Capítulo 1

El hombre que acaba de entrar en la tienda para alquilar una película tiene en su documento de identidad un nombre nada corriente, de cierto sabor clásico que el tiempo ha transformado en vetusto, nada menos que Tertuliano Máximo Afonso. El Máximo y el Afonso, de uso más común, todavía consigue admitirlos, siempre dependiendo de la disposición de espíritu en que se encuentre, pero el Tertuliano le pesa como una losa desde el primer día en que comprendió que el maldito nombre podía ser pronunciado con una ironía casi ofensiva. Es profesor de Historia en un instituto de enseñanza secundaria, y la película se la ha sugerido un colega de trabajo, aunque previniéndole, No es ninguna obra maestra del cine, pero te entretendrá durante hora y media. Verdaderamente Tertuliano Máximo Afonso anda muy necesitado de estímulos que lo distraigan, vive solo y se aburre, o hablando con la exactitud clínica que la actualidad requiere, se ha rendido a esa temporal debilidad de ánimo que suele conocerse como depresión. Para tener una idea clara de su caso, basta decir que estuvo casado y ha olvidado qué lo condujo al matrimonio, se divorció y ahora no quiere ni acordarse de los motivos por los que se separó. A su favor cuenta que no hicieron de la desdichada unión hijos que ahora le vengan exigiendo gratis el mundo en una bandeja de plata, pero la dulce Historia, la seria y educativa asignatura de Historia para cuya enseñanza fue contratado y que podría ser su amable refugio, la contempla desde hace mucho tiempo como una fatiga sin sentido y un comienzo sin fin. Para temperamentos nostálgicos, en general quebradizos, poco flexibles, vivir solo es un durísimo castigo, pero tal situación, reconozcámoslo, aunque penosa, rara vez desemboca en drama convulso, de esos de estremecer las carnes y erizar el pelo. Lo que más abunda, hasta el punto de que ya no causa sorpresa, son personas sufriendo con paciencia el minucioso escrutinio de la soledad, como fueron en el pasado reciente, ejemplos públicos, aunque no especialmente notorios, y hasta en dos casos de afortunado desenlace, aquel pintor de retratos de quien nunca llegamos a conocer nada más que la inicial del nombre, aquel médico de clínica general que regresó del exilio para morir en brazos de la patria amada, aquel corrector de pruebas que expulsó una verdad para plantar en su lugar una mentira, aquel funcionario subalterno del registro civil que hacía desaparecer certificados de defunción, todos pertenecientes, por casualidad o coincidencia, al sexo masculino, aunque ninguno tenía la desgracia de llamarse Tertuliano, y seguro que eso habrá significado para ellos una impagable ventaja en lo que se refiere a las relaciones con sus prójimos. El empleado de la tienda, que ya ha retirado del estante la cinta solicitada, ha escrito en el registro de salida el título de la película y la fecha en que estamos, le indica ahora al cliente la línea donde debe firmar. Trazada tras un instante de duda, la firma deja ver sólo las dos últimas palabras, Máximo Afonso, sin el Tertuliano, pero, como quien decide aclarar de antemano un hecho que podría llegar a ser motivo de controversia, el cliente, al mismo tiempo que las escribe, murmura, Así es más rápido. No le sirvió de mucho haberse curado en salud, porque el empleado, mientras iba copiando en una ficha los datos del carnet de identidad, pronunciaba en voz alta el infeliz y rancio nombre, para colmo con un tono que hasta una inocente criatura reconocería como intencionado. Nadie, creemos, por más limpia de obstáculos que haya sido su vida, se atreverá a decir que nunca le ha sucedido un vejamen de éstos. Antes o después aparece, porque aparece siempre, uno de esos espíritus fuertes para quienes las debilidades humanas, sobre todo las más superiormente delicadas, provocan carcajadas de burla, es la verdad que a veces ciertos sonidos inarticulados que, sin querer, nos salen de la boca, no son otra cosa que gemidos irreprimibles de un dolor antiguo, como una cicatriz