Viernes, 19 de mayo, 1989
19 46 horas
Devlin fue arrancado de su indecisión por el teléfono de su coche. Seguía sentado en el vehículo a dos puertas de la casa de Kelly Everson. Veinticinco minutos antes había visto el coche entrar y desaparecer en el garaje Había visto brevemente al conductor una morena con el pelo largo. Supuso que era Kelly.
Antes había ido a la casa y había llamado al timbre, pero nadie había acudido a la puerta. El lugar parecía vacio. No había oído ni una mosca, no como en su primera visita Devlin se había retirado al coche a esperar. Pero ahora que Kelly había regresado, no sabía si volver allí y hablar con ella o sentarse un rato a ver si tenía visitas o salía. Incapaz de decidirse, permaneció sentado un rato más, lo cual sabía era una decisión en si misma Una cosa segura era que la muchacha no había corrido ninguna de las cortinas Eso no parecía normal.
El que llamaba por telefono era Mosconi. Devlin tuvo que mantener el aparato a cierta distancia mientras Michael hablaba a gritos. La fianza estaba a punto de ser anulada.
—¿Por qué no has encontrado al medico todavía? —pidió Mosconi después de terminar su histérico monologo.
Devlin le dijo que su semana todavía no había finalizado pero eso cayó en saco roto.
—He llamado a otros cazarrecompensas.
—¿Porque lo has hecho? —pregunto Devlin—. Te dije que le atraparía, y lo haré. He realizado algunos progresos, así que cuando vuelvan a llamarte esos hombres, diles que ya no los necesitas.
—¿Puedes prometerme algo en las próximas veinticuatro horas?
—Tengo una buena pista. Tengo la sensación de que esta noche veré al médico.
—No has respondido a mi pregunta —dijo Michael—. Quiero resultados en veinticuatro horas. De lo contrario, no hay negocio.
—Está bien —dijo Devlin—. Veinticuatro horas.
—No me darás sólo un montón de basura para que me calme, ¿verdad que no, Devlin?
—¿Yo haría eso?
—Siempre lo haces —dijo Michael—. Pero esta vez voy a pararte los pies. ¿Entendido?
—¿Has descubierto algo más referente al juicio del médico? —preguntó Devlin.
Mosconi ya le había dicho a Devlin lo esencial del caso. Cuando Devlin se enteró de más cosas de la historia, sintió algo parecido a compasión por Rhodes. Haber cometido un error una vez con algo como la morfina y que después se lo lanzaran a la cara al primer traspié parecía injusto. Al saber qué clase de «asesino» era Rhodes, Devlin incluso se sintió culpable por haberle disparado por la espalda en el «Essex». Parte del motivo por el que Devlin había jugado tan duro había sido porque creía que se enfrentaba con un auténtico criminal; Devlin siempre le había tenido por un mal tipo de la variedad de cuello balnco. Pero al conocer más acerca de la naturaleza del delito, a Devlin le parecía que él era otro ataque de la mala suerte que ya atormentaba a aquel tipo.
Pero Devlin no iba a dejar de controlar su empatía. En esto se mostraría profesional, se recordó para sus adentros. Tenía que serlo. Entregaría al doctor Jeffrey Rhodes, pero se aseguraría de entregarle vivo, no muerto.
—Deja de preocuparte por la condena de ese hombre —dijo Mosconi con aspereza—. Tráeme a ese bastardo o se lo encargaré a otro. ¿Me oyes?
Devlin colgó el teléfono del coche. A veces Mosconi le sacaba de sus casillas, y esta era una de ellas. Sin duda Devlin no quería perder la recompensa de este caso, y le disgustaba que le amenazara con esa posibilidad. Pero también detestaba verse obligado a efectuar una promesa que quizá no pudiera cumplir. Haría todo lo posible. Pero ahora no podía permitirse el lujo de esperar a que ocurrieran las cosas. Tenía que hacer que ocurrieran. Puso el coche en marcha y entró en el sendero de Kelly. Bajó del coche, fue a la puerta de la casa y llamó al timbre.
Jeffrey estaba absorto en sus pensamientos cuando sonó el timbre de la puerta, y se sobresaltó. Kelly se levantó y se dirigió hacia la puerta. Jeffrey se inclinó sobre el respaldo del sillón y dijo:
—Mira bien quién es.
Kelly se detuvo en la puerta del comedor.
—Siempre miro bien quién es —dijo con cierto nerviosismo en la voz.
