Lunes, 15 de mayo, 1989
11.15 horas
Un rayo de dorada luz matutina se filtraba a través de una ventana alta a la izquierda de Jeffrey y atravesaba la sala del tribunal, chocando contra la pared artesonada de detrás del banco del juez como un foco. Millones de diminutas motas de polvo centelleaban y se arremolinaban en el intenso rayo de luz. Desde el inicio de este juicio, Jeffrey se había sorprendido de la teatralidad del sistema judicial. Pero no se trataba de un drama de la televisión. La carrera de Jeffrey —su vida entera— estaba en juego.
Jeffrey cerró los ojos y se inclinó hacia delante ante la mesa del acusado, apoyando la cabeza en las manos. Con los codos sobre la mesa, se frotó los ojos. La tensión iba a volverle loco.
Respiró hondo y abrió los ojos, casi esperando que la escena que se desarrollaba ante él hubiera desaparecido mágicamente y él despertara de la peor pesadilla de su vida. Jeffrey se encontraba en su segundo juicio por la muerte de Patty Owen, acontecida ocho meses atrás. En aquellos momentos se encontraba ante un tribunal de justicia en el centro de Boston, esperando que el jurado diera su veredicto a los cargos criminales.
Jeffrey miró por encima de la cabeza de su abogado escudriñando a la multitud. Se oía un excitado murmullo de voces, un murmullo de expectación. Jeffrey desvió la mirada, pues sabía que todas las conversaciones se centraban en él. Deseaba poder esconderse. Se sentía completamente humillado por el espectáculo público que se desarrollaba tan rápidamente. Su vida entera se había desenmarañado y desintegrado. Su carrera se hacía trizas. Se sentía abrumado, aunque extrañamente insensible.
Jeffrey suspiró. Randolph Bingham, su abogado, le había instado a que apareciera calmado y controlado. Era más fácil decirlo que hacerlo, especialmente ahora. Después de toda la angustia, la ansiedad y las noches sin dormir, ahora habían llegado al final. El jurado había tomado una decisión. El veredicto estaba a punto de conocerse.
Jeffrey examinó el perfil aristocrático de Randolph. Este hombre se había convertido en un padre para él durante los últimos ocho espantosos meses, aunque sólo tenía cinco años más que Jeffrey. A veces Jeffrey casi sentía amor por ese hombre, otras veces se notaba más cerca de la rabia y el odio. Pero siempre había tenido confianza en la capacidad de su abogado, al menos hasta ahora.
Mirando a la parte demandante, Jeffrey examinó al fiscal del distrito. Había sentido una antipatía particular hacia ese hombre, que parecía haberse tomado el caso como vehículo para avanzar en su carrera política. Jeffrey podía apreciar la inteligencia natural del hombre, aunque había llegado a despreciarle en el transcurso de los cuatro días de juicio. Pero ahora, al observar cómo el fiscal conversaba animadamente con su ayudante, Jeffrey se dio cuenta de que no sentía ninguna emoción por ese hombre. Para él, todo el asunto no había sido más que un trabajo, ni más, ni menos.
Los ojos de Jeffrey pasaron del fiscal del distrito hacia la tribuna del jurado vacía. Durante el juicio, comprender que estos doce extraños tenían su destino en sus manos había paralizado a Jeffrey. Jamás había experimentado semejante vulnerabilidad. Hasta este episodio, Jeffrey había vivido bajo la ilusión de que su destino se hallaba en sus propias manos. Este juicio le demostraba cuán equivocado estaba.
El jurado había deliberado durante dos días llenos de ansiedad y, para Jeffrey, dos noches sin dormir. Ahora esperaban que el jurado volviera a la sala. Jeffrey volvió a preguntarse si dos días de deliberaciones eran buena señal o mala señal. Randolph, con su actitud irritantemente conservadora, no especulaba. A Jeffrey le parecía que el hombre habría podido mentir sólo para proporcionarle unas horas de relativa paz.
A pesar de sus buenas intenciones de evitar moverse nerviosamente, Jeffrey empezó a acariciarse el bigote. Cuando se dio cuenta de que lo hacía, cruzó las manos y las puso sobre la mesa, ante sí.
Miró por encima del hombro izquierdo y vio a Carol, su pronto exesposa. Tenía la cabeza baja. Estaba leyendo. Jeffrey volvió la mirada a la tribuna vacía del juez. Habría podido irritarle que ella estuviera tan tranquila como para poder leer en esos momentos, pero no fue así. En cambio, Jeffrey se sentía agradecido de que estuviera allí y de que le hubiera demostrado tanto apoyo como había hecho. Al fin y al cabo, incluso antes de que esta pesadilla legal hubiera comenzado, los dos habían llegado a la conclusión mutua de que se habían apartado.
Cuando se casaron, ocho años atrás, no le había parecido importante que Carol fuera extremadamente sociable y abierta mientras que él tenía tendencia a lo contrario. Tampoco había preocupado a Jeffrey que Carol quisiera retrasar tener familia mientras progresaba en su carrera bancaria, al menos hasta que Jeffrey descubrió que su idea de retrasarlo significaba que no lo haría nunca. Y ahora ella quería ir al Oeste, a Los Ángeles. Jeffrey habría podido vivir con la idea de mudarse a California, pero le costaba aceptar lo de la familia. Con los años, deseaba cada vez más tener un hijo. Ver que las esperanzas y aspiraciones de Carol se movían en una dirección enteramente distinta le entristecía, pero descubrió que no se lo tenía en cuenta. Al principio Jeffrey estaba en contra del divorcio, pero al final había cedido. De algún modo, no estaban hechos el uno para el otro. Pero cuando aparecieron los problemas legales de Jeffrey, Carol se había ofrecido a dejar a un lado el tema doméstico hasta que las dificultades legales de Jeffrey estuvieran resueltas.
Jeffrey volvió a suspirar, más audiblemente que antes. Randolph le lanzó una mirada de desaprobación, pero Jeffrey no comprendía qué importaban ya las apariencias. Siempre que Jeffrey pensaba en la secuencia de acontecimientos, producía en él un efecto de vértigo. Todo había sucedido tan de prisa. Poco después de la desastrosa muerte de Patty Owen había llegado la citación por negligencia. Dado el clima litigante del momento, a Jeffrey no le había sorprendido el proceso, salvo quizá la rapidez.
Desde el principio, Randolph había advertido a Jeffrey que sería un caso difícil. Jeffrey no tenía idea de cuánto. Eso fue antes de que el «Boston Memorial» le suspendiera de empleo. A la sazón, semejante acción había parecido caprichosa e irracionalmente cruel. Sin duda no era la clase de apoyo o voto de confianza que Jeffrey había esperado Ni Jeffrey ni Randolph tenían la menor idea de cuál era la razón fundamental de la suspensión. Jeffrey habría querido emprender alguna acción contra el «Boston Memorial» por este comportamiento injustificado, pero Randolph le había aconsejado que no hiciera nada. Creía que ese tema se resolvería mejor después de que el litigio por negligencia concluyera.
Pero la suspensión de empleo sólo era el anuncio de los problemas más graves que se avecinaban. El abogado demandante de la negligencia era un joven agresivo llamado Matthew Davidson, de una firma de St. Louis especializada en pleitos por negligencia. También estaba asociado con una pequeña firma de abogados de Massachusetts. Había presentado demanda contra Jeffrey, Simarian, Overstreet, el hospital e incluso «Arolen Pharmaceuticals», fabricante de la «Marcaina». Jeffrey nunca había sido objeto de una acción por negligencia. Randolph tuvo que explicar que se trataba del método «a la fuerza». Los litigantes demandaban a todos los que tenían «bolsillos amplios», existieran o no pruebas de implicación directa en el pretendido incidente de negligencia.
Ser uno entre muchos al principio había proporcionado cierto consuelo a Jeffrey, pero no por mucho tiempo. Pronto se hizo evidente que Jeffrey se quedaría solo. Recordaba el cambio decisivo como si fuera ayer. Había sucedido en el transcurso de su propio testimonio en las primeras fases del juicio civil inicial por negligencia. Había sido el primer acusado que prestó declaración. Davidson le había estado formulando preguntas rápidas sobre sus antecedentes, cuando de pronto se puso más duro.
—Doctor —dijo Davidson, volviendo su cara atractiva y delgada hacia Jeffrey dándole un tono peyorativo al título. Se dirigió directamente hasta la tribuna de los testigos y colocó su cara a pocos centímetros de la de Jeffrey. Iba vestido con un traje oscuro a rayas finas de corte impecable, con una camisa color lila claro y una corbata de cachemira de color púrpura. Olía a colonia pura—. ¿Alguna vez ha sido adicto a alguna droga?
—¡Protesto! —gritó Randolph, poniéndose en pie.
Jeffrey se sentía como si estuviera contemplando una escena de una obra de teatro, no un capítulo de su vida. Randolph explicó su protesta:
—Esta pregunta no tiene relación con los temas que estamos tratando. El fiscal trata de impugnar a mi cliente.
—En absoluto —replicó Davidson—. Este tema está extremada-mente relacionado con las circunstancias que nos ocupan, como se revelará en el testimonio de posteriores testigos.
