Martes, 16 de mayo, 1989
9.12 horas
Jeffrey despertó sobresaltado y se asombró de la hora que era. Se había despertado hacia las cinco de la madrugada, sorprendiéndose de hallarse sentado en el sillón junto a la ventana. Entumecido, se había desvestido y metido en la cama, pensando que jamás podría volver a dormirse. Pero era evidente que sí lo había hecho.
Se dio una ducha rápida. Salió de la habitación y buscó a Carol. Tras recuperarse hasta cierto punto de las profundidades depresivas del día anterior, quería un poco de contacto humano y un poco de compasión. Esperaba que Carol no se hubiera marchado a trabajar sin hablar con él. Quería disculparse por su falta de apreciación de los esfuerzos que había realizado la noche anterior. Había sido positivo, ahora se daba cuenta, que le hubiera interrumpido, y que le hubiera irritado. Sin saberlo, le había salvado del suicidio. Por primera vez en su vida, enfadarse había tenido un efecto positivo.
Pero Carol hacía rato que se había ido. Había una nota apoyada en una caja de cereales abierta, sobre la mesa de la cocina. Decía que no había querido molestarle ya que estaba segura de que necesitaba descansar. Tenía que ir a trabajar temprano. Esperaba que lo comprendiera.
Jeffrey llenó un tazón con cereales y sacó la leche del frigorífico. Envidió a Carol su empleo. Él deseaba tener un trabajo al que acudir. Le mantendría la mente ocupada, al menos. Le habría gustado haberse hecho útil. Eso habría podido ayudar a su autoestima. Nunca se había percatado de cuánto su trabajo definía su persona.
De nuevo en su habitación, Jeffrey se deshizo de la parafernalia del intravenoso envolviéndola en viejos periódicos y sacándola a los cubos de basura del garaje. No quería que Carol lo encontrara. Se sintió extraño manipulando aquel material. Le producía una tremenda inquietud haber estado a sabiendas y voluntariamente tan cerca de la muerte.
La idea del suicidio se le había ocurrido a Jeffrey en el pasado, pero siempre en un contexto metafórico, y normalmente más como fantasía de desquite contra alguien que él creía se había portado mal con él de algún modo emocional, como cuando su novia, en octavo, había trasladado caprichosamente su afecto al mejor amigo de Jeffrey. Pero lo de anoche había sido diferente, y pensar que le había faltado un pelo para hacerlo le hacía flaquear las piernas.
Mientras volvía a casa, Jeffrey consideró qué efectos habría producido su suicidio en sus amigos y su familia. Probablemente habría sido un alivio para Carol. No habría tenido que pasar por el divorcio. Se preguntó si alguien le habría echado de menos. Probablemente no…
—Por el amor de Dios —exclamó Jeffrey, dándose cuenta de lo ridícula que era esta línea de pensamientos y recordando que había jurado resistirse a los pensamientos depresivos. ¿Su pensamiento medraría en su baja autoestima el resto de sus días?
Pero le resultaba difícil sacarse de la cabeza el tema del suicidio. Volvió a preguntarse por Chris Everson. ¿Su suicidio había sido producido por una depresión aguda que le había entrado de repente, como lo que anoche había sentido Jeffrey? ¿O lo había planeado con tiempo? Fuera lo que fuere, su muerte era una pérdida terrible para todos: su familia, el público, incluso la profesión médica.
Jeffrey se detuvo camino de su habitación y miró por la ventana de la sala de estar con ojos ciegos. Su situación no era menos una pérdida. Desde el punto de vista de su productividad, la pérdida de su licencia médica y su ingreso en prisión no eran menos una pérdida que si hubiera logrado suicidarse.
—¡Maldita sea! —exclamó en voz alta cogiendo uno de los cojines del sofá y golpeándolo repetidamente con el puño—. ¡Maldita sea, maldita sea, maldita sea!
Jeffrey pronto se contuvo y volvió a dejar el cojín en su sitio. Se sentó, abatido. Entrelazó los dedos y apoyó los codos sobre las rodillas y trató de imaginarse a sí mismo en la cárcel. Era un pensamiento horrible. ¡Qué parodia de la justicia! El juicio por negligencia ya había sido más que suficiente para desbaratar seriamente y alterar su vida, pero esta tontería criminal era un salto cuántico hacia lo peor, como echar sal en una herida mortal.
Jeffrey pensó en sus colegas del hospital y otros amigos médicos. Al principio todos le habían prestado su apoyo, al menos hasta la acusación criminal. Entonces empezaron a eludir a Jeffrey como si tuviera algún tipo de enfermedad infecciosa. Jeffrey se sentía aislado y solo. Y, más que nada, se sentía enfurecido.
—¡No es justo! —dijo con los dientes apretados.
Cosa completamente extraña en él, cogió un objeto de adorno de cristal de la mesita auxiliar y, en un momento de pura frustración, lo arrojó con mortal exactitud al aparador con puertas de cristal que veía a través del arco que conducía al comedor. Se oyó un resonante estrépito de cristales rotos que le hizo dar un brinco.
—¡Ah, oh! —exclamó cuando se dio cuenta de lo que había hecho.
Se levantó y fue a buscar la escoba y el recogedor. Después de recoger los cristales rotos, llegó a una conclusión decisiva: ¡No iría a la cárcel! De ningún modo. A la mierda el proceso de apelación. Creía tanto en el sistema legal como en los cuentos de hadas.
Tomó esta decisión tan de repente y con tanta energía, que Jeffrey se sintió animado. Consultó su reloj. El Banco abriría pronto. Excitado, fue a su habitación y encontró su pasaporte. Tenía suerte de que el tribunal no se lo hubiera hecho entregar al mismo tiempo que aumentaba la fianza. Después llamó a la «Pan Am». Se enteró de que podía ir a Nueva York en el puente aéreo, en autobús hasta Kennedy, y después volar hasta Rio. Considerando todas las compañías que había en el mercado, tenía una amplia selección de vuelos entre los que elegir, incluido uno que salía a las 11.45 de la noche y efectuaba unas cuantas paradas en lugares exóticos.
Con el pulso acelerado por la excitación, Jeffrey llamó al Banco y habló con Dudley. Hizo todo lo posible para parecer controlado. Preguntó cómo iba lo del préstamo.
—No hay ningún problema —dijo Dudley con orgullo—. Moviendo unos cuantos hilos me lo han aprobado así —Jeffrey oyó que el hombre chasqueaba los dedos—. ¿Cuándo vendrás? —prosiguió Dudley—. Me gustaría estar seguro de que estaré aquí.
—Enseguida voy —dijo Jeffrey, haciendo sus planes. La sincronización sería clave—. Tengo que pedirte otra cosa. Me gustaría tener el dinero en efectivo.—Bromeas —dijo Dudley.
—Hablo en serio —insistió Jeffrey.
—Es un poco irregular —dijo Dudley vacilante.
Jeffrey no había pensado mucho en ello, y percibió la vacilación de Dudley. Comprendió que tenía que dar alguna explicación si esperaba conseguir el dinero, y definitivamente necesitaba ese dinero. No podía irse a Sudamérica sólo con unas monedas en el bolsillo.
—Dudley —empezó a decir Jeffrey—, me encuentro en un apuro.
—No me gusta cómo suena —dijo Dudley.
No es lo que piensas. No se trata de juego ni nada de eso. El hecho es que tengo que entregárselo a un fiador de fianza. ¿No has leído en los periódicos los problemas que tengo?
—No —dijo Dudley, animándose otra vez.
—Me demandaron por negligencia y luego me condenaron por un trágico caso de anestesia. No te abrumaré con los detalles, de momento. El problema es que necesito los 45 000 dólares para pagar a un fiador que pagó mi fianza. Me dijo que lo quería en efectivo.
—Estoy seguro de que aceptaría un cheque conformado.
—Escucha, Dudley —dijo Jeffrey—. Ese hombre dijo efectivo. Le prometí efectivo. ¿Qué puedo decir? Hazme este favor. No me lo hagas más difícil de lo que ya es.
Hubo una pausa. A Jeffrey le pareció que oía suspirar a Dudley.
—¿Te va bien en billetes de cien dólares?
