A las once en punto, mi viejo cuerpo, a duras penas repuesto de una ración extra de etílico y de un sueño con Rosana, estaba sentado en el banco que el día anterior había estipulado con ella. En el cerebro se me mezclaban los recuerdos, de la esquiva Rosana a la que había tratado por la tarde y de la túrbida muchacha que me había alegrado insospechadamente la noche. Rodeado de ancianos, mamás, niños y perritos, jugué a apostar contra mí mismo cuál de las dos se presentaría allí aquella mañana, si es que se presentaba alguna. Un apostador profesional no habría arriesgado jamás su dinero a que acudiera nadie a mi cita, y en caso de tener alguna razón imperiosa para aceptarlo, jamás habría previsto otra Rosana que la del día antes. Un apostador profesional, en suma, habría cumplido su destino, que no es ganar, como tampoco lo es el del médico curar a nadie. El destino del jugador profesional es que algún inconsciente se haga rico a su costa, mientras él no pasa de obtener moderadas ganancias. El del médico es que su ciencia sucumba ante uno cualquiera de los meticulosos agentes de la muerte. Y el mío, aunque quizá no tenga nada que ver con el de los jugadores o con el de los médicos, era una Rosana de impredecible turbidez.
Sin embargo, cuando llegaron las once y cuarto, momento que había ordenado a mi esclavo electrónico de pulsera que me indicara con uno de sus estúpidos pitiditos, yo seguía tan solo como el whisky al que debía los mazazos que me castigaban las sienes. Lo único que vale de un hombre, por lo menos de los que no poseemos ninguna desproporción moral o fisiológica respecto de los otros, es su palabra, y lo único que yo podía hacer cuando mi reloj me dio la hora era levantarme y retirarme con gallardía. De manera que eso fue lo que hice. Me ajusté la corbata (una distinta de la del día anterior pero más o menos del mismo estilo, que Rosana había alabado) y encaré el paseo en dirección a una de las salidas del parque.
Me dejó recorrer quince o veinte metros. Surgió de pronto, desde detrás de un árbol.
—Hola, poli.
Me paré para admirarla. Para la ocasión había escogido un atrevido atuendo deportivo, con unos pantalones elásticos hasta las rodillas y una camiseta de tirantes ajustada a todo lo que había por encima de su cintura, con los hombros descubiertos hasta un extremo casi intolerable. Llevaba el pelo recogido en una especie de moño, lo que la envejecía ligeramente.
—Me iba —dije.
—¿Tan pronto? No has esperado ni un minuto. Las mujeres llegamos tarde.
—Yo no espero a una mujer. Me lo prohíben mis creencias. Así que me voy —eché de nuevo a andar y me detuve—: Salvo que me supliques, claro.
Rosana me miró de reojo.
—¿Que te suplique? Vaya, ya veo de qué pie cojeas tú.
—¿De cuál?
—Fácil —se burló—. Del mismo que los que van a la verja del colegio a verles las bragas a las niñas.
—Si eso es lo que crees, hasta luego, Rosana. Eres muy mona pero no sabes por dónde te sopla el aire. A mí las bragas me importan un pito.
Entonces eché a andar con todo el propósito de no detenerme hasta que no recibiera alguna señal cierta de que ella se prestaba al juego. Era el momento crucial para el apostador y aquella malvada niña dirimió la incertidumbre de un solo martillazo:
—Mejor —gritó—. Yo no llevo.
Me paré en seco y pregunté, sin volverme:
—¿Qué?
—Bragas. No llevo bragas —y mientras yo me volvía, explicó—: Con estas mallas se me marcan todas. No hay nada más feo que ir por ahí enseñando que las bragas se te están metiendo en el culo.
Confieso que, como cualquier marrano indecente, consentí que mis ojos comprobaran en el punto más obvio de Rosana que lo que afirmaba era verdad. Y lo era de un modo notorio e inquietante.
—Cuidado, poli. Eso es correr mucho —advirtió, cruzando sus manos ante sí. No hará falta que exprese mi desconcierto. Era tan absoluto que Rosana debió sentirse obligada a echarme una mano.
—Acepto tu trato —dijo, acercándose.
—¿Qué trato?
—Te lo suplico. Que no te vayas. Así que ven y siéntate conmigo.
