Jueves, 18 de mayo, 1989
18.30 horas
—Disculpe —dijo Devlin.
Una mujer de sesenta y tantos años, con el cabello blanco, había abierto la puerta de su casa de Newton. Iba impecablemente vestida con una falda de hilo blanca, un jersey azul y un sencillo collar de perlas. Cuando trató de ver bien a Devlin, se puso las gafas, que llevaba colgadas al cuello con una cadena de oro.
—Dios mío, joven —dijo, después de mirar a Devlin de arriba abajo—. Parece un miembro de los Ángeles del Infierno.
—Ese parecido ya lo han observado antes, señora, pero a decir verdad, nunca he montado en moto. Son demasiado peligrosas.
—Entonces, ¿por qué se viste de esta manera? —preguntó ella, claramente perpleja.
Devlin miró a la mujer a los ojos. Parecía que le interesaba de verdad. Su manera de recibirle era muy distinta de la que le habían dispensado en las otras residencias de los Everson.
—¿De verdad quiere saberlo? —preguntó él.
—Siempre me ha interesado lo que motiva a los jóvenes.
Ser considerado un joven animó a Devlin. A los cuarenta y ocho, hacía mucho tiempo que no se consideraba un joven.
—He descubierto que vestirme de esta manera me ayuda en mi trabajo —dijo.
—Y, le ruego me diga, ¿qué trabajo es el que le exige parecer tan —la mujer se detuvo, buscando la palabra adecuada— intimidante?
Devlin se echó a reír, y después tosió Sabía que debía dejar de fumar.
—Soy un cazarrecompensas. Atrapo a criminales que intentan eludir la ley.
—¡Qué emocionante! —dijo la mujer—. Y qué noble.
—No estoy seguro de que sea muy noble, señora Lo hago por dinero.
—Todo el mundo tiene que ser pagado —dijo la mujer—. ¿Qué le trae a mi puerta?
Devlin le habló de Christopher Everson, haciendo hincapié en que no era un fugitivo pero que tal vez pudiera tener alguna información acerca de un fugitivo.
—Nadie de nuestra familia se llama Christopher —dijo la mujer—, pero me parece que hace unos años se habló de un tal Christopher Everson Creo que era un médico.
—Eso parece alentador —dijo Devlin—. Me parecía que Christopher Everson era médico.
—Quizá podría preguntárselo a mi esposo cuando vuelva a casa Él conoce más a la parte Everson de nuestra familia Al fin y al cabo, es la suya ¿Podría ponerme en contacto con usted de alguna manera?
Devlin le dio su nombre y el número de teléfono de la oficina de Michael Mosconi Le dijo que podía dejarle un mensaje allí Después le dio las gracias por su ayuda y volvió a su coche.
Devlin meneó la cabeza y rodeó con un círculo el nombre de Ralph Everson de su lista Creyó que podría valer la pena volver si no surgía ninguna pista mejor.
Devlin puso el coche en marcha La siguiente ciudad de su lista era Dedham. Allí había dos Everson Su plan era recorrer el Sur de la ciudad para visitar Dedham, Cantón y Milton antes de volver a los límites de la ciudad.
Devlin tomó Hammond Street hasta Tremont, y al final la vieja carretera Uno Eso le llevaría directamente al centro de Dedham Míen tras conducía, se rio por la sene de experiencias que estaba teniendo Iba de un extremo al otro Pensó en el episodio en casa de Kelly C Everson Estaba seguro de que había alguien en casa, pues había oído el estrépito de algo que caía al suelo detrás de la puerta. A menos que se tratara de un animal doméstico. También rodeó con un círculo esa dirección Volvería allí si no aparecía nada mejor en otra parte Encontrar a este médico no era sin duda el trabajo fácil que Devlin había creído que sería Por primera vez, empezó a preguntarse por las circunstancian relativas a la condena por asesinato de Jeffrey Normalmente, nunca se había molestado en averiguar mucho de la naturaleza del crimen implicado, a menos que sugiriera el tipo de potencia de fuego que necesitaría Y la culpabilidad o inocencia de alguien no era asunto de Devlin.
Pero Jeffrey Rhodes se estaba conviniendo en un misterio y en un reto. Mosconi no le había contado mucho de Rhodes excepto su situación con la fianza y decirle que no creía que Rhodes actuara como los criminales Y cada vez que Devlin había pedido información a través de su red de relaciones en los bajos fondos, no había sacado nada Nadie sabía nada de Jeffrey Rhodes Al parecer nunca había hecho nada malo, una situación única en la experiencia de cazarrecompensas de Devlin. Entonces, ¿por qué una fianza tan elevada? ¿Qué había hecho el doctor Jeffrey Rhodes?
Devlin también estaba desconcertado por la conducta de Rhodes desde que había intentado marcharse a Rio Ahora Rhodes parecía completamente distinto No actuaba como el fugitivo normal que huye De hecho, desde que Devlin le había cogido el billete para Suramérica, Jeffrey no parecía huir a ningún sitio Estaba trabajando en algo, Devlin lo sabía. Le parecía que los papeles que había encontrado en el «Essex» lo demostraban Devlin se preguntó si resultaría de ayuda llevar aquel material a algún médico de la Policía para que lo examinara Como lo de los Everson no salía bien, podría enfocarlo desde otro ángulo.
A pesar de la insistencia de Kelly en lo contrario, Jeffrey la ayudó a limpiar después de la cena de pez espada y alcachofas Ella estaba ante el fregadero, vaciando los platos que él le llevaba de la mesa de la salita.
—La sala de operaciones no ha sido el único sitio donde hoy se ha producido una tragedia —dijo Kelly mientras intentaba secarse la frente con el dorso del antebrazo que no estaba cubierto por el guante de goma que llevaba puesto—. También hemos tenido problemas en la UCI.
Jeffrey cogió una esponja para limpiar la mesa.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó distraído Estaba sumido en sus propios pensamientos Le preocupaba la inevitable próxima visita de Devlin.
—Una de las enfermeras del hospital ha muerto —dijo Kelly—. Era una buena amiga y buena enfermera.
—¿Estaba trabajando cuando ha ocurrido?
—No, hacía el turno de tarde en la sala de operaciones —respondió Kelly—. La han traído esta mañana en ambulancia, hacia las ocho.
—¿Accidente de coche?
Kelly negó con la cabeza y volvió a los platos.
—No. Por lo que han deducido, ha sufrido un ataque de grand mal en casa.
Jeffrey dejó de limpiar la mesa y se irguió. Esa palabra evocaba el recuerdo de toda la secuencia de lo sucedido con Patty Owen. Vio, como si fuera ayer, la cara de la muchacha que le miraba pidiéndole ayuda antes de que le diera el ataque.
—Fue terrible —prosiguió Kelly—. Tuvo este ataque o lo que fuera en la bañera. Se golpeó la cabeza con algo. Suficiente para fracturarle el cráneo.
—Qué horror —dijo Jeffrey—. ¿Eso ha sido lo que la ha matado?
