Jueves, 18 de mayo, 1989
16.07 horas
Kelly abrió con llave la puerta de su casa y la empujó con el pie. Tenía las manos ocupadas con un paraguas, una pequeña bolsa de comestibles y un gran sobre.
—¡Jeffrey! —llamó, dejando el sobre y los comestibles sobre la mesa del vestíbulo, apartando el servicio de té de plata. Dejó el paraguas en el suelo de baldosas del aseo, y después regresó y cerró la puerta de la calle—. ¡Jeffrey! —volvió a llamar, preguntándose si estaba o no en casa. Cuando volvió a entrar, no pudo ahogar un leve grito de sorpresa. Jeffrey estaba de pie en la arcada que daba al comedor—. Me has asustado —dijo ella, llevándose una mano al pecho.
—¿No me has oído? —preguntó él—. Te he contestado desde la salita cuando me has llamado.
—Uf —exclamó Kelly, recobrando la compostura—. Me alegro de que estés aquí. Tengo algo para ti. —Cogió el sobre de la mesa y lo puso en manos de Jeffrey—. También tengo muchas cosas que contarte —añadió. Recogió los comestibles y los llevó a la cocina.
—¿Qué es esto? —preguntó él, siguiéndola con el sobre en la mano.
—Es una copia del expediente de patología de Henry Noble, del «Valley Hospital» —dijo Kelly por encima del hombro.
—¿Ya? —Jeffrey estaba impresionado—. ¿Cómo demonios la has conseguido tan pronto?
—Ha sido fácil. Hart Ruddock me la ha enviado por mensajero. Ni siquiera me ha preguntado por qué lo quería.
Jeffrey sacó el expediente del sobre mientras andaba. No había micrografías electrónicas, pero no las esperaba. No formaban parte de las autopsias de rutina. Aun así, el expediente parecía breve. Jeffrey vio una anotación que decía que había más material en el expediente del despacho del anatomopatólogo. Eso lo explicaba.
Kelly desempaquetó los comestibles mientras Jeffrey se retiraba al sofá de la salita con el expediente. Encontró un resumen del informe de la autopsia que se encontraba en el despacho del anatomopatólogo. Leyendo rápidamente, vio que se había efectuado un análisis toxicológico pero que los hallazgos no habían resultado nada sospechosos. También vio que en la sección microscópica había habido pruebas de lesión histológica a los nervios de los ganglios radiculares dorsales así como al músculo cardíaco.
Kelly se unió a Jeffrey en el sofá. Él se dio cuenta de que tenía que decirle algo serio.
—Hoy en el «St. Joe’s» ha habido una grave complicación con la anestesia —dijo ella—. Nadie quería hablar mucho de ello, pero creo que era un caso de epidural. La paciente era una joven llamada Karen Hodges.
Jeffrey meneó la cabeza con aire triste.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó.
—La paciente ha muerto —dijo Kelly.
—¿«Marcaina»? —preguntó Jeffrey.
—No lo sé seguro —dijo Kelly—. Pero lo averiguaré, probable-mente mañana. La persona que lo ha contado creía que era «Marcaina».
—La víctima número cinco —suspiró Jeffrey.
—¿De qué hablas?
Jeffrey le contó los frutos de la investigación que había efectuado aquel día, comenzando con su llamada a la Cámara de Registro de Medicina.
—Creo que el hecho de que las muertes se produjeran en diferentes hospitales aumenta las posibilidades de una adulteración deliberada. Nos enfrentamos con alguien que es lo bastante astuto para saber que más de una muerte durante la anestesia epidural en una institución levantaría sospechas y probablemente daría lugar a una investigación oficial.
—¿Así que tú crees que alguien, alguna persona, está detrás de todo esto?
—Cada vez más —dijo Jeffrey—. Casi estoy seguro de que hubo un contaminante. Hoy he ido a la biblioteca y entre otras cosas me he asegurado de que la anestesia local en general y la «Marcaina» en particular no causan lesión celular; como la lesión descrita en la autopsia de Henry Noble o revelado en las micrografías electrónicas de Patty Owen. La «Marcaina» no lo produce. No la «Marcaina» sola.
—Entonces, ¿qué podría haberlo causado?
—Todavía no lo sé con seguridad —dijo Jeffrey—. También he leído muchas cosas sobre toxicología y venenos, en la biblioteca. Estoy convencido de que no pudo ser un veneno tradicional, ya que habría aparecido en los análisis de toxicología. Lo que pienso más bien es que habría tenido que ser una toxina.
—¿No son lo mismo?
—No —dijo Jeffrey—. Veneno es un término más general. Se aplica a cualquier cosa que produce lesión en las células o interrumpe la función celular. Normalmente, cuando alguien piensa en un veneno, piensa en el mercurio o la nicotina, o la estricnina.
—O el arsénico —añadió Kelly.
