16

Cuando salimos del aparcamiento de la piscina en el coche de mi prima no tenía otra sensación que la de haber dejado atrás lo que quiera que fuera que justificaba aquella tarde. Una de las pocas formas de vivir es pensar en algo que nos va a pasar y que nos apetece. Cuando ese algo pasa, y uno siempre se da cuenta aunque no tuviera muy claro qué era lo que pensaba que pasaría, todo el tinglado se desmorona. Como sabe cualquiera que no se haya adherido aún a la costumbre moderna de no reflexionar sobre lo fundamental, el asunto no está tanto en que ese porvenir apetecible venga como en que no haya venido y todavía pueda venir.

Mientras aceleraba con el pie bueno y desembragaba con el pie malo, el que me había desollado contra el fondo de la piscina, razoné que no tenía otra alternativa que devolver a Rosana a sus padres y olvidarme de aquel juego. Después de escarbar entre mis peores inclinaciones, comprendía que me faltaba resolución para ir más allá del punto al que había llegado. En parte me frenaba el escrúpulo. Tenía compañeros con hijas de la edad de Rosana y algunos eran tipos a los que respetaba, más o menos. Ellos me habrían despreciado por mi conducta, y a mí no me daba igual que me faltasen argumentos de peso para defenderme de un desprecio así. Rosana no parecía desde luego una niña indefensa, pero eso podía ser sólo una apreciación torcida por mi parte. Y aunque yo necesitaba ajustar cuentas con las muchachas de quince años, tal necesidad era una anomalía y no cabía esperar que nadie la entendiese.

También tenía miedo de las consecuencias prácticas. Por supuesto me espantaban las que habrían de seguirse de la peor de las situaciones posibles, la de ser descubierto y tener que responder de mis cochinadas ante la justicia. Pero también me horrorizaba un desenlace menos grave y harto previsible: que Rosana se convirtiera de pronto en una mujer dentro de su cuerpo adolescente y dejara de ser simpática y hasta guapa y empezara a juzgarme. De una mujer de verdad uno puede librarse por diversos procedimientos generalmente admitidos y sencillos de poner en práctica. Muchos de esos métodos hasta son compatibles con la convivencia. Por el contrario, de una mujer niña, con la que además se mantiene una relación indecente, no hay manera segura ni fácil de librarse.

Estaba a punto de formular en voz alta, y en términos un poco más heroicos, mi decisión de renunciar a vernos más, cuando Rosana tuvo aquella idea que nunca habría debido tener:

—Vamos a un sitio donde no haya nadie.

Lo lógico habría sido que yo no me plegara a aquel capricho. En algún momento había que pararla y aquél era tan bueno como cualquiera. Sin embargo, elegí calcular que hacerle caso podía servirme para ganar tiempo y buscar un modo astuto de convencerla.

—Claro, como tú mandes. ¿Tienes alguna preferencia? —pregunté.

—Por aquí mismo. Donde conozcas.

Hice memoria y se me ocurrió el descampado que hay al lado de la Universidad a Distancia. Cuando estaba en la facultad iba con frecuencia. Había ido antes con chicas. Incluso había roto con una novia allí, por si valía el precedente. Una vez que llegamos maniobré hasta un lugar apartado, bajo unos árboles. Quité el contacto y sentí la obligación de ser el primero que hablase:

—Rosana.

—Qué.

—Verás —titubeé—, a veces uno no hace exactamente lo que le gusta.

—Ya.

—Quiero decir que por mucho que uno quiera algo, a veces hay que dejarlo.

—Una lástima.

—Muchas cosas se empiezan como de broma, y mientras dura la broma no pasa nada. El caso es que no se puede estar siempre de broma. Al final las cosas se hacen serias y hay que tener más cuidado.

—Creí que ibas a besarme.

—¿Cómo?

Rosana se acercó. Se había puesto voluptuosa y me costaba hacerme a verla así.

—Siento reconocer que no vas a ser el primero —dijo, y fue como si envejeciera de golpe veinte años—. Ni en eso ni en lo demás.

—Ya veo que es inútil que trate de explicártelo —me revolví—. No voy a ser nada, contigo. Nos vamos.

No juro que habría mantenido mi palabra si hubiera tenido que enfrentarme por más tiempo a sus incitaciones. Pero no hubo más tiempo. Antes de que mi mano tocara la llave para poner el contacto, las puertas del coche se abrieron y alguien me levantó del asiento como si yo fuera poco más que un osito de peluche relleno de gomaespuma.

A veces, por fortuna son pocas en la vida, uno mira alrededor y se da cuenta de que el infierno, la cólera de Dios y la perra suerte son cosas que existen y no sólo pueden tocarte, sino que van y te tocan. En el cine a menudo se representa el Mal como algo más o menos monstruoso que te aplasta con piadosa rapidez. En la realidad el Mal es humano y más lento. Aquella tarde, por ejemplo, venía disfrazado de tres sujetos que apenas pasaban de veinte años: uno llevaba la cabeza rapada y medía dos metros, otro tenía el pelo largo y desgreñado y lucía una enorme muñequera con tachuelas, y el último, el que parecía mandar allí, carecía de cualquier singularidad capilar y calzaba botas militares.

