17

Poco después de abandonar el descampado me encontré en la carretera de La Coruña. Con el atontamiento que llevaba encima, había tomado dirección La Coruña y no Madrid. Me acordé de que había recuperado mi dinero y mis tarjetas y no di media vuelta.

Conduje toda la noche. Paré a repostar en mitad de la meseta, no podría decir dónde. Fui de un tirón hasta La Coruña, y como al llegar allí todavía era de madrugada tomé el camino de Finisterre. El alba me cogió ya sobre los acantilados, apoyado en el coche, esperando a merced de la brisa.

Siempre que he viajado en coche me ha producido placer, cuando ya había recorrido el trecho suficiente para sentirme lejos de casa, bajarme de él y mirar el campo, el mar o lo que fuera apoyado en la máquina. Hay un algo reconfortante en la soledad que se percibe; la propia y la del vehículo sometido a tu voluntad, que no tiene más remedio que ir y llevarte a donde lo dirijas, aunque aceleres sólo por acelerar, sin rumbo.

Aquella mañana, ante el fin de la tierra sobre la que había rodado toda la noche, la soledad era tan inmensa y la desorientación tan absoluta que me olvidé del tiempo. Estuve allí durante horas, y antes de irme me sucedió algo que no puedo dejar de apuntar. De repente, los ojos se me empañaron de lágrimas y tuve un estremecimiento. Entonces supe, como tal vez hacía diez años que no lo sabía, que estaba vivo, y en medio de la catástrofe di gracias por estar vivo y no como Rosana, tumbada en mitad del descampado. Nadie iba a ponerse de mi parte, ya imaginaba que yo mismo me atormentaría, y al percatarme de lo que pasaba por mi cabeza me consideré tan hijo de perra como me considerará cualquiera que ahora lo esté leyendo. Así y todo, di gracias, y acepté estar en deuda con Rosana por mi ventaja y su infortunio.

En adelante, y a partir de aquella mañana, tenía la misión de traer algo de ella a todas las mañanas que ya no podría ver. Por eso, y aunque mi abogada dice que no beneficia mi presunción de inocencia, recorté todas las fotografías de Rosana que publicaron los periódicos, y he hecho una especie de altarcito ante el que medito diez minutos todas las mañanas mientras escucho el primer movimiento de Der Tod und das Mädchen. Cuando el cuarteto de cuerda sube a lo más alto de esa divina melodía que el mundo debe a Franz Schubert, yo recuerdo cómo se reía ella, cómo caminaba y también, por qué no, lo gloriosamente bien que le quedaba aquel biquini rosa.