Capítulo 4

Al día siguiente, después de que Helena hubiese salido, Antonio Claro llamó a casa de María Paz. No se sentía especialmente nervioso o excitado, el silencio sería su escudo protector. La voz que le respondió era opaca, con la fragilidad dubitativa de quien convalece de una incomodidad física, y, siendo, por todos los indicios, de una mujer de cierta edad, no suena tan quebradiza como la de una vieja, o una anciana, para quien prefiera los eufemismos. No fueron muchas las palabras que pronunció, Diga, diga, quién habla, responda, por favor, diga, diga, qué falta de respeto, ni en su propia casa una persona puede estar tranquila, y colgó, pero Daniel Santa-Clara, pese a no orbitar en el sistema solar de los actores de primera grandeza, tiene un excelente oído, para el parentesco en este caso, por eso no le dio ningún trabajo deducir que la señora mayor, si no es la madre, es la abuela, y si no es la abuela, es la tía, con exclusión radical, por encontrarse francamente fuera de las realidades actuales, de aquel gastado tópico literario de la sirvienta-vieja-que-por-amor-a-sus-amos-no-se-casó. Por supuesto, sólo por una cuestión de método, falta todavía averiguar si hay hombres en casa, un padre, un abuelo, algún tío, algún hermano, pero de tal posibilidad no tendrá que preocuparse mucho Antonio Claro, dado que, en todo y para todo, para la salud y para la enfermedad, para la vida y para la muerte, no aparecerá como Daniel Santa-Clara ante María Paz, sino como Tertuliano Máximo Afonso, y éste, ya sea como amigo ya sea como amante, si no le abren la puerta de par en par, deberá, por lo menos, disfrutar de las ventajas de un estatuto de relaciones tácitamente aceptado. Si a Antonio Claro le preguntásemos cuál sería su preferencia, de acuerdo con los fines que tiene a la vista, sobre la naturaleza de la relación de Tertuliano Máximo Afonso y de María Paz, si la de amantes, si la de amigos, no tengamos dudas de que nos respondería que si esa relación fuese simplemente de amistad no encerraría, para él, ni la mitad del interés que si fueran amantes. Según se puede ver, el plan de acción que Antonio Claro está delineando avanza mucho en la localización de los objetivos y comienza a ganar la consistencia de motivos que le faltaba, aunque tal consistencia, salvo grave equívoco de interpretación por nuestra parte, parezca haberse conseguido gracias a las malévolas ideas de desquite personal que la situación, tal como se presentaba, ni prometía ni en modo alguno justificaba. Es verdad que Tertuliano Máximo Afonso desafió frontalmente a Daniel Santa-Clara cuando, sin una palabra, y eso fue tal vez lo peor, le despachó la barba postiza, pero con un poco de sentido común las cosas podrían haberse quedado así, Antonio Claro hubiera podido encogerse de hombros y decirle a la mujer, El tipo es imbécil, si piensa que voy caer en la provocación, está muy equivocado, tira esta porquería al cubo de la basura, y si es tan burro que insiste en disparates como éste, se llama a la policía y se acaba de una vez la historia, sean las que sean las consecuencias. Infelizmente, el sentido común no siempre aparece cuando es necesario, siendo muchas las veces en que de su ausencia momentánea han resultado los mayores dramas y las catástrofes más aterradoras. La prueba de que el universo no ha sido tan bien pensado cuanto convendría está en el hecho de que el Creador haya mandado llamar Sol a la estrella que nos ilumina. Si se llamase al astro rey con el nombre de Sentido Común ya veríamos cómo andaría hoy esclarecido el espíritu humano, y eso tanto en lo que se refiere al diurno como al nocturno, porque, no hay quien lo ignore, la luz que decimos de la Luna, luz de Luna no es, mas siempre, y únicamente, luz de Sol. Da que pensar que si tantas fueron las cosmogonías creadas desde el nacimiento del habla y de la palabra es porque todas, una por una, fueron miserablemente fallando, regularidad esa que no augura nada bueno a la que, con algunas variaciones, nos viene consensualmente rigiendo. Pero volvamos a Antonio Claro. Está visto que él quiere, y lo más deprisa posible, conocer a María Paz, por malas razones se le ha metido la obsesiva vindicación en la cabeza, y, como seguro ya se habrá entendido, no hay en el cielo ni en la tierra fuerzas que de ahí lo consigan arredrar. No podrá evidentemente apostarse en la puerta del edificio donde ella vive y preguntarle a cada mujer que entre o salga, Es usted María Paz, tampoco podrá confiarse a las manos de los ocasionales lances de la fortuna, por ejemplo, pasearse una, dos, tres veces por su calle, y la tercera vez decirle a la primera mujer que se le ponga por delante, Usted tiene cara de ser María Paz, no puede imaginarse el enorme placer que siento de conocerla, soy actor de cine y me llamo Daniel Santa-Clara, permítame que le invite a tomar un café, es sólo atravesar la calle, estoy convencido de que tendremos mucho que decirnos el uno al otro, la barba, ah, sí, la barba, le felicito por ser tan astuta y no dejarse engañar, pero le ruego que no se asuste, esté tranquila, cuando nos encontremos en un sitio discreto, un sitio donde me la pueda quitar sin peligro, verá como ante usted va a aparecer una persona a quien conoce bien, creo que hasta íntimamente, y a quien yo, sin la mínima envidia, felicitaría ahora mismo si aquí estuviese, nuestro Tertuliano Máximo Afonso. La pobre señora se quedaría terriblemente confundida ante la prodigiosa transmutación, a todo título inexplicable a esta altura de la narrativa, pues es indispensable tener siempre presente la idea conductora fundamental de que las cosas deben aguardar su momento con paciencia, no empujar ni meter el brazo por encima del hombro de las que llegaron primero, no gritar, Aquí estoy yo, aunque no sea de despreciar totalmente la posibilidad de que, si alguna que otra vez las dejásemos pasar delante, tal vez ciertos males que se adivinan perdiesen parte de su virulencia, o se desvaneciesen como humo en el aire, por un motivo tan banal como haber perdido su turno. Este derramar de consideraciones y análisis, este explayar complaciente de reflexiones y derivados en que últimamente nos hemos venido demorando, no deberán ocultar la prosaica realidad de que, en el fondo, en el fondo, lo que Antonio Claro quiere saber es si María Paz vale la pena, si realmente costará el trabajo que le está dando. Si fuese ella una mujer poco agraciada, un palo de escoba o, por el contrario, si sufriese una excesiva abundancia de volúmenes, lo que, tanto en un caso como en el otro, nos apresuramos ya a decir, no constituiría obstáculo mayor si el amor hubiese puesto el resto, veríamos a Daniel Santa-Clara volverse atrás rápidamente, como tantas veces ha sucedido en tiempos pasados, en aquellos encuentros que se trataban por carta, las estrategias ridículas, las identificaciones ingenuas, yo llevaré una sombrilla azul en la mano derecha, yo llevaré una flor blanca en el ojal, y finalmente ni sombrilla ni flor, quizá uno de los dos esperando en vano en el lugar acordado, o ni uno ni otro, la flor tirada a toda prisa en una alcantarilla, la sombrilla escondiendo un rostro que ha decidido no dejarse ver. Que esté tranquilo Daniel Santa-Clara, María Paz es una mujer joven, bonita, elegante, de cuerpo bien torneado y de carácter bien hecho, atributo este en todo caso no determinante para la materia en examen, dado que la balanza en que antes se decidía la suerte de la sombrilla y el destino de la flor no es hoy especialmente sensible a ponderaciones de esa naturaleza. Sin embargo, Antonio Claro tiene todavía una cuestión importante que resolver si no quiere pasarse horas y horas plantado en la acera de enfrente de casa de María Paz a la espera de que aparezca, con las fatales y peligrosas consecuencias resultantes de la natural desconfianza de los vecinos, que no tardarían mucho en telefonear a la policía avisando de la presencia sospechosa de un hombre con barba que con certeza no ha venido hasta aquí para sostener el edificio con la espalda. Hay que recurrir, por consiguiente, al raciocinio y a la lógica. Lo más probable, evidentemente, es que María Paz trabaje, que tenga un empleo regular y ciertas horas de entrar y salir. Como Helena. Antonio Claro no quiere pensar en Helena, se repite a sí mismo que una cosa no tiene nada que ver con la otra, que lo que pase con María Paz no va a poner en riesgo su matrimonio, hasta se le podría llamar un mero capricho, de esos a los que se dice que los hombres están fácilmente sujetos, si es que las palabras más exactas, en el caso presente, no fuesen antes las de venganza, desquite, desagravio, desafío, desahogo, represalia, rencor, punición, o la peor de todas, odio. Dios mío, qué exageración, adónde han ido a parar, dirán las personas felices que nunca se han visto delante de una copia de sí mismas, que nunca han recibido el insolente desdén de una barba postiza dentro de una caja y sin, al menos, una nota con una palabra grata o bien humorada que amenizase el choque. Lo que en este momento acaba de pasar por la cabeza de Antonio Claro va a mostrar hasta qué punto, contra el más elemental buen tino, una mente dominada por sentimientos inferiores es capaz de obligar a la propia conciencia a pactar con ellos, forzándola, con ardides, a poner las peores acciones en armonía con las mejores razones y a justificarlas unas con otras, en una especie de juego cruzado en el que siempre dará lo mismo ganar o perder. Lo que Antonio Claro acaba de pensar, por increíble que nos parezca, es que llevarse a la cama a la amante de Tertuliano Máximo Afonso con malas artes, además de responder a la bofetada con una bofetada más sonora, es, imagínese el absurdo propósito, la más drástica manera de desagraviar la dignidad ofendida de Helena, su mujer. Aunque se lo rogásemos con el mayor empeño, Antonio Claro no nos sabría explicar qué ofensas tan singulares habrían sido esas que sólo una nueva y no menos chocante ofensa supuestamente podría desagraviar. Él tiene esta idea fija, no hay nada que se pueda hacer por ahora. Ya no es poco que consiga todavía retomar el razonamiento interrumpido, aquel en el que vio a Helena como similar a María Paz en sus obligaciones de trabajadoras, aquel del horario regular de entradas y salidas. En lugar de andar calle arriba, calle abajo, con la perspectiva de un más que improbable encuentro ocasional, lo que debe hacer es irse allí muy temprano, colocarse en un sitio donde no se note, esperar a que María Paz salga y luego seguirla hasta el trabajo. Nada más fácil, se diría, y, sin embargo, qué enorme equivocación. La primera dificultad está en ignorar si María Paz, al salir de casa, girará a la izquierda o a la derecha, y por tanto hasta qué punto su posición de vigilante, en relación ya sea con el camino que elija, ya sea con el lugar donde él mismo dejará el coche, vendrá a complicar o a facilitar la tarea de seguimiento, sin olvidar aún, y aquí se presenta el segundo y no menor embarazo, la posibilidad de que ella tenga su propio vehículo estacionado ante la puerta, no dándole a él tiempo de correr hasta el suyo y meterse en el tráfico sin perderla de vista. Lo más probable será que falle en todo en el primer día, que vuelva en el segundo para fallar en una y acertar en otra, y confiar en que el patrón de los detectives, impresionado por la pertinacia de éste, cuide de hacer del día tercero una perfecta y definitiva victoria en el arte de seguir un rastro. Antonio Claro tiene todavía un problema por resolver, es cierto que relativamente insignificante en comparación con las ingentes dificultades ya solucionadas, pero que requiere un tacto y una naturalidad a toda prueba en su ejecución. Excepto cuando las obligaciones de trabajo, rodajes matutinos o en lugar apartado de la ciudad, le imponen que se arranque temprano del sosiego de las sábanas, Daniel Santa-Clara, como ya se ha observado, es propenso a quedarse en el hueco de la cama una o dos horas después de que Helena salga para el trabajo. Tendrá que inventar una buena explicación para el hecho insólito de disponerse a madrugar, no un día, sino dos, e incluso tres, cuando, como sabemos, se encuentra en un periodo de barbecho profesional, a la espera de la señal de acción para El juicio del ladrón simpático, donde interpretará el papel de un pasante de abogado. Decirle a Helena que tiene una reunión con los productores no sería una mala idea si las averiguaciones sobre María Paz concluyeran en un solo día, pero la probabilidad de que tal suerte suceda es, vistas las circunstancias, más que remota. Por otro lado, los días necesarios para sus indagaciones no tienen por qué ser sucesivos, ni eso sería conveniente, pensándolo bien, para el fin que tiene en mente, porque la aparición de un hombre con barba tres días seguidos en la calle donde vive María Paz, aparte de despertar sospechas y alarma entre los vecinos, como dejamos dicho antes, podría ocasionar el renacimiento de pesadillas infantiles históricamente fuera de tiempo, por tanto, el doble de traumáticas, cuando tan seguros estábamos de que el advenimiento de la televisión había limpiado de la imaginación de los niños modernos, y de una vez para siempre, la amenaza terrible que el hombre de las barbas representó para generaciones y generaciones de criaturas inocentes. Puesto a pensar en esta vía, Antonio Claro llegó rápidamente a la conclusión de que no tenía ningún sentido preocuparse de hipotéticos segundos y terceros días antes de saber lo que el primero tenía para ofrecerle. Dirá por tanto a Helena que mañana va a participar en una reunión en la productora, Tendré que estar allí a las ocho como muy tarde, Tan pronto, se extrañará ella sin demasiado énfasis, Sólo esa hora estaba libre, el realizador se va al aeropuerto al mediodía, Muy bien, dijo ella, y se fue a la cocina, cerrando la puerta, para decidir qué haría de cena. Le sobraba el tiempo, pero quería estar sola. Dijo el otro día que su cama era su castillo, también podría haber dicho que la cocina era su baluarte. Ágil y silencioso como el ladrón simpático, Antonio Claro abrió el cajón del mueble donde guarda la caja de los postizos, sacó la barba y, silencioso y ágil, la escondió debajo de uno de los cojines del sofá grande de la sala, en la parte donde casi nunca se sienta nadie. Para no aplastarla demasiado, pensó.

Pocos minutos pasaban de las ocho de la mañana siguiente cuando estacionó el coche casi enfrente de la puerta por donde esperaba ver salir a María Paz, al otro lado de la calle. Parecía que el patrón de los detectives se había quedado allí toda la noche guardándole la plaza. La mayoría de los comercios todavía están cerrados, uno u otro por vacaciones del personal según se explica en carteles, se ven pocas personas, una fila, más corta que larga, espera el autobús. Antonio Claro no tardó en comprender que sus laboriosas cavilaciones sobre cómo y dónde debería colocarse para espiar a María Paz habían sido no sólo una pérdida de tiempo sino también un gasto inútil de energía mental. Dentro del coche, leyendo el periódico, es donde menos se arriesga a provocar atenciones, parece que está esperando a alguien, y ésta es una pura verdad, pero no se puede decir en voz alta. Del edificio bajo vigilancia, paulatinamente, van saliendo algunas personas, hombres casi todas, pero de entre las mujeres ninguna que se corresponda con la imagen que Antonio Claro, sin darse cuenta, ha estado formando en su mente con la ayuda de algunas figuras femeninas de las películas en que ha participado. Eran las ocho y media en punto cuando la puerta del edificio se abrió y una mujer joven y bonita, agradable de ver de pies a cabeza, salió acompañada de una señora de edad. Son ellas, pensó. Dejó el periódico, puso el motor en marcha y esperó, inquieto como un caballo metido en su casilla, aguardando el disparo de salida. Despacio, las dos mujeres siguieron por el lado derecho de la acera, la más joven dando el brazo a la mayor, no hay nada más que saber, son madre e hija, y probablemente viven solas. La vieja es la que respondió ayer al teléfono, por la manera como camina debe de haber estado enferma, y la otra, la otra me apuesto la cabeza a que es la célebre María Paz, que no está nada mal físicamente, no señor, el profesor de Historia tiene buen gusto. Las dos ya iban adelante, y Antonio Claro no sabía qué hacer. Podía seguirlas y volver atrás cuando montaran en el coche, pero eso sería arriesgarse a perderlas. Qué hago, salgo, no salgo, adónde irán esas tías, la culpa de la grosera expresión la tuvo el nerviosismo, no suele Antonio Claro usar ese género de lenguaje, le salió sin querer. Dispuesto a todo, se bajó del coche y, a zancadas, fue tras las dos mujeres. Cuando las tuvo a la distancia de unos treinta metros aflojó y procuró ajustar el paso con ellas. Para evitar aproximarse demasiado, tan despacio la madre de María Paz caminaba, tuvo que parar de vez en cuando y fingir que miraba los escaparates de las tiendas. Se sorprendió al notar que la lentitud lo comenzaba a irritar, como si en ella adivinase un obstáculo para acciones futuras que, aunque no completamente definidas en su cabeza, no podrían, en cualquier caso, tolerar el mínimo estorbo. La barba postiza le producía picor, el camino parecía no acabar nunca, y la verdad es que no había andado tanto, a lo sumo unos trescientos metros, la próxima esquina es el fin de la jornada, María Paz ayuda a la madre a subir la escalera de la iglesia, se despide de ella con un beso, y ahora vuelve atrás por la misma acera, con el paso grácil que tienen algunas mujeres, que andan como si bailaran. Antonio Claro atravesó la calle, se paró una vez más ante un escaparate por cuyo vidrio de aquí a poco va a pasar la esbelta figura de María Paz. Ahora toda la atención será poca, una indecisión puede echarlo todo a perder, si ella entra en uno de estos coches y él no consigue llegar a tiempo al suyo, adiós mis desvelos, hasta el segundo día. Lo que Antonio Claro no sabe es que María Paz no tiene coche, que va a esperar tranquilamente el autobús que la dejará cerca del banco donde trabaja, al final, el compendio del perfecto detective, actualizado en lo que atañe a tecnologías punta, había olvidado que, de los cinco millones de habitantes de la ciudad, algunos tendrían que quedarse atrás en la adquisición de medios de locomoción propios. La fila de espera había aumentado poco, María Paz se puso en ella, y Antonio Claro, para no quedar demasiado cerca, dejó que le pasaran delante tres personas, es cierto que la barba postiza le tapa la cara, pero los ojos no, ni la nariz, ni las cejas, ni la frente, ni el pelo, ni las orejas. Alguien formado en doctrinas esotéricas aprovecharía para añadir el alma a la lista de lo que una barba no tapa, pero sobre ese punto haremos silencio, por nuestra causa no se agravará un debate inaugurado más o menos desde el principio de los tiempos y que no acabará tan pronto. El autobús llegó, María Paz todavía consiguió encontrar un asiento libre, Antonio Claro irá de pie en la plataforma, al fondo. Mejor así, pensó, viajaremos juntos.