—Muy bien —dijo Jeffrey—. Billetes de cien será perfecto.
Se preguntaba cuánto espacio ocuparían cuatrocientos cincuenta billetes de cien dólares.
—Lo tendré a punto —dijo Dudley—. Espero que no tengas intención de llevar todo ese dinero encima mucho tiempo.
—Sólo hasta Boston —dijo Jeffrey.
Jeffrey colgó el teléfono. Esperaba que Dudley no llamara a la Policía ni tratara de comprobar su historia. No es que no pudiera hacerlo. Jeffrey creía que cuantas menos personas pensaran en él e hicieran preguntas, mejor, al menos hasta que se encontrara en el avión de Nueva York.
Sentándose con un bloc de notas, Jeffrey redactó una nota para Carol diciéndole que se llevaba los 45 000 dólares pero que ella podía quedarse con todo lo demás. Pero la carta resultaba torpe. Además, mientras la escribía se dio cuenta de que no quería dejar ninguna prueba de sus intenciones en caso de que por alguna razón se retrasara. Arrugó el papel, le prendió fuego con una cerilla y lo arrojó a la chimenea. En lugar de escribir, decidió que llamaría a Carol desde algún lugar del extranjero y le hablaría directamente. Sería más personal que una carta. También sería más seguro.
Lo siguiente era ver qué debía llevarse. No quería cargar con mucho equipaje. Cogió una maleta pequeña, que llenó con ropa informal básica. No creía que Sudamérica fuera muy formal. Cuando hubo preparado todo lo que quería llevarse, tuvo que sentarse encima de la maleta para cerrarla. Después metió algunas cosas en su cartera, incluidos los artículos de tocador y ropa interior limpia.
Estaba a punto de dejar el armario cuando vio el maletín de médico. Vaciló un momento, preguntándose qué haría si algo iba horriblemente mal. Para estar más seguro, abrió el maletín de médico y sacó un equipo de intravenoso, unas cuantas jeringas, un cuarto de litro de suero intravenoso y un frasquito de succinilcolina y uno de morfina y lo metió todo en su cartera, debajo de la ropa interior. No quería pensar que aún acariciaba ideas de suicidio; se dijo que las drogas eran como una póliza de seguros. Esperaba no necesitarlas, pero estaban allí por si acaso…
Jeffrey se sintió extraño y un poco triste al mirar en torno a la casa por lo que probablemente era la última vez, sabiendo que quizá no volvería a poner los ojos en ella. Pero cuando fue de habitación en habitación, le sorprendió no estar más trastornado. Había tantas cosas que le recordaban acontecimientos pasados, buenos y malos. Pero más que nada, Jeffrey se dio cuenta de que asociaba aquel lugar con su matrimonio fracasado. E igual que con su primer pleito por negligencia, sería mejor dejarlo atrás. Se sintió lleno de energías por primera vez en meses. Le parecía que era el primer día de una nueva vida.
Con la maleta en el maletero y su cartera en el asiento del acompañante, a su lado, Jeffrey sacó el coche del garaje, cerró la puerta y se puso en camino. No miró atrás. La primera parada era en el Banco, y mientras se acercaba allí, empezó a sentirse ansioso. Su nueva vida comenzaba de una manera única: planeaba deliberadamente quebrantar la ley desafiando al tribunal. Se preguntó si lo conseguiría.
Cuando entró en el aparcamiento del Banco, estaba muy nervioso. Tenía la boca seca. ¿Y si Dudley había llamado a la Policía porque le había pedido el dinero de la fianza en efectivo? No se necesitaría la inteligencia de un científico aeronáutico para imaginar que Jeffrey podría estar planeando hacer algo con el dinero en lugar de entregárselo al fiador de la fianza.Después de permanecer sentado en su coche aparcado un momento, para reunir coraje, Jeffrey cogió su cartera y entró en el Banco. En algunos aspectos se sentía como un ladrón de Bancos, aunque el dinero que iba a buscar técnicamente le pertenecía. Respiró hondo para calmarse, y fue al mostrador de servicios y preguntó por Dudley.
Dudley salió a recibirle con sonrisas y hablando de trivialidades. Condujo a Jeffrey a su despacho y le indicó con un gesto que se sentara. A juzgar por su conducta, no le parecía a Jeffrey que sospechara. Pero la ansiedad de este era agudísima. Jeffrey temblaba.
—¿Café o un refresco? —ofreció Dudley. Jeffrey decidió que sería mejor no tomar cafeína. Le dijo a Dudley que un poco de zumo le iría bien. Pensó que sería mejor que sus manos tuvieran algo que hacer. Dudley sonrió y dijo—: De acuerdo.
El hombre se mostraba tan cordial, que Jeffrey temía que fuera una trampa.
—Vuelvo enseguida con el dinero —dijo Dudley después de entregarle a Jeffrey un vaso de zumo de naranja.
Volvió al cabo de unos minutos con una sucia bolsa de lona con el dinero. Arrojó el contenido sobre su escritorio. Había nueve paquetes dé cien dólares, que contenía cada uno cincuenta billetes. Jeffrey nunca había visto tanto dinero junto. Se sentía cada vez más inquieto.
—Nos ha costado un poco conseguir esto tan de prisa —dijo Dudley.
—Agradezco vuestro esfuerzo —dijo Jeffrey.
—Supongo que querrás contarlo —dijo Dudley, pero Jeffrey rehusó.
Dudley hizo que Jeffrey firmara un recibo del dinero.
—¿Estás seguro de que no quieres un cheque conformado? —preguntó Dudley mientras cogía el papel firmado—. No es seguro llevar todo ese efectivo por ahí. Podrías llamar a tu fiador de la fianza y hacerle venir a recogerlo aquí. Y ya sabes, un cheque conformado es bueno como el dinero efectivo. Podría ir a una de nuestras oficinas en Boston y hacerlo efectivo, si eso es lo que quiere. Sería más seguro para ti.
—Me pidió efectivo, y le daré efectivo —dijo Jeffrey. Estaba un poco emocionado por el interés de Dudley—. Su oficina no está lejos —explicó.
—¿Y estás seguro de que no quieres contarlo?
La tensión de Jeffrey estaba empezando a convertirse en irritación, Pero esbozó una sonrisa forzada.
—No tengo tiempo. Se suponía que tendría este dinero en la ciudad antes del mediodía. Ya llego tarde. Además, ya he hecho suficientes negocios contigo.Metió el dinero en la cartera y se levantó.
—De haber sabido que no ibas a contarlo, habría sacado unos billetes de cada paquete —rio Dudley.
Jeffrey se apresuró a ir al coche, arrojó dentro la cartera y salió del aparcamiento con suma precaución. ¡Sólo le faltaba una multa por exceso de velocidad! Miró por el espejo retrovisor para cerciorarse de que no le seguían.
Jeffrey fue directo al aeropuerto y aparcó en la azotea del edificio central de aparcamiento. Dejó el resguardo en el cenicero del coche. Cuando llamara a Carol desde donde fuera, le diría que pasara a recoger el coche.
Con la cartera en una mano y la maleta en la otra, Jeffrey se encaminó al mostrador de venta de billetes de «Pan Am». Procuró comportarse como cualquier hombre de negocios que iba de viaje, pero tenía los nervios de punta; y su estómago era un tormento. Si alguien le reconocía, sabría que huía estando bajo fianza. Le habían dicho específicamente que no abandonara el Estado de Massachusetts.
La ansiedad de Jeffrey fue en aumento mientras esperaba en la cola. Cuando por fin le tocó el turno, compró un billete para el vuelo de Nueva York a Rio así como uno para el de la 1.30 del puente aéreo El agente trató de convencerle de que sería mucho más fácil tomar uno de los vuelos de última hora de la tarde que iba directamente a Kennedy. Así Jeffrey no tendría que tomar el autobús desde La Guardia hasta Kennedy. Pero Jeffrey quería ir en el puente aéreo. Le parecía que cuanto antes saliera de Boston, mejor se sentiría.
Tras salir del área de los billetes, Jeffrey se acercó al aparato de rayos X de seguridad. Había un oficial uniformado de la Policía estatal junto a él. Jeffrey tenía que pasar por allí.
