La puta oficina, impresiones de una víctima:
En el mundo laboral actual, y por efecto de las convulsiones inherentes al fin del milenio, coexisten tres castas bien diferenciadas.
Primero hay una porción de gente, como el 30 por ciento o más, que tiene antigüedad y puesto en alguna empresa de raigambre, y por tanto, subvencionada de una u otra forma. Estas empresas son más abundantes de lo que se piensa y seguramente también de lo que convendría a quienes no gozan de sus ventajas. Gracias a sus sindicalistas influyentes y liberados, esta gente no ha abandonado del todo la dorada época en que los convenios eran cojonudos. La época en que te daban una paga cuando cumplías X años en la empresa, y se salía a mediodía, y por la mañana se tomaba el cafelito y cuando era septiembre había una bolsa de estudios individual que sobraba para comprarles todo a los niños y alcanzaba para darte una comilona con puro y copazo. Naturalmente, el nuevo modelo de relaciones laborales intenta desalentarlos, pero hace falta un terremoto para que se pongan nerviosos, y aun no estoy seguro de que llegado el caso no pensaran que los terremotos sólo mueven las sillas de los eventuales. Saben que lo peor que puede pasarles es que los entierren en billetes a costa del sueldo de los jóvenes, y que así engordados los manden a casa a darse vicios. Esto es lo que se suele llamar más comúnmente prejubilación. Mientras esperan que les llegue la edad o el turno, estos budas distraen sus ocho horas exactas diarias poniendo aspas en el calendario y en las casillas de la quiniela o la lotería. Cogen regularmente la gripe (quince días), la alergia primaveral (diez días), el resfriado veraniego (ocho días) y siempre se fracturan un hueso menor haciendo jogging el último día del veraneo (veinte días). Cada dos años se extirpan un quiste sebáceo (treinta días) y se rompen un hueso mayor esquiando (dos meses). Y como eso deja algún tiempo más de lo apetecible, no perdonan un puente.
En honor a la verdad, entre los que disponen de esta bendita impunidad hay algunos imbéciles que trabajan, porque tienen principios o vocación. Todos se ríen de ellos, desde luego. Mira que hay que estar gilipollas para tener principios cuando nadie los tiene (si roban los ministros, a mí que no vengan a pedirme nada, afirma hoy el 95 por ciento de los encuestados). Y los de la vocación son los más ridiculizados con mucho (un 99 coma de los encuestados sostiene con rotundidad que la vocación que se la pidan a la puta madre de quien se lleva los beneficios). Se me permitirá por tanto que prescinda en mi rápido análisis de esta anomalía despreciada tan rotundamente por la sabiduría popular.
Del 70 por ciento restante unas cuatro quintas partes son eventuales de mierda. Entiéndase esto bien: no me refiero a que su contrato sea temporal, sino a que sea cancelable en condiciones asumibles para el empleador. En tal circunstancia, el despido de un empleado fijo no es más que una no renovación tácitamente prevista. Los eventuales de mierda se caracterizan en primer lugar por haber llegado después de que lo de los convenios se fuera a hacer puñetas, del modo en que estas cosas se van a hacer puñetas: con efectos salvajes para los que vengan después y delicadeza máxima para los que estaban antes, o sea, los budas. Los eventuales de mierda pueden hallarse en cualquier sector de actividad y sus representantes sindicales, si los hay, no son nada influyentes, sino más bien un tanto kamikazes. Otra característica de los eventuales de mierda es su edad cronológica, en promedio bastante inferior a la de los budas. Lo compensan con un aspecto bastante peor, porque apenas tienen dinero para comprarse ropa de marca (no se diga ya para ir de veraneo o a esquiar) y el horario de doce horas de trabajo es mucho más nocivo para la salud que el de ocho de simple estancia en la oficina. Si uno de los budas se cruza en un pasillo a un eventual de mierda, y si desciende a mirarle, comprueba derritiéndose de gusto que aunque entre ambos haya veinte años el eventual de mierda está mucho menos moreno, tiene unas ojeras que se las pisa y muchas más canas que, además, no le da tiempo a teñirse.