que de repente se hace recordar. Mientras guarda la película en su fatigada cartera de profesor, Tertuliano Máximo Afonso, con apreciable brío, se esfuerza por no aparentar el disgusto que le ha causado la gratuita denuncia del empleado de la tienda, pero no puede evitar decirse para sus adentros, aunque recriminándose por la rastrera injusticia del pensamiento, que la culpa es del colega, de la manía que ciertas personas tienen de dar consejos sin que nadie se los haya pedido. Necesitamos tanto echar las culpas a algo lejano cuanto valor nos falta para enfrentar lo que tenemos delante. Tertuliano Máximo Afonso no sabe, no imagina, no puede adivinar que el empleado está arrepentido de su maleducado despropósito, otro oído, más fino que el suyo, capaz de captar las sutiles graduaciones de voz con que declaraba siempre a su disposición como respuesta a las malhumoradas buenas tardes de despedida que le fueron lanzadas, habría percibido que se instalaba allí, tras el mostrador, una gran voluntad de paz. Al fin y al cabo, es benévolo principio mercantil, cimentado en la antigüedad y probado en el uso de los siglos, que la razón siempre la tiene el cliente, incluso en el caso improbable, aunque posible, de que se llame Tertuliano. Ya en el autobús que lo dejará cerca del edificio donde vive hace media docena de años, o sea, desde que se divorció, Máximo Afonso, empleamos aquí la versión abreviada del nombre porque ante nuestros ojos lo autoriza aquel que es su único señor y dueño, pero sobre todo porque la palabra Tertuliano, estando tan próxima, apenas tres líneas atrás, acabaría perjudicando gravemente la fluidez de la narrativa, Máximo Afonso, decíamos, se encontró preguntándose, de súbito intrigado, de súbito perplejo, qué extraños motivos, qué particulares razones habrían sido las que indujeron al colega de Matemáticas, nos faltó decir que es de Matemáticas el colega, a aconsejarle con tanta insistencia la película que acaba de alquilar, cuando la verdad es que, hasta este día, nunca el llamado séptimo arte fue materia de conversación entre ambos. Se comprendería la recomendación si se tratara de un buen título, de los indiscutibles, en tal caso el agrado, la satisfacción, el entusiasmo por el descubrimiento de una obra de alta calidad estética podrían haber obligado al colega, durante el almuerzo en la cafetería o en el intervalo entre dos clases, a tirarle presurosamente de la manga diciéndole, No recuerdo que hayamos hablado jamás de cine, pero ahora te digo, querido amigo, que tienes que ver, es indispensable que veas Quien no se amaña no se apaña, que es el nombre de la película que Tertuliano Máximo Afonso lleva dentro de la cartera, también esta información estaba faltando. Entonces el profesor de Historia preguntaría, En qué cine la ponen, y el de Matemáticas replicaría, rectificando, No la ponen, la pusieron, la película ya tiene cuatro o cinco años, no sé cómo se me escapó cuando la estrenaron, y a continuación, sin pausa, preocupado por la posible inutilidad del consejo que con tanto fervor ofrecía, Pero quizá ya la hayas visto, No la he visto, voy poco al cine, me contento con el que se exhibe en televisión, y ni eso, Pues entonces deberías verla, la encontrarás en cualquier tienda especializada, o alquílala si no te apetece comprarla. El diálogo podría haber sucedido más o menos de esta manera si el filme mereciese los elogios, pero las cosas, en realidad, ocurrieron mucho menos ditirámbicamente, No es que me quiera meter en tu vida, dijo el de Matemáticas mientras pelaba una naranja, pero de un tiempo a esta parte te encuentro abatido, y Tertuliano Máximo Afonso confirmó, Es verdad, estoy un poco bajo, Problemas de salud, No creo, hasta donde sé no estoy enfermo, lo que sucede es que todo me cansa y aburre, esta maldita rutina, esta repetición, esta uniformidad, Distráete, hombre, distraerse es siempre el mejor remedio, Permíteme que te diga que distraerse es el remedio de quien no lo necesita, Buena respuesta, no hay duda, sin