—Exactamente —dijo Jeffrey—. Son productos químicos inorgánicos o elementos. Una toxina, por otra parte, aunque es un tipo de veneno, es el producto de una célula viva. Como la toxina que causa el síndrome del shock tóxico. Eso procede de las bacterias.
—¿Todas las toxinas proceden de las bacterias? —preguntó Kelly.
—No todas —dijo Jeffrey—. Algunas muy potentes provienen de los vegetales, como el ricino. Pero la gente conoce más las toxinas que aparecen en forma de venenos, como los de las serpientes, escorpiones o ciertas arañas. Sea lo que sea lo que pusieron en la «Marcaina», tenía que ser extremadamente potente. Tenía que ser algo que podía ser fatal en cantidades mínimas y al mismo tiempo imitaba la anestesia local en gran medida. De otro modo, su presencia se habría sospechado. La diferencia, por supuesto, sería que destruiría las neuronas, no sólo bloquearía su función como la anestesia local.
—Entonces, si fue inyectado junto con la «Marcaina», ¿cómo es que no apareció en las pruebas de toxicología?
—Por dos razones. Primero, probablemente es introducida en cantidades tan pequeñas, que hay muy poca en la muestra de tejido para ser detectada. Segunda, es un compuesto orgánico que podría esconderse entre los miles de compuestos orgánicos que normalmente existen en cualquier muestra de tejido. Lo que se utiliza para separar todos los compuestos en un laboratorio de toxicología es un instrumento llamado cromatógrafo de gases. Pero este aparato no lo separa todo limpiamente. Siempre hay superposiciones. Lo que se consigue es un gráfico con una serie de picos y valles. Esos picos pueden reflejar la presencia de numerosas sustancias. El espectrógrafo de masas es lo que realmente revela qué compuestos existen en una muestra. Pero una toxina podría quedar disfrazada en uno de los picos del cromatógrafo de gases. A menos que se sospechara su presencia, y se sepa buscar su presencia específicamente, no se encontraría.
—Vaya —exclamó Kelly—. Si hay alguien detrás de esto, realmente tiene que saber lo que hace. Quiero decir, tiene que estar familiarizado con la toxicología básica, ¿no crees?
Jeffrey asintió.
—Al venir de la biblioteca he pensado un poco. Creo que el asesino tiene que ser un médico, alguien con unos conocimientos bastante amplios de fisiología y farmacología. Un médico también tendría acceso a una variedad de toxinas y a las ampollas de «Marcaina». A decir verdad, mi sospechoso ideal sería uno de mis colegas más cercanos, un anestesista.
—¿Alguna idea en cuanto a por qué un médico haría una cosa así? —preguntó Kelly.
—Eso podría no determinarse jamás —dijo Jeffrey—. ¿Por qué el doctor X mató a toda esa gente? ¿Por qué aquella persona puso veneno en las cápsulas de Tylenol? No creo que nadie lo sepa con seguridad. Evidentemente, son muy inestables. Pero decir eso plantea más preguntas que respuestas. Quizá las razones se encontrarían en la psique irracional de un individuo psicótico que está furioso contra el mundo o furioso contra la profesión médica o contra los hospitales, y en su manera de pensar distorsionada cree que este es un medio apropiado para vengarse.
Kelly se estremeció.
—Me aterroriza pensar que un médico así ande suelto.
—A mí también —dijo Jeffrey—. Quienquiera que sea podría ser normal casi todo el tiempo pero sufrir ataques psicóticos. Podría ser la última persona de la que se sospecharía. Y quienquiera que sea, tendría que estar en una posición de confianza para tener acceso a tantas salas de operaciones de los hospitales.
—¿Muchos médicos tienen privilegios en todos estos hospitales? —preguntó Kelly.
Jeffrey se encogió de hombros.
—No tengo la más mínima idea, pero comprobarlo probablemente sea el paso siguiente. ¿Podrías conseguir una lista de todo el personal profesional del «St. Joe’s»?
—No veo por qué no —dijo Kelly—. Soy muy amiga de Polly Arnsdorf, la directora de enfermería. ¿También quieres una lista de subalternos?
—Por qué no —dijo Jeffrey.
La pregunta de Kelly le hizo pensar en el extraordinario acceso que él tenía en el «Boston Memorial» gracias a su puesto de limpieza. Jeffrey se estremeció al darse cuenta de la magnitud de la vulnerabilidad de un hospital.
—¿Estás seguro de que no deberíamos ir a la Policía? —preguntó Kelly.
Jeffrey negó con la cabeza.
—No, la Policía no, todavía no —dijo—. Por muy convincente que todo esto nos parezca de momento, hemos de recordar que todavía no tenemos ni una prueba que apoye nuestra teoría. Hasta ahora son puras especulaciones por nuestra parte. En cuanto tengamos alguna prueba de que es real, podremos ir a las autoridades. Si será la Policía o no, no estoy seguro.