Según los últimos cálculos, la vida de un eventual de mierda tiene un valor ligeramente inferior al de la vida de una cochinilla de la humedad. Si se pone enfermo más de un par de veces en un año, no se le renueva el contrato. Si un día a las doce de la noche le dices que rehaga todo el trabajo del día y tuerce un poco la cara, no se le renueva el contrato. Si remueve mal el café, no se le renueva el contrato. Si es una secretaria y se pone pantalones, no se le renueva el contrato. Si no sonríe todo el tiempo (pese a lo patético que es sonreír con ojeras), no se le renueva el contrato. Si pregunta qué es un puente, no se le renueva el contrato. Hay un catálogo en el que constan otras doscientas cincuenta mil causas por las que a un eventual de mierda puede no renovársele el contrato. Dejaron de apuntar causas no porque no las haya, sino por innecesarias: no hay eventual de mierda que no pueda ser despedido unas tres mil veces al día con ayuda de las que ya están en el catálogo.
Podría parecer que no hay situación peor que la de los eventuales de mierda. No son suficientes y tienen que hacer todo el trabajo, mientras los budas resuelven apaciblemente sus boletos de apuestas. No están bien pagados, porque si se les pagara bien no se podría costear las maravillosas pensiones de que disfrutan los otros. No tienen beneficios sociales, porque si los tuvieran, los budas no podrían beneficiarse de un seguro médico tan bueno como el que les permite reponerse milagrosa y totalmente de sus múltiples trastornillos. Además, cuando sean viejos (me refiero a los pocos que lleguen) todo lo que cotizaron a la Seguridad Social se habrá gastado en la larga vida de los budas y no recibirán más que una buena patada en el culo.
Sin embargo, hay alguien que inspira todavía más lástima. Son el resto, la última quinta parte del 70 por ciento que nunca conoció convenio: los soplapollas (por ejemplo, yo). Se los puede encontrar en puestos profesionales de los llamados de primera línea (no jerárquica, sino de playa, o sea, de playa de desembarco), en bancos de negocios, intermediarios bursátiles, multinacionales de lo que sea, incluso a veces en las mismas empresas en las que convalecen plácidamente los budas. Los soplapollas no son eventuales y ganan buenos sueldos, en realidad mejores que los de los mismísimos budas. Bajo esa coartada, la actividad sindical, entre ellos, es a medias inconcebible y a medias un rasgo de mal gusto. Son jóvenes, van bien vestidos y procuran conservar un aspecto físico presentable, lo que por diversos medios más o menos demenciales consiguen. Se les permite cogerse algún puente de vez en cuando, esquían y se van de veraneo a otros países. El resto del año, purgan miserablemente sus pecados.
Según los últimos cálculos, la vida de un soplapollas tiene un valor bastante inferior al de la vida de una cochinilla de la humedad con todas las patitas amputadas. Para empezar, trabajan todavía más horas que un eventual de mierda. No pueden ponerse enfermos, porque siempre hay algo que los reclama urgentemente, y eso los convierte en adictos a toda clase de fármacos para seguir en pie contra viento y marea. Mientras soportan la fiebre o se contienen el vómito es posible que se vean en la necesidad de darle permiso a algún buda que quiere marcharse a casa para pasar mejor una pequeña jaqueca. Aunque oficialmente todos son jefes de algo, saben manejar el ordenador, la fotocopiadora, el fax y la máquina de encuadernar, porque a las horas a las que suelen terminar los trabajos hasta los eventuales de mierda ya se han ido (en esos momentos, los budas que aún tienen hijos en edad escolar han repasado con ellos las lecciones del día y los han acostado y saborean un whisky frente al televisor). Por si esto no bastara, cualquier error que cometan puede ser castigado con violentas humillaciones personales a las que no tienen posibilidad alguna de replicar.
Algunos soplapollas estiman que eso es mejor que ir a la calle, extremosidad a la que no se les somete con la misma frecuencia que a los eventuales de mierda, y sonríen mientras sus superiores les escupen a los ojos, dando gracias por ser un soplapollas y no un eventual de mierda. Cualquiera que tenga sesos se da cuenta de que el eventual de mierda al menos puede mirarse al espejo. Y aunque los dos morirán sin pensión de vejez, al eventual de mierda le queda alguna esperanza de que sus hijos le quieran y se ocupen de él en tan mal trago. El soplapollas no sólo no se merece el respeto de sus hijos, sino que ni siquiera puede esperar que sepan quién es ese tipo que solía aparecer por casa los días de fiesta (no todos).
