15

Sábado, 20 de mayo, 1989

8.11 horas

Jeffrey recuperó la conciencia por fases, recordando sueños extraños. Tenía la garganta tan seca que respirar le dolía, y le costaba trabajo tragar. Sentía su cuerpo pesado y rígido. Abrió los ojos y miró a su alrededor para orientarse. Se hallaba en una habitación extraña con las paredes azules. Entonces se fijó en el intravenoso. Con un sobresalto, se miró la mano izquierda. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido la noche anterior, él había acabado con un intravenoso.

Mientras su mente empezaba a aclararse, Jeffrey se giró. La luz de la mañana penetraba a través de las persianas de la ventana. A su lado había una mesilla de noche con una jarra y un vaso. Ávido, Jeffrey tomó un trago.

Se incorporó, y examinó la habitación. Se encontraba en una habitación de hospital, completa con la mesa metálica de costumbre, el riel para la cortina en el techo, sobre la cama, y en una esquina un sillón de vinilo de aspecto incómodo. En el sillón estaba Kelly. Estaba enroscada y profundamente dormida. Un brazo le colgaba del sillón formando ángulo. Debajo de la mano tenía un periódico, en el suelo, que al parecer le había caído.

Jeffrey quiso sentarse en el borde de la cama, con intención de acercarse a Kelly, pero el intravenoso se lo impidió. Miró detrás y vio que era agua estéril y que apenas circulaba.Con una sacudida, Jeffrey recordó de pronto su huida de los hombres en Beacon Hill. Su terror regresó a él con asombrosa claridad. Recordó estar pegado a la puerta de la Iglesia del Advenimiento, con un arma apuntándole a la cabeza. Luego le habían inyectado algo en la parte trasera del muslo. Eso era todo lo que podía recordar. A partir de aquel momento, su mente estaba totalmente en blanco.

—Kelly —llamó Jeffrey con suavidad. Kelly murmuró algo pero no se despertó—. ¡Kelly! —llamó Jeffrey un poco más alto.

Kelly abrió los ojos y parpadeó. Después se levantó del sillón y se precipitó hacia Jeffrey. Le cogió por los hombros y le miró a la cara.

—Oh, Jeffrey, gracias a Dios que estás bien. ¿Cómo te encuentras?

—Bien —dijo Jeffrey—. Estoy bien.

—Anoche estaba aterrada. No tenía ni idea de lo que te habían dado.

—¿Dónde estoy? —preguntó Jeffrey.

—En el «St. Joe’s». No sabía qué hacer. Te traje aquí, a urgencias. Tenía miedo de que te ocurriera algo, como que tuvieras problemas para respirar.

—¿Y me admitieron sin hacer preguntas?

—Improvisé. Dije que eras mi hermano, que vivías fuera de la ciudad. Nadie lo puso en duda. Conozco a todo el mundo en urgencias, tanto a los médicos como a las enfermeras. Te vacié los bolsillos, incluida la cartera. No hubo problemas, excepto cuando el laboratorio dijo que habías tomado quetamina. Tuve que improvisar un poco más. Les dije que eres anestesista.

—¿Qué diantres ocurrió anoche? —preguntó Jeffrey—. ¿Cómo acabé contigo?

—Fue un poco de suerte —dijo Kelly.

Sentada en el borde de la cama de Jeffrey, Kelly le contó todo lo que había sucedido desde el momento en que él había desaparecido en el edificio de Trent hasta que ella le llevó a urgencias del «St. Joe’s».

Jeffrey se estremeció.

—Oh, Kelly, nunca debí involucrarte. No sé lo que se apoderó de mí. —Bajó la voz.

—Me involucré yo misma —dijo Kelly—. Pero eso no es importante. Lo importante es que los dos estamos bien. ¿Qué tal te fue en el apartamento de Harding?

—Bien, antes de que me sorprendieran —dijo Jeffrey—. Encontré lo que buscaba. Tropecé con una cantidad escondida de «Marcaina», jeringas, mucho dinero y la toxina. Estaban detrás de un falso fondo de un armario de cocina. Ahora ya no hay duda de nuestras sospechas de Trent Harding. Es la prueba que estábamos buscando.

—¿Dinero? —dijo Kelly.

—Sé exactamente lo que estás pensando —dijo Jeffrey—. En cuanto vi el dinero, pensé en tu teoría de la conspiración. Harding tenía que trabajar para alguien. ¡Dios mío! Ojalá no estuviera muerto. Ahora probablemente podría resolverlo todo. Devolvedme mi antigua vida. —Jeffrey meneó la cabeza—. Tendremos que trabajar con lo que tenemos. Podría estar mejor, pero ya ha estado peor.

—¿Cuál es nuestro próximo movimiento?

—Iremos a Randolph Bingham y le contaremos toda la historia. Tiene que hacer que la Policía vaya al apartamento de Trent. Dejaremos que se ocupen ellos de lo de la conspiración.

Jeffrey se colocó al otro lado de la cama, donde colgaba el intravenoso, puso los pies en el suelo y se levantó. Se mareó un momento mientras trataba de apretar su bata al cuerpo. No estaba atada por detrás. Al verle tambalearse, Kelly se acercó a él y le dio la mano.

Recuperando el equilibrio, Jeffrey miró a Kelly y dijo:

—Estoy empezando a pensar que te necesitaré siempre a mi lado.

—Creo que nos necesitamos el uno al otro —dijo ella.

