo a cabo finalmente? Jeffrey volvió al cuarto de baño y se examinó de nuevo las inflamadas orejas y la nariz rasguñada. ¿De qué más sería capaz un hombre como Devlin si estuvieran encerrados en la misma habitación día tras día?
Jeffrey se volvió y regresó junto a la cartera. Bajó la tapa y cerró con llave. Se iba a Brasil.
Cuando Devlin se marchó de la casa de los Rhodes, tenía intención de seguir su plan original de tomar comida italiana, seguida de cervezas en el puerto. Pero cuando estuvo tres manzanas más allá, la intuición le hizo hacerse a un lado de la calle. Mentalmente, volvió a escuchar la conversación que había mantenido con el buen doctor. Desde el momento en que Jeffrey había culpado al Banco por no tener el dinero, Devlin sabía que mentía. Ahora empezó a preguntarse por qué.
—¡Médicos! —exclamó Devlin—. Siempre creen que son más listos que los demás.
Devlin cambió de sentido y volvió por donde había venido hasta la casa de los Rhodes, tratando de decidir qué hacer. Una manzana más allá volvió a cambiar de sentido y a pasar por delante de la casa Esta vez redujo la velocidad. Encontró un aparcamiento y aparcó.Tal como él lo veía, tenía dos opciones. O volvía a entrar en casa de los Rhodes y le preguntaba al médico por qué mentía, o podía esperar un poco allí fuera. Sabía que había metido el miedo en el cuerpo del hombre. Esa había sido su intención. A menudo la gente que se sentía culpable por algo reaccionaba cometiendo enseguida algún acto revelador. Devlin decidió esperar a que Rhodes saliera. Si en una hora no ocurría nada, iría a comprar algo de comer y volvería a efectuar una visita.
Devlin apagó el motor y se acomodó lo mejor que pudo tras el volante. Pensó en Jeffrey Rhodes, preguntándose por qué le habrían condenado. Mosconi no se lo había dicho. A Devlin, Rhodes no le parecía del tipo criminal, ni siquiera de los de cuello blanco.
Algunos mosquitos molestaron la ensoñación de Devlin. Después de subir las ventanillas, la temperatura dentro del coche se elevó. Devlin empezó a reformular sus planes. Cuando estaba a punto de poner el coche en marcha, vio movimiento en el fondo del garaje.
—Bueno, ¿qué tenemos allí? —dijo, agazapándose en su asiento.
Al principio Devlin no distinguió quién era, si el señor o la señora. Luego, Jeffrey salió disparado hacia su coche. Llevaba la cartera en la mano, y corría casi agachado, como si no quisiera que le viera nadie desde dentro de la casa.
—Esto se está poniendo interesante —susurró Devlin.
Si Devlin podía demostrar que Jeffrey intentaba fugarse estando bajo fianza, y le atrapaba y le llevaba a la cárcel, recibiría una buena cantidad.
Sin cerrar la portezuela del coche por miedo a que Carol pudiera oírle, Jeffrey soltó el freno de mano y dejó que el coche se deslizara en silencio por el sendero hasta la calle. Sólo entonces puso el motor en marcha y arrancó. Estiró el cuello para ver la casa tanto rato como pudiera, pero Carol no apareció. Una manzana más allá cerró bien la puerta y se puso el cinturón de seguridad. Escapar había sido más fácil de lo que había creído.
Cuando Jeffrey llegó al congestionado Lynn Way con sus solares de coches usados y llamativos carteles de neón, empezó a calmarse. Aún temblaba un poco debido a la visita de Devlin, pero fue un alivio saber que pronto dejaría a ese hombre y la amenaza de la cárcel muy lejos detrás de sí.
Cuando se acercaba al Aeropuerto Internacional Logan, empezó a sentir los mismos recelos que aquella mañana. Pero lo único que tuvo que hacer fue tocarse sus tiernas orejas para reavivar su resolución Esta vez se comprometió a llegar hasta el final, por escrúpulos que tuviera, por grande que fuera su ansiedad.
A Jeffrey le quedaban unos minutos, así que fue al mostrador de venta de billetes para cambiar el suyo de Rio de Janeiro. Sabía que el del puente aéreo le servía. Resultó que el vuelo nocturno a Rio era más barato que el de la tarde, así que le devolvieron una cantidad considerable.