Jeffrey asintió. Lamentaba que los nervios de ambos estuvieran tan crispados. Quizá, después de todo, tendría que hacer a Kelly el favor de trasladarse a un hotel. La situación era más tensa de lo que creía que ella podría soportar. Por el momento, volvió sus pensamientos a Trent Harding y a lo que podría decirle al teléfono. Tenía que haber una manera de engatusar a aquel tipo. Si pudiera hacerle hablar…
En aquel momento Kelly entró de puntillas en la habitación.
—En la puerta —susurró—. No le conozco. Creo que podría ser ese tal Devlin. Cola de caballo, ropa tejana, pendiente con la cruz de Malta. Creo que deberías ir a ver.
—¡Oh, no! —exclamó Jeffrey, levantándose del sofá y siguiendo a Kelly a través del comedor hasta el vestíbulo.
No estaba preparado para otra confrontación. Cuando llegaban a la puerta, el timbre volvió a sonar varias veces en rápida sucesión. Con cautela, Jeffrey avanzó y atisbo por la mirilla.
Jeffrey se quedó helado. ¡Era Devlin! Jeffrey se apartó de la puerta e hizo ademán a Kelly de que le siguiera al comedor.
—Es Devlin —susurró—. Quizá si permanecemos en silencio pensará que no hay nadie en casa y se irá, como hizo la última vez.
—Pero acabamos de llegar en coche —dijo Kelly—. Si ha visto el coche, sabe que hay alguien en casa. Si fingimos lo contrario, adivinará que estás aquí.
Jeffrey la miró con admiración.
—¿Por qué tengo la sensación de que eres mejor en esto que yo? —preguntó.
—No podemos permitir que sospeche —dijo Kelly. Se encaminó de nuevo hacia la puerta—. Escóndete. Hablaré con él, pero no le dejaré entrar.Jeffrey asintió. ¿Qué podía hacer? Kelly tenía razón. Probablemente Devlin había estado vigilando la casa. Esperaba haberse agachado lo suficiente en el coche para que Devlin no le viera.
Buscó frenético un lugar donde ocultarse. No quería volver a hacerlo en la despensa. En cambio, se metió en el armario del pasillo, construido debajo de la escalera, y se puso detrás de los abrigos.
Kelly fue a la puerta y gritó:
—¿Quién es?
—Lamento molestarla, señora —dijo Devlin a través de la puerta—. Trabajo para el cumplimiento de la ley y busco a un hombre peligroso, a un criminal convicto. Me gustaría hablar con usted un momento.
—Me temo que es mal momento —dijo Kelly—. Acabo de salir de la ducha y estoy sola. No me gusta abrir la puerta a extraños. Espero que lo comprenda.
—Lo comprendo —dijo Devlin—. Especialmente por mi aspecto. El hombre al que busco se llama Jeffrey Rhodes, aunque ha utilizado otros nombres. La razón por la que quiero hablar con usted es porque alguien me ha dicho específicamente que hace muy poco vio a este hombre.
—¡Oh! —exclamó Kelly, perpleja de que alguien le hubiera dicho eso a Devlin—. ¿Quién le ha dicho eso? —balbuceó. Kelly trató de adivinar con quién podía haber estado hablando Devlin. ¿Un vecino? ¿Polly Arnsdorf?
—No puedo decirlo —dijo Devlin—. Pero el hecho es que usted le conoce, ¿no es cierto?
Kelly recuperó la compostura, comprendiendo que Devlin había hablado a la ventura, tratando de que ella se comprometiera de la misma manera que ella y Jeffrey habían pensado intentar hacer con Trent Harding.
—He oído ese nombre —dijo Kelly—. Hace algunos años, antes de que mi esposo muriera, creo que hizo alguna investigación con un tal Jeffrey Rhodes. Pero no le he visto desde el funeral de mi esposo.
—En ese caso, siento haberla molestado —dijo Devlin—. Quizá mi contacto no es de fiar. Le diré qué vamos a hacer. Le pasaré un número de teléfono por debajo de la puerta. Si ve o sabe alguna cosa de Jeffrey Rhodes, llámeme.
Kelly miró al suelo y vio que aparecía una tarjeta por debajo de la puerta.
—¿La ha cogido? —preguntó Devlin.
—Sí, y le llamaré si le veo. Kelly apartó la cortina de encaje de la ventana lateral de la puerta y observó a Devlin descender los pocos escalones de delante de la casa. Desapareció de la vista. Luego, oyó ponerse en marcha un coche. Un «Buick Regal» negro retrocedió hasta la calle y aceleró. Kelly esperó un momento; después, salió y atisbo por la esquina de la casa. Vio que el coche desaparecía hacia Boston. Volvió a entrar en la casa, y cerró con llave. Entonces abrió la puerta del armario del pasillo. Jeffrey estaba muy al fondo. Cuando salió a la luz, tuvo que parpadear.
