Ahora que lo pienso, es curioso que todo empezara con el coche. El hombre moderno depende de la máquina y de todas las máquinas la que más tarado tiene al hombre moderno es el puto coche. El hombre moderno echa horas en el coche, se empeña para comprarlo, no duerme si le hace ruido o le da tirones cuando cambia de marcha. Muchos hombres modernos no pasan tanto tiempo con su familia como con el coche, gastan en su familia menos que en el coche y les importa un higo si uno de sus hijos tiene fiebre, que puede ser una avería, hablando de un niño, bastante más grave que un chirrido en los amortiguadores de un coche.
Cuando cambia de fortuna, el hombre moderno se compra un coche. Cuando pasan más de cuatro o cinco años desde que compró el anterior y no se compra otro, la mayoría de los otros hombres modernos lo considera un comemierda. Una de las pocas razones por las que un hombre moderno puede matar a otro es porque le cierre el paso a su coche. Una de las pocas causas por las que un hombre moderno de menos de treinta años puede dejar de cotizar a la Seguridad Social es un accidente de tráfico.
Personalmente, a mí me importó mucho mi primer coche, porque yo tenía X pesetas y el coche me costó X más 500.000. También porque el cabrón traía mal la inyección de fábrica y cada dos por tres me veía en el taller intentando tragarme que el problema era que aquí la gasolina era muy sucia, no como en Alemania, que era lo que siempre me decían a falta de imaginación para inventarse otra pamema más convincente.
El segundo me importó menos, porque ya tenía más dinero y la inyección era como Dios manda que sean las inyecciones, o sea, resistentes a la porquería que pueda tener la gasolina en el país donde se vende el coche.
El tercero, que fue el que le metí al de Sonsoles por detrás, ni me iba ni me venía. O eso creía yo. Si no recuerdo mal lo compré sólo porque era el más barato de los que tenían aire acondicionado y la potencia necesaria para adelantar a un camión sin jugarme la vida.
Sin embargo, una noche que andaba yo con el estómago revuelto descubrí que allá por las entrañas los dos teníamos algo en común, algo tan peculiar que casi era para alarmarse: el olor de mis pedos debajo de la sábana era idéntico al de la gasolina sin plomo después de quemarse en mi coche y de pasar por su catalizador. Hacía poco que me lo había comprado y llevaba algunas semanas tratando de averiguar a qué me recordaba aquel hedor que inundaba todos los días mi plaza de garaje. Aunque nada tenga que ver con esta historia, creo que fue esa noche cuando decidí sumar a mis otras facetas que no me conviene enseñar la de enemigo de la ecología.
También odio la pedagogía, el capitalismo liberal y el deporte. No sé por qué casi todo lo que aspira o dice aspirar a mejorar la vida de la gente acaba por estropearla más tarde o más temprano.