A las cuatro y media, minuto arriba o abajo, llegué al banco del parque donde nos habíamos citado para comprobar que Rosana ya me estaba esperando con su bolsa de piscina y su hermosa carita intranquilizante. Llevaba un vestido estampado, corto, de ésos a los que la cintura les empieza muy arriba, justo después del abombamiento previsto para el pecho. Cuando se levantó del banco, antes de que yo estuviera junto a ella, me di cuenta exactamente de lo corto que era, al ver por primera vez sus piernas desnudas hasta más allá de la mitad del muslo. Era, un poco más joven y mucho más fascinante, la chica de los folletos de vacaciones que uno nunca se encuentra cuando consiente en viajar a un sitio de playa, en el que siempre abundan otro tipo de oportunidades menos lucidas, tanto más abundantes y menos lucidas cuanto más cerca se está del fin de mes o de quincena. No es que en la vida sólo importe tener tratos con hembras vistosas, pero sí ocurre que cuando uno tiene tratos con una hembra vistosa tiende a admitir con más soltura que la vida le concierne. Es una bajeza ineludible, genética o bioquímica, de la que no hay que sentirse personalmente responsable.
—¿Has decidido a qué piscina iremos? —fue la acuciante salutación de Rosana, mientras oscilaba a un lado y a otro usando como eje su cintura.
—He estado mirando. Hay una cerca de la Ciudad Universitaria. Creo que fui alguna vez, cuando estaba en la facultad. Está lejos. No creo que vayan tus amigas.
—¿A qué facultad fuiste?
—Filosofía.
—¿Eres filósofo?
—No. Justo lo contrario. Trabajo en un banco.
—Qué bien, todo el día rodeado de pasta.
—Yo no veo la pasta. La sumo, la multiplico y la divido. Eso es todo lo que hago, ahora, aunque una vez hice una tesis sobre Leibniz.
—¿Sobre quién?
—Nadie. Es mucho menos importante que James Dean, por ejemplo. Si algún día te hablan de Leibniz, olvídalo. No te servirá de nada conocerle. A mí no me sirvió. ¿Vamos?
Atravesamos el parque y fuimos a recoger el coche de mi prima. Hasta el miércoles siguiente debía solventar con él mis necesidades de transporte, de acuerdo con la estimación aleatoria que, un tanto molesto por mis exigencias, había tenido a bien concederme el mastuerzo que dirigía el taller donde había dejado mi vehículo. Un sujeto que, por lo visto y oído durante nuestro coloquio, no necesitaba conocer a Leibniz, ni a James Dean, ni siquiera la elasticidad respecto del factor atención al cliente de la curva de demanda de servicios de reparación de automóviles.
—Qué coche más pequeño tienes —juzgó Rosana.
Estuve a punto de decir que no era mío, que el mío tenía dieciséis válvulas y ABS y llantas de aleación, accesorios hoy incluidos en cualquier coche normal, como de hecho era el mío, pero no en el de mi prima. Parece mentira lo imbécil que uno se vuelve con varias tarjetas de crédito en el bolsillo, me dije, y contesté:
—Hay gente que sólo tiene grande el coche. Yo no voy por ahí.
Rosana se acomodó en el asiento del copiloto y bajó resignadamente la ventanilla manual. No protestó por eso, ni por la falta de aire acondicionado o de un estéreo aparente. Después de todo era un ángel.
Atravesamos Madrid, afortunadamente desierto. Mientras subíamos y después bajábamos por la Gran Vía, Rosana me siguió revelando facetas de su familia, a propósito del hecho de que la piscina estuviera en la Ciudad Universitaria.
—Mis hermanos han ido todos a la universidad. Todos los chicos son ingenieros de algo. Leticia es médico y Sonsoles hizo Derecho. Pero no es abogada, porque sacó la oposición. Sonsoles era la mejor estudiante. Todo matrículas.