Durante unos momentos el silencio reinó en la abarrotada sala de justicia. La publicidad había hecho notorio el caso. Había gente de pie en la parte de atrás de la sala.
El juez era un negro corpulento llamado Wilson. Se subió las gruesas gafas de montura negra sobre el puente de la nariz. Finalmente, se aclaró la garganta.
—Si me está tomando el pelo, señor Davidson, lo pagará.
—No me atrevería a tomarle el pelo, señoría.
—Protesta anulada —dijo el juez Wilson. Hizo una seña afirmativa hacia Davidson—. Proceda, abogado.
—Gracias —dijo Davidson mientras volvía su atención de nuevo a Jeffrey—. ¿Quiere que repita la pregunta, doctor? —preguntó.
—No —dijo Jeffrey. Recordaba muy bien la pregunta. Miró a Randolph, pero este estaba ocupado escribiendo en un bloc amarillo. Jeffrey devolvió a Davidson su mirada fija. Tuvo la premonición de que se avecinaban problemas—. Sí, en una ocasión tuve un leve problema de drogas —dijo con voz apagada.
Era un viejo secreto que jamás imaginó saldría a la superficie, en especial no en un tribunal de justicia. Recientemente se lo habían recordado cuando tuvo que llenar el impreso para renovar su licencia médica de Massachusetts. Sin embargo, creía que esa información era confidencial.
—¿Quiere decirle al jurado a qué droga era adicto? —preguntó Davidson, apartándose de Jeffrey como si le repugnara demasiado para permanecer cerca de él más tiempo del necesario.
—Morfina —dijo Jeffrey en un tono casi desafiante—. Fue hace cinco años. Tuve problemas con un dolor de espalda después de un accidente de bicicleta.
Por el rabillo del ojo, Jeffrey vio a Randolph que se rascaba la ceja derecha. Era un gesto que previamente habían acordado para señalar que quería que Jeffrey se limitara a la pregunta y no ofreciera información. Pero Jeffrey hizo caso omiso. Jeffrey estaba enojado porque había salido a relucir esta parte de su pasado que no venía al caso. Sentía la necesidad de explicarse y defenderse. No cabía duda de que no era drogadicto ni por un esfuerzo de la imaginación.
—¿Cuánto tiempo fue adicto a ella? —preguntó Davidson.
—Menos de un mes —respondió Jeffrey sin vacilar—. Era una situación en que la necesidad y el deseo se habían fundido imperceptiblemente.
—Entiendo —dijo Davidson, alzando las cejas en un dramático gesto de comprensión—. ¿Así es como se lo explicó a sí mismo?
—Es como mi médico me lo explicó a mí —replicó Jeffrey. Veía a Randolph que se rascaba otra vez frenéticamente, pero Jeffrey siguió sin hacerle caso—. El accidente de bicicleta se produjo en un momento de profunda tensión doméstica. Un cirujano ortopeda me recetó la morfina. Me convencí a mí mismo de que la necesitaba más tiempo del en realidad requerido. Pero me di cuenta de lo que sucedía al cabo de pocas semanas y tomé la baja por enfermedad del hospital y me sometí a tratamiento voluntariamente. Y también a un consejero matrimonial, podría añadir.
—Durante esas semanas, ¿alguna vez administró anestesia mientras… —Davidson se interrumpió como si tratara de pensar en cómo expresar su pregunta—… mientras se encontraba bajo el efecto de la droga?
—¡Protesto! —gritó Randolph—. ¡Esta línea de interrogatorio es absurda! ¡Es calumnia!
El juez inclinó la cabeza para mirar por encima de sus gafas, que le habían resbalado.
—Señor Davidson —dijo en tono paternalista—, volvemos a estar en el mismo sitio. Confío en que tenga alguna razón convincente para esta aparente divagación.
—Absolutamente, su señoría —dijo Davidson—. Tenemos intención de demostrar que este testimonio guarda relación directa con el caso que nos ocupa.
—Protesta denegada —dijo el juez—. Prosiga.
—Davidson se volvió a Jeffrey y repitió la pregunta. Pareció relamerse con la frase «bajo el efecto».
Jeffrey miró furioso al abogado demandante. La única cosa en su vida de la que estaba absolutamente seguro era su sentido de la responsabilidad profesional, la competencia y la actuación. El hecho de que aquel hombre sugjriera otra cosa le enfurecía.
—Jamás he puesto en peligro a un paciente —estalló Jeffrey.
—Eso no es lo que pregunto —dijo Davidson.
Randolph se puso de pie y dijo:
—Señoría, me gustaría acercarme al estrado.
—Como desee —dijo el juez.
Randolph y Davidson se acercaron al juez. Randolph estaba furioso. Empezó a hablar con un susurro ronco. Aun cuando Jeffrey sólo se hallaba a tres metros, no pudo oír la conversación con claridad aunque escuchó la palabra «receso» varias veces. Al fin, el juez se echó hacia atrás y le miró.—Doctor Rhodes —dijo—, al parecer su abogado cree que usted necesita un descanso. ¿Es cierto?
—No necesito ningún descanso —dijo Jeffrey airado.
Randolph alzó las manos en gesto de frustración.
—Bien —dijo el juez—, entonces prosigamos el interrogatorio, señor Davidson, para que podamos salir a almorzar.
—Está bien, doctor —dijo Davidson—. ¿Alguna vez ha administrado anestesia bajo la influencia de la morfina?
—Puede que una o dos veces… —empezó a decir Jeffrey—, pero…
—¡Sí o no, doctor! —le interrumpió Davidson—. Sólo quiero un simple sí o no.
—¡Protesto! —gritó Randolph—. El abogado no deja que el testigo responda a la pregunta.
—Al contrario —replicó Davidson—. Es una pregunta sencilla y quiero una respuesta sencilla. Sí o no.
—Anulada la protesta —dijo el juez—. El testigo tendrá oportunidad de dar explicaciones en la segunda ronda de preguntas. Le ruego responda a la pregunta, doctor Rhodes.
—Sí —dijo Jeffrey.
Sentía que la sangre le hervía. Quería estrangular al abogado demandante.
—Desde su tratamiento para la adicción a la morfina… —empezó Davidson, apartándose de Jeffrey. Remarcó las palabras «adicción» y «morfina»; luego hizo una pausa. Se detuvo cerca de la tribuna del jurado, se volvió y prosiguió—: ¿Ha vuelto a tomar morfina alguna vez?
—No —dijo Jeffrey con energía.
—¿Tomó morfina el día que administró anestesia a la infortunada Patty Owen?
—En absoluto —dijo Jeffrey.
—¿Está seguro, doctor Rhodes?
—¡Sí! —gritó Jeffrey.
—No haré más preguntas —dijo Davidson, y volvió a su sitio.
Randolph hizo todo lo que pudo en la segunda ronda de preguntas, haciendo hincapié en que el problema de adicción había sido de poca importancia y de corta duración, y que Jeffrey nunca había tomado más que una dosis terapéutica. Además, Jeffrey se había sometido voluntariamente a tratamiento, habían certificado su curación, y no había sido sometido a ninguna acción disciplinaria. Pero a pesar de estas aseveraciones, Jeffrey y Randolph sentían que esto había resultado un golpe mortal para el caso.
En aquel momento, Jeffrey fue devuelto al presente por la aparición de un funcionario uniformado en la puerta de la sala del jurado. El pulso se le aceleró. Creía que el jurado estaba a punto de ser anunciado. Pero el funcionario del tribunal se encaminó a la puerta que daba al despacho del juez y desapareció. Los pensamientos de Jeffrey se remontaron al juicio por negligencia.
De acuerdo con lo que había dicho respecto a la pertinencia del asunto, Davidson volvió a sacar a relucir el tema de la adicción con un testimonio totalmente inesperado a pesar de las declaraciones del descubrimiento. La primera sorpresa llegó en forma de Regina Vinson.
Después de las preguntas introductorias de costumbre, Davidson le preguntó si había visto al doctor Jeffrey Rhodes el fatídico día de la muerte de Patty Owen.
—Sí, le vi —dijo Regina, mirando fijamente a Jeffrey.
Jeffrey conocía vagamente a Regina como una de las enfermeras de la sala de operaciones del turno de noche. No recordaba haberla visto el día en que murió Patty.
—¿Dónde estaba el doctor Rhodes cuando le vio? —preguntó Davidson.
—Estaba en la sala de anestesia del quirófano número once —respondió Regina, manteniendo la vista fija en Jeffrey.
Jeffrey volvió a tener la premonición de que se avecinaba algo perjudicial para su caso, pero no podía adivinar qué sería. Recordó haber trabajado en la sala número once casi todo el día. Randolph se inclinó hacia delante y preguntó en voz baja:
—¿Adónde quiere ir a parar?
—No tengo la más remota idea —susurró Jeffrey, incapaz de romper el contacto visual con la enfermera. Lo que le inquietaba era que percibía una auténtica hostilidad en la mujer.
—¿El doctor Rhodes la vio? —preguntó Davidson.
—Sí —respondió Regina.