—No sé si mantengo el trato —procuré rehacerme—. Creo que estás confundiéndote con todo esto. Será que eres demasiado joven. ¿Qué edad tienes?
Rosana se puso muy coqueta para contestar:
—Hoy, quince. En enero, dieciséis. ¿Podrías ser mi padre?
—No. Cuando tú naciste yo no me relacionaba con mujeres. Las amaba.
—Hablas de una forma muy graciosa.
—Soy un poli muy gracioso. Por eso me ocupo de los niños delincuentes.
—¿Has cogido ya a Borja?
—No persigo a Borja. A mí me interesa el que le vende. Borja es un capullo y no tiene más remedio, con un padre que preside a los antiguos alumnos y que le da quince mil pelas los sábados. Si metieran en la cárcel a todos los capullos como él, o como su padre, no habría cárceles bastantes.
Rosana retrocedió hasta un banco y se sentó. Yo no me moví.
—¿De verdad no quieres sentarte conmigo? —me invitó—. Todos quieren venir conmigo, si les dejo. Soy muy popular.
—No me cabe duda. Eres la primera de la clase y la más guapa del colegio. Si tuvieras un montón de granos y el culo tan gordo que no te entraran las mallas serías menos popular. Aunque fueras la primera de la clase. Pero no es malo que te aproveches. Si no pudieras aprovecharte nadie iba a tenerte ninguna pena.
—Vamos —insistió, golpeando el banco con su mano blanca.
—No debería. Has llegado tarde. Si me siento creerás que daba igual que cumplieras o no con mis condiciones.
—Te prometo que no.
—Lo prometes. ¿Y qué te hace esperar que eso me sirva? Yo he mentido más de mil veces al prometer algo.
Sus labios, carnosos, de un tono una pizca más intenso que lo corriente, dibujaron una media luna triunfal.
—Llevo aquí desde las once menos diez. Detrás de ese árbol. No miento. Te he visto llegar a las once justas y poner la alarma del reloj.
—Vaya —asentí—. Te gusta tenderme trampas. Eres una chica retorcida. Como a mí me gustan las chicas.
Me senté junto a ella y mientras lo hacía tuve una idea muy necia y muy sentimental. A lo largo de mi vida amorosa, contra lo que habría pronosticado cuando tenía veinte años y todas se reían de mí, he podido acceder a los favores de algunas damas bastante potables. Pero nunca tuve la sensación de realizar el deseo, es decir, de que estuviera quieta y dócil a mi lado esa cosa que uno busca y se le ha escapado mil veces. Lo más que llegaba a experimentar era que le robaba a alguien su deseo, como cuando cayó Sabine, una potente alemana por la que suspiraba el que hasta aquel día había sido mi mejor amigo. Como sucedáneo, eso puede servir para remendar transitoriamente la vanidad. A la larga, no sirve para nada. Pues bien, cuando me vi allí sentado, componiendo un dúo del que la otra mitad era Rosana, que me acogía con su traviesa dulzura, se me antojó que el deseo realizado era por primera vez el mío, el que valía de veras y para siempre. Ya comprendo que resulta una chorrada inconmensurable. Hasta se me puso la carne de gallina.
Rosana se había quedado pensativa.
—A mí me dan cinco mil, los sábados —reveló de pronto—. ¿Piensas que mi padre también es un capullo?
Quizá porque me sentía vulnerable y enternecido, elegí ser brutal, olvidando que tenía delante a una niña que no había cumplido dieciséis años:
—Desde luego. Por cinco mil hay mujeres que tienen que chupársela a un borracho apestoso. Así nunca sabrás el valor de las cosas.
A Rosana le brillaron los ojos.
—¿Tu padre era pobre?
—Mi padre es pobre, si te parece que lo es el que tiene que trabajar y pagar impuestos hasta por la última cochina peseta que gana. A mí me lo parece, por lo menos.
—Así que tú eres socialista.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Mi padre dice que los pobres son socialistas porque los socialistas les prometen que van a quitarle todo a la gente que no somos pobres.
—Vaya empanada que tiene tu padre.
—¿Qué eres entonces?
—Yo soy bolchevique —improvisé.
—¿Y qué quieren los bolcheviques?
—No vas a entenderlo.