Jeffrey sólo pudo sonreír y menear la cabeza. Su opinión era que Kelly le necesitaba tanto como ser atropellada por un camión. ¿No le había aportado él nada más que problemas? Esperaba poder compensarla por ello.

—¿Dónde está mi ropa? —preguntó Jeffrey.

Kelly se acercó al armario. Abrió la puerta. Jeffrey se sacó el intravenoso, haciendo una mueca. Entonces fue adonde estaba Kelly. Ella le entregó su ropa.

—¡Mi bolsa! —dijo Jeffrey con sorpresa. La bolsa colgaba de uno de los colgadores del armario.

—Esta mañana, temprano, he ido a casa —dijo Kelly—. He cogido ropa para mí, he dado de comer a los gatos y he cogido tu bolsa.

—Ir a casa ha sido correr un riesgo —dijo Jeffrey—. ¿Y Devlin? ¿No había nadie vigilando la casa?

—He pensado en eso —dijo Kelly—. Pero cuando he cogido el periódico esta mañana, me ha parecido que todo iría bien.

Cogió el Globe que estaba en el suelo, junto al sillón. Se lo llevó a Jeffrey y señaló un pequeño artículo en la sección local.

Jeffrey le cogió el periódico y leyó una descripción del incidente en la Concha. El artículo reseñaba que una enfermera del «St. Joseph’s Hospital» había sido atacada a tiros por una famosa figura del submundo del crimen, Tony Marcello. Un exagente de Policía de Boston, Devlin O’Shea, había disparado y matado al atacante, pero había resultado herido de gravedad en el tiroteo que siguió. Devlin había sido ingresado en el «Boston Memorial Hospital» y se informaba que se encontraba en estado estacionario. El artículo seguía diciendo que la Policía de Boston investigaba el incidente, el cual se creía que estaba relacionado con las drogas.

Jeffrey dejó el periódico sobre la cama y abrazó a Kelly.

—Lamento de veras haberte hecho pasar todo esto —dijo—. Pero creo que estamos cerca del final.

Aflojando su abrazo, Jeffrey se echó hacia atrás y dijo:

—Vayamos a ver a Randolph. Entonces veremos si no podemos marcharnos. Ir en coche a Canadá, y después en avión hasta algún lugar tranquilo mientras se lleva a cabo una investigación de verdad.

—No sé si podemos marcharnos —dijo Kelly—. Cuando he ido a casa he visto que Delilah ha salido de cuentas.

Jeffrey miró a Kelly con incredulidad:

—¿Te quedarías por un gato?

—Bueno, no puedo dejarla en mi despensa —dijo Kelly. Parirá cualquier día.

Jeffrey se dio cuenta de lo apegada que estaba a sus gatos.

—Está bien, está bien —dijo, cediendo rápidamente—. Pensaremos algo. Ahora tenemos que ir a ver a Randolph. ¿Qué tenemos que hacer para que pueda salir de aquí? Y quizá sería mejor que me dijeras mi nombre.

—Eres Richard Widdicomb —le dijo Kelly—. Espera. Iré al mostrador de las enfermeras y arreglaré las cosas.

Cuando Kelly se fue, Jeffrey terminó de vestirse. Excepto por un sordo dolor de cabeza, se encontraba bien. Se preguntó cuánta quetamina le habían inyectado. Habiendo dormido tan profundamente como lo había hecho, se preguntó si podían haber mezclado algo como «Innovar».

Jeffrey abrió su bolsa y encontró sus artículos de aseo, ropa interior limpia, el dinero, varias páginas de notas a mano que había tomado en la biblioteca, las páginas de información que había copiado de la ficha del acusado / demandante del Palacio de Justicia, su cartera y un pequeño libro negro.

Se metió la cartera en el bolsillo y cogió el libro negro. Lo abrió y, por unos momentos, no pudo imaginarse por qué estaba en su bolsa. Era un libro de direcciones, pero no le pertenecía.Kelly volvió con un médico residente.

—Es el doctor Sean Apple —dijo—. Tiene que examinarte antes de que te dejen marchar.

Jeffrey dejó que el joven médico le auscultara el pecho, le tomara la presión y efectuara un examen neurológico superficial que incluyó hacer caminar a Jeffrey en línea recta por la habitación, poniendo un pie directamente delante del otro.

Mientras el médico le examinaba, Jeffrey le preguntó a Kelly por el libro negro.

—Lo llevabas en el bolsillo —dijo Kelly.

Jeffrey permaneció callado hasta que el doctor Apple declaró a Jeffrey apto para marcharse y salió de la habitación.

—Este libro no es mío —dijo Jeffrey, sosteniendo el librito en alto.

Entonces se acordó. Era el libro de direcciones de Trent Harding. Con todo lo que había ocurrido, se le había olvidado. Se lo dijo a Kelly, y juntos examinaron algunas páginas.

—Podría ser importante —dijo Jeffrey—. Podemos entregárselo a Randolph. —Jeffrey se lo metió en el bolsillo—. ¿Estás lista?

—Tendrás que firmar en el mostrador de las enfermeras —dijo Kelly—. Recuerda que eres Richard Widdicomb.

Salir del hospital fue tan fácil como Jeffrey esperaba. Llevaba su bolsa al hombro. Kelly también llevaba una bolsa de mano con sus cosas. Subieron al coche. Jeffrey le dio instrucciones una vez fuera del aparcamiento. Estaban a medio camino de la oficina de Randolph cuando de repente se volvió a ella. Su mirada la asustó.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella.