Entonces Jeffrey recordó. Mentalmente vio la imagen del rostro sobresaltado cuando ella apartó la cortina. El hecho de que aquel día fatídico él se encontrara mal era algo que no tenía nada que ver con su problema de adicción y que no había contado a Randolph. Había pensado hacerlo, pero tuvo miedo. A la sazón pensó que su conducta era prueba de su dedicación y autosacrificio. Después, no había estado seguro. Así que nunca se lo había dicho a nadie. Iba a tocar el brazo de Randolph, pero era demasiado tarde.
Davidson miró a los miembros del jurado, uno tras otro, mientras planteaba la siguiente pregunta:
—¿Había algo extraño en el hecho de que el doctor Rhodes se encontrara en la sala de operaciones número once?
—Sí —contestó Regina—. La cortina estaba cerrada y la sala de operaciones número once no se estaba utilizando.
Davidson mantuvo sus ojos en el jurado. Luego dijo:
—Por favor, diga al tribunal lo que el doctor Rhodes hacía en la sala de anestesia de la sala de operaciones vacía con las cortinas corridas.
—Se estaba inyectando intravenosamente —dijo Regina airada.
Un murmullo excitado corrió la sala. Randolph se volvió a Jeffrey con expresión de asombro. Jeffrey meneó la cabeza.
—Puedo explicarlo —dijo mansamente.
Davidson prosiguió.
—¿Qué hizo usted después de ver al doctor Rhodes inyectándose?
—Fui a la supervisora, que llamó al jefe de anestesia —dijo Regina—. Lamentablemente, el jefe de anestesia no fue localizado hasta después de la tragedia.
Inmediatamente después del perjudicial testimonio de Regina, Randolph consiguió un intermedio. Cuando se halló a solas con Jeffrey, le preguntó por el episodio de «inyectarse». Jeffrey confesó que aquel día fatídico se encontraba mal, y dijo que él era el único que estaba disponible para el parto. Le explicó todo lo que había hecho para seguir trabajando, incluido lo de inyectarse el suero intravenoso y tomar un elixir calmante.
—¿Qué más no me ha dicho? —preguntó Randolph enfadado.
—Eso es todo —dijo Jeffrey.
—¿Por qué no me lo había dicho antes? —preguntó Randolph con brusquedad.
Jeffrey meneó la cabeza. En verdad, él mismo no estaba completamente seguro.
—No lo sé —dijo—. Nunca me ha gustado admitir que estoy enfermo, ni siquiera a mí mismo, y mucho menos a los demás. La mayoría de médicos son así. Quizá forma parte de nuestras defensas porque estamos rodeados de enfermedad. Nos gusta pensar que somos invulnerables.
—No le estoy pidiendo un editorial —casi gritó Randolph—. Guárdeselo para el New England Journal of Medicine. Quiero saber por qué no me dijo a mí, su abogado, que le vieron inyectándose aquella mañana.—Supongo que tuve miedo a decírselo —admitió Jeffrey—. Hice todo lo posible por Patty Owen. Cualquiera puede leer el informe y atestiguarlo. Lo último que quería admitir era que pudiera ponerse en duda que me encontraba en plena forma. Quizá tuve miedo de que no me defendiera con la misma intensidad si creía que era culpable, aunque fuera remotamente.
—¡Dios mío! —exclamó Randolph.
—Más tarde, de nuevo en la sala, durante la segunda ronda de preguntas, Randolph hizo todo lo que pudo para controlar el daño hecho. Planteó la cuestión de que Regina no sabía si Jeffrey se estaba inyectando una droga o simplemente poniéndose un suero intravenoso para rehidratarse.
Pero Davidson todavía no había terminado. Hizo salir al estrado a Sheila Dodenhoff.
—Señorita Dodenhoff —entonó Davidson—, como enfermera circulante durante la tragedia de la señora Owen, ¿observó alguna cosa extraña en el acusado, el doctor Rodhes?
—Sí —respondió Sheila triunfante.
—¿Quiere hacer el favor de decirle al tribunal lo que observó? —dijo Davidson, disfrutando a todas luces del momento.
—Observé que sus pupilas eran diminutas —dijo Sheila—. Me fijé en ello porque sus ojos son tan azules. De hecho, apenas se le veían las pupilas.
El siguiente testigo de Davidson era un oftalmólogo de Nueva York, famoso en todo el mundo, que había escrito un tomo exhaustivo acerca de la función de la pupila. Después de presentar sus eminentes credenciales, Davidson pidió al doctor que nombrara la droga más común que hacía que las pupilas se contrajeran hasta quedar como un puntito; miosis, como prefirió el médico llamar a ese estado.
—¿Se refiere a una droga sistémica o a gotas para los ojos? —preguntó el oftalmólogo.
—Una droga sistémica —dijo Davidson.
—La morfina —dijo con seguridad el oftalmólogo.
Entonces inició un incomprensible discurso acerca del núcleo de Edinger-Westphal, pero Davidson le interrumpió y pasó el testigo a Randolph.
A medida que transcurría el juicio, Randolph trató de rectificar el daño, proponiendo que Jeffrey había tomado el elixir calmante para la diarrea. Como se compone de tintura de opio, y como el opio contiene morfina, él propuso que el elixir había hecho que las pupilas de Jeffrey se contrajeran. También explicó que Jeffrey se había administrado a sí mismo una dosis de suero intravenoso para tratar los síntomas de gripe, que frecuentemente son causados por la deshidratación. Pero era evidente que el jurado no se creyó estas explicaciones, especialmente después de que Davidson hiciera salir al estrado a un internista conocido y respetado.
—Dígame, doctor —dijo Davidson melosamente—, ¿es corriente que los médicos se administren suero intravenoso como se ha sugerido que hizo el doctor Rhodes?
—No —dijo el internista—. He oído que algunos residentes de cirugía lo hacen, pero aunque esta información sea cierta, sin duda no se trata de una práctica corriente.
El golpe final se produjo cuando Davidson llamó al estrado a Marvin Hickleman. Era uno de los asistentes de quirófano.
—Señor Hickleman —dijo Davidson—, ¿limpió usted la sala de operaciones número quince después del caso de Patty Owen?
—Sí, señor —dijo Marvin.
—Entiendo que encontró usted algo en el cubo de basura para productos peligrosos al lado del aparato de anestesia. ¿Podría decirle al tribunal qué encontró?
Marvin se aclaró la garganta.
—Encontré un frasco vacío de «Marcaina».
—¿De qué concentración era la ampolla? —preguntó Davidson.
—Era de 0,75% —dijo Marvin.
Jeffrey se inclinó hacia delante y susurró a Randolph:
—Utilicé uno de 0,5%. Estoy seguro.
Como si le hubiera oído, Davidson preguntó entonces a Hickleman:
—¿Encontró algún frasco de 0,5%?
—No —respondió Marvin—. No encontré ninguno.
En la segunda ronda de preguntas, Randolph trató de desacreditar el testimonio de Marvin, pero sólo empeoró las cosas.
—Señor Hickleman, ¿siempre registra la basura cuando limpia una sala de operaciones, y comprueba la concentración de los diversos envases de medicamentos?
—¡No!
—Pero sí lo hizo en este caso concreto.
—¡Sí!
—¿Puede decirnos por qué?
—La supervisora de enfermeras me pidió que lo hiciera.
El golpe de gracia final lo proporcionó el doctor Leonard Simon, de Nueva York, renombrado anestesista a quien incluso Jeffrey reconoció. Davidson fue directo a la cuestión.
—Doctor Simón, ¿la «Marcaina» al 0,75% está recomendada para la anestesia epidural obstétrica?
—En absoluto —dijo el doctor Simón—. De hecho, está contraindicada. Lo advierte claramente el folleto que acompaña al envase y el Vademécum. Todos los anestesistas lo saben.
—¿Puede decirnos por qué está contraindicado en obstetricia?
—Se descubrió que a veces causaba graves reacciones.
—¿Qué clase de reacciones, doctor?
—Toxicidad del sistema nervioso central…
—¿Eso significa convulsiones, doctor?
—Sí, se sabe que ha causado convulsiones epilépticas.
—¿Qué más?
—Toxicidad cardíaca.
—¿Qué significa…?
—Arritmia, paro cardíaco. _ —¿Y estas reacciones ocasionalmente han sido fatales?
—Eso es —dijo el doctor Simón, clavando el último clavo al ataúd de Jeffrey.
El resultado fue que Jeffrey y sólo Jeffrey fue hallado culpable de negligencia. Simarian, Overstreet, el hospital y la empresa farmacéutica fueron exonerados. El jurado concedió a los herederos de Patty Owen once millones de dólares: nueve millones más de lo que cubría la póliza de seguros de Jeffrey por negligencia.
Al final del juicio, Davidson se había mostrado abiertamente decepcionado por haber realizado tan buen trabajo destruyendo a Jeffrey. Como los otros acusados y sus bolsillos amplios habían sido exculpados, había pocas probabilidades de cobrar mucho más de lo que cubría el seguro de Jeffrey, aun cuando los ingresos de Jeffrey le fueran embargados por el resto de su vida.