Después de dejar su cartera y la maleta sobre la cinta transportadora y de verlas desaparecer en el interior del aparato, un súbito temor asaltó a Jeffrey. ¿Y las jeringas y la ampolla de morfina? ¿Y si aparecían en los rayos X, y tenía que abrir la cartera? ¡Entonces descubrirían el dinero! ¿Qué pensarían de todo aquel efectivo?
Jeffrey pensó en intentar llegar al aparato de rayos X para coger su cartera, pero era demasiado tarde. Observó a la mujer que examinaba la pantalla. Tenía la cara iluminada por la luz, pero sus ojos estaban turbios de aburrimiento Jeffrey notó que era sutilmente empujado por la gente que esperaba detrás. Cruzó el detector de metales, con los ojos puestos en el policía todo el rato. El policía le vio y sonrio, Jeffrey logró esbozar una leve sonrisa a cambio. Miró a la mujer que examinabala pantalla. Su rostro inexpresivo de repente se asombró de algo. Había detenido la cinta transportadora e indicaba a otra mujer que mirara la pantalla.
El corazón de Jeffrey se hundió. Las dos mujeres examinaban el contenido de su cartera que aparecía en la pantalla. El policía todavía no se había dado cuenta. Jeffrey le pilló bostezando.
Entonces la cinta transportadora volvió a ponerse en marcha. La cartera se fue, pero la segunda mujer se acercó a ella y le puso la mano encima.
—¿Es suya? —preguntó a Jeffrey.
Jeffrey vaciló, pero no había forma de negar que era suya. Su pasaporte estaba dentro.
—Sí —dijo débilmente.
—¿Lleva un Dopp Kit aquí dentro con unas tijeritas?
Jeffrey asintió.
—Está bien —dijo la mujer, empujando la cartera hacia él.
Asombrado pero aliviado, Jeffrey cogió rápidamente sus pertenencias y se fue a un rincón apartado de la zona de espera y se sentó. Cogió un periódico abandonado y se escondió tras él. Si no se había sentido como un criminal cuando el jurado pronunció su veredicto, ahora sí se sentía como si lo fuera.
En cuanto anunciaron su vuelo, Jeffrey se apresuró a subir. No podía esperar. Una vez a bordo, no podía esperar a sentarse.
Jeffrey estaba en un asiento del pasillo bastante cerca de la parte delantera del avión. Con la maleta en el compartimiento alto y la cartera bajo el asiento, Jeffrey se recostó y cerró los ojos. El corazón aún le latía a ritmo acelerado, pero al menos ahora podía intentar relajarse. Estaba a punto de conseguirlo.
Pero era difícil calmarse. Sentado en aquel avión, la gravedad e irreversibilidad de lo que iba a hacer por fin empezaron a penetrar en él Hasta entonces, no había quebrantado ninguna ley. Pero en cuanto el avión pasara de Massachusetts a otro Estado, lo habría hecho. Y no podría retroceder.
Jeffrey consultó su reloj. Empezó a sudar. Era la una y veintisiete. Sólo faltaban tres minutos para que se cerrara la puerta. Después, despegarían. ¿Hacía lo que tenía que hacer? Por primera vez desde que había tomado esta decisión por la mañana, Jeffrey dudó. La experiencia de toda una vida argumentaba en contra. Él siempre había cumplido la ley y respetado a la autoridad.Jeffrey se puso a temblar. Jamás había experimentado semejante indecisión y confusión. Volvió a mirar la hora. Era la una y veintinueve. Las azafatas estaban ocupadas cerrando todos los armarios portaequipajes, y el ruido amenazaba con volverle loco. La puerta de la cabina se cerró con un golpe seco. Todos los pasajeros se hallaban en sus asientos. En cierto modo, él concluía la vida que siempre había conocido, con igual seguridad de que si anoche hubiera abierto la espita.
Se preguntó cómo afectaría su huida a la apelación. ¿No le haría parecer más culpable? Y si alguna vez era devuelto a la justicia, ¿tendría que cumplir más condena por huir? ¿Qué pensaba hacer en Sudamérica? Ni siquiera hablaba español o portugués. Como un fogonazo, comprendió todo el horror de su acción. No podía seguir adelante con ello.
—¡Esperen! —gritó Jeffrey cuando oyó que se cerraba la puerta del avión. Todos los ojos se volvieron a él—. ¡Esperen! ¡Tengo que bajar!
Se desabrochó el cinturón, y sacó la cartera de debajo del asiento. Se abrió y parte del contenido, incluido un fajo de billetes de cien dólares, cayó al suelo. Volvió a meterlo dentro apresuradamente, y después sacó su maleta del compartimiento de arriba. Nadie decía nada. Todo el mundo observaba el pánico de Jeffrey con curiosidad y asombro.
Jeffrey se precipitó a la puerta y dijo a la azafata:
—¡Tengo que bajar! —repitió. El sudor le bajaba por la frente, nublándole la vista. Parecía loco—. Soy médico —añadió, a modo de explicación—. Es una emergencia.
—Está bien, está bien —dijo con calma la azafata.
Golpeó en la puerta, e hizo una seña a través de la ventanilla al agente de la puerta que aún se encontraba en la pista. La puerta se abrió, demasiado despacio para el gusto de Jeffrey.
En cuanto pudo pasar, Jeffrey bajó a toda prisa del avión. Afortunadamente, nadie le detuvo para preguntarle las razones de su desembarco. Corrió por la pista. La puerta de la terminal estaba cerrada, pero no bloqueada. Cruzó la zona de embarque, pero no fue muy lejos. El agente de la puerta le llamó y le detuvo.
—¿Su nombre, por favor? —preguntó sin expresión.
Jeffrey vaciló. Le desagradaba tener que decirlo. No quería tener que explicarse ante las autoridades.
—No puedo devolverle el billete si no me dice su nombre —dijo el agente ligeramente irritado.
Jeffrey cedió, y el agente de la puerta le devolvió el billete. Jeffrey se lo metió de prisa en el bolsillo; después pasó por el control y fue al cuarto de baño. Tenía que calmarse. Estaba hecho un manojo de nervios. Dejó el equipaje de mano y se apoyó en el borde del lavabo. Se odiaba por vacilar, primero con el suicidio, ahora con la huida. En ambos casos Jeffrey aún creía que había hecho bien, pero ahora ¿qué opciones tenía? Sentía que la depresión amenazaba con volver, pero la combatió.
Al menos Chris Everson había tenido la fortaleza de llevar a cabo su decisión, aunque fuera errónea. Jeffrey se maldijo otra vez por no haber sido mejor amigo. Si entonces hubiera sabido lo que sabía ahora, tal vez habría podido salvar a Chris. Sólo ahora apreciaba Jeffrey lo que había pasado Chris. Jeffrey se odiaba por no haberle llamado, y por agravar la equivocación no llamando a su joven viuda, Kelly.
Jeffrey se salpicó la cara con agua fría. Cuando hubo recobrado algo parecido a la compostura, recogió sus cosas y salió de la sala de descanso. A pesar del bullicio del aeropuerto, se sentía horriblemente solo y aislado. La idea de ir a casa, a una casa vacía, le resultaba opresiva. Pero no sabía adónde ir. Sin embargo, se encaminó al aparcamiento.
Cuando llegó a su coche, Jeffrey metió la maleta en el maletero y la cartera en el asiento del acompañante. Entró en el coche y se sentó ante el volante, con la mirada fija al frente, esperando inspirarse.
Permaneció varias horas allí sentado repasando todos sus fallos. Nunca había sido tan lento. Obsesionado con Chris Everson, al final empezó a preguntarse qué habría sido de Kelly Everson. La había visto en tres o cuatro acontecimientos sociales antes de que Chris muriera. Incluso recordaba haber hecho a Carol algún comentario lisonjero sobre ella. A Carol no le había gustado oírlo.
Jeffrey se preguntó si Kelly seguía trabajando en el «Valley Hospital» o si todavía vivía en los alrededores de Boston. La recordaba como de unos veinticuatro o veinticinco años, de complexión esbelta y atlética. Tenía el cabello castaño con mechas rojas y doradas, y lo llevaba largo, recogido con un pasador. Recordaba que su rostro era ancho con los ojos castaño oscuro y unas facciones pequeñas que esbozaban a menudo una brillante sonrisa. Pero lo que más recordaba era su aureola. Tenía una alegría que se mezclaba maravillosamente con un calor femenino y una sinceridad que hacían que gustara a la gente inmediatamente.
