Viernes, 19 de mayo, 1989
11.25 horas
—Quédese con el cambio —dijo Jeffrey al taxista cuando bajó frente al depósito de cadáveres de la ciudad. El conductor le dijo algo que no oyó. Se acercó un poco.
—Lo siento. ¿Qué ha dicho? —preguntó Jeffrey.
—He dicho, ¿qué clase de propina son cincuenta centavos?
Y para recalcar lo que sentía, el taxista tiró las monedas por la ventanilla; luego, arrancó con un rechinar de neumáticos.
Jeffrey observó las dos monedas rodar por la acera. Meneó la cabeza. Los taxistas de Boston eran de miedo. Se agachó y recogió las monedas. Después, levantó la vista hacia la fachada del depósito de cadáveres de la ciudad de Boston.
Era un viejo edificio cubierto por una capa de suciedad que se remontaba a la época en que el carbón era la principal fuente de calor de la ciudad. El edificio estaba embellecido con estilizados motivos egipcios, pero el efecto apenas era regio. La estructura parecía más algo sacado de un decorado de una película de horror de Hollywood que un edificio de medicina científica.
Jeffrey cruzó la entrada principal y subió la escalera, siguiendo los letreros que indicaban el camino del despacho del anatomopatólogo.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó a Jeffrey una mujer obesa cuando Jeffrey se acercó al mostrador.Detrás de ella había cinco anticuados escritorios de metal, ordena dos de cualquier modo Cada uno tenía encima un montón de cartas impresos, sobres y manuales A Jeffrey le pareció que retrocedía veinte años en el tiempo Los telefonos, todos negros, eran giratorios.
—Soy medico del «St Joseph’s Hospital» —dijo Jeffrey—. Me interesa un caso que creo que esta programado para que hoy le hagan la autopsia El nombre es Karen Hodges.
En lugar de responder a Jeffrey, la mujer cogió una tablilla con sujetapapeles y recorno la lista con el dedo Cuando estaba a media pagina, dijo:
—Es uno de los casos del doctor Warren Seibert No estoy segura de donde esta Probablemente arriba, en la sala de autopsias.
—¿Y dónde esta eso? —pregunto Jeffrey Aunque hacia casi veinte años que ejercía la Medicina en Boston, nunca había tenido que ir al deposito de cadáveres.
—Puede tomar el ascensor, pero no se lo aconsejo —dijo la mujer—. De la vuelta a la esquina y vava por la escalera Cuando llegue arriba gire primero a la derecha y después a la izquierda No puede perderse.
Jeffrey hizo lo que le habían indicado Había oído muchas veces la frase «no puede perderse». Esta vez era cierto Antes de llegar a la sala de autopsias, pudo notar el olor.
La puerta estaba entreabierta Jeffrey tímidamente atisbo dentro desde el umbral, medio temeroso de avanzar Era una habitación de unos doce metros de largo por seis de ancho Una hilera de ventanas con cristales escarchados llenaba casi toda una pared Un ventilador antiguo colocado sobre un archivador metálico hacia girar el aire fétido.
Había tres mesas de autopsia de acero inoxidable, y las tres estaban ocupadas por cadáveres desnudos Dos de los cuerpos eran hombres El tercero era una mujer La mujer era joven, rubia y su piel era como el marfil pero con un matiz ligeramente azulado.
Cada mesa tenía un equipo de dos personas trabajando En la habitación se oía el ruido de cortar y coser y de conversación apagada Todos iban vestidos con uniforme esterilizado cubierto por un delantal de plástico Llevaban gafas de plexiglás para protegerse los ojos Sus rostros estaban cubiertos por mascarillas quirúrgicas En las manos llevaban guantes de goma En un rincón había un gran fregadero con el grifo abierto constantemente En el borde del fregadero había una radio en equilibrio, en la que sonaba una incongruenta música de rock suave Jeffrey se pregunto que pensaría Billy Ocean si pudiera ver esta escena. Jeffrey permaneció junto a la puerta casi un cuarto de hora hasta que uno de los hombres de la habitación se percato de su presencia Pasó por delante de Jeffrey cuando iba al fregadero con lo que parecía un hígado para lavarlo bajo el agua corriente Se detuvo en cuanto vio a Jeffrey.
—¿Puedo ayudarle en algo? —pregunto con recelo.
—Busco al doctor Seibert —dijo Jeffrey combatiendo una leve sensación de nausea Nunca le había gustado la patología Las autopsias siempre le habían resultado una difícil prueba en la Facultad de Medicina.
—Eh, Seibert, tienes visita —dijo el hombre en voz alta por encima del hombro.
Uno de los hombres que estaban junto a la mesa de la chica levanto la mirada y vio a Jeffrey Sostenía un escalpelo en la mano La otra la tenía metida dentro del torso del cadáver.
—¿Qué puedo hacer por usted? —pregunto Su tono era mucho más amistoso que el del primer hombre.
Jeffrey trago saliva Se sentía un poco mareado.
—Soy medico del «St Joseph’s» —dijo—. Del departamento de anestesia Me interesa saber lo que han encontrado en una paciente llamada Karen Hodges.
El doctor Seibert dejo la mesa después de hacer una seña afirmativa a su ayudante y se acerco a Jeffrey Era unos dos o tres centímetros más alto que Jeffrey.
—¿Fue usted el que administró la anestesia? —preguntó.
Seguía con el escalpelo en la mano La otra mano estaba manchada de sangre Jeffrey no podía mirar más abajo de los hombros de aquel hombre Llevaba el delantal horriblemente manchado Jeffrey se con centro en los ojos de Seibert Eran de un brillante azul y bastante impresionantes.
—No, no fui yo —admitió Jeffrey—. Pero he oído que el problema se produjo durante una anestesia epidural Mi ínterés en el caso deriva del hecho de que ha habido al menos cuatro casos comparables en los últimos cuatro años, que yo sepa ¿El fármaco implicado en el caso de Karen Hodges era la «Marcaina»?
—Todavía no lo se —dijo Seibert— pero tengo la historia en mi oficina, por el pasillo a la izquierda, justo después de la biblioteca Sírvase usted mismo Habré terminado aquí en unos quince o veinte minutos.
—El caso en el que está trabajando ahora no será Gail Shaffer, ¿verdad? —preguntó Jeffrey.
—Lo es —dijo Seibert—. Es la primera vez en toda mi carrera que tengo a dos guapas muchachas jóvenes a la vez. Es mi día de suerte.
Jeffrey pasó por alto este comentario. Nunca se había sentido cómodo con el humor de los de patología.
—¿Alguna pista en cuanto a la causa de la muerte?
—Venga conmigo —dijo Seibert haciéndole una seña con la mano manchada de sangre. Se dirigió hacia su mesa.
Jeffrey le siguió, vacilante. No quería acercarse demasiado.
—¿Ve esto? —le preguntó Seibert después de haber presentado a Jeffrey a su ayudante, Harold. Señaló con la empuñadura del escalpelo la hendedura que tenía Gail en la frente—. Fue un golpe tremendo. Le fracturó el cráneo en el seno frontal.
Jeffrey asintió. Empezó a respirar por la boca. No podía soportar el olor. Harold estaba ocupado removiendo las entrañas.
—¿Pudo matarla el golpe? —preguntó Jeffrey.
—Posiblemente —dijo Seibert—, pero le hicieron una resonancia magnética nuclear y salió negativa. Ya veremos cuando saquemos el cerebro. Al parecer también tuvo algún problema cardíaco, aunque no había historial previo. Así que miraremos el corazón con mucha atención.
—¿Mirarán si había drogas?
—Absolutamente —dijo Seibert—. Efectuaremos un análisis de toxicología completo de la sangre, líquido cefalorraquídeo, bilis, orina e incluso de lo que hemos aspirado de su estómago.
—Eh, déjame que te ayude —dijo Seibert a su ayudante cuando vio que Harold había logrado liberar los órganos abdominales. Seibert cogió una bandeja larga y plana y la sostuvo mientras Harold levantaba la masa de viscosos órganos y los trasladaba al contenedor.
Jeffrey se apartó un momento. Cuando volvió a mirar, el cuerpo no tenía tripas. Harold se acercaba al fregadero con los órganos. Seibert revolvía dentro de la cavidad abdominal.
—Siempre hay que estar preparado para lo inesperado. Nunca se sabe qué se encontrará aquí.
—¿Y si le sugiriera que estas dos mujeres fueron envenenadas? —dijo Jeffrey de pronto—. ¿Haría algo diferente? ¿Haría otras pruebas?
Seibert se detuvo bruscamente. En aquel momento tenía la mano derecha enguantada dentro de la pelvis de Gail. Poco a poco levantó la cabeza para volver a mirar a Jeffrey, casi como si reevaluara su opinión de aquel hombre.
—¿Sabe algo que yo debiera saber? —preguntó, en tono más serio.
—Digamos que planteo una cuestión hipotética —dijo Jeffrey, evasivo—. Las dos mujeres tuvieron un ataque de epilepsia y problemas cardíacos sin tener antecedentes de ninguna de ambas cosas, o eso tengo entendido.
Seibert retiró la mano, se irguió y miró Jeffrey a la cara. Se quedó un momento pensativo, y después bajó la mirada a la mujer muerta.
—No, no haría nada diferente —dijo—. Realmente no existe diferencia entre el autoenvenenamiento, conocido eufemísticamente como uso de droga recreativa, y ser envenenado, al menos desde el punto de vista de la patología. El veneno está en el sistema o no lo está. Supongo que si me dijeran que había un veneno específico, influiría en la manera de procesar algunos tejidos determinados. Hay ciertas manchas que corresponden a ciertos venenos.
—¿Y una toxina? —preguntó Jeffrey.
Seibert silbó.
—Ahora habla de material serio. Se refiere a sustancias como las fitotoxinas o la tetrodotoxina. Ha oído hablar de la tetrodotoxina, ¿no? Procede del pescado «ahumado». ¿Puede creer que permiten a los bares de sushi servir esa cosa? Diantres, yo no lo tocaría.
Jeffrey comprendió que había dado con uno de los temas que interesaban a Seibert. El entusiasmo de Seibert por las toxinas era evidente.
