Al día siguiente, a media mañana, partió para el primer reconocimiento del territorio ignoto en el que vivía Daniel Santa-Clara con su mujer. Llevaba la barba postiza meticulosamente ajustada a la cara, una gorra para que le hiciera sombra protectora sobre los ojos, que a última hora decidió no ocultar tras gafas oscuras porque le daban, con el resto del disfraz, un aire de fuera de la ley capaz de despertar todas las sospechas de los vecinos y ser objeto de una persecución policial en regla, con las previsibles secuencias de captura, identificación y oprobio público. No esperaba una cosecha de resultados especialmente relevantes de esta excursión, como mucho aprehendería algo del exterior de las cosas, el conocimiento topográfico de los sitios, la calle, el edificio, y poco más. Sería el cúmulo de las casualidades presenciar la entrada de Daniel Santa-Clara en su casa, todavía con restos de maquillaje en el rostro y el aspecto irresoluto, perplejo, de quien está tardando demasiado en salir de la piel del personaje que ha interpretado una hora antes. La vida real siempre nos parece más parca en coincidencias que las novelas y las otras ficciones, salvo si admitimos que el principio de la coincidencia es el verdadero y el único regidor del mundo, y en este caso tanto debe valer para lo que se vive como para lo que se escribe, y viceversa. Durante la media hora que Tertuliano Máximo Afonso estuvo por allí, deteniéndose a ver escaparates y comprando un periódico, leyendo después las noticias sentado en la terraza de un café, justo al lado del edificio, Daniel Santa-Clara no fue visto entrando ni saliendo. Tal vez descanse en la tranquilidad del hogar con la mujer, y con los hijos, en caso de haberlos, tal vez, como el otro día, ande ocupado en los rodajes, tal vez no haya ahora nadie en el piso, los hijos porque se fueron de vacaciones a casa de los abuelos, la madre porque, como tantas otras, trabaja fuera de casa, ya sea por querer salvaguardar un estatuto de real o supuesta independencia personal, ya sea porque la economía casera no puede prescindir de su contribución material, la verdad es que las ganancias de un actor secundario, por mucho que éste se esfuerce corriendo de papel pequeño a pequeño papel, por mucho que la productora que lo mantiene contratado en una especie de exclusividad táctica tenga a bien utilizarlo, siempre estarán, las ganancias, subordinadas a la rigidez de criterios de oferta y demanda que nunca vienen establecidas por las necesidades objetivas del sujeto, sino únicamente por sus supuestos o verdaderos talentos y habilidades, los que se le hace el favor de reconocer o los que, con intención reservada y casi siempre negativa, le son otorgados, sin que nunca se haya pensado que otros talentos y otras habilidades, menos a la vista, merecerían ser puestos a prueba. Quiere esto decir que Daniel Santa-Clara quizá pudiera llegar a ser un gran artista si lo eligiera la fortuna para ser mirado con ojos de ver y un productor sagaz y amante de riesgos, de esos que si, a veces, les da por deshacer estrellas de primera grandeza, también a veces, magníficamente, les da por sacarles brillo. Dar tiempo al tiempo siempre es el mejor remedio para todo desde que el mundo es mundo, Daniel Santa-Clara todavía es un hombre joven, de cara agradable, tiene buena figura e innegables dotes de intérprete, no sería justo que se pasase el resto de la vida desempeñando papeles de recepcionista de hotel u otros de la misma laya. Todavía no hace mucho que lo hemos visto representando a un empresario teatral en La diosa del escenario, ya debidamente identificado en los títulos de crédito, y eso puede ser un indicio de que comienzan a fijarse en él. Allá dondequiera que esté, el futuro, aunque no sea una novedad decirlo, le espera. A quien no le conviene esperar más, bajo pena de dejar grabada en la memoria fotográfica de los empleados del café la inquietante negrura de su aspecto general, nos ha faltado mencionar que lleva un traje oscuro, y ahora, debido a la intensa luz del sol, ha tenido que recurrir a la protección de las gafas, es a Tertuliano Máximo Afonso. Dejó el dinero en la mesa para no tener que llamar al camarero y se dirigió a una cabina de la otra acera. Sacó del bolsillo superior de la chaqueta un papel con el número de la casa de Daniel Santa-Clara y lo marcó. No quería hablar, sólo saber si alguien respondería, y quién. Esta vez no acudió una mujer corriendo desde el otro extremo de la casa, tampoco un niño diciendo Mi mamá no está, ni oyó una voz semejante a la de Tertuliano Máximo Afonso preguntando Quién es. Ella estará en el trabajo, pensó, y él seguramente en los rodajes, haciendo de policía de carretera o de empresario de obras públicas. Salió de la cabina y miró el reloj. Se iba aproximando la hora del almuerzo, Ninguno de ellos vendrá a casa, dijo, en ese momento pasó una mujer ante él, no le llegó a ver la cara, atravesaba ya la calle dirigiéndose al café, daba la impresión de que también se iba a sentar en la terraza, pero no fue así, prosiguió, anduvo unos cuantos pasos más y entró en el edificio donde Daniel Santa-Clara vive. Tertuliano Máximo Afonso hizo un gesto de contenida contrariedad, Seguramente era ella, murmuró, el peor defecto de este hombre, por lo menos desde que lo conocemos, es el exceso de imaginación, verdaderamente nadie diría que se trata de un profesor de Historia a quien sólo los hechos históricos deberían interesar, nada más que por haber visto de espaldas a una mujer que acaba de pasar ya lo tenemos aquí fantaseando identidades, para colmo sobre una persona a la que no conoce, a la que nunca ha visto antes, ni por detrás ni por delante. Justicia debe serle hecha a Tertuliano Máximo Afonso porque, a pesar de su tendencia al desvarío imaginativo, todavía consigue, en momentos decisivos, sobreponerse con una frialdad de cálculo que haría empalidecer de celo profesional al más encallecido de los especuladores en bolsa. Efectivamente, hay una manera simple, incluso elemental, aunque como en todas las cosas, es necesario haber tenido la idea, de saber si el destino de la mujer que entró en el edificio era la casa de Daniel Santa-Clara, bastará aguardar unos minutos, dar tiempo a que el ascensor suba al quinto piso donde Antonio Claro vive, esperar todavía que abra la puerta y entre, dos minutos más para que deje el bolso sobre el sofá y se ponga cómoda, no sería correcto obligarla a correr como el otro día, que bien se le notaba en la respiración. El teléfono sonó y sonó, sonó y volvió a sonar, pero nadie atendió. Finalmente no era ella, dijo Tertuliano Máximo Afonso mientras colgaba. Ya no tiene nada que hacer aquí, su última acción preliminar de aproximación está concluida, muchas de las anteriores habían sido absolutamente indispensables para el éxito de la operación, con otras no habría valido la pena perder el tiempo, pero éstas, al menos, habían servido para entretener las dudas, las angustias, los temores, para fingir que marcar el paso era lo mismo que avanzar y que el mejor significado de retroceder era pensar mejor. Tenía el coche en una calle próxima y hacia él se encaminaba, su trabajo de espía había terminado, eso era lo que creíamos, pero Tertuliano Máximo Afonso, qué pensarán ellas, no puede hurtarse de mirar con ardorosa intensidad a todas las mujeres con las que se cruza, no a todas exactamente, quedan fuera de campo las demasiado viejas o demasiado jóvenes para estar casadas con un hombre de treinta y ocho años, Que es la edad que yo tengo, y por tanto debe ser la edad que él tiene, en este punto, por así decir, los pensamientos de Tertuliano Máximo Afonso se bifurcaron, unos para poner en causa la discriminatoria idea subyacente en su alusión a las diferencias de edad en matrimonios o uniones similares, perfilando así los prejuicios de consenso social en los que se han generado los fluctuantes aunque enraizados conceptos de lo propio e impropio, y el resto, a los pensamientos nos referimos, para controvertir la posibilidad luego aventurada, es decir, basándose en el hecho de que cada uno es el vivísimo retrato del otro, según demostraron en su tiempo las pruebas videográficas, el profesor de Historia y el actor tienen la misma exacta edad en años. Por lo que respecta al primer ramal de reflexiones, no tuvo Tertuliano Máximo Afonso más remedio que reconocer que todo ser humano, salvo insalvables y privados impedimentos morales, tiene derecho a unirse con quien quiera, donde quiera y como quiera, siempre que la otra parte interesada quiera lo mismo. En cuanto al segundo ramal pensante, ése sirvió para que resucitara bruscamente en el espíritu de Tertuliano Máximo Afonso, ahora con mayores motivos, la inquietante cuestión de saber quién es el duplicado de quién, desplazada por inverosímil la posibilidad de que ambos hayan nacido, no sólo en el mismo día, sino también en la misma hora, en el mismo minuto y en la misma fracción de segundo, lo que implicaría que, aparte de haber visto la luz en el mismo preciso instante, en el mismo preciso instante habrían conocido el llanto. Coincidencias, sí señor, pero con la solemne condición de acatar los mínimos de verosimilitud reclamados por el sentido común. A Tertuliano Máximo Afonso le desasosiega ahora la posibilidad de que sea él el más joven de los dos, que el original sea el otro y él no pase de una simple y anticipadamente desvalorizada repetición. Como es obvio, sus nulos poderes adivinatorios no le permiten distinguir en la bruma del futuro si eso tendrá alguna influencia en el porvenir, que tenemos todas las razones para clasificar de impenetrable, pero el hecho de que hubiera sido él el descubridor del sobrenatural portento que conocemos hizo nacer en su mente, sin que de tal se hubiese percatado, una especie de conciencia de primogenitura que en ese momento se está revelando contra la amenaza, como si un ambicioso hermano bastardo viniese por ahí para apearle del trono. Absorto en estos poderosos pensamientos, revuelto por estas insidiosas inquietudes, Tertuliano Máximo Afonso entró con la barba todavía puesta en la calle donde vive y donde todo el mundo lo conoce, arriesgándose a que alguien se ponga a gritar de repente que le están robando el coche al profesor y que un vecino decidido le corte camino con su propio automóvil. La solidaridad, sin embargo, perdió muchas de sus antiguas virtudes, en este caso es lícito decir que afortunadamente, Tertuliano Máximo Afonso prosiguió su camino sin impedimentos, sin que nadie diese muestras de haberle reconocido o al coche que conducía, dejó el barrio y sus inmediaciones y, ya que la necesidad lo había convertido en asiduo cliente de centros comerciales, entró en el primero que le salió al paso. Diez minutos después estaba otra vez fuera, perfectamente afeitado, salvo lo poquísimo que habían crecido desde la mañana los pelos de su propia barba. Cuando llegó a casa tenía una llamada de María Paz en el contestador, nada importante, sólo para saber cómo estaba. Estoy bien, murmuró, estoy muy bien. Se prometió a sí mismo que le devolvería la llamada por la noche, pero lo más seguro es que no lo haga, si se decide a dar el paso que falta, ese que no puede tardar ni una página más, telefonear a Daniel Santa-Clara.
Puedo hablar con Daniel Santa-Clara, preguntó Tertuliano Máximo Afonso cuando la mujer atendió, Supongo que es la misma persona que llamó el otro día, le reconozco la voz, dijo ella, Sí, soy yo, Su nombre, por favor, No creo que merezca la pena, su marido no me conoce, Tampoco usted lo conoce a él, y sabe cómo se llama, Es lógico, él es actor, por tanto una figura pública, Todos andamos por ahí, más o menos todos somos figuras públicas, lo que difiere es el número de espectadores, Mi nombre es Máximo Afonso, Un momento. El auricular fue dejado sobre la mesa, luego otra vez levantado, la voz de ambos se repetirá como un espejo se repite ante otro espejo, Soy Antonio Claro, qué desea, Me llamo Tertuliano Máximo Afonso y soy profesor de Historia en la enseñanza secundaria, A mi mujer le ha dicho que se llamaba Máximo Afonso, Se lo dije para abreviar, el nombre completo es éste, Muy bien, qué desea, Ya habrá notado que nuestras voces son iguales, Sí, Exactamente iguales, Así parece, He tenido repetidas ocasiones de confirmarlo, Cómo, He visto algunas de las películas en las que ha trabajado en los últimos años, la primera fue una comedia ya antigua que lleva por título Quien no se amaña no se apaña, la última La diosa del escenario, supongo que debo de haber visto en total unas ocho o diez, Confieso que me siento un tanto halagado, no podía suponer que el género de cine en que durante algunos años no tuve más remedio que participar pudiese interesar tanto a un profesor de Historia, he de decir, sin embargo, que los papeles que interpreto ahora son muy diferentes, Tengo una buena razón para haberlos visto y sobre ella me gustaría hablarle personalmente, Por qué personalmente, No sólo en las voces nos parecemos, Qué quiere decir, Cualquier persona que nos viese juntos sería capaz de jurar por su propia vida que somos gemelos, Gemelos, Sí, más que gemelos, iguales, Iguales, cómo, Iguales, simplemente iguales, Usted perdone, no lo conozco, ni siquiera puedo estar seguro de que su nombre sea realmente ése y que su profesión sea la de historiador, No soy historiador, soy nada más que un profesor de Historia, en cuanto al nombre, no tengo otro, en la enseñanza no usamos seudónimo, mejor o peor enseñamos a cara descubierta, Esas consideraciones no vienen al caso, dejemos la conversación en este punto, tengo que hacer, O sea, no me cree, No creo en imposibles, Tiene dos marcas en el antebrazo derecho, una al lado de la otra, longitudinalmente, Las tengo, Yo también, Eso no prueba nada, Tiene una cicatriz debajo de la rótula izquierda, Sí, Yo también, Y cómo sabe todo eso si nunca nos hemos encontrado, Para mí ha sido fácil, lo he visto en una escena de playa, no recuerdo ahora en qué película, había un primer plano, Y cómo puedo saber que tiene las mismas marcas que yo, la misma cicatriz, Saberlo depende de usted, Las imposibilidades de una coincidencia son infinitas, Las posibilidades también, es verdad que las marcas de uno y de otro pueden ser de nacimiento o aparecer después, con el tiempo, pero una cicatriz es siempre consecuencia de un accidente que ha afectado a una parte del cuerpo, los dos tuvimos ese accidente y, con toda probabilidad, en la misma ocasión, Admitiendo que exista esa semejanza absoluta, fíjese que sólo lo admito como hipótesis, no veo ninguna razón para que nos encontremos, ni comprendo por qué me ha telefoneado, Por curiosidad, nada más que por curiosidad, no todos los días se encuentran dos personas iguales, He vivido toda mi vida sin saberlo, y no me hace falta, Pero a partir de ahora lo sabe, Haré como que lo ignoro, Le va a suceder lo mismo que a mí, cuando se mire a un espejo no tendrá la certeza de si lo que está viendo es su imagen virtual o mi imagen real, Empiezo a pensar que estoy hablando con un loco, Acuérdese de la cicatriz, si yo estoy loco, lo más seguro es que lo estemos los dos, Llamaré a la policía, Dudo que este asunto pueda interesarles a las autoridades policiales, me he limitado a hacer dos llamadas telefónicas preguntando por el actor Daniel Santa-Clara, a quien no he amenazado ni insultado, ni le he perjudicado de ninguna manera, pregunto dónde está mi delito, Nos está molestando a mi mujer y a mí, así que acabemos con esto, voy a colgar, Está seguro de que no quiere encontrarse conmigo, no siente por lo menos un poco de curiosidad, No siento curiosidad ni me quiero encontrar con usted, Es su última palabra, La primera y la última, Siendo así, debo pedirle disculpas, mis intenciones no eran malas, Prométame que no volverá a llamar, Lo prometo, Tenemos derecho a nuestra tranquilidad, a la privacidad del hogar, Así es, Me agrada que esté de acuerdo, De todo esto, permítame todavía decirlo, sólo tengo una duda, Cuál, Si siendo iguales moriremos en el mismo instante, Todos los días mueren en el mismo instante personas que no son iguales ni viven en la misma ciudad, En esos casos se trata sólo de una coincidencia, de una simple y banal coincidencia, Esta conversación ha llegado a su fin, no tenemos nada más que decirnos, ahora espero que tenga la decencia de cumplir su palabra, Le he prometido que no volvería a llamar a su casa y así lo haré, Muy bien, Le pido una vez más que me disculpe, Está disculpado. Buenas noches, Buenas noches. Extraña serenidad es la de Tertuliano Máximo Afonso cuando lo natural, lo lógico, lo humano habría sido, por este orden de gestos, posar con violencia el auricular, dar un puñetazo en la mesa para desahogar su justa irritación y luego exclamar con amargura Tanto trabajo para nada. Semana tras semana delineando estrategias, desarrollando tácticas, calculando cada nuevo paso, ponderando los efectos del anterior, maniobrando con las velas para aprovechar los vientos favorables, procedieran de donde procedieran, y todo esto para llegar al final y pedir humildemente disculpas y prometiendo, como un niño sorprendido en falta en la despensa, que no lo haría más. Sin embargo, contra toda expectativa razonable, Tertuliano Máximo Afonso está satisfecho. En primer lugar, por considerar que durante todo el diálogo estuvo a la altura que la ocasión requería, no intimidándose nunca, argumentando, y ahora sí que se puede decir con propiedad, de igual a igual, e incluso, alguna que otra vez, pasando gallardamente a la ofensiva. En segundo lugar, por considerar que es simplemente impensable que las cosas se queden aquí, razón, sin la menor duda, subjetiva donde las haya, pero avalada por la experiencia de tantas y tantas acciones que, no obstante la fuerza de la curiosidad que velozmente debería ponerlas en marcha, se quedaron atrás hasta el punto de parecer, en ciertos casos, para siempre olvidadas. Incluso en la hipótesis de que el efecto inmediato de la revelación no sea tan convulsivo para Daniel Santa-Clara como lo fue para Tertuliano Máximo Afonso, es imposible que Antonio Claro un día de éstos no dé un paso, frontal o sigiloso, para comparar una cara con otra cara, una cicatriz con otra cicatriz. Realmente no sé qué voy a hacer, le dijo a la mujer después de haber completado su parte de la conversación con la parte del interlocutor, que ella no pudo oír, este tipo habla con una seguridad tal que dan ganas de saber si la historia que cuenta es realmente verdad, Si yo estuviera en tu lugar, me borraría el asunto de la cabeza, me diría cien veces al día que no puede haber en el mundo dos personas iguales, hasta convencerme y olvidar, Y no harías ninguna tentativa para comunicarte con él, Creo que no, Por qué, No lo sé, supongo que por miedo, Evidentemente, la situación no es común, pero no veo motivo para tanto, El otro día sentí como un vértigo cuando me di cuenta de que no eras tú quien estaba al teléfono, Lo comprendo, oírlo a él es oírme a mí, Lo que pensaba, no, no fue pensado, fue más bien sentido, fue algo así como una ola de pánico ahogándome, erizándome la piel, sentía que si la voz era igual, todo lo demás también lo sería, No tiene que ser necesariamente así, la coincidencia tal vez no