Devlin sonrió. A veces, incluso la gente lista podía ser torpe. Sabía que Kelly había quedado confundida en cuanto le dijo que la habían visto con Jeffrey Rhodes. Se había recuperado, pero demasiado tarde. Devlin sabía que había mentido, lo que significaba que trataba de esconder algo. Además, la había visto atisbando por la esquina de su casa cuando él se había marchado.
En cuanto estuvo fuera del alcance de la vista de la casa de Kelly, hizo un rápido cambio de sentido. Entonces maniobró por entre las pequeñas callejuelas secundarias hasta que se acercó a la casa desde la dirección opuesta. Devlin entró en el sendero de grava de una casa próxima que parecía desierta, y apagó el motor. Desde allí veía bien la casa de Kelly a través de un grupo de abedules.
Por la manera como había actuado Kelly, sabía que ella sabía algo. La pregunta era: ¿cuánto? Devlin creía que existía una buena posibilidad de que se pusiera en contacto con Jeffrey para advertirle que Devlin había estado allí. Devlin deseaba haber tenido ocasión de intervenir su teléfono. Pensó en ir por la parte trasera de la casa y encontrar la caja de empalmes de su teléfono, pero no podía hacerlo a pleno día. Tendría que esperar a que anocheciera para esa clase de proeza.
Si realmente tenía suerte, y Devlin creía que la tendría, Kelly visitaría a Jeffrey, dondequiera que aquel tipo se escondiera. Existía una débil posibilidad de que el médico incluso apareciera en el umbral de la puerta de Kelly. Devlin esperaría a ver. Ocurriera lo que ocurriera, una cosa era segura: la próxima vez que se encontrara con él, el buen doctor no iba a escapar.
—¿No has oído lo que ha dicho? —preguntó Kelly.
—No —dijo Jeffrey—. Te oía a ti, pero a él no.
—Ha dicho que alguien le dijo que nos había visto juntos. Yo le he dicho que no había estado en contacto contigo desde el funeral de Chris. Me ha dejado su nombre y número de teléfono por si sé algo de ti. Estoy segura de que no sabe que estás aquí. De saberlo, no se habría rendido tan fácilmente, y sin duda no se habría molestado en dejarme su número de teléfono.
—Pero es la segunda vez que viene aquí —dijo Jeffrey—. Debe de saber algo, de lo contrario no habría vuelto. Hasta ahora hemos tenido suerte. Lleva un revólver, y no le cuesta disparar.
—Está probando —dijo Kelly con seguridad—. Te lo digo, no sabe que estás aquí. ¡Confía en mí!
—Es en Devlin en quien no confío. Es un auténtico problema. Me siento culpable por poner en peligro tu seguridad.
—No pones en peligro mi seguridad. Yo misma lo hago. Soy participante activa en esto. No vas a hacerme salir de esto por miedo más de lo que Devlin o Harding lo hacen. Además —dijo, ablandándose un poco—, me necesitas.
Jeffrey examinó el rostro de Kelly. La miró profundamente a los ojos, advirtiendo en el tono castaño oscuro unos reflejos dorados. Por primera vez, casi sintió que todo lo que había pasado en los últimos días valía la pena sólo para alcanzar este momento con ella. Siempre la había considerado atractiva; de repente, era guapa. Guapa, afectuosa, cálida, y muy femenina.
Estaban sentados en el sofá, adonde habían ido después de rescatar Kelly a Jeffrey de las profundidades del armario. Con las cortinas de la salita aún corridas, la única fuente de luz del atardecer procedía de las ventanas divididas con parteluz de encima del fregadero. La iluminación que proporcionaban a la habitación era suave y regular. Del patio trasero llegaba el canto de los pájaros.
—A pesar del peligro, ¿realmente quieres seguir? —le preguntó Jeffrey. Tenía un brazo sobre el respaldo del sofá.
—Eres tan terco —dijo Kelly con una sonrisa—. Como todos los hombres. —Se rio con su risa cristalina. Sus ojos y dientes brillaban a la suave luz—. Hecho —dijo. Apoyó la cabeza en el brazo de Jeffrey y alargó la mano. Le rozó suavemente la punta de la nariz y luego la punta del labio superior—. Sé lo solo que debes de haberte sentido estos días, estos meses. Lo sé porque yo he sentido lo mismo. Lo vi en tus ojos la noche que viniste aquí desde el aeropuerto.
—¿Era tan evidente? —preguntó Jeffrey.