—¿Has dicho que aquellos hombres volvieron al apartamento de Trent después de meterme en su coche? —preguntó Jeffrey.

—No sé si fueron a su apartamento, pero volvieron a entrar en el edificio.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jeffrey. Miró hacia adelante—. La razón por la que entraron tan fácilmente cuando yo me encontraba allí fue porque tenían llaves. Evidentemente, entraron para algo específico.

Jeffrey se volvió a Kelly.

—Tenemos que ir primero a Garden Street.

—No volveremos al apartamento de Trent, ¿verdad? —Kelly no podía creerlo.

—Tenemos que hacerlo. Tenemos que estar seguros de que la toxina y la «Marcaina» siguen allí. Si no es así, estamos igual que antes.

—¡Jeffrey, no! —exclamó Kelly. No podía creer que quisiera volver allí por tercera vez. Cada vez que habían ido, habían tropezado con un nuevo peligro. Pero Kelly ya conocía demasiado bien a Jeffrey. Sabía que no habría manera de convencerle de que no efectuara otra visita ilícita. Sin otra palabra de protesta, puso rumbo a Garden Street.

—Es la única manera —dijo Jeffrey, tanto para convencerse a sí mismo como para convencer a Kelly.

Kelly aparcó unas cuantas puertas más abajo del edificio de ladrillos amarillo. Los dos permanecieron sentados unos momentos, ordenando sus pensamientos.

—¿La ventana sigue abierta? —preguntó Kelly.

Examinó la zona para ver si había alguien vigilando el edificio o que pareciera fuera de lugar. Ahora le preocupaba la Policía.

—Sí, está abierta —dijo Kelly.

Jeffrey empezó a decir que estaría de vuelta en dos minutos, pero Kelly le interrumpió.

—No voy a esperarte aquí —dijo en un tono que no admitía discusión.

Sin decir una palabra, Jeffrey asintió.

Cruzaron la puerta de la calle y después la interior. El edificio estaba fantásticamente silencioso hasta que llegaron al tercer piso. A través de una puerta cerrada podían oír apenas el alboroto de los dibujos animados matinales.

Al llegar al quinto piso, Jeffrey hizo una seña a Kelly para que hiciera el menor ruido posible. La puerta de Harding estaba entreabierta. Jeffrey se puso al lado de la puerta y escuchó. Lo único que oyó fueron los ruidos de la ciudad que penetraban por la ventana abierta.

Jeffrey abrió más la puerta. La escena que vieron sus ojos no resultaba estimulante. El apartamento estaba peor que nunca, mucho peor. Estaba destrozado. Lo habían arrojado todo violentamente al centro de la habitación y habían sacado todos los cajones del escritorio.

—¡Maldita sea! —susurró Jeffrey.

Entró en el apartamento y se precipitó a la cocina. Kelly se quedó en el umbral de la puerta, examinando los destrozos.

Jeffrey regresó al cabo de unos segundos. Kelly no tuvo que preguntar. Su cara reflejaba lo que había encontrado.

—Ha desaparecido todo —dijo, casi con lágrimas en los ojos—. Incluso el falso fondo del armario.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Kelly, poniéndole una mano consoladora en el brazo.Jeffrey se pasó los dedos por el pelo. Ahogó las lágrimas.

—No lo sé —dijo—. Estando Harding muerto y este apartamento limpio… —No pudo continuar.

—No podemos abandonar ahora —dijo Kelly—. ¿Y Henry Noble, el paciente de Chris? Dijiste que la toxina podría estar en su vesícula biliar.

—Pero eso fue hace dos años.

—Espera un minuto —dijo Kelly—. La última vez que hablamos de esto, me convenciste. Parecías esperanzado. ¿Qué ha ocurrido con tu afirmación de que tenemos que trabajar con lo que tenemos?

—Tienes razón —dijo Jeffrey, tratando de controlarse—. Existe una posibilidad. Iremos a la oficina del anatomopatólogo. Creo que es hora de que le comentemos a Warren Seibert toda la historia.

Kelly condujo hasta el depósito de cadáveres de la ciudad.

—¿Crees que el doctor Seibert estará aquí un sábado por la mañana? —preguntó Kelly cuando bajaban del coche.

—Me dijo que cuando estaban muy ocupados trabajaban todos los días —respondió Jeffrey, sosteniendo la puerta del depósito para que ella pasara.

Kelly miró los motivos egipcios del vestíbulo.

—Me recuerda Cuentos de la cripta —dijo.

La oficina principal estaba cerrada. El lugar parecía desierto. Jeffrey condujo a Kelly por la escalera hasta el segundo piso.

—Se nota un olor raro —se quejó Kelly.

—Esto no es nada —dijo Jeffrey—. Espera a estar arriba.

Cuando llegaron al segundo piso, todavía no habían visto un alma. La puerta de la sala de autopsias estaba abierta, pero no había nadie, ni vivo ni muerto. El olor no era espantoso como el día de la primera visita de Jeffrey. Siguieron por el pasillo y pasaron por delante de la polvorienta biblioteca. Atisbaron en el despacho del doctor Seibert y le encontraron encorvado sobre su escritorio, con un gran tazón de café a su lado y un montón de informes de autopsias frente a él.

Jeffrey llamó a la puerta abierta. Seibert dio un respingo, pero cuando vio quién era, sonrió.

—Doctor Webber, me ha asustado.

Jeffrey se disculpó.

—Deberíamos haber llamado —dijo.