Al pasar sus pensamientos de Chris a Kelly, Jeffrey se descubrió Pensando que ella, más que ninguna otra persona, comprendería lo que Jeffrey estaba pasando ahora. Después de perder a su esposo por la destrucción emocional debida a un pleito por negligencia, probablemente sería muy sensible a la situación emocional de Jeffrey. Incluso era posible que pudiera sugerirle algo para afrontarlo. Como mínimo, podría proporcionarle la compasión que necesitaba. Y si no otra cosa, al menos tranquilizaría su conciencia efectuando por fin una llamada que vagamente había querido efectuar.
Jeffrey volvió a la terminal. En las primeras cabinas de teléfonos que encontró, buscó en el listín Kelly Everson. Contuvo el aliento mientras seguía los nombres con el dedo. Se detuvo en K.C. Everson de Brookline. Parecía prometedor. Metió la moneda y marcó El teléfono sonó una vez, dos, tres veces. Estaba a punto de colgar cuando alguien descolgó al otro lado de la línea Oyó una voz alegre.
Jeffrey se dio cuenta de que no había pensado cómo empezar. Bruscamente, dijo hola y dio su nombre. Estaba tan inseguro de sí mismo, que tenía miedo de que ella no le recordara, pero antes de poder ofrecerle algo para refrescarle la memoria, oyó su voz animada:
—¡Hola, Jeffrey!
Parecía que se alegraba de verdad de oírle y no parecía en absoluto sorprendida.
—Me alegro de que me llames —dijo—. Pensé en llamarte cuando me enteré por los periódicos de tus problemas legales, pero no me atrevía a hacerlo. Tenía miedo de que ni siquiera te acordaras de mí.
¡Miedo de que él no la recordara! Jeffrey le aseguró que no habría sido así. Aprovechó la ocasión para disculparse profusamente por no haberla llamado antes, como había prometido.
—No tienes que disculparte —dijo ella—. Sé que las tragedias intimidan a la gente, igual que el cáncer. Y sé que a los médicos les cuesta afrontar el suicidio de un colega. No esperaba que llamaras, pero me emocionó que asistieras al funeral. A Chris le habría gustado saber que te preocupabas. Él te respetaba, de veras. Una vez me dijo que creía que eras el mejor anestesista que conocía. Así que me sentí honrada de que asistieras. Algunos de sus otros amigos no lo hicieron pero lo comprendí.
Jeffrey no sabía qué decir. Kelly le perdonaba por completo, incluso le hacía cumplidos. No obstante, cuanto más decía ella, más se sentía él como un canalla. Como no sabía qué responder, cambió de tema. Dijo que se alegraba de encontrarla en casa.
—Es buena hora para pillarme. Acabo de llegar del trabajo Supongo que sabes que ya no trabajo en el «Valley».
—No, no lo sabía.
—Después de la muerte de Chris, pensé que me resultaría saludable ir a otra parte —dijo Kelly—. Así que me trasladé a la ciudad. Ahora trabajo en el «St. Roe». En la unidad de cuidados intensivos Me gusta más que recuperación. Supongo que tú sigues en el «Boston Memorial», ¿no?
—Más o menos —dijo Jeffrey evasivo. Se sentía torpe e indeciso. Tenía miedo de que ella rehusara verle. Al fin y al cabo, ¿qué le debía a él? Tenía su propia vida. Pero ya que habia llegado hasta allí, debía intentarlo—. Kelly —dijo al fin—, me preguntaba si podría pasar por ahí y hablar contigo un momento.
—¿Cuándo habías pensado venir? —preguntó Kelly sin vacilar.
—Cuando te vaya bien a ti. Yo… podría ir ahora, si no estás demasiado ocupada.
—Claro —dijo Kelly.
—Si te va mal, podría…
—¡No, no! Me va bien. Ven ahora —dijo Kelly antes de que Jeffrey pudiera terminar.
Kelly le dio instrucciones para llegar a su casa.
Michael Mosconi tenía el cheque de Jeffrey en su secante, ante sí, cuando hizo la llamada a Owen Shatterly, del «Boston National Bank». No creía que estaría nervioso, pero se le hizo un nudo en el estómago en el instante en que marcó. Sólo en una ocasión había aceptado un cheque personal en toda su carrera de fiador de fianzas. La transacción había salido bien. No se había pillado los dedos. Pero Michael había oído historias de horror ocurridas a colegas suyos. Por supuesto, si algo iba mal, el principal problema de Mosconi era que su compañía aseguradora le prohibía aceptar cheques. Como Michael le había explicado a Jeffrey, se jugaba el cuello. No sabía por qué se había ablandado. Pero se trataba de un caso único, el tipo era médico, por amor de Dios. Además que unos honorarios de 45 000 dólares sólo aparecían de uvas a peras. Michael no había querido perder el caso en favor de la competencia. Así que, a su manera, había ofrecido mejores condiciones. Había sido una decisión ejecutiva.
Alguien del Banco respondió, y puso a Michael en comunicación. Por el receptor se oía música ambiental Michael tamborileaba con los dedos sobre el escritorio. Eran casi las cuatro de la tarde Lo único que quería hacer era asegurarse de que el cheque del médico era válido antes de ingresarlo. Hacía tiempo que Shatterly y él eran amigos; Michael sabía que no tendría problemas en averiguárselo.
Cuando Shatterly se puso al aparato, Michael le explicó la información que necesitaba. No tuvo que decir más. Shatterly sólo dijo:
—Un segundo.
Michael le oyó teclear en su ordenador.
—¿De cuánto es el cheque? —preguntó Shatterly.
—Cuarenta y cinco de los grandes —dijo Michael.
Shatterly se echó a reír.
—La cuenta sólo tiene veintitrés dólares y pico.
Hubo una pausa. Michael dejó de tamborilear. Sintió una opresión en la boca del estómago.
—¿Estás seguro de que hoy no se ha efectuado ningún depósito? —preguntó.
—Nada que se parezca a 45 000 dólares —dijo Shatterly.
Michael colgó el teléfono.
—¿Problemas? —preguntó Devlin O’Shea, atisbando por encima de una vieja revista Penthouse.
Devlin era un hombre corpulento que parecía más un motorista estilo años sesenta que un expolicía de Boston. En la oreja izquierda llevaba colgado un pendiente con la cruz de Malta en oro. Incluso llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Además de ayudarle en su trabajo, su aspecto era su manera de hacer un palmo de narices a la autoridad ahora que ya no tenía que preocuparse por reglas como el código de vestir. O’Shea había sido expulsado del cuerpo después de una condena por soborno.
Devlin se puso cómodo en el sofá de vinilo frente al escritorio de Michael. Iba vestido con la ropa que se había convertido en su uniforme desde que dejara la Policía: una chaqueta tejana, vaqueros lavados con ácidos y botas camperas negras.
Michael no dijo nada, lo que era respuesta suficiente para Devlin.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó Devlin.
Michael examinó a Devlin, fijándose en los fuertes antebrazos de aquel hombre y en sus tatuajes. Le faltaba un diente delantero, lo que le daba el aspecto del pendenciero que a veces era.
—Tal vez —dijo Michael.
Empezaban a idear un plan.
Devlin había pasado aquella tarde por el despacho de Mosconi porque se encontraba entre dos trabajos. Acababa de traer a un asesino que estando bajo fianza había huido a Canadá. Devlin era uno de los cazarrecompensas que Michael utilizaba cuando surgía la necesidad.
A Michael le pareció que Devlin era el hombre adecuado para recordar a Jeffrey su obligación. Creía que Devlin sería mucho más persuasivo que él. Recostándose en la silla, Michael explicó la situación. Devlin arrojó a un lado la revista y se puso de pies. Medía un metro noventa y dos y pesaba ciento veinte kilos. Su prominente vientre sobresalía por encima de la gran hebilla plateada del cinturón. Pero debajo de la capa de grasa había mucho músculo.