embargo algo tendrás que hacer para salir del marasmo en que te encuentras, O depresión, Depresión o marasmo, da lo mismo, el orden de los factores es arbitrario, Pero no la intensidad, Qué haces cuando no das clase, Leo, oigo música, de vez en cuando me voy a un museo, Y al cine, vas, Voy poco al cine, me conformo con el que programan en televisión, Podías comprar vídeos, organizar una colección, una videoteca, como se dice ahora, Sí, realmente podría, lo malo es que ya me falta espacio para los libros, Entonces alquila, alquilar es la solución, Tengo unos cuantos vídeos, unos documentales científicos, ciencias de la naturaleza, arqueología, antropología, artes en general, también me interesa la astronomía, asuntos de ese tipo, Todo eso está bien, pero necesitas distraerte con historias que no ocupen demasiado espacio en la cabeza, por ejemplo, ya que la astronomía te interesa, me imagino que también te interesará la ciencia ficción, las aventuras en el espacio, las guerras de las galaxias, los efectos especiales, Tal como lo veo y entiendo, los efectos especiales son el peor enemigo de la imaginación, esa pericia misteriosa, enigmática, que tanto trabajo les costó a los seres humanos inventar, No exageres, No exagero, quienes exageran son los que quieren convencerme de que en menos de un segundo, con un chasquido de dedos, se pone una nave espacial a cien mil millones de kilómetros de distancia, Reconoce que para crear esos efectos que tanto desdeñas, también se necesita imaginación, Sí, pero la de otros, no la mía, Siempre podrás usar la tuya a partir del punto donde los otros llegaron, O sea, doscientos mil millones de kilómetros en lugar de cien, No olvides que lo que llamamos hoy realidad fue imaginación ayer, mira Julio Verne, Sí, pero la realidad de ahora es que para ir a Marte, por ejemplo, y Marte en términos astronómicos está, como quien dice, a la vuelta de la esquina, son necesarios nada menos que nueve meses, después tendríamos que esperar allí otros seis meses hasta que el planeta esté de nuevo en el punto adecuado para poder regresar, y finalmente hacer otro viaje de nueve meses para llegar a la Tierra, en total dos años de supremo aburrimiento, una película sobre una ida a Marte en la que la verdad de los hechos se respetara, sería la más enojosa pesadez jamás vista, Ya sé por qué te aburres, Por qué, Porque no hay nada que te satisfaga, Con poco, si lo tuviera, me daría por satisfecho, Algo tienes, una carrera, un trabajo, a primera vista no se ven motivos de queja, Son la carrera y el trabajo los que me tienen a mí, no yo a ellos, De ese mal, suponiendo que realmente lo sea, todos nos quejamos, también a mí me gustaría que me conociesen como un genio de las matemáticas en lugar del mediocre y resignado profesor de enseñanza secundaria que no tengo más remedio que seguir siendo, No me gusto, probablemente ése es el problema, Si me pusieras delante una ecuación de dos incógnitas todavía te podría ofrecer mis talentos de especialista, pero, tratándose de una incompatibilidad de ese calibre, mi ciencia sólo serviría para complicarte la vida, por eso te digo que te entretengas viendo unas películas como quien toma tranquilizantes, no que te dediques a las matemáticas, que dan muchos quebraderos de cabeza, Tienes alguna idea, Idea de qué, De una película interesante, que valga la pena, De ésas no faltan, entra en la tienda, date una vuelta y elige, Pero sugiéreme una, por lo menos. El profesor de Matemáticas pensó, pensó, y por fin dijo, Quien no se amaña no se apaña, Eso qué es, Una película, lo que me has pedido, Parece un refrán, Es un refrán, Toda o sólo el título, Espera a verla, De qué género, El refrán, No, la película, Comedia, Seguro que no es un dramón antiguo, de capa y espada, o uno moderno, de tiros y sangre, Es una comedia ligera, divertida, Voy a tomar nota, cómo has dicho que se llama, Quien no se amaña no se apaña, Muy bien, ya lo tengo, No es ninguna obra maestra del cine, pero te entretendrá durante hora y media.