—Sin duda no la ha ayudado —dijo Kelly—. Pero no ha sido lo que la ha matado. Desde el momento en que los de la ambulancia han llegado a ella, tenía el ritmo cardíaco irregular. El sistema de conducción de su corazón estaba tocado. Ha muerto de un paro cardíaco en la unidad. La hemos hecho vivir un poco con un marcapasos. Pero el corazón estaba demasiado débil.
—Espera un momento —dijo Jeffrey.
Estaba asombrado de las similitudes entre la descripción de Kelly de esta secuencia de acontecimientos y la secuencia de la reacción de Patty Owen a la «Marcaina» en su desastrosa cesárea. Jeffrey quería estar seguro de que lo había entendido bien.
—¿Una de las enfermeras de la sala de operaciones ha sido llevada al hospital después de un ataque de grand mal y algún problema cardíaco? —preguntó.
—Eso es —dijo Kelly. Abrió la puerta del lavavajillas y empezó a colocar los platos sucios—. Ha sido muy triste. Como ver morir a un miembro de tu familia.
—¿Algún diagnóstico?
Kelly negó con la cabeza.
—No. Al principio han pensado en un tumor cerebral, pero no han encontrado nada en la resonancia magnética nuclear. Ha debido de tener algún problema de corazón. Eso es lo que me ha dicho uno de los residentes de medicina interna.—¿Cómo se llamaba? —preguntó Jeffrey.
—Gail Shaffer.
—¿Sabes algo de su vida personal? —preguntó Jeffrey.
—Un poco —respondió Kelly—. Como te he dicho, era amiga.
—Cuéntamelo.
—Era soltera, pero creo que salía con un chico fijo.
—¿Conoces a su amigo?
—No. Sólo sé que era estudiante de medicina —dijo Kelly—. Eh, ¿por qué este tercer grado?
—No estoy seguro —dijo Jeffrey—, pero en cuanto has empezado a contarme lo de Gail, no he podido evitar pensar en Patty. Era la misma secuencia. Ataque y problemas de conducción cardíaca.
—No estarás sugiriendo… —Kelly no pudo terminar la frase.
Jeffrey meneó la cabeza.
—Lo sé, lo sé. Estoy empezando a parecer esos locos que ven una conspiración detrás de todo. Pero es una secuencia muy inusual. Supongo que estoy muy sensible a todo lo que remotamente parezca sospechoso.
Hacia las once de la noche, Devlin consideró que era hora de dejarlo por aquel día. Era demasiado tarde para esperar que la gente abriera la puerta a un extraño. Además, ya había hecho suficiente en un día y estaba agotado. Se preguntó si su intuición de que Chris Everson se encontraba en la zona de Boston era correcta. Había visitado a todos los Everson de los suburbios del Sur de Boston sin ningún resultado apreciable. Otra persona había dicho que había oído hablar de un doctor Everson, pero no sabía dónde vivía o trabajaba.
Como estaba en el propio Boston, Devlin decidió efectuar una rápida visita a Michael Mosconi. Sabía que era tarde, pero no importaba. Entró en el North End y aparcó en doble fila, junto con todo el mundo, en Hanover Street. De allí recorrió las estrechas callejuelas hasta Unity Street, donde Michael poseía una modesta casa de tres pisos.
—Espero que esto signifique que tienes buenas noticias para mí —dijo Michael cuando abrió la puerta a Devlin.
Michael iba vestido con una bata de poliéster imitando satén. Llevaba unas zapatillas de piel viejas. Incluso la señora Mosconi apareció en lo alto de la escalera para ver quién era ese visitante de última hora. Llevaba una bata de pana roja y bigudíes en el pelo, que Devlin creía desaparecidos con los años cincuenta. También llevaba crema en la cara, lo que Devlin supuso era para retrasar el inevitable proceso de envejecimiento. Que Dios ayudara al ladrón que sin querer irrumpiera en esta casa, pensó Devlin. Una mirada a la señora Mosconi en la oscuridad y moriría de puro terror.
Mosconi llevó a Devlin a la cocina y le ofreció una cerveza, que Devlin aceptó con entusiasmo. Mosconi fue al frigorífico y ofreció a Devlin una botella de «Rolling Rock».
—¿Sin vaso? —preguntó Devlin con una sonrisa.
Mosconi frunció el ceño.
—No tientes tu suerte.
Devlin dio un largo trago y se secó la boca con el dorso de la mano.
—Bueno, ¿le has cogido?
Devlin negó con la cabeza.
—Todavía no.
—Entonces ¿qué es esto? ¿Una visita de cumplido? —preguntó Michael con su acostumbrado sarcasmo.
—Negocios —dijo Devlin—. ¿Por qué se busca a este Jeffrey Rhodes?
—Dios mío, dame paciencia —dijo Michael mirando hacia el cielo y fingiendo rezar. Volvió a mirar a Devlin y dijo—: Te lo dije: asesinato en segundo grado. Le condenaron por asesinato en segundo grado.
—¿Lo cometió?
—¿Cómo diablos quieres que lo sepa? —dijo Michael con exasperación—. Le condenaron. Eso es suficiente para mí. ¿Qué importa?
—Este caso no es corriente —dijo Devlin—. Necesito más información.
Mosconi exhaló un suspiro exasperado.
—Es médico. Su condena tenía algo que ver con negligencia y drogas. Aparte de esto, no sé nada más. Devlin, ¿qué diablos te pasa? ¿Qué importa todo esto? Quiero a Rhodes, ¿lo entiendes?
—Necesito más información —repitió Devlin—. Quiero que averigües los detalles de su crimen. Creo que si supiera algo más referente a su condena, tendría una idea mejor de lo que pretende ese tipo ahora.
—Quizá debería pedir refuerzos —dijo Mosconi—. Quizás un poco de competencia amistosa entre, digamos, media docena de cazarrecompensas daría resultados más rápidos.
Competencia no era lo que Devlin quería. Había demasiado dinero en juego. Pensando con rapidez, dijo:
—La única cosa a nuestro favor en estos momentos es el hecho de que el médico está en Boston. Si quieres que escape, a Suramérica por ejemplo, adonde se dirigía cuando le detuve, trae refuerzos.—Lo único que quiero saber es cuándo le tendrás en la cárcel.
—Dame una semana —dijo Devlin—. Una semana en total. Otros cinco días. Pero tienes que conseguirme la información que necesito Este médico anda detrás de algo. En cuanto averigüe lo que es le encontraré.
Devlin salió de la casa de Mosconi y volvió a su coche. Apenas podía mantener los ojos abiertos mientras conducía hacia su apartamento de Charlestown. Pero todavía tenía que ponerse en contacto con Bill Bartley, el tipo al que había contratado para vigilar a Carol Rliodes. Le llamó por el teléfono del coche.
La comunicación no era muy buena. Devlin tuvo que gritar para hacerse oír a pesar de la estática.
—¿Alguna llamada del médico? —gritó Devlin al aparato.
—Ni una —dijo Bill. Parecía estar en la Luna—. Lo único vagamente interesante ha sido una llamada de un aparente amante. Algún corredor de Bolsa de Los Ángeles. ¿Sabías que ella se traslada a Los Ángeles?