—No importa —dijo Seibert—. Pero todavía no sé nada de California. Dudo que sepa nada hasta el lunes.

—No hemos venido para eso exactamente —dijo Jeffrey.Presentó a Kelly. Seibert se levantó para darle la mano.

—¿Por qué no vamos a la biblioteca? —dijo Seibert—. En este despacho no caben tres sillas.

Una vez instalados, Seibert les estimuló diciendo:

—Bueno, ¿qué puedo hacer por ustedes?

Jeffrey respiró hondo.

—En primer lugar —dijo—, me llamo Jeffrey Rhodes.

Jeffrey contó entonces a Seibert la increíble historia. Kelly le ayudó en ciertos puntos. Jeffrey tardó casi media hora en terminar.

—Así que ahora ya sabe nuestro apuro. No tenemos ninguna prueba, y yo soy un fugitivo. No disponemos de mucho tiempo. Al parecer nuestra última esperanza es Henry Noble. Tenemos que encontrar la toxina antes de poder documentar su existencia en alguno de estos casos.

—¡Santo Moisés! —exclamó Seibert. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que Jeffrey había comenzado—. Este caso me ha parecido interesante desde el principio. Ahora es el más interesante que jamás he conocido. Bien, desenterraremos al viejo Henry y veremos lo que se puede hacer.

—¿Cuánto tiempo cree que tardará? —preguntó Jeffrey.

—Tendremos que conseguir un permiso de exhumación y un permiso de reentierro del Departamento de Salud —dijo Seibert—. Como anatomopatólogo, no tendré ningún problema para obtenerlos. Como cortesía, deberíamos notificarlo a los parientes más próximos. Imagino que todo eso se puede hacer en una semana o dos.

—Es demasiado tiempo —dijo Jeffrey—. Tenemos que hacerlo enseguida.

—Supongo que podríamos conseguir una orden del tribunal —dijo Seibert—, pero eso tardaría tres o cuatro días.

—También es demasiado tiempo —suspiró Jeffrey.

—Pero es lo mínimo que puedo imaginar —dijo Seibert.

—Busquemos dónde fue enterrado —dijo Jeffrey, pasando a otro tema—. Usted dijo que tenía esa información.

—Tenemos el informe de su autopsia y deberíamos tener una copia de su certificado de defunción —dijo Seibert—. La información debería estar ahí. —Echó su silla hacia atrás—. Voy a buscarlo.

Seibert salió de la habitación. Kelly miró a Jeffrey.

—Sé que tienes algo en la cabeza —dijo.

—Es bastante sencillo —dijo Jeffrey—. Creo que deberíamos ir a desenterrar a ese tipo. Dadas las circunstancias, no tengo paciencia para seguir todo ese galimatías burocrático.Seibert regresó con una copia del certificado de defunción de Henry Noble Lo dejó sobre la mesa, enfrente de Jeffrey, y se quedó de pie junto a su hombro derecho.

—Aquí pone dónde está enterrado —dijo, señalando el centro del papel—. Al menos no fue incinerado.

—No se me había ocurrido eso —admitió Jeffrey.

—Edgartown, Massachusetts —leyó Seibert—. No hace mucho que estoy aquí y no conozco el Estado ¿Dónde está Edgartown?

—En Martha s Vineyard —dijo Jeffrey—. En la punta de la isla.

—Aquí está la funeraria —dijo Seibert—. Funeraria Boscowaney, Vineyard Haven El nombre del concesionario es Chester Boscowaney Es importante saberlo, porque tendrá que estar involucrado.

—¿De que manera? —preguntó Jeffrey Quena que todo fuera lo más sencillo posible Si tenía que hacerlo, Jeffrey iría allí en mitad de la noche con una pala y una palanca.

—Nos tiene que asegurar que es el ataúd y el cuerpo que buscamos —dijo Seibert—. Como pueden imaginar, igual que en todo, ha habido líos, en especial con los funerales con ataúd cerrado.

—Cuántas cosas no se saben —dijo Kelly.

—¿Cómo son esos permisos de exhumación? —preguntó Jeffrey.

—No son complicados —dijo Seibert—. Por casualidad tengo uno en mi despacho, por un caso en que la familia sospecha que extrajeron los órganos de su hijo ¿Quieren verlo?

Seibert se marchó y cuando volvió, dejó el papel frente a Jeffrey Estaba mecanografiado, como un documento legal.

—No parece que tenga que ser nada especial —dijo Jeffrey.

—¿De qué habla? —preguntó Seibert.

—¿Y si yo viniera aquí con uno de estos formularios y le pidiera que exhumara un cuerpo y examinara algo que me interesaba? —preguntó Jeffrey—. ¿Qué diría?

—Todos hacemos algún trabajo particular alguna vez —dijo Sei bert—. Supongo que diría que le costaría algo de dinero.

—¿Cuánto? —pregunto Jeffrey.

Seibert se encogió de hombros.

—No hay un precio establecido Si fuera sencillo, quizás un par de miles.

Jeffrey cogió su bolsa y saco uno de los paquetes de dinero Contó veinte billetes de cien dólares Los puso sobre la mesa, frente a Seibert Entonces dijo:

—Si me presta una máquina de escribir, tendré uno de esos permisos de exhumación en una hora.

—No puede hacerlo —dijo Seibert—. Es ilegal.

—Sí, pero el riesgo lo corro yo, no usted Apuesto a que nunca comprueba si estos permisos son auténticos En lo que a usted respecta, lo será El que quebrante la ley seré yo, no usted.