Para Jeffrey, el resultado fue devastador, personalmente no menos que profesionalmente. La imagen que tenía de sí mismo y su valor se basaban en su sentido de la dedicación, el compromiso y el sacrificio. El juicio y el fallo del tribunal la destruyeron. Incluso llegó a dudar de sí mismo. Quizá había utilizado la «Marcaina» al 0,75% por error.
Jeffrey había podido deprimirse, pero no tuvo tiempo para dejarse vencer por la depresión. Entre la ampliamente difundida noticia de que Jeffrey había «actuado bajo la influencia de la droga» y el fuerte sentimiento antidroga de la época, el fiscal del distrito se había sentido obligado a presentar cargos criminales.
Para total incredulidad de Jeffrey, le acusaron de asesinato en segundo grado. Ahora estaba esperando el veredicto del jurado por este cargo.
Las reflexiones de Jeffrey fueron interrumpidas de nuevo por el funcionario uniformado cuando reapareció procedente del despacho del juez y volvió a entrar en la sala del jurado. ¿Por qué lo alargaban tanto? Era una tortura para Jeffrey. Le invadía una sensación demasiado real de déjâ vu, pues el juicio criminal de cuatro días no había sido muy diferente del juicio civil previo. Sólo que esta vez las apuestas eran más elevadas.
Perder dinero, aunque no lo tuviera, era una cosa. El espectro de una condena criminal y la prisión obligatoria era algo completamente distinto. Jeffrey en verdad no creía que pudiera soportar la vida entre rejas. Si era debido a un miedo racional o a una fobia irracional, no lo sabía. A pesar de todo, le había dicho a Carol que pasaría el resto de su vida en otro país antes de enfrentarse a una estancia en la cárcel.
Jeffrey alzó los ojos y miró la tribuna del juez vacía. Dos días antes, el juez había advertido al jurado antes de que este se retirara a deliberar. Algunas de las palabras del juez reverberaban en la mente de Jeffrey y excitaba sus temores.
—Miembros del jurado —la juez Janice Maloney había dicho—, antes de que puedan considerar al acusado, el doctor Jeffrey Rhodes, culpable de asesinato en segundo grado, el Estado ha de haber demostrado sin lugar a dudas razonables que la muerte de Patty Owen fue causada por un acto del acusado inminentemente peligroso para otra persona ya que demostraba una mente depravada, indiferente a la vida humana. Un acto es «inminentemente peligroso» y «demuestra una mente depravada» si es un acto del que una persona de juicio corriente sabría con razonable certeza que mata o daña seriamente el cuerpo de otro. También es semejante acto si procede de la mala voluntad, el odio o la imprudencia temeraria.
A Jeffrey le pareció que el desenlace del caso dependía de si el jurado creía o no que había tomado morfina. Si creían que sí lo había hecho, considerarían que había actuado con imprudencia temeraria. Al menos, así es como él lo consideraría si se encontrara entre los miembros del jurado. Al fin y al cabo, administrar anestesia siempre era inminentemente peligroso. Lo único que la distinguía de la violencia criminal era que existía consentimiento.
Pero las palabras de la juez al jurado que más habían amenazado a Jeffrey eran la parte referente al castigo. La juez había informado aljurado de que incluso una condena del cargo inferior de homicidio sin premeditación la obligaría a sentenciar a un mínimo de tres años de cárcel para Jeffrey.
¡Tres años! Jeffrey empezó a sudar y a sentir frío al mismo tiempo. Se pasó la mano por la frente y sus dedos quedaron mojados.
—¡Todos en pie! —gritó el funcionario del tribunal, que acababa de salir de la sala del jurado.
El hombre se hizo a un lado. Todo el mundo en la sala se puso en pie. Muchos estiraban el cuello, con la esperanza de vislumbrar el veredicto en la expresión de los miembros del jurado cuando aparecieran.
Preocupado con sus pensamientos, el anuncio del funcionario pilló a Jeffrey desprevenido. Reaccionó levantándose de un salto. Sintió un momentáneo vahído y tuvo que apoyarse un instante en la mesa del acusado para no caerse.
Cuando los miembros del jurado entraron, ninguno de ellos estableció contacto visual con Jeffrey. ¿Esto era buena o mala señal? Jeffrey quiso preguntárselo a Randolph, pero tenía miedo de hacerlo.
—La honorable juez Janice Maloney —anunció el funcionario del tribunal mientras la juez salía de su sala y tomaba asiento en la tribuna.
Arregló las cosas que había sobre la mesa, ante ella, poniendo el jarro del agua a un lado. Era una mujer delgada de ojos penetrantes.
—Pueden sentarse —dijo el funcionario del tribunal—. Miembros del jurado, por favor sigan de pie.
Jeffrey tomó asiento, sin dejar de observar al jurado. Ninguno de los miembros de este le miraba, hecho que le fue inquietando. Jeffrey se centró en la figura maternal de pelo blanco que se hallaba en la parte izquierda de la primera fila. Durante el juicio había mirado con frecuencia en dirección a él. Pero no ahora. Ahora tenía las manos juntas ante sí, y los ojos bajos.
El secretario del tribunal se ajustó las gafas. Estaba sentado ante una mesa debajo de la tribuna y a la derecha. La grabadora se hallaba directamente frente a él.
—Haga el favor el acusado de levantarse y mirar al jurado —dijo el secretario.
Jeffrey volvió a levantarse. Esta vez lo hizo despacio. Ahora todos los miembros del jurado le miraban. Con todo, sus rostros permanecían pétreos. Jeffrey sintió que el pulso le martilleaba los oídos.
—Señora presidenta del jurado —gritó el secretario. La presidenta era una mujer de casi cuarenta años con aspecto profesional—. ¿El jurado ha acordado un veredicto?
—Sí —dijo la presidenta.
—Alguacil, haga el favor de recoger el veredicto de la presidenta —ordenó el secretario.
El funcionario se acercó a ella y le cogió de la mano lo que parecía una simple hoja de papel. Después se lo entregó a la juez.
La juez leyó la nota, echando la cabeza hacia atrás para leer a través de sus gafas bifocales. Se tomó tiempo, asintió con la cabeza y después entregó el papel al secretario, quien se levantó para cogerlo.
También el secretario pareció tomarse su tiempo. Jeffrey sentía una intensa irritación por todo este retraso innecesario mientras él seguía de pie frente a los inexpresivos miembros del jurado. El tribunal se burlaba de él con este protocolo arcaico. Ahora el corazón le latía más de prisa y le sudaban las manos. Sentía quemazón en el pecho.
Después de aclararse la garganta, el secretario se volvió para mirar al jurado.
—¿Qué dice usted, señora presidenta del jurado, el acusado es culpable o inocente de la acusación de asesinato en segundo grado?
Jeffrey notó que las piernas le temblaban. Apoyaba la mano izquierda en el borde de la mesa del acusado. No era especialmente religioso, pero se dio cuenta de que estaba rezando: Por favor, Dios mío…
—¡Culpable! —anunció la presidenta con voz clara y resonante.
Jeffrey sintió que las piernas le flaqueaban mientras la imagen de la sala momentáneamente daba vueltas. Apoyó la mano derecha en la mesa para mantener el equilibrio. Notó la mano de Randolph en el brazo derecho.
—Esto es sólo la primera ronda —le susurró Randolph al oído—. Apelaremos, al igual que hicimos con el juicio por negligencia.
El secretario miró hacia Jeffrey y Randolph con aire reprobador; después se volvió al jurado y dijo:
—Señora presidenta y miembros del jurado, escuchen su veredicto tal como el tribunal lo ha registrado. Los miembros del jurado, bajo juramento, dicen que el acusado es culpable del mencionado cargo. ¿Lo mismo dice usted, señora presidenta?
—Sí —respondió la presidenta.
—¿Lo mismo dicen ustedes, miembros del jurado? —preguntó el secretario.
—Sí —respondieron al unísono los miembros del jurado.
El secretario volvió a sus libros mientras la juez empezaba a despedir al jurado. Les dio las gracias por su tiempo y consideración del caso, elogiando su papel en la confirmación de una tradición de doscientos años de la justicia.
Jeffrey se sentó pesadamente, sintiéndose aterido y con frío. Randolph le hablaba, recordándole que el juez del caso de negligencia jamás debería haber aceptado la pregunta referente a su problema con la droga.
—Además —dijo Randolph, inclinándose y mirando a Jeffrey directamente a los ojos—, todas las pruebas son circunstanciales. No ha habido ni una prueba definitiva de que hubiera tomado morfina. ¡Ninguna!
Pero Jeffrey no escuchaba. Las consecuencias de este veredicto eran demasiado abrumadoras para considerarlas. En el fondo se daba cuenta de que, a pesar de todos sus temores, realmente nunca había creído que le condenarían; simplemente porque no era culpable. Nunca se había visto involucrado en el sistema legal, y siempre había confiado en que la «verdad saldría» si alguna vez le acusaban erróneamente. Pero esa creencia era falsa. Ahora él iría a prisión.
¡Prisión! Como para subrayar su destino, el funcionario del tribunal se acercó para esposarle. Jeffrey sólo pudo mirarle, incrédulo. Miró fijamente la superficie pulida de las esposas. Era como si estas le hubieran convertido en un criminal, un convicto, aún más que el veredicto del jurado.