Tertuliano Máximo Afonso está en casa, tiene en la cara una expresión de duda, nada grave, sin embargo, no es la primera vez que le sucede esto, contemplar el balanceo de la voluntad entre emplear su tiempo preparando algo de comer, lo que, generalmente, no significa más esfuerzo que abrir una lata y poner en la lumbre el contenido, o la alternativa de salir a cenar a un restaurante cercano, donde ya es conocido por la poca consideración que demuestra por la carta, no por actitudes soberbias de cliente insatisfecho, sino por indiferencia, abstracción, por pereza de tener que escoger un plato entre los que le proponen en la corta lista de sobra conocida. Le refuerza la conveniencia de no salir de casa el hecho de haberse traído trabajo del instituto, los últimos ejercicios de sus alumnos, que deberá leer con atención y corregir siempre que atenten peligrosamente contra las verdades enseñadas o se permitan excesivas libertades de interpretación. La Historia que Tertuliano Máximo Afonso tiene la misión de enseñar es como un bonsái al que de vez en cuando se aparan las raíces para que no crezca, una miniatura infantil del gigantesco árbol de los lugares y del tiempo, y de cuanto en ellos va sucediendo, miramos, vemos la desigualdad de tamaño y ahí nos quedamos, pasamos por alto otras diferencias no menos notables, por ejemplo, ningún ave, ningún pájaro, ni siquiera el diminuto picaflor, conseguiría hacer nido en las ramas de un bonsái, y si es verdad que bajo su pequeña sombra, suponiéndolo provisto de suficiente frondosidad, puede acogerse una lagartija, lo más seguro es que al reptil le quede la punta del rabo fuera. La Historia que Tertuliano Máximo Afonso enseña, él mismo lo reconoce y no tiene inconveniente en confesarlo si le preguntan, tiene una enorme cantidad de rabos fuera, algunos todavía agitándose, otros ya reducidos a una piel arrugosa con un collarcito de vértebras sueltas dentro. Acordándose de la conversación con el colega, pensó, Las Matemáticas vienen de otro planeta cerebral, en las Matemáticas los rabos de lagartija sólo serían abstracciones. Sacó los papeles de la cartera y los colocó sobre el escritorio, sacó también la cinta de Quien no se amaña no se apaña, ahí estaban las dos ocupaciones a las que podría dedicar la velada de hoy, corregir los ejercicios, ver la película, aunque sospechaba que el tiempo no daría para todo, ya que no solía ni le gustaba trabajar noche adentro. La urgencia de revisar las pruebas de los alumnos no era sangría desatada, la urgencia de ver la película, ésa no era ninguna. Será mejor seguir con el libro que estaba leyendo, pensó. Después de haber pasado por el cuarto de baño fue al dormitorio a cambiarse de ropa, se mudó de zapatos y pantalones, se puso un jersey sobre la camisa, dejándose la corbata porque no le gustaba verse desgolletado, y entró en la cocina. Sacó de un armario tres latas de diferentes comidas, y como no supo por cuál decidirse, echó mano, que decida la suerte, de una incomprensible y casi olvidada cantinela de infancia que muchas veces, en aquellos tiempos, lo dejaba fuera de juego, y que rezaba así, san roque, san rocó, al que le toque, le tocó, le salió un guiso de carne, que no era lo que más le apetecía, pero pensó que no debía contrariar al destino. Cenó en la cocina, empujando con una copa de vino tinto, y, cuando terminó, casi sin haberlo pensado, repitió la cantinela con tres migajas de pan, la de la izquierda, que era el libro, la de en medio, que eran los ejercicios, la de la derecha, que era la película. Ganó Quien no se amaña no se apaña, está visto que lo que tiene que ser, tiene que ser, y tiene mucha fuerza, no merece la pena jugar con el sino, lo que está de Dios a la mano viene. Esto es lo que generalmente se dice, y, porque se dice generalmente, aceptamos la sentencia sin mayor discusión, cuando nuestro deber de personas libres sería cuestionar con energía un destino despótico que ha determinado, vaya usted a saber con qué maliciosas intenciones, que lo que está de Dios es la película y no los ejercicios o el libro. Como profesor, y de Historia para colmo, este Tertuliano Máximo Afonso, vista la escena que acabamos de presenciar en la cocina, que confía su futuro inmediato, y por ventura el que vendrá después, a tres migajas de pan y a un juego infantil y sin sentido, es un mal ejemplo para los adolescentes que el destino, el mismo u otro, pone en sus manos. No cabrá infelizmente en este relato una anticipación de los probables efectos perniciosos de la influencia de un profesor así en la formación de las jóvenes almas de los educandos, por eso las dejamos aquí, sin otra esperanza que la de que acaben encontrando, un día, en el camino de la vida, una influencia de señal contraria que las libere, quién sabe si in extremis, de la perdición irracionalista que en este momento las amenaza.