Lo que Tertuliano Máximo Afonso le contó a la madre es que había conocido a una persona, un hombre, cuyas semejanzas con él llegaban a tal punto que quien no los conociese perfectamente los confundiría, que se había encontrado con él y que estaba arrepentido de haber dado ese paso, porque verse repetido, con pequeñas diferencias, en uno o dos auténticos hermanos gemelos todavía tiene un pase, puesto que todo queda en familia, pero no es lo mismo que estar enfrente de un extraño nunca visto antes y durante un instante sentir la duda de quién era uno y quién era otro, Estoy convencido de que tú, por lo menos a primera vista, no serías capaz de adivinar cuál de los dos era tu hijo, y si acertases sería pura casualidad, Aunque me trajesen aquí diez iguales que tú, vestidos de la misma manera, y tú entre ellos, señalaría en seguida a mi hijo, el instinto materno no se equivoca, No existe nada en el mundo a lo que se pueda llamar con propiedad instinto materno, si nos hubiesen separado cuando nací y veinte años más tarde nos encontráramos, estás segura de que serías capaz de reconocerme, Reconocer, no digo tanto, porque no es lo mismo la carita arrugada de un niño recién nacido y el rostro de un hombre de veinte años, pero apuesto lo que quieras a que algo dentro de mí me haría mirarte dos veces, Y a la tercera, a lo mejor, desviarías los ojos, Es posible que sí, pero a partir de ese momento tal vez con un dolor en el corazón, Y yo, te miraría dos veces, preguntó Tertuliano Máximo Afonso, Lo más seguro es que no, dijo la madre, pero eso es porque los hijos son todos unos ingratos. Se rieron ambos, y ella preguntó, Y ésa era la causa de tu preocupación, Sí, el choque fue muy fuerte, no creo que haya sucedido nunca otro caso semejante, supongo que la propia genética lo negaría, las primeras noches llegué a tener pesadillas, era como una obsesión, Y ahora, cómo están las cosas, Felizmente, el sentido común me echó una mano, me hizo comprender que si habíamos vivido hasta ese momento ignorando cada uno que el otro existía, con mucha mayor razón deberíamos mantenernos apartados después de habernos conocido, fíjate que ni podríamos estar juntos, ni podríamos ser amigos, Probablemente enemigos, Hubo un momento en que pensé que eso pudiera suceder, pero los días fueron pasando, las aguas volvieron a su cauce, lo que todavía queda de aquello es como un recuerdo de un mal sueño que el tiempo irá borrando poco a poco de la memoria, Esperemos que sea así en este caso. Tomarctus estaba echado a los pies de doña Carolina, con el cuello extendido y la cabeza descansando sobre las patas cruzadas, como si durmiese. Tertuliano Máximo Afonso lo miró durante unos instantes y dijo, Me pregunto qué haría este animal si se encontrase ante el tal hombre y ante mí, en cuál de nosotros dos vería al amo, Te conocería por el olor, Eso suponiendo que no olamos lo mismo, y esa certeza no la tengo, Alguna diferencia tendrá que haber, Es posible, Las personas pueden ser muy parecidas de cara, pero no de cuerpo, imagino que no os pondríais desnudos ante un espejo, comparándolo todo, hasta las uñas de los pies, Evidentemente que no, madre, respondió rápido Tertuliano Máximo Afonso, y en rigor no era mentira, que ante un espejo, realmente ante un espejo, nunca había estado con Antonio Claro. El perro abrió los ojos, volvió a cerrarlos, los abrió otra vez, estaría pensando que era hora de levantarse e ir al patio a ver si los geranios y el romero habían crecido mucho desde la última vez. Se desperezó, estiró primero las patas delanteras y después las de atrás, tensó la espina dorsal todo lo que pudo, y caminó hacia la puerta. Adónde vas, Tomarctus, le preguntó el dueño que sólo aparece de vez en cuando. El perro se paró en el umbral, volvió la cabeza aguardando una orden que se entendiera, y, como no llegó, se fue. Y María Paz, le dijiste lo que estaba sucediendo, preguntó doña Carolina, No, no iba a sobrecargarla con preocupaciones que a mí ya me estaba costando tanto aguantar, Lo entiendo, pero también entendería que se lo hubieras dicho, Consideré que era más oportuno no hablarle del caso, Y ahora que ya ha pasado todo, se lo vas a decir, No vale la pena, un día que ella me vio más inquieto le prometí que sí, que le diría lo que me estaba pasando, que en aquel momento no podía, pero que un día se lo contaría todo, Y por lo visto ese día no va a llegar, Es preferible dejar las cosas como están, Hay situaciones en que lo peor que se puede hacer es dejar las cosas como están, sólo sirve para darles más fuerza, También puede servir para que se cansen y nos dejen tranquilos, Si quisieras a María Paz se lo contarías todo, Yo quiero a María Paz, La querrás, pero no lo suficiente, si duermes en la misma cama con una mujer que te ama y no te abres con ella, me pregunto qué estás haciendo ahí, La defiendes como si la conocieras, Nunca la he visto, pero la conozco, Sólo lo que sabes por mí, que no puede ser mucho, Las dos cartas en que hablabas de ella, algunos comentarios por teléfono, no necesito más, Para saber que es la mujer que me conviene, También lo podría haber dicho con esas palabras si igualmente pudiera decir de ti que eras el hombre que le convendría a ella, Y no crees que lo fuese, o que lo sea, Quizá no, Luego la solución mejor es la más simple, acabar con la relación que venimos manteniendo, Eres tú quien lo dice, no yo, Hay que ser lógicos, madre, si ella me conviene, pero yo a ella no, qué sentido tiene desear tanto que nos casemos, Para que ella todavía esté cuando tú despiertes, No ando dormido, no soy sonámbulo, tengo mi vida, mi trabajo, Hay una parte de ti que duerme desde que naciste, mi miedo es que un día de éstos te veas obligado a despertar violentamente, Lo que pasa es que tienes vocación de Casandra, Qué es eso, La pregunta no debe ser qué es eso, sino quién es ésa, Pues enséñame, se dice siempre que enseñar a quien no sabe es una obra de misericordia, La tal Casandra era hija del rey de Troya, uno que se llamaba Príamo, y cuando los griegos pusieron el caballo de madera ante las puertas de la ciudad, ella empezó a gritar que la ciudad sería destruida si metían al caballo, viene todo explicado con pormenores en la Iliada de Homero, la Iliada es un poema, Ya lo sé, y qué ocurrió luego, Los troyanos pensaron que estaba loca y no hicieron caso de sus vaticinios, Y luego, Luego la ciudad fue asaltada, saqueada, reducida a cenizas, Entonces esa Casandra que tú dices tenía razón, La Historia enseña que Casandra siempre tiene razón, Y tú declaras que tengo vocación de Casandra, Lo he dicho y lo repito, con todo el amor que un hijo tiene por una madre bruja, O sea, que tú eres uno de esos troyanos que no creyeron, y por eso Troya ardió, En este caso no hay ninguna Troya que quemar, Cuántas Troyas con otros nombres y en otros lugares han sido quemadas después de ésa, Innumerables, No pretendas ser tú una más, No tengo ningún caballo de madera ante la puerta de casa, Y de tenerlo, escucha la voz de esta vieja Casandra, no lo dejes entrar, Estaré atento a los relinchos, Únicamente te pido que no vuelvas a encontrarte con ese hombre, prométemelo, Lo prometo. El perro Tomarctus decidió que era el momento de regresar, había olisqueado el romero y los geranios del patio, pero no era de allí de donde venía. Sus últimos pasos fueron por el dormitorio de Tertuliano Máximo Afonso, vio sobre la cama la maleta abierta, y ya llevaba bastantes años de perro para saber lo que eso significaba, por eso esta vez no se echó a los pies de la dueña que nunca sale, sino de este otro que está a punto de irse.

