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Era lunes y como todos los lunes el alma me pesaba ahí mismo, abajo del saquito de los cojones. Una tarde pensé que el alma era una tercera bola que llevaba ahí colgando y que me servía tan poco como me servían las otras dos. Desde entonces, cuando es lunes y el alma me pesa, cuando es otro día y el alma me pesa, hasta cuando no sé qué día es y el alma me pesa, siento ese bulto y esa carga abajo del todo, peleando con la tela elástica del slip.

Yo no fui siempre un tipo con el alma entre los cojones. Durante bastantes años ni siquiera decía palabrotas, y hasta utilicé durante otros muchos un vocabulario abundante y selecto. Ahora he decidido que la vida no merece arriba de quinientas palabras y que las más a propósito son palabrotas, pero no es que nunca haya pasado de aquí, sino que he llegado aquí. Muchos capullos se atascan donde yo estoy ahora al poco de nacer y se quedan aquí para siempre. Yo he venido hasta aquí pasando por otros sitios antes, y algunos de ellos olían bastante mejor, aunque nunca duró demasiado. Puede parecer que más habría valido ser desde el principio uno de esos capullos que no ven mundo ni conocen otros sitios que huelen mejor. Y a mí me lo parece. Si toda mi vida hubiera sido un capullo ahora estaría contento, y no acordándome de que aquel día era lunes y el alma me pesaba encima del slip.

El lunes del que me acuerdo empezaba con la misma mierda de todos los lunes. En la radio había cinco gilipollas que hablaban de lo que habían dicho otros cinco gilipollas para que al día siguiente cinco gilipollas más (algunos de ellos los mismos del día antes) hablaran de lo que estos cinco gilipollas habían dicho y así hasta el infinito, que es un batiburrillo de bandas de a cinco gilipollas. Como mi resistencia a las chorradas ha ido bajando con el tiempo, puse una cinta y resultó ser una de aquellas en las que hace años tenía grabado a ese pelma de Bach. Aunque he borrado todas, grabando encima otra música más apropiada, a veces salen trozos de sus apestosas cantatas que siempre tratan de lo mismo y suenan igual. Adelanté un poco la cinta y arrancó Breaking the Law, de Judas Priest. Lo dejé ahí, y no porque me gusten los individuos de Judas, que creo que son un hatajo de macarras que en su vida han tenido un par de ocurrencias, sino porque armaban mucho ruido y eso me impedía pensar. Ante todo, buscaba librarme de lo que hacía que me pesara el alma y que era lo mismo de siempre: es lunes (un puto lunes), temprano (la puta de temprano), estoy en el coche (el puto coche), en un atasco (puto atasco), sin saber si pasar por encima o por debajo del cinturón de seguridad la corbata (el puto cinturón, la puta corbata); voy camino del trabajo, donde pudriendo los días me dan a cambio dinero para comprar de comer y pagar el apartamento y el coche y la corbata y la radio y los compactos de donde grabo las cintas de Judas (puto trabajo, putos días, puto dinero, puta comida, puto apartamento, etc.); y ahora va el guardia y como siempre corta en Cibeles para que circulen los que bajan por Alcalá y nos jodamos los que venimos por el Prado (el puto guardia).

De lo que venía pensando es fácil acordarme, porque lo hago mucho y me lo he aprendido de memoria. Del guardia también, porque todas las mañanas hace lo mismo. De Bach y de Judas, y aquí es donde empieza el asunto, me acuerdo porque fue al encontrar Breaking the Law cuando el coche que rodaba delante de mí frenó en seco y yo, que iba distraído con el radiocasete, me lo comí a unos veintidós por hora, que no es mucho para recorrer los diecisiete kilómetros que recorro cada mañana pero sí bastante para romper un coche contra otro.

En ese momento el infierno se me echó encima, y el infierno era, por este orden: una zorra con trajecito chanel que se me baja del coche de delante y me empieza a llamar hijo de puta y maricón y yo qué sé cuántas cosas más que no le iban nada con la blusa; el mamón del guardia que abre mucho los ojos y sin sacarse el pito de la boca se viene hacia el lugar del siniestro con ganas de marcha; los de detrás que se ponen a darle al claxon a ver si consigo volverme loco de una vez; el cinturón que no obedece a mis intentos de separármelo del pecho para desabrocharlo porque debo de estar tirando un poco más de lo que el fabricante opina que se debe tirar; los de Judas que parecen empeñados en cargarse la batería, el bajo y todas sus guitarras.

Cuando por fin conseguí librarme del cinturón y salir del coche la zorra del trajecito chanel y el guardia ya se habían aliado manifiestamente. El guardia me escupió apenas asomé el morro:

—Antes de nada retire el coche. ¿No ve que está estorbando?

—Ayudaría si lo quita primero ella —contesté, sin ninguna astucia—. Me he empotrado en su culo.

—¿No le oye al muy cabrón? —trinó la mujer—. Te habrás empotrado en el culo de tu puta madre.