—Pero cuanto más esperemos, más probabilidades de que el asesino actúe otra vez.
—Lo sé —dijo Jeffrey—. Pero sin pruebas y sin la más mínima idea de quién es el asesino, no estamos exactamente en posición de detenerle.
—O detenerla —dijo Kelly seria.
Jeffrey asintió.
—O detenerla.
—¿Qué podemos hacer para acelerar las cosas?
—¿Qué probabilidades hay de que puedas conseguir una lista del personal profesional y subalterno del «Valley Hospital»? Sería mejor si la lista fuera del período durante el que Chris perdió a su paciente.
Kelly emitió un silbido.
—Eso es mucho pedir —dijo—. Podría volver a llamar a Hart Ruddock, o podría intentarlo con algunas de las supervisoras de enfermeras que sé que siguen allí. De una manera u otra, lo intentaré mañana.
—Y yo haré lo mismo en el «Memorial» —dijo Jeffrey. Se preguntó dónde tendría que ir del hospital para conseguir semejante lista—. Cuanto antes tengamos esa información, mejor.
—¿Por qué no llamo a Polly ahora? —sugirió Kelly, comprobando la hora—. Suele quedarse hasta las cinco o así.
Mientras Kelly iba a la cocina a utilizar el teléfono, Jeffrey pensó en el horror de que se hubiera producido otro desastre epidural en el «St. Joe’s» aquel día. Ello confirmaba su teoría del contaminante. Estaba más seguro que nunca de que un doctor X actuaba en la zona de Boston.
Aunque Jeffrey pensaba que un médico era el autor más probable, reconocía que cualquiera con experiencia farmacéutica podía haber adulterado la «Marcaina»; no tenía que ser un doctor en medicina. El problema era el acceso al fármaco, y eso le hacía preguntarse por alguien de farmacia.
Kelly colgó el teléfono y regresó a la sala de estar con Jeffrey. No se sentó.
—Me ha dicho Polly que me puede conseguir la lista. No hay ningún problema. De hecho, me ha dicho que si quería fuera ahora a recogerla. Como puedo ir, le he dicho que iría.
—Magnífico —dijo Jeffrey—. Espero que obtengamos la misma cooperación en los otros hospitales.
Se puso de pie.
—¿A dónde vas? —le preguntó Kelly.
—Contigo.
—No, tú no vienes. Tú te quedas en casa y descansas. Tienes ojeras. Hoy tenías que dormir, y en cambio has ido a la biblioteca. Quédate aquí. Volveré enseguida.
Jeffrey hizo lo que decía Kelly. Ella tenía razón, estaba exhausto. Se tumbó en el sofá y cerró los ojos. Oyó que Kelly ponía el coche en marcha y arrancaba, y después oyó cerrarse la puerta del garaje. La casa quedó en silencio salvo por el tictac del reloj del abuelo que estaba en la sala de estar. Un petirrojo chilló en el jardín.
Jeffrey abrió los ojos. No había ni que pensar en dormir; estaba demasiado inquieto. En lugar de eso, se levantó y se fue a la cocina a utilizar el teléfono. Llamó a la oficina del anatomopatólogo para preguntar por Karen Hodges. Como había sido una complicación con la anestesia, su muerte habría ido a parar a él.
La secretaria de la oficina del anatomopatólogo le dijo que la autopsia de Karen Hodges estaba prevista para la mañana siguiente.
A continuación, Jeffrey llamó a información para conseguir los números del «Commonwealth Hospital» y el «Suffolk General». Primero llamó al «Commonwealth». Cuando la operadora respondió, Jeffrey pidió por el departamento de anestesia. Una vez puesto en comunicación, preguntó si el doctor Mann todavía trabajaba en el hospital.
—¿El doctor Lawrence Mann?
—Eso es —dijo Jeffrey.
—Bueno, hace más de dos años que no trabaja aquí.
—¿Podría decirme dónde trabaja? —preguntó Jeffrey.
—No estoy seguro En algún sitio de Londres Pero va no ejerce la Medicina Creo que está en el negocio de las antigüedades.
Otra consecuencia del proceso por negligencia, pensó Jeffrey.
Había oído hablar de otros médicos que habían abandonado la Medicina después de haber sido juzgados, aunque frivolamente Qué manera de malgastar educación y talento.
Después, telefoneó al departamento de anestesia del «Suffolk General Hospital». Una alegre voz femenina respondió al teléfono del departamento.
—¿La doctora Madaline Bowman aún ejerce en el hospital? —preguntó Jeffrey.
—¿Quién es? —preguntó a su vez la mujer.
—El doctor Webber —dijo Jeffrey, inventándose un nombre.