sea total, Él dice que sí, Tendríamos que comprobarlo, Y cómo lo haremos, lo citamos aquí, tú desnudo y él desnudo para que yo, nombrada juez por los dos, pronuncie la sentencia, o no la pueda pronunciar por ser absoluta la igualdad, y si me retiro de donde estuviéramos y vuelvo al cabo no sabré quién es uno y quién es otro, y si uno de los dos sale, si se va de aquí, con quién me quedaré después, dime, me quedé contigo, me quedé con él, Nos distinguirías por las ropas, Sí, si no os las hubieseis cambiado, Tranquila, estamos sólo hablando, nada de esto sucederá, Fíjate, decidir por lo de fuera y no por lo de dentro, Cálmate, Y ahora me pregunto qué habrá querido decir con eso de que, por el hecho de ser iguales, moriréis en el mismo instante, No lo afirmó, sólo expreso una duda, una suposición, como si estuviese interrogándose a sí mismo, De todas maneras, no entiendo por qué tuvo que decirlo, si no venía a cuento, Habrá sido para impresionarme, Quién es ese hombre, qué querrá de nosotros, Sé lo mismo que tú, nada, ni de lo que es ni de lo que quiere, Dice que es profesor de Historia, Será verdad, no iba a inventárselo, por lo menos parece una persona culta, en cuanto a lo de habernos telefoneado, creo que haría lo mismo si en vez de él hubiera sido yo quien descubriese la semejanza, Y cómo nos vamos a sentir de ahora en adelante con esa especie de fantasma vagando por la casa, tendré la impresión de estar viéndolo cada vez que te mire, Todavía estamos bajo el efecto del choque, de la sorpresa, mañana todo nos parecerá simple, una curiosidad como tantas otras, no será un gato con dos cabezas ni un ternero con una pata de más, sólo un par de siameses que han nacido separados, Te acabo de hablar de miedo, de pánico, pero ahora comprendo que es otra cosa lo que estoy sintiendo, Qué, No te lo sé explicar, quizá un presentimiento, Malo o bueno, Es sólo un presentimiento, como otra puerta cerrada después de una puerta cerrada, Estás temblando, Eso parece. Helena, éste es su nombre y todavía no había sido dicho, retribuyó abstraída el abrazo del marido, después se encogió en la esquina del sofá donde se había sentado y cerró los ojos. Antonio Claro quiso distraerla, animarla con una gracieta, Si algún día llego a ser un actor de primera fila, este Tertuliano podrá servirme de doble, le mando que haga las escenas peligrosas y pesadas, y me quedo en casa, nadie se daría cuenta del cambio. Ella abrió los ojos, sonrió desmayadamente y respondió, Un profesor de Historia haciendo de doble debe ser cosa digna de verse, la diferencia es que los dobles de cine sólo vienen cuando se les llama y éste nos ha invadido la casa, No pienses más en eso, lee un libro, mira la televisión, entretente, No me apetece leer, mucho menos ver la televisión, me voy a acostar. Cuando Antonio Claro una hora más tarde se fue a la cama, Helena parecía dormir. Él fingió creerlo y apagó la luz, sabiendo de antemano que tardaría mucho tiempo en conciliar el sueño. Recordaba el inquietante diálogo mantenido con el intruso, rebuscaba intenciones ocultas en las frases oídas, hasta que las palabras, por fin tan cansadas como él, comenzaron a tornarse neutras, perdiendo sus significados, como si ya nada tuvieran que ver con el mundo mental de quien en silencio y desesperadamente seguía pronunciándolas, La infinitud de posibilidades de una coincidencia, Mueren juntos los que son iguales, había dicho, y también, La imagen virtual del que se mira al espejo, La imagen real del que desde el espejo lo mira, después la conversación con la mujer, sus presentimientos, el miedo, para sí mismo adoptó la resolución, iba avanzada la noche, de que el asunto tendría que resolverse para bien o para mal, fuese como fuese, y rápidamente, Iré a hablar con él. La decisión engañó al espíritu, engatusó las tensiones del cuerpo y el sueño, encontrando el camino abierto, avanzó mansamente y se echó a dormir. Cansada de haberse forzado a una inmovilidad contra la cual todos sus nervios protestaban, Helena finalmente se había dormido, durante dos horas consiguió reposar al lado de su marido Antonio Claro como si ningún hombre hubiese venido a interponerse entre los dos, y así probablemente seguiría hasta el amanecer si su propio sueño no la hubiese despertado de sobresalto. Abrió los ojos al cuarto inmerso en una penumbra que era casi oscuridad, oyó el lento y espaciado respirar del marido, y de pronto percibió que había una otra respiración en el interior de la casa, alguien que había entrado, que se movía fuera, tal vez en la sala, tal vez en la cocina, ahora por detrás de esta puerta que da al pasillo, en cualquier parte, aquí mismo. Temblando de miedo, Helena extendió el brazo para despertar al marido, pero, en el último instante, la razón le hizo detenerse. No hay nadie, pensó, no es posible que haya alguien ahí fuera, son imaginaciones mías, a veces sucede que los sueños salen del cerebro que los soñaba, entonces les llamamos visiones, fantasmagorías, premoniciones, advertencias, avisos del más allá, quien respira y anda por la casa, quien se acaba de sentar en mi sillón, quien está escondido detrás de la cortina de la ventana, no es aquel hombre, es la fantasía que tengo dentro de la cabeza, esta figura que avanza directa a mí, que me toca con manos iguales a las de este otro hombre que duerme a mi lado, que me mira con los mismos ojos, que con los mismos labios me besaría, que con la misma voz me diría las palabras de todos los días, y las otras, las próximas, las íntimas, las del espíritu y las de la carne, es una fantasía, nada más que una loca fantasía, una pesadilla nocturna nacida del miedo y de la angustia, mañana todas las cosas volverán a su lugar, no será necesario que cante un gallo para expulsar los malos sueños, bastará con que suene el despertador, todo el mundo sabe que ningún hombre puede ser exactamente igual a otro en un mundo en que se fabrican máquinas para despertar. La conclusión era abusiva, ofendía el buen sentido, el simple respeto por la lógica, pero a esta mujer, que toda la noche ha vagado entre las impresiones de un oscuro pensar hecho de movedizos jirones de bruma que mudaban de forma y de dirección a cada momento, le parecía nada menos que incontestable e irrefutable. Hasta a los razonamientos absurdos deberíamos agradecerles que sean ellos quienes en medio de la amarga noche nos restituyan un poco de serenidad, aunque sea tan fraudulenta como ésta es, y nos den la llave con la que finalmente franquearemos titubeantes la puerta del sueño. Helena abrió los ojos antes que el despertador sonara, lo apagó para que el marido no se despertara y, acostada de espaldas, con los ojos fijos en el techo, dejó que sus confusas ideas se fuesen poco a poco ordenando y tomasen el camino donde se reunirían en un pensar ya racional, ya coherente, libre de asombros inexplicables y de fantasías con explicación demasiado fácil. Apenas conseguía creer que entre las quimeras, las verdaderas, las mitológicas, las que vomitaban llamas y tenían la cabeza de un león, la cola de un dragón y el cuerpo de una cabra, porque ésa también podría haber sido la figura en que se mostrasen los desmadejados monstruos del insomnio, apenas podía creer que la hubiese atormentado, como una tentación impropia, por no decir indecente, la imagen de otro hombre que ella no tenía necesidad de desnudar para saber cómo sería físicamente de la cabeza a los pies, todo él, a su lado duerme uno igual. No se censuró porque aquellas ideas en realidad no le pertenecían, fueron el fruto equívoco de una imaginación que, sacudida por una emoción violenta y fuera de lo común, se salió del carril, lo que cuenta es que está lúcida y alerta en este momento, señora de sus pensamientos y de su querer, las alucinaciones de la noche, sean las de la carne, sean las del espíritu, siempre se disipan en el aire con las primeras claridades de la mañana, esas que reordenan el mundo y lo recolocan en su órbita de siempre, reescribiendo cada vez los libros de la ley. Es tiempo de levantarse, la empresa de turismo donde trabaja está en el otro extremo de la ciudad, sería estupendo, todas las mañanas lo piensa durante el trayecto, si consiguiera que la trasladasen a una de las agencias centrales, y el maldito tráfico, a esta hora punta, justifica copiosamente la designación de infernal que alguien, en un momento feliz de inspiración, le dio no se sabe cuándo ni en qué país. El marido seguirá acostado una o dos horas más, hoy no tiene rodaje que le reclame, y el actual, según parece, está llegando a su fin. Helena se deslizó de la cama con una levedad que, siendo en sí natural, se ha visto perfeccionada por los diez años que ya lleva vividos como atenta y dedicada esposa, luego se movió sin ruido por el dormitorio mientras descolgaba la bata y se la ponía, después salió al pasillo. Por aquí anduvo la visita nocturna, junto al resquicio de esta puerta respiró antes de entrar para esconderse detrás de la cortina, no, no hay que temer, no se trata de un vicioso segundo asalto de la imaginación de Helena, es ella misma ironizando con sus tentaciones, tan poca cosa, ahora que las puede contemplar bajo la rosada claridad que entra por esa ventana, la de la sala de estar donde ayer noche se sintió tan afligida como la niña del cuento abandonada en el bosque. Ahí está el sillón en que se sentó el visitante, y no lo hizo por casualidad, de todos los sitios en que hubiera podido descansar, si era eso lo que quería, eligió éste, el sillón de Helena, como para compartirlo con ella o apropiarse de él. No faltan motivos para pensar que cuanto más intentamos repeler nuestras imaginaciones, más se divertirán éstas procurando atacar los puntos de la armadura que consciente o inconscientemente hayamos dejado desguarnecidos. Un día, esta Helena, que tiene prisa y un horario profesional que cumplir, nos dirá por qué razón se sentó también ella en el sillón, por qué razón durante un largo minuto allí quedó anidada, por qué razón habiendo sido tan firme al despertar, ahora se comporta como si el sueño la hubiese tomado otra vez en sus brazos y la acunase dulcemente. Y también por qué, ya vestida y dispuesta para salir, abrió la guía telefónica y copió en un papel la dirección de Tertuliano Máximo Afonso. Entreabrió la puerta del dormitorio, el marido todavía parecía dormir, pero su sueño ya no era más que el último y difuso umbral de la vigilia, podía por tanto aproximarse a la cama, darle un beso en la frente y decir, Me voy, y después recibir en la boca el beso de él y los labios del otro, Dios mío, esta mujer debe estar loca, las cosas que hace, las cosas que se le pasan por la cabeza. Vas retrasada, preguntó Antonio Claro frotándose los ojos, Todavía tengo dos minutos, respondió ella, y se sentó en el borde de la cama, Qué vamos a hacer con este hombre, Qué quieres hacer tú, Esta noche, mientras esperaba el sueño, he pensado que tengo que hablar con él, pero ahora no sé si será lo más conveniente, O le abrimos la puerta, o se la cerramos, no veo otra solución, de una manera u otra nuestra vida ha cambiado, ya no volverá a ser la misma, En nuestra mano está decidir, Pero no está en nuestra mano, o de quien quiera que sea, obligar lo que fue a que deje de ser, la aparición de este hombre es un hecho que no podemos borrar o remover, aunque no lo dejemos entrar, aunque le cerremos la puerta, se quedará en la parte de fuera hasta que no consigamos aguantar más, Estás viendo las cosas demasiado negras, tal vez, y a fin de cuentas, todo pueda resolverse con un simple encuentro, él me prueba que es igual que yo, yo le digo sí señor, tiene razón, y, hecho esto, adiós hasta nunca más, háganos el favor de no volver a molestarnos, Él seguiría esperándonos en la parte de fuera de la puerta, No le abriríamos, Ya está dentro, dentro de tu cabeza y de mi cabeza, Acabaremos olvidándolo, Es posible, no es cierto. Helena se levantó, miró el reloj y dijo, Tengo que irme, ya estoy retrasada, dio dos pasos para salir, pero aún preguntó, Vas a llamarlo, vas a concertar una cita, Hoy no, respondió el marido incorporándose sobre el codo, ni mañana, esperaré unos días, quizá no sea mala idea apostar por la indiferencia, por el silencio, dar tiempo al asunto para que se pudra por sí mismo, Tú verás, hasta luego. La puerta de la escalera se abrió y se cerró, no nos dirán si Tertuliano Máximo Afonso estaba sentado en uno de los escalones, a la espera. Antonio Claro volvió a tumbarse en la cama, si la vida no hubiera mudado realmente, como había dicho la mujer, se volvería para el otro lado y dormiría una hora más, parece ser verdad lo que afirman los envidiosos, que los actores necesitan dormir mucho, será una consecuencia de la vida irregular que llevan, incluso saliendo tan poco por la noche como Daniel Santa-Clara. Cinco minutos después Antonio Claro estaba levantado, extraño a esta hora, aunque la justicia manda que se diga que cuando los deberes de su profesión lo determinan este actor, perezoso según todas las evidencias, es tan capaz de madrugar como la más matutina de las alondras. Miró al cielo desde la ventana del dormitorio, no era difícil pronosticar que el día sería de calor, y se fue a la cocina a prepararse el desayuno. Pensaba en lo que le había dicho la mujer, Lo tenemos dentro de la cabeza, es su habilidad, ser perentoria, no exactamente perentoria, lo que ella tiene es el don de las frases cortas, condensadas, demostrativas, emplear cuatro palabras para decir lo que otros no serían capaces de expresar ni en cuarenta, y aun así se quedarían a mitad de camino. No estaba seguro de que la mejor solución fuera la que había arbitrado, esperar cierto tiempo antes de pasar a la ofensiva, que tanto podría suceder en un encuentro personal y secreto, sin testigos que se fueran luego de la lengua, o en una seca llamada telefónica, de esas que dejan al interlocutor cortado, sin respiración y sin réplica. Sin embargo, ponía en duda la eficacia de su capacidad dialéctica para arrancar de raíz, sin dilaciones, a ese Tertuliano Máximo Afonso de mala muerte, cualquier veleidad, presente o futura, de arrojar sobre la vida de las dos personas que viven en esta casa factores de perturbación psicológica y conyugal tan perversos como ese del que implícitamente ya se ha hecho gala y los que explícitamente le dieron origen, como por ejemplo, que Helena hubiera tenido, ayer noche, el atrevimiento de declarar, Tendré la impresión de estarlo viendo a él cada vez que te vea a ti. En efecto, sólo una mujer que haya sido seriamente tocada en sus fundamentos morales podría soltar semejantes palabras a su propio marido sin reparar en el elemento adulterino que en ellas se halla presente, diáfano, es cierto, pero suficientemente revelador. En estas circunstancias a Antonio Claro le anda rondando en el cerebro, aunque él, sin duda irritado, lo negaría si se lo hiciéramos notar, un esbozo de idea que sólo por cautela no vamos a clasificar como propio de un Maquiavelo, al menos mientras no se hayan manifestado sus eventuales efectos, con toda probabilidad negativos. Tal idea, que por ahora no pasa de un mero bosquejo mental, consiste, ni mas ni menos, y por muy escandaloso que nos parezca, en examinar si será posible, con habilidad y astucia, sacar del parecido, de la semejanza, de la igualdad absoluta, en el caso de que llegue a confirmarse, alguna ventaja de orden personal, es decir, si Antonio Claro o Daniel Santa-Clara conseguirán encontrar alguna manera de ganar en un negocio que de momento en nada se presenta favorable a sus intereses. Si del propio responsable de la idea no podemos, en este momento, esperar que nos ilumine los caminos, sin duda tortuosos, por donde vagamente estará imaginando que alcanzará sus objetivos, no se cuente con nosotros, simples transcriptores de pensamientos ajenos y fieles copistas de sus acciones, para que anticipemos los pasos siguientes de una procesión que todavía está en el atrio. Lo que sí puede ser ya excluido del embrionario proyecto es el aventurado servicio de doble que Tertuliano Máximo Afonso acaso pudiera prestar al actor Daniel Santa-Clara, concordemos en que sería faltar al debido respeto intelectual el pedirle a un profesor de Historia que aceptase compartir las frivolidades casposas del séptimo arte. Bebía Antonio Claro el último trago de café cuando otra idea le atravesó las sinapsis del cerebro, que era meterse en el coche e ir a echar una ojeada a la calle y al edificio donde Tertuliano Máximo Afonso vive. Las acciones de los seres humanos, pese a no estar ya regidas por irresistibles instintos hereditarios, se repiten con tan asombrosa regularidad que creemos que es lícito, sin forzar la nota, admitir la hipótesis de una lenta pero constante formación de un nuevo tipo de instinto, supongamos que sociocultural será la palabra adecuada, el cual, inducido por variantes adquiridas de tropismos repetitivos, y siempre que responda a idénticos estímulos, haría que la idea que a uno se le ha ocurrido necesariamente se le tenga que ocurrir al otro. Primero fue Tertuliano Máximo Afonso el que vino a esta calle dramáticamente enmascarado, todo de oscuro vestido en una luminosa mañana de verano, ahora es Antonio Claro el que se dispone a ir a la calle del otro sin atender a las complicaciones que puedan surgir presentándose en aquellos sitios a cara descubierta, salvo que cuando se esté afeitando, duchando y arreglando el dedo de la inspiración venga y le toque en la frente, recordándole que guarda en un cajón cualquiera de su ropa, en una caja de puros vacía, como un emotivo recuerdo profesional, el bigote con que Daniel Santa-Clara interpretó hace cinco años el papel de recepcionista en la comedia Quien no se amaña no se apaña. Como el dictado antiguo sabiamente enseña, encontrarás lo que necesitas si guardaste lo que no servía. Donde reside el tal profesor de Historia va a saberlo sin tardar Antonio Claro por la benemérita guía telefónica, hoy un poco torcida en el anaquel donde siempre la tienen, como si hubiera sido depositada con prisas por una mano nerviosa después de haber sido consultada nerviosamente. Ya apuntó en la agenda de bolsillo la dirección, también el número de teléfono, aunque hacer uso de él no se incluya en sus intenciones de hoy, si algún día llama a casa de Tertuliano Máximo Afonso quiere poder hacerlo desde donde esté, sin tener que depender de una guía telefónica que se había olvidado de guardar y que por eso no podrá encontrarla cuando sea necesario. Ya está dispuesto para salir, tiene el bigote pegado en su lugar, no bastante seguro por haber perdido algo de adherencia con los años, en todo caso no es de recelar que se caiga en el momento justo, pasar por delante de la casa y echarle una ojeada será sólo cuestión de segundos. Cuando estaba colocándoselo, guiándose por el espejo, se acordó de que, cinco años antes, se había tenido que afeitar el bigote natural que entonces le adornaba el espacio entre la nariz y el labio superior porque al realizador de la película no le habían parecido apropiados para los objetivos previstos ni el perfil ni el diseño respectivos. Llegados a este punto, preparémonos para que un lector de los atentos, descendiente en línea recta de aquellos ingenuos pero avispadísimos