Después de todas las dudas que había tenido sobre la forma más cautelosa de informar a la madre del espinoso caso del gemelo absoluto, o, usando estas fuertes y populares palabras, del sosia pintiparado, Tertuliano Máximo Afonso iba ahora razonablemente convencido de que consiguió rodear la dificultad sin dejar tras de sí demasiadas preocupaciones. No pudo evitar que la cuestión de María Paz subiese una vez más a la superficie, pero se sorprendía recordando algo que había sucedido durante el diálogo, cuando dijo que lo mejor era terminar de una vez con la relación, y fue experimentar en ese mismo instante, apenas acababa de pronunciar la sentencia aparentemente irremisible, una especie de lasitud interior, un ansia medio consciente de abdicación, como si una voz dentro de su cabeza trabajase para hacerle ver que tal vez su obstinación no fuese otra cosa que el último reducto tras el cual todavía intentaba controlar la voluntad de izar la bandera blanca de las rendiciones incondicionales. Si es así, cogitó, tengo la obligación estricta de reflexionar en serio sobre el asunto, analizar temores e indecisiones que lo más probable es que sean herencia del otro matrimonio, y sobre todo decidir de una vez por todas, para mi propio gobierno, qué es esto de querer a una persona hasta el punto de desear vivir con ella, porque la verdad me manda reconocer que ni pensé en tal cosa cuando me casé, y la misma verdad, ya puestos, manda que confiese que, en el fondo, lo que me asusta es la posibilidad de fallar otra vez. Estos loables propósitos entretuvieron el viaje de Tertuliano Máximo Afonso, alternando con imágenes fugaces de Antonio Claro que el pensamiento, curiosamente, se negaba a representar en la semejanza total que le correspondía, como si, contra la propia evidencia de los hechos, se negase a admitir su existencia. Recordaba también fragmentos de las conversaciones con él mantenidas, sobre todo la de la casa en el campo, pero con una impresión singular de distancia y desinterés, como si nada de eso tuviese realmente que ver con él, como si se tratase de una historia leída hace tiempo en un libro del cual no quedasen más que algunas páginas sueltas. Le prometió a la madre que nunca más se encontraría con Antonio Claro y así será, nadie lo podrá acusar mañana de haber dado un solo paso en ese sentido. La vida va a cambiar. Telefoneará a María Paz en cuanto llegue a casa, Debería haberla llamado desde el norte, pensó, fue una falta de atención que no tiene disculpa, aunque fuese, por lo menos, para saber el estado de salud de su madre, era lo mínimo, sobre todo teniendo en cuenta que ella puede llegar a ser mi suegra. Sonrió Tertuliano Máximo Afonso ante una perspectiva que veinticuatro horas antes le habría crispado los nervios, está visto que las vacaciones le han hecho bien al cuerpo y al espíritu, sobre todo le han aclarado las ideas, es otro hombre. Llegó al final de la tarde, aparcó el coche frente a la puerta, y ágil, flexible, bien dispuesto, como si no acabara de hacer, sin parar ni una sola vez, más de cuatrocientos kilómetros, subió la escalera con la ligereza de un adolescente, ni siquiera notaba el peso de la maleta que, como es natural, estaba más llena al regreso que a la ida, y poco le faltó para entrar en casa con paso de baile. De acuerdo con las convenciones tradicionales del género literario al que fue dado el nombre de novela y que así tendrá que seguir llamándose mientras no se invente una designación más de acuerdo con sus actuales configuraciones, esta alegre descripción, organizada en una secuencia simple de datos narrativos en el cual, de modo deliberado, no se permite la introducción ni de un solo elemento de tenor negativo, estaría allí, arteramente, preparando una operación de contraste que, dependiendo de los objetivos del novelista, tanto podría ser dramática como brutal o aterradora, por ejemplo, una persona asesinada en el suelo y encharcada en su propia sangre, una reunión consistorial de almas del otro mundo, un enjambre de abejorros furiosos de celo que confundieran al profesor de Historia con la abeja reina, o, peor todavía, todo esto reunido en una sola pesadilla, puesto que, como se ha demostrado hasta la saciedad, no existen límites para la imaginación de los novelistas occidentales, por lo menos desde el antes citado Homero, que, pensándolo bien, fue el primero de todos. La casa de Tertuliano Máximo Afonso le abrió los brazos como otra madre, con la voz del aire murmuró, Ven, hijo mío, aquí me encuentras esperándote, yo soy tu castillo y tu baluarte, contra mí no vale ningún poder, porque soy tú mismo cuando estás ausente, e incluso destruida seré siempre el lugar que fue tuyo. Tertuliano Máximo Afonso posó la maleta en el suelo y encendió las luces del techo. La sala estaba arreglada, sobre los muebles no había un grano de polvo, es una grande y solemne verdad que los hombres, incluso viviendo solos, nunca consiguen separarse enteramente de las mujeres, y ahora no estábamos pensando en María Paz, que por sus personales y dubitativas razones pese a todo lo confirmaría, sino en la vecina del piso de arriba, que ayer pasó aquí toda la mañana limpiando, con tanto cuidado y atención como si la casa fuese suya, o más todavía, probablemente, que si lo fuese. El contestador telefónico tiene la luz encendida, Tertuliano Máximo Afonso se sienta para escuchar. La primera llamada que le saltó desde dentro fue la del director del instituto deseándole buenas vacaciones y queriendo saber si la redacción de la propuesta para el ministerio iba avanzando, sin perjuicio, excusado sería decirlo, de su legítimo derecho al descanso tras un año lectivo tan laborioso, la segunda hizo oír la voz cachazuda y paternal del colega de Matemáticas, nada importante, sólo para preguntar cómo estaba sintiéndose del marasmo y sugiriéndole un largo viaje por el país, sin ninguna prisa y en buena compañía, tal vez fuese la mejor terapia para su padecimiento, la tercera llamada era la que Antonio Claro dejó el otro día, la que comenzaba así, Buenas tardes, habla Antonio Claro, supongo que no estaría esperando una llamada mía, bastó que esa voz resonara en aquella hasta ahí tranquila sala para hacerse evidente que las convenciones tradicionales de la novela antes citadas no son, a fin de cuentas, un mero y desgastado recurso de narradores ocasionalmente menguados de imaginación, y sí una resultante literaria de majestuoso equilibrio cósmico, puesto que el universo, siendo como es, desde sus orígenes, un sistema falto de cualquier tipo de inteligencia organizativa, dispuso en todo caso de tiempo más que suficiente para ir aprendiendo con la infinita multiplicación de sus propias experiencias, de tal manera que culminara, como lo viene demostrando el incesante espectáculo de la vida, en una infalible maquinaria de compensaciones que sólo necesitará, también ella, un poco más de tiempo para mostrar que cualquier pequeño atraso en el funcionamiento de sus engranajes no tiene la mínima importancia para lo esencial, tanto da que haya que esperar un minuto como una hora, un año o un siglo. Recordemos la excelente disposición con que nuestro Tertuliano Máximo Afonso entró en casa, recordemos, una vez más, que, de acuerdo con las convenciones tradicionales de la novela, reforzadas por la efectiva existencia de la maquinaria de compensación universal de la que acabamos de hacer fundamentada referencia, debería haberse topado con algo que en el mismo instante le destruyese la alegría y lo hundiera en la agonía de la desesperación, de la aflicción, del miedo, de todo lo que sabemos que es posible encontrar al volver una esquina o al meter la llave en una puerta. Los monstruosos terrores que entonces describimos no son más que simples ejemplos, podrían haber sido ésos, podrían ser peores, al final ni unos ni otros, la casa le abrió maternalmente los brazos a su propietario, le dijo unas cuantas palabras bonitas, de las que todas las casas saben decir, aunque en la mayor parte de los casos sus habitantes no aprendieron a oír, en fin, para no tener que usar más palabras, parecía que nada podría estropear el regreso feliz de Tertuliano Máximo Afonso al hogar. Puro engaño, pura confusión, ilusión pura. Las ruedas de la maquinaria cósmica se habían trasladado a los intestinos electrónicos del contestador, esperando que un dedo apretara el botón que abriría la puerta de la jaula al último y más temible de los monstruos, no ya el cadáver ensangrentado en el suelo, no ya el inconsistente consistorio de fantasmas, no ya la nube zumbadora y libidinosa de los zánganos, sino la voz estudiada e insinuante de Antonio Claro, estos sus últimos ruegos, que, por favor, nos volvamos a encontrar, que, por favor, tenemos muchas cosas que decirnos el uno al otro, cuando nosotros, los que estamos a este lado, somos buenos testigos de que todavía ayer, a esta hora precisa, Tertuliano Máximo Afonso estaba prometiéndole a la madre que nunca más volvería a tener trato con aquel hombre, ya fuera para encontrarse en persona, ya fuera para telefonear diciéndole que lo terminado, terminado estaba, y que lo dejase en paz y sosiego, por favor. Aplaudamos enérgicamente la decisión, aunque, y para esto será suficiente que nos coloquemos en su lugar, compadezcámonos durante un momento del estado de nervios en que la llamada dejó al pobre Tertuliano Máximo Afonso, la frente otra vez bañada en sudor, las manos otra vez trémulas, la sensación hasta ahora no conocida de que el techo se le va a caer sobre la cabeza de un momento a otro. La luz del contestador permanece encendida, señal de que todavía hay dentro una o más llamadas. Bajo la violenta impresión del impacto que el mensaje de Antonio Claro le había causado, Tertuliano Máximo Afonso detuvo el mecanismo de lectura y ahora tiembla al tener que oír el resto, no vaya a aparecerle la misma voz, quién sabe si para fijar, despreciando su aquiescencia, el día, la hora y el lugar del nuevo encuentro. Se levantó de la silla y del abatimiento en que había caído, se dirigió al dormitorio para cambiarse de ropa, pero allí mudó de idea, lo que está necesitando es una ducha de agua fría que lo sacuda y revitalice, que arrastre por el desagüe las nubes negras que le encapotan la cabeza y le han embotado la razón hasta el punto de que ni siquiera se le ha ocurrido antes que lo más probable es que la llamada, o al menos una de ellas, si otras hay, sea de María Paz. Se le acaba de ocurrir ahora mismo y es como si una bendición retardada hubiese finalmente bajado de la ducha, como si un otro baño lustral, no el de las tres mujeres desnudas en la terraza, sino el de este hombre solo y encerrado en la precaria seguridad de su casa, compasivamente, en el mismo fluir del agua y de la espuma, lo libertase de las suciedades del cuerpo y de los temores del alma. Pensó en María Paz con una especie de nostálgica serenidad, como habría pensado en un puerto de donde partió un barco que anduviese navegando alrededor del mundo. Lavado y seco, refrescado y vestido con ropa limpia, volvió a la sala para oír el resto de los mensajes. Comenzó suprimiendo los del director del instituto y del profesor de Matemáticas, que no merecía la pena conservar, con la frente fruncida escuchó nuevamente el de Antonio Claro, que hizo desaparecer con un golpe seco en la tecla respectiva, y se dispuso a prestar atención al siguiente. La cuarta llamada era de alguien que no quiso hablar, la comunicación duró la eternidad de treinta segundos, pero del otro lado no salió ni un susurro, ninguna música se distinguió al fondo, ni siquiera una levísima respiración se dejó captar por negligencia, mucho menos un jadeo voluntario, como es frecuente en el cine cuando se quiere hacer subir hasta la angustia la tensión dramática. No me digas que es otra vez ese tío, pensaba Tertuliano Máximo Afonso, furioso, mientras esperaba que colgasen. No era él, no podía serlo, quien antes había dejado un discurso tan completo no iba a hacer otra llamada para quedarse callado. El quinto y último mensaje era de María Paz, Soy yo, dijo ella, como si en el mundo no existiese ninguna otra persona que pudiese decir, Soy yo, sabiendo de antemano que sería reconocida, Supongo que llegarás uno de estos días, espero que hayas descansado, creía que ibas a llamar desde casa de tu madre, pero ya debería saber que contigo no se puede contar para estas cosas, en fin, no importa, quedan aquí las palabras de recibimiento de una amiga, llámame cuando te apetezca, cuando se te antoje, pero no como quien se siente obligado, eso sería malo para ti y para mí, a veces imagino lo maravilloso que sería que me llamases sólo porque sí, simplemente como alguien que tiene sed y bebe un vaso de agua, pero eso ya sé que es pedirte demasiado, nunca finjas conmigo una sed que no sientas, perdona, lo que quería decirte no es esto, simplemente desearte que regreses a casa con salud, ah, a propósito de salud, mi madre está mucho mejor, ya sale para ir a misa y hacer compras, en pocos días estará tan bien como antes, un beso, otro, otro más. Tertuliano Máximo Afonso rebobinó la cinta y repitió la audición, primero con la sonrisa convencida de quien escucha loores y lisonjas de cuyo merecimiento no parece tener dudas, poco a poco su expresión se fue tornando seria, luego reflexiva, luego inquieta, le había venido a la memoria lo que la madre le dijo, Ojalá ella todavía esté cuando tú despiertes, y estas palabras resonaban ahora en su mente como el último aviso de una Casandra ya fatigada de no ser escuchada. Miró el reloj, María Paz ya habría regresado del banco. Le dio un cuarto de hora, después marcó. Quién es, preguntó ella, Soy yo, respondió él, Por fin, He llegado no hace ni una hora, sólo me he dado una ducha y he hecho tiempo para estar seguro de que te encontraba en casa, Has oído el recado que te dejé, Lo he oído, Tengo la impresión de que te dije cosas que debería haber callado, Como por ejemplo, Ya no soy capaz de recordarlas exactamente, pero fue como si estuviese pidiéndote por milésima vez que te fijes en mí, siempre juro que no volverá a suceder y vuelvo siempre a caer en la misma humillación, No digas esa palabra, no es justa contigo, ni tampoco lo es conmigo, a pesar de todo, Llámalo como quieras, lo que claramente veo es que esta situación no puede continuar, o acabaré perdiendo el poco respeto por mí misma que todavía conservo, Continuará, El qué, estás queriendo decir que nuestros desencuentros van a seguir como hasta aquí, que no tendrá fin este miserable hablar con una pared, que ni siquiera me devuelve el eco, Te digo que te amo, Ya he oído otras veces esas palabras, sobre todo en la cama, antes, durante, pero nunca después, Y sin embargo es verdad, te amo, Por favor, por favor, no me atormentes más, Escúchame, Estoy escuchándote, nunca he querido nada tanto como escucharte, Nuestra vida va a cambiar, No me lo creo, Créetelo, tienes que creértelo, Y tú ten cuidado con lo que me dices, no me des hoy esperanzas que después no quieras o no puedas cumplir, Ni tú ni yo sabemos lo que nos traerá el futuro, por eso te ruego que me concedas tu confianza en este día en que estamos, Y para qué me pides hoy una cosa que siempre has tenido, Para vivir contigo, para que vivamos juntos, Debo de estar soñando, es imposible que sea verdad lo que acabo de oír, Si quieres lo repito, no tengo dudas, Con la condición de que sea con las mismas palabras, Para vivir contigo, para que vivamos juntos, Repito que no es posible, las personas no cambian tanto de una hora para otra, qué ha pasado en esa cabeza o en ese corazón para que me pidas que viva contigo cuando hasta ahora toda tu preocupación ha sido hacerme comprender que semejante idea no entraba en tus planes y que lo mejor era no alimentar ilusiones, Las personas pueden cambiar de una hora para otra y seguir siendo las mismas, Entonces es cierto que quieres que vivamos juntos, Sí, Que amas a María Paz lo suficiente para querer vivir con ella, Sí, Dímelo otra vez, Sí, sí, sí, Basta, no me asfixies, que casi estallo, Cuidado, te quiero completa, Te importa que se lo diga a mi madre, se pasa la vida esperando esta alegría, Claro que no me importa, aunque es verdad que ella no muere de amores por mí, La pobre tenía sus razones, tú andabas entreteniéndome, no te decidías, ella quería ver a su hija feliz, y yo de felicidad no daba grandes muestras, las madres son todas iguales, Quieres saber lo que mi madre me dijo ayer en un momento en que hablábamos de ti, Qué, Ojalá ella todavía esté cuando tú despiertes, Supongo que ésas eran las palabras que necesitabas oír, Así es, Despertaste y yo todavía estaba aquí, no sé durante cuánto tiempo más, pero estaba, Dile a tu madre que a partir de ahora puede dormir tranquila, Quien no va a dormir soy yo, Cuándo nos vemos, Mañana, cuando salga del banco, tomo un taxi y voy ahí, Ven deprisa, A tus brazos. Tertuliano Máximo Afonso colgó el teléfono, cerró los ojos y oyó a María Paz riendo y gritando, Mamá, mamaíta, después las vio a las dos abrazadas, y en vez de gritos, murmullos, en vez de risas, lágrimas, a veces nos preguntamos por qué la felicidad tarda tanto en llegar, por qué no vino antes, pero si nos aparece de repente, como en este caso, cuando ya no la esperábamos, entonces lo más probable es que no sepamos qué hacer con ella, y la cuestión no es tanto elegir entre reír o llorar, es la secreta angustia de pensar que tal vez no consigamos estar a su altura. Como si estuviese retomando hábitos olvidados, Tertuliano Máximo Afonso fue a la cocina a ver si encontraba algo de comer. Las eternas latas, pensó. Pegado al frigorífico había un papel que decía con grandes letras, rojas para que se vieran mejor, Tiene sopa en el frigorífico, era de la vecina de arriba, bendita sea, esta vez las latas van a esperar. Molido por el viaje, cansado por las emociones, Tertuliano Máximo Afonso se fue a la cama cuando todavía no eran las once. Intentó leer una página sobre las civilizaciones mesopotámicas, dos veces se le cayó el libro de las manos, por fin apagó la luz y se dispuso a dormir. Se deslizaba lentamente hacia el sueño cuando María Paz le susurró al oído, Qué maravilloso sería que me llamases sólo porque sí. Probablemente diría el resto de la frase, pero él ya se había levantado, ya se había puesto la bata sobre el pijama, ya marcaba el número. María Paz preguntó, Eres tú, y él respondió, Soy yo, me dio sed, vengo a pedirte un vaso de agua.

Al contrario de lo que generalmente se piensa, tomar una decisión es una de las decisiones más fáciles de este mundo, como cabalmente se demuestra con el hecho de que no hacemos nada más que multiplicarlas a lo largo del santísimo día, aunque, y ahí tropezamos con el busilis de la cuestión, éstas siempre nos traen a posteriori sus problemitas particulares, o, para que nos entendamos, sus rabos asomando, siendo el primero nuestro grado de capacidad para mantenerlas y el segundo nuestro grado de voluntad para realizarlas. No es que una y otra le falten a Tertuliano Máximo Afonso en sus relaciones sentimentales con María Paz, fuimos testigos de que ambas experimentaron en las últimas horas una importante alteración cualitativa, como ahora se suele decir. Decidió que se iría a vivir con ella y ahí se ha mantenido firme, y si la resolución todavía no se ha concretado, o llevado a la práctica, como también se dice, es porque pasar de la palabra al acto tiene igualmente sus qués, rabos asomando, es indispensable, por ejemplo, que el espíritu se arme de fuerza suficiente para empujar al indolente cuerpo hacia el cumplimiento del deber, sin hablar de los prosaicos asuntos de logística que no pueden resolverse en un santiamén, como saber quién se irá a vivir a casa de quién, si María Paz a la pequeña casa del amado, si Tertuliano Máximo Afonso a la más amplia de la amada. Recostados en este sofá o tumbados en aquella cama, las últimas consideraciones de los prometidos, a pesar de la natural resistencia de cada uno a abandonar la concha doméstica a la que está habituado, terminaron inclinándose por la segunda alternativa, puesto que si en casa de María Paz hay espacio más que suficiente para los libros de Tertuliano Máximo Afonso, en casa de Tertuliano Máximo Afonso no lo habría para la madre de María Paz. Por este lado las cosas no podrían suceder mejor. Lo malo es que si Tertuliano Máximo Afonso, después de haber dudado tanto entre ventajas e inconvenientes, acabó contándole a la madre, es cierto que suavizando las aristas más vivas y las rebabas más cortantes, el extraordinario caso de los hombres duplicados, aquí no se vislumbra cuándo se decidirá a cumplir la promesa que le hizo a María Paz en aquella ocasión en que, tras haber reconocido que era mentira todo lo que le había dicho acerca de los motivos de la famosa carta escrita a la productora cinematográfica, pospuso para otra ocasión lo que a la media confesión había quedado faltándole para ser completa, sincera y concluyente. Él no lo ha dicho, ella no lo ha preguntado, las pocas palabras que abrirían esta última puerta, Recuerdas, mi amor, cuando te mentí, Recuerdas, mi amor, cuando me mentiste, no pudieron ser pronunciadas, y ya sea este hombre, ya sea esta mujer, si todavía les fuese dado tiempo para rematar el doloroso asunto, justificarían probablemente sus silencios alegando que no querían manchar la felicidad de estas horas con una historia de maldad y de perversión genética. No tardaremos en conocer las nefastas consecuencias de dejar enterrada donde cayó una bomba de la segunda guerra mundial, al creer que, porque ya ha pasado su hora, nunca llegará a explotar. Casandra lo anunció bien, los griegos van a quemar Troya.