—Las toxinas son fenomenales —prosiguió—. Amigo, si quisiera eliminar a alguien, no cabe duda de que utilizaría una toxina. Muchas veces nadie piensa en buscar señales de ellas. La causa de la muerte parece natural. Eh, ¿recuerda a aquel diplomático turco al que despacharon en París? Eso tuvo que ser una toxina. Estaba escondida en la punta de un paraguas, y alguien pasó junto al tipo y le pinchó en el trasero. Bingo, el tipo cayó al suelo retorciéndose. Al cabo de diez minutos, muerto. ¿Y se imaginaron lo que era? Demonios, no. Las toxinas son muy difíciles de identificar.
—Pero ¿se pueden detectar? —preguntó Jeffrey.
Seibert meneó la cabeza con inseguridad.
—Por eso yo las utilizaría para eliminar a alguien: como he dicho, son muy difíciles de localizar. En cuanto a si se pueden detectar, tengo que decir que sí y no. El gran problema es que con muy poca cantidad de estas toxinas se hace mucho. Sólo necesitan unas cuantas moléculas para realizar su trabajo sucio. Estoy hablando de nanomoles. Eso significa que nuestro viejo recurso de costumbre, el cromatógrafo de gases, combinado con un espectrógrafo de masas, a menudo no puede extraer la toxina de todos los demás compuestos orgánicos que flotan en la muestra. Pero si se sabe lo que se busca, como por ejemplo tetrodotoxina, porque el muerto ha caído fulminado en una fiesta de sushi, entonces hay algunos anticuerpos monoclonales marcados con fluorescencia o un marcador radiactivo que pueden captar el material. Pero ya le digo, no es fácil.
—O sea que a veces no se puede encontrar la toxina a menos que se sepa específicamente lo que es —dijo Jeffrey, repentinamente desalentado—. Eso parece un círculo vicioso.
—Por eso puede ser el crimen perfecto.
Harold regresó del fregadero con la bandeja de órganos. Jeffrey aprovechó la oportunidad para examinar el techo del laboratorio.
—Harold, ¿quieres sacar el cerebro? —pidió Seibert a su ayudante.
El hombre asintió con la cabeza, dejó la bandeja en un extremo de la mesa y se acercó a la cabeza de la joven.
—Lamento interrumpirles así —dijo Jeffrey.
—No es problema —dijo Seibert—. Puedo soportar este tipo de interrupción. Esto de las autopsias llega a hacerse un poco aburrido. Lo divertido de este trabajo es el análisis. Nunca me gustó limpiar el pescado cuando iba a pescar, y no es muy diferente de hacer una autopsia. Además, me ha despertado la curiosidad. ¿A qué vienen esas preguntas acerca de las toxinas? Un hombre ocupado como usted no viene aquí para jugar a las veinte preguntas.
—Ya le he dicho que se han producido al menos otras cuatro muertes durante una anestesia epidural. Eso es insólito. Y al menos en dos de ellas, los síntomas iniciales eran sutilmente diferentes de los que se esperarían como reacción a una anestesia local.
—¿Y cómo es eso? —preguntó Seibert.
Uno de los otros patólogos levantó la cabeza y dijo en voz alta:
—Eh, Seibert, ¿vas a convertir ese caso en el trabajo de tu vida sólo porque tiene un bonito cuerpo?
—Ocúpate de lo tuyo, Nelson —dijo Seibert por encima del hombro. Después, dijo a Jeffrey—: Está celoso porque yo tengo dos seguidas. Pero se compensa. El próximo probablemente será un alcohólico de sesenta años que ha estado tres semanas flotando en el puerto de Boston. Debería ver lo que es eso. ¡Puaf! Con el gas que desprende se podría hacer funcionar un coche toda una semana. Jeffrey trató de sonreír, pero le resultaba difícil. Las imágenes mentales que producían esos hombres eran casi tan horribles como la realidad.
Respondiendo a la provocación del otro patólogo, Seibert cogió un grueso hilo de sutura enhebrado a una gruesa aguja y empezó a suturar la herida en forma de Y efectuada para la autopsia.
—Bueno, ¿dónde estábamos? —dijo—. Ah, sí. ¿En qué eran diferentes los síntomas?
—Inmediatamente después de administrar la «Marcaina», las pacientes sufrieron una repentina y sorprendente reacción parasimpática con dolor abdominal, salivación, transpiración e incluso pupilas mióticas. Sólo fueron unos segundos; después, tuvieron ataques de grand mal.
Harold había efectuado un corte en la cabeza de Gail con un escalpelo. Luego, con un horrible ruido de rasgadura, bajó el escalpelo por la cara de la mujer. Ahora el cráneo quedaba expuesto. Jeffrey trató de ponerse de lado para no verlo.
—¿No se producen esos síntomas en una reacción tóxica con la anestesia local? —preguntó Seibert. Levantaba la aguja por encima de la cabeza después de cada puntada.
—Sí y no —dijo Jeffrey—. Los ataques, seguro. También se han descrito pupilas mióticas en la literatura, aunque, por mi vida, no puedo explicarlo fisiológicamente, y nunca he leído nada.
—Me parece que capto el panorama —dijo Seibert. Se oyó un repentino zumbido y el cuerpo de Gail comenzó a vibrar. Harold estaba utilizando una sierra eléctrica para cortar la coronilla. Pronto sacaría el cerebro. Seibert tuvo que levantar la voz para que Jeffrey le oyera—. Si no recuerdo mal, la anestesia local bloquea la transmisión en la sinapsis. Cualquier estimulación inicial que se puede conseguir es porque las fibras inhibitorias pueden bloquearse primero. ¿Lo recuerdo bien?
—Me impresiona usted —dijo Jeffrey—. Adelante.
—Y el bloqueo proviene de impedir que los iones de sodio crucen las membranas, ¿correcto?
—Debió de sacar sobresaliente en Neurofisiología, en la Facultad de Medicina.
—Bueno, este tema me interesa —dijo Seibert—. Estuve revisando esto para un caso de miastenia gravis. También aparecía en un artículo que leí relativo a la tetrodotoxina. ¿Sabía usted que esa sustancia imita la anestesia local? De hecho, algunas personas sostenían la hipótesis de que podría ser una anestesia local natural.
Jeffrey recordaba vagamente haber leído algo de ello, ahora que Seibert lo mencionaba.
El zumbido de la sierra cesó de pronto. Jeffrey no quería ver el siguiente paso, así que se volvió por completo.
—De todos modos —dijo Seibert—, lo que recuerdo es que con la anestesia epidural, cualquier alteración esperada sería en el sistema simpático, no el parasimpático, debido al riesgo de inyectar inadvertidamente la sustancia donde va la anestesia espinal. ¿Es eso correcto?
—Perfectamente —dijo Jeffrey.
—¿Pero lo que realmente preocupa no es que se pueda inyectar por error el agente anestésico directamente en la sangre?
—Exactamente —dijo Jeffrey—. Y ahí es donde entran en juego los problemas con los ataques epilépticos y la toxicidad cardíaca. Pero no hay manera de explicar la repentina estimulación parasimpática. Eso hace creer que hay alguna otra sustancia involucrada. Algo que no sólo causa ataques epilépticos y toxicidad cardíaca, sino también, por un breve instante, estimulación parasimpática.
—¡Vaya! —exclamó Seibert—. Ese es el tipo de caso que me gusta. Es algo que se imaginaría un patólogo.
—Lo supongo —dijo Jeffrey—. A decir verdad, yo pensaba en un anestesista.
—No habría competencia —dijo Seibert, agitando unas tenacillas dentadas—. El patólogo está mucho más cualificado para idear la mejor manera de matar a la gente.
Jeffrey iba a discutir, pero se detuvo, consciente de la ridiculez de decidir qué especialidad cultivaba a un asesino más sofisticado.
—Hay algo más en los dos casos de los que hablo. En la autopsia, ambos mostraron lesión de las neuronas y axones nerviosos. En uno de los casos incluso tomaron micrografías electrónicas, que mostraban notable lesión ultraestructural al nervio y el músculo.
—¿No bromea? —dijo Seibert. Dejó de coser. Jeffrey adivinó que estaba fascinado—. O sea, que lo único que tenemos que hacer es encontrar una toxina que causa ataques epilépticos y toxicidad cardíaca lesionando las células del nervio y el músculo y además provoca una marcada estimulación parasimpática. Al menos, inicialmente. Eh, ¿sabe una cosa?, tiene razón. Esto es como una pregunta en un examen de primer año de neurofisiología. Tendré que pensarlo un poco.—¿Sabe si Karen Hodges tuvo el mismo tipo de síntomas iniciales? —preguntó Jeffrey.
Seibert se encogió de hombros.
—Todavía no. Lo que suelo hacer es examinar la historia con detalle después de hacer la autopsia. Me gusta tener una mentalidad abierta. Así es menos probable que se me escape algo.
—¿Le importa que mire la historia? —preguntó Jeffrey.
—¡Claro que no! Como he dicho, sírvase usted mismo. No estaré mucho tiempo aquí.
Feliz de escapar al opresivo olor de la sala de autopsias, Jeffrey se encaminó al pequeño despacho de Seibert. La habitación era lo más acogedor que Jeffrey había visto en el depósito. El escritorio estaba repleto, con un secante de cuero, una bandeja para entradas y salidas de papeles, un juego de pluma y lápiz, y un marco con una foto. Esta era de una atractiva mujer con el cabello cortado a lo duendecito y dos niños sonrientes. Vestida con trajes de esquí, la familia había sido fotografiada con una montaña nevada al fondo.
En el centro del secante de mesa estaban las dos historias. La de encima era la de Gail Shaffer. Jeffrey la apartó. La de debajo era la de Karen Hodges. La cogió y se sentó en una silla de vinilo. Lo que le interesaba más era el informe de la anestesia.
El nombre del anestesista era William Doherty. Jeffrey le conocía vagamente de las reuniones médicas. Echando un vistazo a la página, Jeffrey vio que la anestesia en verdad había sido «Marcaina» al 0,5%. A juzgar por la dosis, Jeffrey dedujo que Doherty había utilizado una ampolla de 30 cc. Después, Jeffrey leyó detenidamente un resumen de los acontecimientos. El resumen le hizo recordar al instante el desastre de Patty Owen. Jeffrey se estremeció al leerlo. Karen Hodges había sufrido inicialmente los mismos síntomas parasimpáticos antes del comienzo de su ataque epiléptico.