—Derecho está enfrente de mi facultad —le informé—. Conocí a algunas chicas que debían ser como tu hermana. Hacían los apuntes con letra muy redonda y los subrayaban con rotuladores de colores. Eran capaces de sujetar en la misma mano diez rotuladores de colores a la vez. Se lo sabían todo de memoria y no habrían sabido responder en qué se diferencia un estupro de un arrendamiento.
—¿En qué se diferencian?
Yo había repetido la frase de un antiguo amigo que hacía Derecho, sin pensar lo que estaba diciendo y mucho menos que estaba diciendo estupro. Cuando menos, se trataba de un término inoportuno en aquella situación. Sin embargo, decidí tirar adelante, como si nada, confiando en que Rosana no supiera qué significaba y tampoco le diera por intentar averiguarlo. Completé el chiste como lo hacía mi antiguo amigo:
—En el estupro usas la astucia. En el arrendamiento pagas.
Rosana se quedó pensando y eso no me gustó. Al fin, me ofreció la conclusión a que había llegado:
—El fallo aquí es que yo soy mucho más astuta que tú. Tendrás que pagarme algo.
Sólo me cabía seguirle el juego:
—No puedo pagar mucho.
—Te haré un descuento. O mejor te obligaré a que robes el banco. Las mujeres malas siempre obligan a los hombres honrados a robar bancos, o el dinero de la nómina. Los hombres honrados se hunden y las mujeres malas se largan con golfos guapos que las apalean.
—¿Dónde has aprendido tantas cosas que no son de tu edad? No me puedo creer que sólo en la tele.
—Escucho cuando hablan, y leo algún libro. Es fácil enterarse de lo que no quieren que sepas. Leí la Gran Enciclopedia de la Vida Conyugal con diez años. Me llamó la atención que estuviera en lo más alto de la estantería. Subí una silla encima de otra y descubrí por qué. Todo me daba mucho asco hasta que un día me acordé de las fotos y de repente ya no me dio tanto. También sé dónde guarda mi padre el dinero negro. Primero tuve que aprender que no era dinero pintado con tinta, sino una especie de dinero ilegal que papá saca de las obras. ¿No me vas a preguntar dónde está?
—A mí el dinero de tu padre ni me va ni me viene. Ni el negro ni el blanco. Lo siento si te defrauda. A lo mejor creías que era un ladrón.
—No me parecía. Pero por si acaso —rió Rosana.
Había previsto que Rosana pagaría una entrada reducida, no por avaricia, sino por algún escrúpulo tardío. Pero de catorce años para arriba todos los gatos eran pardos, o sea, costaban quinientas. Era una tontería y daba lo mismo si yo me consolaba o no, porque el que le doblara de sobra la edad a aquella cría o lo veía bien Dios y no había de qué preocuparse o lo veía mal y entonces ya podía conseguir dispensa del papa que estaba frito. Pero me consoló que al menos tuviera edad para no recibir bonificación en la piscina.
Después de la taquilla nos separamos. Rosana pasó al vestuario femenino y yo al propio de mi sexo, donde siempre huele a pies y a sudor rancio, dos de las muchas secuelas indeseables del deporte y de la falta de higiene. Yo llevaba el bañador debajo del pantalón y atravesé por el repulsivo lugar sin detenerme, esquivando los charcos que salpicaban el pavimento. Al otro lado estaban las praderas, moderadamente concurridas. Esperé unos diez minutos y entonces apareció Rosana, en biquini.
En mi mezquina existencia ha habido varios momentos culminantes. El de mi infancia fue un día de Reyes, cuando me regalaron a la vez el Mádelman pirata negro y el Mádelman buzo. El de mi adolescencia, cuando terminé el examen de Biología en el Bachillerato y quemamos todos los libros y todos los apuntes junto con una efigie del profesor. El del resto de mis días fue cuando Rosana surgió aquella tarde ante mis ojos, como de una concha que a su vez acabara de elevarse sobre las aguas. Era más que nunca la Venus de Botticelli, con menos carnes porque cuando Botticelli las venus no tomaban yogur desnatado, sino cachos de tocino y la demás mierda que había. A duras penas recuerdo que el biquini era rosa y que pensé que no había hecho nada para ganarla. Yo siempre he sido de la opinión de que lo que uno no se merece es lo mejor y lo más valioso de todo. Lo que uno se merece está demasiado impregnado de uno mismo y no sirve para nada.