Hace dos días que Tertuliano Máximo Afonso, determinado a acabar de una vez el trabajo que le encargó el director del instituto para el ministerio de educación, casi no levanta cabeza del escritorio. Aunque la fecha en que se mudará a casa de María Paz todavía no ha sido decidida, quiere verse libre del compromiso lo más pronto posible para no tener complicaciones en su nueva vivienda, ya tendrá suficiente con la organización de los papeles, la cantidad de libros que tendrá que poner por orden. Para evitar distraerlo, María Paz no ha telefoneado, y él lo prefiere así, de alguna manera es como si se estuviera despidiendo de su vida anterior, de la soledad, del sosiego, del recogimiento de la casa que el ruido de la máquina de escribir sorprendentemente no consigue perturbar. Fue a almorzar al restaurante y regresó en seguida, dos o tres días más y conseguiría llegar al final de la tarea, después sólo le faltaría corregirla y pasarla a limpio, escribir todo de nuevo, lo cierto es que, mejor antes que después, tendrá que decidirse a comprar un ordenador y una impresora como casi todos sus colegas ya han hecho, es una vergüenza que siga cavando con una azada cuando los arados y charrúas de última generación ya son de uso común. María Paz lo iniciará en los misterios de la informática, ella ha estudiado, sabe del asunto, en el banco donde trabaja hay ordenadores sobre todas las mesas, no es como en las antiguas conservadurías. El timbre de la puerta sonó. Quién será a estas horas, se preguntó impaciente con la interrupción, no es el día de la vecina de arriba, el cartero deja la correspondencia en el buzón, no hace mucho tiempo pasaron los empleados del agua, gas y electricidad haciendo la lectura de los respectivos contadores, quizá sea uno de esos jóvenes que reparten publicidad de enciclopedias en las que se explican las costumbres del rape. El timbre sonó otra vez. Tertuliano Máximo Afonso abrió, ante él había un hombre con barba, y ese hombre dijo, Soy yo, aunque pueda no parecerlo, Qué quiere de mí, preguntó Tertuliano Máximo Afonso en voz baja y tensa, Simplemente hablar, respondió Antonio Claro, le pedí que me telefonease cuando regresara de sus vacaciones, y no lo ha hecho, Lo que teníamos que decirnos el uno al otro ya nos lo hemos dicho, Tal vez, pero falta lo que yo tengo que decirle a usted, No entiendo, Es natural, sin embargo no esperará que se lo explique aquí en el rellano, a la entrada de su casa con el peligro de que los vecinos nos oigan, Sea lo que sea, no me interesa, Por el contrario, tengo la seguridad de que le interesará muchísimo, se trata de su amiga, creo que se llama María Paz, Qué ha ocurrido, Por ahora, nada, y es justamente de eso de lo que tenemos que hablar, Si nada ha ocurrido, no hay nada de que hablar, Le he dicho que por ahora. Tertuliano Máximo Afonso abrió más la puerta y se echó a un lado, Pase, dijo. Antonio Claro entró, y, como el otro no parecía dispuesto a moverse de allí, preguntó, No tiene un asiento que ofrecerme, creo que sentados conversaríamos mejor. Tertuliano Máximo Afonso apenas contuvo un gesto de irritación, y, sin decir palabra, entró en la parte de la sala que le servía de estudio. Antonio Claro le siguió, miró alrededor como si estuviera eligiendo el mejor sitio y se decidió por el sillón de orejas, después dijo, al mismo tiempo que se iba despegando la barba de la cara, Supongo que estaba sentado en este lugar cuando me vio por primera vez. Tertuliano Máximo Afonso no respondió. Se quedó de pie, la postura crispada de su cuerpo era una protesta viva, Di lo que tengas que decir y desaparece de mi vista, pero Antonio Claro no tenía prisa, Si no se sienta, dijo, me obligará a levantarme, y no me apetece. Paseó serenamente los ojos a su alrededor, deteniéndose en los libros, en los grabados colgados de las paredes, en la máquina de escribir, en los papeles revueltos de la mesa, en el teléfono, después dijo, Veo que está escribiendo, que he elegido una mala hora para venir a hablar con usted, pero, dada la urgencia de lo que me trae, no tenía otra solución, Y qué le trae a mi casa sin ser llamado, Se lo he dicho en la entrada, se trata de su amiga, Qué tiene usted que ver con María Paz, Más de lo que puede imaginar, pero antes que le explique cómo, por qué y hasta qué punto, permítame que le muestre esto. Sacó del bolsillo interior de la chaqueta un papel doblado en cuatro, que desdobló y extendió con las puntas de los dedos, como si estuviese preparado para dejarlo caer, Le aconsejo que tome esta carta y la lea, dijo, si no quiere obligarme a ser maleducado y tirarla al suelo, además, para usted no es novedad, debe de recordar que me habló de ella cuando nos encontramos en mi casa del campo, la única diferencia es que entonces me dijo que la había escrito usted, cuando la firma es de su amiga. Tertuliano Máximo Afonso lanzó una rápida mirada al papel y se lo devolvió, Cómo ha llegado esto hasta sus manos, preguntó, sentándose, Me dio algún trabajo encontrarla, pero valió la pena, respondió Antonio Claro, y añadió, En todos los sentidos, Por qué, Debo comenzar reconociendo que fue un sentimiento inferior el que me hizo ir a los archivos de la productora, un gramito de vanidad, de narcisismo, creo que así se llama, en fin, quise ver lo que usted había escrito sobre los actores secundarios en una carta de la que yo era el sujeto, Fue un pretexto, una disculpa para saber su verdadero nombre, nada más, Y lo consiguió, Mejor habría sido que no me respondieran, Demasiado tarde, querido, demasiado tarde, ha destapado la caja de Pandora, ahora se aguanta, no tiene otro remedio, No hay nada que aguantar, el asunto está muerto y enterrado, Eso es lo que le parece, Por qué, Se ha olvidado de la firma de su amiga, Tiene una explicación, Cuál, Consideré que sería más conveniente permanecer fuera de la vista, Es mi turno de preguntarle por qué, Quería quedarme en la sombra hasta el último momento, aparecer por sorpresa, Sí señor, y de tal manera que Helena no es la misma persona desde ese día, la impresión que le causó fue tremenda, saber que existe en esta ciudad un hombre igual que su marido le destrozó los nervios, ahora, a fuerza de tranquilizantes, lo va pasando un poco mejor, pero sólo un poco, Lo lamento, no esperaba que pudiese suceder tal contrariedad, No le hubiera sido difícil, bastaba con que se hubiese puesto en mi lugar, Ignoraba que estuviera casado, Incluso así, imagínese, sólo como ejemplo, que yo me fuera desde aquí a decirle a su amiga María Paz que usted, Tertuliano Máximo Afonso, y yo, Antonio Claro, somos iguales, igualitos en todo, hasta en el tamaño del pene, piense en el choque que sufriría la pobre señora, Le prohíbo que lo haga, Tranquilo, no sólo no se lo he dicho, sino que tampoco se lo diré. Tertuliano Máximo Afonso se levantó de golpe, Qué significa eso, no lo ha dicho, no lo dirá, qué significan esas palabras, He ahí una pregunta hueca, retórica, de las que se hacen para ganar tiempo o porque no se sabe cómo reaccionar, Déjese de mierdas, respóndame, Guarde su apetito de violencia para más tarde, pero antes, para su gobierno, le aviso de que tengo suficientes conocimientos de kárate para derribarlo en cinco segundos, es verdad que en los últimos tiempos he descuidado el entrenamiento, pero para una persona como usted llego y sobro, el hecho de que seamos iguales en el tamaño del pene no quiere decir que lo seamos también en la fuerza, Salga de aquí ahora mismo o llamo a la policía, Llame también a las televisiones, a los fotógrafos, a la prensa, seremos un acontecimiento mundial en pocos minutos, Le recuerdo que si este caso es conocido su carrera se resentiría, se defendió Tertuliano Máximo Afonso, Supongo que sí, aunque la carrera de un actor secundario a nadie le importe, salvo a él mismo, Es un motivo suficiente para que acabemos con esto, márchese, olvide lo que ha pasado, yo trataré de hacer lo mismo, De acuerdo, pero esa operación, podemos llamarla Operación Olvido, sólo comenzará dentro de veinticuatro horas, Por qué, La razón se llama María Paz, la misma María Paz por quien usted se crispó tanto hace unos instantes y a quien ahora parece que quiere meter debajo de la alfombra para que no se hable más de ella, María Paz está fuera del asunto, Sí, tan fuera del asunto que soy capaz de apostarme la cabeza a que ella desconoce mi existencia, Cómo lo sabe, No tengo la certeza, es una suposición, pero usted no lo niega, He considerado preferible que fuera así, no quiero que le pueda suceder lo mismo que a su mujer, Excelente corazón, el suyo, y está en sus manos que eso no suceda, No entiendo, Acabemos con los rodeos, usted me formuló una pregunta y desde entonces está haciendo todo para no oír la respuesta que tengo que darle, Márchese, No pretendo quedarme aquí, Márchese ya, inmediatamente, Muy bien, iré a presentarme en carne y hueso a su amiga y le contaré lo que le ha ocultado por falta de valor o por cualquier otra razón que sólo usted conoce, Si tuviese aquí un arma, lo mataría, Es posible, pero esto no es cine, querido, en la vida las cosas son mucho más simples, incluso cuando hay asesinos y asesinados, Suelte lo que tenga que decir de una vez, ha hablado con ella, respóndame, He hablado, sí, por teléfono, Y qué le ha dicho, La he invitado a venir conmigo a ver una casa en el campo que alquilan, Su casa del campo, Exactamente, mi casa del campo, pero esté tranquilo, quien habló por teléfono con su amiga María Paz no fue Antonio Claro, sino Tertuliano Máximo Afonso, Usted está loco, qué diabólica tramoya es ésta, qué pretende, Quiere que se lo diga, Se lo exijo, Pretendo pasar esta noche con ella, nada más. Tertuliano Máximo Afonso se levantó de golpe y se abalanzó sobre Antonio Claro con los puños cerrados pero tropezó con la pequeña mesa que los separaba y habría caído al suelo si el otro no lo hubiese sostenido en el último instante. Braceó, se debatió, pero Antonio Claro, ágilmente, lo dominó con una llave rápida de brazo que lo dejó inmovilizado, Métase esto en la cabeza antes de que se lesione, dijo, usted no es hombre para mí. Lo empujó al sofá y volvió a tomar asiento. Tertuliano Máximo Afonso lo miró con resentimiento, al mismo tiempo que se frotaba el brazo dolorido. No quería hacerle daño, dijo Antonio Claro, pero era la única manera de evitar que repitiéramos aquí la más que vista y siempre caricaturesca escena de lucha de dos machos disputándose a la hembra, María Paz y yo vamos a casarnos, dijo Tertuliano Máximo Afonso, como si se tratase de un argumento de autoridad incontestable, No me sorprende, cuando hablé con ella me quedé con la idea de que la relación que tienen es seria, lo cierto es que tuve que recurrir a mi experiencia de actor para acertar con el tono de la conversación, pero puedo asegurarle que en ningún momento dudó de que estuviera hablando con usted, es más, ahora puedo comprender mejor la alegría con que recibió la invitación para ir a ver la casa, ya se veía viviendo allí, La madre está enferma, no creo que la vaya a dejar sola, Pues sí, me habló de eso, pero no tardé mucho en convencerla, una noche pasa deprisa. Tertuliano Máximo Afonso se rebulló en el sofá, exasperado consigo mismo por dar la impresión de que había admitido, con sus últimas palabras, la posibilidad de que Antonio Claro consumara sus intenciones. Por qué quiere hacer esto, preguntó, apercibiéndose, una vez más demasiado tarde, de que acababa de dar otro paso en el camino de la resignación, No es fácil explicarlo, pero lo voy a intentar, respondió Antonio Claro, quizá sea como una venganza por la perturbación que su presencia ha introducido en mi relación conyugal y de la que usted no puede tener ni idea, quizá sea por capricho donjuanesco de obsesivo tumbador de hembras, quizá, y esto es seguramente lo más probable, por puro y simple rencor, Rencor, Sí, rencor, hace pocos minutos usted ha dicho que si tuviese un arma me mataría, es su manera de declarar que uno de nosotros está de sobra en este mundo, y yo estoy enteramente de acuerdo, uno de nosotros está de sobra en este mundo y es una pena que no se pueda decir esto con mayúsculas, la cuestión estaría resuelta si la pistola que llevé cuando nos encontramos hubiera estado cargada y yo hubiera tenido el valor de disparar, pero ya se sabe, somos gente de bien, tenemos miedo a la cárcel, y por tanto, como no soy capaz de matarlo, lo mato de otra manera, me tiro a su mujer, lo peor es que ella nunca lo sabrá, todo el tiempo creerá que está haciendo el amor con usted, todo lo que me diga de tierno y apasionado se lo dirá a Tertuliano Máximo Afonso y no a Antonio Claro, que eso al menos le sirva de consuelo. Tertuliano Máximo Afonso no respondió, bajó los ojos rápidamente, como para impedir que se le pudiera leer en ellos un pensamiento que acababa de cruzarle el cerebro de extremo a extremo. En un instante se sintió como si estuviese disputando una partida de ajedrez, esperando el movimiento siguiente de Antonio Claro. Parecía que había agachado los hombros, vencido, cuando el otro le dijo, después de haber mirado el reloj, Es hora de ponerse en movimiento, todavía tengo que pasar por casa de María Paz para recogerla, pero luego se enderezó con renacida energía cuando le oyó añadir, Evidentemente, no puedo ir como estoy, necesito ropas suyas y su coche, si voy a llevar su cara también tengo que llevar el resto, No entiendo, dijo Tertuliano Máximo Afonso, poniendo en el rostro una expresión de perplejidad, y luego, Ah, sí, es obvio, no se puede arriesgar a que extrañe el traje que lleva puesto y le pregunte de dónde ha sacado el dinero para comprar un coche así, Exactamente, De modo que quiere que yo le preste la ropa y el coche, Eso es lo que le he dicho, Y qué haría si me negara, Algo muy simple, descolgaría ese teléfono y le contaría todo a María Paz, y si usted tiene la infeliz idea de querer impedírmelo, esté seguro de que lo dejo sin sentido en menos tiempo de lo que se tarda en decirlo, tenga cuidado, hasta aquí hemos podido evitar violencias, pero si son necesarias no dudaré, Muy bien, dijo Tertuliano Máximo Afonso, y qué tipo de ropa va a necesitar, traje completo y corbata, o así como está, de verano, Ropa ligera, de este estilo. Tertuliano Máximo Afonso salió, fue al dormitorio, abrió el armario, abrió cajones, en menos de cinco minutos estaba de regreso con todo lo que era necesario, una camisa, unos pantalones, un jersey, calzoncillos, zapatos. Vístase en el cuarto de baño, dijo. Cuando Antonio Claro regresó, vio sobre la mesa de centro un reloj de pulsera, una cartera y algunos documentos de identificación, Los papeles del coche están en la guantera, dijo Tertuliano Máximo Afonso, y aquí están también las llaves, y además las de la casa por si yo no estoy cuando regrese a cambiarse de ropa, supongo que vendrá a cambiarse de ropa, Vendré a media mañana, le he prometido a mi mujer que no llegaría después del mediodía, respondió Antonio Claro, Supongo que le habrá dado una buena razón para pasar una noche fuera, Asuntos de trabajo, no es la primera vez, y Antonio Claro, confuso, se preguntaba a sí mismo por qué diantre le estaba dando estas explicaciones si la autoridad y el perfecto dominio de la situación estaban de su parte desde que entró. Dijo Tertuliano Máximo Afonso, No debe llevar consigo sus documentos, ni el reloj, ni las llaves de su casa y del coche, ningún objeto personal, nada que lo pueda identificar, las mujeres, además de ser curiosas por naturaleza, por lo menos es lo que se dice, se fijan mucho en los pormenores, Y sus llaves, las puede necesitar, No se preocupe, la vecina del piso de arriba tiene duplicados, o copias, si prefiere esta palabra, ella es quien se encarga de la limpieza de la casa, Ah, muy bien. Antonio Claro no conseguía liberarse de la sensación de desasosiego que ocupaba el lugar de la firme frialdad con que antes había conducido el sinuoso diálogo de acuerdo con el rumbo que le interesaba. Lo consiguió, pero ahora sentía que se había desviado en un punto concreto de la discusión o que fue empujado fuera del camino con un sutil toque lateral del que no llegó a darse cuenta. El momento en que tiene que recoger a María Paz se aproxima, pero, aparte de esa urgencia, por así decir con hora marcada, hay otra, interior, todavía más imperiosa, que le aprieta, Vete, sal de aquí, recuerda que hasta de las mayores victorias es conveniente saber retirarse a tiempo. A toda prisa colocó sobre la mesa de centro, alineados, los documentos de identidad, las llaves de la casa, las del coche, el reloj de pulsera, la alianza, un pañuelo con las iniciales, un peine de bolsillo, dijo innecesariamente que los papeles del coche estaban en la guantera, y luego preguntó, Conoce mi coche, lo he dejado muy cerca de la puerta de entrada, y Tertuliano Máximo Afonso respondió que sí, Lo vi delante de su casa del campo cuando llegué, Y el suyo, dónde está, Lo encontrará en la esquina de la calle, gire a la izquierda cuando salga de la casa, es uno azul de dos puertas, dijo Tertuliano Máximo Afonso, y, para que no hubiese confusiones, completó la información con la marca del coche y el número de matrícula. La barba postiza estaba sobre el brazo del sofá donde Antonio Claro estuvo sentado. No se la lleva, preguntó Tertuliano Máximo Afonso, Fue usted quien la compró, quédese con ella, la cara con que voy a salir ahora es la misma con la que entraré mañana cuando venga a cambiarme de ropa, respondió Antonio Claro, recuperando un poco de la autoridad anterior, y añadió, sarcástico, Hasta entonces, seré el profesor de Historia Tertuliano Máximo Afonso. Se miraron durante algunos segundos, ahora, sí, eran ciertas, definitivamente y para siempre ciertas, las palabras con que el otro Tertuliano Máximo Afonso recibió a Antonio Claro a la llegada, Lo que teníamos que decirnos uno al otro ya lo hemos dicho.

Tertuliano Máximo Afonso abrió sin ruido la puerta de la escalera, se apartó para dejar salir al visitante, y, despacio, con los mismos cuidados, volvió a cerrarla. Lo más natural es que pensemos que procede así para no despertar la curiosidad malsana de los vecinos, pero Casandra, si estuviera aquí, no dejaría de recordarnos que precisamente de esta manera se baja también la tapa de un ataúd. Tertuliano Máximo Afonso volvió a la sala, se sentó en el sofá y, cerrando los ojos, se reclinó hacia atrás. Durante una hora no se movió, pero, al contrario de lo que se podría creer, no dormía, estaba simplemente dando tiempo a que su viejo coche saliese de la ciudad. Pensó en María Paz sin dolor, sólo como alguien que poco a poco se desvanece en la distancia, pensó en Antonio Claro como un enemigo que había vencido la primera batalla, pero que forzosamente perderá la segunda si en este mundo todavía existe un resto de justicia. La luz de la tarde declinaba, su coche ya debía de haber abandonado la carretera general, lo más seguro es que lo condujera por el desvío que le evita atravesar la aldea, en este momento se detiene ante la casa del campo, Antonio Claro saca una llave del bolsillo, ésta no la podía dejar en casa de Tertuliano Máximo Afonso, le dirá a María Paz que se la dio el propietario de la vivienda, pero, evidentemente, él no sabe que vamos a pasar aquí la noche, Es un compañero de instituto, persona de toda confianza, pero no hasta el punto de que le cuente mis asuntos particulares, ahora espera un poco, voy a ver si está todo en orden ahí dentro. María Paz iba a preguntarse a sí misma qué cosas podrían no encontrarse en orden en una casa de campo que está en alquiler, pero un beso de Tertuliano Máximo Afonso, de esos profundos, de esos avasalladores, la distrajo y luego, durante los minutos que él estuvo ausente, fue atraída por la belleza del paisaje, el valle, la línea oscura de chopos y fresnos que acompaña el cauce del río, los montes al fondo, el sol que casi ya roza la cima más alta. Tertuliano Máximo Afonso, este que se acaba de levantar del sofá, adivina lo que Antonio Claro está haciendo dentro, pasa fríamente revista a todo cuanto lo pueda denunciar, algunos carteles de películas, pero de ahí no vendrá el peligro, los dejará donde están, un profesor puede ser un cinéfilo, lo malo era aquel retrato suyo, al lado de Helena, que hay sobre una mesa de la entrada. Apareció por fin en la puerta, la llamó, Ya puedes venir, había unas cortinas viejas en el suelo que le daban un pésimo aspecto a la casa. Ella salió del coche, feliz subió corriendo los escalones de acceso, la puerta se cerró ruidosamente, a primera vista podrá parecer una reprensible falta de atención, pero hay que tener en cuenta que la vivienda se encuentra aislada, no hay vecinos ni cerca ni lejos, además, es nuestro deber ser comprensivos, las dos personas que acaban de entrar tienen asuntos mucho más interesantes por resolver que preocuparse del ruido que hace una puerta al cerrarse.