Seibert se mordisqueó el labio un momento.

—Es una situación única —dijo Luego, cogió el dinero—. Lo haré, pero no por dinero —dijo—. Lo haré porque creo la historia que me ha contado Si lo que dice es cierto, es de interés público ir hasta el fondo. —Echó el dinero a la falda de Jeffrey—. Vamos —dijo—. Abriré la oficina de abajo para que escriba el permiso de exhumación Y ya que esta en ello, también podría extender el permiso de reentierro Será mejor que yo llame al señor Boscowaney para que se asegure de que el sepulturero del cementerio está disponible.

—¿Cuanto tardará todo esto? —preguntó Kelly.

—Llevará cierto tiempo —dijo Seibert Consultó su reloj—. Tendremos suerte si salimos de allí a media tarde Si podemos encontrar a alguien que maneje una retroexcavadora, podríamos tenerlo esta noche Pero puede que sea demasiado tarde.

—En ese caso deberíamos quedarnos a pasar la noche —dijo Kelly—. Hay un hostal en Edgartown, el «Charlotte». ¿Por qué no hago las reservas?

Jeffrey dijo que le parecía buena idea.

Seibert acompañó a Kelly al despacho de una colega para que pudiera utilizar el teléfono Después, llevó a Jeffrey al despacho de abajo, donde le dejó con la máquina de escribir.

Kelly llamo al hostal «Charlotte» y reservó dos habitaciones Le pareció que era un buen comienzo de su investigación Detestaba admitirlo, pero lo único que le preocupaba de la aventura propuesta era Delilah ¿Y si paría?La ultima vez que Delilah había tenido cachorros, había tenido problemas Había sido necesario llevarla urgentemente al veterinario.

Kelly volvió a coger el teléfono y llamó a Kay Buchanan, que vivía en la casa de al lado Kay tenía tres gatos Las dos se habían hecho favores en otras ocasiones.

—Kay, ¿tienes intención de pasar aquí este fin de semana? —le preguntó.

—Sí —dijo Kay—. Harold tiene que trabajar Estaremos aquí ¿Quieres que dé de comer a tus monstruos?

—Me temo que es algo más —dijo Kelly—. Tengo que marcharme y Delilah está a punto de parir. Me temo que tendrá gatitos cualquier día.

—La última vez estuvo a punto de morir —dijo Kay preocupada.

—Lo sé —dijo Kelly—. Iba a hacer que le sacaran los ovarios, pero no me dio tiempo. No la dejaría en estos momentos, pero no tengo alternativa.

—¿Podré ponerme en contacto contigo si algo va mal?

—Claro que sí —dijo Kelly—. Estaré en el hostal «Charlotte», en Martha’s Vineyard. —Le dio el número.

—Estarás en deuda conmigo —dijo Kay—. ¿Tienes comida para gatos?

—Sí —dijo Kelly—. Tendrás que dejar entrar a Samson. Está fuera.

—Ya lo sé —dijo Kay—. Acaba de tener una discusión con mi Burmese. Que te diviertas. Cuidaré del fuerte.

—De veras que te lo agradezco —dijo Kelly.

Colgó el teléfono, agradecida por tener una amiga así.

—¿Oiga? —dijo Frank al teléfono, pero no podía oír nada. Sus hijos miraban los dibujos animados del sábado por la mañana con el volumen alto, y se estaba irritando—. Un momento —dijo, dejando el auricular. Fue hasta el umbral de la sala de estar—. Donna, procura que hagan menos ruido o ese televisor saldrá disparado por la ventana.

Frank cerró la puerta corredera. El volumen quedó reducido a la mitad. Frank regresó al teléfono. Llevaba su batín azul y zapatillas de pana.

—¿Quién es? —dijo al teléfono después de cogerlo de nuevo.

—Soy Matt. Tengo la información que necesitabas. He tardado un poco más de lo que esperaba. Olvidé que hoy es sábado.

Frank cogió un lápiz del cajón.

—Está bien —dijo—, dámelo.

—El número de matrícula que me diste está registrado a nombre de Kelly C. Everson —dijo Matt—. La dirección es 418 Willard Street, en Brookline. ¿Está lejos de tu casa?

—A la vuelta de la esquina —dijo Frank—. Es una gran ayuda.

—El avión sigue allí —dijo Matt—. Quiero a ese médico.

—Lo tendrás —dijo Frank.

—Me cuesta mucho ponerme como un loco —dijo Devlin a Mosconi—. Pero te lo advierto, ahora lo estoy. Hay algo en este caso del doctor Jeffrey Rhodes que no me has dicho. Algo que debería saber.—Te lo he dicho todo —dijo Michael—. Te he contado más cosas de este caso que de ningún otro en el que has estado metido. ¿Por qué iba a guardarme algo? Dímelo. Soy yo el que pierde.

—Entonces ¿cómo es que Frank Feranno y uno de sus gorilas aparecieron en la Concha? —preguntó Devlin. Hizo una mueca al cambiar de posición en la cama del hospital. Tenía un trapecio colgado de un soporte sobre la cama, el cual utilizaba para incorporarse—. Él nunca ha estado en el negocio de los cazar recompensas, que yo sepa.

—¿Y cómo quieres que lo sepa yo? —dijo Mosconi—. Escucha, no he venido aquí para que me insultes. He venido para ver si estabas tan mal como sugerían los periódicos.

—Tonterías —dijo Devlin—. Has venido para ver si estoy demasiado inutilizado para traerte al médico como te prometí.