Randolph le daba ánimos en un murmullo. La juez seguía despidiendo al jurado. Jeffrey no oía nada. Sintió que la depresión descendía sobre él como una manta de plomo. Compitiendo con la depresión estaba una sensación de pánico ante la inminente claustrofobia. La idea de ser encerrado en una pequeña habitación evocaba imágenes espeluznantes de cuando, de niño, su hermano mayor le atrapaba bajo las sábanas, lo que le llenaba de miedo de asfixiarse.
—Señoría —dijo el fiscal del distrito cuando el jurado hubo salido. Se puso en pie—. El Estado solicita sentencia.
—Denegado —dijo la juez—. El tribunal programará las medidas de castigo después de una investigación presentencia realizada por el departamento de libertad provisional. ¿Qué día se puede hacer, señor Lewis?
El secretario pasó las hojas de la agenda y dijo:
—El 7 de julio parece bien.
—Será el 7 de julio —dijo la juez.
—El Estado solicita respetuosamente denegar la fianza o un aumento importante de esta —dijo el fiscal del distrito—. La posición del Estado es que, como mínimo, la fianza se eleve de 50 000 a 500 000 dólares.
—Está bien, señor fiscal del distrito —dijo la juez—. Oigamos su argumento.
El fiscal del distrito salió de detrás de la mesa de la acusación para quedar frente a la juez.
—La naturaleza grave de la demanda junto con el veredicto exige una fianza importante, más de acuerdo con la gravedad del delito por el que ha sido condenado. También han corrido rumores de que el doctor Jeffrey Rhodes preferiría huir que hacer frente al castigo del tribunal.
La juez se volvió hacia Randolph. Este se puso de pie.
—Señoría —empezó a decir—, me gustaría hacer hincapié ante el tribunal en que mi cliente posee lazos importantes con la comunidad. Siempre ha mostrado una conducta responsable. No tiene antecedentes penales. De hecho, ha sido un miembro ejemplar de la comunidad, productivo y observante de la Ley. Tiene intención de presentarse para la sentencia. Me parece que 50 000 dólares es una fianza más que suficiente: 500 000 dólares sería excesivo.
—¿Alguna vez su cliente ha expresado la intención de eludir el castigo? —preguntó la juez, mirando por encima de las gafas.
Randolph lanzó una mirada a Jeffrey. La mirada de Jeffrey se posó en sus manos. Volviéndose a la juez, Randolph dijo:
—No creo que mi cliente pensara o dijera nada semejante.
La juez pasó lentamente la mirada de Randolph al fiscal del distrito. Finalmente, dijo:
—La fianza se fija en 500 000 dólares en efectivo. —Entonces, mirando directamente a Jeffrey, dijo—: Doctor Rhodes, como criminal convicto no puede abandonar el Estado de Massachusetts. ¿Está claro?
Jeffrey asintió mansamente.
—¡Señoría! —protestó Randolph.
Pero la juez sólo golpeó una vez con el mazo y se puso de pie, a todas luces despidiéndose.
—¡Todos en pie! —ordenó el funcionario del tribunal.
Haciendo girar sus vestiduras como un derviche, la juez Janice Maloney salió de la sala y desapareció en su despacho. La sala del tribunal estalló en conversación.
—Por aquí, doctor Rhodes —dijo el funcionario que estaba de pie Junto a Jeffrey, señalando una puerta lateral.Jeffrey se puso de pie y avanzó tambaleante. Lanzó una mirada rápida en dirección a Carol. Ella le miraba con aire triste.
El pánico de Jeffrey creció cuando le llevaron a una habitación amueblada con una sencilla mesa y unas espartanas sillas de madera. Se sentó en la silla a la que le condujo Randolph. Aunque hacía todo lo posible por mantener la compostura, no podía impedir que le temblaran las manos. Le faltaba el aliento.
Randolph hacía todo lo que podía para calmarle. Estaba indignado por el veredicto y optimista respecto a la apelación. Entonces, Carol fue acompañada a la estrecha habitación. Randolph le dio unas palmaditas en la espalda y le dijo:
—Hable con él. Yo iré a buscar al fiador de la fianza.
Carol asintió y miró a Jeffrey.
—Lo siento —dijo después que Randolph salió de la habitación.
Jeffrey hizo un gesto afirmativo. Se había portado bien con él, permaneciendo a su lado. Los ojos de Jeffrey se inundaron de lágrimas. Se mordió el labio para contener el llanto.
—Es tan injusto —dijo Carol, sentándose a su lado.
—No puedo ir a la cárcel —fue lo único que Jeffrey pudo decir. Meneó la cabeza—. Todavía no puedo creer que esto esté sucediendo.
—Randolph apelará —dijo Carol—. Aún no ha terminado.
—Apelar —dijo Jeffrey con disgusto—. Será lo mismo. He perdido dos pleitos…
—No es lo mismo —dijo Carol—. Sólo mirarán las pruebas jueces experimentados, no un jurado emotivo.
Randolph regresó del teléfono para decir que Michael Mosconi, el fiador de la fianza, estaba en camino. Randolph y Carol entablaron una animada conversación acerca del proceso de apelación. Jeffrey apoyó los codos sobre la mesa y, a pesar de las esposas, descansó la cabeza en las manos. Pensaba en su licencia médica, y se preguntaba qué le ocurriría como consecuencia del veredicto. Lamentablemente, lo sabía.
Michael Mosconi llegó al cabo de poco rato con su cartera. Su despacho se encontraba a unos pasos del tribunal de justicia, en el edificio curvado frente al Centro de Gobierno. No era un hombre corpulento, pero tenía la cabeza grande y casi calva. El poco pelo que tenía le crecía formando una oscura medialuna que se extendía por detrás de la cabeza de oreja a oreja. Algunos mechones de cabello oscuro estaban peinados directamente sobre la calva, en un vano esfuerzo por proporcionar un mínimo de protección. Tenía unos ojos intensamente oscuros que parecían todo pupila. Iba vestido de modo extraño, con un traje de poliéster azul oscuro, camisa negra y corbata blanca.
Mosconi dejó la cartera sobre la mesa, abrió los cierres y sacó una carpeta con el nombre de Jeffrey.
—Bien —dijo, tomando asiento ante la mesa y abriendo la carpeta—. ¿De cuánto es el aumento de la fianza? —Ya había dado la fianza inicial de 50 000 dólares, quedándose con 5000 dólares por sus servicios.
—De 450 000 dólares —dijo Randolph.
Mosconi silbó a través de los dientes, dejó de sacar papeles.
—¿A quién creen que tienen aquí, al enemigo público número uno?
Ni Randolph ni Jeffrey consideraron que le debían la cortesía de responder.
Mosconi volvió su atención a sus papeles, sin importarle que su cliente no le respondiera. Ya había extendido un cheque de propiedad y carga contra la casa de Marblehead de Jeffrey y Carol cuando estipularon la primera fianza, asegurando el primer bono con un derecho de retención de 50 000 dólares sobre la casa. Esta tenía un valor documentado de 800 000 dólares y existía una hipoteca de poco más de 300 000 dólares.
—Bueno, eso irá bien —dijo—. Podré cargar el bono con un derecho de retención de 450 000 dólares adicionales contra su pequeño castillo de Marblehead. ¿Qué les parece?
Jeffrey asintió. Carol se encogió de hombros.
Cuando Mosconi empezó a rellenar los papeles, dijo:
—También está, por supuesto, la cuestión de mis honorarios, que en este caso serán de 45 000 dólares. Los quiero en efectivo.
—No tengo tanto dinero en efectivo —dijo Jeffrey.
Mosconi dejó de rellenar el formulario.
—Pero estoy seguro de que podrá reunido —intervino Randolph.
—Supongo que sí —dijo Jeffrey. La depresión comenzaba a apoderarse de él.
—Sí o no —dijo Mosconi—. No hago este trabajo por diversión.
—Lo reuniré —dijo Jeffrey.
—Normalmente exijo el dinero al momento —añadió Mosconi—. Pero dado que es usted médico… —Se echó a reír—. Digamos que estoy acostumbrado a tratar con una clientela ligeramente distinta. Pero en el caso de usted, aceptaré un cheque. Pero sólo si puede reunir el dinero y tenerlo en su cuenta digamos mañana a esta hora. ¿Es posible?
—No lo sé —dijo Jeffrey.—Si no lo sabe, tendrá que quedar bajo custodia hasta que tenga el dinero —dijo Mosconi.
—Lo reuniré —dijo Jeffrey. La sola idea de pasar unas pocas noches en prisión le resultaba intolerable.
—¿Tiene algún cheque aquí? —preguntó Mosconi.
Jeffrey asintió.
Mosconi siguió rellenando el formulario.
—Espero que comprenda, doctor —dijo—, que le hago un gran favor aceptando un cheque. Mi empresa lo desaprobaría, así que dejémoslo entre usted y yo. Ahora, ¿tendrá ese dinero en su cuenta dentro de veinticuatro horas?