—Lo siento, doctor Webber —dijo la mujer—. Soy la doctora Asher No quería ser grosera Su pregunta me ha pillado por sorpresa Últimamente no ha preguntado por la doctora Bowman mucha gente Me temo que se suicidó hace varios años.
Jeffrey colgó el teléfono despacio Las víctimas del asesinato no sólo eran las que morían en la sala de operaciones, pensó Jeffrey con tristeza ¡Qué estela de destrucción! Cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que había alguien detrás de esta retahila de desastres médicos aparentemente no relacionados alguien con acceso a las salas de operaciones de los hospitales implicados, y alguien familiarizado al menos con la toxicología básica Pero ¿quién? Jeffrey estaba más decidido que nunca a llegar hasta el fondo.
Jeffrey cruzó la casa y fue al estudio de Chris. Cogió el texto de toxicología que había hojeado en la primera visita a casa de Kelly y lo llevó a la salita Jeffrey se estiró en el sofá, se quitó los zapatos y abrió el libro por el índice Quería ver lo que aparecía en el apartado de Toxinas.
Devlin se detuvo frente a la casa y aparcó Inclinándose hacia adelante, miró la fachada Era una casa de ladrillos mediocre, como tantas otras en la zona de Boston Volvió a mirar su lista La casa aparecía como la residencia en Brighton de un tal Jack Everson.
Devlin ya había estado en siete direcciones de Everson Hasta entonces no había tenido suerte, y empezaba a preguntarse si la táctica valdría la pena Aunque encontrara a este Christopher Everson, ¿quién podía decir con seguridad que podría conducirle a Rhodes? Todo podría ser una caza de patos salvajes.
Devlin también descubría que los Everson eran decididamente un clan nada cooperativo Parecía que les preguntaba por su vida sexual y no simplemente si conocían a Christopher Everson Devlin se preguntaba por qué la persona corriente de la zona de Boston parecía tan paranoica.
En una casa, literalmente había tenido que agarrar al sucio hombre con vientre de bebedor de cerveza y zarandearle bien Eso había hecho salir a su esposa, que era más fea que el hombre, lo cual Devlin había considerado todo un logro Igual que algún personaje de dibujos animados, ella había salido con el rodillo de cocina y amenazó con pegar a Devlin con él si no soltaba a su esposo Devlin había tenido que coger el rodillo y arrojarlo al patio de al lado, donde había un enorme y horrible perro pastor alemán.
Después, le habían dicho que nunca habían oído hablar de un tal Christopher Everson Devlin se preguntó por qué no habían podido decírselo al principio.
Devlin bajó del coche y se desperezó No tenía sentido aplazar lo inevitable, pensó, por mucho que lo deseara Subió la escalinata y llamó al timbre, escudriñando el vecindario mientras esperaba Las casas no eran muy llamativas, pero los jardines estaban bien cuidados.
Volvió a mirar la puerta, que estaba cubierta por una contrapuerta de aluminio con dos grandes paneles de vidrio Esperaba que no fuera su segunda casa vacía Eso significaría que tendría que volver aquí si no encontraba a Christopher Everson en algún otro sitio Devlin ya había encontrado una casa vacía. Había sido en Watertown.
Volvió a llamar al timbre Iba a marcharse cuando vio que el ocupante le miraba por la ventana de la derecha de la puerta El hombre era otra belleza con un perfil ventrudo Llevaba una camiseta de interior que no le llegaba a cubrir todo el abdomen De debajo de cada brazo sobresalían unos mechones de pelo Una barba de cinco días le cubría la cara.
Devlin gritó que quería hacerle una pregunta El hombre abrió dos centímetros la puerta interior.
—Buenas tardes —dijo Devlin a través de la contrapuerta—. Lamento molestarle.
—Vayase —dijo el hombre.
—Bueno, no es usted muy amable —dijo Devlin—. Sólo quiero preguntarle…
—¿Qué le pasa, no oye? —preguntó el hombre—. He dicho que se vaya o habrá problemas.
—¿Problemas? —preguntó Devlin.
El hombre hizo ademán de cerrar la puerta. Devlin perdió la paciencia. Un golpe rápido, estilo karate, destrozó el panel de vidrio superior de la contrapuerta. Una veloz patada con su bota rompió el panel inferior y abrió la puerta interior.
En un abrir y cerrar de ojos, Devlin cruzó la puerta de aluminio y tenía al hombre cogido por el cuello. Los ojos del hombre se salían de sus órbitas.
—Tengo una pregunta —repitió Devlin—. Es esta. Busco a Christopher Everson. ¿Le conoce? —Liberó la garganta del hombre. El hombre tosió y escupió.
—No me haga esperar —advirtió Devlin.
—Me llamo Jack —dijo el hombre, ronco—. Jack Everson.
—Eso ya lo sabía —dijo Devlin, recobrando la compostura—. ¿Y Christopher Everson? ¿Le conoces? ¿Has oído hablar de él? Podría ser médico.