—¿Cómo es de grave? —preguntó Mosconi, mirando la herida que tenía Devlin sobre la oreja derecha. Le habían afeitado casi todo el pelo de aquel lado de la cabeza para coserle la laceración. Era una fea herida.

—No tanto como será la tuya si me estás mintiendo —dijo Devlin.

—¿De veras te entraron tres balas? —dijo Mosconi. Miró el complicado vendaje que cubría el hombro izquierdo de Devlin.

—La que me rascó la cabeza falló —dijo Devlin—. Gracias a Dios. De lo contrario, habría sido el fin para mí. Pero debió de dejarme sin sentido. Me dieron en el pecho, pero el chaleco Kevlar detuvo la bala. La única consecuencia de eso ha sido que me duele un punto en las costillas. La que me dio en el hombro me atravesó limpiamente. Frank llevaba un maldito rifle de asalto. Suerte que no utilizaba balas de punta redondeada.

—Es irónico que cuando te envío tras asesinos múltiples, regresas sin un rasguño; y cuando te envío tras un médico que le condenan por haber tenido algún problema al administrar anestesia, casi te matan.

—Por eso pienso que hay algo más en este asunto. Algo que implicaba a aquel chico al que Tony Marcello mató. Cuando vi a Frank, pensé que quizá le habías hablado.

—Nunca —dijo Mosconi—. Ese tipo es un criminal.

Devlin miró a Mosconi como diciendo «quién engaña a quién».

—Pasaré eso por alto —dijo—. Pero si Frank está implicado, algo grande está pasando. Frank Feranno nunca va por ahí si no hay dinero de verdad o grandes jugadores. Normalmente las dos cosas.

Con un estrépito que sorprendió a Mosconi, la barandilla lateral de la cama se cayó. Devlin la había soltado. Haciendo una mueca, Devlin utilizó su brazo bueno para erguirse y sentarse. Tenía un intravenoso puesto en el dorso de la mano izquierda, pero cogió el tubo y tiró de él. La aguja salió con el esparadrapo y lanzó su chorro al suelo.

Mosconi estaba horrorizado.

—¿Qué demonios haces? —preguntó, retrocediendo.

—¿Qué demonios parece que hago? —dijo Devlin levantándose—. Tráeme la ropa del armario.

—No puedes irte.

—Obsérvame —dijo Devlin—. ¿Por qué he de estar aquí? Me pusieron la inyección del tétanos. Y, como he dicho, estoy como loco. Además, te prometí al médico en veinticuatro horas. Todavía me queda un poco de tiempo.

Media hora más tarde, Devlin había firmado su alta del hospital, contra el consejo del médico.

—La responsabilidad será sólo suya —le advirtió una estirada enfermera.

Michael le llevó en coche a Beacon Hill para que Devlin pudiera coger su automóvil. Todavía estaba aparcado en la zona de no aparcamiento al pie de la colina.

—Manten caliente la mano de firmar cheques —aconsejó Devlin a Mosconi cuando bajó del coche—. Tendrás noticias mías.

—¿Todavía no crees que debería llamar a otro?

—Sería una pérdida de tiempo —dijo Devlin—. Además, podría ponerme como un loco contra ti igual que contra Frank Feranno.

Devlin subió a su coche. Su primer destino fue la comisaría de Policía de Berkeley Street. Quería su arma y sabía que estaría allí. Una vez hecho esto, llamó al detective que había contratado para vigilar a Carol Rhodes cuando creía que ella le llevaría a Jeffrey. Esta vez le pidió al hombre que fuera a Brookline a vigilar la casa de Kelly Everson.

—Quiero saber todo lo que pasa allí, ¿comprendido? —dijo Devlin al hombre.

—No podré ir hasta esta tarde —dijo el hombre.

—Ve lo antes que puedas —dijo Devlin.

Después, Devlin fue hasta el North End. Tras aparcar en doble fila en Hanover Street, entró en el «Vía Véneto Café».

En cuanto Devlin hubo entrado, se oyó un arrastrar de pies hacia la parte de atrás del café, más allá del mural que representaba una sección del foro romano. Una silla con respaldo de alambre cayó al suelo. Devlin oyó el tintineo de una cortina de abalorios al golpearse las tiras entre sí.Sin perder tiempo, Devlin salió corriendo del café a la calle. Se abrió paso entre los peatones para llegar hasta Bennet Street y giró a la izquierda. Al girar en un estrecho callejón, se tropezó con un hombre calvo de facciones redondeadas.

El hombre trató de esquivar a Devlin, pero este le agarró la chaqueta antes de haber dado dos pasos. Retorciéndose, el hombre trató de librarse de su chaqueta, pero Devlin le clavó a la pared.

—No te alegras mucho de verme, ¿eh, Dominic? —dijo Devlin.

Dominic era una pequeña parte de la red de informadores de Devlin. A este ahora le interesaba particularmente hablar con él por su antigua asociación con Frank Ferranno.

—Yo no tuve nada que ver con que Frank te disparara —dijo Dominic, temblando visiblemente. Él y Devlin también se conocían de mucho tiempo atrás.

—Si creyera que sí, no estaría hablando contigo —dijo Devlin con una sonrisa que Dominic entendió de inmediato—. Pero me interesa saber en qué anda metido Frank estos días. He imaginado que tú me lo dirías.

—No puedo decirte nada de Frank —dijo Dominic—. Déjame. Ya sabes lo que me sucedería.