—¿Estás seguro de que no era Rhodes? —aulló Devlin.
—No lo creo —dijo Bill—. Incluso han bromeado acerca del médico en términos no muy halagadores.
Magnífico, pensó Devlin después de colgar. No era extraño que Mosconi hubiera percibido que Carol y Jeffrey no se llevaban muy bien. Parecía que iban a separarse. Tenía la sensación de que estaba tirando su dinero manteniendo a Bill en nómina, pero no estaba dispuesto a dejar de seguir a Carol. Todavía no.
Cuando Devlin subía la escalera delantera del edificio de su apartamento, en Monument Square, sentía las piernas como si fueran de plomo, como si hubiera librado la batalla de Bunker Hill. No podía recordar la última vez que había estado en la cama. Sabía que se quedaría dormido en cuanto pusiera la cabeza sobre la almohada.
Encendió la luz y se detuvo en la puerta. Su apartamento estaba en completo desorden. Revistas y latas de cerveza vacías estaban esparcidas por todas partes. Se percibía un olor a humedad, como si no viviera nadie allí. Inesperadamente, se sintió solo. Cinco años antes tenía esposa, dos hijos, un perro. Después, le habían tentado.
—Vamos, Dev. ¿Qué pasa contigo? No me digas que no te irían bien unos cuantos de los grandes. Lo único que tienes que hacer es mantener la boca cerrada. Vamos, todos lo hacemos. Todo el mundo que está en el cuerpo.
Devlin arrojó su chaqueta tejana al sofá y se quitó de una patada las botas de vaquero. Fue a la cocina y cogió una lata de «Bud». Volvió a la sala de estar y se sentó en uno de los raídos sillones. Recordar el pasado siempre le ponía de mal humor.
Todo había sido una trampa, una operación montada. Devlin y un puñado de otros policías fueron acusados y expulsados del cuerpo. Devlin había sido pillado con el dinero en las manos. Estaba pagando la entrada de un pequeño cottage en Maine para que los niños pudieran pasar el verano fuera de la ciudad.
Devlin encendió un cigarrillo e inhaló profundamente. Después tosió con violencia. Inclinándose, aplastó el cigarrillo en el suelo y de una patada lo envió al rincón de la habitación. Tomó otro trago de cerveza. El frío brebaje le suavizó la garganta.
La relación entre él y Sheila siempre había sido un poco áspera, pero en el pasado siempre habían logrado arreglar las cosas. Al menos hasta el asunto del soborno. Ella había cogido a los niños y se había trasladado a Indiana. Había peleado por la custodia, pero Devlin no tuvo ni una oportunidad. No con una condena por un delito grave y una corta estancia en Walpole en su haber.
Devlin se preguntó por Jeffrey Rhodes. Igual que la de Devlin, su vida al parecer se había destruido. Devlin se preguntó qué clase de tentación había afrontado Jeffrey, qué clase de error había cometido. Negligencia y drogas parecían una extraña combinación, y sin duda Jeffrey no le parecía un drogata. Devlin sonrió para sí. Quizá Mosconi tenía razón. Quizá se estaba ablandando.
Jeffrey limpió con mucho menos entusiasmo que la noche anterior, lo que agradó a David enormemente. David incluso renovó las propuestas amistosas que había hecho al principio. Mostró a Jeffrey algunos hábiles atajos en la limpieza que eran poco menos que barrer el polvo debajo de la alfombra.
A la luz de la visita de Devlin, ir a trabajar se convirtió para Jeffrey en una dura prueba. Estaba seguro de que Devlin le esperaba fuera en cuanto hubo dejado el tranquilo vecindario de Kelly. Jeffrey tenía tanto miedo, que acarició la idea de llamar y decir que estaba enfermo.
Kelly había dado con la solución perfecta. Se ofreció amablemente a llevarle en coche al trabajo. A Jeffrey le gustó esa idea mucho más que utilizar el transporte público o un taxi. Aun así, era reacio a poner en peligro la vida de Kelly. Pero decidió que estaría a salvo si él se escondía en el coche antes de salir del garaje. De ese modo, si Devlin vigilaba, creería que Jeffrey se había quedado en casa. Así que Jeffrey se había agazapado en el asiento trasero del automóvil y Kelly había echado una manta por encima como medida de precaución. Sólo después de haber recorrido unos dos kilómetros salió Jeffrey y se pasó al asiento delantero.
Hacia las tres de la madrugada, David anunció que era hora de comer, Jeffrey volvió a decir que no quería comer, lo que le valió una buena mirada de desaprobación. Una vez David y los demás habían salido hacia el pequeño comedor de los de limpieza, Jeffrey cogió su carrito y se encaminó a la primera planta.
Empujando el carrito, Jeffrey cruzó el vestíbulo principal y giró a la izquierda por el corredor central. Había algunas personas por los pasillos, casi todas empleados del hospital que se dirigían hacia la cafetería a tomar algo. Como de costumbre, nadie prestó la más mínima atención a Jeffrey a pesar del ruido que su carrito de limpieza hacía al rodar.
Jeffrey se detuvo frente a las oficinas de personal. No estaba seguro de si sus llaves maestras abrirían la puerta. Cuando se había ofrecido para limpiar allí, David le dijo que todas las zonas administrativas del hospital las limpiaba el turno de la tarde.
Esperando que no viniera nadie que conociera la rutina de la limpieza. Jeffrey probó las diferentes llaves del llavero que David le había dado. No tardó mucho en encontrar una que iba bien.
Todas las luces estaban encendidas. Jeffrey empujó dentro el carrito de limpieza y cerró la puerta tras de sí. Empujando el carrito de habitación en habitación, se cercioró de que el lugar estaba desierto. Finalmente, se encaminó al despacho de Carl Bodanski.
El primer lugar donde miró Jeffrey fue el escritorio de Carl Bodanski. Revolvió en cada cajón. Jeffrey no estaba seguro de que la lista que buscaba existiera y mucho menos de dónde se guardaba. Lo que quería era una lista del personal profesional y subalterno correspondiente a setiembre de 1988.
Después probó la terminal del ordenador de Bodanski y jugó con ella durante un cuarto de hora. Pero no hubo suerte. Jeffrey conocía bien el ordenador del hospital en lo que se refería a los historiales de los pacientes, pero no conocía los sistemas utilizados por los departamentos de personal y administración. Suponía que existían claves o contraseñas, pero como no las conocía, tenía pocas posibilidades de acceder a los ficheros correctos. Al final dejó de intentarlo.
Volvió su atención a una serie de ficheros empotrados en una de las paredes del despacho. Jeffrey abrió un cajón que eligió al azar y lo sacó Entonces oyó que se abría la puerta principal del departamento de personal.
Jeffrey sólo tuvo tiempo de cruzar la habitación y esconderse detras de la puerta abierta del despacho de Bodanski Oyó que quien había entrado cruzaba la habitación exterior y se sentaba en el escritorio de la secretaria de Bodanski.