—Me ocuparé de ello esta tarde —dijo Jeffrey.
—Estupendo —dijo Mosconi. Empujó los papeles hacia Jeffrey—. Ahora, si ustedes dos firman esta nota, la llevaré al despacho del secretario y pagaré.
Jeffrey firmó sin leer lo que firmaba. Carol lo leyó con atención y firmó. Carol sacó el talonario de cheques del bolsillo de la chaqueta de Jeffrey y se lo dio; Jeffrey extendió un cheque por 45 000 dólares. Mosconi cogió el cheque y lo metió en su cartera. Después, se puso de pie y se acercó a la puerta.
—Volveré —dijo con una sonrisa maliciosa.
—Un tipo encantador —dijo Jeffrey—. ¿Tiene que vestirse de ese modo?
—Le está haciendo un favor —dijo Randolph—. Pero es cierto, usted no es como los tipos a los que él está acostumbrado. Antes de que regrese, creo que deberíamos hablar de la investigación anterior a la sentencia y de lo que supone.
—¿Cuándo presentamos la apelación? —preguntó Jeffrey.
—Inmediatamente —respondió Randolph.
—¿Y yo estoy bajo fianza hasta que se vea la apelación?
—Probablemente —dijo evasivo Randolph.
—Demos gracias a Dios por los pequeños favores —dijo Jeffrey.
Entonces Randolph explicó la investigación anterior a la sentencia y lo que Jeffrey podía esperar de las medidas de castigo. No quería ver a Jeffrey más desmoralizado de lo que ya estaba, así que procuró resaltar los aspectos más prometedores de la apelación. Pero Jeffrey siguió abatido.
—Tengo que admitir que no me queda mucha fe en este sistema legal —dijo Jeffrey.
—Tienes que pensar positivamente —dijo Carol.Jeffrey miró a su esposa y empezó a apreciar lo enfurecido que estaba. Que Carol le dijera que debía pensar positivamente dadas las circunstancias era algo muy molesto. De pronto Jeffrey se dio cuenta de que estaba furioso con el sistema, furioso con su destino, furioso con Carol, incluso furioso con su abogado. Al menos sentir cólera probablemente era más saludable que estar deprimido.
—Todo está en orden —dijo Mosconi cuando entró. Agitaba un documento de aspecto oficial—. Si hace el favor —dijo, señalando al funcionario para que quitara las esposas a Jeffrey.
Jeffrey se frotó las muñecas con alivio cuando las tuvo libres. Lo que más deseaba era salir del palacio de justicia. Se puso de pie.
—Estoy seguro de que no tengo que recordarle lo de los 45 000 dólares —dijo Mosconi—. Pero recuerde, me juego el cuello por usted.
—Se lo agradezco —dijo Jeffrey, tratando de parecer agradecido.
Abandonaron juntos la habitación, aunque Michael Mosconi se fue a toda prisa en dirección contraria cuando llegaron al vestíbulo.
Jeffrey nunca había apreciado tan conscientemente el aire fresco, con olor a mar, como cuando salió del palacio de justicia a la plaza pavimentada con ladrillos. Era una brillante tarde de mediados de primavera, con algunas nubes pequeñas que pasaban rápidamente por un lejano cielo azul. El sol era cálido pero el aire, fresco. Era sorprendente cómo la amenaza de la cárcel había agudizado los sentidos de Jeffrey.
Randolph se despidió en la amplia plaza frente al llamativo y moderno Ayuntamiento de Boston.
—Lamento que todo haya terminado así. He hecho todo lo que he podido.
—Lo sé —dijo Jeffrey—. También sé que yo era un cliente horrible y se lo he puesto más difícil aún.
—En la apelación nos irá bien. Mañana por la mañana hablaré con usted. Adiós, Carol.
Carol le despidió con la mano; después, ella yjeffrey contemplaron a Randolph alejarse a grandes pasos hacia State Street, donde él y sus socios ocupaban toda una planta de una de las torres de oficinas más nuevas de Boston.
—No sé si quererle u odiarle —dijo Jeffrey—. Ni siquiera sé si ha hecho un buen trabajo o no, especialmente dado que me han condenado.
—Personalmente, creo que no ha sido lo bastante enérgico —dijo Carol. Se encaminó hacia el garaje.—¿No vuelves al trabajo? —le preguntó Jeffrey.
Carol trabajaba para una empresa de inversiones situada en la zona financiera. Eso estaba en dirección opuesta.
—Me he tomado el día libre —respondió ella por encima del hombro. Se detuvo cuando vio que Jeffrey no la seguía—. No sabía cuánto tardarían en dar el veredicto. Vamos, llévame en tu coche hasta el mío.
Jeffrey se puso a su lado y caminaron juntos.
—¿Cómo vas a reunir 45 000 dólares en veinticuatro horas? —preguntó Carol, echando la cabeza hacia atrás de un modo característico. Tenía el cabello rubio, fino y lacio, y lo llevaba peinado de una manera que a cada momento le caía sobre la cara.
Jeffrey notó que renacía su irritación. Las finanzas habían sido uno de los puntos conflictivos en su matrimonio. A Carol le gustaba gastar dinero, a Jeffrey le gustaba ahorrarlo. Cuando se casaron, el sueldo de Jeffrey era mucho más elevado que el de ella, así que era el sueldo de Jeffrey el que Carol gastaba. Cuando el de Carol comenzó a aumentar, iba entero a su cartera de inversiones mientras seguía utilizando el sueldo de Jeffrey para pagar todos los gastos. La justificación de Carol era que si ella no trabajara, emplearían igual el sueldo de Jeffrey para todos los gastos.
Jeffrey no respondió a la pregunta de Carol inmediatamente. Se dio cuenta de que en este caso su ira iba mal dirigida No estaba enfadado con ella. Todas sus antiguas discusiones por el dinero eran cosa pasada, y preguntarse de dónde saldrían 45 000 dólares en efectivo era una preocupación legítima. Lo que le enojaba era el sistema legal y los abogados que lo dirigían. ¿Cómo abogados como el fiscal del distrito o el abogado demandante podían vivir consigo mismos cuando mentían tanto? Por las declaraciones, Jeffrey sabía que no creían sus propias tácticas. Cada uno de los juicios de Jeffrey había sido un proceso amoral en el que los abogados de la parte contraria habían permitido que los fines justificaran medios deshonestos.
Jeffrey se sentó tras el volante de su coche. Respiró hondo para controlar su ira, y se volvió a Carol.
—Tengo intención de aumentar la hipoteca sobre la casa de Mar blehead. De hecho, deberíamos parar en el Banco antes de ir a casa.
—Con el derecho de retención recién firmado, no creo que el Banco aumente la hipoteca —dijo Carol.
Era una especie de autoridad en el tema; se trataba de su área de experiencia.—Por eso quiero ir ahora mismo —dijo Jeffrey. Puso el coche en marcha y salió del garaje—. Nadie lo sabrá. Pasarán uno o dos días hasta que ese derecho de retención aparezca en sus ordenadores.
—¿Crees que debes hacerlo?
—¿Tienes alguna otra idea de cómo conseguir 45 000 dólares para mañana por la tarde? —preguntó Jeffrey.
—Supongo que no.
Jeffrey sabía que ella tenía ese dinero en su cartera de inversiones, pero no quería pedírselo.
—Nos veremos en el Banco —dijo Carol al bajar frente al garaje donde se encontraba su coche.
Mientras Jeffrey conducía hacia el Norte por Tobin Bridge, el agotamiento se apoderó de él. Parecía que tenía que hacer un esfuerzo consciente para respirar. Empezó a preguntarse por qué se preocupaba por todo aquel galimatías. No valía la pena. Especialmente ahora que estaba seguro de perder la licencia médica. Aparte de la Medicina, de hecho, aparte de la anestesia, no sabía nada. Salvo algún trabajo de poca categoría como preparar paquetes en una tienda de comestibles, no se le ocurría nada para lo que estuviera cualificado. Era un hombre de cuarenta y dos años sin valor y convicto, un don nadie de edad madura que no podría encontrar empleo.
Cuando Jeffrey llegó al Banco, aparcó pero no bajó del coche. Se dejó caer hacia delante y apoyó la frente sobre el volante. Quizá debería olvidarlo todo, irse a casa y dormir.
Cuando la puerta del acompañante se abrió, Jeffrey ni se molestó en mirar.
—¿Estás bien? —preguntó Carol.
—Estoy un poco deprimido —dijo Jeffrey.
—Bueno, es comprensible —dijo Carol—. Pero antes de que te quedes demasiado inmóvil, saquémonos de encima este asunto del Banco.
—Eres tan comprensiva —dijo Jeffrey irritado.
—Uno de los dos tiene que ser práctico —dijo Carol—. Y no quiero verte en la cárcel. Si no tienes ese dinero en tu cuenta corriente, allí es donde acabarás.
—Tengo la terrible premonición de que acabaré allí haga lo que haga. —Con un supremo esfuerzo, salió del coche. Miró a Carol por encima del techo del coche—. Lo que encuentro interesante —añadió— es que yo voy a la cárcel y tú te vas a Los Ángeles, pero no sé quién estará peor.