El que me había sacado del coche era el cabeza rapada. Después de alzarme en vilo me puso sobre el suelo y aseguró mi inmovilidad retorciéndome el brazo y apretándome el cuello con su antebrazo, que era algo más grueso que mi tronco y unas treinta veces más duro. Por un estúpido instante, lo único que se me ocurrió fue que no había previsto que el regreso a mi infancia que había temido al prestarme a ir a la piscina con Rosana fuera tan completo. Luego pasé a asustarme, sin paliativos. A Rosana la había cogido el de las greñas, que le mantenía tapada la boca. Hacía falta, porque ella trataba de gritar. El de las botas me conminó:

—Jefe, dile a la puti que se calle o Yoni le parte la cabeza.

—Tranquila, Rosana, no va a pasar nada —tartamudeé penosamente.

—Eso, Rosana, no pasa nada, tía —aseguró el cabecilla.

La muchacha dejó de esforzarse, pero Yoni no le soltó la boca. Me apresuré a apostar, sin fe, que aquello era lo que menos importaba que fuera, ya que estábamos:

—Todo el dinero lo tengo en el coche, en la bolsa. Hay unas veinte mil y las tarjetas. Os doy la clave. Nueve cero noventa y nueve para todas.

—Muy bien, jefe, has estado listo ahí.

—Seguro que la clave es mala, Fredi —dedujo gratuita y erróneamente Yoni.

—Si queréis le aprieto para verlo —ofreció el cabeza rapada.

—Espera, Urko, deja que mire —ordenó Fredi. Entró en el coche y sacó la bolsa. Encontró la cartera y contó el dinero y cogió las tarjetas.

—Hay diecinueve talegos, una visa oro y otras tres más raras. Eres legal, jefe, seguro que la clave es buena. ¿O no? Dale, Urko.

Urko me retorció de tal manera el brazo que creí que me lo partía.

—Te juro que es la clave —grité.

—Vale, Urko. Le creo. De todas formas nos lo llevamos luego y si es mentira le matamos a hostias. Así tampoco nos las anulas, ¿eh, jefe? Vamos a ver ahora la puti. ¿Me la das también, jefe?

—Déjala, joder, es una cría —supliqué.

—¿Cómo?

—Que la dejes. Tienes un huevo de pasta. Con cada tarjeta sacas cincuenta, y podéis comprar una tía de verdad para cada uno.

—No te oigo bien, jefe. ¿Has dicho algo?

Tragué saliva. Aquello estaba a punto de irse al carajo del todo y tenía que arriesgar, o sea, atraer sobre mí el problema:

—No os ha hecho nada, coño. Si la tocas eres una puta mierda.

—Anda la hostia. Agarra, Urko.

Fredi tomó carrerilla y, obviamente, me asestó una patada en el alma, o sea, entre los cojones. Haciendo memoria, creo que es la primera de su clase que recibía, y me dolió tanto que no dispongo de ninguna manera de describirlo. Me quedé colgando del antebrazo férreo de Urko, gimiendo y sintiendo cómo las lágrimas me caían a chorros.

Cuando pude abrir otra vez los ojos, vi a Rosana, aterrorizada e inmóvil. Ya ni siquiera parecía capaz de gritar.

—No sé qué hace un viejo como tú con una puti como ésta —caviló en voz alta Fredi, exagerando la gesticulación—. Tampoco sé cómo esta puti está tan buena. Lo que sé es que esta puti es gratis y que tu pasta nos la bebemos luego. Sujétala, Yoni.

Rosana intentó sacudirse, pero la tenían bien cogida. Fredi le levantó el vestido y le arrancó las bragas.

—Esto, de recuerdo —me dijo, guardándoselas.

El infierno, mi infierno, era que fuera Fredi el que me descubría, en aquel descampado sobre el que empezaba a anochecer, lo que había bajo el vestido de Rosana. En los momentos más viles había soñado hacerlo yo, despacio, con una dulzura que Fredi no necesitaba y que ahora me daba asco y lástima de mí mismo. Tampoco podía dejar de reconocer, en medio del horror, la tierna belleza que iba a ser arrasada. Descendiendo al último extremo de la depravación, tengo que confesar que procuraba no perderme detalle, porque lo mismo era la última desnudez femenina que reflejaban mis ojos. En una ráfaga de orgullo o de rabia traté de librarme de Urko. Duró poco mi rebelión. El gigante me oprimió el cuello hasta que empecé a asfixiarme y ya no pude seguir haciendo fuerza.

Fredi se inclinó ante Rosana para examinarla. Antes de nada volvió hacia mí la cara y rugió:

—Va por ti, jef…

Aprovechando la distracción del otro, la muchacha le pegó un rodillazo en pleno hocico. Fredi retrocedió y estuvo a punto de caerse. Cuando se rehízo, se llevó la mano a la nariz y la retiró empapada de sangre.

