Tardaron cerca de dos semanas en presentarse en mi apartamento a detenerme. La investigación no fue larga, sino ordenada. Las llamadas obscenas o simplemente extrañas recibidas en el domicilio de los López-Díaz fueron en seguida relacionadas con el triste final de Rosana, a todas luces obra de un maníaco. Especialmente ilustrativa le resultó a la policía mi estúpida conversación con la madre de Rosana la víspera del suceso. La presencia de la muchacha en la piscina con un hombre de unos treinta años, la misma tarde del crimen, fue también establecida con prontitud. Apenas un par de días después se pudo averiguar, gracias a Izaskun y las otras, que un individuo de unos treinta años y descripción coincidente había estado merodeando por el colegio. Con un poco más de esfuerzo, aparecieron varios testigos de nuestros encuentros en el Retiro. Prescindo, naturalmente, de todas las pistas falsas, desde los que habían visto a Rosana bailando con un legionario la noche anterior en una discoteca de Torremolinos hasta quien aseguró haberla encontrado mientras la obligaban a prostituirse en un garito de carretera cerca de Cuenca. Lo curioso de esta pista falsa, y la razón por la que la recuerdo, es que la niña que había causado el equívoco fue liberada después por la policía y resultó ser una rusa llamada Olga Nikoláievna, traída ilegalmente de su país.
Careciendo yo de antecedentes policiales, la investigación topó con el escollo de que ninguno de los testigos me reconocía entre los maníacos fichados. Pero una hábil inspectora se trabajó a fondo a la familia hasta que Sonsoles recordó que había tenido un accidente de tráfico el día en que empezaron las llamadas inexplicables. A través de la compañía de seguros sacaron mi nombre y a partir de ahí las fotos y todos los testigos empezaron a señalar con el dedo con convicción y desde ese momento ya me pude dar definitivamente por fregado.
El día que me echaron el guante, mientras me ponían las esposas y me leían mis derechos, la inspectora responsable de mi detención me observó con un odio y una satisfacción que me hicieron recapacitar sobre el extraño hecho de que el Mal también anide en el generoso pecho de los buenos. Ya en el coche, la inspectora tradujo sus sentimientos a palabras:
—Mira que ese asiento tiene historia, pero dudo que haya tenido nunca encima una mierda como tú.
En cierto modo estaba de acuerdo con ella. Sin embargo, le afeé su saña:
—Como juzguéis a otros, así seréis juzgados, y la misma medida que apliquéis a otros, a vosotros se os aplicará. Mateo, capítulo 7, versículo 2.
—A mí eso me la suda. Soy atea.
—Una opción religiosa poco precavida, pero la respeto. ¿Y qué es lo que le suda, si no es indiscreción?
Según mi abogada, que da la impresión de ser una chica bastante meticulosa, aquélla fue una pregunta que muy bien podía haberme ahorrado.