Jeffrey se sintió abrumado de comprensión hacia Doherty. Conocía muy bien lo que aquel hombre estaba pasando. En un impulso, utilizó el teléfono de Seibert para llamar al «St. Joseph’s Hospital». Pidió por Anestesia y esperó a que se pusiera el doctor Doherty.
Cuando Doherty se puso al aparato, Jeffrey le dijo cuánto lamentaba la experiencia que había sufrido el día anterior, diciéndole que podía comprender su angustia; él había vivido un episodio similar.
—¿Quién es? —preguntó el doctor Doherty antes de que Jeffrey pudiera decir algo más.—Jeffrey Rhodes —dijo Jeffrey, utilizando su verdadero nombre por primera vez en días.
—¿El doctor Jeffrey Rhodes del «Memorial»? —preguntó Doherty.
—Sí —dijo Jeffrey—. Quería hacerle una pregunta referente al caso. Cuando le administró la dosis de prueba…
—Lo siento —le interrumpió el doctor Doherty—, pero he recibido órdenes muy explícitas de mi abogado de no hablar del caso con nadie.
—Entiendo —dijo Jeffrey—. ¿Ya han presentado la demanda por negligencia?
—No, todavía no —dijo el doctor Doherty—. Pero lamentablemente todos la esperamos. De verdad que no puedo hablar más de ello. Pero le agradezco su llamada. Gracias.
Jeffrey colgó el teléfono, frustrado por no haber podido beneficiarse de la experiencia reciente del doctor Doherty. Pero podía comprender los motivos de aquel hombre para protegerse. Jeffrey había recibido la misma prohibición de su abogado con respecto al caso de Patty Owen.
—Ya tengo algunas ideas —dijo Seibert entrando en su despacho vestido con uniforme limpio. Sin el traje quirúrgico, la mascarilla y el gorro, Jeffrey pudo verle bien por primera vez. Seibert era de complexión atlética. Tenía el cabello rubio arena que iba bien con sus ojos azules. Su rostro era anguloso y atractivo. Jeffrey supuso que tenía treinta y tantos años.
Seibert se sentó detrás de su escritorio. Se recostó, levantó los pies y los descansó en la esquina del escritorio.
—De lo que hemos estado hablando es de una especie de bloqueador despolarizador histotóxico. Eso produciría un choque inicial si se inyectara un bolo de acetilcolina en todas las sinapsis ganglionares y placas terminales motoras. Presto: síntomas parasimpáticos antes de que todo se desate como consecuencia de la destrucción de las células de los nervios y músculos. El único problema es que también causaría contracciones musculares.
—¡Pero si hubo fasciculaciones musculares! —dijo Jeffrey con creciente interés. Parecía que Seibert estaba tras algo.
—No me sorprende —dijo. Luego, sacó los pies del escritorio y se inclinó hacia delante, mirando a Jeffrey—. ¿Y esta última paciente? ¿Karen Hodges experimentó estos síntomas de los que hablamos?
—Exactamente los mismos —dijo Jeffrey.
—¿Y está seguro de que no pudieron ser provocados por la anestesia local?
Jeffrey asintió.
—Bien, será interesante ver los resultados toxicológicos.
—He echado un vistazo a las autopsias de dos de los otros casos fatales de epidural. La toxicología salió negativa en ambos.
—¿Cómo se llamaban los cuatro casos? —preguntó Seibert, sacando una pluma y un bloc.
—Patty Owen, Henry Noble, Clark De Vries y Lucy Havalin —dijo Jeffrey—. He revisado las autopsias de Owen y Noble.
—Ninguno de esos casos me resulta familiar. Tendré que buscar lo que tenemos en los ficheros.
—¿Alguna posibilidad de disponer todavía de algún líquido corporal de alguno de ellos? —preguntó Jeffrey.
—Guardamos muestras congeladas de casos seleccionados durante un año. ¿Qué caso es el más reciente?
—Patty Owen —dijo Jeffrey—. Si tuviera suero, ¿podría hacer algunas pruebas de toxinas?
—Lo hace parecer fácil —dijo Seibert—. Como le he dicho antes, es muy difícil encontrar una toxina, a menos que se tenga suficiente suerte para disponer de la antitoxina específica en alguna forma descrita. Se puede probar una serie de antitoxinas al azar y esperar lo mejor.
—¿Existe alguna manera de estrechar las posibilidades?
—Posiblemente —dijo Seibert—. Quizá valdría la pena enfocar el problema desde otro ángulo. Si tuviera que haber una toxina, ¿cómo la habrían recibido estos pacientes?
—Eso es otro asunto —admitió Jeffrey. Era reacio a exponer su teoría del doctor X—. Dejemos eso por el momento. Cuando ha entrado usted hace un momento, me ha parecido que tenía algo específico en mente.
—Así es —dijo Seibert—. Estaba pensando en una clase entera de toxinas. Proceden de las glándulas de la piel de las ranas dendrobátidas de Colombia, Suramérica.
—¿Cumplirían los resultados de la toxina misteriosa de que hablábamos?
—Tendré que leer algunas cosas para estar seguro —admitió Seibert—. Pero que yo recuerde, sí. Se descubrieron igual que el curare. Los indios solían triturar estas ranas y utilizaban un extracto de su veneno para envenenar sus flechas. Eh, puede que sea esto lo que tenemos: uno de esos indios colombianos en pie de guerra —rio Seibert.
—¿Puede darme algunas referencias? —preguntó Jeffrey—. A mí también me gustaría leer un poco sobre ello.
—Por supuesto —dijo Seibert. Se dirigió hacia el archivador, pero se detuvo en seco y se volvió—. Esta charla me ha hecho pensar en el coctel para el crimen perfecto. Si tuviera que elegir qué poner en una anestesia local, utilizaría ese veneno del sushi, la tetrodotoxina. Como tiene el mismo efecto aparente que la anestesia local, nadie sospecharía nunca nada. Son los síntomas parasimpáticos pasajeros lo que le preocupan a usted. Con la tetrodotoxina no habría ninguno.
—Olvida algo —dijo Jeffrey—. Creo que la tetrodotoxina es reversible. Paraliza la capacidad de respirar, pero durante la anestesia eso no importa. Se puede respirar por el paciente.
Seibert chasqueó los dedos en gesto de decepción.
—Tiene usted razón, lo olvidaba. Tiene que destruir las células así como bloquear su función.
Seibert continuó hasta el archivador y abrió el cajón de arriba.
—Bueno, ¿dónde demonios archivé eso? —masculló. Revolvió las fichas unos minutos, evidentemente frustrado—. Ah, aquí está —dijo, triunfante, sacando una carpeta del cajón—. Lo archivé en «ranas». Qué idiota.
La carpeta contenía una serie de artículos fotocopiados de diferentes publicaciones, algunas de ellas del estilo de Science. Otras eran más esotéricas, como Advances in Cytopharmacology. Durante unos minutos los dos hombres permanecieron en silencio, mientras hojeaban los diversos artículos.
—¿Cómo es que tiene todo esto? —preguntó Jeffrey.
—En mi trabajo, todo lo que produce la muerte es interesante, especialmente algo que lo hace con tanta eficacia como las toxinas. ¿Y cómo se puede resistir uno a los nombres? Aquí hay uno: histrionicotoxina. —Seibert puso un artículo frente a Jeffrey. Este lo cogió y empezó a leer el extracto.
—Aquí hay algo —dijo Seibert, eligiendo un artículo y dándole un golpecito con la mano libre—. Esta es una de las sustancias más tóxicas que el hombre conoce: la batracotoxina.
—Déjeme ver eso —dijo Jeffrey.
Recordaba ese nombre de los muchos que había leído en el capítulo acerca de las toxinas en el libro de toxicología de Chris. Jeffrey cogió el artículo y leyó el sumario. Parecía prometedor. Como Seibert sugería, funcionaba como agente despolarizador en las uniones nerviosas. También se decía que causaba amplio daño ultraestructural a las células del nervio y el músculo.
Jeffrey levantó la vista del artículo y miró a Seibert.
—¿Y si buscamos esta en el suero de alguno de los casos?
—Esa sería difícil, seguro —dijo—. Es muy potente. Se trata de un alcaloide esteroideo, lo que significa que puede esconderse fácilmente en los lípidos y esteroides de la célula. Quizás un extracto de músculo-tejido sería mejor que una muestra de suero, ya que la toxina es activa en las placas terminales motoras. Probablemente, la única manera de encontrar algo como la batracotoxina es imaginar una manera de concentrarla en una muestra.
—¿Cómo lo haría?
—Como esteroide, sería metabolizado mediante conjugación en el hígado y excretado por la bilis —explicó Seibert—. De manera que una muestra de bilis podría ir bien, salvo por un pequeño problema.
—¿Cuál? —preguntó Jeffrey.
—La sustancia mata tan de prisa, que el hígado nunca tiene ocasión de procesarla.
—Uno de los casos no murió tan de prisa como los otros —dijo Jeffrey, pensando en Henry Noble—. Al parecer, recibió una dosis menor y vivió una semana. ¿Cree que eso serviría de ayuda?
—Si tuviera que adivinarlo, diría que sí —dijo Seibert—. Lo más probable es que su bilis tuviera la concentración más elevada de todo el organismo.
—Murió hace casi dos años. No creo que haya ninguna posibilidad de que todavía tengan su líquido corporal.
Warren meneó la cabeza.
—Ni una. No tenemos tanto espacio en nuestro congelador.
—¿Serviría de algo conseguirlo exhumando el cuerpo? —preguntó Jeffrey.
—Posiblemente —dijo Jeffrey—. Dependería del grado de descomposición. Si el cuerpo estuviera en una forma razonable, digamos que estuviera enterrado en un lugar sombreado y razonablemente embalsamado, podría ir bien. Pero exhumar un cadáver no es fácil. Se tiene que conseguir un permiso y no siempre es sencillo. Hay que conseguir una orden del tribunal o permiso de los parientes más próximos. Como es de imaginar, ni los tribunales ni la familia están muy dispuestos a ello.
Jeffrey consultó su reloj. Ya eran más de las dos. Levantó el artículo que sostenía en la mano.
—¿Alguna posibilidad de que me pueda dejar prestado esto? —preguntó.