Pero no esperaba respuesta. Era una pregunta retórica, ya que sentía que se estaba produciendo un cambio en él. El universo se encogía. De repente, la habitación era lo único que existía. El tiempo empezó a ir más despacio, y luego se detuvo. Inclinándose suavemente hacia delante, Jeffrey besó la boca de Kelly. Como en cámara lenta se juntaron de una manera tierna, emocional, amorosa. Después, su unión se hizo apremiante y luego voraz. Fue una unión gozosa, ya que la necesidad mutua fue saciada por la gratificación mutua.
Al final, el canto de los pájaros volvió a penetrar en su conciencia. Habían hecho el amor de manera inesperada y abrumadora, y la realidad fue llegando por fases. Por un breve instante habían sido las únicas personas de la tierra, y el espacio y el tiempo habían permanecido quietos. Con cierta turbación parecida a la pérdida de la inocencia, se separaron lo suficiente para mirarse a los ojos. Ahogaron la risa. Se sentían como adolescentes.
—Bueno —dijo Kelly, rompiendo al fin el silencio—, ¿te quedas?
Los dos se rieron.
—Me quedo —dijo Jeffrey.
—¿Qué te parece si cenamos?
—Vaya transición —dijo Jeffrey—. Últimamente no he pensado mucho en la comida. ¿Tienes hambre?
—Yo siempre tengo hambre —admitió Kelly, soltándose.
Prepararon juntos la cena, llevándose Kelly la parte del león del trabajo pero dando a Jeffrey tareas como limpiar y centrifugar la lechuga.
Jeffrey estaba sorprendido de ver lo calmado que se sentía. El temor a Devlin seguía existiendo, pero ahora lo tenía bajo control. Estando Kelly a su lado no se sentía solo. Además, decidió que ella tenía razón. Devlin no podía saber que él estaba allí. De haberlo sabido, habría cruzado la puerta, lo hubiera querido Kelly o no.
Al darse cuenta de la hora que era, Jeffrey sacó tiempo de sus tareas para llamar al despacho del anatomopatólogo. Esperaba que el doctor Warren Seibert aún estuviera allí. Jeffrey quería preguntarle si había podido identificar alguna toxina.
—Hasta ahora no ha habido suerte —le dijo Seibert cuando se puso al teléfono—. He probado muestras de Karen Hodges, Gail Shaffer e incluso de Patty Owen a través del cromatógrafo de gases.
—Le agradezco que lo haya intentado —dijo Jeffrey—. Pero por lo que ha dicho esta mañana, supongo que no es sorprendente. Y sólo porque no haya encontrado una toxina, no quiere decir que no esté. ¿Correcto?
—Correcto —dijo Seibert—. Aunque no la haya encontrado, podría estar es condida en uno de los picos. Pero he llamado a un patólogo de California que ha realizado algunas investigaciones sobre la batracotoxina y su familia de toxinas. Me llamará y me dirá dónde saldría de la columna esa sustancia. He leído un poco más, y por lo que me ha dicho usted, creo que la batracotoxina es la principal candidata.
—Gracias por toda su ayuda en esto —dijo Jeffrey.
—No hay problemas —dijo Seibert—. Es la clase de caso que me hizo entrar en este campo. Me tiene entusiasmado. Quiero decir, si sus sospechas son correctas, es un material muy importante. Podremos sacar un par de grandes artículos.
Cuando Jeffrey colgó el teléfono, Kelly le preguntó:
—¿Ha habido suerte?
Jeffrey meneó la cabeza.
—Está entusiasmado, pero no ha encontrado nada. Es muy frustrante estar tan cerca pero no tener ninguna prueba ni del crimen ni de la culpabilidad del principal sospechoso.
Kelly se acercó a Jeffrey y le abrazó:
—No te preocupes. Llegaremos al fondo de un modo u otro.
—Sinceramente lo espero —dijo Jeffrey—. Y espero que lo hagamos antes de que Devlin o la Policía me atrape. Creo que sería mejor que hiciéramos esa llamada a Trent Harding.
—Después de cenar —dijo Kelly—. Primero es lo primero. Entretanto, ¿qué te parece si abres una botella de vino? Me parece que nos iría bien.
Jeffrey sacó una botella de chardonnay del frigorífico y arrancó la envoltura de aluminio del tapón.
—Si este Trent resulta ser la persona responsable, me encantaría averiguar cosas de su infancia. Tiene que haber alguna explicación, aunque sea irracional.
—El problema es que parece muy normal —dijo Kelly—. Quiero decir, sus ojos son muy intensos, pero quizá son imaginaciones nuestras. Por lo demás, parece el capitán del equipo de fútbol de mi clase del instituto.