—Nunca he oído ese nombre —dijo el hombre.
Disgustado con su suerte, Devlin volvió a su coche. Tachó a Jack Everson de su lista y miró el siguiente nombre. Era K.C. Everson, de Brookline. Puso el coche en marcha. Por la llamada que había hecho antes sabía que la K significaba Kelly. Se preguntaba qué sería la C.
Cambió de sentido para regresar a Washington Street. Esta iba hasta Chestnut Hill Avenue y después hasta Brookline. Pensó que podría estar en casa de esta tal K.C. Everson en cinco minutos, diez como máximo, si había tráfico en Cleveland Circle.
—La señorita Arnsdorf le atenderá enseguida —dijo el secretario. Este era un hombre unos dos o tres años más joven que Trent, o eso imaginó este. No era feo. Parecía que se ejercitaba con pesas. Trent se preguntó cómo era que la directora de enfermería tenía a un hombre por secretario. Pensó que debía de estar hecho a propósito, alguna clase de demostración de poder por parte de la mujer. A Trent no le gustaba Polly Arnsdorf.
Trent se levantó de la silla en la que estaba sentado y se desperezó.No iba a precipitarse al despacho de aquella mujer después de haberle hecho esperar media hora. Arrojó la revista Time de la semana anterior a la mesita auxiliar. Miró al secretario y le pilló mirándole.
—¿Ocurre algo? —preguntó Trent.
—Si quiere hablar con la señorita Arnsdorf, le sugiero que entre directamente en su despacho —dijo el secretario—. Tiene un día muy apretado.
Maldita sea, pensó Trent. Se preguntó por qué todo el mundo relacionado con la administración creía que su tiempo valía más que el de los demás. Le habría gustado decirle algo cortante al secretario, pero se mordió la lengua. Bajó las manos, se tocó los dedos de los pies y estiró las piernas.
—Se queda uno tieso de tanto esperar —dijo.
Se irguió e hizo chasquear los nudillos. Finalmente, entró en el despacho de la señorita Arnsdorf.
Trent tuvo que sonreír cuando la vio. Todas las supervisoras de enfermería tenían el mismo aspecto: parecían arpías. Nunca sabían decidir lo que querían ser: enfermeras o administradoras. Él las odiaba a todas. Como sólo se quedaba en cada hospital unos ocho meses, había conocido a más de las que habría querido conocer en los últimos años. Pero la entrevista de hoy era de una clase que siempre le gustaba. Le gustaba mucho causar problemas a los directores. Con la grave falta de enfermeras, él sabía cómo hacerlo.
—Señor Hardin —dijo la señorita Arnsdorf—. ¿Qué puedo hacer por usted? Lamento haberle hecho esperar, pero con el problema que hemos tenido hoy en quirófano, seguro que lo comprende.
Trent sonrió para sus adentros. Comprendía el problema que habían tenido en quirófano. Si ella supiera cuánto lo comprendía.
—Quiero avisar de que me voy del «St. Joseph’s Hospital» —dijo Trent—. Inmediatamente.
La señorita Arnsdorf se irguió en la silla. Trent sabía que había captado su atención. A él le encantaba.
—Lamento oírlo —dijo la señorita Arnsdorf—. ¿Hay algún problema que podamos discutir?
—Me parece que no se utiliza mi pleno potencial —dijo Trent—. Como usted sabe, me instruí en la Marina y allí me daban mucha autonomía.
—Quizá podríamos trasladarle a un departamento distinto —sugirió la señorita Arnsdorf.
Me temo que esa no es la respuesta —dijo Trent—. Verá, me gusta la sala de operaciones. Lo que he empezado a pensar es que me gustaría más estar en un ambiente más académico, como el «Boston City Hospital». He decidido solicitar empleo allí.
—¿Está seguro de que no lo reconsideraría? —preguntó la señorita Ariisdorf.
—Me temo que no. También hay otro problema. Nunca me he llevado bien con la supervisora de quirófanos, la señora Raleigh. Que quede entre usted y yo, ella no sabe llevar las riendas, si entiende lo que quiero decir.
—No estoy segura —dijo la señorita Arnsdorf.
Trent le dio una lista preparada de lo que él consideraba problemas en la organización y función de las salas de operaciones. Siempre había despreciado a la señora Raleigh y esperaba que esta charla con la directora de enfermería le causara graves problemas.
Trent salió del despacho de la señorita Arnsdorf sintiéndose magníficamente. Pensó en detenerse y tener una charla con el secretario para averiguar dónde se entrenaba aquel tipo, pero había alguien esperando para ver a la directora. Trent la reconoció. Era la supervisora de día de la UCI.