—Bueno, vale. Pero si usted no mueve el coche yo tampoco puedo moverlo y el guardia no va a poder despejar el tráfico, que es lo que a él le importa.

—Señora —terció el guardia—, haga el favor y a ver si podemos arreglar esto lo antes posible.

La mujer lo movió, yo lo moví y mientras tanto el guardia desviaba a los malnacidos que pasaban riéndose de la hostia que acababa de darme. Busqué los papeles del coche, el seguro, un bolígrafo, y lo encontré todo menos el bolígrafo. No me hacía maldita la gracia pedirle un bolígrafo a la mujer o al guardia, pero el parte amistoso y europeo de accidentes es autocopiativo y la Mont Blanc Meisterstück te la puedes meter donde te quepa cuando se trata de rellenarlo. Resignado, salí a aguantar la que estaba cayendo. La mujer seguía insultándome y cuando me bajé se permitió dudar:

—¿Has conseguido estafar a alguien para que te haga un seguro, imbécil?

—Si no estuviera el guardia no me llamaría eso.

—¿Por qué? ¿Qué harías si no estuviera el guardia?

Te pegaría quinientas patadas en el mismo coño, pensé, pero dije:

—Me parece que me largaría y la dejaría que chillara sola.

—Vaya bobada. Como que no iban a encontrarte.

—Claro. Pero no está herida. No iría a la cárcel. Le daría el número del seguro a la policía y me ahorraría hablar con usted.

En eso el guardia volvió donde estábamos y le dio por hacer una pregunta estúpida:

—Vamos a ver. ¿Qué ha pasado?

—Yo iba tan tranquila, freno porque se cierra el semáforo y éste va y me embiste por detrás.

—No por gusto —me burlé—. Me he despistado con la radio. Si la hubiera visto no la habría embestido por detrás.

—Exijo que le prohíba a este retrasado que se ría. No creo que esto sea para reírse precisamente.

—Tengamos la fiesta en paz. Cálmense los dos.

—Yo estoy calmado, agente.

—Sólo faltaría, él que tiene la culpa.

—Pues claro que tengo la culpa. ¿Por qué no hacemos primero los papeles y luego me fusilan?

—Permiso de conducir y de circulación del coche.

Le di los permisos al guardia y éste lamentó no poder multarme porque yo me los hubiera olvidado en casa o hubiera olvidado renovar el carné, que era lo máximo que podía haber conseguido con esa brillante comprobación. Mientras tanto Judas seguía tronando desde mi coche.

—¿Es que no puedes quitar esa mierda de música?

—Yo no la he tuteado hasta ahora. Y no me meto con la música que escucha.

—Podías haber subido la ventanilla al menos.

—Tengo roto el elevalunas. No sube de ahí. La próxima vez procuraré traer el coche arreglado.

—Este tío es un hijo de perra y además disfruta.

—Guardia, ya veo que está ocupado, pero ¿tengo que soportar que esta mujer no pare de insultarme?

—Tranquilícense los dos. Saquen la documentación del seguro y rellenen el parte, por favor.

El guardia me devolvió mis permisos, fastidiado por no haber podido empapelarme. Dirigiéndose a la mujer, dijo:

—Usted saque también el permiso de conducir.

Como a veces no sé estarme callado, le pregunté:

—¿A ella no le pide los papeles del coche?

—Ella no ha cometido ninguna infracción, señor.

—¿Y yo?

—No ha respetado el semáforo.

—Suponiendo que eso sea como dice, ¿qué le hace pensar que si no respeto el semáforo es que no llevo permiso de circulación? A mí me parece más bien al revés. Si voy a chocarme con una histérica delante de un guardia y saltándome un semáforo, más me vale llevar todos los papeles en regla. A lo mejor ella no los lleva. Ella no sabía que yo le iba a dar.

—Histérica. Esto es para cagarse.

—No lo haga más difícil —dijo el guardia.

—Lo que no entiendo es por qué se empeñan en putear a la gente inofensiva. Si estuviéramos en un descampado y usted estuviera solo y yo con cuatro colegas con bates de béisbol no me pediría nada.

—Está bien, no lo líe, ande.

—No le haga caso, agente. A este tío le ha debido dar un aire —soltó la mujer, serena de pronto.

Entonces me quedé mirándola. Era una tía de unos treinta y cinco años, rubia de bote, esmirriada, con la piel tostada por la lámpara. Llevaba unas gafas de sol tres o cuatro veces más grandes que su cara y la blusa desabrochada hasta muy abajo, para que la tela de color claro contrastara con el pellejo quemado y los hombres le miraran entre las tetas. Para poder enfadarse cuando pasaba eso, supongo, llevaba un crucifijo de oro colgado encima del canalillo. También llevaba muchos anillos y pulseras y sus uñas nunca habían arrancado una costra de grasa de esas que resisten el limpiador especial para la vitrocerámica.

—¿Qué miras? —volvió a ladrar.

—Le ruego que colabore —insistió el guardia.