muchachitos que en tiempos del cine antiguo gritaban desde la platea al protagonista de la película que el mapa de la mina estaba escondido en la cinta del sombrero del cínico y malvado enemigo caído a sus pies, preparémonos para que nos llamen al orden y nos denuncien, como una distracción imperdonable, la desigualdad de procedimientos entre el personaje Tertuliano Máximo Afonso y el personaje Antonio Claro, que, en situaciones semejantes, el primero ha tenido que entrar en un centro comercial para poder colocarse o retirarse sus postizos de barba y bigote, mientras que el segundo se dispone a salir de casa con plena tranquilidad y a plena luz del día llevando en la cara un bigote que, perteneciéndole de derecho, no es de hecho suyo. Se olvida ese lector atento lo que ya varias veces ha sido señalado en el curso de este relato, es decir, que así como Tertuliano Máximo Afonso es, a todas luces, el otro del actor Daniel Santa-Clara, así también el actor Daniel Santa-Clara, aunque por otro orden de razones, es el otro de Antonio Claro. A ninguna vecina del edificio o de la calle le parecerá extraño que esté saliendo ahora con bigote quien ayer entró sin él, como mucho dirá, si repara en la diferencia, Ya va preparado para otro rodaje. Sentado dentro del coche, con la ventanilla abierta, Antonio Claro consulta el callejero y el mapa, aprende de ellos lo que nosotros ya sabíamos, que la calle donde Tertuliano Máximo Afonso vive está en el otro extremo de la ciudad, y, habiendo correspondido amablemente a los buenos días de un vecino, se pone en marcha. Tardará casi una hora en llegar a su destino, tentando la suerte pasará tres veces ante el edificio con un intervalo de diez minutos como si anduviera buscando un lugar libre para aparcar, podría suceder que una coincidencia afortunada hiciese bajar a Tertuliano Máximo Afonso a la calle, aunque, los que gozan de informaciones sobre los deberes que el profesor de Historia tiene que cumplir saben que él, en este preciso instante, se encuentra tranquilamente sentado ante su escritorio, trabajando con aplicación en la propuesta que el director del instituto le encargó, como si del resultado de ese esfuerzo dependiese su futuro, cuando lo cierto, y esto ya podemos anticiparlo, es que el profesor Tertuliano Máximo Afonso no volverá a entrar en una clase en toda su vida, sea en el instituto al que algunas veces tuvimos que acompañarlo, sea en cualquier otro. A su tiempo se sabrá por qué. Antonio Claro vio lo que tenía que ver, una calle sin importancia, un edificio igual que tantos, nadie podría imaginar que en aquel segundo derecha, tras aquellas inocentes cortinas, esté viviendo un fenómeno de la naturaleza no menos extraordinario que las siete cabezas de la hidra de Lerna y otras similares maravillas. Que Tertuliano Máximo Afonso merezca en verdad un calificativo que lo expulsaría de la normalidad humana es cuestión que aún está por dilucidar, puesto que seguimos ignorando cuál de estos dos hombres nació el primero. Si ese tal fue Tertuliano Máximo Afonso, entonces es a Antonio Claro a quien le cabe la designación de fenómeno de la naturaleza, puesto que, habiendo surgido en segundo lugar, se presentó en este mundo para ocupar, abusivamente, tal como la hidra de Lerna, y por eso la mató Hércules, un lugar que no era el suyo. No se habría perturbado en nada el soberano equilibrio del universo si Antonio Claro hubiera nacido y fuese actor de cine en otro sistema solar cualquiera, pero aquí, en la misma ciudad, por decirlo así, para un observador que nos mirara desde la Luna, puerta con puerta, todos los desórdenes y confusiones son posibles, sobre todo los peores, sobre todo los más terribles. Y para que no se piense que, por el hecho de conocerlo desde hace más tiempo, alimentamos alguna preferencia especial por Tertuliano Máximo Afonso, nos aprestamos a recordar que, matemáticamente, sobre su cabeza se suspenden tantas inexorables probabilidades de haber sido el segundo en nacer como sobre la de Antonio Claro. Por tanto, por muy extraño que pueda resultar ante ojos y oídos sensibles la construcción sintáctica, es legítimo decir que lo que tenga que ser, ya ha sido, y lo que falta es escribirlo. Antonio Claro no volvió a pasar por la calle, cuatro esquinas adelante, disimuladamente, no se diese la casualidad de que algún buen ciudadano sorprendiera el movimiento y llamase a la policía, se quitó el bigote Daniel Santa-Clara y, como no tenía otra cosa que hacer, tomó el camino de casa, donde lo esperaba, para estudio y anotaciones, el guión de su próxima película. Volvería a salir para almorzar en un restaurante próximo, echaría una breve siesta y retomaría el trabajo hasta que llegara su mujer. No era todavía el personaje principal, pero ya tenía su nombre en los carteles que a su hora serían colocados estratégicamente en la ciudad y estaba casi seguro de que la crítica no dejaría pasar sin un comentario elogioso, aunque breve, la interpretación del papel de abogado que esta vez le había sido asignado. Su única dificultad estaba en la enorme cantidad de abogados de todas formas y hechuras que había visto en el cine y en la televisión, acusadores públicos y particulares de diferentes estilos de jerga forense, desde la lisonjera a la agresiva, defensores más o menos bien hablantes para quienes estar convencidos de la inocencia del cliente no siempre parecía ser lo más importante. Le gustaría crear un tipo nuevo de jurisconsulto, una personalidad que en cada palabra y en cada gesto fuese capaz de aturdir al juez y deslumbrar a la asistencia con la agudeza de sus réplicas, su impecable poder de raciocinio, su sobrehumana inteligencia. Era verdad que nada de esto se encontraba en el guión, pero tal vez el realizador se dejase convencer orientando en tal sentido al guionista si una palabra interesada le fuese dicha al oído por el productor. Tengo que pensar. Haberse murmurado a sí mismo que tenía que pensar transportó inmediatamente su pensamiento a otros parajes, al profesor de Historia, a su calle, a su casa, a las ventanas con cortinas, y desde ahí, en retrospectiva, a la llamada de anoche, a las conversaciones con Helena, a las decisiones que sería necesario tomar más pronto o más tarde, ahora ya no estaba tan seguro de poder sacar algún provecho de esta historia, pero, como antes dijo, tenía que pensar. La mujer llegó un poco más tarde que de costumbre, no, no había ido de compras, la culpa es del tráfico, con este tráfico nunca se sabe lo que puede suceder, de sobra lo sabía Antonio Claro que tardó una hora en llegar a la calle de Tertuliano Máximo Afonso, pero de eso no conviene que se hable hoy, estoy seguro de que ella no entendería por qué lo he hecho. Helena también se callará, también tiene la certeza de que el marido no comprendería por qué lo había hecho ella.
Tres días después, a media mañana, el teléfono de Tertuliano Máximo Afonso sonó. No era la madre por causa de las nostalgias, no era María Paz por causa de su amor, no era el profesor de Matemáticas por causa de la amistad, tampoco era el director del instituto queriendo saber cómo iba el trabajo. Habla Antonio Claro, fue lo que dijeron al otro lado, Buenos días, Quizá estoy llamando demasiado temprano, No se preocupe, ya estoy levantado y trabajando, Si interrumpo, llamo más tarde, Lo que estaba haciendo puede esperar una hora, no hay peligro de que pierda el hilo, Yendo derecho al asunto, he pensado muy seriamente durante estos días y he llegado a la conclusión de que nos deberíamos encontrar, También ésa es mi opinión, no tiene sentido que dos personas en nuestra situación no quieran conocerse, Mi mujer tenía algunas dudas, pero ha acabado reconociendo que las cosas no pueden seguir así, Menos mal, El problema es que aparecer juntos en público está fuera de cuestión, no ganaríamos nada siendo noticia, saliendo en televisión y en la prensa, principalmente yo, sería perjudicial para mi carrera que se supiera que tengo un sosia tan parecido, hasta en la voz, Más que un sosia, O un gemelo, Más que un gemelo, Precisamente eso es lo que quiero confirmar, aunque le confieso que me cuesta creer que haya entre nosotros esa igualdad absoluta que dice, Está en sus manos salir de dudas, Tendremos que encontrarnos, por tanto, Sí, pero dónde, Se le ocurre alguna idea, Una posibilidad sería que viniera a mi casa, pero está el inconveniente de los vecinos, la señora que vive en el piso de arriba, por ejemplo, sabe que no he salido, imagínese cómo se quedaría si me viese entrar donde ya estoy, Tengo un postizo, puedo disfrazarme, Qué postizo, Un bigote, No sería suficiente, o ella le preguntaría, es decir, me preguntaría a mí, porque creería que está hablando conmigo, si ahora estoy huyendo de la policía, Tiene tanta confianza, Es ella quien me limpia y ordena la casa, Comprendo, la verdad es que no sería prudente, porque además está el resto del vecindario, Pues sí, Entonces, creo que tendrá que ser fuera de aquí, en un sitio desierto en el campo, donde nadie nos vea y donde podamos conversar tranquilamente, Me parece bien, Conozco un lugar que servirá, a unos treinta kilómetros saliendo de la ciudad, En qué dirección, Explicárselo así no es posible, hoy mismo le envío un croquis con todas las indicaciones, nos encontraremos dentro de cuatro días para dar tiempo a que reciba la carta, Dentro de cuatro días es domingo, Un día tan bueno como cualquier otro, Y por qué a treinta kilómetros, Ya sabe cómo son estas ciudades, salir de ellas lleva su tiempo, cuando se acaban las calles, comienzan las fábricas, y cuando las fábricas acaban comienzan las chabolas, por no hablar de las poblaciones que ya están dentro de la ciudad y todavía no lo saben, Lo describe muy bien, Gracias, el sábado le llamaré para confirmar el encuentro, Muy bien, Hay todavía una cosa que quiero que sepa, De qué se trata, Iré armado, Por qué, No lo conozco, no sé qué otras intenciones podrá tener, Si tiene miedo de que lo secuestre, por ejemplo, o de que lo elimine para quedarme solo en el mundo con esta cara que ambos tenemos, le digo que no llevaré conmigo ningún arma, ni siquiera un simple canivete, No sospecho de usted hasta ese punto, Pero irá armado, Precaución, nada más, Mi única intención es probarle que tengo razón, y, en cuanto a eso que dice, de no conocerme, me permito objetar que estamos en la misma posición, es cierto que a mí nunca me ha visto, pero yo, hasta ahora, sólo le he visto a usted como quien no es, representando papeles, por tanto estamos empatados, No discutamos, debemos ir en paz a nuestro encuentro, sin declaraciones de guerra anticipadas, El arma no la llevo yo, Estará descargada, De qué le sirve entonces, si la lleva descargada, Haga como que estoy representando uno de mis papeles, el de un personaje atraído a una emboscada de la cual sabe que saldrá vivo porque ha leído el guión, en fin, el cine, En la Historia es exactamente al contrario, sólo después se sabe, Interesante observación, nunca había pensado en eso, Yo tampoco, acabo de darme cuenta ahora mismo, Entonces estamos de acuerdo, nos encontramos el domingo, Espero su llamada, No me olvidaré, ha sido un placer hablar con usted, Lo mismo digo, Buenos días, Buenos días, y salude de mi parte a su mujer. Tal como Tertuliano Máximo Afonso, Antonio Claro estaba solo en casa. Avisó a Helena de que iba a telefonear al profesor de Historia y que preferiría que ella no estuviera presente, después le contaría la conversación. La mujer no se opuso, dijo que le parecía bien, que comprendía que quisiera estar a sus anchas en un diálogo que ciertamente no iba a ser fácil, pero él nunca llegará a saber que Helena realizó dos llamadas desde la empresa de turismo donde trabaja, la primera a su propio número, la segunda al de Tertuliano Máximo Afonso, quiso la casualidad que marcara cuando el marido y él ya estaban comunicando el uno con el otro, así tuvo la certeza de que el asunto seguía adelante, tampoco en este caso sabría decir por qué lo había hecho, va siendo cada vez más evidente que, después de tantas tentativas más o menos malogradas, por fin alcanzaríamos la explicación completa de nuestros actos si nos propusiésemos decir por qué hacemos eso que decimos que no sabemos por qué hacemos. Es de espíritu confiado y conciliador presumir que, en el caso de encontrar desocupado el teléfono de Tertuliano Máximo Afonso, la mujer de Antonio Claro habría cortado la comunicación sin esperar respuesta, ciertamente no se anunciaría Soy Helena, la mujer de Antonio Claro, no preguntaría Es para saber cómo está, tales palabras, en la situación actual, serían de alguna manera inapropiadas, si no inconvenientes del todo, porque entre estas personas, aunque ya hayan hablado la una con la otra dos veces, no existe bastante intimidad para que sea natural interesarse cada una por el estado de ánimo o por la salud de la otra, no pudiendo aceptarse como razón para disculpar un exceso de confianza que es a todas luces evidente la circunstancia de tratarse de expresiones normales, corrientes, de esas que en principio a nada obligan o comprometen, salvo si queremos afinar nuestro órgano auditivo para captar la compleja gama de subtonos que quizá las hubiesen sustentado, según la exhaustiva demostración que en otro párrafo de este relato dejamos para ilustración de los lectores más interesados en lo que se esconde tras aquello que se muestra. En cuanto a Tertuliano Máximo Afonso, fue patente el alivio con que se recostó en la silla y respiró hondo cuando la conversación con Antonio Claro llegó a su fin. Si le preguntasen cuál de los dos, en su opinión, en el punto en que nos encontramos, estaba conduciendo el juego, se sentiría inclinado a responder, Yo, aunque no dudaba de que el otro pensaría tener suficientes motivos para dar la misma respuesta si la pregunta le hubiese sido hecha. No le preocupaba que estuviera tan distante de la ciudad el lugar elegido para el encuentro, no le inquietaba saber que Antonio Claro pretendía ir armado, pese a estar convencido de que, al contrario de lo que le había asegurado, la pistola, con toda probabilidad sería una pistola, estaría cargada. De una manera que él mismo percibía como totalmente falta de lógica, de racionalidad, de sentido común, pensaba que la barba postiza que iba a llevar lo protegería cuando la tuviese colocada, fundamentando esta absurda convicción en la idea firme de que no se la quitaría en el primer instante del encuentro, sólo más adelante, cuando la igualdad absoluta de manos, ojos, cejas, frente, orejas, nariz, pelo, hubiese sido reconocida sin discrepancia por ambos. Llevará consigo un espejo de tamaño suficiente para que, retirada por fin la barba, las dos caras, al lado una de otra, puedan compararse directamente, donde los ojos pudieran pasar de la cara a la que pertenecían a la cara a la que podrían haber pertenecido, un espejo que declare la sentencia definitiva, Si lo que está a la vista es igual, también el resto deberá serlo, no creo que sea necesario ponerse en pelota para seguir con las comparaciones, esto no es una playa nudista ni un concurso de pesos y medidas. Tranquilo, seguro de sí mismo, como si esta partida de ajedrez estuviese prevista desde el principio, Tertuliano Máximo Afonso regresó al trabajo, pensando que, tal como en su arriesgada propuesta para el estudio de la Historia, también las vidas de las personas pueden ser contadas de delante hacia atrás, esperar que lleguen a su fin para después poco a poco ir remontando la corriente hasta el brotar de la fuente, identificando de paso los distintos afluentes y navegarlos, hasta comprender que cada uno, hasta el más escaso y pobre de caudal, era, a su vez, y para sí mismo, un río principal, y, de esta manera vagarosa, pausada, atenta a cada cintilación del agua, a cada burbujeo subido del fondo, a cada aceleración de declive, a cada pantanosa suspensión, para alcanzar el término de la narrativa y colocar en el primero de todos los instantes el último punto final, tardar el mismo tiempo que las vidas así contadas hubiesen efectivamente durado. No nos apresuremos, es tanto lo que tenemos para decir cuando callamos, murmuró Tertuliano Máximo Afonso, y continuó trabajando. A media tarde telefoneó a María Paz y le preguntó si quería pasarse por casa cuando saliera del banco, ella le dijo que sí, pero que no podría entretenerse mucho porque la madre no se encontraba bien de salud, y entonces él le contestó que no viniese, que en primer lugar estaba la obligación familiar, y ella insistió, Al menos para verte, y él concordó, dijo, Al menos para vernos, como si ella fuese la mujer amada, y sabemos que no lo es, o tal vez lo sea y él no lo sepa, o tal vez, se detuvo en estas palabras por no saber cómo podría terminar honestamente la frase, qué mentira o qué fingida verdad se diría a sí mismo, es cierto que la emoción le había rozado con suavidad los ojos, ella quería verlo, sí, a veces es bueno que haya alguien que nos quiera ver y nos lo diga, pero la lágrima delatora, ya enjugada por el dorso de la mano, si apareció fue porque estaba solo y porque la soledad, de repente, le pesó más que en las peores horas. Vino María Paz, intercambiaron dos besos en la mejilla, luego se sentaron a conversar, él le preguntó si era grave la enfermedad de la madre, ella respondió que felizmente no, son los problemas propios de la edad, van y vienen, vienen y van hasta que acaban quedándose. Él le preguntó que cuándo comenzaría las vacaciones, ella le dijo que dos semanas después, pero que lo más probable sería que no salieran de casa, dependía del estado de la madre. Él quiso saber cómo iba su trabajo en el banco, ella respondió que como de costumbre, unos días mejores que otros. Después ella le preguntó si él no se aburría mucho, ahora que las clases habían terminado, y él dijo que no, que el director del instituto le había encargado una tarea, redactar una propuesta sobre los métodos de enseñanza de la Historia para el ministerio. Ella dijo Qué interesante, y después se quedaron callados, hasta que ella le preguntó si no tenía nada que decirle, y él respondió que todavía no era el momento, que tuviese un poco más de paciencia. Ella dijo que esperaría todo el tiempo que fuese necesario, que la conversación que mantuvieron en el coche después de aquella cena, cuando le confesó que había mentido, fue como una puerta que se abrió durante un instante para luego volver a cerrarse, pero por lo menos ella quedó sabiendo que lo que los separaba era sólo una puerta, no un muro. Él no respondió, se limitó a afirmar con la cabeza, mientras pensaba que el peor de todos los muros es una puerta de la que nunca se ha tenido la llave, y él no sabe dónde encontrarla, ni siquiera sabe si la llave existe. Entonces, como él no hablaba, ella dijo, Es tarde, me voy, y él dijo, No te vayas todavía, Tengo que irme, mi madre me está esperando, Perdona. Ella se levantó, él también, se miraron uno al otro, se besaron en la mejilla, como habían hecho a la llegada, Bueno, adiós, dijo ella, Bueno, adiós, dijo él, llámame cuando estés en casa, Sí, se miraron una vez más, después ella le tomó la mano que él iba a ponerle en el hombro como despedida y, dulcemente, como si guiase a un niño, lo llevó al dormitorio.