—Eso es sólo si digo algo a alguien —dijo Devlin—. ¿Alguna vez he dicho algo de ti a alguien, incluso a la Policía?

Dominic no respondió.

—Además —prosiguió Devlin—, por el momento, Frank es una preocupación hipotética. En estos momentos, tu preocupación soy yo. Y tengo que decirte, Dominic, que no estoy contento. —Devlin se metió la mano en la chaqueta y sacó su pistola. Sabía que produciría la impresión que deseaba.

—No sé gran cosa —dijo Dominic nervioso.

Devlin volvió a meter la pistola en su funda.

—Lo que para ti podría no ser mucho, para mí podría significar mucho. ¿Para quién trabaja Frank? ¿Quién le hizo matar a aquel chico anoche, en la Concha?

No lo sé.

Devlin hizo ademán de coger su pistola por segunda vez.

—Matt —dijo Dominic—. Es todo lo que sé. Tony me lo dijo antes de ir a la Concha. Trabaja para un tipo llamado Matt. De St. Louis.

—¿De qué iba el asunto? ¿Drogas, algo así?

—No lo sé. No creo que fueran drogas. Tenían que matar al chico y enviar al médico a St. Louis.—No me tomas el pelo, ¿verdad, Dominic? —dijo Devlin, amenazador. Esto era muy distinto del guión que había imaginado.

—Te digo la verdad —dijo Dominic—. ¿Por qué iba a mentirte?

—¿Frank envió al médico a St. Louis? —preguntó Devlin.

—No, se les escapó. Frank se llevó a Nicky después de que dispararan a Tony. Esta vez la amiguita del médico le golpeó con el coche. Le rompió el brazo.

Devlin estaba impresionado. Al menos él no era el único que tenía problemas con el doctor.

—¿Así que Frank está metido en ello todavía? —preguntó Devlin.

—Sí, que yo sepa —dijo Dominic—. Creo que ha hablado con Vinnie D’Agostino. Se supone que hay mucho dinero de por medio.

—Quiero saber cosas de ese tipo de St. Louis —dijo Devlin—. Y quiero saber en qué andan metidos Frank y Vinnie. Utiliza los números de teléfono de costumbre. Y, Dominic, si no llamas, herirás mis sentimientos. Creo que ya sabes cómo me pongo cuando me hieren los sentimientos. Supongo que no tengo que describírtelo.

Devlin soltó a Dominic. Se volvió y salió del callejón sin mirar atrás. Sería mejor qué aquel tipo hiciera lo que le pedía Devlin. Este no estaba de humor para hacer de detective, y estaba decidido a averiguar qué pretendía Frank Feranno.

La euforia de Frank se evaporó cuando vio la casa de Kelly. El lugar parecía desierto, con todas las cortinas corridas. Frank suspiró. Aquellos setenta y cinco de los grandes estaban más lejos de lo que había creído.

Durante media hora permaneció sentado observando el lugar. Nadie entró ni salió. No había señales de vida excepto un gato siamés tumbado en medio del césped como si aquel lugar le perteneciera.

Por fin, Frank salió del coche. Primero dio la vuelta a la casa para ver si había alguna ventana en el garaje. Haciendo pantalla con las manos, atisbo dentro. No había ningún «Honda Accord» como el que anoche había perseguido en Beacon Hill. Regresó a la parte delantera de la casa y decidió llamar al timbre para ver qué pasaba. Para tranquilizarse, palpó la pistola. Entonces llamó al timbre.

Como no ocurrió nada, pegó la oreja a la puerta y volvió a oprimir el botón. Oyó que el timbre sonaba dentro, así que al menos funcionaba. Volvió a hacer pantalla con las manos y miró por la ventana de al lado de la puerta. No pudo ver gran cosa por la cortina de encajes que la cubría por dentro.Maldita sea, pensó mientras se volvía hacia la calle. El siamés seguía tumbado en medio del césped.

Frank cruzó el césped y se agachó, acariciando al gran gato. Samson le miró con suspicacia, pero no salió corriendo.

—Te gusta esto, ¿eh, gatito? —dijo Frank.

En aquel momento salió una mujer de la casa de al lado y se acercó a él.

—¿Has hecho un amigo, Samson? —preguntó ella.

—¿Es su gato, señora? —preguntó Frank con su voz más afable.

—En absoluto —dijo la mujer ahogando una risita—. Es el enemigo mortal de mi Burmese. Pero como vecinos, tenemos que aprender a soportarnos.

—Bonito gato —dijo Frank, poniéndose de pie.

Iba a preguntar a la mujer por Kelly Everson cuando vio que se dirigía hacia la puerta de Kelly.

—Vamos, Samson —llamó al siamés—. Vamos a ver a Delilah.

—¿Va usted a casa de Kelly? —preguntó Frank.

—Sí —respondió ella.

—Magnífico —dijo Frank. Se acercó a ella—. Soy Frank Caster, primo de Kelly. Me he arriesgado a venir a verla sin avisar.

—Me llamo Kay Buchanan —dijo, extendiendo la mano—. Soy la vecina de Kelly y canguro de gatos ocasional. Me temo que tendrá que esperar. Kelly ha ido a pasar el fin de semana fuera.

—Vaya —exclamó Frank, chasqueando los dedos—. Mi madre me dio la dirección para poder saludarla. Soy de fuera de la ciudad. He venido un par de días por trabajo. ¿Cuándo regresa Kelly?

—No lo ha dicho exactamente —dijo Kelly—. Qué lástima.