—Claro, puedo hablar con él —aseguró Devlin.
—Sé amable —dijo Michael—. Sólo muéstrate persuasivo. Recuerda, es médico. Lo único que quiero es que no se olvide de mí.
—Yo siempre soy amable —dijo Devlin—. Considerado, bien educado, con buenos modales. Ese es mi encanto.
Devlin salió de la oficina, alegrándose de tener algo que hacer. Detestaba estar sin hacer nada. El único problema era que le gustaría que la tarea fuera un poco más lucrativa. Pero le gustó la idea de viajar a Marblehead. Quizá daría con aquel restaurante italiano y después iría a tomarse unas cervezas en su bar favorito del puerto.
La casa de Kelly era encantadora: de estilo colonial, con dos pisos y ventanas con parteluz. Estaba pintada de blanco con las persianas negras. Las dos chimeneas, en ambos extremos, estaban recubiertas de viejo ladrillo. A la derecha de la casa había un garaje para dos coches, y a la izquierda un porche con red metálica.
Jeffrey paró en la calle al otro lado de la casa. Examinó la casa a través de la ventanilla del coche, esperando animarse a cruzar la calle y llamar al timbre. Le sorprendió ver tantos árboles tan cerca de Boston. La casa estaba situada al abrigo de un agradable despliegue de arces, robles y abedules.
Allí sentado, Jeffrey trató de pensar en lo que diría Nunca había ido a casa de alguien en busca de «compasión y comprensión». Y aún le preocupaba el rechazo, a pesar del calor mostrado al teléfono. Si no hubiera sabido que ella le esperaba, no habría sido capaz de hacerlo.
Reuniendo todo su coraje, puso el coche en marcha y entró en el sendero de Kelly. Se acercó a la puerta principal, con la cartera en la mano. Se sentía ridículo con ella —como médico, no estaba acostumbrado a llevarla— pero tenía miedo de dejar tanto dinero en el coche.
Kelly abrió la puerta antes de que él tuviera ocasión de llamar al timbre. Llevaba mallas negras, un body rosa y cinta en la cabeza y calientapiernas también rosa.
—Voy a clase de aerobic casi todas las tardes —explicó sonrojándose un poco. Luego dio un abrazo a Jeffrey. Las lágrimas casi acudieron a los ojos de este cuando se dio cuenta de que no podía recordar la última vez que alguien le había abrazado. Tardó un momento en recuperar el equilibrio y abrazarla.
Sin soltarle los brazos, Kelly se inclinó hacia atrás para poder mirarle a los ojos. Jeffrey era unos quince centímetros más alto que ella.
—Me alegro tanto de que hayas venido —dijo ella. Le miró fijamente, y luego añadió—: ¡Entra, entra!
Le cogió de la mano y le hizo entrar, cerrando la puerta con el pie.
Jeffrey se encontró en un amplio vestíbulo con una arcada que daba a un comedor a la derecha y a una sala de estar a la izquierda. Había una mesita con un servicio de té de plata. En el fondo del vestíbulo, hacia la parte trasera de la casa, una elegante escalinata ascendía curvándose hasta el segundo piso.
—¿Un poco de té? —ofreció Kelly.
—No quiero molestar —dijo Jeffrey.
Kelly chasqueó la lengua.
—¿Qué quiere decir, «molestar»?
Le llevó, sin soltarle la mano, a través del comedor y a la cocina. Extendiéndose en la parte trasera de la casa, y abierto a la cocina, se encontraba un confortable salón familiar. Parecía parte de un añadido. Fuera había un jardín. Este parecía requerir un poco de atención. Dentro, la casa estaba inmaculada.
Kelly hizo sentar a Jeffrey en un sofá de ginga. Jeffrey dejó la cartera.
—¿Cómo es que llevas cartera? —preguntó Kelly mientras iba a poner un poco de agua a hervir—. Creía que los médicos llevaban pequeños maletines negros cuando hacían visitas a domicilio. Pareces más un vendedor de seguros.
Se rio con una risa cristalina mientras iba al frigorífico y sacaba un pastel de queso del congelador.
—Si te enseñara lo que llevo en la cartera no lo creerías —dijo Jeffrey.
—¿Por qué lo dices?
Jeffrey no contestó, pero ella lo dejó correr. Sacó un cuchillo de un estante que había sobre el fregadero y cortó dos pedazos de pastel de queso.
—Me alegro de que hayas decidido venir —dijo, lamiendo el cuchillo—. Sólo saco el pastel de queso cuando tengo compañía.
Puso una bolsa grande de té en la tetera y sacó tazas.
El agua empezó a hervir. Kelly la apartó del fuego y vertió el agua hirviendo en la tetera. Lo puso todo en una bandeja y lo llevó a una mesita de café que había frente al sofá del salón.
—Ya está —dijo, dejándolo—. ¿He olvidado algo? —Kelly revisó la bandeja—. ¡Servilletas! —exclamó, y volvió a la cocina. Cuando regresó, se sentó. Sonrió a Jeffrey—. De veras —dijo, sirviendo el té—, me alegro de que hayas venido, y no sólo por el pastel de queso.
Jeffrey se dio cuenta de que no había comido nada desde los cereales de la mañana. El pastel de queso estaba delicioso.
—¿Querías hablarme de algo en particular? —preguntó Kelly, dejando la taza.
Jeffrey admiró su franqueza. Eso le facilitó las cosas.
—Para empezar, supongo que quiero disculparme por no haber sido mejor amigo de Chris —dijo Jeffrey—. Después de lo que he pasado estos últimos meses, comprendo lo que Chris pasó. Entonces, no tenía ni idea.
—Supongo que nadie la tenía —dijo Kelly con tristeza—. Ni siquiera yo.
—No quiero sacar a la luz recuerdos dolorosos para ti —dijo Jeffrey cuando vio el cambio de expresión producido en Kelly.
—No te preocupes. Finalmente lo he superado —dijo ella—. Pero razón de más para haberte llamado. ¿Cómo lo soportas?
Jeffrey no esperaba que la conversación derivara tan de prisa hacia sus problemas. ¿Cómo lo soportaba? En las últimas veinticuatro horas había intentado suicidarse y, al fallar, había intentado huir del país.
—Ha sido difícil —fue lo único que logró decir.
Kelly le dio un apretón en la mano.
—No creo que la gente tenga idea del precio que hay que pagar por la acusación de negligencia, y no hablo de dinero.
—Tú lo sabes mejor que nadie —dijo Jeffrey—. Tú y Chris pagasteis el precio más elevado.
—¿Es cierto que irás a la cárcel? —preguntó Kelly.
Jeffrey suspiró.
—Eso parece.
—¡Es absurdo! —exclamó Kelly con una vehemencia que sorprendió a Jeffrey.
—Apelaremos —dijo—, pero no tengo mucha fe en el proceso. Ya no.
—¿Cómo te convertiste en el chivo expiatorio? —preguntó Kelly.
—¿Qué ocurrió con los otros médicos y el hospital? ¿No les demandaron?
—Todos fueron exculpados —explicó Jeffrey—. Yo tuve un breve problema con la morfina hace unos años. La historia típica: me la recetaron por una lesión de espalda a consecuencia de un accidente de bici que sufrí. Durante el juicio, sugirieron que me había inyectado morfina poco antes de que me ocupara del caso. Después, alguien encontró un frasco vacío de «Marcaina» al 0,75% en el cubo del aparato de anestesia que estaba utilizando; la «Marcaina» al 0,75% está contraindicada para la anestesia obstétrica. No se encontró el frasco de «Marcaina» al 0,5%.
—Pero tú no utilizaste el de 0,75%, ¿verdad? —preguntó Kelly.
—Siempre compruebo la etiqueta de toda la medicación —dijo Jeffrey—. Pero es ese tipo de conducta refleja que es difícil de recordar específicamente. No puedo creer que utilizara la de 0,75%. Pero ¿qué puedo decir? Encontraron lo que encontraron.
—Eh —dijo Kelly—, no comiences a dudar de ti mismo. Eso es lo que Chris empezó a hacer.
—Es más fácil decirlo que hacerlo.