Con el billete en la boca, la maleta en una mano y la cartera en la otra, se apresuró a ir hacia seguridad. Había tardado más de lo esperado en cambiar el billete. Aquel vuelo no quería perdérselo.
Jeffrey fue directo al aparato de rayos X y colocó la maleta sobre la cinta transportadora. Iba a hacer lo mismo con la cartera cuando alguien le cogió el cuello de la chaqueta por detrás.
—¿Se va de vacaciones, doctor? —preguntó Devlin con una sonrisa irónica. Arrancó el billete de la boca de Jeffrey.
Aferrándose al cuello de Jeffrey con la mano izquierda, Devlin abrió el billete y leyó el destino. Cuando vio Rio de Janeiro, exclamó:
—¡Bingo!
Esbozó una amplia sonrisa. Ya se veía a sí mismo ante una mesa de juego de Las Vegas. Ahora tendría dinero.
Metiéndose el billete en el bolsillo de la chaqueta tejana, Devlin se llevó la mano al bolsillo posterior y sacó unas esposas. Unas cuantas personas que se encontraban detrás de Jeffrey para pasar por el aparato de rayos X se quedaron boquiabiertas, incrédulas.
La visión conocida de las esposas arrancó a Jeffrey de su parálisis Con un inesperado movimiento repentino, formó un violento arco con su cartera dirigido a Devlin. Este, concentrado abriendo las esposas con la mano libre, no vio venir el golpe.
La cartera golpeó a Devlin en la sien izquierda, justo encima de la oreja, arrojándole contra el costado del aparato de rayos X Las esposas cayeron al suelo.
La encargada del aparato de rayos X soltó un grito. Un oficial uniformado de la Policía estatal levantó la vista de la página de deportes del Herald. Jeffrey salió disparado como un conejo, corriendo hacia la terminal y los mostradores de los billetes. Devlin se llevó una mano a la cabeza y la retiró con sangre en ella.
Para Jeffrey era como correr en terreno accidentado, esquivando a pasajeros y chocando con algunos Cuando llegó a la confluencia del vestíbulo con la terminal propiamente dicha, miró atrás hacia el área de seguridad. Vio a Devlin señalando en su dirección con el policía uniformado a su lado. Otras personas miraban también en dirección a Jeffrey, principalmente aquellas con las que había chocado.
Frente a Jeffrey se encontraba un ascensor que subía a la gente del piso inferior Jeffrey corrió a cogerlo y entró, apartando de su paso a los airados pasajeros junto con sus equipajes. Al llegar al piso de abajo había una multitud circulando en masa, ya que hacía poco habían aterrizado varios aviones. Abriéndose paso a través de los recién llegados, Jeffrey pasó por la zona de equipajes lo más de prisa que pudo y cruzó corriendo las puertas electrónicas hasta la calle.
Jadeante, se paró en la acera tratando de decidir a dónde ir a continuación. Tenía que salir del aeropuerto inmediatamente. La cuestión era cómo. Había algunos taxis formando cola, pero también había una larga cola de gente que esperaba. Jeffrey no disponía de mucho tiempo. Podía correr hacia el aparcamiento y coger su coche, pero algo le dijo que sería un callejón sin salida. Para empezar, Devlin probablemente sabía dónde estaba. Probablemente le había seguido hasta el aeropuerto. De otro modo, ¿cómo habría sabido dónde encontrarle?
Mientras Jeffrey sopesaba sus alternativas, el autobús intraterminal se acercó por la calzada Sin vacilar ni un segundo, Jeffrey se precipitó a la calle y se quedó directamente en su camino, agitando los brazos como un loco.
El autobús frenó con un chirrido. El conductor abrió la puerta. Cuando Jeffrey entró, el conductor le dijo:
—Amigo, es usted estúpido o un loco, y espero que sea estúpido, porque no me gustaría llevar a un loco a bordo.
Meneó la cabeza incrédulo, puso el autobús en marcha y apretó el pedal del acelerador.