La carta de Antonio Claro llegó el viernes. Acompañando el croquis venía una nota manuscrita, no firmada y sin vocativo, que decía, El encuentro será a las seis de la tarde, espero que pueda encontrar el sitio sin dificultad. La letra no es exactamente igual a la mía, pero la diferencia es pequeña, donde más se nota es en la mayúscula, murmuró Tertuliano Máximo Afonso. El plano mostraba una salida de la ciudad, señalaba dos poblaciones separadas por ocho kilómetros, una a cada lado de la carretera y, entre ellas, un camino hacia la derecha que se adentraba en el campo hasta otra población de menor importancia que las otras según el plano. Desde allí, otro camino, más estrecho, se detenía, un kilómetro más allá, en una casa. Lo que la señalaba era la palabra casa, no un dibujo rudimentario, el esbozo simple que la más inhábil de las manos es capaz de trazar, un tejado con su chimenea, una fachada con la puerta en medio y una ventana a cada lado. Sobre la palabra, una flecha roja eliminaba cualquier posibilidad de equivocación, No vaya más lejos. Tertuliano Máximo Afonso abrió un cajón, sacó un mapa de la ciudad y de las áreas limítrofes, buscó e identificó la salida conveniente, aquí está la primera población, el camino que sale a la derecha, antes de llegar a la segunda, la población pequeña más adelante, sólo le falta el acceso final. Tertuliano Máximo Afonso miró otra vez el croquis, Si es una casa, pensó, no vale la pena que cargue con un espejo, de eso hay en todas las casas. Se había imaginado que el encuentro se produciría en un descampado, lejos de miradas curiosas, tal vez bajo la protección de un árbol frondoso, y resulta que iba a ser bajo techo, algo así como una reunión de personas conocidas, con la copa en la mano y frutos secos para picar. Se preguntó si la mujer de Antonio Claro también iría, si estaría allí para comparar el tamaño y la configuración de las cicatrices de la rodilla izquierda, para medir el espacio entre las dos señales del antebrazo derecho y la distancia que las separa, a uno del epicóndilo, al otro, de los huesos del carpo, y después decir No se aparten de mi vista para que no los confunda. Pensó que no, que no tendría sentido que un hombre digno de este nombre acudiera a un encuentro potencialmente conflictivo, por no decir llanamente arriesgado, baste recordar que Antonio Claro tuvo la delicadeza caballerosa de prevenir a Tertuliano Máximo Afonso de que se presentaría armado, llevando detrás a la mujer, como para esconderse entre sus faldas a la menor señal de peligro. Irá solo, yo tampoco llevaré a María Paz, estas palabras desconcertantes las pronunció Tertuliano Máximo Afonso sin tener en cuenta la abisal diferencia que hay entre una esposa legítima, exornada de todos los inherentes derechos y deberes, y una relación sentimental de temporada, por más firme que la afección de la mencionada María Paz nos haya parecido siempre, ya que del otro lado es lícito, si no obligatorio, dudar. Tertuliano Máximo Afonso guardó el mapa y el croquis en el cajón, pero no el billete manuscrito. Se lo colocó delante, tomó una pluma y escribió toda la frase en un papel, con una caligrafía que procuraba imitar lo mejor posible a la otra, principalmente la mayúscula, donde la diferencia más se notaba. Siguió escribiendo, repitió la frase hasta cubrir toda la hoja de papel, en la última ni el más experimentado grafólogo sería capaz de descubrir el más insignificante indicio de falsificación, lo que Tertuliano Máximo Afonso consiguió en aquella rápida copia de la firma de María Paz no tiene sombra de comparación con la obra de arte que acaba de producir. A partir de ahora sólo tendrá que averiguar cómo Antonio Claro traza las mayúsculas desde la A a la D y desde la F a la Z, y luego aprender a imitarlas. Esto no significa, claro, que Tertuliano Máximo Afonso esté alimentando en su espíritu proyectos de futuro que tengan que ver con la persona del actor Daniel Santa-Clara, se trata únicamente de dar satisfacción, en este caso particular, a un gusto por el estudio que lo incitó, joven todavía, al ejercicio público de la laudable actividad de magíster. Igual que puede llegar a resultar útil saber cómo se mantiene un huevo de pie, tampoco deberá excluirse que una correcta imitación de las mayúsculas de Antonio Claro le pueda llegar a servir de algo en la vida a Tertuliano Máximo Afonso. Como enseñaban los antiguos, nunca digas de esta agua no beberé, sobre todo, añadimos nosotros, si no tienes otra. No habiendo sido formuladas estas consideraciones por Tertuliano Máximo Afonso, no está en nuestra mano desmenuzar la relación que pese a todo pudiera existir entre aquéllas y la decisión que acaba de tomar y adonde alguna reflexión suya que no captamos ciertamente le ha conducido. Esta decisión manifiesta el carácter por llamarlo así inevitable de lo obvio, porque, disponiendo Tertuliano Máximo Afonso del croquis que lo llevará al lugar donde se realizará el encuentro, nada más natural que se le ocurra la idea de inspeccionar antes el sitio, de estudiar las entradas y salidas, de tomarle las medidas, si la expresión se nos autoriza, con la ventaja adicional no desdeñable de que, haciéndolo, evitará el riesgo de perderse el domingo. La perspectiva de que el pequeño viaje lo distraerá durante unas horas de la penosa obligación de redactar la propuesta para el ministerio, no sólo le despejó los pensamientos, como, de manera en verdad sorprendente, le descongestionó la cara. Tertuliano Máximo Afonso no pertenece al número de esas personas extraordinarias que son capaces de sonreír hasta cuando están solas, su natural se inclina más a la melancolía, al ensimismamiento, a una exagerada conciencia de la transitoriedad de la vida, a una incurable perplejidad ante los auténticos laberintos cretenses que son las relaciones humanas. No comprende satisfactoriamente las razones del misterioso funcionamiento de una colmena ni lo que hizo que una rama de un árbol haya brotado donde y como brotó, es decir ni más arriba, ni más abajo, ni más gruesa, ni más delgada, pero atribuye esa dificultad suya de entendimiento al hecho de ignorar los códigos de comunicación genética y gestual en vigor entre las abejas y, más todavía, los flujos informativos que más o menos a ciegas circulan por la maraña de la red de autopistas vegetales que ligan las raíces hondas del suelo a las hojas que revisten el árbol y en calma descansan o con el viento se balancean. Lo que no comprende en absoluto, por mucho que haya puesto la cabeza a trabajar, es que, desarrollándose en auténtica progresión geométrica, de mejoría en mejoría, las tecnologías de comunicación, la otra comunicación, la propiamente dicha, la real, la de mí a ti, la de nosotros a vosotros, siga siendo esta confusión cruzada de callejones sin salida, tan engañosa de ilusorias plazas, tan simuladora cuando expresa como cuando trata de ocultar. A Tertuliano Máximo Afonso tal vez no le importase llegar a ser árbol, pero nunca lo ha de conseguir, su vida, como la de todos los humanos vividos y por vivir, no experimentará jamás la suprema experiencia del vegetal. Suprema, imaginamos nosotros, porque hasta ahora a nadie le ha sido dado leer la biografía o las memorias de un roble, escritas por él mismo. Preocúpese pues Tertuliano Máximo Afonso de las cosas del mundo a que pertenece, este de hombres y de mujeres que vocean y alardean con todos los medios naturales y artificiales, y deje los arbóreos en sosiego, que ellos ya tienen bastante con las plagas filopatológicas, la sierra eléctrica y los fuegos forestales. Preocúpese también de la conducción del coche que lo lleva al campo, que lo transporta fuera de una ciudad que es modelo perfecto de las modernas dificultades de comunicación, en versión tráfico de vehículos y peatones, especialmente en días como éste, viernes por la tarde, con todo el mundo saliendo de fin de semana. Tertuliano Máximo Afonso sale, pero luego regresará. Lo peor del tráfico ha quedado atrás, la carretera que tiene que tomar no es muy frecuentada, dentro de poco estará ante la casa en que Antonio Claro, pasado mañana, le estará esperando. Lleva pegada y bien ajustada la barba, por si acaso al atravesar la última población alguien le llama por el nombre de Daniel Santa-Clara y lo invita a tomar una cerveza, si, como es presumible, la casa que viene a examinar es propiedad de Antonio Claro o por él alquilada, vivienda en el campo, segunda residencia, gran vida la de los actores secundarios de cine si ya tienen entrada en comodidades que aún no hace muchos años eran privilegio de pocos. Teme no obstante Tertuliano Máximo Afonso que el camino estrecho por donde llegará a la casa y que ahora está ante él no tenga más que ese uso, es decir, no continúe más allá o sirva para otras viviendas cercanas, entonces la mujer que se asoma a la ventana se estará preguntando, o en voz alta a la vecina de al lado, adónde irá ese coche, que yo sepa no hay nadie en casa de Antonio Claro, y la cara del hombre no me gusta, quien usa barba es porque tiene algo que esconder, menos mal que Tertuliano Máximo Afonso no la ha oído, pasaría a tener ahora otra razón para inquietarse. En el camino de macadán casi no caben dos coches, no se circulará mucho por aquí. Al lado izquierdo, el terreno pedregoso baja poco a poco hacia un valle donde una extensa e ininterrumpida hilera de árboles altos, que a esta distancia se diría que está formada por fresnos y chopos, señala probablemente el margen de un río. Incluso a la velocidad prudente a que va Tertuliano Máximo Afonso, no sea que le aparezca de frente otro coche, un kilómetro se vence en nada, y éste ya está vencido, la casa debe de ser ésa. El camino sigue, serpentea en la ladera de dos colinas encabalgadas y desaparece al otro lado, lo más probable es que sirva a otras viviendas que desde aquí no llegan a verse, finalmente la mujer desconfiada sólo parece preocuparse de lo que está cerca del lugar donde vive, lo que quede más allá de sus fronteras no le interesa. De la explanada que se abre ante la casa, baja hacia el valle otro camino todavía más estrecho y con el piso en peor estado, Será otra manera de llegar aquí, pensó Tertuliano Máximo Afonso. Es consciente de que no deberá aproximarse demasiado a la vivienda, no vaya algún paseante, o pastor de cabras, que tiene aspecto de haberlas por aquí, a dar la alarma, Vengan, que hay un ladrón, en dos tiempos aparecerá por ahí la autoridad policial o en su falta un destacamento de vecinos armados de hoces y chuzos, a la antigua. Tiene que comportarse como un paseante que se detiene un minuto para contemplar el panorama y que, ya que está allí, echa una mirada apreciativa a una casa, cuyos dueños, ahora ausentes, tienen la suerte de disfrutar de esta magnífica vista. La vivienda es simple, de un solo piso, una típica casa rural con aspecto de haberse beneficiado de una restauración con criterio, aunque presenta algunas señales de abandono, como si los propietarios viniesen por aquí poco y poco tiempo cada vez. Lo que se espera de una casa en el campo es que tenga plantas en la entrada y en los antepechos de las ventanas, y ésta apenas puede mostrarlas, sólo unos tallos medio secos, una flor marchita y unos geranios valientes todavía en lucha contra la ausencia. La casa está separada del camino por un muro bajo, y por detrás, con las ramas sobresaliendo por encima del tejado, hay dos castaños que, por la altura y por la longeva edad que no es difícil calcularles, parecen muy anteriores a la construcción. Un sitio solitario, ideal para personas contemplativas, de esas que aman la naturaleza por lo que es, sin diferenciar entre el sol y la lluvia, entre el calor y el frío, entre el viento y la calma, con la comodidad que nos dan unos y otros nos niegan. Tertuliano Máximo Afonso dio la vuelta por la parte trasera de la casa, por un jardín que en tiempos habría merecido ese nombre y ahora no pasa de un espacio mal murado, invadido por cardos y una maraña de plantas bravías que ahogan un manzano atrofiado y un melocotonero con el tronco cubierto de líquenes, unas cuantas higueras del infierno, o estramonios, que es la palabra culta. Para Antonio Claro, tal vez también para la mujer, la casa rural debió de ser un amor de poca duración, una de esas pasiones bucólicas que atacan a veces a los urbanos y que, como la paja suelta, arden con fuerza si se les acerca un fósforo, y luego no son nada más que cenizas negras. Tertuliano Máximo Afonso ya puede regresar a su segundo piso con vistas a uno y otro lado de la calle y esperar la llamada telefónica que le hará volver aquí el domingo. Entró en el coche, desanduvo por donde había venido y, para mostrar a la mujer de la ventana que no le pesaba en la conciencia ningún delito contra la propiedad ajena, atravesó con reposada lentitud el pueblo, conduciendo como si estuviese abriéndose camino por entre un rebaño de cabras acostumbradas a usar las calles con la misma tranquilidad con que van a pastar al campo, entre retamas y tomillos. Tertuliano Máximo Afonso pensó si valdría la pena, sólo por curiosidad, tomar el atajo que, delante de la casa, parecía bajar al río, pero reconsideró a tiempo la idea, cuantas menos personas lo viesen por ahí, mejor. También es cierto que después del domingo nunca más volverá aquí, pero siempre sería mejor que nadie recordara al hombre de barba. A la salida de la población aceleró, pocos minutos después estaba en la carretera principal, en menos de una hora entraba en casa. Se dio un baño que lo alivió de la solanera del viaje, se cambió de ropa, y, acompañado por un refresco de limón que sacó del frigorífico, se sentó ante el escritorio. No va a seguir trabajando en la propuesta para el ministerio, va, como buen hijo, a telefonear a la madre. Ha de preguntarle cómo le va, ella dirá que bien, y tú cómo estás, igual que siempre, sin razones de queja, ya me extrañaba tu silencio, perdona, es que he tenido mucho que hacer, se supone que estas palabras, en los seres humanos, son el equivalente de los rápidos toques de reconocimiento que las hormigas se hacen unas a otras con las antenas cuando se topan en el sendero, como si dijeran, Eres de los míos, ya podemos comenzar a ocuparnos de cosas serias. Y cómo van tus problemas, preguntó la madre, En camino de resolverse, no te preocupes, Qué dices, preocuparme, como si no tuviese nada más que hacer en la vida, Menos mal que no te tomas muy a pecho el asunto, Será porque no ves mi cara, Venga, madre, tranquilízate, Me tranquilizaré cuando estés aquí, Ya no falta mucho, Y tu relación con María Paz, en qué punto está en este momento, No es fácil explicarlo, Por lo menos puedes intentarlo, Es verdad que me gusta y que la necesito, Otros se han casado con menos razones, Sí, pero me doy cuenta de que la necesidad es sólo cosa de un momento, nada más que eso, si mañana deja de existir, qué hago, Y el gustar, El gustar es lo natural en un hombre que vive solo y tiene la suerte de conocer a una mujer simpática, de aspecto agradable, con buena figura y, como se suele decir, de buenos sentimientos, O sea, poco, No digo que sea poco, digo que no es bastante, Querías a tu mujer, No lo sé, no me acuerdo, ya han pasado seis años, Seis años no es tanto como para olvidarse, Creía que la quería, ella seguramente creía lo mismo a mi respecto, al final los dos estábamos equivocados, es de lo más común, Y no quieres que con María Paz suceda una equivocación idéntica, No, no quiero, Por ti, o por ella, Por ambos, Más por ti que por ella, en todo caso, No soy perfecto, es suficiente que le evite a ella lo malo que no quiero para mí, mi egoísmo, en este caso, no llega hasta el punto de no ser capaz de defenderla también a ella, Tal vez a María Paz no le importe arriesgarse, Otro divorcio, el segundo para mí, el primero para ella, madre, ni pensarlo, En cualquier caso, podría salir bien, no sabemos todo lo que nos espera más allá de cada acción nuestra, Así es, Por qué lo dices de esa manera, Qué manera, Como si estuviéramos a oscuras y hubieses encendido y apagado una luz de repente, Ha sido impresión tuya, Repite, Repito, el qué, Lo que has dicho, Para qué, Te pido que lo repitas, Hágase tu voluntad, así es, Di sólo las dos palabras, Así es, No es lo mismo, Cómo que no es lo mismo, No ha sido lo mismo, Madre, por favor, fantasear en demasía no es el mejor camino para la paz del espíritu, las palabras que he dicho no significan nada más que asentimiento, concordia, Hasta ahí alcanzan mis luces, cuando era joven también consultaba los diccionarios, No te enfades, Cuándo vienes, Ya te lo he dicho, en breve, Necesitamos tener una conversación, Tendremos todas las que quieras, Sólo quiero una, Cuál, No finjas que no entiendes, quiero saber qué te pasa, y por favor no me vengas con historias preparadas, juego limpio y cartas sobre la mesa es lo que de ti espero, Esas palabras no parecen tuyas, Eran más de tu padre, acuérdate, Pondré todas las cartas sobre la mesa, Y me prometes que el juego será limpio, sin trucos, Será limpio, no habrá trucos, Así quiero a mi hijo, Veremos qué me dices cuando te ponga delante la primera carta de esta baraja, Creo que ya he visto todo lo que había que ver en la vida, Quédate con esa ilusión mientras no hablemos, Es así de serio, El futuro lo dirá cuando lo alcancemos, No tardes, por favor, Tal vez esté ahí a mediados de la semana que viene, Ojalá, Un beso, madre, Un beso, hijo. Tertuliano Máximo Afonso colgó el auricular, después dejó vagar libremente el pensamiento, como si siguiese hablando con la madre, Las palabras son el diablo, creemos que sólo dejamos salir de la boca las que nos convienen, y de repente aparece una que se mete por medio, no vemos de dónde surge, no era allí llamada, y, por su causa, que a veces después tenemos dificultad en localizar, el rumbo de la conversación muda bruscamente de cuadrante, pasamos a afirmar lo que antes negábamos, o viceversa, lo que acaba de ocurrir es el mejor de los ejemplos, no era mi intención hablarle tan pronto a mi madre de esta historia de locos, si es que realmente pensaba hacerlo alguna vez, y de un minuto a otro, sin darme cuenta cómo, ella se hizo con la promesa formal de que se la contaré, en este instante, probablemente, estará marcando una cruz en el calendario, en el lunes de la semana que entra, no vaya a ser que aparezca de improviso, la conozco, cada día que señale es el día que estaba obligado a llegar, la culpa no será suya, si falto. Tertuliano Máximo Afonso no está contrariado, goza de una indescriptible sensación de alivio, como si de súbito le hubiesen quitado un peso de los hombros, se pregunta qué ha ganado guardando silencio durante todos estos días y no encuentra ni una respuesta justa, dentro de poco tal vez sea capaz de dar mil explicaciones, cada una más plausible que otra, ahora sólo piensa que necesita desahogarse lo más rápidamente posible, tendrá el encuentro con Antonio Claro el domingo, dentro de dos días, nada le impedirá, pues, tomar el coche el lunes por la mañana y mostrarle a la madre todas las cartas que componen este rompecabezas, verdaderamente todas, porque una cosa sería haberle dicho a la madre hace tiempo, Existe un hombre tan parecido a mí que hasta tú nos confundirías, y otra, muy diferente, será decirle, He estado con él, ahora no sé quién soy. En este mismo instante se evaporó el breve consuelo que caritativamente lo había estado acunando y, en su lugar, como un dolor que de repente se hace recordar, el miedo reapareció. No sabemos todo lo que nos espera más allá de cada acción nuestra, había dicho la madre, y esta verdad común, al alcance de una simple ama de casa de provincia, esta verdad trivial que forma parte de la infinita lista de las que no vale la pena perder el tiempo enunciando porque ya a nadie le quitan el sueño, esta verdad de todos e igual para todos puede, en algunas situaciones, afligir y asustar tanto como la peor de las amenazas. Cada segundo que pasa es como una puerta que se abre para dejar entrar lo que todavía no ha sucedido, eso a que damos el nombre de futuro, aunque, desafiando la contradicción con lo que acaba de ser dicho, tal vez la idea correcta sea la de que el futuro es solamente un inmenso vacío, la de que el futuro no es más que el tiempo de que el eterno presente se alimenta. Si el futuro está vacío, pensó Tertuliano Máximo Afonso, entonces no existe nada a lo que pueda llamar domingo, su eventual existencia depende de mi existencia, si yo muero en este momento, una parte del futuro o de los futuros posibles quedaría para siempre cancelado. La conclusión a que Tertuliano Máximo Afonso iba a llegar, Para que el domingo exista en la realidad es necesario que yo siga existiendo, fue bruscamente cortada por el sonido del teléfono. Era Antonio Claro preguntando, Ha recibido ya el croquis, Lo he recibido, Tiene alguna duda, Ninguna, Quedé en telefonearle mañana, pero supuse que la carta ya había llegado, así que quiero confirmar el encuentro, Muy bien, allí estaré a las seis, No se preocupe del hecho de tener que atravesar el pueblo, yo usaré un desvío que me lleva directamente a casa, así a nadie le extrañará que pasen dos personas con la misma cara, Y el coche, Cuál, El mío, No tiene importancia, si alguien le confunde conmigo pensará que he cambiado de coche, además, últimamente, he ido pocas veces a la casa, Muy bien, Hasta pasado mañana, Hasta el domingo. Después de colgar, Tertuliano Máximo Afonso pensó que le podría haber dicho que llevaría una barba postiza. Tampoco tiene importancia, me la quitaré en seguida. El domingo dio un gran paso adelante.