—¿Qué tal? —tintineó su cristalina voz.
—¿Digo lo que siento?
—Para eso lo hago.
—Entiendo al novio de tu hermana. Pero eso ya lo sabes. ¿Te suena un individuo que se llamaba Botticelli?
—No. ¿Debería?
—No necesariamente. En otra vida le obligaste a dibujarte siempre en sus cuadros. Pero si te acuerdas de todos los que te quieran no te va a quedar sitio para tus asuntos.
—Me lo voy a creer.
—Ya te lo crees, y haces bien. Algún día estarás menos linda y tendrás un cáncer y ya no podrás creerte nada de lo que nadie te diga.
—Qué siniestro.
—Carpe diem. Si lo pone Garcilaso de la Vega en versión lila a todo el mundo le parece bonito. Si lo cuentas como es, te llaman siniestro.
—Di a Garcilaso en Octavo.
—Todo lo has dado en Octavo.
—No todo.
—No seguiré preguntando. ¿Sombra o sol? Yo odio el sol.
—Me da lo mismo. No he venido a ponerme morena.
Buscamos un lugar debajo de un árbol. Rosana extendió su toalla y luego se extendió ella misma. Yo me despojé del pantalón pero no de la camiseta y me senté sobre una toalla doblada.
—¿Te bañas con camiseta? —inquirió.
—No creo que me bañe. Las piscinas están llenas de meados y de hongos.
—Oye, ¿a ti te gusta algo?
—Me gusta el patinaje artístico y la gimnasia rítmica. Verlos, no hacerlos. También me gusta dormir profundamente, cuando me sale. Y me gustas tú.
—Gracias. Tú también me gustas a mí. Será porque no eres como Borja.
—Será. Pero hay otras posibilidades. ¿Nunca has visto a uno de esos que lo tienen todo cuadrado y llevan reloj de submarinista y el pelo pegado y polo Burberrys color menta?
—Nacho, el marido de Leticia. También hace paracaidismo. Siempre se mira en los espejos cuando pasa al lado.
—¿Y?
—Es un gilipollas.
—Se supone que no deberías decir esas cosas.
—Se supone que no debería venir a la piscina con un desconocido tan mayor y al que le gusto tanto —se revolvió perezosamente Rosana.
—Desde luego que no. No era por corregirte, sino porque me sorprende. En realidad lo prefiero así. Las niñas buenas son insufribles.
—Todo el mundo cree que yo soy una niña buena. En el colegio me dan premios de conducta.
—Todos los maestros están mentalmente atrofiados. De tanto tratar con gente que sabe menos, se quedan en las cuatro reglas, y cuando sus alumnos empiezan a saber más que ellos ni siquiera lo notan. El colegio debe resultarte una pérdida de tiempo.
—Tengo que estudiar. Quiero hacer una carrera.
—¿Qué carrera?
—Empresariales.
—Demasiado largo. Si me aceptas un consejo, ahórrate los problemas de matemáticas y los exámenes y los apuntes y hazte modelo, tú que puedes. Cuando tus amigas sigan subrayando tú ya eres millonaria. Y luego contrata a alguien que especule por tu cuenta, estudia las carreras que te dé la gana y ríete de los que alquilan su cabeza por horas.
—¿Como tú?
—Yo alquilaba la cabeza. Ahora ya no sé lo que alquilo, ni lo pienso.
Rosana se incorporó. Se colocó de costado, con la cabeza apoyada en el antebrazo, como en un anuncio de bañadores. No protesté por eso.
—Por la corbata que llevabas —dijo— tú debes de ser un ejecutivo. No entiendo cómo no estás contento.