Tertuliano Máximo Afonso recogió del suelo, donde había caído, la fotocopia de la carta que trajo Antonio Claro, abrió después el cajón del escritorio donde guardaba la respuesta de la productora, y, con los dos papeles en la mano, más la fotografía que se había hecho con la barba postiza, se dirigió a la cocina. Los puso dentro del fregadero, les acercó una cerilla y se quedó mirando el rápido trabajo del fuego, la llamarada que iba masticando y engullendo el papel y luego lo vomitaba reducido a cenizas, los rápidos destellos que se empecinaban en seguir mordiendo cuando la llama, aquí y allí, parecía haberse extinguido. Movió lo que todavía quedaba de las cartas para que acabaran de quemarse, después dejó correr el agua del grifo hasta que la última partícula de ceniza desapareció cañería abajo. A continuación fue al dormitorio, sacó los vídeos del armario donde los había escondido y regresó a la sala. La ropa de Antonio Claro, que él trajo del cuarto de baño, se encontraba colocada sobre el sillón de la sala. Tertuliano Máximo Afonso se desnudó del todo. Torció la nariz de repugnancia al tener que ponerse la ropa interior que había sido usada por otro, pero no quedaba más remedio, a tanto lo obliga la necesidad, que es uno de los nombres que toma el destino cuando le interesa disfrazarse. Ahora que se veía convertido en el otro de Tertuliano Máximo Afonso, no le restaba nada más que convertirse en el Antonio Claro que el mismo Antonio Claro había abandonado. A su vez, cuando mañana regrese para recuperar la ropa, Antonio Claro sólo podrá salir a la calle como Tertuliano Máximo Afonso, tendrá que ser Tertuliano Máximo Afonso durante el tiempo que sus ropas, propias, estas que aquí ha dejado u otras, tarden en devolverle la identidad de Antonio Claro. Tanto si se quiere, como si no, el hábito es lo mejor que existe para hacer al monje. Tertuliano Máximo Afonso se aproxima a la mesa donde Antonio Claro dejó los objetos personales y, metódicamente, concluye su trabajo de transformación. Comenzó por el reloj de pulsera, se enfundó la alianza en el dedo anular izquierdo, se metió en un bolsillo de los pantalones el peine y el pañuelo con las iniciales de AC, en el bolsillo del otro lado las llaves de la casa y del coche, en el de atrás los documentos de identificación que, en caso de duda, como un indiscutible Antonio Claro lo habrán de identificar. Está listo para salir, sólo le falta el retoque final, la barba postiza que Antonio Claro trajo cuando entró, se diría que adivinaba que iba a ser necesaria, pero no, la barba sólo estaba a la espera de una coincidencia, a veces tardan años en llegar, otras veces vienen corriendo, todas en fila, unas detrás de otras. Tertuliano Máximo Afonso fue al cuarto de baño para rematar el disfraz, de tanto quitársela y ponérsela, de tanto pasar de cara a cara, la barba ya pega mal, ya amenaza con tornarse sospechosa a la primera mirada de lince de un agente de la autoridad o a la sistemática desconfianza de un ciudadano timorato. Mejor o peor, finalmente se acabó sujetando a la piel, ahora sólo tendrá que aguantar el tiempo necesario para que Tertuliano Máximo Afonso encuentre un contenedor de basura en un lugar no demasiado concurrido. Ahí culminará la barba postiza su breve pero agitada historia, ahí acabarán, entre restos fétidos y tinieblas, las cintas de vídeo. Tertuliano Máximo Afonso volvió a la sala, pasó los ojos alrededor para ver si se olvidaba de algo que le pudiera hacer falta, después entró en el dormitorio, en la mesilla de noche está el libro sobre las antiguas civilizaciones mesopotámicas, no tiene ningún motivo lógico para llevárselo pero a pesar de eso se lo llevará, en verdad no hay quien comprenda el espíritu humano, qué falta le puede hacer a Tertuliano Máximo Afonso la compañía de los semitas amorreos y de los asirios, si en menos de veinticuatro horas estará otra vez en esta su casa. Alea jacta est, murmuró para sus adentros, no hay más que discutir, lo que tenga que suceder, sucederá, no podrá escapar de sí mismo. El rubicón es esta puerta que se cierra, esta escalera que baja, estos pasos que llevan hasta aquel automóvil, esta llave que lo abre, este motor que suavemente lo conduce calle adelante, la suerte está echada, ahora los dioses que decidan. Este mes es agosto, el día viernes, hay poco tráfico de coches y personas, tan lejos que estaba la calle adonde se dirige y de repente se ha hecho cerca. Es de noche hace más de media hora. Tertuliano Máximo Afonso aparcó el coche frente al edificio. Antes de salir miró hacia las ventanas y en ninguna había luz. Dudó, se preguntó a sí mismo, Y ahora qué hago, a lo que respondió la razón, Vamos a ver, no entiendo esta indecisión, si eres, como has querido aparentar, Antonio Claro, lo que tienes que hacer es subir tranquilamente a tu casa, y si las luces están apagadas, por algún motivo será, mira que no son las únicas del bloque, y, como no eres gato para ver en la oscuridad, lo que tienes que hacer es encenderlas todas, esto suponiendo que, por alguna causa que desconocemos, no haya nadie esperándote, o mejor, la causa la sabemos todos, recuerda que le dijiste a tu mujer que, por cuestiones de trabajo, tenías que pasar la noche fuera de casa, ahora te aguantas. Tertuliano Máximo Afonso atravesó la calle con el libro de los mesopotámicos debajo del brazo, abrió la puerta de la calle, entró en el ascensor y vio que tenía compañía, Buenas noches, estaba esperándote, dijo el sentido común, Era inevitable que aparecieras, Qué idea es ésta de venir aquí, No te hagas el ingenuo, lo sabes tan bien como yo, Vengarte, desquitarte, dormir con la mujer del enemigo, ya que tu mujer está en la cama con él, Exacto, Y luego, Luego, nada, a María Paz nunca se le pasará por la cabeza que ha dormido con el hombre cambiado, Y estos de aquí, Éstos van a tener que vivir la peor parte de la tragicomedia, Por qué, Si eres el sentido común deberías saberlo, Pierdo cualidades en los ascensores, Cuando Antonio Claro entre mañana en casa va a tener la mayor de las dificultades en explicarle a la mujer cómo ha conseguido dormir con ella y al mismo tiempo estar trabajando fuera de la ciudad, No imaginaba que fueras capaz de tanto, es un plan absolutamente diabólico, Humano, querido, simplemente humano, el diablo no hace planes, es más, si los hombres fuesen buenos, ni existiría, Y mañana, Buscaré un pretexto para salir temprano, Ese libro, No sé, tal vez lo deje aquí como recuerdo. El ascensor paró en el quinto piso, Tertuliano Máximo Afonso preguntó, Vienes conmigo, Soy el sentido común, ahí dentro no hay lugar para mí, Entonces hasta la vista, Lo dudo.

Tertuliano Máximo Afonso pegó el oído a la puerta. Del interior no llegaba ningún ruido. Tendría que proceder con naturalidad, como si fuese el dueño de la casa, pero parecía que los latidos del corazón, de tan violentos, le sacudían el cuerpo entero. No iba a tener valor para avanzar. De repente el ascensor comenzó a bajar, Quién será, pensó asustado, y sin más dudas metió la llave en la puerta y entró. La casa estaba a oscuras, pero una luminosidad vaga, difusa, que seguramente se filtraría por las ventanas, comenzó con lentitud a dibujar contornos, a fijar bultos. Tertuliano Máximo Afonso palpó la pared al lado de la puerta hasta encontrar un interruptor. Nada se movió en la casa, No hay nadie, pensó, lo puedo ver todo, sí, es necesario que conozca urgentemente la casa que durante una noche será suya, tal vez sólo suya, tal vez solo en ella, imaginemos, por ejemplo, que Helena tiene familia en la ciudad y, aprovechando la ausencia del marido, le hace una visita, imaginemos que no regresa hasta mañana, entonces el plan que el sentido común había clasificado como diabólico se irá agua abajo como la más banal de las artimañas mentales, como un castillo de cartas que el soplo de un niño tumba. Que la vida tiene ironías, se dice, cuando lo cierto es que es la más obtusa de todas las cosas conocidas, un día alguien debió decirle, Sigue adelante, siempre adelante, no te salgas de tu camino, y desde entonces, inepta, incapaz de aprender con las lecciones que tiene a gala enseñarnos, no ha hecho nada más que cumplir a ciegas la orden que le dieron, atropellando todo cuanto se encuentra a su paso, sin detenerse para valorar los daños, para pedirnos perdón, por lo menos una vez. Tertuliano Máximo Afonso recorre la casa de punta a punta, encenderá y apagará luces, abrirá y cerrará puertas, armarios, cajones, vio ropas de hombre, ropas de mujer íntimas y perturbadoras, la pistola, pero no tocó nada, sólo quería saber dónde se había metido, qué relación hay entre los espacios de la casa y lo que de sus habitantes se muestra, de la misma manera que proceden los mapas, te dicen por dónde deberás ir, pero no te garantizan que llegues. Cuando dio por concluida la inspección, cuando ya podría circular con los ojos cerrados por toda la casa, se sentó en el sillón que sería de Antonio Claro y comenzó la espera. Que venga Helena, es todo lo que pide, que Helena entre por esa puerta y me vea, que alguien pueda testificar que he osado venir aquí, en el fondo es sólo eso lo que quiere, un testigo. Eran más de las once cuando ella llegó. Asustada de ver tantas luces encendidas, preguntó cuando todavía estaba en las escaleras, Eres tú, Sí, soy yo, dijo Tertuliano Máximo Afonso con la garganta seca. En el instante siguiente ella entraba en la sala, Qué ha pasado, no te esperaba hasta mañana, intercambiaron un beso rápido entre la pregunta y la respuesta, Han retrasado el trabajo, e inmediatamente Tertuliano Máximo Afonso se tuvo que sentar porque las piernas le temblaban, sería por nerviosismo, sería por efecto del beso. Apenas oyó lo que la mujer le dijo, He ido a ver a mis padres, Cómo están, consiguió preguntar, Bien, fue la respuesta, y luego, Has cenado, Sí, no te preocupes, Estoy cansada, voy a acostarme, qué libro es éste, Lo he comprado a causa de una película histórica en la que trabajaré, Está usado, tiene notas, Lo encontré en una librería de viejo. Helena salió, pocos minutos después había otra vez silencio. Era tarde cuando Tertuliano Máximo Afonso entró en el dormitorio. Helena dormía, sobre la almohada estaba el pijama que debería ponerse. Dos horas después el hombre seguía despierto. Tenía el sexo inerte. Luego la mujer abrió los ojos, No duermes, preguntó, No, Por qué, No sé. Entonces ella se volvió hacia él y lo abrazó.

El primero en despertar fue Tertuliano Máximo Afonso. Estaba desnudo. La colcha y la sábana se habían escurrido hasta el suelo por su lado, dejando al descubierto, también desnudo, un seno de Helena. Ella parecía dormir profundamente. La claridad de la mañana, apenas quebrada por la espesura de las cortinas, llenaba todo el cuarto de una penumbra fresca y cintilante. Seguramente fuera haría calor. Tertuliano Máximo Afonso sintió la tensión del sexo, su dureza nuevamente insatisfecha. Fue entonces cuando se acordó de María Paz. La imaginó en otro cuarto, en otra cama, el cuerpo acostado de ella, que conocía palmo a palmo, el cuerpo acostado de Antonio Claro, igual que el suyo, y de repente pensó que había llegado al final del camino, que tenía ante él, cortándolo, un muro con un cartel que decía, Abismo, No Pasar, y después vio que no podía volver atrás, que la carretera por donde llegara había desaparecido, que sólo había quedado de ella el espacio reducido donde sus pies todavía se asentaban. Soñaba, y no lo sabía. Una angustia que ya era terror le hizo despertarse violentamente en el exacto momento en que el muro se rompía y sus brazos, se han visto cosas mucho peores que el nacerle brazos a un muro, lo arrastraban hacia el precipicio. Helena le apretaba la mano, trataba de sosegarlo, Calma, era una pesadilla, ya ha pasado, ahora estás aquí. Él jadeaba entrecortadamente, como si la caída le hubiese vaciado de golpe los pulmones. Tranquilo, tranquilo, repetía Helena. Se apoyaba sobre el codo, con los senos expuestos, la colcha fina diseñándole la curva de la cintura, el contorno del muslo, y las palabras que decía bajaban sobre el cuerpo del hombre angustiado como una lluvia fina, de esas que nos tocan la piel como una caricia, como un beso de agua. Poco a poco, igual que una nube de vapor que refluyese a su lugar de origen, el despavorido espíritu de Tertuliano Máximo Afonso fue regresando a su mente exhausta, y cuando Helena preguntó, Qué mal sueño has tenido, cuéntamelo, este hombre confuso, enredador de laberintos y perdido en ellos, y ahora, aquí, acostado al lado de una mujer que, excepto en el conocer de los sexos, en todo le es desconocida, habló de un camino que dejó de tener principio, como si los propios pasos que fueron dados hubiesen ido devorándole las sustancias, sean estas las que sean, que dan o prestan duración al tiempo y dimensiones al espacio, y del muro, que, al cortar uno, cortaba igualmente el otro, y del lugar donde los pies se asientan, esas dos pequeñas islas, ese minúsculo archipiélago humano, uno aquí, otro allí, y el cartel en que estaba escrito, Abismo, No Pasar, remember, quien te avisa, tu enemigo es, como podría haber dicho Hamlet a su tío y padrastro Claudio. Ella lo escuchaba sorprendida, de algún modo perpleja, no la tenía el marido habituada a oír reflexiones así, menos aún en el tono en que las había expresado ahora, como si cada palabra ya viniera acompañada de su doble, una especie de retumbar de caverna habitada, donde no es posible saber quién está respirando, quién acaba de murmurar, quién ha suspirado. Le gustó pensar que también sus pies eran dos pequeñas islas de ésas, y que muy cerca de ellas otras dos reposaban, y que las cuatro juntas podían componer, componían, habían compuesto un archipiélago perfecto, si la perfección es ya de este mundo y la sábana de la cama el océano donde quiso ser anclada. Estás más tranquilo, preguntó, No creo que exista nada mejor que esto, dijo él, Es extraño, esta noche has venido a mí como nunca antes había ocurrido, sentí que entrabas con una dulzura que luego pensé que venía amasada en deseo y en lágrimas, y era también una alegría, un gemido de dolor, una petición de perdón, Todo eso fue así, si lo sentiste, Desgraciadamente hay cosas que suceden y no vuelven a repetirse, Otras hay que suceden y vuelven a suceder, Tú crees, alguien dijo que quien ha dado rosas una vez, no puede volver a dar menos que rosas, Es cuestión de comprobarlo, Ahora, Sí, ya que estamos desnudos, Es una buena razón, Suficiente, aunque no sea seguramente la mejor de todas. Las cuatro islas se juntaron, el archipiélago se rehizo, el mar batió revuelto en los acantilados, si en la superficie hubo gritos los dieron las sirenas que cabalgaban las olas, si hubo gemidos ninguno fue de dolor, si alguien pidió perdón, ojalá haya sido perdonado, ahora y para siempre jamás. Descansaron brevemente en los brazos uno del otro, después con un último beso ella se deslizó fuera de la cama, No te levantes, duerme un poco más, yo voy a preparar el desayuno.