Eran las seis y cinco de la tarde cuando Tertuliano Máximo Afonso estacionó el coche enfrente de la casa, al otro lado del camino. El automóvil de Antonio Claro ya está ahí, junto a la entrada, arrimado al muro. Entre uno y otro media la diferencia de una generación mecánica, nunca Daniel Santa-Clara cambiaría su coche por alguno que se asemejara a este de Tertuliano Máximo Afonso. La cancela está abierta, la puerta de la casa también, pero las ventanas están cerradas. En el interior se entrevé un bulto que casi no se distingue desde fuera, pero la voz que sale de dentro es nítida y precisa, como debe ser la de un artista de plató, Entre, siéntase como si estuviera en su casa. Tertuliano Máximo Afonso subió los cuatro escalones de acceso y se paró en el umbral. Entre, entre, repitió la voz, sin cumplidos, aunque, por lo que veo, no me parece que usted sea la persona que esperaba, creía que el actor era yo, pero me he equivocado. Sin decir palabra, con parsimonia, Tertuliano Máximo Afonso se despegó la barba y entró. He aquí lo que se llama tener sentido escénico de lo dramático, me ha recordado a los personajes que aparecen exclamando altivamente Aquí estoy, como si eso tuviese alguna importancia, dijo Antonio Claro, mientras emergía de la penumbra y se colocaba en la plena luz que entraba por la puerta abierta. Se quedaron los dos parados mirándose. Lentamente, como si le resultara penoso arrancarse desde lo más hondo de lo imposible, la estupefacción se diseñó en el rostro de Antonio Claro, no en el de Tertuliano Máximo Afonso, que ya sabía lo que iba a encontrar. Soy la persona que le llamó, dijo, estoy aquí para que compruebe, con sus propios ojos, que no pretendía divertirme a su costa cuando le dije que éramos iguales, Efectivamente, balbuceó Antonio Claro con una voz que ya no parecía la de Daniel Santa-Clara, creía, debido a su insistencia, que habría entre nosotros una gran semejanza, pero le confieso que no estaba preparado para lo que tengo ante mí, mi propio retrato, Ahora que ya tiene prueba, puedo irme, dijo Tertuliano Máximo Afonso, No, eso no, le pedí que entrara, ahora le pido que nos sentemos para hablar, la casa está un poco descuidada, pero estos sillones están en buen estado y debo de tener algunas bebidas, aunque no hay hielo, No quiero que se moleste, Por favor, estaríamos mejor atendidos si mi mujer hubiera venido, pero no es difícil imaginar cómo se sentiría en este momento, más confusa y perturbada que yo, eso seguro, A juzgar por mi propia experiencia, no me cabe la menor duda, lo que he vivido estas semanas no se lo deseo ni a mi peor enemigo, Siéntese, por favor, qué quiere tomar, whisky o coñac, Soy poco bebedor, pero aun así prefiero el coñac, una gota, nada más. Antonio Claro trajo las botellas y las copas, sirvió al visitante, se puso a sí mismo tres dedos de whisky sin agua, después se sentó al otro lado de la pequeña mesa que los separaba. No salgo de mi asombro, dijo, Yo ya he pasado esa fase, respondió Tertuliano Máximo Afonso, ahora sólo me pregunto qué ocurrirá después de esto, Cómo me descubrió, Se lo dije cuando le llamé, le vi en una película, Sí, me acuerdo, esa en que hacía de recepcionista de un hotel, Exactamente, Después me vio en otras películas, Exactamente, Y cómo llegó hasta mí, si el nombre de Daniel Santa-Clara no viene en la guía telefónica, Antes de eso tuve que encontrar la manera de identificarlo entre los diversos actores secundarios que aparecen en los rótulos sin referencia alguna al personaje que interpretan, Tiene razón, Me llevó tiempo, pero conseguí lo que quería, Y por qué se tomó ese trabajo, Creo que cualquier otra persona en mi lugar habría hecho lo mismo, Supongo que sí, el caso era demasiado extraordinario como para no darle importancia, Llamé a las personas de apellido Santa-Clara que venían en la guía, Le dijeron que no me conocían, evidentemente, Sí, aunque una de ellas recordó que era la segunda persona que le telefoneaba preguntándole por Daniel Santa-Clara, Que otra persona, antes de usted, había preguntado por mí, Sí, Sería alguna admiradora, No, un hombre, Qué extraño, Lo extraño fue que me dijera que el hombre parecía estar desfigurando la voz, No entiendo, por qué iba alguien a desfigurar la voz, No tengo ni idea, Puede haber sido una impresión de la persona con quien habló, Quizá, Y cómo dio finalmente conmigo, Le escribí a la empresa productora, Me sorprende que le hayan dado mi dirección, También me dieron su verdadero nombre, Pensé que sólo lo supo a partir de la primera conversación que tuvo con mi mujer, Me lo dijo la empresa, En lo que a mí respecta, por lo menos que yo sepa, es la primera vez que lo han hecho, Puse en la carta un párrafo hablando de la importancia de los actores secundarios, supongo que eso los convencería, Lo más natural sería precisamente lo contrario, Aun así, lo conseguí, Y aquí estamos, Sí, aquí estamos. Antonio Claro bebió un trago de whisky, Tertuliano Máximo Afonso mojó los labios en el coñac, después se miraron, y en el mismo instante desviaron la vista. Por la puerta que seguía abierta entraba la luz declinante de la tarde. Tertuliano Máximo Afonso apartó su copa a un lado y puso las palmas de las manos sobre la mesa, con los dedos abiertos en estrella, Comparemos, dijo. Antonio Claro tomó otro sorbo de whisky y colocó las suyas en simetría con las de él, presionándolas contra la mesa para que no se notara que temblaban. Tertuliano Máximo Afonso daba la impresión de estar haciendo lo mismo. Las manos eran iguales en todo, cada vena, cada arruga, cada pelo, las uñas una por una, todo se repetía como si hubiese salido de un molde. La única diferencia era la alianza de oro que Antonio Claro usaba en el dedo anular izquierdo. Veamos ahora las señales que tenemos en el antebrazo derecho, dijo Tertuliano Máximo Afonso. Se levantó, se quitó la chaqueta, que dejó caer en el sillón, y se remangó la camisa hasta el codo. Antonio Claro también se había levantado, pero primero fue a cerrar la puerta y a encender las luces de la sala. Al colocar la chaqueta en el respaldo de una silla, no pudo evitar un ruido sordo. Es la pistola, preguntó Tertuliano Máximo Afonso, Sí, Creía que no la iba a traer, No está cargada, No está cargada son sólo tres palabras que dicen que no está cargada, Quiere que se lo demuestre, ya que parece que no cree en mí, Haga lo que quiera. Antonio Claro metió la mano en un bolsillo interior de la chaqueta y exhibió el arma, Aquí está. Con movimientos rápidos, eficaces, sacó el cargador vacío, echó para atrás la corredera y le mostró la recámara, vacía también. Está convencido, preguntó, Lo estoy, Y no sospecha que tenga otra pistola en otro bolsillo, Ya serían demasiadas pistolas, Serían las necesarias si hubiese planeado verme libre de usted, Y por qué el actor Daniel Santa-Clara tendría que librarse del profesor de Historia Tertuliano Máximo Afonso, Usted mismo puso el dedo en la herida cuando se preguntó qué sucedería después de esto, Estaba dispuesto a irme, fue usted quien me dijo que me quedara, Es cierto, pero su retirada nada habría resuelto, aquí o en su casa, o dando sus clases, o durmiendo con su mujer, No estoy casado, Usted siempre sería mi copia, mi duplicado, una imagen permanente de mí mismo en un espejo en el que no me estaría mirando, algo probablemente insoportable, Dos tiros resolverían la cuestión antes de que fuera patente, Así es, Pero la pistola está descargada, Exacto, Y no lleva otra en otro bolsillo, Justamente, Luego volvamos al principio, no sabemos qué va a suceder después de esto. Antonio Claro ya se había subido la manga de la camisa, a la distancia en que se encontraban uno del otro no se distinguían bien las señales en la piel, pero, cuando se aproximaron a una luz, aparecieron, nítidas, precisas, iguales. Esto parece una película de ciencia ficción escrita, dirigida e interpretada por clones a las órdenes de un sabio loco, dijo Antonio Claro, Todavía tenemos que ver la cicatriz de la rodilla, recordó Tertuliano Máximo Afonso, No creo que merezca la pena, la prueba está más que hecha, manos, brazos, caras, voces, todo en nosotros es igual, sólo faltaría que nos desnudásemos por completo. Volvió a servirse whisky, miró el líquido como si esperase que de allí pudiera emerger alguna idea, y de repente preguntó, Y por qué no, sí, y por qué no, Sería caricaturesco, usted mismo acaba de decir que la prueba ya está hecha, Caricaturesco, por qué, de cintura para arriba o de cintura para arriba y para abajo, nosotros, los actores de cine, y de teatro también, casi no hacemos otra cosa que desnudarnos, No soy actor, No se desnude, si no quiere, pero yo voy a hacerlo, no me cuesta nada, estoy más que habituado, y, si la igualdad se repite en todo el cuerpo, usted se estará viendo a sí mismo cuando me mire a mí, dijo Antonio Claro. Se quitó la camisa con un solo movimiento, se descalzó y se sacó los pantalones, después la ropa interior, finalmente los calcetines. Estaba desnudo desde la cabeza a los pies y era, desde la cabeza a los pies, Tertuliano Máximo Afonso, profesor de Historia. Entonces Tertuliano Máximo Afonso pensó que no podía quedarse atrás, que tenía que aceptar el desafío, se levantó del sillón y comenzó también a desnudarse, pero conteniendo los gestos por pudor y falta de hábito, pero, cuando terminó, un poco encogida la figura debido a la timidez, se había convertido en Daniel Santa-Clara, actor de cine, con la única excepción visible de los pies, porque no llegó a quitarse los calcetines. Se miraron en silencio, conscientes de la total inutilidad de cualquier palabra que profiriesen, víctimas de un sentimiento confuso de humillación y pérdida que se sobreponía al asombro, que sería la manifestación natural, como si la chocante conformidad de uno hubiese robado algo a la identidad propia del otro. El primero en acabar de vestirse fue Tertuliano Máximo Afonso. Se quedó de pie, con la actitud de quien piensa que ha llegado el momento de retirarse, pero Antonio Claro dijo, Le pido el favor de que se siente, hay todavía un último punto que me gustaría aclarar, no lo retendré mucho más tiempo, De qué se trata, preguntó Tertuliano Máximo Afonso mientras, con reluctancia, volvía a sentarse, Me refiero a las fechas en que nacimos, y también a las horas, dijo Antonio Claro sacando del bolsillo de la chaqueta la cartera y, de su interior, un documento de identidad que presentó a Tertuliano Máximo Afonso por encima de la mesa. Éste lo miró rápidamente, se lo devolvió y dijo, Nací en la misma fecha, año, mes y día, No se molestará si le pido que me muestre su documentación, De ningún modo. El carnet de Tertuliano Máximo Afonso pasó a las manos de Antonio Claro, donde se demoró tres segundos, y regresó a su propietario, que preguntó, Se da por satisfecho, Todavía no, todavía falta por conocer las horas, mi idea es que las escribamos en un papel, cada uno en uno, Por qué, Para que el segundo en hablar, si ésa es la manera acordada, no ceda a la tentación de sustraer quince minutos a la hora que hubiese sido declarada por el primero, Y por qué no aumentar esos quince minutos, Porque cualquier aumento iría en contra de los intereses del segundo que hablara, El papel no garantiza la seriedad del proceso, nadie podría impedirme escribir, y esto es un ejemplo, que nací en el primer minuto del día, cuando no fue así en realidad, Habría mentido, Pues sí, pero cualquiera de los dos, con quererlo, puede faltar a la verdad aunque, simplemente, nos limitemos a decir en voz alta la hora en que nacimos, Tiene razón, es una cuestión de rectitud y buena fe. Tertuliano Máximo Afonso temblaba por dentro, desde el principio de todo sabía que este momento acabaría llegando, pero nunca imaginó que iba a ser él quien lo invitara a manifestarse, quien rompiera el último sello, quien revelara la única diferencia. Conocía de antemano cuál iba a ser la respuesta de Antonio Claro, pero incluso así preguntó, Y qué importancia puede tener que nos digamos uno a otro la hora en que vinimos al mundo, La importancia que tendrá es que sabremos cuál de los dos, usted o yo, es el duplicado del otro, Y qué nos sucederá, a uno y a otro, cuando lo sepamos, De eso no tengo la menor idea, sin embargo, mi imaginación, los actores también tenemos alguna, me dice que, como mínimo, no será cómodo vivir sabiéndose el duplicado de otra persona, Y está dispuesto, por su parte, a arriesgarse, Más que dispuesto, Sin mentir, Espero que no sea necesario, respondió Antonio Claro con una sonrisa estudiada, una composición plástica de labios y dientes donde, en dosis idénticas e indiscernibles, se reunían la franqueza y la maldad, la inocencia y el descaro. Después añadió, Naturalmente, si lo prefiere, podemos echar a suertes a quién le tocará hablar en primer lugar, No es necesario, yo empiezo, usted mismo acaba de decir que es una cuestión de rectitud y buena fe, dijo Tertuliano Máximo Afonso, Entonces a qué hora nació, A las dos de la tarde. Antonio Claro puso cara de pena y dijo, Yo nací media hora antes, o, hablando con absoluta exactitud cronométrica, saqué la cabeza a las trece horas y veintinueve minutos, lo lamento, querido amigo, pero yo ya estaba aquí cuando usted nació, el duplicado es usted. Tertuliano Máximo Afonso engulló de un trago el resto del coñac, se levantó y dijo, La curiosidad me trajo a este encuentro, ahora que ya está satisfecha, me retiro, Hombre, no se vaya tan deprisa, hablemos un poco más, todavía no es tarde, y hasta, si no tiene otro compromiso, podríamos cenar juntos, aquí cerca hay un buen restaurante, con su barba no correríamos peligro, Gracias por la invitación, pero no acepto, tendríamos poca cosa que decirnos el uno al otro, no creo que a usted le interese la Historia, y yo estoy curado de cine para los años más próximos, Está contrariado por el hecho de no haber sido el primero en nacer, de que yo sea el original y usted el duplicado, Contrariado no es la palabra justa, simplemente preferiría que no hubiese sucedido así, pero no me pregunte por qué, sea como sea no lo he perdido todo, todavía tengo una pequeña compensación, Qué compensación, La de que usted no va a lucrarse yendo por el mundo presumiendo de ser el original de nosotros dos, si el duplicado que soy yo no está a la vista para las necesarias comprobaciones, No intento difundir a los cuatro vientos esta historia increíble, soy un artista de cine, no un fenómeno de feria, Y yo un profesor de Historia, no un caso teratológico, Estamos de acuerdo, No hay, por tanto, ninguna razón para que volvamos a encontrarnos, Eso creo, No me queda más, por consiguiente, que desearle la mayor suerte en el desempeño de un papel del que no va a sacar ninguna ventaja, dado que no tendrá público aplaudiéndole, y le prometo que este duplicado se mantendrá fuera del alcance de la curiosidad científica, más que legítima, y del cotilleo periodístico, que no lo es menos, porque de eso vive, supongo que ya habrá oído decir que la costumbre hace ley, si no fuera así, puedo asegurarle que el Código de Hammurabi no hubiera sido escrito, Nos mantendremos alejados, En una ciudad tan grande como esta en la que vivimos no será difícil, además, nuestras vidas profesionales son tan diferentes que nunca habría sabido de su existencia de no ser por aquella maldita película, en cuanto a la probabilidad de que un actor de cine se interese por un profesor de Historia, ésa ni siquiera tiene expresión matemática, Nunca se sabe, la probabilidad de que existiésemos tal como somos era cero, y sin embargo estamos aquí, Intentaré imaginarme que no vi la película, ésa y las otras, o mejor recordaré sólo que viví una larga y agónica pesadilla, para comprender al final que el asunto no era para tanto, un hombre igual a otro, qué importancia tiene, si quiere que le hable francamente, la única cosa que me preocupa en este momento es si, habiendo nacido en el mismo día, también moriremos en el mismo día, No veo a qué propósito viene ahora semejante preocupación, La muerte siempre viene a propósito, Usted da la impresión de que sufre una obsesión morbosa, cuando me llamó el otro día dijo las mismas palabras, y tampoco venían a cuento, Entonces me salieron sin pensar, fue una de esas frases fuera de lugar y de contexto que entran en una conversación sin que las hubiésemos llamado, Que no es el caso de ahora, Le molesta, No me molesta nada, Quizá sí le molestaría si reflexionase sobre una idea que se me acaba de ocurrir, Qué idea, La de que, si somos tan iguales, como hoy nos ha sido dado comprobar, la lógica identitaria que parece unirnos determinará que usted muera antes que yo, precisamente treinta y un minutos antes que yo, durante treinta y un minutos el duplicado ocupará el espacio del original, será original él mismo, Le deseo que viva bien esos treinta y un minutos de identidad personal, absoluta y exclusiva, porque a partir de ahora no va a tener otros, Muy simpático por su parte, agradeció Tertuliano Máximo Afonso. Se colocó la barba con todo el esmero, comprimiéndola delicadamente con las puntas de los dedos, ya no le temblaban las manos, dio las buenas tardes y se encaminó a la puerta. Allí se detuvo de repente, se volvió y dijo, Ah, se me había olvidado lo más importante, todas las pruebas se han realizado excepto una, Cuál, preguntó Antonio Claro, La prueba del ADN, el análisis de la codificación de nuestra información genética, o, con palabras más sencillas, al alcance de cualquier inteligencia, el argumento decisivo, la prueba del nueve, Eso ni pensarlo, Tiene razón, tendríamos que ir los dos al laboratorio de genética de la mano para que nos cortaran una uña o nos extrajeran una gota de sangre, y entonces, sí, sabríamos si esa igualdad no es nada más que una casual coincidencia de colores y formas exteriores, o si somos la demostración duplicada, en original y en duplicado, quiero decir, de que la imposibilidad era la última ilusión que nos quedaba, Nos considerarían casos teratológicos, o fenómenos de feria, Y eso sería insoportable para ambos, Nada más exacto, Menos mal que estamos de acuerdo, En algo tendría que ser, Buenas tardes, Buenas tardes.