—¿Tengo que estarlo?
—Todos quieren ser ejecutivos. Viajar, tener una secretaria guapa, trajes caros, ganar mucho dinero.
Cerré los ojos. Resultaba que liaba a una menor, me la llevaba de su barrio, conseguía que se quitara casi toda la ropa, y en lugar de abusar de ella o de cometer cualquier otra acción execrable que me permitiera desahogarme, ya que hacía el gasto, ahí estaba rodeado de familias hablándole de mis quehaceres. Tenía que atajarlo, como fuera.
—Verás, Rosana —comencé a explicar—, no sé qué bobadas te cuenta tu padre, o quien sea que te haya metido eso en la cabeza. En mi experiencia, lo de viajar es subir a un avión para ir a una ciudad en la que siempre llueve o hace frío. En el avión de ida hay tipos con caspa y en el de vuelta tipos con caspa y resudados. A veces hay que dormir allí, en la ciudad donde llueve, y pasas tres veces por los cuarenta canales por satélite que hay en la tele hasta que apagas la luz y te cagas en la perra que parió todo. Los trajes caros están bien al principio. Hacen ilusión, lo reconozco. Y si vas a una madriguera de ejecutivos como tú los llamas verás que todos los jóvenes llevan ropa nueva y bien planchada. Casi todos viven todavía con mamá y gozan de sus cuidados o de los de la chacha de mamá, dependiendo. Pero si te fijas en los que tienen algunas canas, que ya están abandonados a su suerte, o sea, a su mujer o a su chacha, que tienen menos arte y muchas menos ganas que mamá o la chacha de mamá, verás que llevan los trajes arrugados y llenos de brillos, los pantalones con siete rayas y las corbatas con lámparas. No sirve de nada comprar otros trajes nuevos. Antes de darse cuenta, ponle seis meses, están para el arrastre, y ya deja de importar, como todo. Si es por el dinero, sólo tiene verdaderamente mucho el que no aguanta tonterías ni problemas de otros, a no ser que le diviertan. Eso y trabajar son cosas incompatibles. Y no hay secretaria guapa que dure más de diez lunes seguidos. La mía, por no durar, no duró ni uno. Tiene sesenta años y se parece una barbaridad a Edward G. Robinson.
—¿A quién?
—Un actor. Yanqui. De hace mil años.
Rosana reflexionó, no mucho.
—Pues a mí me gustaría ser ejecutiva —porfió.
—Te saldrán ojeras, se te alborotará la menstruación y no podrás evitar que tus jefes se interesen más por tu culo que por tus ideas. Casi nunca hay tiempo para sopesar una idea, pero un culo se sopesa rápido. La ventaja de ser modelo es que te ganas la vida con el culo por derecho, sin montar ninguna farsa.
—Eres un machista asqueroso.
—Soy observador, nada más. ¿Por qué no hablamos de ti? Cuando me acuerdo de la gente del trabajo me duele la cabeza.
Rosana se puso en pie casi de un salto.
—Voy a bañarme. ¿Vienes?
—¿Así de golpe?
—Tengo calor. ¿Vienes o no?
—A verte sólo.
Fuimos hasta la piscina y Rosana se arrojó directamente, describiendo un académico picado. Nadaba a crawl a la perfección, y eso me dio algo de envidia, porque yo he nadado miles de kilómetros, pero a crawl habré nadado un par de largos en toda mi vida, primero porque me cansaba y luego porque me entraba agua en el oído. Al principio esperé de pie. Cuando dobló para hacer el sexto largo se me ocurrió que más me valía buscar sombra y sentarme. Se hizo más de treinta, sin parar ni aflojar el ritmo que se impuso desde el principio. Al fin salió del agua y se encaminó hacia mí. Mojada, con los músculos tensos por el esfuerzo, el cuerpo se le volvía más abrupto. En la cara traía, para compensarlo, su infatigable sonrisa infantil.