Tertuliano Máximo Afonso no se durmió. Tenía que salir rápidamente de esta casa, no podía arriesgarse a que Antonio Claro volviera a casa más pronto de lo que había dicho, antes del mediodía, fueron sus formales palabras, imaginemos que las cosas en la casa del campo no sucedieron como él esperaba, y viene ya por ahí desenfrenado, irritado consigo mismo, con prisa de esconder la frustración en la paz del hogar, mientras le cuenta a la esposa cómo le ha ido en el trabajo, inventando, para desahogar su malhumor, contrariedades que no existieron, discusiones que no sucedieron, acuerdos que no se realizaron. La dificultad de Tertuliano Máximo Afonso estriba en no poder irse de aquí sin más ni más, tiene que darle a Helena una justificación que no dé pie a desconfianzas, recordemos que hasta este momento ella no ha tenido ningún motivo para pensar que el hombre con quien ha dormido y gozado esta noche no es su marido, y, siendo así, con qué cara le va a decir ahora, para colmo habiendo ocultado la información hasta el último instante, que tiene asuntos urgentes que resolver fuera de casa en una mañana como ésta, de sábado estival, cuando lo lógico, teniendo en cuenta que la armonía de pareja alcanzó la sublimidad que presenciamos, sería que continuasen en la cama para proseguir la conversación interrumpida amén de lo que de más y mejor pudiera suceder. No falta mucho para que Helena aparezca con el desayuno, hace tanto tiempo ya que no lo tomaban así, juntos, en la intimidad de un lecho todavía perfumado de las particulares fragancias del amor, que sería imperdonable echar a perder una ocasión que todas las probabilidades, por lo menos las ya por nosotros conocidas, están expresamente conspirando para que sea la última. Tertuliano Máximo Afonso piensa, piensa y vuelve a pensar, y pensando, pensando, hasta este extremo puede llegar en su persona lo que designamos energía paradójica del alma humana, cada vez se va tornando más desmayada, menos imperiosa la necesidad de salir, y, al mismo tiempo, sobrepasando imprudentemente todos los previsibles riesgos, cada vez va tomando más consistencia en su espíritu una loca voluntad de ser testigo presencial de su definitivo triunfo sobre Antonio Claro. En carne y hueso, y sujetándose a todas las consecuencias. Él que venga y lo encuentre aquí, él que se enfurezca, que brame, que use violencia, nada podrá disminuir, haga lo que haga, la extensión de su derrota. Él sabe que la última arma la maneja Tertuliano Máximo Afonso, bastará que ese mil veces maldito profesor de Historia le pregunte de dónde viene a estas horas y que Helena, finalmente, conozca el lado sórdido de la prodigiosa aventura de los dos hombres iguales en las señales del brazo, en las cicatrices de la rodilla y en las dimensiones del pene, y, a partir de hoy, iguales también en emparejamientos. Tal vez tenga que venir una ambulancia para recoger el cuerpo maltratado de Tertuliano Máximo Afonso, pero la herida de su agresor, ésa, no se cerrará nunca. Podrían haber quedado por aquí las mezquinas ideas de venganza producidas por el cerebro del hombre acostado que espera el desayuno, pero eso sería no contar con la atrás mencionada energía paradójica del alma humana, o, si preferimos darle otro nombre, la posibilidad de emergencia de sentimientos de una desusada nobleza, de una caballerosidad muy digna de aplauso ya que algunos antecedentes personales en todo censurables nada abonaban en su favor. Por increíble que nos parezca, el hombre que por cobardía moral, por miedo a que se conociera la verdad, dejó ir a María Paz a los brazos de Antonio Claro, es el mismo que, no sólo está preparado para soportar la mayor paliza de su vida, sino que piensa que es su estricto deber no dejar sola a Helena en la delicada situación de tener un marido al lado y ver entrar a otro por la puerta. El alma humana es una caja de donde siempre puede saltar un payaso haciéndonos mofas y sacándonos la lengua, pero hay ocasiones en que ese mismo payaso se limita a mirarnos por encima del borde de la caja, y si ve que, por accidente, estamos procediendo según lo que es justo y honesto, asiente aprobadoramente con la cabeza y desaparece pensando que todavía no somos un caso perdido. Gracias a la decisión que acaba de tomar, Tertuliano Máximo Afonso ha limpiado de su expediente unas cuantas faltas leves, pero todavía tendrá que penar mucho antes de que la tinta que registra las otras comience a desvanecerse del papel sepia de la memoria. Suele decirse, Demos tiempo al tiempo, pero lo que siempre nos olvidamos de preguntar es si quedará tiempo para dar. Helena entró con el desayuno cuando Tertuliano Máximo Afonso se levantaba, No quieres tomarlo en la cama, preguntó, y él respondió que no, que prefería sentarse cómodamente en una silla en vez de tener que estar atento a una bandeja que oscila, a una taza que se desliza, a los grasientos churretes de la mantequilla, a las migajas que se insinúan entre las arrugas de las sábanas y siempre acaban clavándose en los puntos más sensibles de la piel. Fue un discurso que hizo como pudo para parecer gracioso y bien humorado, pero su único objetivo era disimular una nueva y apremiante preocupación de Tertuliano Máximo Afonso, o sea, si Antonio Claro viene ya, al menos que no nos sorprenda en el tálamo conyugal mordisqueando pecaminosamente scones y tostadas, si Antonio Claro viene ya, al menos que encuentre su cama hecha y su cuarto aireado, si Antonio Claro viene ya, al menos que pueda vernos limpios, peinados y vestidos como Dios manda, porque esto de las apariencias es lo mismo que pasa con el vicio, ya que andamos mano a mano con él, y no se vislumbra manera de evitarlo ni verdadera ventaja en que tal acontezca, al menos que preste de vez en cuando homenaje a la virtud, aunque simplemente lo haga en las formas, además, es bastante dudoso que valga la pena pedirle algo más que eso.

La mañana va adelantada, pasa de las diez y media, Helena ha ido a hacer unas compras, dijo, Hasta ahora, con un beso, resto tibio y todavía consolador de la fogarada de pasión que, en las últimas horas, ilícitamente había juntado y abrasado a este hombre y a esta mujer. Ahora, sentado en el sofá, con el libro de las antiguas civilizaciones mesopotámicas abierto sobre las rodillas, Tertuliano Máximo Afonso espera que Antonio Claro llegue, y, siendo persona a quien fácilmente se le suelen soltar los frenos de la imaginación, se figuró que el dicho Claro y la mujer podrían haberse encontrado en la calle y subido juntos para aclarar la confusión de una vez, Helena protestando, Usted no es mi marido, mi marido está en casa, es ese que está ahí sentado, usted es el profesor de Historia que nos está haciendo la vida negra, y Antonio Claro jurando, Tu marido soy yo, él es el profesor de Historia, mira el libro que está leyendo, ese tío es el mayor impostor que hay en el mundo, y ella, cortante e irónica, Sí, sí, pero primero haga el favor de explicarme por qué la alianza está en su dedo y no en el de usted. Helena acaba de entrar sola con las compras y ya han dado las once. Dentro de poco preguntará, Tienes alguna preocupación, y él responderá que no, De dónde has sacado esa idea, y ella dirá que, siendo así, No entiendo por qué miras constantemente al reloj, y él responderá que no sabe por qué, es un tic, tal vez esté un poco nervioso, Imagina que me dan el papel del rey Hammurabi, mi carrera de actor daría una vuelta de ciento ochenta grados. Las once y media dieron, falta un cuarto para las doce, y Antonio Claro no viene. El corazón de Tertuliano Máximo Afonso parece un caballo furioso descargando coces en todas las direcciones, el pánico le aprieta la garganta y le grita que todavía está a tiempo, Aprovecha que ella está dentro y huye, todavía tienes casi diez minutos, pero cuidado, no uses el ascensor, baja por las escaleras y mira bien a un lado y a otro antes de poner un pie en la calle. Es mediodía, el reloj de la sala contó lentamente las campanadas como si todavía quisiera darle a Antonio Claro una última oportunidad para aparecer, para cumplir, aunque fuese en el último segundo lo que había prometido, sin embargo, no servirá de nada que Tertuliano Máximo Afonso quiera engañarse a sí mismo, Si no ha venido hasta ahora no vendrá nunca. Cualquier persona se puede atrasar, una avería en el coche, una rueda pinchada, son accidentes que suceden todos los días, nadie está libre de ellos. A partir de ahora cada minuto va a ser una agonía, después llegará el turno del desconcierto, de la perplejidad, inevitablemente, un pensamiento, admitamos que se retrasó, sí señor, se retrasó, y los teléfonos para qué sirven, por qué no llama diciendo que se le partió el diferencial, o la caja de cambios, o la correa del ventilador, todo lo que le puede suceder a un coche viejo y cansado como ése. Pasó una hora más, de Antonio Claro ni la sombra, y cuando Helena anunció que el almuerzo estaba en la mesa, Tertuliano Máximo Afonso dijo que no tenía apetito, que comiese sola, y que, además, necesitaba salir imperiosamente. Ella quiso saber por qué y él podía haberle replicado que no estaban casados, que por lo tanto no tenía obligación de darle explicaciones acerca de lo que hacía o no hacía, pero el momento de poner las cartas sobre la mesa y comenzar el juego limpio no había llegado, de modo que se limitó a responder que más adelante le contaría todo, promesa que Tertuliano Máximo Afonso siempre tiene en la punta de la lengua y que cumple, cuando cumple, tarde y mal, que lo diga su madre, que lo diga María Paz, de quien tampoco tenemos noticias. Helena le preguntó si no creía conveniente mudarse de ropa, él dijo que sí, que realmente lo que llevaba puesto no era indicado para lo que debería tratar, lo más apropiado sería un traje normal, chaqueta y pantalones, ni soy turista ni voy a veranear al campo. Quince minutos después salía, Helena lo acompañó hasta la entrada del ascensor, en sus ojos se veía el brillo anunciador del llanto, todavía Tertuliano Máximo Afonso no había tenido tiempo de llegar a la calle y ella estará deshecha en lágrimas, repitiendo la pregunta hasta ahora sin respuesta, Qué pasa, qué pasa.