Atisbando por la rendija entre la puerta y la jamba, Jeffrey sólo pudo ver el contorno de la figura inclinada sobre el escritorio.
Después, Jeffrey oyó que alguien cogía el teléfono, seguido de los melodiosos pitidos del tono de marcar Luego oyó una voz.
—Hola, mamá ¿Qué tal?¿Cómo ha ido ese tiempo hawaiano?
Se oyó un crujido de la silla de la secretaria y la persona se echó hacia atrás quedando a la vista de Jeffrey Era David Arnold.
Jeffrey tuvo que esperar veinte minutos mientras David escuchaba las noticias de casa Al fin, colgó y se marchó de personal Un poco nervioso por la interrupción, Jeffrey volvió al cajón fichero que había sacado Contenía fichas individuales de cada empleado, archivadas por departamento y alfabéticamente.
Jeffrey abrió el siguiente cajón y examinó las pestañas de plástico que servían de organizadores de fichero Iba a cerrar el cajón cuando se detuvo en una que decía Fondo Unido.
La sacó y la abrió sobre un escritorio Dentro había carpetas separadas para cada uno de los últimos seis años Jeffrey sacó la de 1988 Sabía que el hospital administraba el Fondo Unido en octubre No era setiembre, pero sí lo bastante cerca En la carpeta estaban las listas de empleados del hospital y de los profesionales.
Jeffrey sacó la lista e hizo una fotocopia Después, volvió a colocar la carpeta exactamente donde la había encontrado y escondió la copia en el estante de suministros del carrito Unos instantes después se hallaba en el corredor principal.
Jeffrey no volvió directamente a la planta de la sala de operaciones En lugar de eso, empujó su carrito hacia la farmacia, pasando por urgencias Había decidido ver de cuánto servía su uniforme de limpieza.
La farmacia disponía de un mostrador donde se entregaban los medicamentos solicitados por los diversos departamentos Casi parecía una farmacia de venta al detalle Al lado del mostrador había una puerta cerrada Jeffrey aparcó el carrito y probó las llaves Una de ellas abrió la puerta.
Jeffrey sabía que corría un riesgo, pero aun así cruzo la puerta empujando el carrito y siguió por el corredor principal A izquierda y derecha de este corredor principal había pasadizos de estanterías de metal que se extendían del suelo al techo En los extremos de estos estantes había unas tarjetas que describían los fármacos que contenían.
Jeffrey empujó el carrito despacio, leyendo con atención la tarjeta de cada estante Buscaba las anestesias locales.
De repente uno de los farmacéuticos del turno de coche apareció detrás de una estantería y se acercó a Jeffrey Iba cargada de botellas Jeffrey se detuvo, esperando tener que dar explicaciones, pero la mujer se limito a saludarle con un gesto de la cabeza y siguió con su trabajo, dirigiéndose hacia el mostrador que comunicaba con el corredor del hospital.
Asombrado de nuevo por la entrada que su puesto de limpieza le permitía, Jeffrey prosiguió su búsqueda de las anestesias locales Por fin las encontró hacia el fondo de la habitación Estaban en un estante bajo Había muchas cajas de «Marcaina» en varias dosis de diferentes tamaños, incluida la variedad de 30 cc Jeffrey se dio cuenta de lo accesibles que resultaban Cualquiera de los farmacéuticos fácilmente habría podido tener oportunidad de poner una ampolla adulterada entre los suministros Y un farmacéutico sin duda poseería los conocimientos requeridos.
Jeffrey suspiró Al parecer estaba ampliando la lista de sospechosos, no reduciéndola ¿Cómo podía esperar encontrar jamás al criminal? En cualquier caso, tendría que tener presente la farmacia El argumento en contra de que el culpable fuera un farmacéutico era que este no tenía la movilidad que tendría un médico Si bien podría disfrutar de completo acceso a los suministros de un hospital, era poco probable que disfrutara de un acceso comparable en otra institución.
Jeffrey dio la vuelta con su carrito y se dispuso a salir de la farmacia Mientras caminaba, se percató de que no sólo tendría que tener presente la farmacia, sino también la limpieza Dada la libertad de que él disfrutaba en su segundo día de trabajo, comprendió lo fácil que sería para cualquier miembro del personal de limpieza introducirse en la farmacia como él había hecho El único problema con la limpieza era que esos empleados no tendrían los conocimientos requeridos de fisiología o farmacología Podrían disfrutar del acceso, pero probablemente carecerían del saber.
De repente Jeffrey dejó de empujar el carrito Volvió a pensar en si mismo Nadie sabía que era anestesista con amplios conocimientos ¿Qué impedía que una persona con conocimientos comparables estuviera empleada en el servicio de limpieza igual que él? La serie de sospechosos volvía a ampliarse.
Cuando por fin se acercaban las siete, Jeffrey empezó a pensar de nuevo en Devlin, preocupándole que pudiera volver y aterrorizar a Kelly. Si le sucedía algo a ella, nunca se lo perdonaría. A las seis y media la llamó para preguntarle cómo estaba, y para averiguar si había habido señales de Devlin.
—Ni le he visto ni he oído nada en toda la noche —le tranquilizó Kelly—. Cuando me he levantado hace media hora, he mirado fuera para asegurarme de que no estaba por ahí. No había ningún coche extraño ni se veía a nadie.
—Quizá debería irme a un hotel, sólo para estar absolutamente seguro.
—Prefiero que te quedes aquí —dijo Kelly—. Estoy convencida de que estás a salvo. A decir verdad, me siento más segura si estás aquí. Si te preocupa entrar por la puerta delantera, dejaré la trasera sin cerrar con llave. Dile al taxista que te deje junto a la calle que hay detrás de mi casa y camina entre los árboles.
Jeffrey se sintió emocionado de que Kelly le quisiera en su casa. Tenía que admitir que él prefería infinitamente permanecer con ella que ir a un hotel. De hecho, prefería estar en casa de Kelly en lugar de en la suya propia.
—Dejaré las cortinas corridas. No abras la puerta ni contestes al teléfono. Nadie sabrá que estás aquí.
—Está bien, está bien —dijo Jeffrey—. Me quedaré.
—Pero tengo que pedirte una cosa —dijo Kelly.
—Dímela.
—No salgas de golpe de la despensa y me asustes cuando entre, como hiciste ayer.
Jeffrey se rio.
—Te lo prometo —dijo ahogando la risa. Se preguntó quién había asustado a quién en aquel incidente.
A las siete de la mañana, Jeffrey bajó su carrito a la sección de limpieza. Mientras el ascensor descendía, cerró los ojos. Se los notaba como llenos de arena. Estaba tan cansado, que casi se sentía enfermo.
Aparcó su carrito y fue al vestuario a cambiarse el uniforme por la ropa de calle. Se metió la lista que había copiado de la ficha del Fondo Unido en el bolsillo de atrás.
Cerró su armario y giró la cerradura de combinación. David entró por la puerta y se acercó a él.—Tengo un recado —dijo, mirando a Jeffrey suspicazmente por el rabillo del ojo—. Tienes que ir a ver al señor Bodanski a su oficina ahora mismo.