—¿De verdad no te animas?
—Luego.
—¿Sí?
Viéndola ir y venir, en aquella tarde de verano tibia como todas las tardes de verano en que había fracasado antes, había empezado a darle vueltas a una extravagancia. La terminé de decidir allí mismo, para Rosana y para darme la sensación de romper algo:
—Cuando vengamos luego me subo a lo más alto del trampolín y me tiro.
—Ese trampolín es un rato grande.
—Si me abro la cabeza contra el fondo de la piscina te largas con disimulo. Coges un autobús y no le cuentas nada a nadie. Ya se encargarán de enterrarme, no pases apuro por eso.
—No quiero que saltes, Jaime.
Rosana parecía verdaderamente preocupada. Volvimos donde teníamos las cosas y apenas habló durante la media hora siguiente. El sol iba bajando y alguna gente, la que había venido por la mañana, se retiraba. Antes de que se enfriara mi resolución, me quité la camiseta y le sugerí a Rosana que fuéramos de nuevo a la piscina.
—No saltes, en serio —insistió.
—No pasa nada. He saltado mucho.
Cinco minutos más tarde estaba a más de cinco metros sobre el agua, repasando mi vida. La tarde era agradable, corría una brisilla fresca y abajo en la piscina casi no había bañistas. Volví a reflexionar sobre la velocidad a la que entraría en el agua, la capacidad de frenado de la masa líquida y la profundidad de la vasija. La habilidad del saltador era en mi caso un dato irrelevante. Rosana estaba en el borde, esperando. Vi que alguien se acercaba a ella por detrás y le hablaba. Un niñato con la melena a lo Richard Gere y aproximadamente su misma complexión. Rosana se volvió hacia él y en ese momento alguien en mi cabeza gritó banzai y me encontré volando recto hacia el fondo del abismo. Apenas tuve tiempo para enderezar el cuerpo y juntar firmemente las piernas. Un gilipollas que se mata en un trampolín es patético, pero un gilipollas que se mata en un trampolín y encima cae despatarrado rebasa lo grotesco.
El agua me dio en la cabeza como si me hubiera tirado contra un toldo. Después el toldo se rompió y bajé y bajé en medio de un torbellino burbujeante. No me resistía, y hasta me parecía indigno resistirme, pero de pronto mi cuello se dobló hacia arriba como un resorte y algo me rozó la rodilla y me abrasó el dedo gordo del pie izquierdo. Me había salvado y sólo podía subir. No tengo paciencia suficiente para suicidarme por inmersión.
El ascenso se me hizo interminable, aunque habría podido durar siglos, que es lo que me habría podido durar el aire que llevaba en los pulmones. Cuando asomé la cabeza no vi nada. Volví a sumergirme y buceé hasta la escalerilla. Apoyé los pies, eché los brazos a las barandillas y me elevé con fuerza al tiempo que salía del agua. Arriba, iluminando el ocaso con sus ojos azules, estaba Rosana.
—Eres un mentiroso. Era la primera vez que hacías eso —me regañó.
—¿Cómo lo adivinaste?
—Nadie que sepa pica así. Estás loco.
Rosana tendió hacia mí su mano y me apartó el flequillo mojado de la frente. No dijo nada, sólo me miró y yo vi que sus pupilas eran todo lo grandes que nunca habían sido las pupilas de una muchacha que me mirara al borde de una piscina al atardecer. Quizá habría debido censurarme por haber saltado de un trampolín o censurar a Rosana por impresionarse, pero preferí interpretar algo diferente, que a ella le había impresionado no que saltara, sino que lo hiciera sin saber.
Cuando la felicidad es demasiado grande, cuando a uno le curan de una herida demasiado mala, cuando todo es demasiado bonito, sólo hay un presentimiento que un hombre sensato pueda tener: algo está a punto de joderse. Eso presentí yo en aquel momento, mientras Rosana me quería y yo podía percatarme, y así me sumí en la melancolía de la que ya no he salido desde entonces.