Menos de media hora después de su entrevista con la señorita Arnsdorf, Trent salió del hospital con todos sus artículos que guardaba en su armario metidos en una funda de almohada. Raras veces se había sentido tan bien. Todo le había salido mejor de lo que habría podido esperar. Mientras se acercaba a la Línea Naranja de los MBTA, se preguntó si debería ir directamente al «Boston City» a solicitar empleo. Consultó su reloj y vio que era demasiado tarde. Mañana iría bien. Luego, se preguntó adonde iría después del «Boston City». Pensó en San Francisco. Había oído decir que San Francisco era un lugar donde uno podía divertirse.
Cuando el timbre de la puerta sonó la primera vez, la mente de Jeffrey pudo incorporar ese sonido al sueño que tenía. Volvía a estar en el colegio y se enfrentaba a un examen final en un curso que había olvidado seguir y nunca había ido a clase. Era un sueño terrible para Jeffrey, y en la línea del pelo se le acumulaba el sudor. Siempre había sido concienzudo respecto al estudio, siempre temeroso del fracaso. En su sueño, el timbre de la puerta se había convertido en el timbre de la escuela.Jeffrey se había quedado dormido con el grueso volumen de toxicología sobre el pecho. Cuando el timbre de la puerta sonó por segunda vez, abrió los ojos, parpadeando, y el libro cayó al suelo. Confuso por un momento en cuanto a dónde se encontraba, se incorporó y miró a su alrededor. Sólo entonces se orientó.
Al principio esperó a que Kelly abriera la puerta. Pero entonces recordó que se había marchado para ir al «St. Joe’s». Jeffrey se puso en pie, pero demasiado de prisa. Un poco de sueño sobre su agotamiento general le hizo sentir un ligero vahído, y tuvo que apoyarse en el brazo del sofá para mantener el equilibrio. Tardó un minuto entero en orientarse antes de poder cruzar con seguridad la cocina y el comedor hasta el vestíbulo.
Asió el pomo de la puerta y estaba a punto de abrirla cuando se fijó en la mirilla. Se inclinó hacia delante y miró. Mareado aún, todavía no pensaba con claridad. Cuando se encontró mirando directamente a la nariz bulbosa de Devlin y sus ojos acuosos y enrojecidos, el corazón le dio un vuelco.
Jeffrey tragó saliva y echó un segundo vistazo. Era Devlin. Nadie más podía ser tan feo.
El timbre de la puerta volvió a sonar. Jeffrey se agachó y dio un paso atrás. El miedo le atenazaba la garganta. ¿Adónde podía ir? ¿Qué podía hacer? ¿Cómo se las arreglaba Devlin para encontrarlo siempre? Le aterrorizaba que le atrapara o le disparara, especialmente ahora que él y Kelly habían hecho progresos. Si ahora no conseguían descubrir la verdad, ¿quién podía decir cuándo el desalmado responsable de tantas muertes y tanta angustia sería atrapado, y mucho menos detenido?
Para horror de Jeffrey, el pomo de la puerta empezó a girar. Estaba bastante seguro de que el cerrojo estaba puesto, pero sabía por experiencia que si Devlin quería llegar a alguna parte, se podía apostar a que llegaría. Jeffrey contempló cómo el pomo empezaba a girar hacia el otro lado. Dio otro paso atrás y pasó rozando el servicio de té de la mesa del vestíbulo.
La jarrita de la leche y el azucarero de plata cayeron al suelo con un tremendo estruendo. El corazón de Jeffrey dio otro vuelco. El timbre de la puerta sonó varias veces seguidas. Jeffrey temió que todo había terminado. Devlin tenía que haber oído el estrépito.
Entonces vio que Devlin apretaba la cara contra una de las estrechas ventanas que había a ambos lados de la puerta. Por dentro estaban cubiertas por una cortina de encaje, o sea que Jeffrey no tenía idea de qué podía ver Devlin. Rápidamente, Jeffrey entró en el comedor.Como si anticipara el movimiento de Jeffrey, Devlin apareció en la ventana del comedor. En el momento en que Devlin hacía pantalla con los dedos y se pegaba al cristal, Jeffrey se puso a cuatro patas y gateó detrás de la mesa del comedor. Después, a toda prisa, se refugió en la cocina.
El corazón de Jeffrey latía a toda velocidad. Una vez en la cocina, se puso de pie. Sabía que necesitaba esconderse. Vio la puerta parcialmente abierta de la despensa. Se precipitó allí y entró en la aromática oscuridad. Al hacerlo, tropezó torpemente con una escoba que estaba apoyada en la pared justo detrás de la puerta. Cayó al suelo de la cocina.
Unos fuertes golpes en la puerta de la calle parecieron hacer temblar la casa entera. A Jeffrey le sorprendió que Devlin no disparara para entrar. Jeffrey cerró la puerta de la despensa tras de sí. Le preocupaba la escoba, y se preguntaba si valía la pena correr el riesgo de abrir la puerta para volver a meterla dentro, pero decidió que no. ¿Y si Devlin daba la vuelta a la casa y le veía a través de una de las ventanas de la parte trasera?