El sol ya estaba escondido detrás de las montañas que cerraban el horizonte al otro lado del río, pero la luminosidad del cielo sin nubes casi no había disminuido, apenas la intensidad cruda del azul era atemperada por un pálido tono rosa que lentamente se expandía. Tertuliano Máximo Afonso puso el coche en marcha y giró el volante para entrar en el camino que atravesaba el pueblo. Volvió la vista a la casa, vio a Antonio Claro en la puerta, pero siguió adelante. No hubo gestos de despedida, ni de un lado ni de otro. Sigues usando esa barba ridícula, dijo el sentido común, Me la quitaré cuando lleguemos a la carretera, ésta será la última vez que me sorprendas con ella, a partir de ahora andaré a cara descubierta, que se disfrace quien quiera, cómo lo sabes, Saber, lo que se dice saber, no lo sé, es sólo una idea, una suposición, un presentimiento, Tengo que confesar que no esperaba tanto de ti, te has portado muy bien, como un hombre, Soy un hombre, No niego que lo seas, pero lo normal en ti es que se sobrepongan tus debilidades a tus fuerzas, Luego, es hombre todo aquel que no esté sujeto a debilidades, También lo es quien consigue dominarlas, En ese caso, una mujer que sea capaz de vencer sus femeninas debilidades es un hombre, es como un hombre, En sentido figurado, sí, podemos decirlo, Pues entonces te digo yo que el sentido común se expresa como machista en el más propio de los sentidos, No tengo la culpa, me hicieron así, No es buena excusa para quien no hace nada más en la vida que dar consejos y opiniones, No siempre me equivoco, Te queda bien esa súbita modestia, Sería mejor de lo que soy, más eficiente, más útil, si me ayudaseis, Quiénes, Todos vosotros, hombres, mujeres, el sentido común no es nada más que una forma de media aritmética que sube o baja según la marea, Previsible, por tanto, Efectivamente, soy la más previsible de las cosas que hay en el mundo, Por eso me estabas esperando en el coche, Ya era hora de que volviera a aparecer, incluso se me podría acusar de que estaba tardando demasiado, Lo has oído todo, De cabo a rabo, Crees que hice mal viniendo a hablar con él, Depende de lo que entiendas por mal o por bien, en cualquier caso es indiferente, dada la situación a que habías llegado no tenías otra alternativa, Ésta era la única manera si quería poner punto final al asunto, Qué punto final, Quedó claro que no habrá más encuentros entre nosotros, Estás queriendo decirme que todo el embrollo que has armado va a terminar así, que tú regresarás a tu trabajo y él al suyo, tú a tu María Paz, mientras dure, y él a su Helena, o como quiera que se llame, y a partir de ahora si te he visto no me acuerdo, es eso lo que quieres decir, No hay ningún motivo para que sea de otra manera, Hay todos los motivos para que sea de otra manera, palabra de sentido común, Basta que no queramos, Si apagas el motor, el coche seguirá andando, Vamos cuesta abajo, También seguiría andando, es cierto que durante menos tiempo, si estuviéramos en una superficie horizontal, a eso se le llama la fuerza de la inercia, como tienes obligación de saber, aunque no se trate de una materia que pertenezca a la Historia, o tal vez sí, ahora que lo pienso, creo que precisamente en la Historia es donde la fuerza de la inercia se nota más, No des opiniones sobre lo que no has aprendido, una partida de ajedrez puede ser interrumpida en cualquier momento, Yo estaba hablando de la Historia, Y yo estoy hablando de ajedrez, Muy bien, para ti la perra gorda, uno de los jugadores puede seguir jugando solo si le apetece, y ése, sin necesidad de hacer trampa, ganará en cualquier caso, juegue con las piezas blancas, juegue con las piezas negras, porque juega con todas, Yo me he levantado de la mesa, he salido de la habitación, ya no estoy, Todavía quedan allí tres jugadores, Supongo que quieres decir que queda ese Antonio Claro, Y también su mujer, y también María Paz, Qué tiene que ver María Paz con esto, Flaca memoria la tuya, querido amigo, parece que se te ha olvidado que usaste su nombre para tus investigaciones, más pronto o más tarde, por ti o por otra persona, María Paz acabará conociendo el enredo en que está envuelta sin saberlo, y en cuanto a la mujer del actor, suponiendo que todavía no haya entrado en la pieza, mañana puede llegar a ser la reina triunfante, Para sentido común tienes demasiada imaginación, Acuérdate de lo que te dije hace unas semanas, sólo un sentido común con imaginación de poeta podría haber sido el inventor de la rueda, No fue eso lo que me dijiste exactamente, Da lo mismo, te lo digo en este momento, Serías mejor compañía si no quisieras tener siempre razón, Nunca he presumido de tener siempre razón, si alguna vez yerro soy el primero en confesar mi error, Tal vez, pero poniendo cara de quien acaba de ser víctima de un clamoroso error judicial, Y la herradura, La herradura, qué, Yo, sentido común, también inventé la herradura, Con la imaginación de un poeta, Los caballos estarían dispuestos a jurar que sí, Adiós, adiós, ya vamos en alas de la fantasía, Qué piensas hacer ahora, Dos llamadas telefónicas, una a mi madre para decirle que iré a verla pasado mañana y otra a María Paz para decirle que pasado mañana voy a ver a mi madre y que me quedaré allí una semana, como ves nada más sencillo, nada más inocente, nada más familiar y doméstico. En este momento un automóvil los adelantó a gran velocidad, el conductor hizo una señal con la mano derecha. Conoces a ese tipo, quién es, preguntó el sentido común, Es el hombre con quien he hablado, Antonio Claro, o Daniel Santa-Clara, el original de quien yo soy duplicado, creía que lo habías reconocido, No puedo reconocer a una persona a la que no he visto antes, Verme a mí, es lo mismo que verlo a él, Pero no tras una barba como ésa, Con la conversación he olvidado quitármela, bueno, ya está, qué tal me encuentras ahora, Su coche es más potente que el tuyo, Mucho más, Ha desaparecido en un instante, Va corriendo a contarle nuestro encuentro a su mujer, Es posible, no es seguro, Eres un incrédulo sistemático, No, soy sólo eso que llamáis sentido común por no saber qué mejor nombre darle, El inventor de la rueda y de la herradura, En las horas poéticas, sólo en las horas poéticas, Quién nos diera que fueran más, Cuando lleguemos me dejas a la entrada de tu calle, si no te importa, No quieres subir, descansar un poco, No, prefiero poner la imaginación a trabajar, que buena falta nos va a hacer.
Cuando Tertuliano Máximo Afonso se despertó a la mañana siguiente, supo por qué le había dicho al sentido común, apenas entró en el coche, que aquélla era la última vez que lo veía con barba postiza y que a partir de ahí iría a cara descubierta, a la vista de todo el mundo. Que se disfrace quien quiera, fueron, terminantes, sus palabras. Lo que entonces hubiera podido parecerle a una persona desprevenida simplemente una temperamental declaración de intenciones motivada por la justificada impaciencia de quien está siendo sometido a una sucesión de duras pruebas, era, a fin de cuentas, sin que lo sospechásemos, la simiente de una acción repleta de consecuencias futuras, algo así como enviar un cartel de desafío al enemigo sabiendo anticipadamente que las cosas no van a quedarse en ese punto. Antes de continuar, sin embargo, convendría a la buena armonía del relato que dedicáramos algunas líneas a analizar cualquier inadvertida contradicción que haya entre la acción de la que más adelante daremos cuenta y las resoluciones anunciadas por Tertuliano Máximo Afonso durante el breve viaje con el sentido común. Una rápida excursión por las páginas finales del anterior capítulo mostrará de inmediato la existencia de una contradicción básica manifestada en distintas variantes expresivas, tales como el que Tertuliano Máximo Afonso dijera, ante el prudente escepticismo del sentido común, en primer lugar, que había puesto punto final al asunto de los dos hombres iguales, en segundo lugar, que quedara patente que Antonio Claro y él nunca más volverían a encontrarse, y, en tercer lugar, con la retórica ingenua de un final de acto, que se había levantado de la mesa de juego, que abandonaba la sala, que dejaba de estar. Ésta es la contradicción. Cómo puede afirmar Tertuliano Máximo Afonso que dejaba de estar, que abandonaba, que se levantaba de la mesa, si, apenas sin desayunar, lo vemos precipitarse a la papelería más cercana para comprar una caja de cartón dentro de la cual enviará a Antonio Claro, vía correo, nada más y nada menos que la misma barba con que en los últimos tiempos lo hemos visto disfrazado. Imaginando que Antonio Claro acabase teniendo un día de éstos motivos para usar un disfraz, sería cosa suya, nada tendría que ver con un Tertuliano Máximo Afonso que salió dando un portazo y diciendo que no volvería más. Cuando, de aquí a dos o tres días, Antonio Claro abra el paquete en su casa y se encuentre con una barba postiza que inmediatamente reconocerá, será inevitable que le diga a su mujer, Esto que aquí ves, aunque parezca una barba, es un cartel de desafío, y la mujer le preguntará, Pero cómo puede ser eso, si tú no tienes enemigos. Antonio Claro no perderá tiempo respondiéndole que es imposible no tener enemigos, que los enemigos no nacen de nuestra voluntad de tenerlos y sí del irresistible deseo que tienen ellos de tenernos a nosotros. En el gremio de los actores, por ejemplo, papeles de diez líneas despiertan con desalentadora frecuencia la envidia de los papeles de cinco, por ahí se comienza siempre, por la envidia, y si después los papeles de diez líneas pasan a veinte y los de cinco tienen que contentarse con siete, el terreno queda abonado para que en él se desarrolle una frondosa, próspera y duradera enemistad. Y esta barba, preguntará Helena, cuál es su papel en medio de todo esto, Esta barba, se me olvidó decírtelo el otro día, es la que usaba Tertuliano Máximo Afonso cuando fue a encontrarse conmigo, es comprensible que se la pusiera y confieso que hasta le agradezco la idea, imagínate que alguien lo ve cruzar el pueblo y lo confunde conmigo, las complicaciones que de ahí podrían haber nacido, Qué vas a hacer con ella, Podría devolvérsela con una nota seca poniendo a ese entrometido en su lugar, pero eso sería entrar en un tú-me-dices-yo-te-digo de imprevisibles consecuencias, que se sabe cómo empieza pero no se sabe cómo acabará, y tengo una carrera que defender, ahora que mis papeles son ya de cincuenta líneas, con la posibilidad de crecer si todo sigue bien, como promete ese guión que hay ahí, Si estuviera en tu situación la rompía, la tiraba, o la quemaba, muerto el bicho se acabó la rabia, No parece que esto sea un caso de muerte repentina, Además, tengo la impresión de que la barba no te quedaría bien, No bromees, Es una manera de hablar, lo que sé es que me trastorna el espíritu, que incluso llega a desasosegarme el cuerpo saber que en esta ciudad hay un hombre exactamente igual que tú, aunque continúe resistiéndome a creer que las semejanzas lleguen hasta tal punto, Te repito que son totales, que son absolutas, las propias impresiones digitales de nuestros documentos de identidad son idénticas, como tuve ocasión de comparar, Me dan mareos sólo de pensarlo, No te dejes obsesionar, tómate un tranquilizante, Ya me lo he tomado, estoy tomándolos desde que ese hombre llamó, No me había dado cuenta, Es que no te fijas mucho en mí, No es verdad, cómo podría saber que tomas comprimidos si lo haces a escondidas, Perdona, estoy un poco nerviosa, pero no tiene importancia, esto pasará, Llegará un día en que ya ni nos acordaremos de esta maldita historia, Mientras no llegue tienes que decidir qué vas a hacer con esos pelos repugnantes, Voy a ponerlos con el bigote que usé en aquella película, Qué interés puede tener guardar una barba que ha sido usada en la cara de otra persona, La cuestión está precisamente ahí, de hecho la persona es otra, pero la cara no, la cara es la misma, No es la misma, Es la misma, Si quieres que me vuelva loca, sigue diciendo que tu cara es su cara, Por favor, tranquilízate, Además, cómo metes en el mismo saco esa intención de guardar la barba, como si se tratara de una reliquia, y llamarla nada más y nada menos que cartel de desafío enviado por mano enemiga, que fue lo que dijiste cuando abriste la caja, No dije que venía de un enemigo, Pero lo pensaste, Es posible que sí, que lo haya pensado, pero no estoy seguro de que sea la palabra justa, ese hombre nunca me ha hecho mal, Existe, Existe para mí de la misma manera que yo existo para él, No has sido tú quien lo ha buscado, supongo, Si yo estuviese en su caso, mi proceder no habría sido diferente, Juro que lo habría sido si me hubieras pedido consejo, Ya veo que la situación no es agradable, no lo es para ninguno de los dos, pero no consigo comprender por qué te inflamas tanto, Yo no me inflamo, Poco te falta para que te salten llamas de los ojos. A Helena no le saltaron llamas, sino, inesperadamente, lágrimas. Le dio la espalda al marido y se fue al dormitorio, cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria. Una persona dada a supersticiones que hubiese sido testigo de la deplorable escena conyugal que acabamos de describir, tal vez no perdiese la ocasión de atribuir la causa del conflicto a cualquier influencia maligna del apéndice postizo que Antonio Claro se obstinaba en guardar al lado del bigote con que prácticamente se inició en su carrera de actor. Y lo más seguro sería que esa persona moviera la cabeza con aire de falsa compasión, y soltase el oráculo, Quien con sus propias manos mete al enemigo en casa, que no se queje después, avisado estaba y no hizo caso.