—¿Yo?
Jeffrey sintió una punzada de temor. ¿Le habían descubierto?
David examinó a Jeffrey, ladeando la cabeza.
—Hay algo en ti que me huele a chamusquina, Frank —dijo—. ¿Eres alguna especie de espía de administración para ver si hacemos nuestro trabajo?
Jeffrey soltó una breve carcajada nerviosa.
—No —dijo—. Nunca se le había ocurrido que David pudiera sospechar semejante cosa.
—Entonces, ¿cómo es que el director de personal quiere verte a las siete de la mañana? Ese nombre no suele venir aquí hasta después de las ocho.
—No tengo la más mínima idea —dijo Jeffrey.
Pasó al lado de David y cruzó la puerta. David le siguió. Subieron juntos la escalera.
—¿Cómo es que no comes nada como la gente normal? —preguntó David.
—No tengo hambre —dijo Jeffrey.
Pero las sospechas de David eran la última de sus preocupaciones. Lo que le preocupaba era por qué quería verle Bodanski. Al principio Jeffrey estaba seguro de que habían descubierto su verdadera identidad. Pero si fuera así, no tenía sentido que Bodanski le llamara. ¿No habría enviado a la Policía?
Jeffrey fue a la primera planta y abrió la puerta del corredor principal del hospital. Quizás habría dado la vuelta para encaminarse al vestíbulo principal si David no le hubiera seguido, insistiendo en que Jeffrey era alguna especie de espía de administración. Jeffrey se dirigió hacia personal.
Entonces tuvo otra idea. Quizás alguien le había visto en personal, quizás mientras utilizaba la fotocopiadora. O quizás alguien había mencionado que le había visto en la farmacia. Pero si se tratara de una de estas dos cosas, ¿no habría planteado el problema a David, el supervisor de turno? ¿O a José Martínez, el jefe de limpieza? ¿No recibiría una reprimenda de ellos, o incluso el despido?
Jeffrey estaba confundido. Respiró hondo y empujó la puerta de personal. La habitación parecía tan desierta como a las tres y media de la madrugada. Todos los escritorios estaban vacíos. Las máquinas de escribir estaban silenciosas Las pantallas de ordenador estaban apagadas El único ruido procedía de la zona próxima a la máquina fotocopiadora, donde funcionaba una cafetera.
Jeffrey se acercó a la puerta del despacho de Bodanski y vio a un hombre sentado ante el escritorio Bodanski tenía ante sí una hoja de papel de ordenador y un lápiz rojo en la mano Jeffrey llamó dos veces a la puerta abierta. Bodanski levantó la vista.
—Ah, señor Amendola —dijo Bodanski, poniéndose de pie como si Jeffrey fuera una visita importante—. Gracias por venir Por favor, siéntese.
Jeffrey se sentó, más confundido que nunca respecto a por qué le había hecho llamar Bodanski le preguntó si quería un poco de café Cuando Jeffrey dijo que no, él también se sentó.
—En primer lugar, me gustaría decirle que todos los informes han indicado que ya se ha convertido usted en un empleado valioso del «Boston Memorial Hospital».
—Me alegra oírlo —dijo Jeffrey.
—Nos gustaría que se quedara con nosotros todo el tiempo que quiera —prosiguió Bodanski—. De hecho, esperamos que se quede.
Se aclaró la garganta y jugueteó con su lápiz rojo.
Jeffrey tenía la impresión de que Bodanski estaba más nervioso que él.
—Supongo que se pregunta por qué le he hecho venir esta mañana Es un poco pronto para mí, pero quería verle antes de que se fuera a casa. Estoy seguro de que está cansado y le gustaría dormir un poco.
Dilo de una vez, pensó Jeffrey.
—¿Está seguro de que no quiere un poco de café? —preguntó Bodanski otra vez.
—A decir verdad, me gustaría irme a casa, a la cama Quizá podría decirme simplemente para qué quería verme.
—Sí, por supuesto —dijo Bodanski Entonces se puso de pie y paseó en el pequeño espacio que quedaba detrás de su escritorio—. No se me dan muy bien estas cosas —añadió—. Quizá debería haber pedido ayuda al departamento de psiquiatría, o al menos a la asistenta social. Verdaderamente no me gusta meterme en la vida de los demás.
Una bandera roja se abrió en la mente de Jeffrey Algo malo se avecinaba lo percibía.
—Exactamente, ¿qué es lo que trata de decirme? —preguntó Jeffrey.
Jeffrey tenía la boca seca Lo sabe, pensó, lo sabe.
—Aprecio el hecho de que ha tenido usted graves problemas Pensé que de alguna manera yo podía ayudarle, así que llamé a su esposa.
Jeffrey aferró los brazos de su sillón y adelantó su cuerpo.
—¿Llamó a mi esposa? —preguntó con incredulidad.
—Tranquilícese —aconsejó Bodanski, extendiendo las manos con las palmas hacia abajo Sabía que esto trastornaría a aquel hombre.
Tranquilícese, pensó Jeffrey con alarma No comprendía por qué Bodanski había llamado a Carol.
—De hecho, su esposa está aquí —dijo Bodanski Señaló las puertas dobles—. Está ansiosa por verle Sé que tiene algunos asuntos importantes que discutir con usted, pero me ha parecido mejor avisarle de que se encontraba aquí en lugar de dejar que ella le sorprendiera.
Jeffrey sintió formarse en su interior una rabia repentina Estaba furioso con ese entrometido director de personal y con Carol Justo cuando estaba adelantando algo, tenía que suceder esto.
—¿Ha llamado a la Policía? —preguntó Jeffrey Trató de prepararse para lo peor.
—No, claro que no —dijo Bodanski, acercándose a las puertas dobles.
Jeffrey le siguió Lo que se preguntaba era si podría contener esta catástrofe.
Bodanski abrió una de las puertas, y se hizo a un lado para que Jeffrey entrara Su rostió lucía una de esas sonrisas paternales que tanto mortificaban a Jeffrey Este cruzó el umbral y entró en una sala de conferencias donde había una larga mesa rodeada de sillas de estilo académico.
Por el rabillo del ojo, Jeffrey vio una tigura que se precipitaba hacia él Por un instante pensó que se trataba de una trampa ¡No era Carol quien estaba allí, sino Devlin! Pero la figura que se precipitaba hacia él era una mujer Cayó sobre él y le rodeó con sus brazos Escondió la cabeza en su pecho Estaba llorando.
Jeffrey miró a Bodanski para pedir ayuda No cabía duda de que no era Carol Esta mujer pesaba por lo menos tres veces más que ella Su cabello enmarañado era como paja blanqueada.
Los sollozos de la mujer empezaron a hacerse menos violentos Soltó a Jeffrey con una mano y se llevó un pañuelo a la nariz Se sonó fuertemente, y después levantó la vista.
Jeffrey la miró a la cara Sus ojos, que al principio habían reflejado una especie de alegría, inmediatamente mostraron ira Las lágrimas cesaron con la misma brusquedad con que habían comenzado.