Resulta difícil explicar cómo tantas buenas personas, e incluso individuos relativamente valiosos, acaban arrastrando la maldición de ser un soplapollas durante todos los días de su vida. Algunos se dejan cegar por el dinero o por una leyenda jerárquica en una tarjeta de visita. Nunca falta quien por ser coordinador o ganar 80 se siente en condiciones de creer hasta las últimas consecuencias que cualquiera que sea subcoordinador o gane 79 es su inferior en la escala zoológica. Entre esos atontados se recluta una parte importante de todos los soplapollas que pululan por el mundo, y lo alarmante de esta época es que de esos atontados hay tal stock que si hiciera falta abastecería de sobra toda la demanda de soplapollas.
Sin embargo, una parte de los soplapollas no aman el dinero (o las tarjetas de visita más gordas que la de otro) por encima de todas las cosas. Son los soplapollas en quienes resulta más chocante que sean unos soplapollas, y posiblemente los más culpables y los que más se merecen su perra suerte, porque a nada que se hubieran decidido a tener un par de pelotas podrían haberse ahorrado ser la poca cosa que son. Aunque pueda sorprender, estos sujetos están donde están por vanidad. Se metieron en la boca del lobo sin pensarlo, o pensando sin quererlo, o pensando que nunca querrían ni se dejarían llevar por la asquerosa corriente. Y entonces los tentaron: vamos a ver si eres capaz de esto y de lo otro. Ellos se sabían capaces de esto y de lo otro y les dio por demostrarlo para que nadie volviese a ponerlo en duda. Luego vino aquello y lo de más allá, y también de eso eran capaces y lo demostraron. Y así sucesivamente.
Cuando quisieron mirar para atrás habían hecho un huevo de cosas de las que eran capaces, y ninguna de ellas, por difícil que fuera, valía una higa. Por el contrario, había otro huevo de cosas que valían de un par de higas para arriba, y también de eso habrían sido capaces en su momento, pero después de tanto perder el tiempo en las cosas que no valían una higa, ahora ya no servían para nada más. Y lo más vergonzoso es que la mayor parte de esa chusma, en lugar de agarrar el coche y despeñarse tranquilamente, se consuelan olvidándose del asunto y aplicándose con ahínco a seguir con las cosas que no valen una higa. Hasta se ríen cuando les dan palmaditas en la espalda, buscando en ellas la misma aprobación que encuentra el falderillo en la galleta rancia que le dan después de hacer una monería.
Aquí es donde se echa en falta el par de pelotas de que hablaba antes. Vanidad tenemos todos, y a cualquiera nos gusta que nos la halaguen por hacer chorradas. Pero hace falta un par de pelotas para decirle al domador, cuando te pide que des un saltito a través de un aro ardiendo, que el salto lo dé más bien la puerca que lo parió y que ya puede empezar a gastar el látigo. La primera vez que uno salta por el aro ardiendo se deja las pelotas allí colgando y ya nunca más puede recobrarlas. Para quien no lo sepa, las pelotas son altamente inflamables.
Hubo un tiempo en que yo me resistía a ser un soplapollas. Nunca adoré el dinero, ni la tarjeta de visita, y me negaba a cifrar mi orgullo en que otros admirasen mi habilidad para hacer volatines. En aquel tiempo yo tenía un par de pelotas. Luego se me ocurrió que no es bueno que el hombre esté solo y me pregunté si convenía quedarse al margen de lo que hacía todo el mundo, o todos los que podían. Yo podía tanto como cualquiera. Me autoricé a saltar por el arito flamígero sólo por no acabar en la cuneta y sin provecho. Lo acepté como una solución transitoria, hasta que el panorama se aclarase y yo pudiera organizarme a mi manera. Han pasado pongamos que diez años. Ahora soy un soplapollas y estoy más solo que antes.
Cuando pienso en estas cosas me acuerdo siempre de Friedrich Nietzsche. Tuve un profesor de religión que se regodeaba siempre que le venía a mano en el hecho de que aquel ateo hubiera muerto loco. Nunca me apasionó el viejo Friedrich, salvo cuando sacaba el martillo, pero no me parece justo que el premio por predicar el orgullo de ser hombre consista en que se te ablanden los sesos y un antropoide con alzacuellos se descojone a tu costa cien años después, delante de un puñado de mocosos condenados.