—Con tal que me lo devuelva —dijo Seibert—. También puedo llamarle para darle los resultados toxicológicos de Karen Hodges y de la muestra de suero de Patty Owen. El único problema es que no sé su nombre.
—Lo siento —dijo Jeffrey—. Me llamo Peter Webber. Pero siempre es difícil localizarme en el hospital. Sería más fácil que le llamara yo ¿Cuándo sugiere que lo intente?
—¿Qué le parece mañana? Cuando estamos tan ocupados trabajamos los fines de semana. Veré si puedo acelerar las cosas, ya que le interesa tanto.
Al salir del depósito de cadáveres, Jeffrey tuvo que caminar hasta el «Boston City Hospital» para encontrar un taxi. Cuando subió, le dijo al conductor que le llevara al «St. Joseph’s». Su idea era tratar de organizar el día para poder ir a casa con Kelly. Como supervisora, ella disponía de plaza de aparcamiento en el hospital.
Durante el viaje, Jeffrey consiguió leer por encima el artículo acerca de la batracotoxina. Le resultaba difícil de leer porque el artículo era sumamente técnico. Pero se enteró de que la toxina causaba lesión irreversible de las neuronas y células musculares, y aunque no decía específicamente que producía salivación, lagrimeo y pupilas mióticas, lo sugería. Decía que la toxina estimulaba el sistema parasimpático y producía contracciones musculares.
En el «St. Joe’s», Jeffrey encontró a Kelly en el lugar de costumbre: el puesto de enfermeras de la UCI. Estaba muy ocupada. La UCI había recibido hacía poco un nuevo ingreso y era la hora del cambio de turno.
—Sólo dispongo de un segundo —dijo—. Pero olvidé darte esto.
Entregó a Jeffrey un sobre del «St. Joseph’s Hospital».
—¿Qué es? —preguntó él mientras Kelly volvía a su trabajo.
—Las listas del «Valley Hospital». Se las pedí a Han. Las ha enviado por fax esta tarde. Pero esta vez se ha mostrado un poco curioso.
—¿Qué le has dicho? —preguntó Jeffrey.
—Le he dicho la verdad —dijo Kelly—. Que había algo referente al caso de Chris que todavía me preocupaba. Pero, Jeffrey, ahora no puedo hablar. Vete a la habitación trasera. Terminaré el turno dentro de unos minutos.
Jeffrey fue a la pequeña habitación y se sentó. En contraste con la bulliciosa UCI, el único ruido allí era el compresor de un pequeño frigorífico y la omnipresente cafetera. Jeffrey abrió el sobre y sacó el fax.
Había dos hojas separadas. Una era una lista de médicos con aparcamiento para el año 1987 y estaba organizada por departamentos. La otra era una nómina del mismo año de todos los empleados del hospital.
Ansioso, Jeffrey sacó su lista de los treinta y cuatro médicos que tenían privilegios en el «Memorial» y en el «St.Joseph’s». Comparando la lista de nombres, Jeffrey pudo reducir la lista de treinta y cuatro a seis. Uno de los seis era una tal doctora Nancy Bennett. Era del departamento de anestesia del «Valley Hospital». Por el momento se convirtió en el principal sospechoso de Jeffrey. Ahora tendría que conseguir las listas correspondientes al «Commonwealth Hospital» y el «Suffolk General». Cuando las tuviera, estaba seguro de que su lista sería aún más reducida. De hecho, esperaba que sólo tendría un nombre.
Se abrió la puerta de la UCI y entró Kelly. Parecía tan cansada como se sentía Jeffrey. Se acercó a él y se sentó a su lado.
—¡Qué día! —exclamó—. Cinco ingresos en un solo turno.
—Tengo algunas noticias estimulantes —dijo Jeffrey ansioso—. Utilizando la lista de profesionales del Valley, sólo tenemos seis médicos. Ahora, si pudiéramos pensar en una manera de conseguir la lista de los otros dos hospitales…
—No creo que pueda ayudarte en eso —dijo Kelly—. No conozco a nadie ni en el «Commonwealth» ni en el «Suffolk».
—¿Qué te parecería ir allí y visitar la oficina de enfermería?
—¡Espera un momento! —dijo Kelly de pronto—. Amy trabajó en la UCI del «Suffolk».
—¿Quién es Amy? —preguntó Jeffrey.
—Una de mis enfermeras —dijo Kelly—. Déjame ver si ya se ha ido.
Kelly se levantó de un salto y desapareció en la UCI.
Los ojos de Jeffrey volvieron a su lista de seis médicos, y luego a la lista de treinta y cuatro. En verdad era un progreso estimulante. Seis era un número de personas más razonable de considerar. Luego, localizó los dos nombres a la derecha de la lista de doctores en medicina. Se había olvidado de los subalternos. Buscó el nombre de Maureen Gallop en la lista del «Valley Hospital». Como esperaba, no se encontraba allí. Después comprobó el de Trent Harding. Para su completo asombro, ese nombre sí estaba en la lista del «Valley Hospital». En realidad, había trabajado en el departamento de enfermería en 1987.
El corazón de Jeffrey se aceleró. Ese nombre se destacaba en la página. Trent Harding había trabajado en el «Valley Hospital», el «Memorial» y el «St. Joseph’s».
Tranquilízate, se dijo Jeffrey para sus adentros. Probablemente no era más que una coincidencia. Pero era una gran coincidencia y mucho menos fácil de explicar que el hecho de que un médico tuviera múltiples privilegios.La puerta de la UCI se abrió y reapareció Kelly. Esta volvió a sentarse, apartándose el pelo de la frente.
—Ya se ha ido —dijo decepcionada—. Pero mañana la veré. Se lo preguntaré entonces.
—No creo que sea necesario —dijo Jeffrey—. ¡Mira lo que he encontrado! —Colocó delante de ella la lista de empleados del «Valley» y señaló el nombre de Trent Harding—. Este tipo ha trabajado en los tres hospitales en los momentos críticos —dijo—. Sé que es circunstancial, pero cuesta creer que estuviera allí las tres veces por pura casualidad.
—¿Y ahora trabaja aquí, en el «St. Joseph’s»?
—Según la lista que me diste, sí.
—¿Sabes en qué parte del hospital?
—No sé dónde, pero sé el departamento —dijo Jeffrey—. Está en el mismo departamento que tú: enfermería.
Kelly contuvo el aliento.
—¡No! —exclamó.
—Eso es lo que indica la lista. ¿Le conoces?
Kelly negó con la cabeza.
—Nunca había oído ese nombre, pero no conozco a todo el mundo.
—Tenemos que averiguar dónde trabaja —dijo Jeffrey.
—Vayamos a ver a Polly Arnsdorf —dijo Kelly, poniéndose de pie.
Jeffrey le cogió el brazo.
—Espera. Tenemos que ir con cuidado. No quiero que Polly Arnsdorf asuste a este tipo. Recuerda que no tenemos ninguna prueba. Todo es circunstancial. Si este tal Harding sospecha que le hemos descubierto, podría huir, y eso es lo último que queremos. Además, no podemos utilizar mi verdadero nombre. Podría reconocerlo.
—Pero si Harding es el asesino, no podemos dejarle suelto por el hospital.
—El intervalo entre las complicaciones anestésicas ha sido de ocho meses o más —dijo Jeffrey—. Un par de días no importará.
—¿Y Gail? —preguntó Kelly.
—Todavía no sabemos qué había detrás de su muerte.
—Pero tú diste a entender —empezó Kelly.
—Dije que sospechaba —interrumpió Jeffrey—. Cálmate. Te estás excitando más que yo. Recuerda, lo único que sabemos seguro es que este tal Harding ha trabajado en los tres hospitales en la época de los problemas con la anestesia. Necesitaremos mucho más que eso para ponerle las manos encima. Y podría resultar que estamos equivocados.No digo que no debamos hablar con Polly. Sólo que hemos de tener la historia elaborada. Eso es todo.
—De acuerdo —dijo Kelly—. ¿Cómo te presento?
—He estado utilizando el apellido Webber, pero me temo que no he usado siempre el mismo nombre. Digamos que soy el doctor Justin Webber. En lo que se refiere a este tipo, Harding, digamos que nos preocupa su competencia.
Juntos bajaron la escalera y fueron a la oficina de administración. Cuando llegaron al despacho de Polly Arnsdorf les dijeron que estaba hablando por teléfono, una conferencia de larga distancia. Se sentaron en la zona de espera hasta que Polly pudiera atenderles. Por la actividad que se veía en torno a su despacho, era evidente lo atareada que estaba.
Cuando por fin pudieron entrar a verla, Kelly presentó a Jeffrey como el doctor Justin Webber, según lo acordado.
—¿Y qué puedo hacer por ustedes? —preguntó Polly en tono amistoso pero práctico.
Kelly miró brevemente a Jeffrey y habló:
—Queríamos preguntar por uno de los enfermeros —dijo—. Se llama Trent Harding.
Polly asintió y esperó. Al ver que Kelly no tenía nada más, dijo:
—¿Y qué es lo que les gustaría saber?
—En primer lugar, tenemos curiosidad por saber en qué parte del hospital trabaja —dijo Jeffrey.
—Trabajaba —corrigió Polly—. El señor Harding se marchó ayer.
Jeffrey sintió una punzada de decepción. Oh, no, pensó; ¿perdería a ese hombre después de estar tan cerca de él? En el lado positivo, la rápida dimisión de Harding inmediatamente después de la última complicación de la anestesia era otra información circunstancialmente incriminadora.
—¿En qué parte del hospital trabajaba? —preguntó Jeffrey.
—La sala de operaciones —respondió Polly. Miró a Jeffrey y después a Kelly. Su instinto le decía que ocurría algo, algo bastante serio.
—¿Qué turno hacía? —preguntó Kelly.
—El primer mes trabajó por las tardes —dijo Polly—. Pero después pasó al turno de día. Lo hizo hasta ayer.
—¿Fue una sorpresa el que se marchara? —preguntó Jeffrey.
—En realidad, no —dijo Polly—. Si no hubiera tanta escasez de enfermeras, hace tiempo le habría pedido que se marchara. Tenía antecedentes de problemas normativos en el sentido de que no se llevaba bien con los superiores, no sólo aquí, sino en otras instituciones donde había trabajado. La señora Raleigh estaba harta de él. Siempre le estaba diciendo cómo tenía que llevar la sala de operaciones. Pero como enfermero era soberbio. Extremadamente inteligente, añadiría.