Tertuliano Máximo Afonso lavó cuidadosamente la loza de la cena, desde siempre es para él una inviolable obligación dejar todo limpio y repuesto en su lugar después de haber comido, lo que nos enseña, regresando por una última vez a las jóvenes almas arriba citadas, para las que semejante proceder sería, tal vez, si no con alta probabilidad, risible, y la obligación letra muerta, que hasta de alguien tan poco recomendable en temas, asuntos y cuestiones relacionadas con el libre arbitrio es posible aprender alguna cosa. Tertuliano Máximo Afonso recibió de las regladas costumbres de la familia en que fue concebido esta y otras buenas lecciones, en particular de su madre, por fortuna todavía viva y con salud, a quien visitará uno de estos días en la pequeña ciudad de provincia donde el futuro profesor abrió los ojos al mundo, cuna de los Máximo maternos y de los Afonso paternos, y en la que le tocó ser el primer Tertuliano acontecido, nato hace casi cuarenta años. Al padre no tendrá otra solución que visitarlo en el cementerio, así es la puta vida, siempre se nos acaba. La mala palabra le cruzó por la cabeza sin haberla convocado, ha sido por haber pensado en el padre mientras salía de la cocina y añorarlo, Tertuliano Máximo Afonso es poco dado a decir tacos, hasta tal punto que, si en alguna rara ocasión le salen, él mismo se sorprende con la extrañeza, con la falta de convencimiento de sus órganos fónicos, cuerdas vocales, cámara palatina, lengua, dientes y labios, como si estuviesen articulando, contrariados, por primera vez, una palabra de un idioma hasta ahí desconocido. En la pequeña parte de la casa que le sirve de estudio y de cuarto de estar hay un sofá de dos plazas, una mesa baja, de centro, un sillón de orejas que parece acogedor, el televisor enfrente, en el punto de fuga, y, esquinada, dispuesta para recibir la luz de la ventana, la mesa de trabajo donde los ejercicios de Historia y la cinta de vídeo esperan a ver quién gana. Dos de las paredes están forradas de libros, la mayoría con las señales del uso y el agostamiento de la edad. En el suelo una alfombra con motivos geométricos, de colores pardos, o tal vez descoloridos, ayuda a mantener un ambiente confortable, que no pasa de la media, sin fingimiento ni pretensión de aparentar más de lo que es, el sitio de vivir de un profesor de enseñanza secundaria que gana poco, como parece ser obstinación caprichosa de las clases docentes en general, o condena histórica que todavía no han acabado de purgar. La migaja de en medio, es decir, el libro que Tertuliano Máximo Afonso viene leyendo, un ponderado estudio sobre las antiguas civilizaciones mesopotámicas, se encuentra donde anoche quedó, aquí sobre la mesita de centro, a la espera, también, como las otras dos migajas, a la espera, como siempre están las cosas, todas ellas, que de eso no pueden escapar, es la fatalidad que las gobierna, parece que forma parte de su invencible naturaleza de cosas. De una personalidad como se viene anunciando de este Tertuliano Máximo Afonso, que ya ha dado algunas muestras de espíritu errabundo y hasta algo evasivo, en el poco tiempo que le conocemos, no causaría sorpresa, en este momento, una exhibición de conscientes simulaciones consigo mismo, hojeando los ejercicios de los alumnos con falsa atención, abriendo el libro en la página en que la lectura se interrumpió, mirando desinteresado la cinta por un lado y por otro, como si todavía no hubiese decidido acerca de lo que finalmente quiere hacer. Pero las apariencias, no siempre tan engañosas como se dice, a veces se niegan a sí mismas y dejan surgir manifestaciones que abren camino a posibilidades de serias diferencias futuras en un marco de comportamiento que, por lo general, parecía presentarse como definido. Esta laboriosa explicación podría haberse evitado si en su lugar, sin más rodeos, hubiésemos dicho que Tertuliano Máximo Afonso se dirigió directamente, es decir, en línea recta, al escritorio, tomó la cinta, recorrió con los ojos las informaciones del anverso y del reverso de la caja, apreció las caras sonrientes, de buen humor, de los intérpretes, notó que sólo el nombre de uno, el principal, una actriz joven y guapa, le era familiar, aviso de que la película, a la hora de los contratos, no debía de haber sido contemplada con atenciones especiales por parte de los productores, y luego, con el firme movimiento de una voluntad que parecía que nunca había dudado de sí misma, empujó la cinta dentro del aparato de vídeo, se sentó en el