Algo pasó rozando la pierna de Jeffrey. Este dio un salto y se golpeó la cabeza con un estante de alimentos en lata. Algunas latas cayeron al suelo. Se oyó un terrible chillido felino. Era Delilah, la gata embarazada. ¿Qué más podía ir mal?, se preguntó Jeffrey.
Cuando cesaron los golpes en la puerta de la calle, el silencio descendió en la casa. Jeffrey sudaba y aguzó el oído para oír cualquier cosa que pudiera darle una pista de lo que Devlin hacía.
De pronto se oyeron fuertes pasos en el patio de la parte trasera de la casa. Luego, otra puerta fue sacudida con una vehemencia que parecía iba a arrancarla de sus goznes. Jeffrey supuso que Devlin estaba en la puerta exterior que daba a la salita. Estaba seguro de que en cualquier momento oiría que se rompía un cristal, lo que indicaría que Devlin había entrado.
Sin embargo, el silencio regresó después de las últimas pisadas en el patio. Transcurrieron dos minutos, tres. Jeffrey no estaba seguro de cuánto tiempo pasó después. Podían haber sido diez minutos cuando aflojó la mano que apretaba la puerta de la despensa. Le parecía una eternidad.
Delilah parecía impaciente por llamar la atención. No paraba de rozar la pierna de Jeffrey. Este esperaba poder mantenerla callada. Se inclinó y le hizo algunas caricias. Cuando empezó a acariciarla, la gata arqueó la espalda y se estiró, agradecida. Al cabo de un rato Jeffrey perdió el sentido del tiempo. Sólo oía su pulso en los oídos. No veía nada en la oscuridad absoluta. El sudor le resbalaba por la nuca La temperatura en la pequeña despensa iba subiendo.
De repente se oyó otro ruido. Jeffrey se puso tenso y escuchó. ¡Tenía miedo de que fuera el ruido de la puerta delantera que se abría! Después oyó un ruido que reconoció claramente: la puerta delantera se cerró con una fuerza que sacudió la casa.
Los exhaustos dedos de Jeffrey volvieron a asir la puerta panelada. ¡Devlin había logrado entrar! Quizás había forzado la cerradura. Jeffrey no necesitaba oír el portazo para saber que el hombre estaba furioso.
Jeffrey empezó a preocuparse de nuevo por la estúpida escoba que estaba en el suelo de la cocina como una especie de flecha señalando hacia la despensa. Deseaba haberla recogido inmediatamente después de haber caído. La única esperanza de Jeffrey ahora era huir por la puerta trasera.
Unos pasos ligeros recorrieron rápidamente la planta baja de la casa, entrando por fin en la cocina, donde cesaron de pronto. Jeffrey contuvo el aliento. Mentalmente veía a Devlin examinando la escoba que señalaba hacia la despensa y rascándose la cabeza. Con la última reserva de fuerza en los dedos, Jeffrey clavaba las uñas en la madera de la puerta de la despensa. Quizá Devlin la probaría y creería que estaba cerrada con llave.
Los brazos de Jeffrey dieron una sacudida cuando la puerta de la despensa vibró. Jeffrey tiró con fuerza por dentro, pero la puerta se movió. El ligero tirón fue seguido por otro más fuerte que abrió la puerta un centímetro antes de cerrarse de golpe.
El siguiente tirón fue fortísimo. Abrió la puerta y sacó a Jeffrey de la despensa. Este salió a la cocina dando un traspié, y levantando las manos para protegerse la cabeza…
Retrocediendo de terror, Kelly se llevó una mano al pecho y dejó escapar un corto y agudo grito. Soltó la escoba que acababa de recoger del suelo, junto con el sobre que acababa de traer del «St. Joe’s». Delilah salió disparada de la despensa y desapareció en el comedor.
Los dos se quedaron mirándose uno a otro un minuto. Kelly fue la primera en recuperarse.
—¿Qué es esto? ¿Algún juego para asustarme cada vez que vuelvo a casa? —preguntó—. He entrado de puntillas creyendo que tal vez dormirías.
Lo único que Jeffrey pudo decir fue que lo sentía; no había tenido intención de asustarla. Le cogió la mano y la llevó hasta la pared que separaba el comedor de la cocina.—¿Qué haces ahora? —preguntó Kelly con alarma.
Jeffrey se llevó un dedo a los labios para hacerla callar.
—¿Recuerdas el hombre del que te hablé, el que me disparó?
—Devén —susurró.
Kelly asintió con la cabeza.
—Ha estado aquí. En la parte delantera Incluso ha dado la vuelta a la casa y ha probado la puerta trasera.
—No había nadie fuera cuando yo he entrado.