—¿Dónde más ha trabajado ese hombre? —preguntó Jeffrey.
—Ha trabajado en casi todos los hospitales de Boston. Creo que el único hospital importante en el que no ha trabajado es el «Boston City».
—¿Trabajó en el «Commonwealth» y el «Suffolk General»? —preguntó Jeffrey.
Polly asintió.
—Que yo recuerde, sí.
Jeffrey apenas podía contenerse.
—¿Sería posible mirar su ficha?
—Eso no puedo hacerlo —le dijo Polly—. Nuestros archivos son confidenciales.
Jeffrey asintió. Ya lo esperaba.
—¿Y una foto? Seguro que eso sí puede hacerlo.
Polly llamó a su secretaria a través del intercomunicador, pidiéndole que buscara una foto de Trent Harding. Después preguntó:
—¿Puedo preguntar a qué viene tanto interés por el señor Harding?
Jeffrey y Kelly empezaron a hablar al mismo tiempo. Jeffrey dejó que hablara ella.
—Existen algunas dudas respecto a sus credenciales y su competencia —dijo Kelly.
—Esa parte yo no la cuestionaría —dijo Polly mientras su secretaria entraba con una foto. La cogió y se la pasó a Jeffrey. Kelly se inclinó para mirarla.
Jeffrey había visto a aquel hombre en la sala de operaciones del «Memorial» en muchas ocasiones. Reconoció su desconcertante cabello rubio muy corto y su complexión robusta. Jeffrey nunca había hablado con él directamente, que recordara, pero sí recordaba que siempre se había mostrado deferente y concienzudo. Sin duda no parecía un asesino. Parecía muy americano, como un jugador de fútbol de una Universidad de Texas.
Jeffrey levantó la mirada de la foto y preguntó:
—¿Tiene idea de los planes de este hombre?
—Oh, sí —dijo Polly—. El señor Harding fue muy específico. Dijo que iba a solicitar empleo en el «Boston City» porque quería un programa más académico.—Otra cosa —dijo Jeffrey—. ¿Podría darnos el número de teléfono y la dirección de Trent Harding?
—Supongo que no hay ningún mal en ello —dijo Polly—. Seguro que están en el listín telefónico.
Sacó una hoja de papel y un lápiz. Cogió la foto de Trent Harding que tenía Kelly, le dio la vuelta y copió la información que había detrás; después, entregó el papel a Jeffrey.
Jeffrey dio las gracias a Polly por la información. Kelly hizo lo mismo. Luego, salieron de administración. Salieron por la puerta principal del hospital y fueron al coche de Kelly.
—¡Realmente podría ser él! —dijo Jeffrey excitado cuando estuvieron fuera del alcance de los oídos—. ¡Trent Harding podría ser el asesino!
—Estoy de acuerdo —dijo Kelly. Llegaron al coche y se miraron por encima del techo. Kelly aún tenía que abrir la puerta—. También creo que tenemos la obligación de acudir a la Policía. Hemos de detenerle antes de que vuelva a atacar. Si es ese hombre, debe de estar loco.
—No podemos ir a la Policía —dijo Jeffrey con cierta exasperación—. Por las mismas razones que te dije la última vez. Por muy incriminante que creamos que es esta información, sigue siendo circunstancial. Recuerda, no tenemos ninguna prueba. ¡Ninguna! Ni siquiera hay ninguna prueba de que los pacientes fueran envenenados. Tengo al anatomopatólogo buscando una toxina, pero las probabilidades de que aisle alguna son mínimas. La capacidad toxicológica tiene límites.
—Pero la idea de que haya alguien así suelto por ahí me aterra —dijo Kelly.
—Estoy de acuerdo contigo; pero el meollo del asunto es que en este punto, las autoridades no podrían hacer nada aunque nos creyeran. Y al menos de momento no está en el hospital.
Kelly abrió de mala gana la puerta del coche. Los dos subieron.
—Lo que necesitamos es alguna prueba —dijo Jeffrey—: Y lo primero que tenemos que hacer es asegurarnos de que este personaje sigue en la ciudad.
—¿Y cómo vamos a hacerlo? —preguntó Kelly.
Jeffrey desplegó la hoja de papel que Polly le había dado.
—Iremos a su apartamento y nos cercioraremos de que sigue ocupado.
—No intentarás hablar con él, ¿verdad?
—Todavía no —dijo Jeffrey—. Pero probablemente lo tendré auehacer en algún momento. Vamonos. La dirección es Garden Street, en Beacon Hill.
Kelly hizo lo que él decía, aunque no le gustaba la idea de ir a ninguna parte próxima al domicilio de aquel desalmado. Prueba o no prueba, ella ya estaba convencida de la culpabilidad de Harding. ¿Qué otra razón podía haber para que estuviera en cada uno de los hospitales precisamente en el momento oportuno?
Kelly condujo hacia Storrow Drive, después giró a la derecha en Reveré Street, la cual les llevó directamente a Beacon Hill. En Garden Street giraron hacia Cambridge Street. No volvieron a hablar hasta que estuvieron en la dirección. Kelly aparcó en doble fila. Puso el freno de mano. Era una empinada colina.
Jeffrey se inclinó por encima de la falda de Kelly para mirar el edificio. En contraste con los que colindaban con él, el edificio de Harding era de ladrillo amarillo, no rojo. Pero, igual que los otros, era de cuatro pisos. Debido a la inclinación de la calle, las líneas de los tejados descendían de edificio en edificio como una escalera gigante. El edificio de Trent estaba coronado por un decorativo parapeto revestido de cobre que las inclemencias del tiempo habían recubierto de la conocida pátina verdosa. Habría sido atractivo de no ser porque la esquina derecha se había partido y un gran trozo colgaba. La puerta de la calle, la salida de incendios, y todos los adornos se encontraban en muy mal estado, y, como sus vecinos, el edificio tenía un aspecto ruinoso.
—No parece buena zona —dijo Kelly.
Había basura en la calle. Los coches aparcados eran viejos y estaban deteriorados, excepto uno: un «Corvette» rojo.
—Vuelvo en seguida —dijo Jeffrey abriendo la puerta.
Kelly le agarró el brazo.
—¿Estás seguro de que tienes que hacerlo?
—¿Tienes una idea mejor? —preguntó Jeffrey—. Además, sólo voy a mirar el vestíbulo a ver si está su nombre. Volveré enseguida.
La preocupación de Kelly hizo vacilar a Jeffrey. Se quedó un momento en la calle, preguntándose si hacía lo que debía. Pero tenía que saber seguro si Harding seguía en Boston. Apretando los dientes, cruzó entre los coches aparcados y probó la puerta exterior del edificio amarillo. Se abrió a un pequeño vestíbulo.
Jeffrey entró. El edificio estaba aún en peor estado por dentro. Una bombilla colgaba de un cable fijado en el techo. Debieron de forzar la puerta de la calle en alguna ocasión y jamás había sido reparada.Una bolsa de basura de plástico había sido arrojada, a un rincón del vestíbulo. La basura se había desparramado, añadiendo su desagradable olor.
El intercomunicador indicaba que había seis apartamentos. Jeffrey supuso que eso significaba que había uno por planta, incluida la planta baja. El nombre de Trent Harding estaba en la parte superior de la lista. También estaba en uno de los buzones. Jeffrey vio que todas las cerraduras de los buzones estaban rotas. Abrió el de Harding para ver si había correo. En el instante en que tocó la caja, la puerta interior del edificio se abrió.
Jeffrey se encontró cara a cara con Trent Harding. No recordaba el aspecto fuerte de aquel hombre. También había en él cierto aire de maldad que Jeffrey nunca había apreciado cuando le había visto en el «Memorial». Sus ojos eran azules y fríos, y muy profundos bajo unas espesas cejas. Harding también tenía una cicatriz que Jeffrey había olvidado y que en la fotografía no se veía.
Jeffrey pudo apartar la mano del buzón una fracción de segundo antes de que Harding pudiera verle. Al principio, Jeffrey tuvo miedo de que Harding le reconociera. Pero con una expresión semejante a una sonrisa, el hombre empujó bruscamente a Jeffrey para pasar y no se detuvo.
Jeffrey respiró hondo. Se apoyó en la pared de los buzones un momento para recuperar el aliento. El breve e inesperado encuentro le había acobardado momentáneamente. Pero al menos había conseguido lo que se había propuesto hacer. Sabía que Trent Harding no había abandonado la ciudad. Podía haber dejado el «St. Joe’s», pero seguía en Boston.
Salió del edificio, pasó entre los coches aparcados y subió al coche de Kelly. Esta estaba lívida.
—¡Acaba de salir del edificio! —dijo excitada—. Sabía que no deberías haber entrado. ¡Lo sabía!
—No ha ocurrido nada —la tranquilizó Jeffrey—. Al menos sabemos que no se ha marchado de la ciudad. Pero admito que me ha sobresaltado. No puedo asegurar que él es el asesino, pero visto de cerca infunde bastante miedo. Tiene una cicatriz que en la foto no estaba y hay algo salvaje en sus ojos.
—Tiene que estar loco si está metiendo algo en la anestesia —dijo Kelly poniendo el coche en marcha.
Jeffrey se inclinó y le puso la mano en el brazo.
—Espera —dijo.—¿Qué ocurre? —preguntó Kelly.
—Un segundo —dijo Jeffrey.
Bajó del coche otra vez y corrió hasta la esquina con Reveré Street. Miró calle abajo y divisó la figura de Harding que se alejaba.
Jeffrey volvió corriendo a Kelly, pero en lugar de entrar en el coche, apareció en la ventanilla del conductor.
—Es una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar —dijo.
—¿Qué quieres decir?
Fuera lo que fuera, Kelly estaba segura de que no iba a gustarle.
—La puerta interior del vestíbulo del edificio de Trent está abierta. Creo que echaré un vistazo rápido a su apartamento. Quizás encuentre alguna prueba que confirme nuestras sospechas.
—No creo que sea buena idea —dijo Kelly—. Además, ¿cómo entrarás en su apartamento?
Jeffrey señaló el tejado. Kelly estiró el cuello.