—¿Para qué se utiliza la «Marcaina» al 0,75%? —preguntó Kelly.
—Para bastantes cosas —dijo Jeffrey—. Siempre que se quiere un bloqueo de acción particularmente larga con poco volumen. Se utiliza mucho en cirugía ocular.
—¿Había habido algún caso de ojos en la sala de operaciones cuando ocurrió tu accidente, o habían realizado alguna operación que hubiera podido requerir «Marcaina» al 0,75%?
Jeffrey pensó un momento. Meneó la cabeza.
—No lo creo, pero no lo sé seguro.
—Valdría la pena comprobarlo —dijo Kelly—. No tendría mucha importancia legal, pero si pudieras explicar lo de la «Marcaina» al 0,75%, al menos explicártelo a ti mismo, eso ayudaría mucho a reconstruir tu confianza en ti mismo. Realmente creo que cuando se trata de negligencia, los médicos necesitan tanto proteger su autoestima como preparar sus procesos.
—En eso tienes razón —dijo Jeffrey, pero seguía pensando en las preguntas de Kelly referentes a la «Marcaina» al 0,75%.
No podía creer que a nadie se le hubiera ocurrido preguntar por los casos anteriores a Patty Owen realizados en la misma sala de operaciones. Él seguro que no había pensado en ello. Se preguntó cómo se las arreglaría para investigarlo, ahora que no disfrutaba del acceso al hospital que antes tenía.
—Hablando de autoestima, ¿cómo está la tuya? —Kelly sonrió, pero Jeffrey se dio cuenta de que a pesar de su aparente ligereza, hablaba muy en serio.
—Tengo la sensación de que hablo con una experta —dijo Jeffrey—. ¿Has leído algo de psiquiatría?
—Poca cosa —dijo Kelly—. Lamentablemente, aprendí la importancia de la autoestima por el camino duro: la experiencia.
Tomó un sorbo de té. Por un momento quedó absorta en sus propios pensamientos, mirando por la ventana hacia el jardín lleno de maleza. Entonces, de repente, salió de su trance momentáneo. Miró a Jeffrey, sin sonreír.
—Estoy convencida de que a través de la autoestima Chris se suicidó. No habría podido hacer lo que hizo si se hubiera sentido mejor consigo mismo. Lo sé. No fue el hecho de la tragedia lo que le empujó. Sin duda alguna no fue la culpabilidad. Chris era como tú, en el sentido de que no tenía nada de lo que sentirse culpable. Fue la súbita erosión de la confianza, el daño hecho a lo que él pensaba de sí mismo, lo que hizo que Chris se quitara la vida. La gente no tiene idea de lo sensibles que incluso los médicos más expertos son al impacto de ser demandados. De hecho, cuanto mejor es el médico, más le duele. El hecho de que el pleito carezca de fundamento no tiene nada que ver.
—Tienes razón —dijo Jeffrey—. Cuando me enteré de que Chris se había suicidado, quedé estupefacto. Sabía la clase de hombre que era, la clase de médico que era. Ahora su suicidio no me asombra para nada. De hecho, desde mi punto de vista actual, me sorprende que más médicos acusados de negligencia no sean arrastrados a él. En realidad, anoche yo lo intenté.
—¿Qué intentaste? —preguntó Kelly con aspereza.
Sabía a qué se refería Jeffrey, pero no quería creerlo.
Jeffrey suspiró. No podía mirarla.
—Anoche intenté suicidarme —dijo simplemente. Estuve a un centímetro de hacer lo mismo que hizo Chris. Ya sabes, el truco de la morfina y la succinilcolina. Tenía el intravenoso puesto y todo a punto.
A Kelly se le cayó la taza de té. Se inclinó hacia adelante y cogiendo a Jeffrey por los hombros, le zarandeó. El movimiento le sobresaltó. Le pilló completamente desprevenido.
—Ni te atrevas a hacerlo. ¡Ni siquiera pienses en ello!
Kelly le miraba furiosa, sin soltarle los hombros. Finalmente, Jeffrey murmuró que no tenía que preocuparse, ya que le había faltado valor para seguir adelante.
Kelly volvió a zarandearle, reaccionando a sus comentarios.Jeffrey no sabía qué hacer, y mucho menos qué decir.
Kelly siguió sacudiéndole, inflamadas sus pasiones.
—El suicidio no es un acto de valor —dijo airada—. Es lo contrario. Es la acción cobarde. Y es egoísta. Hiere a todos los que dejas atrás, a todos los que amas. Quiero que me prometas que si alguna vez vuelves a tener ideas de suicidio, me llamarás inmediatamente, sea cual sea la hora del día o de la noche. Piensa en tu esposa El suicidio de Chris me llenó de culpabilidad, no puedes hacerte una idea. Estaba destrozada. Me parecía que de algún modo le había fallado. Ahora se que no es cierto, pero su muerte es algo que probablemente jamás superaré.
—Carol y yo vamos a divorciarnos —balbuceó Jeffrey.
La expresión de Kelly se ablandó.
—¿A causa del pleito por negligencia?
Jeffrey negó con la cabeza.
—Lo teníamos planeado antes de que todo esto comenzara. Carol se ha portado bien y lo ha aplazado de momento.
—Pobre —dijo Kelly—. No puedo imaginarme que tengas que afrontar un pleito por negligencia y una ruptura matrimonial al mismo tiempo.
—Mis problemas matrimoniales son la última de mis preocupaciones —dijo Jeffrey.
—Va en serio lo de que me prometas que me llamarás antes de cometer ninguna locura —dijo Kelly.
—No pienso…
—¡Prométemelo! —insistió Kelh.
—Está bien, te lo prometo —dijo Jeffrey.
Satisfecha. Kelly se levantó y limpio el desorden que se había producido al caer la taza. Mientras recogía los fragmentos de porcelana, dijo:
—Lo que más desearía es haber tenido la más ligera indicación de lo que Chris planeaba. Parecía que estaba lleno de ganas de luchar, diciendo que la complicación con la anestesia era menos probable que un contaminante en la anestesia local, y al minuto siguiente estaba muerto.
Jeffrey observó a Kelly mientras tiraba los fragmentos de porcelana Tardó unos momentos en comprender las últimas palabras de ella Cuando volvió y se sentó, Jeffrey le preguntó:
—¿Qué le hizo pensar a Chris que había un contaminante en la anestesia local?
Kelly se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea. Pero él parecía verdaderamente excitado por esa posibilidad. Yo le estimulé. Antes había estado deprimido. Muy deprimido. La idea de un contaminante le dio auténtica energía. Pasó vanos días absorto leyendo libros de farmacología y fisiología Escribió muchas notas Trabajaba en ello la noche en que… Yo me había ido a la cama. Le encontré a la mañana siguiente con un intravenoso colocado, la botella vacía.
—Qué espanto —dijo Jeffrey.
—Fue la peor experiencia de mi vida —admitió Kelly.
Por un instante, Jeffrey envidió a Chris, no por haber logrado lo que él no había sido capaz de hacer, sino porque había dejado a alguien que era evidente le amaba profundamente Si Jeffrey hubiera llegado hasta el final, ¿alguien habría estado tan triste por ello? Jeffrey trató de sacudirse ese pensamiento. En cambio, consideró la idea de un contaminante en la anestesia local. Era una idea curiosa.
—¿En qué clase de contaminante pensaba Chris? —preguntó Jeffrey.
—Realmente no lo sé —respondió Kelly—. Fue hace dos años, y Chris nunca dio muchos detalles Al menos a mí.
—¿Mencionaste entonces esta teoría a alguien?
—Se lo dije a los abogados. ¿Por qué?
—Es una idea intrigante —dijo Jeffrey.
—Todavía conservo las notas de Chris —dijo Kelly—. Puedes verlas si quieres.
—Me gustaría —dijo Jeffrey.
Kelly se levantó y condujo a Jeffrey otra vez a través de la cocina y el comedor, cruzaron el vestíbulo y la sala de estar. Kelly se detuvo ante una puerta cerrada.