—¿Estás segura?
—Completamente segura —dijo Kelly—. Lo comprobaré.
Iba a marcharse pero Jeffrey le cogió el brazo Sólo entonces se dio cuenta de lo aterrorizado que estaba.
—Puede que vaya armado.
—¿Quieres que llame a la Policía?
—No —dijo Jeffrey No sabía lo que quería hacer.
—¿Por qué no vuelves a esconderte en la despensa y yo echaré un vistazo? —sugirió Kelly.
Jeffrey dijo que sí No le gustaba la idea de que Kelly se enfrentara sola con Devlin, pero como era a él a quien quería Devén, creyó que debería dejarla sola De una manera u otra tenían que averiguar si Devlin merodeaba por allí Jeffrey volvió a entrar en la despensa.
Kelly fue a la puerta principal y comprobó la parte delantera de la calle Miró arriba y abajo la calle Después, fue a la parte trasera de la casa y comprobó la zona posterior Encontró algunas huellas de barro en el patio trasero, pero nada más Volvió a entrar e hizo salir a Jeffrey de la despensa En cuanto lo hizo, Delilah se apresuró a entrar de nuevo.
Poco convencido aún, Jeffrey recorrió con cautela la casa, primero dentro, después fuera Kelly le siguió Él estaba auténticamente perplejo ¿Por qué se había retirado Devlin? No era que quisiera dudar de tan inesperada buena suerte.
Al volver a entrar en la casa, Jeffrey dijo.
—¿Cómo demonios me habrá encontrado? No he dicho a nadie que estoy aquí, ¿y tú?
—A nadie.
Jeffrey se encaminó directamente a la habitación de invitados y sacó la bolsa de su escondrijo debajo de la cama Kelly permaneció en el umbral de la puerta.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Tengo que marcharme antes de que vuelva —dijo.—Espera un momento. Hablemos de esto —dijo Kelly—. Quizá podríamos hablar en lugar de decidir marcharte así, sin más Creía que estábamos en esto juntos.
—No puedo estar aquí cuando él vuelva —dijo Jeffrey.
—¿De veras crees que Devlin sabe que estás aquí?
—Evidentemente —dijo Jeffrey casi con irritación—. ¿Qué crees, que va llamando a todas las puertas de Boston?
—No es necesario que seas sarcástico —dijo Kelly, paciente.
—Lo siento —dijo Jeffrey—. No tengo mucho tacto cuando estoy aterrorizado.
—Creo que hay una razón del porqué ha venido y llamado al timbre —dijo Kelly—. Dejaste las notas de Chris en la habitación del hotel En todas ellas estaba escrito su nombre Probablemente sólo quería hacerme algunas preguntas.
Jeffrey entrecerró los ojos pensando en esa posibilidad.
—¿De verdad lo crees? —preguntó, tranquilizándose ante esta idea.
—Cuanto más lo pienso, más me parece la explicación más razonable Si no ¿por qué se habría marchado? Si supiera que estás aquí, se habría apostado fuera hasta que aparecieras Habría sido más insistente.
Jeffrey asintió El argumento de Kelly tenía sentido.
—Creo que puede volver —prosiguió Kelly—. Pero no pienses que sabe que estás aquí Lo único que significa es que tenemos que ser aún más cuidadosos y tenemos que pensar en alguna explicación del hecho de que tú tuvieras las notas de Chris, por si me pregunta.
Jeffrey volvió a asentir.
—¿Alguna sugerencia? —preguntó ella.
Jeffrey se encogió de hombros.
—Los dos somos anestesistas Podrías decir que Chris y yo investigábamos juntos.
—Quizá tendríamos que pensar algo mejor —dijo Kelly—. Pero es una idea. De todas maneras, te quedas, no te vas, así que mete la bolsa debajo de la cama.
Giró sobre sus talones y salió de la habitación de invitados.
Jeffrey suspiró con alivio En realidad no había querido marcharse Colocó la bolsa debajo de la cama y siguió a Kelly.
Lo primero que Kelly hizo fue correr las cortinas del comedor, la cocina y la salita Después, fue a la cocina y dejó la escoba en la despensa Entregó a Jeffrey el sobre del «St Joe’s». Contenía la copia de la lista del personal profesional y subalterno del «St Joe’s».
Jeffrey se llevó el sobre al sofá y lo abrió Sacó el papel de ordenadory lo desplegó. Había muchos nombres. Lo que a Jeffrey le interesaba era leer los del personal profesional para ver si alguna de las personas del «Memorial» gozaba de privilegios en el «St. Joe’s».
—¿Preparamos un poco de cena? —preguntó Kelly.
—Supongo que sí —dijo él, levantando la vista.
Después del episodio de la despensa, no estaba seguro de poder comer. Media hora antes, no habría supuesto que ahora estaría relajándose en el sofá, pensando en la cena.