Tertuliano Máximo Afonso entró en el automóvil, la primera idea era alejarse de allí, aparcar en un sitio tranquilo para reflexionar en serio sobre la situación, poner en orden la confusión que desde hace veinticuatro horas se atropella dentro de su cabeza, y, finalmente, decidir qué hará. Puso el coche en marcha, y fue sólo volver la esquina y comprender que no necesitaba para nada pensar, que lo que tenía que hacer era simplemente llamar por teléfono a María Paz, es increíble cómo no se me ha ocurrido antes, sería por estar encerrado en esa casa y desde allí no poder utilizar el teléfono. Algunos centenares de metros más allá encontró una cabina telefónica, detuvo el coche, entró bruscamente y marcó el número. Dentro de la cabina hacía un calor sofocante. La voz de la mujer que dijo desde el otro lado, Dígame, no era conocida, Podría hablar con María Paz, dijo, Sí, pero de parte de quién, Soy un colega suyo, del banco donde trabaja, La señorita María Paz ha muerto esta mañana, en un accidente de tráfico, venía con el novio y los dos han muerto, es una desgracia muy grande. En un instante, desde la cabeza a los pies, el cuerpo de Tertuliano Máximo Afonso quedó bañado en sudor. Balbuceó algunas palabras que la mujer no consiguió comprender, Qué he dicho, qué es lo que he dicho, algunas palabras que ya no recuerda ni recordará, que se le han olvidado para siempre, y, sin darse cuenta de lo que hacía, como un autómata al que de repente le cortan la energía, dejó caer el auricular. Inmóvil dentro del horno que era la cabina, oía dos palabras, sólo dos, retumbándole en los oídos, Ha muerto, pero luego otras dos palabras ocuparon el lugar, y ésas gritaban, La mataste. No la mató por conducción temeraria Antonio Claro, suponiendo que ésta fuera la causa del accidente, la mató él, Tertuliano Máximo Afonso, la mató su debilidad moral, la mató una voluntad que lo cegó para todo cuanto no fuese la venganza, fue dicho que uno de los dos, o el actor, o el profesor de Historia, estaba de más en este mundo, pero tú no, tú no estabas de más, de ti no existe un duplicado que pueda sustituirte al lado de tu madre, tú sí, eras única, como cualquier persona común es única, verdaderamente única. Se dice que sólo odia al otro quien a sí mismo se odia, pero el peor de todos los odios debe de ser el que incita a no soportar la igualdad del otro, y probablemente será todavía peor si esa igualdad llega alguna vez a ser absoluta. Tertuliano Máximo Afonso salió de la cabina tambaleándose, con pasos que parecían de borracho, entró en el coche con violencia, como si se arrojara dentro, y allí se quedó, mirando hacia delante sin ver, hasta que no pudo aguantar más y las lágrimas y los sollozos le sacudieron el pecho. En este momento ama a María Paz como nunca la ha amado antes y nunca la amará en el futuro. El dolor que siente nace de su pérdida, pero la conciencia de su culpa es lo que está oprimiendo una herida que supurará pus y mierda para siempre. Algunas personas lo miran con esa curiosidad gratuita e impotente que no hace ni bien ni mal al mundo, pero una se aproximó para preguntarle si podía serle útil en algo, y él dijo que no muchas gracias, y por sentirse agradecido lloró todavía más, como si le hubiesen puesto una mano en el hombro y le dijeran, Tenga paciencia, con el tiempo su dolor pasará, es verdad, con el tiempo todo pasa, pero hay casos en que el tiempo se hace más lento para dar tiempo a que el dolor se canse, y casos hubo y habrá, felizmente más escasos, en que ni el dolor se cansa ni el tiempo pasa. Estuvo así hasta no tener más lágrimas para llorar, hasta que el tiempo decidió ponerse otra ver en movimiento y preguntar, Y ahora, adónde vas a ir, y he aquí que Tertuliano Máximo Afonso, de acuerdo con todas las probabilidades convertido en Antonio Claro para el resto de la vida, comprendió que no tenía dónde acogerse. En primer lugar, la casa que antes llamaba suya pertenece a Tertuliano Máximo Afonso, y Tertuliano Máximo Afonso está muerto, en segundo lugar, no puede ir a casa de Antonio Claro y decirle a Helena que su marido ha muerto porque, para ella, Antonio Claro es él, y, finalmente, en cuanto a presentarse en casa de María Paz, donde por otra parte nunca fue invitado, sólo podría ser para manifestar unos inútiles pésames a la pobre madre huérfana de su hija. Lo natural sería que en este exacto momento Tertuliano Máximo Afonso pensase en otra madre que, si ya ha sido informada de la triste novedad, igualmente estará llorando las lágrimas inconsolables de la orfandad materna, pero la firme conciencia de que, entre él y él mismo, es y siempre será Tertuliano Máximo Afonso, y que, por consiguiente, está vivo como tal, debía haberle bloqueado temporalmente lo que con certeza sería, en otras circunstancias, su primer impulso. Por ahora todavía tiene que encontrar respuesta a la pregunta que ha quedado rezagada, Y ahora adónde vas a ir, dificultad, mirándolo bien, de las más fáciles de resolver en una ciudad que ni necesitaría ser la metrópolis inmensa que ésta es, con hoteles y pensiones para todos los gustos y precios. Ahí es donde tendrá que ir, y no sólo durante algunas horas para defenderse del calor y llorar con libertad. Una cosa es haber dormido la noche pasada con Helena, cuando el hacerlo no pasaba de un simple lance de juego, si tú duermes con mi mujer, yo duermo con la tuya, es decir, ojo por ojo, diente por diente, como manda la ley del talión, nunca con más propiedad aplicada que en este caso, porque, significando nuestra actual palabra idéntico lo mismo que el étimo latino talis, de donde el nombre procede, si idénticos son los delitos cometidos, idénticos también fueron quienes los cometieron. Una cosa, permítasenos que volvamos al comienzo de la frase, es que haya pasado la noche con Helena cuando nadie podía adivinar que la muerte se estaba preparando para entrar en el juego y dar jaque mate, y otra cosa es, sabiendo que Antonio Claro ha muerto, aunque mañana los periódicos digan que el difunto se llamaba Tertuliano Máximo Afonso, dormir una segunda noche con ella, cargando así sobre un engaño otro engaño peor. Nosotros, seres humanos, pese a que sigamos siendo, unos más, otros menos, tan animales como antes, tenemos algunos sentimientos buenos, a veces hasta un resto o un principio de respeto por nosotros mismos, y este Tertuliano Máximo Afonso, que en tantas ocasiones se ha comportado de manera que justifica nuestras más acerbas censuras, no osará dar el paso que, ante nuestros ojos, de una vez y para siempre lo condenaría. Optará por un hotel, y mañana ya veremos. Puso el coche en marcha y condujo hacia el centro, donde tendrá más posibilidades de elección, a fin de cuentas le bastará con un hotelillo de dos estrellas, es sólo por una noche, Y quién me dice a mí que va a ser sólo una noche, pensó, dónde dormiré mañana, y después, y después, y después, por primera vez el futuro se le aparecía como un lugar donde ciertamente seguirán siendo necesarios los profesores de Historia, pero no éste, donde el propio actor Daniel Santa-Clara no tendrá otro remedio que renunciar a su prometedora carrera, donde será necesario descubrir algún punto de equilibrio que exista entre el haber sido y el seguir siendo, sin duda es reconfortante que nuestra conciencia nos diga, Sé quién eres, pero ella misma podrá comenzar a dudar de nosotros y de lo que dice si descubre, alrededor, que las personas van pasándose unas a otras la incómoda pregunta, Y éste, quién es. El primero que tuvo oportunidad de manifestar esta curiosidad pública fue el recepcionista del hotel cuando le pidió a Tertuliano Máximo Afonso un documento que lo identificase, y hay que dar gracias al cielo de que no le haya preguntado antes cómo se llamaba, porque bien podría haber sucedido que Tertuliano Máximo Afonso hubiese dejado salir, por la fuerza de la costumbre, el nombre que durante treinta y ocho años ha sido suyo y ahora pertenece a un cuerpo destrozado que aguarda en una cámara frigorífica cualquiera la autopsia a que los muertos por accidente, según la ley, no escapan. El carnet de identidad que presenta tiene el nombre de Antonio Claro, la cara de la foto es la misma que el recepcionista tiene delante como detenidamente se podría examinar si hubiese motivo para tomarse ese trabajo. No lo hay, Tertuliano Máximo Afonso ya ha firmado su ficha de huésped, en este caso sirve un simple garabato siempre que muestre alguna semejanza con la rúbrica formal, ya tiene la llave de la habitación en la mano, ya ha dicho que no trae equipaje, y para reforzar una verosimilitud que nadie le había pedido, explica que ha perdido el avión, que ha dejado las maletas en el aeropuerto, y que por eso no se queda nada más que una noche. Tertuliano Máximo Afonso ha cambiado de nombre, pero sigue siendo la misma persona que acompañamos a la tienda de los vídeos, que siempre habla más de lo necesario, que no sabe ser natural, le ha salvado que el recepcionista tiene otros asuntos en que pensar, el teléfono que suena, unos cuantos extranjeros que acaban de llegar abrumados de maletas y bolsas de viaje. Tertuliano Máximo Afonso subió al dormitorio, se puso cómodo, entró en el cuarto de baño para aliviar la vejiga, salvo haber perdido el avión, como le dijo al recepcionista, parecía que no tenía otras preocupaciones, pero eso fue mientras no se tumbó en la cama con la intención de descansar un poco, inmediatamente la imaginación le puso delante un automóvil reducido a un montón de chatarra y dentro, míseramente sangrando, dos cuerpos destrozados. Volvieron las lágrimas, volvieron los sollozos, y quién sabe cuánto tiempo continuaría así si de súbito el recuerdo escandalizado de la madre no hubiese irrumpido en su desorientado cerebro. Se sentó de golpe, echó mano al teléfono al mismo tiempo que se iba cubriendo mentalmente de insultos, soy una bestia, un estúpido, un idiota integral, un imbécil, no paso de cretino, cómo es posible que no haya pensado que la policía llamaría a mi puerta, que interrogaría a los vecinos para averiguar si tengo parientes, que la vecina de arriba le daría la dirección y el número de teléfono de mi madre, cómo es posible que me haya olvidado de una cosa que salta a la vista, cómo es posible. Nadie contestaba. El teléfono sonaba, sonaba, pero nadie descolgaba diciendo, Dígame, para que finalmente Tertuliano Máximo Afonso pudiese responder, Soy yo, estoy vivo, la policía se ha equivocado, luego te lo explico. La madre no se encontraba en casa, y ese hecho, insólito en otra situación, sólo podía significar que venía de camino, que había alquilado un taxi y venía de camino, tal vez ya hubiera llegado y, siendo así, habría subido a pedirle la llave a la vecina de arriba y ahora estará llorando su pena, pobre madre, bien que me lo avisó. Tertuliano Máximo Afonso marcó el número de su teléfono, y una vez más no le respondieron. Se esforzó por pensar serenamente, por aclarar la turbación del espíritu, aunque la policía hubiese sido ejemplarmente diligente necesitaba tiempo para realizar y concluir las investigaciones, hay que recordar que esta ciudad es un inmenso hormiguero de cinco millones de habitantes bulliciosos, que son muchos los accidentes y los accidentados muchos más, que es necesario identificarlos, después buscar a las familias, tarea no siempre fácil porque hay personas tan descuidadas que se meten en carretera sin llevar al menos un papel en el bolsillo que prevenga, si me sucede algún accidente, llamen a Fulano o Fulana de tal. Por fortuna Tertuliano Máximo Afonso no es de esas personas, por lo visto tampoco lo era María Paz, en la agenda de cada uno, en la hoja reservada para los datos personales, estaba todo cuanto era necesario para una identificación perfecta, por lo menos para las primeras necesidades, que casi siempre acaban siendo las últimas. Nadie que no fuese un fuera de la ley andaría paseándose por ahí con documentos falsos o sustraídos a otra persona, de donde es legítimo concluir, ateniéndonos al caso presente, que lo que a la policía le ha parecido es lo que de hecho es, ya que, no habiendo motivo para dudar de la identidad de una de las víctimas, por qué endemoniada razón habría que dudar de la identidad de la otra. Tertuliano Máximo Afonso llamó de nuevo, y de nuevo no obtuvo respuesta. Ya no piensa en María Paz, ahora lo que quiere saber es dónde está Carolina Afonso, los taxis de hoy son máquinas potentísimas, no como las cafeteras de antiguamente, y, en una situación dramática como ésta, ni sería preciso espolear al conductor con la promesa de una gratificación para que pisase el acelerador, en menos de cuatro horas debería estar aquí, y, siendo este día sábado y época de vacaciones, con el tráfico en las calles reducido al mínimo, ella ya tendría obligación de estar en casa para tranquilizar el desasosiego del hijo. Volvió a telefonear y, esta vez, sin que lo esperase, el contestador entró en funcionamiento, Habla Tertuliano Máximo Afonso, deje su recado por favor, el choque fue fortísimo, tan perturbado estaba antes que no se dio cuenta de que el mecanismo de grabación no había entrado en acción, y de pronto es como si oyera una voz que no era la suya, la voz de un muerto desconocido que mañana será necesario sustituir por la de un vivo cualquiera que no impresione a las personas sensibles, operación de quitar y poner que todos los días es realizada miles y miles de veces en todos los lugares del mundo, aunque en tal no nos agrade pensar. Tertuliano Máximo Afonso necesitó algunos segundos para serenar y recuperar su propia voz, después, trémulo, dijo, Madre, no es verdad lo que te han dicho, estoy vivo y sano, ya te explicaré lo que ha pasado, repito, estoy vivo y sano, te doy el nombre del hotel en que me encuentro, el número de habitación y el número de teléfono, llámame en cuanto llegues, no llores más, no llores más, tal vez Tertuliano Máximo Afonso hubiera dicho una tercera vez estas palabras, si él mismo no hubiese estallado en llanto, por la madre, por María Paz, cuyo recuerdo ahí estaba otra vez, también de piedad por sí mismo. Exhausto, se dejó caer en la cama, se sentía exangüe, débil como un niño enfermo, recordó que no había almorzado y la idea, en vez de abrirle el apetito, le provocó una náusea tan violenta que tuvo que levantarse corriendo como pudo para ir al cuarto de baño donde las sucesivas arcadas no le hicieron subir del estómago más que una espuma amarga. Volvió al dormitorio, se sentó en la cama con la cabeza entre las manos, dejando vagar el pensamiento como un barquito de corcho que baja con la corriente y de vez en cuando, al chocar contra una piedra, durante un instante cambia de rumbo. Gracias a este divagar medio consciente recordó algo importante que debería haberle comunicado a la madre. Volvió a llamar a casa pensando que la máquina le haría otra vez la faena de no funcionar, y soltó un suspiro de alivio cuando el contestador, tras unos segundos de duda, dio señales de vida. Usó pocas palabras para dejar el recado, dijo sólo, Toma nota de que el nombre es Antonio Claro, no te olvides, y luego, como si hubiese acabado de descubrir un argumento de peso para la definitiva elucidación de las conmutativas e inestables identidades en liza, añadió la siguiente información, El perro se llama Tomarctus. Cuando la madre llegue no será necesario que le recite los nombres del padre y de los abuelos, de los tíos maternos y paternos, ya no tendrá que hablar del brazo partido cuando se cayó de la higuera, ni de su primera novia, ni del rayo que derribó la chimenea de la casa cuando él tenía diez años. Para que Carolina Afonso tenga la certeza absoluta de que ante ella se encuentra el hijo de sus entrañas no hará falta el maravilloso instinto maternal ni las científicas pruebas confirmadoras del ADN, el nombre de un simple perro bastará.

Pasó casi una hora antes de que el teléfono sonase. Sobresaltado, Tertuliano Máximo Afonso se levantó rápidamente, esperando oír la voz de la madre, pero la que sonó fue la del recepcionista, que decía, Está aquí doña Carolina Claro, quiere hablar con usted, Es mi madre, balbuceó, ya bajo, ya bajo. Salió corriendo al mismo tiempo que se reprendía, Tengo que dominarme, no debo exagerar las muestras de cariño, cuanto menos llamemos la atención, mejor. La lentitud del ascensor le ayudó a moderar el caudal de emociones, y fue un Tertuliano Máximo Afonso bastante aceptable el que apareció en el hall del hotel y abrazó a la señora mayor, la cual, ya fuera por armonía del instinto o por efecto de meditada ponderación en el taxi que hasta aquí la ha traído, retribuyó con comedimiento las demostraciones de afecto filial, sin las vulgares exuberancias pasionales que se expresan con frases del tipo Ay mi buen hijo, aunque, en el caso del presente drama, debiese ser Ay mi pobre hijo la más adecuada a la situación. Los abrazos, los llantos convulsos tuvieron que esperar hasta que llegaron a la habitación, hasta que la puerta se cerró y el hijo resucitado pudo decir Madre, y ella no tuvo más palabras que las que conseguían salirle del corazón agradecido, Eres tú, eres tú. Esta mujer, sin embargo, no es de las fáciles de contentar, de esas a quienes con una caricia se les hace olvidar un agravio, que en este caso ni contra ella ha sido, sino contra la razón, el respeto, y también el sentido común, que no se diga que nos hemos olvidado de quien hizo todo lo que pudo para que la historia de los hombres duplicados no terminase en tragedia. Carolina Afonso no empleará este término, dirá sólo, Dos personas han muerto, ahora cuéntame desde el principio cómo ha podido ocurrir esto, y no me ocultes nada, por favor, el tiempo de las medias verdades ha llegado a su fin, y el de las medias mentiras también. Tertuliano Máximo Afonso empujó una silla para que la madre se sentara, se sentó él mismo en el borde de la cama, y comenzó su relato. Desde el principio, como le fue exigido. Ella no lo interrumpió, solamente dos veces alteró su expresión, la primera en el momento en que Antonio Claro dijo que se iba a llevar a María Paz a la casa del campo para hacer el amor con ella, la segunda cuando el hijo le explicó cómo y por qué había ido a casa de Helena y lo que después allí pasó. Movió los labios diciendo, Locos, pero la palabra no se oyó. La tarde había caído, la penumbra ya cubría las facciones de uno y de otro. Cuando Tertuliano Máximo Afonso se calló, la madre hizo la pregunta inevitable, Y ahora, Ahora, madre, el Tertuliano Máximo Afonso que era está muerto, y el otro, si quisiera seguir formando parte de la vida, no tendrá más remedio que ser Antonio Claro, Y por qué no contar simplemente la verdad, por qué no decir lo que ha pasado, por qué no poner todas las cosas en su sitio, Acabas de oír lo que ha sucedido, Sí, y qué, Te pregunto, madre, si realmente crees que estas cuatro personas, las muertas y las vivas, deben ser expuestas en la plaza pública para regalo y disfrute de la curiosidad feroz del mundo, qué ganaríamos con eso, los muertos no resucitarían y los vivos comenzarían a morir ese día, Qué hacer, entonces, Tú acompañarás el entierro del falso Tertuliano Máximo Afonso y lo llorarás como si fuese tu hijo, Helena irá también, pero nadie podrá imaginar por qué está allí, Y tú, Ya te lo he dicho, soy Antonio Claro, cuando encendamos la luz la cara que verás será la suya, no la mía, Eres mi hijo, Sí, soy tu hijo, pero no lo podré ser, por ejemplo, en el lugar donde nací, estoy muerto para las personas de allí, y cuando tú y yo queramos vernos tendrá que ser en un punto donde nadie tenga conocimiento de la existencia de un profesor de Historia llamado Tertuliano Máximo Afonso, Y Helena, Mañana iré a pedirle que me perdone y a restituirle este reloj y esta alianza, Y para llegar a esto han tenido que morir dos personas, Que yo he matado, y una de ellas víctima inocente, sin ninguna culpa. Tertuliano Máximo Afonso se levantó y encendió la luz. La madre estaba llorando. Durante algunos minutos permanecieron en silencio, evitando mirarse uno al otro. Después la madre murmuró mientras se pasaba el pañuelo húmedo por los párpados, La antigua Casandra tenía razón, no deberías haber dejado que entrara el caballo de madera, Ahora ya no hay remedio, Sí, ahora ya no hay remedio, y mañana tampoco lo habrá, todos estaremos muertos. Al cabo de un corto silencio Tertuliano Máximo Afonso preguntó, La policía te habló de las circunstancias del accidente, Me dijeron que el coche se salió de su carril y chocó contra un camión TIR que venía en sentido contrario, también me dijeron que la muerte fue instantánea, Es extraño, Extraño, qué, Me quedé con la impresión de que era un buen conductor, Algo le pasaría, Pudo haber derrapado, quizá hubiera aceite en la carretera, No hablaron de eso, sólo dijeron que el coche se salió del carril y chocó contra el camión. Tertuliano Máximo Afonso volvió a sentarse en el borde de la cama, miró el reloj y dijo, Voy a pedir a recepción que te reserven un cuarto, cenamos y te quedas esta noche en el hotel, Prefiero irme a casa, después de cenar llamamos un taxi, Yo te llevo, nadie me verá, Y cómo me vas a llevar, si ya no tienes coche, Tengo el que era suyo. La madre movió la cabeza tristemente y dijo, Su coche, su mujer, sólo te falta tener también su vida, Tendré que descubrir otra mejor para mí, y ahora, por favor, vamos a cenar algo, una tregua a las desgracias. Extendió las manos para ayudarla a levantarse, luego la abrazó y le dijo, Acuérdate de borrar las llamadas del contestador, todas las precauciones son pocas cuando el agua está hirviendo. Cuando acabaron de cenar, la madre volvió a pedir, Llámame un taxi, Yo te llevo a casa, No puedes arriesgarte a que te vean, además, me da escalofríos sólo de pensar en sentarme en ese coche, Te acompaño en el taxi y regreso, Ya tengo edad para andar sola, no insistas. En la despedida Tertuliano Máximo Afonso dijo, Haz el favor de descansar, madre, que bien lo necesitas, Lo más seguro es que no consigamos dormir ninguno de los dos, ni tú ni yo, respondió ella.