sillón, apretó el botón del mando a distancia y se acomodó para pasar lo mejor posible una velada que, si por la muestra prometía poco, menos aún debería cumplir. Y así fue. Tertuliano Máximo Afonso rió dos veces, sonrió tres o cuatro, la comedia, además de ligera, según la expresión conciliadora del colega de Matemáticas, era sobre todo absurda, disparatada, un engendro cinematográfico en el que la lógica y el sentido común se habían quedado protestando al otro lado de la puerta porque no les fue permitida la entrada donde el desatino estaba siendo perpetrado. El título, el tal Quien no se amaña no se apaña, era una de esas metáforas obvias, del tipo blanco es, la gallina lo pone, todo se limitaba a un caso de frenética ambición personal que la actriz joven y guapa encarnaba de la mejor manera que le habían enseñado, salpicado el dicho caso de malentendidos, maniobras, desencuentros y equívocos, en medio de los cuales, por desgracia, la depresión de Tertuliano Máximo Afonso no consiguió encontrar el menor lenitivo. Cuando la película terminó, Tertuliano estaba más irritado consigo mismo que con el colega. A éste le disculpaba la buena intención, pero a él, que ya tenía edad para no andar corriendo detrás de quimeras, lo que le dolía, como les sucede siempre a los ingenuos, era eso mismo, su ingenuidad. En voz alta dijo, Mañana voy a devolver esta mierda, esta vez no hubo sorpresa, sintió que le asistía el derecho a desahogarse por vía grosera, y, además, hay que tener en consideración que ésta sólo es la segunda indecencia que deja escapar en las últimas semanas, y la primera, para colmo, fue de pensamiento, lo que es sólo de pensamiento no cuenta. Miró el reloj y vio que todavía no eran las once, Es temprano, murmuró, y con esto quiso decir, como se vio a continuación, que todavía tenía tiempo para punirse por la liviandad de haber cambiado la obligación por la devoción, lo auténtico por lo falso, lo duradero por lo precario. Se sentó ante el escritorio, se acercó cuidadosamente los ejercicios de Historia, como pidiéndoles perdón por el abandono, y trabajó hasta la madrugada como el maestro escrupuloso que siempre se había preciado de ser, lleno de pedagógico amor por sus alumnos, pero exigentísimo en las fechas e implacable en los sobrenombres. Era tarde cuando llegó al final de la tarea que se había impuesto a sí mismo, sin embargo, todavía repiso por la falta, todavía contrito por el pecado, y como quien ha decidido cambiar un cilicio doloroso por otro no menos correctivo, se llevó a la cama el libro sobre las antiguas civilizaciones mesopotámicas, en el capítulo que trataba de los semitas amorreos y, en particular, de su rey Hammurabi, el del Código. Al cabo de cuatro páginas se durmió serenamente, señal de que había sido perdonado.

Se despertó una hora después. No tuvo sueños, ninguna horrible pesadilla le había desordenado el cerebro, no forcejeó defendiéndose del monstruo gelatinoso que se le pegaba a la cara, sólo abrió los ojos y pensó, Hay alguien en casa. Despacio, sin precipitación, se sentó en la cama y se puso a escuchar. El dormitorio es interior, incluso durante el día no llegan aquí los ruidos de fuera, y a esta altura de la noche, Qué hora es, el silencio suele ser total. Y era total. Quienquiera que fuese el intruso no se movía de donde estaba. Tertuliano Máximo Afonso alargó el brazo hasta la mesilla de noche y encendió la luz. El reloj marcaba las cuatro y cuarto. Como la mayor parte de la gente común, este Tertuliano Máximo Afonso tiene tanto de valiente como de cobarde, no es un héroe de esos invencibles del cine, pero tampoco es un miedica, de los que se orinan encima cuando oyen chirriar a medianoche la puerta de la mazmorra del castillo. Es verdad que sintió que se le erizaba el pelo del cuerpo, pero esto hasta a los lobos les sucede cuando se enfrentan a un peligro, y a nadie que esté en su sano juicio se le pasará por la cabeza sentenciar que los lupinos son unos miserables cobardes. Tertuliano Máximo Afonso va a demostrar que tampoco lo es. Se deslizó sigilosamente de la cama, empuñó un zapato a falta de arma más contundente y, usando mil cautelas, se asomó a la puerta del pasillo. Miró a un lado, luego a otro. La percepción de la presencia que lo despertó se hizo un poco más fuerte. Encendiendo luces a medida que avanzaba, oyendo latirle el corazón en la caja del pecho como un caballo a galope, Tertuliano Máximo Afonso entró en el cuarto de baño y después en la cocina. Nadie. Y la presencia, allí, era curioso, parecía