En esta puta ciudad hay un millón de coches y voy y me choco con el de esta cerda, pensé. A lo mejor eso quería decir algo. En todo caso, no parecía que la ocasión fuera la mejor para darle al molino, así que decidí hacerle caso al guardia.

—¿Tiene un bolígrafo? —pedí—. Es para el papel autocopiativo —y descapuché ante ellos mi Mont Blanc para acreditar su inutilidad.

El guardia me dejó un bolígrafo y escribí mi dirección y todas las demás cosas que hay que poner en el parte. Me consideré responsable de todo el estropicio y empecé a dibujarlo. Pero entonces paré. Aunque el dibujo no era complicado, se me ocurrió que ella podía verlo de otra forma.

—Haga usted el dibujo, si quiere. Ya he puesto que yo tuve la culpa.

La mujer sacó un boligrafito Dupont de plata y algo molesta por no poder encargárselo a nadie escribió sus datos y terminó bastante mal mi dibujo. El policía comprobó los datos y copió parte de ellos en una hojita impresa en la que luego nos hizo firmar a los dos. Por cierto que antes de apuntar en su papel mi matrícula miró detenidamente la placa de mi coche. También la había mirado antes, cuando le había dado la documentación. No miró la placa del coche de la mujer. Cuando terminó separó las dos hojas del parte y nos devolvió una a cada uno.

—Está bien. Usted puede marcharse —le dijo a la mujer.

—No me lo diga dos veces. Hasta nunca —se despidió de mí.

—¿Por qué yo no puedo irme?

—A usted tengo que notificarle la denuncia.

—Oiga, guardia. Si he hecho algo malo ya me ha castigado Dios bastante. ¿A qué viene ensañarse con una multa?

—Es mi obligación. Y la suya ir más atento.

La zorra del trajecito chanel se había subido a su coche, un descapotable blanco como los que siempre llevan las zorras como ella, y yo tuve que aguantar cómo colocaba el retrovisor y se colocaba el pelo y se lo ahuecaba hacia atrás, mientras el puto guardia me daba por culo y se ganaba gloriosamente su dinero de mierda, que mejor o peor es todo lo que nos ganamos los capullos, no importa si porque lo hemos sido desde siempre o porque al final nos hemos hecho así.

Cuando volví a meterme en el coche había perdido veinte minutos y todo lo que había madrugado para que el atasco que me comiera no fuera el atasco asqueroso del lunes a las ocho y media. Eran las ocho y media y no sólo estaba en medio del atasco asqueroso sino que también iba a llegar tarde, lo que haría del lunes más lunes y que el alma me pesara entre los huevos el doble de lo que ya me venía pesando por el camino. Entonces fue cuando me di cuenta de que en la carpetilla con los papeles del seguro llevaba el nombre y la dirección de la zorra del trajecito chanel. A mi alrededor todos pitaban, los taxistas se me colaban y el atasco no avanzaba un maldito metro. Abrí la carpetilla y leí el nombre de la muy puerca: Sonsoles. Y el primer apellido: López-Díaz. Y el segundo: García-Navarro. O sea: una Sonsoles López García a la que le parecía una poca mierda llamarse López García y había rescatado del olvido a sus abuelas. O lo había hecho su padre o el padre de su padre, que era todavía peor. Por la calle que había puesto en el parte, vivía al lado de los Jerónimos. Cuando yo era un cretino sensible me gustaba esa zona. De noche es tranquila y de día apenas estorban un poco los rebaños de amarillos que llevan en autobús a ver las pinturas.

Mientras seguía rumbo a la basura cotidiana, empecé a imaginar y me dio que lo mismo Sonsoles López García me servía para dejar un poco de aburrirme como un muerto. Yo no creo en el destino y más bien me parece que casi todas las cosas pasan porque uno se empeña en que pasen, a veces un poco a la fuerza, es verdad, pero eso no le hace a uno menos responsable ni gilipollas. Sin embargo, aquella mañana me había dado contra la furcia de Sonsoles de una manera absurda y sin habérmelo buscado. Algo me la había puesto por delante y yo me había estrellado contra ella. De momento sólo me había abollado el coche, que era una desgracia, pero quién sabía si no podía sacarle algún aliciente a la historia. Y cuando pensaba aliciente pensaba en divertirme, no demasiado, porque si por aquel entonces hubiera pensado que la vida podía ser realmente divertida no habría enterrado también todo Mozart debajo de los guitarrazos de Judas (y de Kreator, y de 77 Fucking Bastards y de Blame It On Your Dirty Sister). A medida que mi maldito coche abollado subía por la Castellana, un plan malvado se iba gestando en mi cerebro. Y yo me reía, lo juro que me reía como si aquello fuera el mejor chiste que me hubiesen contado nunca.

De esta forma incomprensible entró Sonsoles en mi vida de gusano, y así, jugando como un bobo, me las apañé para convertir un simple accidente de tráfico en una ruina de tres pares de pelotas.