Rosana frunció el ceño.
—Prueba. No soy tonta. Y he dado el siglo XX en Octavo.
—Los bolcheviques no somos del siglo XX, sino del XIX. Lo que queremos es fusilar a la gente como tu padre y después fusilar a los pobres, para que se enteren de que todos son unos sinvergüenzas y nadie merece que lo salven.
—Es una broma. Te estás riendo de mí.
—Claro que me río. Yo no soy nada, y lo que sea lo dejo si tú me lo pides.
—Estás loco, poli.
—Para nada. Tengo mi opinión sobre lo que vale la mierda que circula por la cabeza de la gente. Ni una lágrima tuya, preciosa.
Ella estaba desorientada, y yo buceaba en su límpida mirada azul con un poco más de entusiasmo del que le convenía mostrar a un tipo de treinta y tantos años por una niña de quince en un banco de un parque público. Esquivó mis ojos y se abrazó a una de sus piernas. Esto no era un detalle sin importancia. Por aquellas piernas habría sido capaz de ir a que me sermoneara mi dentista argentino, de depositar mis residuos de vidrio en un contenedor al efecto e incluso de colgarme al cinto un teléfono móvil.
—¿Eso es un cumplido? —interrogó.
—Yo no hago cumplidos. Me declaro o me largo.
Por un momento me pareció que se sonrojaba, pero debió de ser un espejismo. Se soltó el pelo y se quedó observándome con la barbilla apoyada en su delicado puño.
—Esta corbata de hoy no es tan bonita como la de ayer.
—Me la quito, si te molesta.
—Vale.
Me desanudé la corbata, la doblé y me la guardé en el bolsillo interior de la chaqueta.
—¿Mejor así?
—Sí. No eres tan mayor como creía. No tienes arrugas en el cuello.
—No tengo arrugas en ninguna parte. Sí tengo canas.
—Apenas se notan.
—Me da igual si se notan. Las dos cosas más ridículas que puede hacer un hombre son usar crecepelo y pintarse las canas. ¿Se pinta las canas tu padre?
—Mi padre es calvo como un huevo.
—Claro, debí imaginarlo. ¿Y a qué se dedica, tu padre?
—Es arquitecto.
—¿Y tu madre?
—Mi madre no es nada. Toca el piano y habla francés. Creo que eso es todo lo que sabe hacer.
—Tu madre tiene tiempo para aburrirse, Rosana. Nunca dejes de respetar a alguien que tiene tiempo para aburrirse. De ahí salen los sabios.
Rosana meneó la cabeza.
—Mi madre no. A veces ni siquiera la chica la toma en serio.
—Me cae bien, tu madre. Me cae mejor la gente que no tiene suerte.
—Yo tengo suerte.
—Contigo es distinto. ¿Tienes hermanos?
—Cinco. Todos son mayores que yo y están ya casados, con niños y todo. Menos Sonsoles. Ella es la mayor de todos, pero está soltera. Mi hermano Pablo dice que se ha quedado soltera. Ella se enfada, cuando lo dice.
En el tono de voz de Rosana había una indiferencia despiadada por Sonsoles. Escarbé un poco:
—¿Te llevas bien con tu hermana?
—¿Con Sonsoles? Es demasiado lista para llevarse bien con nadie. Ella nunca hace nada mal y todos los que la rodean son idiotas. Por lo que cuenta está todo el rato restregándoselo a los que trabajan con ella en el Ministerio. También se lo suelta a mi madre, y hasta a mi padre.
—¿Y a ti?
Rosana bajó la pierna que había subido al banco y estiró las dos ante sí. Comparándolas con los dos alambres resecos de Sonsoles costaba tragarse que fueran de la misma sangre. Maliciosamente, respondió:
—Sonsoles sabe que yo no soy idiota.
—¿Por algo en especial?
—Son secretos de hermanas.
—Nunca voy a contárselo. No la conozco, ni pienso.
Me miró fijamente, como si me estuviera haciendo una radiografía.
—Guardaré el secreto —me comprometí.
—Fue cuando yo acababa de cumplir trece años. Por esa época Sonsoles tenía un pretendiente. Un hombre con barriga y bigote. Me gusta que tú no tengas barriga, ni bigote. Creía que los policías llevaban todos bigote.