—¿Ves aquella ventana juntó a la salida de incendios del piso superior? —dijo Jeffrey—. Está abierta. Trent Harding vive en el piso superior. Puedo ir al tejado, bajar por la escalera de incendios y entrar.
—Creo que deberíamos marcharnos de aquí —dijo Kelly.
—Hace unos minutos, eras tú la preocupada porque ese tipo andaba suelto —dijo Jeffrey—. Si puedo conseguir la prueba que necesitamos para detenerle, ¿no vale la pena correr ese riesgo? No creo que debamos dejar pasar esta oportunidad.
—¿Y si el señor Músculos regresa mientras tú estás allí? Podría destrozarte con sus manos.
—Iré rápido —dijo Jeffrey—. Además, en el improbable caso de que regrese mientras yo esté allí todavía, déjale que entre. Espera cinco segundos, y después entra y llama a su timbre. Su nombre está al lado del timbre. Si lo oigo, volveré a salir por la ventana hacia el tejado.
—Algo podría ir mal —dijo Kelly, meneando la cabeza.
—Nada irá mal —dijo Jeffrey—. Confía en mí.
Antes de que Kelly pudiera estar de acuerdo o discrepar, Jeffrey le dio unas palmaditas en el brazo y volvió al edificio de apartamentos. Entró en el vestíbulo y empujó la puerta interior. Una estrecha escalera conducía a la derecha. Una sola bombilla iluminaba cada rellano. Jeffrey levantó la vista y vio en lo alto una claraboya escarchada.
Subió la escalera rápidamente. Cuando llegó a la puerta que daba al tejado, estaba sin aliento. Le costó un poco abrir la puerta, pero por fin lo consiguió.
El tejado era de alquitrán y grava. Había una pared de un metro veinte aproximadamente que lo separaba del tejado del edificio de al lado. Y lo mismo en el edificio de al lado. Algunas azoteas estaban pintadas y parecían en buen estado. Otras se encontraban en estado ruinoso, con la puerta fuera de sus goznes. Algunos tejados tenían muebles de jardín oxidados.
Jeffrey se acercó al borde del tejado y, mirando abajo, a la calle, vio el coche de Kelly. Nunca le habían gustado las alturas, y necesitó todo su valor para pisar la rejilla de metal, que formaba la escalera de incendios. Entre sus pies podía ver directamente cinco pisos hasta la acera.
Moviéndose con cautela, Jeffrey descendió el tramo de escaleras hasta el rellano que quedaba fuera de la ventana de Trent. Se sentía expuesto, y de pronto le preocupó que algún vecino le viera. Lo que menos necesitaba era que alguien llamara a la Policía.
Jeffrey tuvo que forzar la vieja persiana para poder entrar. Una vez dentro, se asomó a la ventana. Mirando a Kelly levantó el pulgar en gesto de triunfo. Luego, entró en la habitación.
Trent vio la revista Playgirl en el estante. Pensó en cogerla y hojearla, sólo para ver lo que a las chicas les gustaba de un cuerpo masculino. Pero no lo hizo. Estaba de pie en la tienda de Gary, en Charles Street, y sabía que el propietario estaba tras el mostrador, a su izquierda. Trent no quería darle al hombre ideas equivocadas respecto a por qué le interesaba Playgirl. Lo que hizo fue coger una revista de viajes que hablaba de vacaciones en San Francisco.
Trent fue al mostrador, arrojó la revista y puso encima un Globe. Después, pidió dos paquetes de «Camel» sin filtro, su marca acostumbrada. Si iba a fumar, quería algo fuerte.
Después de pagar sus compras, Trent salió a la calle. No sabía si ir a la agencia de viajes de Beacon Hill para hablar de unas vacaciones en San Francisco. Como había dejado un empleo y no había empezado en el nuevo, tenía tiempo; y dinero para gastar. Pero le daba pereza. Quizás iría mañana a ver al agente de viajes. Giró, cruzó la calle y entró en una licorería. Quería comprar cerveza.
Decidió regresar a casa y tomar una siesta. Así por la noche podría estar levantado hasta muy tarde. Quizás iría a cine y después a ver si encontraba algún maricón al que dar una paliza.
Jeffrey recorrió la sala de estar con la mirada, para orientarse. Repasó el desigual mobiliario, las botellas de cerveza vacías y el cartel de la «Harley-Davidson». No estaba muy seguro de lo que buscaba o esperaba ver; era una pura expedición para ver lo que pescaba. Y aunque, por Kelly, había fingido que subir al apartamento sería fácil, estaba mucho más nervioso de lo que había aparentado. No podía evitar preguntarse si algún vecino habría llamado a la Policía. Tenía miedo de oír sirenas de la Policía a lo lejos en cualquier momento.
Lo primero que hizo Jeffrey fue recorrer rápidamente todo el apartamento. Se le ocurrió que sería mejor asegurarse de que no había nadie más. Cuando se convenció de que estaba solo, volvió a la sala de estar y se puso a examinarlo todo más de cerca.
Sobre la mesita auxiliar vio varias publicaciones de mercenarios y supervivencialistas así como algunas revistas de clasificación X También había un par de esposas, con la llave en la cerradura. En la pared medianera con el dormitorio había una librería de madera. Los libros principalmente eran de química, fisiología y libros de enfermería, pero también había algunos volúmenes acerca del holocausto. Al lado del sofá había una pecera con una gran boa dentro. Jeffrey pensó que era un bonito detalle.
Contra una pared había un escritorio. En contraste con el resto del apartamento, su superficie se hallaba bastante ordenada. Había más libros de referencia colocados pulcramente entre apoyalibros de latón en forma de buho. También había un contestador automático.
Jeffrey se acercó al escritorio y abrió el cajón central. Lápices y papel se hallaban bien ordenados. Había un paquete de fichas pequeñas, un libro de direcciones y un talonario de cheques. Jeffrey hojeó el libro de direcciones. Impulsivamente decidió llevárselo. Se lo metió en el bolsillo. Cogió el talonario de cheques y lo revisó. Le sorprendió el saldo. Harding tenía más de diez mil dólares en su cuenta. Jeffrey volvió a dejar el talonario en su sitio.
Se inclinó hacia delante y abrió el primero de los cajones más profundos. En el momento de hacerlo, sonó el teléfono. Jeffrey se quedó paralizado. Después de unos timbrazos, el contestador se puso en marcha. Jeffrey recobró la compostura y prosiguió su búsqueda. El cajón contenía fichas de papel manila. Cada una tenía una etiqueta para un tema diferente, como Enfermería quirúrgica, Anestesia para enfermeras, etc. Jeffrey empezó a preguntarse si no habrían llegado a conclusiones erróneas respecto a aquel hombre.Una vez terminado el mensaje grabado, el contestador automático emitió un pitido y Jeffrey oyó al comunicante de Trent dejar un mensaje.
—¡Hola Trent! Soy Matt. Te llamo para decirte que estoy muy satisfecho. Eres fantástico. Volveré a llamar. Ten cuidado.
Jeffrey se preguntó vagamente quién era Matt y por qué estaba tan satisfecho. Entró en el dormitorio. La cama estaba sin hacer. La habitación estaba escasamente amueblada con una mesilla de noche, un escritorio y una silla. La puerta del armario se hallaba abierta. Jeffrey vio una hilera de uniformes de la Marina, todos preparados para ser utilizados. Jeffrey tocó el tejido con los dedos. Se preguntó por qué los tenía Harding.
Sobre el escritorio había un aparato de televisión, y una docena o más de películas de video X, casi todas de la variedad sadomasoquista. Fotos de hombres y mujeres encadenados decoraban los estuches. Sobre la mesita de noche, al lado de la cama, había una novela llamada Gestapo. En la portada había una fotografía de un hombre con barba vestido con uniforme nazi, de pie junto a una rubia mujer desnuda, encadenada.
Jeffrey abrió el cajón de arriba del escritorio y encontró un calcetín lleno de marihuana. También encontró una colección de ropa interior de mujer. Un tipo muy sólido, pensó Jeffrey con sarcasmo. Junto a la ropa interior, Jeffrey vio un montón de fotografías. Eran fotos de Trent Harding. Al parecer se las había tomado él mismo. Estaba en su cama, en diferentes estados de desnudez. En algunas, parecía llevar alguna pieza de la lencería que había en el cajón. Jeffrey las volvió a colocar en su lugar cuando se le ocurrió una cosa. Seleccionó tres de ellas, y se las metió en el bolsillo. Después dejó el resto donde estaban y cerró el cajón.
Jeffrey entró en el cuarto de baño y encendió la luz. Fue al armario de las medicinas y abrió la puerta con espejo. Había los medicamentos de costumbre: aspirina, pastillas para digerir, tiritas y cosas así. Nada insólito, como ampollas de «Marcaina», por ejemplo.
Después de cerrar el armario de las medicinas, Jeffrey salió del cuarto de baño y del dormitorio y fue a la cocina. Uno por uno, fue mirando en el interior de todos los armarios.
Kelly tamborileaba con los dedos sobre el volante. No le gustaba nada esta espera. No quería que Jeffrey hubiera ido a aquel apartamento. Nerviosa, miró hacia la ventana abierta de la quinta planta. Unas cortinas azules salían por ella y ondeaban al viento. La vieja persiana estaba levantada, tal como la había dejado Jeffrey.
Kelly miró por Garden Street. Veía el tráfico de Cambridge Street al final de la calle. Cambió de posición y miró el reloj del salpicadero. Hacía casi veinte minutos que Jeffrey se encontraba en el apartamento. ¿Qué demonios hacía?
Incapaz de permanecer quieta otro minuto, Kelly quiso bajar del coche. Tenía la puerta medio abierta y un pie en el pavimento cuando vio a Trent Harding. ¡Estaba de vuelta! Se encontraba a dos puertas del edificio y se encaminaba directo a la suya. No cabía duda de ello: regresaba a casa.
Kelly se quedó helada. El hombre se acercaba a ella. Vio la mirada que Jeffrey había descrito antes. Parecía que la miraba fijamente a ella, pero no disminuyó el paso. Llegó a su puerta y la abrió de un empujón. Luego, desapareció de la vista.