A más de cuatrocientos kilómetros de aquí, en su antiguo cuarto de niño, Tertuliano Máximo Afonso se prepara para dormir. Cuando salió de la ciudad, el martes por la mañana, vino todo el camino discutiendo para sus adentros si debería contarle a la madre algo de lo que estaba sucediendo o si, por el contrario, era más prudente mantener la boca firmemente sellada. A los cincuenta kilómetros decidió que lo mejor sería vaciar el saco entero, a los ciento veinte se indignó consigo mismo por haber sido capaz de semejante idea, a los doscientos diez imaginó que una explicación ligera y en tono anecdótico tal vez fuese suficiente para satisfacer la curiosidad de la madre, a los trescientos catorce se llamó estúpido y dijo que eso era no conocerla, a los cuatrocientos veintisiete, cuando paró ante la puerta de la casa familiar, no sabía qué hacer. Y ahora, mientras se pone el pijama, piensa que el viaje ha sido un error grave, palmario, que mejor hubiera sido no salir de casa, quedarse encerrado en su concha protectora, esperando. Es cierto que aquí está fuera de su alcance, pero, sin querer con esto ofender a doña Carolina, que tanto en el aspecto físico como en los considerandos morales no merece semejante comparación, Tertuliano Máximo Afonso siente que ha caído en la boca del lobo, como un gorrión desprevenido que vuela directamente hacia la trampa sin tener en cuenta las consecuencias. La madre no le ha hecho preguntas, se ha limitado a mirarlo de vez en cuando con una expresión expectante para desviar a continuación los ojos, con el gesto decía, No pretendo ser indiscreta, pero el aviso está dado, Si crees que te vas a ir sin hablar, estás muy equivocado. Tumbado en la cama, Tertuliano Máximo Afonso le da vueltas al asunto y no encuentra solución. La madre no está hecha de la misma masa que María Paz, ésa se satisface, o así lo hace creer, con cualquier explicación que se le dé, a ella no le importaría esperar toda la vida, si fuera necesario, el momento de las revelaciones. La madre de Tertuliano Máximo Afonso, en cada actitud, en cada movimiento, cuando le coloca un plato delante, cuando le ayuda a ponerse la chaqueta, cuando le entrega una camisa limpia, está diciéndole, No te pido que me lo cuentes todo, tienes derecho a guardar tus secretos, con una única e irrenunciable excepción, aquellos de los que dependa tu vida, tu futuro, tu felicidad, ésos quiero saberlos, tengo derecho, y tú no me lo puedes negar. Tertuliano Máximo Afonso apagó la luz de la mesilla de noche, traía algunos libros pero el espíritu, esta noche, no le pide lecturas, y en cuanto a las civilizaciones mesopotámicas, que sin duda lo conducirían dulcemente a los diáfanos umbrales del sueño, por ser tan pesadas se quedaron en casa, también sobre la mesilla de noche, con el marcador señalando el comienzo del ilustrativo capítulo en que se trata del rey Tukulti-Ninurta I, que floreció, como de las figuras históricas solía decirse, entre los siglos doce y trece antes de Cristo. La puerta del dormitorio, que sólo estaba entornada, se abrió mansamente en la penumbra. Tomarctus, el perro de la casa, acababa de entrar. Venía a saber si este dueño, que sólo aparece por aquí de tarde en tarde, todavía estaba. Es de tamaño medio, todo él un borrón negro, no como otros que cuando los miramos de cerca se nota en seguida que tiran hacia el gris. El extraño nombre le fue puesto por Tertuliano Máximo Afonso, es lo que sucede cuando se tiene un dueño erudito, en vez de haber bautizado al animal con un apelativo que pudiese captar sin dificultad por las vías directas de la genética, como hubieran sido los casos de Fiel, Piloto, Sultán o Almirante, heredados y sucesivamente transmitidos de generaciones en generaciones, en vez de eso le puso el nombre de un cánido que se dice que vivió hace quince millones de años y que, según certifican los paleontólogos, es el fósil Adán de estos animales de cuatro patas que corren, olfatean y se rascan las pulgas, y que, como es natural entre amigos, muerden de vez en cuando. Tomarctus no llegó para quedarse mucho tiempo, dormirá unos minutos enroscado a los pies de la cama, después se levantará para dar una vuelta por la casa, a ver si está todo en orden, y por fin, durante el resto de la noche, será vigilante compañero de su ama de todas las horas, salvo si tiene que salir al patio para ladrar y de paso beber agua de la escudilla y alzar la pierna en el arriate de los geranios o en los macizos de romero. Volverá al dormitorio de Tertuliano Máximo Afonso con la primera luz de la alborada, tomará conocimiento de que también este lado de la tierra no ha mudado de sitio, es eso lo que a los perros más les gusta en la vida, que nadie se vaya fuera. Cuando Tertuliano Máximo Afonso despierte, la puerta estará cerrada, señal de que la madre ya se ha levantado y de que Tomarctus ha salido con ella. Tertuliano Máximo Afonso mira el reloj, se dice a sí mismo. Todavía es temprano, durante el tiempo que dure este vago y último sueño las preocupaciones pueden esperar.
Habría despertado sobresaltado si un duende malicioso le hubiese soplado al oído que algo de la más extrema importancia se está fraguando a esta misma hora en casa de Antonio Claro, o, para hablar con precisión y justeza, en el trabajado interior de su cerebro. A Helena le han ayudado mucho los tranquilizantes, la prueba está en verla cómo duerme, con la respiración adecuada, el rostro plácido y ausente de un niño, pero de quien no podemos decir lo mismo es del marido, éste no ha aprovechado las noches, siempre dándole vueltas al asunto de la barba postiza, preguntándose con qué intenciones se la habría mandado Tertuliano Máximo Afonso, soñando con el encuentro en la casa del campo, despertándose angustiado, algunas veces bañado en sudor. Hoy no ha sido así. Enemiga la noche, tanto como las anteriores, pero salvadora la madrugada, como todas tendrían que serlo. Abrió los ojos y aguardó, sorprendido al percibirse al acecho de algo que debería estar a punto de eclosionar, y que de repente eclosionó, fue una llamarada, un relámpago que llenó de luz todo el dormitorio, recordar que Tertuliano Máximo Afonso dijo al principio de la conversación, Escribí a la productora, ésa fue la respuesta a la pregunta que le hizo, Y cómo dio finalmente conmigo. Sonrió de placer como habrán sonreído todos los navegantes a la vista de la isla desconocida, pero el gozo exaltador del descubrimiento no duró mucho, estas ideas matinales tienen por lo general un defecto de fabricación, parece que acabamos de inventar el motor de corriente continua y apenas volvemos la espalda la máquina se detiene. Cartas pidiendo retratos y autógrafos de artistas es lo que hay de más en las empresas de cine, las grandes estrellas, mientras mantienen el favor del público, reciben miles por semana, es decir, recibir, eso que llamamos propiamente recibir, no reciben, ni siquiera pierden su tiempo poniéndole los ojos encima, para eso están los empleados de la productora que van al archivador, retiran la fotografía deseada, la meten en un sobre, ya con la dedicatoria impresa, igual para todos, y adelante que se hace tarde, que pase el siguiente. Es evidente que Daniel Santa-Clara no es ninguna estrella, que si algún día hubieran entrado en la empresa tres cartas juntas solicitando la limosna de su retrato, sería cosa de poner banderas en la ventana y declararlo festivo nacional, teniendo en cuenta además que las tales cartas no se guardan, van en seguida, sin excepción, a la trituradora de papel, reducidas a la miseria de un montón de tiritas indescifrables todas aquellas ansiedades, todas aquellas emociones. Suponiendo, no obstante, que los archivistas de la productora tuvieran instrucciones para registrar, ordenar y clasificar con criterio, de tal modo que no se pierda ni uno solo de estos testimonios de admiración del público por sus artistas, es inevitable preguntarse para qué le serviría a Antonio Claro la carta escrita por Tertuliano Máximo Afonso, o, más exactamente, en qué podría contribuir esa carta para hallar una salida, si es que existe, al complicado, al insólito, al nunca visto caso de los dos hombres iguales. Hay que decir que esa desorbitada esperanza, más tarde hecha añicos por la lógica de los hechos, fue lo que animó de forma exultante el despertar de Antonio Claro, y si aún resta algo de ella es la posibilidad remota de que aquella parte de la carta que Tertuliano Máximo Afonso dijo haber escrito sobre la importancia de los actores secundarios hubiese sido considerada suficientemente interesante para merecer el honor de un lugar en el archivo e incluso, quién sabe, la atención de algún especialista en mercadotecnia para quien los factores humanos no fuesen del todo extraños. En el fondo, lo que aquí venimos a encontrar es ya sólo la necesidad de la minúscula satisfacción que proporcionaría al ego de Daniel Santa-Clara, a través de la pluma de un profesor de Historia, el reconocimiento de la importancia de los grumetes en la navegación de los portaaviones, aunque no hayan hecho otra cosa durante el periplo que sacar lustre a los dorados. Que sea esto suficiente para que Antonio Claro decida ir a la empresa esta mañana a indagar acerca de la existencia de una carta escrita por un tal Tertuliano Máximo Afonso, es francamente discutible, ante la incertidumbre de encontrar allí lo que con tanta ilusión había imaginado, pero hay ocasiones en la vida en que una urgente necesidad de salir del marasmo de la indecisión, de hacer algo, sea lo que sea, aunque inútil, aunque superfluo, es la última señal de capacidad volitiva que nos queda, como acechar por el ojo de la cerradura de una puerta que teníamos prohibido abrir. Antonio Claro ya se ha levantado de la cama, lo ha hecho con mil cuidados para no despertar a la mujer, ahora se encuentra medio tumbado en el sofá grande de la sala y tiene el guión de la próxima película abierto sobre las rodillas, será su justificación para acercarse a la productora, él que nunca ha necesitado darlas, ni en esta casa jamás se las han pedido, es lo que sucede cuando no se tiene la conciencia del todo tranquila, Tengo una duda que necesito aclarar, dirá cuando Helena aparezca, me falta por lo menos una réplica, tal como está el pasaje no tiene sentido. Al final estará dormido cuando la mujer entre en la sala, pero el efecto no se ha perdido por completo, ella creyó que se había levantado para estudiar el papel, hay gente así, personas a quienes un apurado sentido de la responsabilidad mantienen permanentemente inquietas, como si en cada momento estuviesen faltando a un deber y de eso se acusaran. Se despertó sobresaltado, explicó, balbuceando, que había pasado mala noche, y ella le preguntó por qué no volvía a la cama, y entonces él le explicó que había encontrado un error en el guión que sólo en la productora podrían corregir, y ella dijo que eso no le obligaba a ir allí corriendo, que fuese después del almuerzo y ahora que durmiese. Él insistió, ella desistió, sólo dijo que a ella, sí, le apetecía meterse otra vez entre las sábanas, Dentro de dos semanas comienzan las vacaciones, verás lo que voy a dormir, para colmo con estas pastillas, será el paraíso, No te vas a pasar las vacaciones en la cama, dijo él, Mi cama es mi castillo, respondió ella, tras sus murallas estoy a salvo, Tienes que ir a un médico, tú no eres así, Hay que entenderlo, nunca anduve con dos hombres en el pensamiento hasta ahora, Supongo que no lo dirás en serio, No en el sentido que le estás dando, evidentemente que no, además reconoce que sería bastante ridículo tener celos de una persona que ni siquiera conozco, y a quien, voluntariamente, nunca voy a conocer. Sería éste el mejor momento para que Antonio Claro confesara que no es por culpa de supuestas deficiencias de guión por lo que va a ir a la productora, sino para leer, si es posible, una carta escrita precisamente por el segundo de los hombres que ocupan el pensamiento de la mujer, aunque sea lícito presumir, vista la manera como el cerebro humano suele funcionar, siempre dispuesto a resbalar hacia cualquier forma de delirio, que, al menos en estos agitados días, ese segundo hombre haya pasado delante del primero. Reconózcase, sin embargo, que tal explicación, aparte de exigir demasiado esfuerzo a la confundida cabeza de Antonio Claro, sólo vendría a enredar más aún la situación y, con alta probabilidad, no sería recibida por Helena con suficiente simpatía receptiva. Antonio Claro se limitó a responder que no tenía celos, que sería estúpido tenerlos, que lo que estaba era preocupado por su salud, Deberíamos aprovechar tus vacaciones e irnos lejos de aquí, dijo, Prefiero quedarme en casa, y además tú tienes esa película, Tengo tiempo, no es para ya, Incluso así, Podríamos irnos a la casa del campo, le pido a alguien del pueblo que vaya a limpiarnos el jardín, Me ahogo en aquella soledad, Entonces vámonos a otro sitio, Ya te he dicho que prefiero quedarme en casa, Será otra soledad, Pero en ésta me siento bien, Si es eso lo que realmente quieres, Sí, es eso lo que quiero realmente. No había nada más que decir. El desayuno fue tomado en silencio, y media hora más tarde Helena estaba en la calle camino de su trabajo. Antonio Claro no tenía la misma prisa, pero tampoco tardó mucho en salir. Entró en el coche pensando que iba a pasar al ataque. Sólo que no sabía para qué. No es frecuente que aparezcan actores por los despachos de la productora, y ésta debe de ser la primera vez que uno de ellos lo haga para preguntar sobre la carta de un admirador, aunque se distinga de las otras por el inusual hecho de no pedir ni fotografía ni autógrafo, sólo la dirección, Antonio Claro no sabe lo que dice la carta, supone que sólo pide la dirección de la casa donde vive. Probablemente, Antonio Claro no tendría la tarea fácil si no se diera la circunstancia afortunada de conocer a un jefe de servicio que fue colega suyo en tiempos de escuela y que lo recibió con los brazos abiertos, con la frase habitual, Qué te trae por aquí, Sé que una persona ha escrito una carta pidiendo mi dirección, y me gustaría leerla, Esos asuntos no los trato yo, pero voy a pedirle a alguien que te atienda. Llamó por el intercomunicador, explicó de modo sumario lo que pretendía y pocos momentos después apareció una mujer joven que venía sonriendo ya con las palabras preparadas, Buenos días, me gustó mucho su última película, Es muy amable, Qué es lo que quería saber, Se trata de una carta escrita por una persona que se llama Tertuliano Máximo Afonso, Si era pidiendo una fotografía, ya no existe, esas cartas no las guardamos, tendríamos los archivos reventando por las costuras si las conserváramos, Por lo que sé, pedía mi dirección y hacía un comentario sobre algo que me interesa, por eso he venido aquí, Cómo dijo que se llamaba, Tertuliano Máximo Afonso, es profesor de Historia, Lo conoce, Sí y no, es decir, me han hablado de él, Hace cuánto tiempo que fue escrita la carta, Hará más de dos semanas y menos de tres, pero no estoy seguro, Comenzaré mirando en el registro de entradas, aunque, la verdad, ese nombre no me suena de nada, Es usted quien se encarga del registro, No, es una colega que está de vacaciones, pero con un nombre así los comentarios no habrían faltado, los Tertulianos deben de ser pocos actualmente, Supongo que sí, Venga conmigo, por favor, dijo la mujer. Antonio Claro se despidió del amigo y la siguió, no era nada desagradable, tenía una buena figura y usaba un buen perfume. Atravesaron una sala donde varias personas trabajaban, dos de ellas esbozaron una pequeña sonrisa cuando lo vieron pasar, lo que demuestra, pese a las opiniones en contra que, en su mayoría, se rigen por añejos preconceptos de clase, que todavía hay quien se fija en los actores secundarios. Entraron en un despacho rodeado de estanterías, casi todas abarrotadas de libros de registro de gran formato. Un libro idéntico estaba abierto sobre la única mesa que allí había. Esto tiene aire de reconstitución histórica, dijo Antonio Claro, parece el archivo de una Conservaduría, Archivo es, pero temporal, cuando ese libro que está en la mesa llegue al final, irá a la basura el más antiguo de los otros, no es lo mismo que en una Conservaduría, donde todo se guarda, vivos y muertos, Comparado con la sala por donde hemos venido esto es otro mundo, Supongo que hasta en las oficinas más modernas deben de encontrarse lugares parecidos a éste, como un áncora herrumbrosa presa al pasado y sin uso. Antonio Claro la miró con atención y dijo, Desde que he entrado aquí le he oído una cantidad de ideas interesantes, Usted cree, Sí, es lo que pienso, Algo así como un gorrión que inesperadamente empieza a cantar como un canario, También esa idea me agrada. La mujer no respondió, pasó unas cuantas hojas, retrocedió hasta tres semanas atrás y, con el dedo índice de la mano derecha, comenzó a recorrer los nombres uno a uno. En la tercera semana nada, en la segunda tampoco, estamos en la primera, acabamos de llegar al día de hoy, y el nombre de Tertuliano Máximo Afonso no ha aparecido. Deben haberle informado mal, dijo la mujer, ese nombre no consta, lo que significa que esa carta, si fue escrita, no entró aquí, se perdería por el camino, Estoy dándole demasiado trabajo, abusando de su tiempo, pero, se anticipó insinuante Antonio Claro, quizá si retrocediéramos una semana más, Pues sí. La mujer pasó nuevamente las hojas y suspiró. La cuarta semana había sido abundantísima en peticiones de fotografías, se tardaría un buen rato en llegar al sábado, y a Dios gracias, levantemos las manos al cielo porque las solicitudes relacionadas con los actores más importantes sean tratadas en un sector de las oficinas pertrechado con sistemas informáticos, nada que tenga que ver con el arcaísmo casi incunabular de esta montaña de infolios reservados al vulgo. La conciencia de Antonio Claro tardará tiempo en comprender que el trabajo de búsqueda que la amable mujer estaba ejecutando podía hacerlo él, y que incluso hubiera sido obligación suya haberse ofrecido para sustituirla, teniendo en cuenta que los datos allí registrados, por su carácter elemental, nada más que una lista de nombres y direcciones, lo que cualquier persona encuentra en una banal guía telefónica, no implicaban el menor grado de confidencialidad, ninguna exigencia de discreción que impusiese mantenerlos al abrigo del fisgoneo de ajenos al departamento. La mujer agradeció el ofrecimiento con una sonrisa, pero no aceptó, que no se iba a quedar de brazos cruzados viéndolo trabajar, dijo. Los minutos pasaban, las hojas iban pasando, ya era jueves y Tertuliano Máximo Afonso no aparecía. Antonio Claro comenzó a sentirse