—Eso son los guardias civiles. Eran.
—Pues éste era abogado o algo así, pero lo llevaba. Vinieron los dos a la casa de Llanes, en verano. Un día yo estaba en mi cuarto, cambiándome después de la playa, y le vi en el jardín, espiándome. Ya me había desnudado y él ya me había visto, así que no me di prisa. Me vestí como si nada y fui a comer. En la mesa el tío estaba tan campante, llamando prenda a Sonsoles. Me tomé el primer plato y el segundo, sin abrir la boca. Cuando trajeron el postre, le solté a mi hermana que para otro verano se buscara un novio que no le tomara el pelo. Sonsoles primero no entendió y luego me mandó que me callara. Pero yo le dije que al del bigote le gustaban más jóvenes. Ahí Sonsoles empezó a cabrearse de verdad y mi padre me echó de la habitación, pero el tío ya estaba colorado y mientras me iba aproveché para aconsejarle que la próxima vez que quisiera ver cómo me cambiaba se escondiera mejor o me pidiera permiso. A la mañana siguiente el abogado se había ido y mi hermana me odiaba, pero ya nunca pensó que yo era idiota.
Según lo iba contando me lo imaginaba todo: el abogado sudoroso oculto entre la vegetación, con las piernas peludas flexionadas bajo su grotesca pancita; Rosana vistiéndose despacio y fingiendo no darse cuenta; Sonsoles primero haciendo ñoñerías y luego puesta en evidencia por el onanismo pringoso de su príncipe gris.
Aquella criatura que sus padres le habían dado en mala hora por hermana había resultado su peor enemiga, una afrenta andante con la que pagaba por todas sus faltas. Era una perfecta canallada del destino: obligarla a convivir con una niña que poseía exactamente lo que a ella le había sido negado, la capacidad de encantar a otros. Me representaba sus esfuerzos por no revelar cuánto la aborrecía, yendo a recogerla al colegio, llevándola de tiendas, proponiéndole confidencias o complicidades. Por primera vez le tuve lástima, a la zorra de Sonsoles.
—Una bonita historia —observé—. Sobre todo para el cerdo del bigote. Debió pasarlo bomba entre los arbustos.
—No creas. Entonces yo era una niña. Tampoco era para tanto.
—¿Era?
—Ahora me sienta mucho mejor el biquini.
—No me importaría verlo.
Sonrió. Tenía una sonrisa que tiraba de espaldas, con hoyitos y unos dientes de sacarles el molde.
—Eso es lo que me gusta de ti.
—¿El qué?
—Que no te escondes en el jardín, como el del bigote. Tú me habrías pedido permiso para mirar, con toda la cara.
—Los bolcheviques no podemos escondernos. Nos lo prohíben nuestras creencias. Lo que no es no es y lo que es sólo es a tumba abierta.
—¿Quieres verme en biquini?
—Ya te lo he dicho.
—Llévame a la piscina.
—¿Ahora?
—Esta tarde. Voy siempre los sábados, con mis amigas. Mis padres no tienen que enterarse de que me voy contigo, y si vamos a otra piscina mis amigas tampoco se enterarán.
—Hace años que no voy a una piscina en Madrid. No sé ni dónde hay.
—Puedes averiguarlo. Para eso eres poli.
Había algo raro en la forma en que lo había dicho, y hubo algo todavía más raro en el modo en que llegué a la conclusión de que yo tenía que decirle a ella lo que a continuación le dije:
—Si voy a llevarte a la piscina, más vale que te cuente algo.
—Qué.
—No soy poli.
—Ya me lo figuraba.
—Tampoco soy un maníaco.
—Ajá.
—Es como si te diera igual.
—Claro que no. ¿Cómo te llamas? De verdad.
—Jaime —mentí.
—Me va menos que Javier. Pero tú me vas más que el poli. ¿Me llevas a la piscina o no?
—Sí, si quieres —sucumbí.
—Quiero. Recógeme aquí mismo, a las cuatro y media. Ahora me voy a sudar un poco. Se supone que he venido a correr. Chao.
Salió corriendo, con la cabellera al aire, y yo me quedé devanando algo confuso sobre Dante y Beatriz y el cielo y el infierno y la jodida seguridad de que no habría mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la desgracia.