—Creo que será mejor que me explique —dijo Kelly—. Esto era el estudio de Chris. Sé que probablemente no fue un acto digno de una persona sana, pero después de la muerte de Chris, cerré la puerta de esta habitación y lo dejé todo tal como estaba. No me preguntes por qué. En aquellos momentos me hizo sentir mejor, como si parte de él siguiera aquí Así que prepárate. Puede que haya un poco de polvo.
Abrió la puerta y se apartó.
Jeffrey entró en el estudio. A diferencia del resto de la casa, estaba en desorden y olía a rancio. Una gruesa capa de polvo lo recubría todo. Había algunas telarañas colgadas del techo. Las persianas estaban totalmente cerradas. En una pared había una librería del suelo hasta el techo llena de volúmenes que Jeffrey reconoció inmediatamente. La Mayoría de ellos eran textos de anestesia. Los otros trataban de temas médicos más generales.
En el centro de la habitación había un escritorio de tipo antiguo,con montones de papeles y libros. En un rincón había una silla «Eames» tapizada en cuero negro que se había secado y resquebrajado. Al lado de la silla había una alta pila de libros.
Kelly estaba apoyada en la jamba de la puerta con los brazos cruzados, como si no quisiera entrar.
—Qué desorden —dijo.
—¿Te importa si echo un vistazo? —preguntó Jeffrey.
Sentía cierta afinidad con su colega muerto, pero no quería herir los sentimientos de Kelly.
—Adelante —dijo ella—. Como te he dicho, finalmente he superado la muerte de Chris. Hace tiempo que quería limpiar esta habitación. Sólo que no he tenido tiempo.
Jeffrey dio la vuelta al escritorio. Encima había una lámpara, que Jeffrey encendió. No era supersticioso; no creía en lo sobrenatural. Sin embargo, percibía que Chris intentaba decirle algo.
Abierto sobre el secante del escritorio había un libro conocido: Base farmacológica de la terapéutica, de Goodman y Gillman. Al lado estaba Toxicología clínica Junto a ambos libros había un montón de notas escritas a mano. Jeffrey se inclinó sobre el escritorio y vio que el libro de Goodman y Gillman estaba abierto en la sección de la «Marcaina». Los posibles efectos secundarios adversos estaban fuertemente subrayados.
—¿El pleito de Chris también fue por la «Marcaina»?
—Sí —dijo Kelly—. Creía que lo sabías.
—No —dijo Jeffrey.
No había oído decir qué anestesia local había utilizado Chris. Todas ellas podían producir complicaciones ocasionales.
Jeffrey cogió el montón de notas. Casi inmediatamente sintió un hormigueo en la nariz. Estornudó.
Kelly se llevó el dorso de la mano a los labios para ocultar una sonrisa.
—Te he advertido que podría haber polvo.
—Jeffrey volvió a estornudar.
—¿Por qué no coges lo que quieras y volvemos a la sala? —sugirió Kelly.
Con los ojos llorosos, Jeffrey cogió los libros de farmacología y toxicología, junto con las notas, y se los llevó. Estornudó por tercera vez antes de que Kelly cerrara la puerta del estudio.
Cuando volvieron a pasar por la cocina, Kelly ofreció:
—¿Por qué no te quedas y cenamos pronto? Puedo preparar algo sencillo. No será una cena de gourmet, pero sí saludable.
—Creía que tenías una clase de aerobic —dijo Jeffrey.
Estaba encantado con la oferta, pero no quería molestarla más de lo que ya la había molestado.
—Puedo ir otro día —dijo Kelly—. Además, creo que necesitas un poco de TLC.
—Bueno, si no es molestia —dijo Jeffrey.
Estaba asombrado de la amabilidad de Kelly.
—Me gustaría hacerlo —dijo ella—. Ahora ponte cómodo en el sofá. Quítate los zapatos, si quieres.
Jeffrey le tomó la palabra. Se sentó y dejó los libros sobre la mesita auxiliar. Observó un momento a Kelly mientras ella se afanaba en la cocina, mirando en el frigorífico y varios armarios. Después, se quitó los zapatos y se acomodó para revisar las notas de Chris. Lo primero que encontró fue un resumen escrito a mano de la complicación de la anestesia en el trágico caso de Chris.
—Voy un momento a la tienda —dijo Kelly—. No te muevas.
—No quiero que te molestes —dijo Jeffrey, haciendo ademán de levantarse.
Pero no era cierto. Le encantaba el hecho de que Kelly estuviera dispuesta a efectuar semejante esfuerzo por él.
—Tonterías —dijo Kelly—. Volveré en un instante.
Jeffrey no estaba seguro de si Kelly había dicho «tonterías» porque adivinaba su mentirijilla o porque para ella no era ninguna molestia. En un abrir y cerrar de ojos se fue. Jeffrey oyó que ponía el coche en marcha en el garaje, arrancaba y aceleraba en la calle.
Recorrió con la mirada el confortable salón familiar y la cocina, satisfecho de haber tomado la decisión de llamar a Kelly. Aparte de haber decidido no matarse y no huir, era la mejor decisión que había tomado en las últimas veinticuatro horas.
Recostándose de nuevo, Jeffrey volvió su atención al resumen de la complicación de la anestesia de Chris:
Henry Noble, varón blanco de cincuenta y siete años de edad, ingresó en el «Valley Hospital» para someterse a una prostatectomía total por cáncer. La petición del doctor Wallenstern fue de anestesia epidural.
Visité al hombre la noche antes de la operación. Era levemente aprensivo. Gozaba de buena salud. El estado cardíaco era normal, con un electrocardiograma normal. La presión sanguínea era normal. El examen neurológico era normal. No padecía alergias. Específicamente, no tenía alergia a ningún fármaco Había sufrido anestesia general para una operación de hernia en 1977 sin ningún problema. Había sufrido anestesia local para múltiples procesos dentales sin ningún problema Debido a su aprensión, escribí una orden para que le dieran 10 mg de diazepam por vía oral una hora antes de acudir a cirugía. A la mañana siguiente llegó animado. El diazepam le había hecho efecto El paciente estaba levemente adormilado pero se le pudo despertar. Fue llevado a la sala de anestesia y colocado en una posición lateral correcta Se le efectuó una punción epidural con una aguja tipo «Touhey» de calibre 18 sin problemas. No hubo reacción a los 2 cc de «Lidocaina» utilizados para facilitar la entrada de la epidural. Se confirmó la ubicación epidural con 2 cc de agua estéril con adrenalina Se enhebró un catéter epidural de pequeño calibre en la aguja de «Touhey». El paciente fue devuelto a la posición supina. Entonces se preparó una dosis de prueba de «Marcaina» al 0,5%, sacada de una ampolla de 30 ml, con una pequeña cantidad de adrenalina Se inyectó esta dosis de prueba En cuanto la dosis de prueba fue inyectada, el paciente se quejó de lo que describió como vértigo, seguido de fuertes espasmos intestinales. La frecuencia cardíaca empezó a aumentar pero no hasta el punto esperado si la dosis de prueba hubiera sido inyectada por error intravenosamente. Aparecieron entonces fasciculaciones musculares generalizadas, que sugerían un estado de hiperestesia. Se produjo una salivación masiva, que sugería una reacción parasimpática. Se administró atropina intravenosamente Se observaron pupilas mióticas El paciente tuvo un ataque de grand mal que fue tratado con succinilcolina y «Valium» intravenosamente. El paciente fue intubado y mantenido con oxígeno El paciente entonces sufrió un paro cardíaco. El corazón demostró ser extremadamente resistente a los fármacos pero finalmente se alcanzó un ritmo sinusal El paciente se estabilizó pero no recobró la conciencia El paciente fue trasladado a la unidad de cuidados intensivos quirúrgicos, donde permanecio en coma durante una semana, sufriendo múltiples paros cardiacos También se certificó que el paciente tuvo una parálisis total después de la complicación con la anestesia, que incluía no sólo la médula espinal sino también los pares craneales Al cabo de la semana, el paciente sufrió un paro cardíaco final del que no pudo recuperarse.