—Suéltala, Yoni, me cago en Dios.

Yoni obedeció. Rosana se vio libre y no entendió qué pasaba hasta que Fredi se arrancó contra ella.

—Si quieres que te haga daño, te lo hago, hijaputa.

Entonces ella me miró, buscó dónde apoyarse, no encontró nada y gritó, llorando:

—Jaime.

Fredi la embistió como un rinoceronte. Rosana salió despedida, tropezó y se fue al suelo, de espaldas. Yo me fijé en lo que hizo su cabeza: cuando Fredi la empujó se le vino hacia adelante, cuando perdió el equilibrio se le fue hacia atrás, antes de que la espalda diera en el suelo volvió a adelantarse y al final se le venció del todo y sonó como si alguien hubiera cascado una nuez y Rosana ya no se movió.

Fredi no se dio cuenta hasta después de sentarse a horcajadas sobre ella y pegarle cinco o seis puñetazos.

—Coño, te la has cargado —murmuró Urko detrás de mí.

—Ya nos has jodido —constató Yoni, medio histérico.

Fredi observaba incrédulo el cuerpo sobre el que estaba sentado.

—¿Y ahora qué? —le gritó Yoni.

Fredi seguía ensimismado. Urko aflojó su abrazo de hierro.

—De puta madre. Espera ahí hasta que vengan, gilipollas —sentenció Yoni, y salió corriendo.

Fredi le vio irse y luego volvió a contemplar el cadáver. Sin dejar de contemplarlo, le ordenó a Urko:

—Mata a ése. Como lo cuente, tenemos talego hasta que nos pudramos.

Urko me soltó.

—Estás loco, Fredi. Es tu marrón y yo no voy a comerme nada para ayudarte. Era una niña, me cago en la puta. El tío tenía razón. Podíamos haber ido a buscar tías de verdad.

—El marrón es de todos —dijo Fredi, levantándose—. Ya le pondremos las pilas a Yoni, vaya colega de mierda. Pero tú eres legal, Urko. No me vengas con ésas ahora. Agárralo.

El gigante se interpuso entre los dos.

—Yo me largo —anunció, con firmeza—. Y tú también. Si nos cuelgan lo de la tía es un accidente y la culpa la tienes tú. Si matamos al viejo es un asesinato, chaval. Entonces nos hundimos de fijo.

—Quita de en medio. Si no tienes huevos lo hago yo.

Urko no le dio tiempo a hablar más. Le metió un puñetazo en la boca del estómago y otro en la jeta, acabando de rompérsela. Pero lo sujetó y se cuidó de que no se hiciera daño al caer. A continuación se lo cargó al hombro. Antes de irse, me devolvió la cartera y me pidió:

—Toma. Si la madera me pringa, acuérdate de lo que he hecho por ti. Lo siento, jefe.

Urko echó a correr y yo me quedé aturdido, a unos pocos metros del cuerpo sin vida de Rosana. Tardé unos segundos en aproximarme. Me arrodillé junto a ella, le bajé el vestido hasta taparla y acaricié su suave cabellera rubia. Tenía los ojos cerrados. Algún imbécil opinaría que era mejor que hubiera muerto antes de que aquella chusma la deshonrara. Y a lo mejor yo era ese imbécil, pero habría dado lo que fuera porque ella levantara los párpados o por volver a oír su voz.

Una de las cosas que más veces me ha preguntado el comisario, porque al parecer es lo más débil de mi cuento, como él lo llama, es la razón por la que en vez de llamar a la policía me subí al coche y dejé allí a Rosana hasta que a la mañana siguiente la encontró un estudiante que hacía jogging. No se trata de algo que yo mismo alcance a comprender del todo. Por una parte no es extraño que un hombre que se lleva por ahí a una niña de quince años y tiene la desgracia de que se la maten no acierte a poner el asunto en manos de la policía. Pero lo que me trastornó por encima de todo fue aquella última palabra que salió de la boca de Rosana, mi nombre falso sollozado como una plegaria que no podía remediar nada de lo que se cernía sobre ella. Yo había sacado a Rosana de su mundo sin peligro, me la había apropiado y ella había pagado con su vida por complacerme. Aunque luego no haya sido capaz de obrar en consecuencia, creo que huí precisamente para que me acusaran, porque me consideraba o me considero culpable, tanto o más que el canalla que la desnucó. Desde aquella noche, Rosana acude a todas mis pesadillas y solloza mi nombre falso hasta que me despierto temblando y con el corazón saliéndoseme por la boca.

Un día me condenarán, supongo, y es posible que cuando me resigne a merecerlo encuentre la paz. Vendrá de noche, cuando todavía espere la pesadilla que ganaron mis faltas, y de pronto será la Rosana alegre y misteriosa del principio, que me apartará el flequillo de la frente mientras las pupilas se le dilatan e inundan su mirada azul. Sonreirá y dirá mi nombre, el verdadero, el que le oculté siempre, y así, al fin, el sucio bolchevique sabrá que la Gran Duquesa niña le ha perdonado.