bajar de intensidad. Regresó al pasillo y mientras se iba aproximando al cuarto de estar percibía que la invisible presencia se hacía más densa a cada paso, como si la atmósfera se hubiese puesto a vibrar por la reverberación de una oculta incandescencia, como si el nervioso Tertuliano Máximo Afonso caminara por un terreno radiactivamente contaminado llevando en la mano un contador Geiger que irradiara ectoplasmas en vez de emitir avisos sonoros. No había nadie en el cuarto de estar. Tertuliano Máximo Afonso miró alrededor, allí estaban, firmes e impávidas, las dos altas estanterías llenas de libros, los grabados enmarcados de las paredes, a los que hasta ahora no se había hecho referencia, pero es cierto, ahí están, y ahí, y ahí, y ahí, el escritorio con la máquina de escribir, el sillón, la mesita baja en medio, con una pequeña escultura colocada exactamente en el centro geométrico, y el sofá de dos plazas, y el televisor. Tertuliano Máximo Afonso murmuró en voz muy baja, con temor, Era esto, y entonces, pronunciada la última palabra, la presencia, silenciosamente, como una pompa de jabón reventando, desapareció. Sí, era aquello, el televisor, el vídeo, la comedia que se llama Quien no se amaña no se apaña, una imagen ahí dentro que ha regresado a su sitio después de ir a despertar a Tertuliano Máximo Afonso a la cama. No imaginaba cuál podría ser, pero tenía la seguridad de que la reconocería en cuanto apareciese. Volvió al dormitorio, se puso una bata sobre el pijama para no enfriarse y regresó. Se sentó en el sillón, apretó el botón del mando a distancia e, inclinado hacia delante, con los codos hincados en las rodillas, todo él ojos, ya sin risas ni sonrisas, repasó la historia de la mujer joven y guapa que quería triunfar en la vida. Al cabo de veinte minutos la vio entrar en un hotel y dirigirse al mostrador de recepción, le oyó decir el nombre, Me llamo Inés de Castro, antes ya había notado la interesante e histórica coincidencia, oyó cómo proseguía, Tengo una reserva, el empleado la miró de frente, a la cámara, no a ella, o a ella que se encontraba en el lugar de la cámara, lo que le dijo casi no llegó a percibirlo ahora Tertuliano Máximo Afonso, el dedo de la mano que sostenía el mando a distancia apretó veloz el botón de pausa, sin embargo la imagen ya se había ido, es lógico que no se gaste película inútilmente en un actor, figurante o poco más, que sólo entra en la historia al cabo de veinte minutos. Rebobinó la cinta, pasó otra vez por la cara del recepcionista, la mujer joven y guapa volvió a entrar en el hotel, volvió a decir que se llamaba Inés de Castro y que tenía una reserva, ahora sí, aquí está, la imagen fija del recepcionista mirando de frente a quien le miraba a él. Tertuliano Máximo Afonso se levantó del sillón, se arrodilló delante del televisor, la cara tan pegada a la pantalla como le permitía la visión, Soy yo, dijo, y otra vez sintió que se le erizaba el pelo del cuerpo, lo que allí se veía no era verdad, no podía ser verdad, cualquier persona equilibrada que estuviera presente por casualidad lo tranquilizaría, Qué idea, querido Tertuliano, tenga la bondad de observar que él usa bigote y usted tiene la cara rasurada. Las personas equilibradas son así, acostumbran a simplificarlo todo, y después, pero siempre demasiado tarde, las vemos asombrándose de la copiosa diversidad de la vida, entonces se acuerdan de que los bigotes y las barbas no tienen voluntad propia, crecen y prosperan cuando se les permite, a veces también por pura indolencia del portador, pero, de un instante a otro, porque cambia la moda o porque la pilosa monotonía se vuelve molesta ante el espejo, desaparecen sin dejar rastro. Eso sin olvidar, porque todo puede suceder cuando se trata de actores y artes escénicas, la fuerte probabilidad de que el fino y bien tratado bigote del recepcionista sea, simplemente, un postizo. Cosas así se han visto. Estas consideraciones, que, por obvias, saltarían a la vista de cualquier persona con la mayor naturalidad, podría haberlas producido por su propia cuenta Tertuliano Máximo Afonso si no estuviese tan concentrado buscando en la película otras situaciones en que apareciese el mismo actor secundario, o figurante con líneas de texto, como con más rigor convendría designarlo. Hasta el final de la historia, el hombre del bigote, siempre en su papel de recepcionista, apareció en cinco ocasiones más, cada vez con escaso trabajo, aunque en la última le fue dado intercambiar dos frases pretendidamente maliciosas