De madrugada me desperté sudando y con el corazón bombeando a toda máquina. Intenté calmarme y dormirme otra vez, pero no había manera. Me levanté y me tomé un cuenco de tila alpina. Aunque eso me hizo sentirme mejor, no era suficiente. Me puse encima el chándal y bajé por el coche. Estuve corriendo un rato por la M-30. En la M-40 hay mejores curvas y puede irse más deprisa, pero tiene la desventaja de que la vigila la Guardia Civil. Si haces cualquier faena sale detrás de ti un motorista entrenado para cazar bólidos y te meten un paquete que te quedas tieso. En la M-30 está la Policía Municipal y ésos o no tienen motoristas tan buenos o los reservan para las exhibiciones. Lo más que te puede pasar es que te saquen una foto y te manden una multa a casa. Tengo en casa ciento setenta y ocho multas de la Policía Municipal, todas prescritas después de que no tramitaran debidamente mis alegaciones. Es tan fácil que debería poner un negocio. Claro que un día de éstos aprenderán o cambiarán la ley y habrá que comprarse un scalextric.
Cuando me cansé de darle al pedal tomé la primera salida y busqué una cabina telefónica. Marqué el número de Sonsoles. Sonó seis veces y tras un aparatoso chasquido, como si a quien hubiera cogido el auricular se le hubiese caído inmediatamente, oí que Armando decía:
—¿Sí? ¿Quién es?
—Sonsoles —susurré.
—¿Quién es?
—Sonsoles —volví a susurrar.
—Vete a tomar por culo, hijo de puta —y colgó.
Repetí la operación.
—¿Quién cojones es? —de nuevo Armando.
—Sonsoles —susurré otra vez.
Colgó. Esperé diez minutos y volví a llamar. Sonó sólo dos veces.
—¿Quién eres, maricón? —gorjeó inconfundible la voz de Sonsoles.
Jadeé largamente. Ella se quedó en silencio hasta que dejé de jadear.
—Oh, qué guarro. ¿Tengo que asustarme? —se rió.
Tenía razón. Aquello estaba un poco visto. Saqué el pañuelo y tapé el auricular. Puse una voz cavernosa:
—Hola, Sonsoles. Tú no me conoces, pero te veo todos los días. Hace semanas que me he fijado en ti.
—Claro, y quieres que nos citemos o que te diga si llevo bragas.
—No soy esa clase de hombre.
—Ah, ¿eres un hombre?
—Más o menos.
—¿Más o menos?
—¿Sabes lo que quiero, Sonsoles?
—Me muero de curiosidad.
—Quiero arrancarte el hígado y comérmelo frito. Tu corazón se lo daré a mi perro y el resto lo disecaré para que mi mono se distraiga y deje de machacársela. Mientras tanto, estaré por ahí, querida. Ve atenta a tu espalda.
—Voy a llamar a la policía ahora mismo —Sonsoles había dejado de reírse.
—¿Y qué les vas a contar? No tienes nada. Estoy en una cabina y no sabes quién soy. ¿Tienes idea de cuántos casos iguales archivan cada día? Esperarán a que te haga algo.
—Yo te conozco.
—No te esfuerces en balde.
—Eres una basura.
—Claro que lo soy. Por cierto, mi mono te manda un beso. Está deseando conocerte.
Interrumpí la comunicación. Por aquella noche ya había suficiente. Desde luego, lo que había hecho me daba un poco de asco, pero noté que me había relajado bastante. Hubo una época en que yo apenas hacía cosas miserables y entonces pensaba que los que las hacían eran individuos mugrientos que se atormentaban todo el rato y querían suicidarse después de cada fechoría. Sin embargo, desde que soy un pervertido he comprobado que cuando se da salida a los bajos instintos uno no se siente culpable, sino vacío, que es la única manera que tiene un pervertido de sentirse en paz. Cuando vas y haces la cochinada, hecha está y punto. Lo malo es cuando te quedas a medias, porque la comezón no te deja vivir.
Aquella noche, por ejemplo, llegué a casa, me acosté y dormí como un muerto. Cuando me desperté, vi que la almohada estaba llena de baba. Aunque Freud no lo dejara escrito y prefiriera perder el tiempo con sutilezas siempre discutibles, un sueño baboso es necesariamente un sueño feliz.