—Lo que más me preocupa es la naturaleza indiscriminada de las muertes —dijo Jeffrey cuando sacaba el tapón—. Matar a una persona está mal, pero adulterar drogas y matar al azar es tan perverso, que me resulta difícil concebirlo.
—Si él es el culpable, me preguntaré cómo puede funcionar tan bien en los otros aspectos de su vida —dijo Kelly.
Con un gruñido, Jeffrey descorchó la botella de vino.
—Especialmente hacerse enfermero —dijo—. Debió de tener motivos altruistas. Las enfermeras más que los médicos tienen que estar motivados por un deseo de ayudar a la gente de una manera auténtica, práctica. Y tiene que ser inteligente. Si el contaminante resulta ser algo como esta batracotoxina, su elección es diabólicamente ingeniosa. Yo nunca habría pensado en un contaminante de no haber sido por las sospechas de Chris.
—Es muy amable por tu parte decir eso —dijo Kelly.
—Bueno, es la verdad —dijo Jeffrey—. Pero si Trent es el culpable, yo seguro que no voy a admitir que entenderé sus motivaciones. La psiquiatría nunca ha sido uno de mis puntos fuertes.
—Si has terminado de abrir el vino, ¿qué te parece si pones la mesa? —preguntó Kelly. Se inclinó y encendió el horno.
La comida estaba deliciosa, y aunque Jeffrey no se había dado cuenta de que tenía hambre, comió más que de sobra lenguado al horno y brécoli al vapor.
Tomando una segunda ración de ensalada, dijo:
—Si Seibert no puede aislar ninguna toxina de ninguno de los cuerpos que tiene ahora, hemos hablado de exhumar el de Henry Noble.
—Hace casi dos años que murió y fue enterrado —dijo Kelly. Jeffrey se encogió de hombros.
—Sé que suena un poco macabro, pero el hecho de que viviera una semana después de su reacción adversa podría resultar útil. Una toxina como la batracotoxina se concentra en el hígado y se excreta por la bilis. Si es lo que Harding utilizó, el mejor lugar para encontrar esa sustancia puede ser en la bilis de Henry Noble.
—¿Dos años después?
—Seibert ha dicho que si el cuerpo fue razonablemente embalsamado y quizás enterrado en un lugar sombreado, todavía se podría encontrar.
—¡Puaj! —exclamó Kelly—. ¿No podemos hablar de otra cosa, al menos hasta que hayamos cenado? Hablemos de qué vamos a decirle a Trent Harding.
—Creo que tenemos que ser directos. Hagámosle saber lo que sospechamos. Y no puedo evitar creer que esas fotografías pueden resultarnos útiles. No querrá que fotografías como esas salgan a la circulación.
—¿Y si sólo se enfurece? —dijo Kelly, recordando que Harding les había arrojado un martillo. El techo del coche tenía una abolladura del tamaño de una pelota de béisbol.—Espero que sea así. Si se pone furioso, quizá diga algo que le delate.
—¿Como amenazarte? —preguntó Kelly dudosa—. «Ya he matado, volveré a matar». ¿Algo así?
—Sé que es arriesgado —dijo Jeffrey—, pero ¿tienes alguna sugerencia mejor?
Kelly negó con la cabeza. Valía la pena probar la idea de Jeffrey. Sin duda no había nada que perder.
—Traeré un supletorio aquí —dijo ella—. Hay un enchufe de teléfono junto al televisor.
Kelly fue a buscar el aparato.
Jeffrey trató de prepararse para la llamada. Trató de ponerse en la posición de Trent. Si era inocente, probablemente colgaría en seguida. Si era culpable, estaría nervioso y querría intentar averiguar qué sabía el que llamaba. Pero todo era pura especulación. Si Trent permanecía al teléfono, sin duda no sería una prueba de culpabilidad.
Kelly regresó a la cocina con un teléfono rojo lleno de polvo.
—No sé por qué me ha parecido adecuado utilizar el teléfono del despacho de Chris —dijo.
Apartó la mesita de la televisión, se agachó y enchufó el teléfono. Cogió el auricular y comprobó si había línea.
—¿Quieres utilizar este o el de la cocina? —preguntó a Jeffrey.
—El de la cocina —dijo él, aunque no importaba mucho. Iba a ser una llamada difícil, dondequiera que la hiciera.
Jeffrey sacó el papel que Polly Arnsdorf le había dado con la dirección y el número de teléfono de Trent. Marcó el número de Harding, e hizo una señal a Kelly para que cogiera el aparato en cuanto empezó a sonar.