Agarrándose a la barra del techo para mantener el equilibrio, Jeffrey se inclinó para mirar por la ventanilla. Vio a Devlin y al policía abriéndose paso a través de la multitud de la zona de equipajes. Jeffrey no podía creer en su suerte. No le habían visto.
Jeffrey se sentó y dejó la cartera sobre su falda. Todavía tenía que recuperar el aliento. La siguiente parada fue la terminal central, que servía para «Delta», «United» y «TWA». Allí se apeó Jeffrey. Esquivando el tráfico, corrió hacia la fila de taxis. Como antes, había un número considerable de personas esperando.
Jeffrey vaciló un momento, repasando sus alternativas. Reuniendo coraje, se encaminó directamente al encargado de los taxis.
—Soy médico y necesito un taxi inmediatamente —dijo con toda la autoridad que pudo reunir.
Incluso en situaciones de emergencia, Jeffrey detestaba aprovecharse de su situación profesional.
Con un bloc y un corto lápiz en la mano, el hombre miró a Jeffrey de arriba abajo. Sin decir una palabra, señaló el primer taxi de la fila. Cuando Jeffrey subió, algunas personas de la cola se quejaron.
Jeffrey cerró la puerta con un portazo. El conductor le miró por el espejo retrovisor. Era un tipo joven con el cabello largo y lacio.
—¿Adónde? —preguntó.
Agachándose, Jeffrey le dijo sólo que saliera del aeropuerto. El taxista se volvió para mirar a Jeffrey a los ojos.
—¡Necesito un destino, amigo! —dijo.
—Está bien… al centro.
—¿Adónde del centro? —preguntó irritado el taxista.
—Lo decidiré cuando lleguemos allí —dijo Jeffrey, volviéndose para atisbar por la ventanilla de atrás—. ¡Arranque!
—¡Dios mío! —exclamó el conductor, meneando la cabeza con incredulidad.
Había estado esperando en la parada durante media hora y tenía la esperanza de hacer un viaje a algún sitio como Weston. Y además del corto trayecto, su pasajero era un bicho raro o quizás algo peor. Cuando pasaron a un coche de Policía en el otro extremo de la terminal, el tipo se tumbó en el asiento trasero. Justo lo que necesitaba: un bicho raro fugitivo.
Jeffrey levantó la cabeza despacio, aun cuando el taxi tenía que estar bastante lejos del coche de Policía. Se levantó y miró por la ventanilla trasera. No parecía que nadie les siguiera. No había sirenas ni luces destellantes. Se giró y miró hacia adelante. Por fin había anochecido. Al frente se extendía un mar de luces traseras en movimiento. Jeffrey intentó aclarar su mente lo suficiente para pensar.
¿Había hecho lo correcto? Su reflejo había sido huir. Devlin, comprensiblemente, le aterrorizaba, pero ¿debía haber corrido, en especial estando allí el policía?
Con sobresalto Jeffrey recordó que Devlin le había cogido el billete, prueba de que había intentado fugarse estando bajo fianza. Eso era razón suficiente para meterle en la cárcel. ¿Qué consecuencia tendría su intento de fuga en el proceso de apelación? Jeffrey no quería estar cerca cuando Randolph lo descubriera.
Jeffrey no sabía gran cosa de los puntos más delicados de la ley, pero esto sí lo sabía: con su conducta indecisa y vacilante había conseguido convertirse en un auténtico fugitivo. Ahora tendría que hacer frente a un cargo enteramente separado, quizás una serie de cargos separados.
El taxi se adentró en el Sumner Tunnel. El tráfico era relativamente ligero, así que avanzaban rápidos. Jeffrey se preguntó si debería ir directamente a la Policía. ¿Sería mejor entregarse? Quizá debería ir a la estación de autobuses y salir de la ciudad. Pensó en alquilar un coche, ya que así tendría más independencia. Pero el problema de esta idea era que los únicos lugares donde alquilaban coches a aquellas horas de la noche estaban en el aeropuerto.
Jeffrey estaba perplejo. No tenía ni idea de qué debía hacer. Todos los planes de acción que se le ocurrían tenían inconvenientes. Y cada vez que pensaba que había alcanzado el fondo de rocas, conseguía encontrar un cenagal aún más profundo.