Kelly necesitó unos segundos para recuperarse del impacto paralizante que la aparición de aquel hombre le había causado. Con pánico abrió del todo la puerta del coche y saltó a la calle. Se precipitó al edificio, con intención de abrir la puerta. Pero no lo hizo. Se preguntó si Trent habría tenido tiempo de cruzar el vestíbulo. Después de otro segundo de vacilación, abrió unos centímetros la puerta y atisbo dentro. Al ver que el vestíbulo estaba vacío, entró rápidamente y buscó como una loca el nombre de Trent en los timbres. Lo encontró en la parte superior y apretó el botón.
—¡No! —exclamó Kelly.
Lágrimas de miedo y frustración se desbordaron de sus ojos. El botón no se movió. Mirándolo de cerca vio que el timbre hacía tiempo estaba desconectado. El cable estaba al descubierto. El botón, apretado permanentemente. Si no hubieran cortado el cable, el timbre habría estado sonando siempre en el apartamento de Harding. Kelly golpeó el panel de timbres con el puño. Tenía que pensar algo, consideró las opciones. No había muchas.
Salió precipitada y corrió al centro de la calle. Haciendo pantalla con las manos en torno a la boca, gritó hacia la ventana abierta:
—¡Jeffrey!
No hubo respuesta. Después gritó aún más fuerte, repitiendo su nombre dos veces.
Si Jeffrey la oía, no daba señales de ello. Kelly estaba desconcertada. ¿Qué podía hacer? Imaginó a Harding subiendo la escalera. Probablemente ya se encontraba ante su puerta en aquel instante. Kelly corrió a su coche, entró y se apoyó en la bocina.
Jeffrey se irguió y se estiró. Había buscado en casi todos los armarios de la cocina y no había encontrado nada inesperado aparte de una colonia de tamaño considerable de cucarachas. A lo lejos oyó una bocina de coche que sonaba sin cesar. Se preguntó cuál sería el problema. Fuera lo que fuese, el conductor era muy insistente.
Jeffrey había esperado encontrar algo incriminatorio en el apartamento de Trent, pero no había encontrado nada. Lo único que había logrado era establecer que aquel hombre tenía una personalidad extraña y posiblemente violenta, junto con serias dudas respecto a su identidad sexual. Pero eso no lo convertía en un asesino que adulteraba las ampollas de anestesia local.
Jeffrey empezó a abrir los cajones de la cocina. No había nada inusual, sólo lo de costumbre, cuchillos, abridores y otros accesorios de cocina. Después fue al fregadero y abrió el armario de debajo. Allí encontró un cubo de basura, un montón de periódicos viejos y un soplete de propano.
Jeffrey sacó el soplete del armario y lo miró más de cerca. Era del tipo utilizado por los fontaneros caseros. A su lado había un trípode portátil. El primer pensamiento de Jeffrey fue si el soplete podía haber sido utilizado al adulterar las ampollas de «Marcaina». Recordó su propio experimento con la cocina de Kelly. Un soplete como aquel habría ido mejor para dirigir el calor. Pero aunque el soplete habría podido ser útil para tal fin, en sí mismo apenas constituía prueba de que esa era la razón de que Trent lo tuviera debajo de su fregadero. Un soplete de propano tenía muchos usos además de servir en la falsificación de ampollas de vidrio de medicinas.
El corazón de Jeffrey omitió un latido. El ruido de fuertes pisadas que subían la escalera llegó a sus oídos. Rápidamente volvió a colocar el soplete en su lugar y cerró las puertas del armario. Después fue a la sala de estar por si tenía que marcharse a toda prisa. No había oído el timbre, pero pensó que era mejor estar preparado en el improbable caso de que Harding hubiera entrado sin que Kelly le viera.
El ruido de una llave introducida en la cerradura le dejó paralizado. La ventana abierta estaba a más de seis metros, directamente después de la puerta del vestíbulo. Jeffrey sabía que le daría tiempo a salir.Lo único que pudo hacer fue pegarse a la pared de la cocina y esperar quedar fuera de la vista.
Con el corazón acelerado, Jeffrey oyó cerrarse la puerta y el sonido de unas revistas que eran arrojadas sobre la mesita auxiliar, seguido de las mismas pisadas fuertes que cruzaban la habitación. Pronto el pulso profundo y percusivo de la música de rock llenó el apartamento.
Jeffrey se preguntó qué podía hacer. La ventana de la cocina daba a un patio, pero allí no había salida de incendios. Era una caída de cuatro pisos. Su única vía de escape era la ventana de la fachada, a menos que pudiera llegar a la puerta del vestíbulo a tiempo. Jeffrey dudaba que pudiera hacerlo, y aunque llegara a la puerta, había observado la cantidad de cerraduras que la cerraban. Nunca podría abrirlas con suficiente rapidez. Pero tenía que hacer algo. Sólo era cuestión de tiempo el que Trent se fijara en la persiana.
Antes de que Jeffrey pudiera pensar qué hacer, Trent volvió a sorprenderle pasando directamente delante de él, camino del frigorífico. Llevaba en la mano un paquete de seis cervezas.
Sabiendo que sería descubierto al cabo de pocos segundos, Jeffrey aprovechó el momento para salir precipitado hacia la ventana abierta.
El movimiento repentino sobresaltó a Trent, pero sólo momentáneamente. Soltó las cervezas, que cayeron con estrépito al linóleo, y se lanzó detrás de Jeffrey.
Jeffrey tenía una cosa en mente: salir por la ventana. Al llegar a ella, prácticamente se zambulló a su través, dándose un golpe en la cadera con el antepecho. Se agarró a la balaustrada de hierro forjado de la salida de incendios e intentó sacar las piernas de la habitación, pero no fue lo bastante rápido. Trent le cogió la pierna derecha por la rodilla y tiraba de él.
El resultado fue un tira y afloja, gruñendo y resoplando ambos hombres. Jeffrey no podía compararse con la fuerza de aquel hombre más joven. Dándose cuenta de que iba a ser metido de nuevo en el apartamento, Jeffrey lanzó su pierna libre y dio una patada a Trent con toda la fuerza que le fue posible.
El golpe aflojó la presión de Trent en la pierna de Jeffrey. Con una segunda patada, Jeffrey se vio libre. Abandonó la ventana y subió por la escalera de incendios a cuatro patas.
Trent se asomó a la ventana y vio a Jeffrey que subía. Decidió perseguirle; se metió de nuevo en el apartamento y salió para utilizar la escalera principal. Cogió un martillo de carpintero que guardaba en la librería. Jeffrey jamás en su vida se había movido tan de prisa. Una vez en el tejado, no perdió tiempo. Corrió directamente hacia la pared de la casa vecina y saltó a su tejado. Se precipitó a la puerta y la probó. ¡Estaba cerrada con llave! Corrió a la siguiente pared y oyó la puerta del tejado del edificio de Trent que se abría de golpe y rebotaba en la pared.
Jeffrey echó un vistazo a tiempo de ver a Trent correr en su dirección con una mueca de ira que le deformaba el rostro. Jeffrey vio que blandía un martillo de carpintero.
Jeffrey llegó a la puerta de la segunda azotea, dos edificios por delante de Trent. Probó la puerta. Para su alivio, se abrió. En un segundo estuvo dentro, sujetando la puerta cerrada tras de sí y forcejeando con la cerradura, que estaba rota. Pero había un candado. Las manos de Jeffrey temblaban tanto que le costó trabajo cerrarlo. Lo consiguió justo cuando Trent golpeaba la puerta por fuera.
Trent aporreó la puerta, tratando de abrirla. Jeffrey se apartó, esperando que el débil candado aguantara. Cuando Trent dio rienda suelta a su frustración y golpeó la puerta con el martillo, varios golpes penetraron la delgada puerta con un ruido de madera astillada. Jeffrey se volvió y se abalanzó escaleras abajo. Estaba dos tramos más abajo cuando oyó que la puerta se abría con estruendo.
Al dar la vuelta al tercer rellano, Jeffrey, en su prisa, tropezó. De no haber sido porque se cogía a la barandilla habría caído. Afortunadamente pudo recuperar el equilibrio y proseguir su descenso.
Cuando llegó a la planta baja, cruzó las puertas hasta la calle. Kelly estaba de pie junto al coche.
—¡Vamonos! —gritó Jeffrey mientras subía al coche.
Cuando estuvo dentro, Kelly puso el coche en marcha. En aquel momento apareció Harding, blandiendo su martillo. Kelly arrancó. Se oyó un golpe sordo en la capota del coche. Trent había arrojado el martillo.
Jeffrey se sujetó al salpicadero mientras Kelly aceleraba por Garden Street. Los neumáticos chirriaron quejándose cuando frenó al pie de la colina. Sin detenerse, giró en Cambridge Street y puso rumbo al centro de Boston.
Ninguno de los dos habló hasta que se vieron obligados a pararse en un semáforo de New Chardon Street. Entonces Kelly se volvió a Jeffrey. Estaba furiosa.
—«Nada irá mal. Confía en mí». —Dijo, parodiando las anteriores palabras de Jeffrey—. ¡Te había dicho que no entraras allí! —gritó—. ¡Tú tenías que llamar al timbre! —gritó Jeffrey a su vez, tratando aún de recuperar el aliento.
—Lo he intentado —replicó Kelly—. ¿Has comprobado si funcionaba?Claro que no… Eso sería pedir demasiado Bueno, el timbre estaba estropeado y podían haberte matado Ese idiota llevaba un martillo ¿Por qué te he dejado entrar? —se lamentó, dándose una palmada en la frente.
El semáforo cambió Avanzaron, Jeffrey permaneció en silencio ¿Qué podía decir? Kelly tenía razón Probablemente no debía haber entrado en el apartamento de Trent Pero le había parecido una oportunidad ideal.
Permanecieron en silencio unos cuantos kilómetros más Entonces Kelly pregunto:
—¿Al menos has encontrado algo que justifique el riesgo?
Jeffrey meneó la cabeza.
—En realidad, no —dijo—. He encontrado un soplete de propano, pero eso no es ninguna prueba.
—¿Ninguna ampolla de veneno en la mesa de la cocina? —pregunto ella con sarcasmo.
—Me temo que no —dijo Jeffrey, empezando a sentirse furioso.
Sabía que Kelly estaba agitada, tenía razón de estar irritada por su acción de detective aficionado, pero le parecía que lo llevaba un poco lejos Además, era él quien había arriesgado su cuello, no ella.