El teléfono sonó tres veces antes de que Trent respondiera. Su voz era mucho más suave de lo que Jeffrey había previsto. Dijo:
—¿Diga? ¿Matt? —antes de que Jeffrey tuviera oportunidad de decir nada.
—No soy Matt —dijo Jeffrey.
—¿Quién es? —preguntó Harding. Su voz se volvió fría, incluso enojada.
—Un admirador de tu trabajo.
—¿Quién?
—Jeffrey Rhodes.
—¿Le conozco?
—Estoy seguro de que sí —dijo Jeffrey—. Era anestesista del «Boston Memorial», pero me despidieron después de que se produjera un problema. Un problema en la sala de operaciones. ¿Te suena?
Hubo una pausa. Entonces Harding se enfureció.
—¿Por qué demonios me llama? Ya no trabajo en el «Boston Memorial». Me fui hace casi un año.
—Lo sé —dijo Jeffrey—. Después fuiste al «St. Joseph’s» y acabas de dimitir de allí. Sé un poco de ti, Trent. Y de lo que has estado haciendo.
—¿De qué demonios habla?
—Patty Owen, Henry Noble, Karen Hodges —dijo Jeffrey—. ¿Te suenan esos nombres?
—No sé de qué me habla, amigo.
—Oh, claro que sí, Trent —dijo Jeffrey—. Eres modesto, eso es todo. Además, ya me imagino que no quieres que mucha gente lo sepa. Al fin y al cabo, te tomaste muchas molestias para elegir la toxina adecuada. ¿Sabes a lo que me refiero?
—Eh, amigo, no sé a qué se refiere. Y no tengo la más mínima idea de por qué me llama.
—Sabes quién soy, ¿verdad, Trent? —preguntó Jeffrey.
—Sí, le conozco —dijo Trent—. Le recuerdo del «Boston Memorial» y leía lo que publicaron los periódicos acerca de usted.
—Ya me parecía —dijo Jeffrey—. Lo has leído todo de mí. Sólo que quizá no tardará mucho la gente en leer de ti, de una manera u otra.
—¿A qué se refiere?
Jeffrey sabía que le estaba inquietando, y el hecho de que Trent siguiera al teléfono era alentador.
—Estas cosas acaban por descubrirse —prosiguió Jeffrey—. Pero estoy seguro de que no te digo nada que no sepas.
—No sé de qué me habla —dijo Trent—. Se ha confundido de tipo.
—Oh, no —dijo Jeffrey—. No me he confundido de tipo. Como te he dicho, de una manera u otra serás noticia. Tengo algunas fotografías que quedarían muy bien impresas. Digamos, copias distribuidas por toda la ciudad de Boston. Invitarán a tus colegas de allí a verte de una manera diferente.
—¿De qué fotos habla? —preguntó Trent.
—Fueron una invitación para mí —dijo Jeffrey, haciéndole caso omiso—. Y una sorpresa.
—Sigo sin saber de qué habla —dijo Trent.
—Fotos polaroid —dijo Jeffrey—. Fotos en color de ti y poca cosa más. Mira en el cajón de tu escritorio, justo al lado de la bolsa de marihuana. Creo que verás que faltan algunas fotos.
Trent masculló unas maldiciones. Jeffrey creyó oírle dejar el teléfono. Al cabo de un minuto Trent volvía a estar al aparato, gritando:
—Así que ha sido usted, ¿eh, Rhodes? Bueno, se lo advierto… quiero que me devuelva esas fotografías.
—Estoy seguro de que así es —dijo Jeffrey—. Son bastante…, reveladoras. Magnífica lencería. Lo que más me ha gustado ha sido el camisón rosa.
Kelly lanzó a Jeffrey una mirada asqueada.
—¿Qué quiere? —preguntó Trent.
—Me gustaría que nos viéramos —dijo Jeffrey—. Conocerte en persona. —Era evidente para Jeffrey que no podría arrancarle nada a Trent por teléfono.
—¿Y si yo no quiero verle?
—Estás en tu derecho —dijo Jeffrey—. Pero si no podemos vernos, me temo que no puedo garantizarte dónde terminarán todas las copias de estas fotos.
—Eso es chantaje.
—Muy bien —dijo Jeffrey—. Me alegro de que nos entendamos. Ahora, ¿nos citamos o no?
—Claro —dijo Trent, cambiando de pronto su tono—. ¿Por qué no viene a verme? Sé que no necesito decirle dónde vivo.
Kelly agitó los brazos y formó con los labios la palabra no.