—Usted no es mi esposo —dijo la mujer, indignada. Apartó a Jeffrey.
—¿No? —preguntó Jeffrey, tratando de comprender la escena.
—¡No! —gritó la mujer, vencida otra vez por la emoción. Se acercó a Jeffrey con los puños en alto. Lágrimas de frustración brotaron de sus ojos y le resbalaron por las mejillas.
Jeffrey se retiró un poco mientras el asombrado director trataba de ir en su ayuda.
La mujer entonces volvió su ira contra Bodanski, gritando que se había aprovechado de ella. Pero al cabo de un minuto las lágrimas la vencieron y se derrumbó en sus brazos. Pesaba más de lo que el hombre podía aguantar, pero con un esfuerzo hercúleo consiguió arrastrar a la mujer hasta una de las sillas, donde ella se desplomó con grandes sollozos.
Un Bodanski sin habla cogió su pañuelo blanco del bolsillo de la americana y se secó la boca donde la mujer le había golpeado. Una pequeña cantidad de sangre manchó el tejido de seda.
—Jamás debí concebir esperanzas —gimió la mujer—. Debería haber sabido que Frank nunca aceptaría un empleo de limpieza en un hospital.
Jeffrey por fin comprendió la situación. Aquella mujer era la señora Amendola, la esposa del hombre del traje harapiento. Ahora que pensaba en ello, Jeffrey no podía creer que hubiera tardado tanto en comprender. También se dio cuenta de que Bodanski no tardaría mucho en imaginarse lo que había ocurrido. Cuando lo hiciera, podría insistir en llamar a la Policía. Jeffrey tendría que dar muchas explicaciones para salir de esta.
Mientras el director procuraba consolar a la señora Amendola, Jeffrey salió por las puertas dobles. Bodanski le dijo que esperara, pero Jeffrey hizo caso omiso. Salió de personal y corrió al vestíbulo principal, confiando en que Bodanski se sentiría obligado a permanecer con la señora Amendola.
Una vez fuera del hospital, Jeffrey redujo el paso. No quería dar motivos a los de seguridad para perseguirle.
Caminando a paso vivo, Jeffrey se encaminó a la parada de taxis y cogió el primero que estaba disponible. Pidió al taxista que le llevara a Brookline. Sólo después de que el taxi empezara a girar a la derecha en Beacon Street se atrevió Jeffrey a mirar atrás. Los alrededores del hospital estaban tranquilos. La afluencia matinal de enfermos no había comenzado aún, y Carl Bodanski no había aparecido.Después de cruzar Kenmore Square, el taxista miró a Jeffrey por el retrovisor y le dijo:
—Tendrá que ser más específico. Brookline es muy grande.
Jeffrey le dio al conductor el nombre de la calle de detrás de la casa de Kelly. Le dijo que no sabía el número, pero que la reconocería.
Con la preocupación de que Devlin posiblemente merodeaba la casa de Kelly, Jeffrey fue incapaz de recuperarse del desconcierto provocado por la confrontación con la señora Amendola. Tenía un doloroso nudo en el estómago, y se preguntaba cuánto tiempo resistiría su cuerpo la tensión que sufría desde hacía cuatro o cinco días. La anestesia tenía sus momentos de terror, pero eran de corta duración. Jeffrey no estaba acostumbrado a semejante ansiedad prolongada. Y además, estaba exhausto.
Explicando que era de fuera de la ciudad y que sólo había estado una vez en aquella zona, Jeffrey hizo que el taxista recorriera el vecindario de la casa de Kelly. Disimuladamente se escurrió un poco en el asiento para que no pudieran verle con facilidad. Al mismo tiempo tenía un ojo abierto para ver a Devlin. Pero no había señales de él. Las únicas personas a las que Jeffrey vio eran trabajadores que salían de sus casas para ir a trabajar. No había ningún coche aparcado cerca de la casa de Kelly. El hogar de Kelly parecía tranquilo e invitaba a entrar.
Por fin Jeffrey hizo que el taxista le dejara en la casa de detrás de la de Kelly. Cuando el taxi se alejó y dio la vuelta a la esquina, Jeffrey rodeó la casa y se introdujo en el pequeño bosquecillo de árboles que la separaban de la propiedad de Kelly. Desde el refugio que le proporcionaban los árboles escrudiñó la casa unos minutos antes de cruzar el patio trasero y entrar por la puerta que Kelly había dejado sin cerrar con llave.
Jeffrey aguzó el oído un rato antes de recorrer toda la casa con cautela. Sólo entonces cerró con llave la puerta trasera.
Con la esperanza de apaciguar su retorcido estómago, Jeffrey sacó la leche y los cereales. Los llevó a la mesa de la salita. También llevó la copia de la lista que Kelly había conseguido del «St. Joe’s». Sacó la lista que él había conseguido en el «Boston Memorial» aquella noche y las puso una al lado de la otra.
Mientras comía, Jeffrey comparó las dos listas de personal. Estaba ansioso por ver qué médicos tenían privilegios en ambos hospitales. Se desanimó en seguida cuando vio cuántos había. En una hoja aparte Jeffrey empezó su propia lista de médicos cuyos nombres aparecían dos veces. Le disgustó ver que la lista contenía más de treinta médicos.Treinta y cuatro personas eran demasiadas para investigarlas en profundidad, especialmente dadas las actuales circunstancias de Jeffrey De algún modo tenía que reducirla Eso significaba conseguir más listas de hospitales Jeffrey fue al teléfono y llamó al «St Joes», pidiendo que le pusieran con Kelly.
—Me alegro de que hayas llamado —dijo Kelly animada—. ¿Algún problema para entrar en casa?
—Ninguno —dijo Jeffrey—. La razón por la que te llamo es para recordarte que hagas aquella llamada al «Valley Hospital».
—Ya la he hecho —le dijo Kellv—. No sabía a quién llamar, así que he llamado a vanas personas, incluido Hart Es un encanto.
Jeffrey le dijo que había treinta y cuatro médicos con privilegios en ambos hospitales, el suyo y el «Memorial». Ella en seguida compren dio el problema.
—Esperemos que tenga noticias del «Valley» esta tarde —añadió—. Eso debería ayudar a reducir la lista Tiene que haber menos gente con privilegios en el «St Joe’s», el «Memorial» y el «Valley».
Jeffrey iba a colgar cuando se acordó de pedir a Kelly que le repitiera el nombre de la amiga que había muerto el día anterior.
—Gail Shaffer —dijo—. ¿Por qué lo preguntas?
—Hoy iré a la oficina del anatomopatólogo para ver lo que encuentro de Karen Hodges Mientras esté allí veré lo que puedo averiguar de Gail Shaffer.
—Me asustas otra vez.
—Me asusto yo mismo.
Después de colgar, Jeffrey volvió a sus cereales Cuando terminó, dejó el plato en el fregadero Después regresó a la mesa para volver a mirar la lista del hospital Para hacerlo bien, debería comparar también la lista de subalternos Esto fue más difícil que comparar las listas de personal profesional, estos estaban ordenados alfabéticamente Las listas de subalternos estaban organizadas de modo diferente La del «St Joe’s» reseñaba los nombres por departamentos, y la del «Memorial» por salario, probablemente porque aquella lista había sido elaborada con el fin de solicitar aportaciones económicas.