nervioso, a mandar al infierno la idea que había tenido, a preguntarse de qué le iba a servir la maldita carta si acabara por aparecer, y no encontraba una respuesta que estuviese a la altura de la incomodidad de la situación, hasta la diminuta satisfacción que su ego, como un gato goloso, estaba buscando, se convertía por momentos en vergüenza. La mujer cerró el libro, Lo lamento mucho, pero no está aquí, Y yo tengo que rogarle que me perdone el trabajo que le he dado por culpa de una insignificancia, Si tenía tanto empeño en ver la carta no sería una insignificancia, suavizó la mujer, generosa, Me dijeron que contenía un pasaje que me podría interesar, Qué pasaje, No estoy seguro, creo que era sobre la importancia de los actores secundarios para el éxito de las películas, algo de ese estilo. La mujer hizo un movimiento brusco, como si la memoria la hubiera sacudido violentamente por dentro, y preguntó, Sobre los actores secundarios, eso ha dicho, Sí, respondió Antonio Claro, sin pensar que de ahí pudiera venir algún resto de esperanza, Pero esa carta fue escrita por una mujer, Por una mujer, repitió Antonio Claro, sintiendo que la cabeza le daba una vuelta, Sí señor, por una mujer, Y dónde está, me refiero a la carta, claro, La primera persona que la leyó pensó que el asunto escapaba a las reglas y lo puso en conocimiento del antiguo jefe de departamento, que a su vez mandó el papel a la administración, Y luego, Nunca más la devolvieron, o la metieron en la caja fuerte, o fue destruida en la trituradora de la secretaría particular del presidente del consejo de administración, Pero por qué, por qué, Las preguntas son dos, y ambas pertinentes, probablemente por el tal pasaje, probablemente porque la administración no vio con buenos ojos la posibilidad de que comenzase a circular por ahí, dentro y fuera de la empresa, por todo el país, un manifiesto reclamando equidad y justicia para los actores secundarios, sería una revolución en la industria, e imagine lo que podría suceder después si la reivindicación la asumen las clases inferiores, los secundarios de la sociedad en general, Ha hablado de un antiguo jefe del departamento, por qué antiguo, Porque, gracias a su genial intuición, fue rápidamente ascendido, Entonces, la carta desapareció, se evaporó, murmuró Antonio Claro, desanimado, El original, sí, pero yo ya había guardado una copia para mi uso, un duplicado, Se guardó una copia, repitió Antonio Claro, sintiendo al mismo tiempo que el estremecimiento que acababa de recorrerle el cuerpo había sido causado no por la primera sino por la segunda de las dos palabras, La idea me pareció hasta tal punto extraordinaria que decidí cometer una pequeña infracción contra los reglamentos internos de personal, Y esa carta, la tiene con usted, La tengo en casa, Ah, la tiene en casa, Si quiere un duplicado, no tengo ningún problema en dárselo, a fin de cuentas el verdadero destinatario de la carta es el actor Daniel Santa-Clara, aquí legalmente representado, No sé cómo agradecérselo, y ya ahora, permítame que le repita lo que antes he dicho, ha sido un placer conocerla y hablar con usted, Tengo días, hoy me ha encontrado de buen talante, quizá sea porque me he sentido en la piel del personaje de una novela, Qué novela, qué personaje, No tiene importancia, volvamos a la vida real, dejémonos de fantasías y ficciones, mañana hago una fotocopia de la carta y se la mando por correo a su casa, No quiero que se moleste, yo vendré por aquí, Ni por asomo, imagínese lo que se pensaría en esta empresa si alguien me viese entregándole un papel, Peligraría su reputación, preguntó Antonio Claro comenzando a dibujar una sonrisa discretamente maliciosa, Peor que eso, cortó ella, peligraría mi empleo, Perdone, debo de haberle parecido inconveniente, pero no he tenido intención de molestarla, Supongo que no, sólo ha confundido el sentido de las palabras, es algo que siempre está sucediendo, lo que nos salva son los filtros que el tiempo y la costumbre de oír van tejiendo en nosotros, Qué filtros son ésos, Son una especie de coladores de la voz, las palabras, al pasar, siempre dejan posos, para saber lo que de verdad nos han querido comunicar hay que analizar minuciosamente esos posos, Parece un proceso complicado, Al contrario, las operaciones necesarias son instantáneas, como en un ordenador, aunque nunca se atropellan unas a otras, todas llevan un orden, derechas hasta el final, es una cuestión de entrenamiento, Si es que no es don natural, como tener un oído absoluto, En este caso no es necesario tanto, basta con ser capaz de oír la palabra, la agudeza está en otro sitio, pero no piense que todo son rosas, a veces, y hablo de mí, no sé lo que les sucede a las otras personas, llego a casa como si mis filtros estuvieran obstruidos, es una pena que las duchas que tomamos por fuera no nos puedan asear por dentro, Estoy llegando a la conclusión de que no es un gorrión cantando como un canario, sino como un ruiseñor, Dios mío, la cantidad de posos que van ahí, exclamó la mujer, Me gustaría volver a verla, Supongo que sí, mi filtro me lo acaba de decir, Estoy hablando en serio, Pero no con seriedad, Ni siquiera sé su nombre, Para qué lo quiere, No se irrite, es costumbre que las personas se presenten, Cuando existe un motivo, Y en este caso no lo hay, preguntó Antonio Claro, Sinceramente, no lo veo, Imagine que necesite otra vez su ayuda, Es sencillo, le pide a mi jefe que llame a esa empleada que le ayudó la otra vez, aunque lo más probable sea que lo atienda mi colega que ahora está de vacaciones, Entonces me quedaré sin noticias suyas, Cumpliré lo prometido, recibirá la carta de la persona que quiso saber su dirección, Nada más, Nada más, respondió la mujer. Antonio Claro fue a dar las gracias a su antiguo colega, charlaron un poco, y finalmente preguntó, Cómo se llama la empleada que me ha atendido, María, por qué, Realmente, pensándolo bien, por nada, no sé ahora más de lo que ya sabía, Y qué has sabido, Nada. Las cuentas eran fáciles de hacer. Si alguien nos asegura que ha escrito una carta y ésta aparece después con la firma de otra persona, habrá que optar por una de las dos posibilidades, o esta persona escribió a petición de la primera, o la primera, por razones que a Antonio Claro le falta conocer, falseó el nombre de la segunda. De aquí no hay que salir. Como quiera que sea, considerando que la dirección escrita en el remite de la carta no es la de la primera persona, sino de la segunda, a quien evidentemente la respuesta de la productora tuvo que ser enderezada, considerando que todos los pasos resultantes del conocimiento de su contenido fueron dados por la primera y ni uno solo por la segunda, las conclusiones a extraer de este caso son, más que lógicas, transparentes. En primer lugar, es obvio, patente y manifiesto que las dos partes se pusieron de acuerdo para llevar a cabo la mistificación epistolar, en segundo lugar, por razones que Antonio Claro igualmente ignora, que el objetivo de la primera persona era permanecer en la sombra hasta el último momento, y lo consiguió. Dando vueltas a estas inducciones elementales Antonio Claro consumió los tres días que la carta enviada por la enigmática María tardó en llegar. Venía acompañada de una tarjeta con las siguientes palabras manuscritas sin firma, Espero que le sirva de algo. Era ésta precisamente la pregunta que Antonio Claro se planteaba a sí mismo, Y después de esto, qué hago, aunque hay que decir que, si a la presente situación le aplicáramos la teoría de los filtros o coladores de palabras, aquí notaríamos la presencia de un depósito, de un residuo, de un sedimento, o simplemente de unos posos, como los prefiere clasificar la misma María a quien Antonio Claro se arriesgó a llamar, y él sabrá con qué intención, primero canario y después ruiseñor, los tales posos, decíamos, ahora que ya estamos instruidos en el respectivo proceso de análisis, denuncian la existencia de una intención, quizá todavía imprecisa, difusa, pero que apostamos la cabeza que no se habría presentado si la carta recibida estuviese firmada, no por una mujer, sino por un hombre. Quiere esto decir que si Tertuliano Máximo Afonso tuviese, por ejemplo, un amigo de confianza, y con él hubiese combinado el sinuoso ardid, Daniel Santa-Clara simplemente habría roto la carta porque la consideraría un pormenor sin importancia en relación al fondo de la cuestión, es decir, la igualdad absoluta que los aproxima y al paso que vamos muy probablemente los separará. Pero, ay de nosotros, la carta viene firmada por una mujer, María Paz, es ése su nombre propio, y Antonio Claro, que en el ejercicio de la profesión nunca fue aprobado para desempeñar un papel de galán seductor, ni siquiera en el nivel subalterno, se esfuerza lo más que puede para encontrar algunas compensaciones equilibradoras en la vida práctica, aunque no siempre con auspiciosos resultados, como recientemente tuvimos ocasión de comprobar en el episodio de la empleada de la productora, aclarando desde ya que no se hizo antes referencia a estas sus propensiones amatorias, ha sido solamente porque no venían a lugar de los sucesos entonces narrados. Estando, sin embargo, las acciones humanas, por lo general, determinadas por una concurrencia de impulsos procedentes de todos los puntos cardinales y colaterales del ser de instintos que hasta ahora no dejamos de ser, a la par, evidentemente, de algunos factores racionales que, no obstante todas la dificultades, todavía vamos consiguiendo introducir en la red motivadora, y, una vez que en dichas acciones tanto entra lo más puro como lo más sórdido, y tanto cuenta la honestidad como la prevaricación, no estaríamos siendo justos con Antonio Claro si no aceptáramos, aunque sea con carácter provisional, la explicación que sin duda nos prestaría acerca del perceptible interés que está demostrando por la signatura de la carta, es decir, la natural curiosidad, muy humana también, de saber qué tipo de relaciones existen entre un Tertuliano Máximo Afonso, su autor intelectual, y, así piensa, su autora material, esa tal María Paz. Hartas ocasiones hemos tenido para reconocer que perspicacia y amplitud de miras son cualidades que no le faltan a Antonio Claro, pero lo cierto es que ni el más sutil de los investigadores que en la ciencia de la criminología haya dejado huella sería capaz de imaginar que, en este irregular asunto, y contra todas las evidencias, sobre todo las documentales, el autor moral y el autor material del engaño son una y la misma persona. Dos posibilidades obvias piden ser consideradas, por este orden y de menor a mayor, la de que sean simplemente amigos y la de que sean simplemente amantes. Antonio Claro se inclina por esta última posibilidad, en primer lugar por estar más de acuerdo con los enredos sentimentales de que es testigo en las películas en que suele trabajar, en segundo lugar, y en consecuencia, porque éste es territorio conocido y con guión trazado. Es el momento de preguntarse si Helena tiene conocimiento de lo que está pasando aquí, si Antonio Claro uno de estos días ha tenido la atención de informarla de su visita a la productora, de la búsqueda en el registro y del diálogo con la inteligente y aromática empleada María, si le ha mostrado o le va a mostrar la carta firmada por María Paz, si, por fin, como esposa, le hará partícipe del peligroso vaivén de pensamientos que le andan cruzando la cabeza. La respuesta es no, tres veces no. La carta llegó ayer por la mañana y la única preocupación que en ese momento tuvo Antonio Claro fue buscar un sitio donde nadie la pudiera encontrar. Ya está allí, guardada entre las páginas de una Historia del Cine que no ha vuelto a despertar el interés de Helena después de haberla leído en los primeros meses de matrimonio, muy a la ligera. Por respeto a la verdad, debemos decir que Antonio Claro, hasta ahora, a pesar de las innumerables vueltas que le ha dado al asunto, no ha conseguido el trazado razonablemente satisfactorio de un plan de acción merecedor de ese nombre. Sin embargo, el privilegio de que gozamos, el de saber todo cuanto tendrá que suceder hasta la última página de este relato, excepción hecha de lo que todavía será necesario inventar en el futuro, nos permite adelantar que el actor Daniel Santa-Clara hará mañana una llamada telefónica a casa de María Paz, nada más que para saber si hay alguien, no olvidemos que estamos en verano, tiempo de vacaciones, pero no pronunciará una palabra, de su boca no saldrá ni un sonido, silencio total, para que no vaya a suceder que se cree una confusión, en quien esté al otro lado, entre su voz y la de Tertuliano Máximo Afonso, caso en que probablemente no tendría otro remedio, para salir del atolladero, que asumir la identidad de éste, lo que en la situación actual tendría imprevisibles consecuencias. Por más inesperado que pueda parecer, dentro de pocos minutos, antes de que Helena regrese del trabajo, y también para saber si está fuera, telefoneará a casa del profesor de Historia, pero las palabras no le faltarán esta vez, Antonio Claro lleva el discurso preparado, tanto si tiene quien lo escuche, tanto si habla a un contestador. He aquí lo que dirá, he aquí lo que está diciendo, Buenas tardes, habla Antonio Claro, supongo que no estaría esperando una llamada mía, lo contrario sí que sería sorprendente, imagino que no está en casa, a lo mejor está disfrutando de unas vacaciones fuera, es natural, estamos en el tiempo apropiado, como quiera que sea, ausente o no, me gustaría pedirle un gran favor, el favor de que me llame así que regrese, sinceramente pienso que todavía tenemos muchas cosas que decirnos el uno al otro, creo que nos deberíamos encontrar, no en mi casa del campo, que está francamente a desmano, en otro sitio, en un lugar discreto donde nos hallemos a salvo de miradas curiosas que en nada nos beneficiarían, espero que esté de acuerdo, las mejores horas para llamarme son entre las diez de la mañana y las seis de la tarde, cualquier día excepto sábado y domingo, pero, tome nota, sólo hasta el final de la próxima semana. No añadió, Porque a partir de ahí, Helena, que así se llama mi mujer, no sé si ya se lo habré dicho, estará en casa, de vacaciones, en todo caso, aunque yo no estoy ahora rodando, no saldremos fuera, eso sería lo mismo que confesarle que ella no está al tanto de lo que pasa, y, faltando la confianza, que es nula en la presente circunstancia, una persona sensata y equilibrada no se va a poner a pregonar las intimidades de su vida conyugal, sobre todo en un caso de tanta enjundia como éste. Antonio Claro, cuya agudeza de ingenio está probado que en nada va a la zaga a la de Tertuliano Máximo Afonso, comprende que los papeles que ambos vienen desempeñando hasta ahora han sido trocados, que contando desde ahora él será quien tendrá que disfrazarse, y que lo que había parecido una gratuita y tardía provocación del profesor de Historia, enviarle, como una bofetada, la barba postiza, tenía al final una intención, nació de una presciencia, anunciaba un sentido. Al lugar donde Antonio Claro se encontrará con Tertuliano Máximo Afonso, sea el que sea, Antonio Claro tendrá que ir disfrazado, y no Tertuliano Máximo Afonso. Y así como Tertuliano Máximo Afonso llegó con una barba postiza a esta calle para intentar ver a Antonio Claro y a su mujer, así también con barba postiza irá Antonio Claro a la calle donde vive María Paz para averiguar qué mujer es ella, así la seguirá hasta el banco y alguna vez hasta los alrededores de la casa de Tertuliano Máximo Afonso, así será su sombra durante el tiempo necesario y hasta que la fuerza compulsiva de lo que está escrito y de lo que se vaya escribiendo lo disponga de otra manera. Después de lo que ha quedado dicho, se comprenderá que Antonio Claro haya abierto la gaveta de la cómoda donde se encuentra la caja con el bigote que en tiempos pasados adornó la cara de Daniel Santa-Clara, disfraz obviamente insuficiente para las actuales necesidades, la caja vacía de puros que desde hace algunos días guarda igualmente la barba postiza que Antonio Claro va a usar. También en tiempos pasados hubo en la tierra un rey considerado de gran sabiduría que, en un momento de inspiración filosófica fácil, afirmó, se supone que con la solemnidad inherente al cargo, que no hay nada nuevo bajo el sol. Estas frases no conviene nunca tomarlas demasiado en serio, no vaya a darse el caso de que las sigamos diciendo cuando todo a nuestro alrededor ya ha mudado y el propio sol no es lo que era. En compensación, no han variado mucho los movimientos y los gestos de las personas, no sólo desde el tercer rey de Israel sino también desde aquel día inmemorial en que un rostro humano se apercibió por primera vez de sí mismo en la superficie lisa de un charco y pensó, Éste soy yo. Ahora, donde estamos, aquí, donde somos, pasados que fueron cuatro o cinco millones de años, los gestos primeros siguen repitiéndose monótonamente, ajenos a los cambios del sol y del mundo por él iluminado, y si algo necesitáramos todavía para tener la certeza de que es así, bástenos observar cómo, ante la lisa superficie del espejo de su cuarto de baño, Antonio Claro se ajusta la barba que había sido de Tertuliano Máximo Afonso con los mismos cuidados, la misma concentración de espíritu, y tal vez un temor semejante, que aquellos con que, todavía no hace muchas semanas, Tertuliano Máximo Afonso, en otro cuarto de baño y delante de otro espejo, había dibujado el bigote de Antonio Claro en su propia cara. Menos seguros, sin embargo, de sí mismos que su tosco antepasado común, no cayeron en la ingenua tentación de decir, Éste soy yo, porque desde entonces los miedos han mudado mucho y las dudas más aún, ahora, aquí, en vez de una afirmación confiada, lo único que nos sale de la boca es la pregunta, Quién es éste, y ni más de cuatro o cinco millones de años conseguirán probablemente dar respuesta. Antonio Claro se despegó la barba y la guardó en la caja, Helena no tardará, cansada del trabajo, todavía más silenciosa que de costumbre, parecerá que se mueve por la casa como si no fuera suya, como si los muebles le resultaran extraños, como si sus esquinas y sus aristas no la reconocieran e, iguales a ociosos perros guardianes, gruñesen amenazadoramente a su paso. Una cierta palabra del marido tal vez pudiese cambiar las cosas, pero ya sabemos que ni Antonio Claro ni Daniel Santa-Clara la pronunciarán. Tal vez no quieran, tal vez no puedan, todas las razones del destino son humanas, únicamente humanas, y quien, basándose en lecciones del pasado, prefiera decir lo contrario, sea en prosa sea en verso, no sabe de lo que habla, con perdón por el atrevimiento.