Tuvo razón. Al menos Tertuliano Máximo Afonso no pudo cerrar los ojos durante horas y horas, veía el coche saliéndose del carril y precipitándose contra el morro enorme del camión, por qué, se preguntaba, por qué se desvió de esa manera, quizá se reventara una rueda, no, no puede ser, si fuera así la policía lo habría mencionado, es cierto que el coche ya tenía a sus espaldas un buen par de años de servicio continuo, pero no hace ni tres meses de la última revisión en serio y no se le encontró ningún fallo, ni en la parte mecánica ni en el sistema eléctrico. Se durmió entrada la madrugada, pero el sueño le duró poco, apenas pasaban las siete de la mañana cuando bruscamente despertó con la idea de que algo urgente le esperaba, sería la visita a Helena, pero para eso era demasiado temprano, qué será entonces, de repente una luz se encendió en su cabeza, el periódico, tenía que ver lo que traía el periódico, un accidente así, prácticamente a las puertas de la ciudad, es noticia. Se levantó de un salto, se vistió a toda prisa y salió corriendo. El recepcionista nocturno, no el que le atendió la víspera, lo miró con desconfianza, y Tertuliano Máximo Afonso tuvo que decir, Voy a comprar el periódico, no vaya a pensar el otro que el agitado huésped se quería marchar sin hacer las cuentas. No fue muy lejos, había un quiosco de prensa en la primera esquina. Compró tres periódicos, alguno contaría el accidente, y volvió rápidamente al hotel. Subió a la habitación y ansiosamente comenzó a hojearlos en busca de la sección de sucesos. Sólo en el tercer periódico encontró la noticia. Una fotografía mostraba el estado de ruina en que el coche había quedado. Con todo el cuerpo temblando, Tertuliano Máximo Afonso leyó, saltándose los pormenores, yendo directamente a lo esencial, Ayer, hacia las nueve y media de la mañana, se registró casi a la entrada de la ciudad un violento choque entre un turismo y un camión TIR. Los dos ocupantes del automóvil, Fulano y Fulana, inmediatamente identificados por la documentación de que eran portadores, ya estaban muertos cuando llegaron los servicios de asistencia. El conductor del camión apenas sufrió heridas leves en las manos y en la cara. Interrogado por la policía, que no le atribuye ninguna responsabilidad en el accidente, ha declarado que cuando el automóvil todavía venía a cierta distancia, antes de que se desviara, creyó ver a los dos ocupantes forcejeando el uno con el otro, aunque no puede tener seguridad absoluta debido a los reflejos de los parabrisas. Informaciones posteriormente recogidas por nuestra redacción revelaron que los dos infortunados viajeros eran novios. Tertuliano Máximo Afonso leyó otra vez la noticia, pensó que a esa hora él estaba en la cama con Helena, y después, como era inevitable, relacionó la hora matinal en que Antonio Claro regresaba con la declaración del conductor del camión. Qué habría pasado entre ellos, se preguntó, qué habría sucedido en la casa del campo para que siguiesen discutiendo en el coche, y más que discutir, forcejear, como dijo, con actitud expresiva poco común, el único testigo presencial del accidente. Tertuliano Máximo Afonso miró el reloj. Faltaban pocos minutos para las ocho, Helena ya estaría levantada, O quizá no, lo más seguro es que tomara una pastilla para dormir, o para escapar, que es verbo más preciso, pobre Helena, tan inocente de todo como María Paz, qué poco imagina lo que le espera. Eran las nueve cuando Tertuliano Máximo Afonso salió del hotel. Pidió en recepción lo necesario para afeitarse, tomó el desayuno y ahora va a decirle a Helena la palabra que todavía falta para que la increíble historia de dos hombres duplicados se acabe de una vez y la normalidad de la vida retome su curso, dejando las víctimas tras de sí, según es uso y costumbre. Si Tertuliano Máximo Afonso tuviese perfecta conciencia de lo que va a hacer, del golpe que va a asestar, tal vez huyese de allí sin dar explicaciones ni justificaciones, tal vez dejase las cosas en la situación en que están, para que se pudran, pero su mente se encuentra como embotada, bajo la acción de una especie de anestesia que le ha adormecido el dolor y ahora lo empuja más allá de su voluntad. Aparcó el coche frente al edificio, cruzó la calle, entró en el ascensor. Lleva el periódico bajo el brazo, mensajero de la desgracia, voz y palabra del destino, él es la peor de las Casandras, la que tiene por único oficio decir, Ha sucedido. No quiso abrir la puerta con la llave que tiene en el bolsillo, en verdad ya no hay lugar para desquites, revanchas y venganzas. Llamó al timbre como aquel vendedor de libros que pregonaba las sublimes virtudes culturales de la enciclopedia en que minuciosamente se describen los hábitos del rape, pero lo que él quiere ahora, con todas las fuerzas de su alma, es que la persona que venga a atenderlo le diga, aunque sea mintiendo, No necesito, ya tengo. La puerta se abrió y Helena apareció en la medio penumbra del pasillo. Lo miraba con asombro, como si hubiese perdido toda esperanza de volver a verlo, le mostraba el pobre rostro descompuesto, ojerosa, era evidente que le había fallado la pastilla que tomó para escapar de sí misma. Dónde has estado, balbuceó, qué pasa, no vivo desde ayer, no vivo desde que saliste de aquí. Dio dos pasos hacia los brazos de él, que no se abrieron, que sólo por piedad no la rechazaron, y después entraron juntos, ella todavía agarrada a él, él desmañado, torpe, como un muñeco articulado incapaz de acertar con los movimientos necesarios. No habló, no pronunciará una palabra antes de que ella esté sentada en el sofá, y lo que le va a decir parecerá sólo la inocua declaración de quien ha bajado a la calle a comprar el periódico y ahora, sin ninguna intención oculta, se limita a comunicar, Le he traído las noticias, y extenderá la página abierta, y señalará el lugar de la tragedia, Aquí está, y ella no se dará cuenta de que él no la está tratando de tú, leerá con atención lo que está escrito, desviará los ojos de la fotografía del coche siniestrado, y murmurará, pesarosa, al terminar, Qué horror, sin embargo, si habla de esta manera es porque tiene un corazón sensible, verdaderamente la desgracia no le toca de cerca, incluso se notó, en contradicción con el significado solidario de las palabras pronunciadas, un cierto tono que se asemeja al alivio, obviamente involuntario, pero que las palabras dichas a continuación ya expresan de modo inteligible, Es una desgracia, no me da ninguna alegría, al contrario, pero por lo menos sirve para acabar con la confusión. Tertuliano Máximo Afonso no se había sentado, estaba de pie ante ella, como deben permanecer los mensajeros en ejercicio, porque otras noticias hay para dar, y éstas van a ser las peores. Para Helena el periódico ya es cosa del pasado, el presente concreto el presente palpable, es éste su marido regresado, Antonio Claro se llama, él le va a decir lo que hizo en la tarde de ayer y esta noche, qué asuntos importantes son ésos para dejarla sin una palabra durante tantas horas. Tertuliano Máximo Afonso comprende que no puede esperar ni un minuto más, o se verá obligado a callarse para siempre. Dijo, El hombre que ha muerto no era Tertuliano Máximo Afonso. Ella lo miró con inquietud y dejó salir de la boca tres palabras que de poco servían, Qué, qué dices, y él repitió, sin mirarla, No era Tertuliano Máximo Afonso el hombre que ha muerto. La inquietud de Helena se transformó de súbito en un miedo absoluto, Quién era entonces, Su marido. No había otra manera de decirlo, no había en el mundo un solo discurso preparatorio que valiese, era inútil y cruel pretender colocar la venda antes de la herida. En pánico, desesperada, Helena todavía intentó defenderse de la catástrofe que le caía encima, Pero los documentos de que habla el periódico eran de ese Tertuliano de mala muerte. Tertuliano Máximo Afonso sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta, la abrió, extrajo el carnet de identidad de Antonio Claro y se lo entregó. Ella lo tomó, miró la fotografía que llevaba, miró al hombre que tenía en frente, y lo comprendió todo. La evidencia de los hechos se reconstituyó en la mente como un rayo brutal de luz, la monstruosidad de la situación la asfixiaba, durante un breve momento pareció que iba a perder el sentido. Tertuliano Máximo Afonso se adelantó, le tomó las manos con fuerza, y ella, abriendo unos ojos que eran como una lágrima inmensa, las retiró bruscamente, pero después, sin fuerza, las abandonó, el llanto convulso le había evitado el desmayo, ahora los sollozos le sacudían el pecho sin compasión, También he llorado así, pensó él, es así como lloramos ante lo que no tiene remedio. Y ahora, preguntó ella desde el fondo del pozo donde se ahogaba, Desapareceré para siempre de su vida, respondió él, no volverá a verme nunca más, me gustaría pedirle perdón, pero no me atrevo, sería ofenderla otra vez, No ha sido el único culpable, No, pero mi responsabilidad es mayor, soy reo de cobardía y por eso dos personas han muerto, María Paz era realmente tu novia, Sí, La querías, La quería, nos íbamos a casar, Y dejaste que fuera con él, Ya se lo he dicho, por cobardía, por debilidad, Y viniste aquí para vengarte, Sí. Tertuliano Máximo Afonso se enderezó, dio un paso atrás. Repitiendo los movimientos que Antonio Claro hizo cuarenta ocho horas antes, se desabrochó la correa del reloj, que puso sobre la mesa, y a continuación colocó al lado la alianza. Dijo, Le mandaré por correo el traje que llevo puesto. Helena tomó el anillo, lo miró como si fuese la primera vez. Distraídamente, como si quisiera deshacer la invisible señal dejada, Tertuliano Máximo Afonso se frotó con el índice y el pulgar de la mano derecha el dedo de la izquierda de donde se había quitado la alianza. Ninguno de los dos pensó, ninguno de los dos llegará a pensar nunca que la falta de este anillo en el dedo de Antonio Claro podría haber sido la causa directa de las dos muertes, y sin embargo fue así. Ayer por la mañana, en la casa del campo, Antonio Claro aún dormía cuando María Paz se despertó. Él descansaba sobre el lado derecho, con la mano izquierda en la almohada donde ella reposaba la cabeza, a la altura de los ojos. Los pensamientos de María Paz eran confusos, oscilaban entre el dulce bienestar del cuerpo y un desasosiego de espíritu para el cual no encontraba explicación. La luz cada vez más intensa que penetraba por los resquicios de las rústicas contraventanas iluminaba poco a poco la habitación. María Paz suspiró y volvió la cabeza hacia el lado de Tertuliano Máximo Afonso. La mano izquierda de él casi le cubría el rostro. El dedo anular mostraba la marca circular y blanquecina que las alianzas largamente usadas dejan en la piel. María Paz se estremeció, creyó que estaba viendo mal, que estaba soñando la peor de las pesadillas, este hombre igual que Tertuliano Máximo Afonso no es Tertuliano Máximo Afonso, Tertuliano Máximo Afonso no usa anillos desde que se divorció, hace mucho tiempo que se desvaneció la marca de su dedo. El hombre dormía plácidamente, María Paz se deslizó con mil cautelas fuera de la cama, recogió las ropas dispersas y salió del cuarto. Se vistió en el salón, todavía demasiado aturdida para pensar con lucidez, impotente para encontrar una respuesta a la pregunta que le daba vueltas en la cabeza, Estaré loca. Que el hombre que la había traído aquí y con quien ha pasado la noche no era Tertuliano Máximo Afonso, de eso estaba completamente segura, pero, si no era él, quién era, y cómo es posible que en este mundo existan dos personas exactamente iguales, hasta el punto de confundirse en todo, en el cuerpo, en los gestos, en la voz. Poco a poco, como quien va buscando y descubriendo las piezas adecuadas, comenzó a relacionar acontecimientos y acciones, recordó palabras equívocas que había escuchado a Tertuliano Máximo Afonso, sus evasivas, la carta que recibió de la productora cinematográfica, la promesa que le hizo de que un día se lo contaría todo. No podía llegar más lejos, seguiría sin saber quién era este hombre, a no ser que él mismo se lo dijera. La voz de Tertuliano Máximo Afonso se oyó adentro, María Paz. Ella no respondió, y la voz insistió, insinuante, acariciadora, Todavía es temprano, vuelve a la cama. Ella se levantó de la silla donde se había dejado caer y se dirigió al dormitorio. No pasó de la entrada. Él dijo, Qué es eso de estar ya vestida, venga, quítate la ropa y ven aquí, la fiesta todavía no ha terminado, Quién es usted, preguntó María Paz, y antes de que él respondiese, De qué anillo es la marca que tiene en el dedo. Antonio Claro se miró la mano y dijo, Ah, esto, Sí, eso, usted no es Tertuliano, No lo soy, por supuesto que no soy Tertuliano, Entonces, quién es usted, Por ahora conténtate con saber quién no soy, pero cuando estés con tu amigo puedes preguntárselo, Se lo preguntaré, tengo que saber por quién he sido engañada, Por mí, en primer lugar, pero él ayudó, o mejor, el pobre hombre no tuvo otro remedio, tu novio no es lo que se dice un héroe. Antonio Claro salió de la cama completamente desnudo y se acercó a María Paz sonriendo, Qué importancia tiene que yo sea uno o sea otro, déjate de preguntas y ven a la cama. Desesperada, María Paz dio un grito, Canalla, y huyó del cuarto. Antonio Claro apareció en el salón poco después, ya vestido y dispuesto a salir. Dijo con indiferencia, No tengo paciencia para mujeres histéricas, voy a dejarte en la puerta de tu casa y adiós. Treinta minutos después, a gran velocidad, el automóvil chocaba contra el camión. No había aceite en la carretera. El único testigo presencial declaró a la policía que, aunque no podía tener seguridad absoluta debido a los reflejos de los parabrisas, creyó ver que los dos ocupantes del coche forcejeaban el uno con el otro.

Tertuliano Máximo Afonso dijo finalmente, Ojalá llegue el día en que pueda perdonarme, y Helena respondió, Perdonar no es nada más que una palabra, Las palabras son todo cuanto tenemos, Adónde irás ahora, Por ahí, a recoger los añicos y a disimular las cicatrices, Como Antonio Claro, Sí, el otro está muerto. Helena se quedó en silencio, tenía la mano derecha sobre el periódico, su alianza brillaba en la mano izquierda, la misma que todavía sostenía con la punta de los dedos el anillo que fue del marido. Entonces dijo, Te queda una persona que puede seguir llamándote Tertuliano Máximo Afonso, Sí, mi madre, Está en la ciudad, Sí, Hay otra, Quién, Yo, No tendrá ocasión, no nos volveremos a ver, Depende de ti, No entiendo, Estoy diciéndote que te quedes conmigo, que ocupes el lugar de mi marido, que seas en todo y para todo Antonio Claro, que le continúes la vida, ya que se la quitaste, Que me quede aquí, que vivamos juntos, Sí, Pero nosotros no nos amamos, Tal vez no, Puede llegar a odiarme, Tal vez sí, O yo a odiarla a usted, Acepto ese riesgo, sería un caso más único en el mundo, una viuda que se divorcia, Pero su marido tendría familia, padres, hermanos, cómo puedo hacer las veces de él, Yo te ayudaré, Él era actor, yo soy profesor de Historia, Ésos son algunos de los añicos que tendrás que recomponer, pero cada cosa tiene su tiempo, Tal vez lleguemos a amarnos, Tal vez sí, No creo que pueda odiarla, Ni yo a ti. Helena se levantó y se aproximó a Tertuliano Máximo Afonso. Parecía que lo iba a besar, pero no, vaya idea, un poco de respeto, por favor, todavía no nos hemos olvidado de que hay un tiempo para cada cosa. Le tomó la mano izquierda y, despacio, muy despacio, para dar tiempo a que el tiempo llegase, le puso la alianza en el dedo. Tertuliano Máximo Afonso la atrajo levemente hacia él y así se quedaron, casi abrazados, casi juntos, a la vera del tiempo.

El entierro de Antonio Claro fue tres días después. Helena y la madre de Tertuliano Máximo Afonso representaron sus papeles, una llorando a un hijo que no era suyo, otra fingiendo que el muerto era un desconocido. Él se había quedado en casa, leyendo un libro sobre las antiguas civilizaciones mesopotámicas, capítulo de los arameos. El teléfono sonó. Sin pensar que podría ser alguno de sus nuevos padres o hermanos, Tertuliano Máximo Afonso levantó el auricular y dijo, Dígame. Del otro lado una voz exactamente igual a la suya exclamó, Por fin. Tertuliano Máximo Afonso se estremeció, en este mismo sillón estaría sentado Antonio Claro la noche en que le telefoneó. Ahora la conversación va a repetirse, el tiempo se arrepintió y volvió atrás. Es usted el señor Daniel Santa-Clara, preguntó la voz, Sí, soy yo, Llevo semanas buscándolo, pero finalmente lo he encontrado, Qué desea, Me gustaría verlo en persona, Para qué, Se habrá dado cuenta de que nuestras voces son iguales, Me ha parecido notar cierta semejanza, Semejanza, no, igualdad, Como quiera, No somos parecidos sólo en las voces, No le entiendo, Cualquier persona que nos viese juntos sería capaz de jurar que somos gemelos, Gemelos, Más que gemelos, iguales, Iguales, cómo, Iguales, simplemente iguales, Acabemos con esta conversación, tengo que hacer, Quiere decir que no me cree, No creo en imposibles, Tiene dos señales en el antebrazo derecho, una al lado de otra, Las tengo, Yo también, Eso no prueba nada, Tiene una cicatriz debajo de la rótula izquierda, Sí, Yo también. Tertuliano Máximo Afonso respiró hondo, luego preguntó, Dónde está, En una cabina telefónica no muy lejos de su casa, Y dónde podemos encontrarnos, Tendrá que ser en un sitio aislado, sin testigos, Evidentemente, no somos fenómenos de feria. La voz del otro sugirió un parque en la periferia de la ciudad y Tertuliano Máximo Afonso dijo que estaba de acuerdo, Pero los coches no pueden entrar, observó, Mejor así, dijo la voz, Comparto esa opinión, Hay una zona de bosque después del tercer lago, lo espero allí, Tal vez yo llegue primero, Cuándo, Ahora mismo, dentro de una hora, Muy bien, Muy bien, repitió Tertuliano Máximo Afonso colgando el teléfono. Tomó una hoja de papel y escribió sin firmar, Volveré. Después entró en el dormitorio, abrió el cajón donde estaba la pistola. Introdujo el cargador en la corredera y colocó una bala en la recámara. Se cambió de ropa, camisa limpia, corbata, pantalones, chaqueta, los zapatos mejores. Se encajó la pistola en la correa y salió.