—Especialmente hoy, que no tengo mucho que hacer —dijo Frank—. ¿Tiene idea de adónde ha ido?

—Oh, a Martha’s Vineyard. Edgartown, creo —dijo Kay—. Ha dicho que tenía que ir. Tengo la sospecha de que se trata de algo romántico. Pero no me quejo. A decir verdad, me alegro por ella. Necesita salir más. Ya ha llevado luto suficiente tiempo, ¿no le parece?

—Oh, absolutamente —dijo Frank, esperando no profundizar más.

—Bueno, encantada de conocerle —dijo Kay—. Tengo que ocuparme de estos gatos. Es el otro el que me preocupa más. Cree que Samson es grande, ¿eh? Debería ver a Delilah. Da significado al término «gato gordo». Tiene que parir un día de estos Bueno, quizá pueda volver el lunes, si todavía está en la ciudad. Imagino que Kelly habrá vuelto ya. Será mejor que sea así. ¡No voy a hacer de niñera de toda una carnada!

—Quizá podría llamarla —dijo Frank. Le gustaba la idea de que el viaje de Kelly fuera romántico. Eso probablemente significaba que el doctor había ido con ella—. ¿Tiene idea de dónde se aloja?

—Me dijo que estaría en el hostal «Charlotte» —dijo Kay—. Vamos, Samson, adentro.

Frank ofreció a Kay una de sus sonrisas más sinceras mientras ella se acercaba al porche delantero y buscaba la llave. Frank regresó a su coche.

Cuando tuvo el coche en marcha, efectuó un rápido cambio de sentido. Una cosa que había decidido respecto a los setenta y cinco de los grandes era que no se lo iba a decir a Donna. Los escondería en algún sitio. Quizás haría un viaje a las islas Caimanes.

La idea de un pequeño viaje a Martha’s Vineyard también era atractiva. Y se le ocurrió una cosa. Como tenía que meter al médico en el avión de Matt, ¿por qué no tomar el avión hasta la isla? A eso se le llamaba utilizar la cabeza, se dijo.

Mientras conducía de regreso a la ciudad, Frank empezó a pensar en a quién debería llevarse si no podía encontrar a Vinnie D’Agostino. No cabía duda de que echaría de menos a Tony. Era una vergüenza lo que había ocurrido. Frank también se preguntó por Devlin, y si debería ir a visitarle al hospital para decirle que no sentía hostilidad. Pero decidió que no. No había tiempo.

Frank fue a Hanover Street y aparcó en triple fila frente al «Vía Véneto Café». Se apoyó en la bocina. No pasó mucho rato antes de que alguien saliera del café y apartara su coche, permitiendo a Frank aparcar. El tráfico que se había quedado atrás en Hanover Street pasó por su lado. Varios de los coches le tocaron la bocina por retrasarles.

—¡Eh, que os zurzan! —gritó Frank por la ventanilla. Era sorprendente lo poco consideradas que eran algunas personas, pensó.

Frank entró en el café y estrechó la mano del propietario, quien salió precipitado de detrás de la registradora para saludarle. Frank tomó una mesa cerca de la parte delantera que ostentaba un pequeño cartel de «reservada». Encargó un café doble y encendió un cigarrillo.

Cuando sus ojos se ajustaron a la escasa luz del café, Frank giró y examinó la habitación. No vio a Vinnie, pero sí a Dominic. Frank hizo una señal al propietario. Le dijo que pidiera a Dominic que se acercara a hablar con él.

Un Dominic nervioso se aproximó a la mesa de Frank.—¿Qué te pasa? —preguntó Frank, mirando a Dominic.

—Nada —dijo Dominic—. Quizás he tomado demasiado café.

—¿Sabes dónde está Vinnie? —preguntó Frank.

—Está en casa —dijo Dominic—. Ha estado aquí hace media hora.

—Ve a decirle que venga. Dile que es importante —dijo Frank.

Dominic asintió y salió del café.

—¿Y si me traes un bocadillo? —dijo Frank al propietario. Mientras Frank comía, trató de recordar dónde se encontraba el hostal «Charlotte» en Edgartown. Sólo había estado allí un par de veces. No era una ciudad grande, según recordaba. De hecho, lo más grande era el cementerio.

Vinnie llegó con Dominic. Vinnie era un tipo joven y musculoso que creía que todas las mujeres iban tras él. Frank siempre había tenido un poco de miedo de utilizarle porque parecía un poco temerario, como si siempre tratara de probarse a sí mismo. Pero al no tener a Tony y estar Nicky fuera de circulación, Frank estaba llegando al fondo del barril. Sabía que no podía utilizar a Dominic. Dominic era un asno. Siempre había sido demasiado nervioso. Era un riesgo, especialmente si algo iba mal. Frank lo había aprendido por las malas.

—Siéntate, Vinnie —dijo Frank—. ¿Qué te parecería un viaje gratis al hostal «Charlotte» de Edgartown?

Vinnie cogió una silla y se sentó con el respaldo delante, apoyándose en él de manera que los músculos le sobresalían. Frank pensó que tenía mucho que aprender.

—Dominic —dijo Frank—, ¿y si te esfumas?

Dominic salió por la parte trasera del café y corrió a la confitería de Salem Street. Allí había un teléfono público detrás de las revistas. Cogió los números de Devlin y marcó el primero. Cuando Devlin se puso al teléfono, Dominic hizo pantalla con la mano sobre el auricular antes de empezar a hablar. No quería que nadie le oyera.