—Muy gracioso —dijo Carol, aliviada al ver que al menos hacía un chiste, aunque ella no lo encontraba gracioso.
Dudley Farnsworth era el director de la sucursal de Marblehead del Banco de Jeffrey. Años atrás, había sido el director júnior de la sucursal de Boston del Banco que había llevado la primera compra de bienes raíces de Jeffrey. En aquel entonces Jeffrey era residente de anestesista. Catorce años atrás, Jeffrey había comprado un barco de tres cubiertas Cambridge y Dudley se había ocupado de la financiación.
Dudley les atendió en cuanto pudo, llevándoles a su despacho particular y haciéndoles sentar en los sillones de cuero frente a su escritorio.
—¿Qué puedo hacer por vosotros? —preguntó Dudley con amabilidad. Tenía la edad de Jeffrey, pero parecía mayor pues tenía el cabello plateado.
—Nos gustaría aumentar la hipoteca de nuestra casa —dijo Jeffrey.
—Estoy seguro de que no habrá ningún problema —dijo Dudley. Fue hasta un archivador y sacó una carpeta—. ¿Cuánto dinero queréis?
—Cuarenta y cinco mil dólares —dijo Jeffrey.
Dudley se sentó y abrió la carpeta.
—Ningún problema —dijo, mirando las cifras—. Podéis coger más si queréis.
—Cuarenta y cinco mil será suficiente —dijo Jeffrey—. Pero lo necesito mañana.
—¡Uf! —exclamó Dudley—. Eso será difícil.
—Quizá podrías conseguirnos un préstamo —sugirió Carol—. Y cuando llegue la hipoteca, puedes utilizar ese dinero para devolver el préstamo.
Dudley asintió enarcando las cejas.
—Es una idea. Pero os diré lo que haremos: llenemos los formularios para la hipoteca. Veré lo que puedo hacer. Si la hipoteca no llega a tiempo, haré lo que Carol sugiere. ¿Podéis venir mañana por la mañana?
—Si puedo levantarme de la cama, sí —dijo Jeffrey con un suspiro.
Dudley miró a Jeffrey. Intuía que ocurría algo, pero era demasiado educado para preguntar.
Concluido el asunto del Banco, Jeffrey y Carol fueron a sus respectivos coches.
—¿Por qué no me paro en la tienda y compro algo para preparar una buena cena? —sugirió Carol—. ¿Qué te gustaría tomar? ¿Tu plato favorito: chuleta de ternera a la parrilla?
—No tengo hambre —dijo Jeffrey.
—Tal vez ahora no tienes hambre, pero más tarde sí tendrás.
—Lo dudo —dijo Jeffrey.
—Te conozco y sé que tendrás hambre. Me detendré en la tienda de comestibles para comprar comida para esta noche. Así que, ¿qué quieres?
—Lo que tú quieras —dijo Jeffrey. Subió a su coche—. Tal como me siento, no me imagino que quiera comer.
Cuando Jeffrey llegó a casa, entró en el garaje; después, se fue directo a su habitación. Él y Carol ocupaban habitaciones separadas desde el año anterior. Había sido idea de Carol, pero Jeffrey se sorprendió de aceptar enseguida calurosamente. Ese había sido uno de los primeros síntomas claros de que su matrimonio no era lo que debiera ser.
Jeffrey cerró la puerta tras de sí y echó la llave. Recorrió con la mirada sus libros y revistas colocados con esmero en los estantes por orden de altura. No los necesitaría durante un tiempo. Se acercó a la librería y sacó Analgesia epidural y lo arrojó contra la pared. Formó un pequeño agujero en el yeso, y después se estrelló en el suelo. Ese gesto no le hizo sentirse mejor. De hecho, le hizo sentirse culpable, y el esfuerzo le agotó aún más. Recogió el libro, alisó algunas páginas que se habían doblado, y volvió a colocarlo en su sitio. Por costumbre, alineó el lomo con los otros volúmenes.
Jeffrey se sentó pesadamente en el sillón de orejas junto a la ventana, y se quedó mirando distraído hacia los árboles de fuera, cuyos marchitos capullos primaverales habían pasado ya su esplendor. Le invadió una tristeza abrumadora. Sabía que tenía que sacudirse esta autocompasión si quería lograr algo. Oyó que el coche de Carol se detenía, y después de un portazo. Unos minutos más tarde llamaba con suavidad a su puerta. Él hizo caso omiso, pensando que supondría que estaba dormido. Quería estar solo.
Jeffrey bregaba con este sentimiento de culpabilidad cada vez más profundo. Quizás esa era la peor parte de haber sido condenado. Socavando su confianza en sí mismo, volvió a pensar preocupado que tal vez se había equivocado al administrar la anestesia aquel fatídico día. Tal vez había utilizado la concentración errónea. Quizá la muerte de Patty Owen era culpa suya.
Las horas transcurrían lentas mientras la mente preocupada de Jeffrey luchaba contra una creciente sensación de falta de valor. Todo lo que había hecho hasta entonces parecía estúpido e inútil. Había fracasado en todo, desde ser anestesista hasta ser esposo. No se le ocurría nada en lo que hubiera tenido éxito. Incluso no había logrado formar parte del equipo de baloncesto en la escuela secundaria.
Cuando el sol se hundió por el Oeste y rozó el horizonte, Jeffrey tenía la sensación de que era el ocaso de su vida. Creía que pocas personas podían comprender el tremendo precio que un litigio por negligencia suponía para la vida profesional y emocional de un médico en ejercicio, en especial cuando esa negligencia no existía. Aun cuando Jeffrey hubiera ganado el caso, sabía que su vida habría cambiado para siempre. El hecho de haber perdido era mucho más devastador. Y no tenía nada que ver con el dinero.
Jeffrey contempló el cielo pasar de los cálidos rojos al frío púrpura y plateado, mientras la luz disminuía y el día moría. Sentado en la creciente oscuridad, tuvo una idea repentina. No era del todo cierto que estuviera indefenso. Podía hacer algo que afectaría a su destino. Sintiendo por primera vez en semanas que tenía un objetivo, se levantó del sillón y fue al armario. De él sacó un gran maletín negro de médico y lo puso sobre el escritorio.
Del maletín de médico sacó dos pequeñas botellas de suero intravenoso «Lactato Ringer» así como dos equipos de infusión y una pequeña aguja. Después sacó dos frasquitos, uno de succinilcolina y otro de morfina. Utilizando una jeringa, sacó 75 mg de la succinilcolina y la introdujo en una de las botellas de «Lactato Ringer». Después sacó 75 mg de morfina, una dosis enorme.
Una de las ventajas de ser anestesista era que Jeffrey sabía la manera más eficaz de suicidarse. Otros médicos no lo sabían, aunque tendían a tener más éxito en sus intentos que el público general. Algunos se disparaban, método muy sucio que, cosa sorprendente, no siempre era eficaz. Otros se tomaban una sobredosis, método que a menudo tampoco producía el resultado deseado. Demasiadas veces los suicidas eran encontrados a tiempo para hacerles un lavado de estómago. Otras veces, las drogas inyectadas son suficientes para provocar un coma pero no la muerte. Jeffrey se estremeció al pensar en las arriesgadas consecuencias.
Jeffrey notó que se animaba un poco mientras trabajaba. Era alentador tener una meta. Sacó el cuadro que colgaba sobre la cabecera de la cama y utilizó el clavo para colgar las dos botellas de suero intravenoso. Entonces se sentó en el borde de la cama y se colocó el intravenoso en el dorso de la mano izquierda con la botella que contenía sólo la solución de «Lactato Ringer». Se colocó la botella que contenía la succinilcolina sobre la otra, y sólo la llave de cierre azul le separó de su contenido letal.
Con cuidado de no hacer caer el suero intravenoso, Jeffrey se tumbó en la cama. Su plan era inyectarse la enorme dosis de morfina y después abrir la espita de la solución que contenía la succinilcolina. La morfina le enviaría a la tierra del nunca jamás mucho antes de que la concentración de succinilcolina le paralizara el sistema respiratorio. Sin ventilador, moriría. Era así de sencillo.
Con suavidad, Jeffrey insertó la aguja de la jeringa que contenía la morfina en la abertura del suero intravenoso de la línea de infusión que iba a la vena del dorso de la mano. Cuando empezaba a inyectarse el narcótico, oyó un suave golpe en la puerta.
Jeffrey puso los ojos en blanco. Qué momento de interrumpir, Carol. Retiró la inyección pero no respondió a los golpes, esperando que ella se marchara creyendo que él seguía dormido. Pero en lugar de eso llamó más fuerte, y después más fuerte aún.
—¡Jeffrey! —llamó—. ¡Jeffrey! He preparado la cena.
Hubo un breve silencio que hizo creer a Jeffrey que había abandonado. Pero después oyó que el pomo giraba y que intentaba abrir la puerta.
—Jeffrey… ¿estás bien?
Jeffrey respiró hondo. Sabía que tenía que decir algo, o ella podría preocuparse tanto como para forzar la puerta. Lo último que quería era que ella entrara y viera el suero intravenoso.