—Aunque me gusta la idea de algo íntimo y personal —dijo Jeffrey—, no creo que tenga ganas de ir a tu apartamento. Me sentiría más cómodo con gente alrededor.
—Diga un sitio —dijo Trent.
Jeffrey sabía que realmente ya tenía a Harding. Pensó un momento. ¿Dónde había un lugar público y seguro donde reunirse? Recordó su vagabundeo por el río Charles. Siempre había gente y mucho espacio abierto.
—¿Conoces la Explanada, junto al río Charles? —sugirió Jeffrey.
—¿Cómo le reconoceré? —preguntó Trent.
—No te preocupes —dijo Jeffrey—. Yo te reconoceré. Incluso vestido. Pero te diré lo que haremos. Búscame en el escenario de la Concha. ¿Qué te parece?
—Diga una hora —dijo Trent. Apenas podía contener su furia.
—¿Qué te parece las nueve y media?
—Supongo que irá solo.—Estos días no tengo muchos amigos —dijo Jeffrey—. Y mi madre está ocupada.
Harding no se rio.
—Espero que no haya difundido sus historias a nadie más. No toleraré ninguna difamación.
Estoy seguro de que no, pensó Jeffrey.
—Nos veremos en la Explanada.
Colgó el teléfono antes de que Trent pudiera decir otra palabra.
—¿Estas loco? —dijo furiosa Kelly cuando Jeffrey colgó—. No puedes reunirte con ese lunático. Eso no formaba parte del plan.
—He tenido que improvisar —dijo Jeffrey—. Ese tipo es listo. No estaba llegando a ninguna parte. Si hablo con él en persona, podré verle la cara, juzgar sus reacciones. Habrá una mejor oportunidad de que se implique él mismo.
—Ese tipo es un maníaco. Te ha estado persiguiendo con un martillo.
—Eran unas circunstancias diferentes —dijo Jeffrey—. Me ha pillado en su apartamento. Tenía derecho a estar furioso.
Kelly miró al techo, asombrada.
—¿Y ahora defiendes a este asesino?
—Quiere sus fotografías —dijo Jeffrey—. No me hará nada hasta que las tenga. Y ni siquiera me las llevaré. Las dejaré aquí.
—Creo que deberíamos volver a la idea de desenterrar a Henry Noble. Eso parece una excursión dominical comparado con un encuentro cara a cara con ese loco.
—Encontrar una toxina en Henry Noble resolvería el caso de Chris y limpiaría su nombre, pero no implicaría a Trent. Trent es la clave de todo este asunto.
—Pero será muy peligroso; y no me vuelvas a decir que nada irá mal.
—Admito que existe cierto peligro. Creo que sería una locura pensar de otro modo. Pero al menos nos encontraremos en público. No creo que Trent intente nada en una multitud.
—Te olvidas de una cosa. Tú piensas racionalmente. Harding no.
—Hasta ahora ha sido un asesino muy astuto —le recordó Jeffrey.
—Y ahora está desesperado. ¿Quién sabe lo que intentará?
Jeffrey la atrajo hacia sí.
—Escucha —dijo—, Seibert no ha encontrado nada. Tengo que intentarlo. Es nuestra única esperanza. Y no tengo mucho tiempo.
—¿Y cómo se supone que yo debo escuchar? Aunque tengas la suerte de que Harding confiese, seguirás sin tu preciosa prueba. Jeffrey suspiró.
—No había pensado en eso.
—No has pensado en muchas cosas —dijo Kelly con lágrimas de frustración—. Como el hecho de que no quiero perderte.
—Me perderás si no puedo demostrar que Harding es nuestro hombre —dijo Jeffrey—. Tenemos que idear una manera de que puedas oír nuestra conversación. Quizá si me llevara a Harding a dar un paseo… —No terminó la frase. Realmente no tenía ninguna idea.
Los dos permanecieron sentados en taciturno silencio.
—Ya lo tengo —dijo Kelly al fin—. Al menos, es una idea.
—¿Qué?
—Bueno, no te rías, pero vi un artilugio en un catálogo de Sharper Image. Es una cosa que se llama el ayudaoyente. Parece un walkman, pero capta el sonido y lo amplifican los cazadores y observadores de pájaros. Y los que van al teatro. Podría funcionar perfectamente si tú estas de pie en el escenario de la Concha.
—Parece fantástico —dijo Jeffrey, repentinamente entusiasmado—. ¿Dónde está la tienda más próxima?
—Hay una en Copley Place.
—Magnífico —dijo Jeffrey—. Podemos comprarlo cuando vayamos allí.
—Queda un problema.
—¿Cuál?