—Me parece que es hora de llamar a la Policía, con pruebas o sin ellas Un loco que amenaza con un martillo es prueba suficiente para mí La Policía debería registrar el apartamento de esa alimaña, no tú.
—¡No! —gritó Jeffrey, esta vez con auténtica ira No quería volver a discutir aquello Pero en cuanto hubo alzado la voz lo lamentó Después de todo lo que había pasado por él, Kelly merecía otra cosa Jeffrey suspiró Lo repetiría una vez más—. La Policía ni siquiera podría conseguir una orden de registro si sólo le presentamos especulaciones.
El resto del camino hasta la casa de Kelly, en Brookline, lo hicieron en silencio Cuando se acercaban, Jeffrey dijo.
—Siento haberte gritado Aquel tipo realmente me ha asustado No quiero ni pensar en lo que me hubiera hecho si llega a cogerme.
—Yo también tengo los nervios un poco alterados —admitió Kelly—. Me he aterrorizado cuando le he visto entrar en el edificio, especialmente cuando me he dado cuenta de que no podía avisarte Me he sentido tan indefensa Después, cuando te he visto peleando en la salida de incendios, me he puesto fuera de mí ¿Cómo has conseguido escapar?
—Pura suerte —dip Jeffrey, comprendiendo cuánto peligro había corrido Se estremeció, tratando de apartar de su mente la imagen de Trent persiguiéndole con el martillo de carpintero en la mano.
Cuando llegaron a la calle de Kelly, Jeffrey recordó su otro problema Devlin Pensó en pasar al asiento trasero, pero no había tiempo En lugar de ello se deslizó en el asiento de modo que las rodillas tocaban el salpicadero.
Kelly le vio por el rabillo del ojo.
—¿Qué pasa ahora?
—Casi me había olvidado de Devlin —explicó Jeffrey mientras Kelly entraba en el sendero de su casa Apretó el botón de la puerta automática del garaje y, en cuanto hubieron entrado, volvió a apretarlo La puerta se cerró detrás de ellos.
—Lo que ahora necesito es que Devlin aparezca de la nada —dijo Jeffrey bajando del coche.
No sabía a quién temía más, si a Trent o a Devlin Entraron juntos en casa.
—¿Quieres un poco de té? —sugirió Kelly—. Quizá nos tranquilizará a los dos.
—Creo que necesito unos 10 mg de Valium intravenoso —dijo Jeffrey—. Pero me conformaré con el te En realidad, sería muy agradable Quizá podríamos añadirle un poco de coñac Tal vez ayudaría.
Jeffrey se quitó los zapatos de una patada y se desplomó en el sofá de la salita Kelly puso a hervir el agua.
—Tenemos que encontrar alguna otra manera de averiguar si Trent Harding es el culpable o no —dijo Jeffrey—. El problema es que no tengo mucho tiempo Devlin me encontrará cualquier día de estos. Pronto.
—Siempre queda la Policía —dijo Kelly En cuanto Jeffrey iba a protestar, añadió— lo sé, lo sé No podemos ir a la Policía, etcétera, etcétera Pero recuerda, tú eres un fugitivo, yo no Quizás a mí me escucharían.
Jeffrey le hizo caso omiso Si esta vez no lo había entendido, no iba a intentar explicárselo de nuevo Hasta que no tuvieran alguna prueba concreta era ridículo ir a las autoridades Él era así de realista.
Colocando los pies sobre la mesita auxiliar, Jeffrey se recostó en el sofá Todavía temblaba a causa de su experiencia con Trent Harding. La visión de aquel hombre acercándose a él con un martillo le perseguiría el resto de su vida.
Jeffrey trató de repasar dónde se encontraba en su investigación. Aunque no tenía ninguna prueba de que hubiera habido un contaminante en la «Marcaina», su instinto le decía que así era. No había otra explicación al conjunto de síntomas que todos aquellos pacientes habían experimentado. No abrigaba grandes esperanzas de que el doctor Seibert descubriera nada, pero su conversación con aquel hombre le había hecho sentirse relativamente seguro de que había alguna toxina, quizá la batracotoxina, implicada. Y al menos el doctor Seibert estaba lo bastante interesado para buscarla.
Jeffrey también estaba bastante seguro de que Harding era el asesino. El hecho de que hubiera trabajado en los cinco hospitales implicados era demasiada coincidencia. Pero Jeffrey tenía que estar seguro. Si no era más que una coincidencia, tendría que procurar conseguir las listas de personal de los otros dos hospitales.
—Quizá podrías llamarle —dijo Kelly desde la cocina.
—¿Llamar a quién? —preguntó Jeffrey.
—A Harding.
—¡Oh, claro! —dijo Jeffrey poniendo los ojos en blanco—. ¿Y decirle qué? ¡Hola, Trent! ¿Eres tú el tipo que ha estado poniendo veneno en la «Marcaina»?
—No es más estúpido que entrar en su apartamento —dijo Kelly, retirando la tetera del fuego.
Jeffrey se volvió para mirar a Kelly, para asegurarse de que hablaba en serio. Ella le miró y alzó las cejas como para desafiarle a discrepar de esta última afirmación. Jeffrey se dio la vuelta y miró hacia el jardín. Mentalmente mantuvo una hipotética conversación telefónica con Trent Harding. Quizá la sugerencia de Kelly no era tan estúpida.
—Es evidente que no podrías preguntárselo directamente —dijo Kelly, acercándose al sofá con el té—. Pero quizá podrías sugerirle algo y ver si se implica a sí mismo.
Jeffrey asintió. Aunque le desagradaba admitirlo, Kelly podía haber tenido una buena idea.
—He encontrado algo en el cajón de su mesilla de noche que podría ser importante en este aspecto —dijo Jeffrey.
—¿Y qué es?
—Un montón de fotografías. Desnudos.
—¿De quién?
—De él mismo —dijo Jeffrey—. Había otras cosas en su aparta-mentó (esposas, ropa interior de mujer, videos pornográficos violentos) que me hacen pensar que además de ser un asesino, el enfermero Harding tiene un problema de identidad de género y algunos complejos sexuales. Me he llevado algunas de las fotografías. Quizá podamos utilizarlas con ventaja.
—¿Cómo?
—No estoy seguro —dijo Jeffrey—. Pero no puedo imaginarme que quiera que las vea mucha gente. Probablemente es bastante vanidoso.
—¿Crees que es gay? —preguntó Kelly.
—Creo que existe esa posibilidad —dijo Jeffrey—. Pero tengo la sensación de que él no está seguro, que está confuso y lo combate. Podría ser el problema que le impulsa a cometer locuras. Es decir, si las comete él.
—Parece encantador —dijo Kelly.
—La clase de hijo que sólo una madre podría amar —dijo Jeffrey. Se metió la mano en el bolsillo, buscando las fotografías. Cuando las encontró, se las tendió a Kelly—. Echa un vistazo —dijo.
Kelly cogió las fotos. Las miró y se las devolvió a Jeffrey.
—¡Puf! —exclamó.
—Ahora, la única cuestión es si una cinta magnetofónica sería admisible ante un tribunal, si resulta que tenemos suerte. Tal vez sea hora de hacer una llamada a Randolph.
—¿Quién es Randolph? —preguntó Kelly.
Kelly comprobó si el té ya había reposado lo suficiente, y sirvió dos tazas.
—Mi abogado.
Jeffrey entró en la cocina y llamó a la oficina de Randolph. Después de identificarse, le dijeron que esperara. Kelly le llevó una taza de té y la dejó sobre el mostrador. Él tomó un sorbo. Estaba muy caliente.
Cuando Randolph se puso al aparato, no se mostró particularmente amistoso.
—¿Dónde está, Jeffrey? —preguntó bruscamente.
—Sigo en Boston.
—El tribunal sabe que intentó huir a Suramérica —dijo Randolph—. Está a punto de perder el derecho a la fianza. No puedo instarle más enérgicamente que se entregue.
—Randolph, tengo otras cosas que hacer.
—No estoy seguro de que comprenda la gravedad de su situación —dijo Randolph—. Existe una orden de captura y arresto contra usted.—¡Cierre la boca un minuto, Randolph! —grito Jeffrey—. Y déjeme decirle algo. Comprendo perfectamente la gravedad de este asunto desde el primer día Si alguien se ha equivocado en este aspecto es usted, no yo. Ustedes los abogados creen que esto es un juego Bueno dejeme decirle una cosa es mi vida lo que esta en peligro. Y déjeme decirle otra cosa. No estoy corriendo por la playa de Ipanema pasándomelo bien, estos días. Creo que estoy tras algo que potencialmente puede anular mi condena. Por el momento, lo único que quiero es hacerle una pregunta legal y quiza reciba algo por todo el dinero que le he dado.
Hubo un silencio momentáneo Jeffrey tenía miedo de que el hombre le hubiera colgado.
—¿Sigue ahí, Randolph?
—¿Cuál es la pregunta?
—¿Se admite una cinta magnetofónica como prueba ante un tribunal? —pregunto Jeffrey.
—¿La persona sabe que esta siendo grabada? —pregunto Randolph a su vez.
—No —dijo Jeffrey—. No lo sabe.
—Entonces no se admitiría —dijo Randolph.
—¿Por qué no?
—Tiene que ver con el derecho a la intimidad —dijo Randolph, empezando a explicarle la ley a Jeffrey.
Disgustado, Jeffrey colgó.
—Estamos igual —dijo a Kelly.
Jeffrey se llevo el te al sofá y se sentó al lado de Kelly.
—No puedo creer a ese hombre —dijo Jeffrey—. Creía que podría servirme de algo.
—Él no ha hecho las leyes.
—No estoy tan seguro —dijo Jeffrey—. Me parece que casi todos los que hacen las leyes son abogados Es como un club privado Crean sus propias reglas y hacen un palmo de narices a los demás.
—Entonces, ¿qué harás si no puedes grabarle? —dijo Kelly—. Yo puedo escuchar por el supletorio No soy ninguna grabadora pero seguro que podría presentarme como prueba Podría ser testigo.
Jeffrey examino su rostro con admiración.
—Eso es, no se me había ocurrido Ahora, lo único que tenemos que pensar es que le diré a Trent Harding.