—Estoy bien —gritó por fin Jeffrey.
—Entonces, ¿por qué no me contestabas? —preguntó Carol.
—Estaba dormido.
—¿Por qué te has encerrado con llave? —preguntó Carol.
—Supongo que no quería que me molestaran —respondió Jeffrey con ironía.
—He preparado la cena —dijo Carol.
—Es muy amable de tu parte, pero sigo sin tener hambre.
—He hecho chuletas de ternera, tu plato favorito. Creo que deberías comer.
—Por favor, Carol —dijo Jeffrey con exasperación—. Te he dicho que no tengo hambre.
—Bueno, ven a comer, hazlo por mí Como un favor.
Furioso, Jeffrey dejó la jeringa de morfina sobre la mesilla de noche Y retiró el intravenoso. Fue a la puerta y la abrió, pero no tanto como Para que Carol pudiera ver lo que había dentro.—¡Escúchame! —dijo con aspereza—. Te he dicho que no tenía hambre y te digo ahora que no tengo hambre. No quiero comer y no me gusta que intentes hacerme sentir culpable por ello, ¿lo entiendes?
—Jeffrey, vamos. No creo que debas estar solo. Ahora que me he tomado la molestia de comprar y cocinar para ti. Lo mínimo que puedes hacer es intentarlo.
—Jeffrey se dio cuenta de que no había nada que hacer. Cuando ella decidía algo, no era de las personas que podían ser disuadidas fácilmente.
—Está bien —dijo en tono cansado—. Está bien.
—¿Qué te pasa en la mano? —preguntó Carol, observando una gota de sangre en el dorso.
—Nada —dijo Jeffrey—. No me pasa nada.
Se miró el dorso de la mano. Del punto donde había estado el intravenoso salía sangre. Buscó frenético una explicación.
—Estás sangrando.
—Me he cortado con un papel —dijo Jeffrey. Nunca había sabido mentir. Entonces, con una ironía que sólo él podía apreciar, añadió—: Viviré. Créeme, viviré. Bajaré dentro de un minuto.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
Después que Carol se fue, Jeffrey volvió a cerrar la puerta con llave, retiró las botellas de cuarto de litro de suero intravenoso y las guardó en el fondo de su armario, dentro del maletín de médico. Echó a la papelera del cuarto de baño los envoltorios de los equipos de infusión y la aguja.
Carol tenía sentido de la oportunidad, pensó tristemente. Sólo cuando retiraba el instrumental médico comprendió lo cerca que había estado. Se dijo para sus adentros que no debía ceder a la desesperación, al menos no hasta que todos los caminos legales se hubieran agotado Hasta ahora, Jeffrey nunca había pensado en serio en el suicidio. Los suicidios que él conocía le habían dejado francamente desconcertado aunque intelectualmente podía apreciar la profunda desesperación que podía incitar a ello.
Cosa curiosa, o quizá no tan curiosa, los únicos suicidios que él había conocido eran de médicos que habían sido empujados a ello por motivos diferentes a los de Jeffrey. Recordó a un amigo en particular: Chris Everton. No podía recordar exactamente cuándo había muerto Chris, pero había sido menos de dos años atrás.
Chris era un colega anestesista Años atrás, él y Jeffrey habían sido residentes juntos. Chris habría recordado los días en que los residentes combatían los síntomas de la gripe con «Lactato Ringer». Lo que hizo que pensar en Chris de repente le resultaba tan conmovedor fue darse cuenta de que le habían demandado por negligencia porque uno de sus pacientes había sufrido una terrible reacción a la anestesia local durante una anestesia epidural.
Jeffrey cerró los ojos e intentó recordar los detalles del caso. Por lo que pudo recordar, el corazón del paciente de Chris se había parado en cuanto Chris le puso la dosis de prueba de sólo 2 ce. Aunque habían podido lograr que el corazón volviera a latir, el paciente acabó cuadripléjico y semicomatoso. Al cabo de una semana, Chris fue llevado a juicio junto con el «Valley Hospital» y todos los que, aun remotamente, estaban relacionados con el caso. Otra vez la estrategia de los «bolsillos amplios».
Pero Chris no llegó a ir a los tribunales. Se suicidó antes de que finalizara el período de investigación. Y aunque se estableció que la administración de la anestesia había sido impecable, la decisión al final falló en favor del demandante. A la sazón, había sido la sentencia más importante por negligencia en la historia de Massachusetts. Pero en los meses que siguieron, Jeffrey recordaba al menos dos sentencias que la habían superado.
Jeffrey recordaba claramente su reacción cuando se enteró del suicidio de Chris Había sido de completa incredulidad. En aquella época, antes de que Jeffrey se hallara involucrado con el sistema legal, no tenía idea de qué podía haber empujado a Chris a cometer un acto tan espantoso. Chris disfrutaba de fama de anestesista soberbio, médico de médicos, uno de los mejores. Hacía poco se había casado con una guapa enfermera de quirófano que trabajaba en el «Valley Hospital». Parecía que todo le iba bien. Y entonces estalló la pesadilla…
Un suave golpe en la puerta devolvió a Jeffrey al presente. Carol volvía a estar en la puerta.
—¡Jeffrey! —llamo—. Será mejor que vengas antes de que se enfríe.
—Ya voy.
Ahora que sabía bien lo que Chris sólo había comenzado a vivir, Jeffrey deseaba haber permanecido en contacto con él. Habría podido ser su mejor amigo. E incluso después de que acabara con su vida, lo único que Jeffrey había hecho era asistir al funeral. Nunca se había Puesto en contacto con Kelly, la esposa de Chris, aunque en el funeral se había prometido que lo haría.
Esa conducta no era propia de Jeffrey, y se preguntaba por qué había actuado con tanta crueldad. La única excusa que se le ocurría era su necesidad de borrar el episodio. El suicidio de un colega con el que Jeffrey podía identificarse tan fácilmente era un suceso fundamentalmente perturbador. Quizás enfrentarlo habría sido un reto demasiado grande para él. Era la clase de examen personal que Jeffrey y los médicos en general habían aprendido a evitar, denominándolo «despego clínico».
Qué terrible pérdida, pensó al recordar a Chris la última vez que le había visto, antes de que se produjera toda la tragedia. Y si Carol no le hubiera interrumpido, ¿no habría otros pensando lo mismo con respecto a él?
No, pensó Jeffrey con vehemencia, el suicidio no era una opción. Ciertamente no lo era. Jeffrey detestaba parecer sensiblero, pero donde había vida, había esperanza. ¿Y qué había ocurrido después del suicidio de Chris? Muerto Chris, no había nadie para defender su nombre. A pesar de toda la desesperación y creciente depresión, Jeffrey aún estaba furioso por un sistema y un proceso que habían logrado condenarle cuando él no había hecho nada malo. ¿Podía descansar realmente hasta que hubiera hecho todo lo posible para limpiar su nombre?
Jeffrey se enfureció sólo de pensar en su caso. Para los abogados involucrados, incluso Randolph, podía ser un asunto como otro, pero no para Jeffrey. Su vida estaba en juego. Su carrera. Todo. La gran ironía era que el día de la tragedia de Patty Owen, Jeffrey había hecho todo lo que había podido para hacerlo bien. Sólo se había tomado el suero intravenoso y el paregórico para poder realizar el trabajo para el que había sido instruido. La dedicación era lo que le había motivado, y así era como se lo pagaban.
Si Jeffrey alguna vez volvía a ejercer la Medicina, tendría miedo de los efectos duraderos que este caso tendría en cualquier decisión médica que jamás tuviera que tomar. ¿Qué clase de cuidados podía esperar la gente de los médicos, que se veían obligados a trabajar en el actual ambiente de negligencia y que tenían que reprimir sus mejores instintos y volver a pensar cada paso que daban? ¿Cómo había evolucionado semejante sistema?, se preguntó Jeffrey. Sin duda no estaba eliminando a los pocos «malos» médicos, ya que, cosa irónica, pocas veces eran demandados. Lo que ocurría era que muchos buenos médicos eran destruidos.
Mientras Jeffrey se lavaba antes de bajar a la cocina, su mente sacó a la luz otro recuerdo que inconscientemente había reprimido. Uno de los mejores y más abnegados internistas que había conocido se había suicidado cinco años atrás la misma noche que recibió una citación por negligencia. Se disparó en la boca con un rifle de caza. Ni siquiera esperó a que empezara el proceso de averiguación, y mucho menos el juicio. En aquel entonces Jeffrey había quedado inquietamente perplejo, ya que todo el mundo sabía que el pleito no tenía fundamento. De hecho, el médico, irónicamente, había salvado la vida del paciente. Jeffrey ahora conocía el origen de la desesperación de aquel hombre.
Después de lavarse, Jeffrey volvió al dormitorio y se puso pantalones y camisa limpios. Abrió la puerta y percibió el olor de la comida que Carol había preparado. Seguía sin tener hambre, pero haría un esfuerzo. Se detuvo en lo alto de la escalera y juró luchar contra los pensamientos depresivos que probablemente experimentaría hasta que todo el episodio hubiera seguido su curso. Con ese compromiso en la mente, se encaminó a la cocina.