Jeffrey levantó la vista de las notas. Al leer la concisa historia de Chris, recreó el terror que había sentido cuando había luchado desesperadamente para salvar a Patty Owen. El recuerdo era tan intenso que las manos se le llenaron de sudor. Lo que lo hacía patético eran las asombrosas similitudes de los dos casos, y no sólo por los dramáticos ataques y paros cardíacos. Jeffrey recordaba con pasmosa claridad el momento en que había visto la salivación y el lagrimeo de Patty. Y además, estaban el dolor abdominal y las pupilas pequeñas. Ninguna de estas respuestas era un efecto secundario corriente de la anestesia local, aunque esta era capaz de causar una serie extraordinariamente amplia de efectos neurológicos y cardíacos adversos en unos pocos individuos infortunados.
Jeffrey examinó la siguiente página de las notas. Había varias palabras escritas en letras muy claras. Dos de ellas eran «muscarínico» y «nicotínico». Jeffrey las reconoció, sobre todo de sus días en la Facultad de Medicina. Tenían algo que ver con la función del sistema nervioso autonómico. Después estaba la frase «elevado bloqueo espinal irreversible con implantación del par craneal», seguido de una serie de signos de admiración.
Jeffrey oyó el coche de Kelly entrar en el sendero y en el garaje. Consultó su reloj. Era una compradora rápida.
El siguiente papel del montón de Chris era un informe de RMN —resonancia magnética nuclear— sobre Henry Noble durante el tiempo que estuvo paralizado y en coma. Los resultados registrados eran normales.
—Hola —dijo Kelly al cruzar la puerta—. ¿Me has echado de menos? —Se rio mientras dejaba un paquete sobre el mostrador de la cocina. Luego fue hasta la parte de atrás del sofá y miró por encima del hombro de Jeffrey—. ¿Qué significa todo esto?
—No lo sé —admitió Jeffrey—. Pero estas notas son fascinantes. Hay tantas similitudes entre el caso de Chris y el mío. No sé qué pensar.
—Bueno, me alegro de que alguien saque algún provecho de este material —dijo Kelly mientras volvía a la cocina—. Me hace sentir menos rara por haberlo guardado.
—No creo que sea raro que lo guardaras —dijo Jeffrey, pasando a la página siguiente. Esta era un resumen mecanografiado de la autopsia de Henry Noble, que había sido realizada por el anatomopatológico. Chris había subrayado la frase «toxicología negativa» y la había terminado con el signo de admiración. Jeffrey estaba perplejo.
El resto de las notas eran nociones generales de artículos sacados.
En su mayoría del libro de farmacología de Goodman y Gillman. Un rápido vistazo sugirió a Jeffrey que trataban principalmente de la función del sistema nervioso autonómico. Decidió mirar el material más tarde. Amontonó los papeles y los dejó sobre la mesa con dos volúmenes de medicina.
Jeffrey se reunió con Kelly junto al fregadero de la cocina.
—¿Qué puedo hacer? —le preguntó.
—Se supone que te estás relajando —dijo Kelly enjuagando una lechuga.
—Preferiría ayudar —dijo Jeffrey.
—Muy bien. ¿Qué te parece si enciendes la barbacoa en el porche trasero? Las cerillas están en ese cajón. —Kelly señaló con una hoja de lechuga.
Jeffrey cogió una caja de cerillas y salió afuera. La barbacoa era de esas abovedadas que funcionan con propano. Rápidamente imaginó cómo funcionaba la válvula y la encendió. Después cerró la bóveda.
Antes de entrar, Jeffrey echó una mirada al descuidado jardín. La alta hierba era de un fresco verde primaveral. Aquella primavera había llovido mucho, así que toda la vegetación estaba particularmente sana y exuberante. Entre la espesura de los árboles se veían frondas de helecho como encajes.
Jeffrey meneó la cabeza, incrédulo. Parecía casi inconcebible que anoche hubiera estado tan cerca de suicidarse. Y que esa tarde hubiera intentado huir para siempre a Sudamérica. Y ahora se encontraba en un porche de Brookline preparándose para una barbacoa con una mujer atractiva, sensible y encantadoramente expresiva. Parecía demasiado bonito para ser cierto. Entonces Jeffrey comprendió con sobresalto que era eso; dentro de poco probablemente sería encerrado en prisión.
Jeffrey respiró hondo, aspirando el fresco aire de media tarde y disfrutando de su pureza. Observó a un petirrojo coger un gusano del húmedo suelo. Entonces entró en la casa para ver qué podía hacer para ayudar.
La cena fue deliciosa y con gran éxito. A pesar de las circunstancias más bien calamitosas, Jeffrey logró disfrutar inmensamente. La conversación con Kelly era natural y fácil. Cenaron filetes de atún marinados, arroz pilaf y ensalada mixta. Kelly tenía una botella de chardonnay escondida en el fondo del frigorífico. Estaba fresco y seco. Jeffrey se dio cuenta de que reía por primera vez en meses. Eso en sí mismo era un gran logro.
Con café y más pastel de queso helado, se retiraron al sofá de ginga. Las notas de Chris y los libros devolvieron a la mente de Jeffrey pensamientos más serios.—Lamento volver a temas desagradables —dijo Jeffrey tras una pausa en la conversación—, pero ¿cuál fue el resultado del pleito de Chris por negligencia?
—El jurado falló a favor del demandante —dijo Kelly—. El pago de la indemnización se dividió entre el hospital, Chris y el cirujano según un complicado plan. Creo que el seguro de Chris lo pagó casi todo, pero no estoy segura. Afortunadamente esta casa estaba sólo a mi nombre, así que no pudieron contarla entre sus bienes disponibles.
—He leído un resumen que Chris escribió —dijo Jeffrey—. No cabe duda de que no hubo negligencia.
—Con este tipo de casos cargados de emoción —dijo Kelly—, si hubo o no realmente negligencia no es tan importante. Un buen fiscal siempre puede hacer que el jurado se identifique con el paciente.
Jeffrey asintió. Lamentablemente, era cierto.
—Tengo que pedirte un favor —dijo Jeffrey tras una pausa—. ¿Te importaría mucho prestarme estas notas? —Dio una palmadita al montón.
—Claro que no —dijo Kelly—. Están a tu disposición. ¿Puedo preguntarte por qué te interesan tanto?
—Me recuerdan preguntas que me formulaba respecto a mi propio caso —dijo Jeffrey—. Había algunas incoherencias que no podía explicar. Me sorprende ver que en el caso de Chris aparecían las mismas incoherencias. La idea de un contaminante no se me había ocurrido. Me gustaría repasar sus notas un poco más. No queda claro a simple vista qué pensaba. Además —añadió Jeffrey con una sonrisa—, si me las prestas tendré una buena excusa para volver.
—No necesitas ninguna excusa —dijo Kelly—. Siempre serás bien recibido.
Jeffrey se marchó poco después de terminar el postre. Kelly le acompañó al coche. Habían cenado tan temprano que aún era de día. Jeffrey le dio las gracias efusivamente por su espontánea hospitalidad.
—No tienes idea de cuánto he disfrutado con esta visita —dijo con sinceridad.
Cuando Jeffrey estuvo en el coche, junto con su cartera, que ahora contenía las notas de Chris, Kelly metió la cabeza por la ventanilla abierta.
—¡Recuerda tu promesa! —advirtió—. Si empiezas a pensar tonterías, tienes que ponerte en contacto conmigo.
—Lo recordaré —la tranquilizó Jeffrey.
Jeffrey condujo hasta su casa satisfecho y tranquilo. Pasar unas horas con Kelly le había animado mucho. Dadas las circunstancias, le asombraba que hubiera podido responder de una manera tan normal. Pero sabía que se debía más a la psique de Kelly que a la suya. Cuando giró para salir a la calle, Jeffrey alargó el brazo para sujetar la cartera, que estaba a punto de caer del asiento. Con la mano sobre ella, pensó en su extraño contenido. Artículos de tocador, ropa interior, 45 000 dólares en efectivo, y un montón de notas escritas por un suicida.
Aunque no esperaba encontrar nada absolvente en las notas, el simple hecho de estar en posesión de ellas le producía una sensación de esperanza. Quizá podría aprender algo de la experiencia de Chris que él solo no había podido ver.
Y aunque había lamentado despedirse de Kelly, Jeffrey se alegraba de llegar a casa tan pronto. Tenía intención de revisar las notas de Chris con más atención y sacar algunos libros suyos para efectuar una seria lectura.