Para compararlas con exactitud, Jeffrey tuvo que ponerlas por orden alfabético Cuando iba por la E, los párpados se le cerraban Su primer hallazgo le despertó Observó que una tal Maureen Gallop había trabajado en ambos hospitales.
Jeffrey buscó a Maureen Gallop en la lista del «St Joe’s». Averiguó que en la actualidad trabajaba en el departamento de limpieza del «St Joe’s».
Jeffrey se frotó los ojos, pensando otra vez lo fácil que le había resultado a él deambular por la farmacia del hospital Añadió el nombre de Maureen Gallop a la lista de médicos que tenían privilegios en ambos hospitales.
Galvanizado por este hallazgo inesperado, Jeffrey siguió poniendo las listas por orden alfabético En la letra siguiente encontró otro nombre que se repetía en las dos listas Trent Harding. Jeffrey cogió de nuevo la lista del «St Joe’s» v buscó a Trent Harding Encontró el nombre en el departamento de enfermería Jeffrey añadió ese nombre debajo del de Maureen Gallop.
Jeffrey estaba sorprendido No había esperado encontrar el nombre de ningún empleado subalterno repetido Creyó que era coincidencia Más despierto ahora, terminó la laboriosa comparación, pero no había más repeticiones Maureen Gallop y Trent Harding eran los únicos nombres que aparecían en las dos listas de personal.
Jeffrey estaba tan cansado cuando terminó de comparar las listas, que lo único que pudo hacer fue ir de la mesa al sofá, donde cayó en un profundo sueño Ni siquiera se movió cuando Delilah salió de la despensa y saltó al sofá para enroscarse con él.
Había algo en el «Boston City Hospital» que a Trent le gustó en el momento en que cruzó la puerta Supuso que era la atmósfera masculina de un hospital del interior de la ciudad Allí no se andaría sigilosamente como en los elegantes hospitales suburbanos Trent confiaba en que no tendría que ayudar en operaciones de nariz disfrazadas como operaciones de tabique para cobrar el seguro En cambio, vería heridas de cuchillo y pistola Estaría en la trinchera, ocupándose de las consecuencias del terror urbano de una manera parecida a Don Johnson en Corrupción en Miami.
En la oficina de empleo había cola, pero sólo era para personas que buscaban empleo en el servicio de comida y el de limpieza Como enfermero, Trent fue enviado directamente al despacho de enfermería También sabía por qué. Igual que todos los hospitales, necesitaban enfermeros Siempre había un hueco para un enfermero en las zonas del hospital donde se precisaban músculos, como la sala de urgencias Pero Trent no quería la sala de urgencias Quería la sala de operaciones.
Después de llenar la solicitud, entrevistaron a Trent Se preguntó porqué se molestaban en hacer esta charada. El resultado era una conclusión prevista. Al menos, él se divertía. Le gustaba la sensación de que le necesitaban y le querían. Cuando era niño, su padre siempre le había dicho que era un mariquita que no valía para nada, especialmente después de que Trent decidiera que no quería jugar en la liga de fútbol júnior; su padre le había ayudado a ingresar en la base del Ejército de San Antonio.
Trent observó la expresión de la mujer mientras leía su solicitud. El cartelito que tenía en la parte delantera del escritorio decía:
SRA. DIANE MECKLENBURG, SUPERVISORA DE ENFERMERÍA.
Supervisora, mierda de vaca, pensó Trent. Seguro que no sabía nada de nada. Eso era lo que supervisora solía significar, según la experiencia de Trent. Probablemente se había sacado el título de enfermera cuando todavía utilizaban whisky como anestesia. Desde entonces probablemente había seguido muchos cursos, como Enfermería en una Sociedad Compleja Trent habría apostado cien dólares a que no conocía la diferencia entre unas tijeras Mayo y unas pinzas Metzenbaum. En la sala de operaciones sería de tanta ayuda como un orangután.
Trent ya esperaba con ansia el día en que entraría a entregar su dimisión, arruinando con ello el día de la señora Mecklenburg.
—Señor Harding —dijo la señora Mecklenburg, volviendo su atención de la solicitud al solicitante. Su rostro oval estaba parcialmente oscurecido por unas grandes gafas redondas—. En su solicitud indica que ha trabajado en otros cuatro hospitales de Boston. Es un poco inhabitual.
Trent estuvo tentado de gruñir en voz alta. Esta señora Mecklenburg parecía que quería llevar la entrevista hasta sus últimas consecuencias. Aunque le parecía que podría decir cualquier cosa y ser contratado igualmente, decidió ir a la segura y cooperar. Siempre estaba preparado para preguntas así.
—Cada hospital me ofrecía diferentes oportunidades en cuanto a educación y responsabilidades —dijo Trent—. Mi meta ha sido maximizar mi experiencia. Dedicaba a cada institución casi un año. Ahora por fin he llegado a la conclusión de que lo que necesito es el estímulo de un sitio académico como lo que el «Boston City» proporciona.
—Entiendo —dijo la señora Mecklenburg.
Trent no había terminado. Añadió:
—Confío en que pueda realizar alguna aportación aquí. No me asustan el trabajo y los retos. Pero pongo una condición. Quiero trabajar en la sala de operaciones.—No creo que eso sea problema —dijo la señora Mecklenburg—. La pregunta es: ¿cuándo puede empezar? Trent sonrió. Era tan fácil…
A Devlin el día no le iba mejor que el anterior. Se encontraba en North Shore, y había visitado dos hogares Everson en Peabody, uno en Salem, y ahora se hallaba camino de Marblehead Neck. El puerto quedaba a su izquierda y el océano a su derecha. Al menos el tiempo y el escenario eran agradables.
Por suerte, la gente estaba en casa en cada una de las paradas que había efectuado. Esta tanda de Everson había sido marginalmente cooperadora, aunque cauta. Pero nadie había oído hablar de un tal Christopher Everson. Devlin volvió a cuestionarse la intuición que le había indicado que Christopher Everson era de la zona de Boston.
Al llegar a Harbor Avenue, Devlin giró a la izquierda. Lanzó una mirada admirativa a la serie de casas impresionantes. Se preguntó cómo sería tener el dinero que se precisaba para vivir así. El último par de años había ganado bastante dinero, pero lo había perdido en Las Vegas o Atlantic City.
Lo primero que Devlin había hecho aquella mañana era ir al cuartel de la Policía de Berkeley Street y visitar al matasanos Bromlley. El doctor Bromlley trabajaba con el departamento de Policía de Boston desde el siglo XIX, o eso decía la leyenda. Daba gimnasia a los agentes y les trataba los resfriados sencillos y los arañazos menores. No inspiraba mucha confianza.