—¡Tu seguridad!
—Si no hay agallas, no hay gloria —dijo Jeffrey con una sonrisa irónica.
—Hablo en serio —dijo Kelly.
—Está bien. Me llevaré algo debajo del abrigo por si se pone violento.
—¿Cómo qué? ¿Una pistola de elefante?
—Algo así —dijo Jeffrey—. ¿Tienes algún hierro en el coche?
—No tengo ni idea.
—Estoy seguro de que lo tienes —dijo Jeffrey—. Me lo llevaré. Me permitirá «llevar algo en la manga», y si se pone violento, puedo salir de allí corriendo. Pero, sinceramente, no creo que Harding intente nada en público.
—¿Y si lo hace?
—No nos preocupemos por ello. Podemos eliminar todo riesgo. Si intenta algo, quizá nos dé pie a establecer la prueba. Pero vamos.No tenemos mucho tiempo. Hemos de estar en la Concha a las nueve y media, y antes tenemos que pararnos en Copley Place.
—¡Maldita sea! —rugió Trent.
Dobló el brazo y apretó el puño; luego, lo lanzó contra la pared por encima del teléfono. Con un crujido que le sorprendió, el puño atravesó la pared. Liberó la mano y se inspeccionó los nudillos. No había ni un rasguño.
Trent volvió a entrar en la habitación y dio una patada a la mesita auxiliar, arrancándole una de sus patas y enviando el resto al otro lado de la habitación para estrellarse contra la pared. Revistas, esposas y varios libros salieron volando.
Buscó algo más para dar rienda suelta a su furia y localizó una botella de cerveza vacía. La agarró y la lanzó contra la pared de la cocina con toda su fuerza. Se hizo añicos, desparramando fragmentos de vidrio por todo el suelo. Sólo entonces Trent empezó a recuperar el control de sí mismo.
¿Cómo había sucedido?, se preguntó. Había ido con tanto cuidado. Lo había pensado desde todos los ángulos. Primero había sido aquella maldita enfermera, y ahora este estúpido médico. ¿Cómo demonios sabía tanto? Y ahora tenía aquellas fotografías. Trent sabía que no debería haberlas hecho. Sólo había estado haciendo tonterías. Sólo quería ver qué aspecto tendría… Nadie lo entendería. Tenía que recuperar aquellas fotografías. No podía creer que aquel tipo hubiera tenido el valor de registrar su casa.
Trent quedó paralizado. Otro horrible pensamiento afloró en su mente. Con una oleada de pánico, se precipitó a la cocina. Abrió la puerta del armario de al lado del frigorífico y apartó los vasos con un golpe fuerte. Varios se cayeron al mostrador y se rompieron.
Con dedos temblorosos retiró el falso fondo y atisbo en su escondrijo. Exhaló un suspiro de alivio. Al parecer no habían tocado nada. Todo estaba en orden.
Trent metió la mano y sacó su querida pistola del 45. Secó el cañón con la pechera de la camisa. El arma estaba limpia, aceitada y lista para funcionar. Volvió a meter la mano en el escondrijo y sacó el cargador. Después de comprobar que estaba cargado, lo colocó en el mango hasta que oyó el chasquido.
La mayor preocupación de Trent era si Jeffrey había dicho a alguien lo que sabía. Aquel tipo era un fugitivo, así que Trent imaginaba queprobablemente no lo había hecho. Intentaría averiguarlo con certeza. Pero fuera como fuese, Rhodes tenía que ir. Trent se rio. Era evidente que Rhodes no tenía idea de con quién estaba tratando.
Trent sacó de su caja fuerte provisional una pequeña jeringa de 5 cc y, tal como había hecho para Gail Shaffer, sacó una pequeñísima cantidad de líquido amarillo y lo diluyó con agua estéril. Después volvió a dejar la ampolla en su lugar. Mentalmente veía a Jeffrey Rhodes sufriendo un ataque en el escenario de la Concha. Esa imagen le hizo sonreír. Sería toda una actuación.
Cogió la pieza de madera y con cuidado colocó el fondo del armario y los vasos que no se habían roto. Lo demás lo dejó como estaba; limpiaría aquello cuando regresara de la Explanada.
Finalizados estos preparativos, Trent consultó la hora. Faltaba una hora y media para la cita. Fue a la sala de estar y, al ver el teléfono, se preguntó qué debería hacer. La intromisión de Rhodes era una de las interferencias potenciales por las que Trent se había advertido. Dudó si llamar o no. Al final, cogió el aparato. Llamaba, como le habían instruido, se dijo a sí mismo, para notificar, no para pedir ayuda.