Nota a la edición de 2010
Este libro, que vio la luz en febrero de 1997, fue escrito entre la primavera y el verano de 1995. Su autor redacta pues esta nota trece o quince años después, según se mire. Mucho tiempo para una novela, en condiciones normales; el suficiente para que ni siquiera debiera contarse con su reedición.
Si ésta existe es por la apuesta sostenida de sus editores (ni un solo año de los transcurridos desde su aparición, que yo recuerde, han dejado de imprimirla) y, principalmente, por el favor de muy diversos y muy generosos lectores, para los que estas líneas quieren ser, ante todo, la expresión de mi agradecimiento. No poco debo, en primer lugar, a los miembros del comité de lectura y del jurado del Premio Nadal de 1997, del que resultó finalista. Me corresponde recordar los nombres de Rosa Regàs, Pere Gimferrer, Jorge Semprún, Andreu Teixidor y Antoni Vilanova, así como los de Elena Lauroba y Eduardo Gonzalo.
También he de mencionar a esos otros lectores peculiares, los integrantes del equipo que rodó la versión cinematográfica de la novela a las órdenes de Manuel Martín Cuenca, con la producción de José Antonio Romero. Y a los profesores que se la recomendaron como lectura a sus alumnos, tanto en la enseñanza secundaria como en la universidad, para mi asombro y hasta mi alarma en un primer momento, dada la naturaleza de la historia, que puede parecer escandalosa a algunas mentes y que temí estuviera demasiado vinculada al sentimiento de pérdida como para interesar a quienes, por hallarse aún en los albores de la vida, apenas lo habrían experimentado. Extiendo mi agradecimiento a estos jóvenes, por haberles dado una lectura distinta a mis personajes, y por haberlos hecho suyos con arreglo a sus propias claves, que yo nunca habría sido capaz de prever.
Pero hubo otros muchos. Y en especial, quiero manifestar mi gratitud a los lectores que conocen bien, por haberlo vivido, el mundo al que pertenece el protagonista, y del que aquí y allá va dejando pinceladas a lo largo del libro. Ese mundo donde en otro tiempo los banqueros de negocios como él eran los elegidos de los dioses: chicos listos e influyentes que con sus trucos y ocurrencias marcaban el curso de la Historia, hasta que ésta les pasó por encima y los sumió en la perplejidad que aún hoy los embarga (y que los demás, como víctimas del derrumbe de su castillo de naipes, compartimos). Ese mundo de la empresa donde entonces, como describe cierto pasaje de la novela, había distintas castas de trabajadores, sujetas a desigualdades sangrantes que el tiempo no ha corregido, sino agravado. Hasta tal punto, que el libro se usa como referencia por algún profesor de Derecho del Trabajo para explicar el actual sistema de relaciones laborales en España. Una vigencia la del texto, en este extremo, del todo indeseada, y que el autor no puede sino lamentar.
En lo demás, naturalmente, la celebro. Me alegra que este pobre bolchevique (pese a la crudeza de su discurso, que la reedición mantiene intacto, salvo alguna errata) haya encontrado y siga encontrando compañeros de viaje. No sólo en su lengua originaria, sino también en otras tan queridas para su autor como el ruso, el francés o el checo. Ello hace posible que su ardua e inoportuna historia de amor (pues al final qué nos queda sino eso, el amor) subsista más allá de la adversidad en que surgió y hubo de apurarla. Quizá, después de todo, sus oraciones hayan sido oídas. Más no podemos pedir los mortales a los dioses.
El Prat de Llobregat,
16 de diciembre de 2009