Devlin le enseñó las notas que había cogido de la habitación de hotel de Rhodes y le preguntó de qué trataban. El resultado había sido como abrir un grifo de agua. El matasanos se había lanzado a dar un discurso de veinte minutos acerca del sistema nervioso, y el hecho de que tenía dos partes. Una para hacer lo que quería hacer, como beber o sentir algo; y otra para hacer las cosas que se hacían sin pensar, como respirar o digerir un bistec.
Hasta ese punto Devlin fue bien. Pero entonces Bromlley dijo que la parte del sistema nervioso que hacía las cosas en las que uno no pensaba tenía dos partes. Una se llamaba simpático y la otra parasimpático. Estas dos partes iban una contra otra, como por ejemplo, si uno hacía la pupila grande, el otro la hacía pequeña; uno provocaba diarrea, el otro la detenía.
Devlin lo había entendido bastante bien hasta aquí, pero Bromlley prosiguió, explicándole cómo funcionaban los nervios y cómo la anestesia los anulaba.
A partir de ahí, a Devlin le costó trabajo seguir, pero imaginó que como sólo le interesaban las notas, no importaba mucho A Bromlley le encantaba tener público, así que Devlin le había dejado enrollarse Cuando pareció que el matasanos había llegado al final, Devlin le recordó la pregunta inicial.
—¡Magnífico, doctor! Pero volviendo un momento a las notas, ¿hay algo en ellas que le sorprenda, o le haga sospechar?
El matasanos había parecido confundido un momento Volvió a examinar las notas, mirándolas a través de sus gruesas gafas bifocales Finalmente dijo que no, todo le parecía bastante claro, y quienquiera que hubiera anotado la información acerca del sistema nervioso, lo había hecho bien Devlin le dio las gracias y se marchó El viaje había resultado útil sólo en que Devlin estaba más convencido que nunca de que ese tal Christopher Everson, al igual que Rhodes, era médico.
En Marblehead Neck, Devlin paró ante una casa baja estilo rancho Comprobó el número en su lista Era la que quería Bajó del coche y se desperezó La casa no estaba en el agua, pero podía distinguirla a través de los árboles que flanqueaban el sendero que bajaba hasta el puerto.
Devlin se acercó a la puerta y llamó al timbre Una atractiva rubia de aproximadamente la edad de Devlin abrió la puerta En cuanto vio a Devlin, trató de cerrarla de nuevo, pero Devlin metió la punta de su bota de vaquero en la rendija La puerta se detuvo La mujer miró el suelo.
—Me parece que su bota bloquea mi puerta —dijo ella con suavidad Le miró directamente a los ojos—. Déjeme adivinar vende usted galletas de las chicas exploradoras.
Devlin se rio y meneó la cabeza en gesto de incredulidad Nunca se podía prever la reacción de la gente Pero una cosa que él apreciaba más que ninguna otra era el sentido del humor Le gustó el de esta mujer.
—Discúlpeme por parecer tan rudo —dijo—. Sólo quiero hacerle una pregunta Temía que me iba a cerrar la puerta.
—Soy cinturón negro de karate —dijo la mujer.
—No es necesario ser desagradable —dijo Devlin—. Busco a un tal Christopher Everson Como la casa parece que pertenece a un Everson, he creído que existía la remota posibilidad de que alguien hubiera oído hablar de este hombre.
—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó la mujer. Cuando Devlin se lo explicó, la mujer se tranquilizó.
—Me parece que leí algo de un tal Christopher Everson en los periódicos —dijo, frunciendo la frente—. Al menos estoy segura de que era Christopher.
—¿En un periódico de Boston? —preguntó Devlin.
La mujer asintió.
—El Globe Hace bastante tiempo Un año o más Me llamó la atención por el nombre, claro No hay muchos Everson por aquí Mi esposo y su familia son de Minnesota.
Devlin no estaba muy de acuerdo con ella en eso de los Everson, pero no discutió.
—¿Recuerda de qué hablaba el artículo? —preguntó Devlin.
—Sí Era la sección necrológica El hombre había muerto.
Devlin volvió al coche, furioso consigo mismo La idea de que Christopher Everson hubiera muerto no se le había ocurrido en ningún momento Puso el coche en marcha, dio media vuelta y se encaminó de nuevo a Boston Sabía exactamente adonde quería ir ahora El viaje le llevó media hora Aparcó ante una boca de riego de West Street, caminó hasta Tremont y entró en el Departamento Estatal de Salud Pública.
El Registro de Datos Demográficos y Estadística se hallaba en la primera planta Devlin rellenó un formulario para obtener el certificado de defunción de Christopher Everson Puso el año 1988 Sabía que podría alterarlo si era necesario En el mostrador, pagó sus cinco dolares y se sentó a esperar No tardó mucho El año no era 1988, resultó que era 1987 Al cabo de veinte minutos, Devlin regresaba a su coche con el certificado de defunción de Christopher Everson.
En lugar de poner el coche en marcha, Devlin leyó con atención el documento La primera información que le sorprendió fue el hecho de que Everson estaba casado Su esposa superviviente era Kelly Everson.
Devlin recordó la visita a su casa Allí fue donde oyó aquel extraño nudo, como latas vacías que caían al suelo de baldosas, pero nadie había aparecido en la puerta Cogió su lista de Everson, donde había rodeado con un círculo a K C Everson para volver a visitarla Comprobó la dirección con la del certificado de defunción Era la misma.
Devlin volvió a mirar el certificado de defunción Christopher Everson era médico Al leer la causa de la muerte, vio que se había suicidado La causa técnica de la muerte había sido paro respiratorio, pero más abajo había una nota que decía que este se había producido por la autoadministración de succinilcolina.
Con repentina furia, Devlin arrugó el certificado de defunción y lo arrojó al asiento trasero. La succinilcolina era la mierda que Jeffrey Rhodes le había inyectado a él. Era una maravilla que Rhodes no le hubiera matado.
Devlin puso el coche en marcha y avanzó, fundiéndose con el tráfico de Tremont Street. Una vez más esperaba con particular deleite poner las manos sobre Jeffrey Rhodes.
El tráfico de mediodía dificultaba el avance de Devlin. Tardó más en ir del centro de Boston a Brookline que lo que había tardado en ir de Marblehead a la ciudad. Casi era la una de la tarde cuando llegó a la calle de Kelly Everson y pasó por delante de su casa. No vio actividad, pero se percató de un cambio. Todas las cortinas de la primera planta estaban corridas. El día anterior habían estado abiertas. Recordó que había hecho pantalla con las manos sobre el cristal para atisbar en el comedor. Devlin sonrió. En lo que a él se refería, no había que tener un cerebro de médico para saber que pasaba algo.
Después de efectuar un cambio de sentido y en mitad de la siguiente manzana, Devlin pasó por segunda vez por delante de la casa, tratando de decidir qué hacer. Volvió a efectuar un cambio de sentido y después se acercó a la acera y aparcó. Estaba a dos puertas de la casa de los Everson, en el lado opuesto de la calle. Por el momento, no sabía decidir cuál era el mejor curso de acción. La experiencia le había enseñado que en tales casos, lo mejor era no hacer nada.