con la dominadora Inés de Castro y luego, cuando ella se apartaba contorneándose, la miraba con expresión caricaturescamente libidinosa, que el realizador debió de considerar irresistible para el apetito de risas del espectador. Es innecesario decir que si Tertuliano Máximo Afonso no le encontró gracia la primera vez, mucho menos la segunda. Había regresado a la primera imagen, esa en que el recepcionista, en primer plano, mira de frente a Inés de Castro, y analizaba, minucioso, la imagen, trazo a trazo, facción a facción, Salvo unas leves diferencias, pensó, el bigote sobre todo, el corte de pelo distinto, la cara menos rellena, es igual que yo. Se sentía tranquilo ahora, sin duda la semejanza era, por decirlo así, asombrosa, pero no pasaba de eso, semejanzas no faltan en el mundo, véanse los gemelos, por ejemplo, lo que sería de admirar es que habiendo más de seis mil millones de personas en el planeta no se encontrasen al menos dos iguales. Que nunca podrían ser exactamente iguales, iguales en todo, ya se sabe, dijo, como si estuviese conversando con ese su otro yo que lo miraba desde dentro del televisor. De nuevo sentado en el sillón, ocupando por tanto la posición que sería de la actriz que interpretaba el papel de Inés de Castro, jugó a ser, también él, cliente del hotel, Me llamo Tertuliano Máximo Afonso, anunció, y después, sonriendo, Y usted, la pregunta era de lo más consecuente, si dos personas iguales se encuentran, lo natural es querer saber todo una de la otra, y el nombre es siempre lo primero porque imaginamos que ésa es la puerta por donde se entra. Tertuliano Máximo Afonso pasó la cinta hasta el final, allí estaba la lista de los actores de menor importancia, no recordaba si también se mencionarían los papeles que representaban, pues no, los nombres aparecían por orden alfabético, simplemente, y eran muchos. Tomó distraído la caja de la película, recorrió una vez más con los ojos lo que allí se escribía y mostraba, los rostros sonrientes de los actores principales, un breve resumen de la historia, y también, abajo, la ficha técnica, en letra pequeña, y la fecha de la película. Ya tiene cinco años, murmuró, al mismo tiempo que recordaba que eso mismo le había dicho el colega de Matemáticas. Cinco años ya, repitió, y, de repente, el mundo dio otra sacudida, no era el efecto de la impalpable y misteriosa presencia lo que lo había despertado, era algo concreto, y no sólo concreto, también documentable. Con las manos trémulas abrió y cerró cajones, de ellos desentrañó sobres con negativos y copias fotográficas, esparció todo en la mesa, por fin encontró lo que buscaba, un retrato suyo de hacía cinco años. Tenía bigote, el corte de pelo distinto, la cara menos rellena. Ni el propio Tertuliano Máximo Afonso sabría decir si el sueño volvió a abrirle los misericordiosos brazos después de la revelación tremebunda que fue para él la existencia, tal vez en la misma ciudad, de un hombre que, a juzgar por la cara y por la figura en general, es su vivo retrato. Después de comparar demoradamente la fotografía de hace cinco años con la imagen en primer plano del recepcionista, después de no haber encontrado ninguna diferencia entre ésta y aquélla, por mínima que fuese, al menos una levísima arruga que uno tuviese y al otro le faltara, Tertuliano Máximo Afonso se dejó caer en el sofá, no en el sillón, donde no habría espacio suficiente para amparar el desmoronamiento físico y moral de su cuerpo, y allí, con la cabeza entre las manos, los nervios exhaustos, el estómago en ansias, se esforzó por organizar los pensamientos, desenredándolos del caos de emociones acumuladas desde el momento en que la memoria, velando sin que él lo sospechase tras la cortina corrida de los ojos, lo despertara sobresaltado de su primer y único sueño. Lo que más me confunde, pensaba con esfuerzo, no es tanto el hecho de que este tipo se me parezca, de que sea una copia mía, un duplicado, podríamos decir, casos así no son infrecuentes, tenemos los gemelos, tenemos los sosias, las especies se repiten, el ser humano se repite, es la cabeza, es el tronco, son los brazos, son las piernas, y podría suceder, no tengo ninguna certeza, es sólo una posibilidad, que una alteración fortuita en un determinado cuadro genético tuviese como efecto un ser semejante a otro generado en un cuadro genético sin relación alguna con el primero, lo que me confunde no es tanto eso como saber que hace cinco años fui igual al que él era en ese momento, hasta bigote usábamos, y todavía más la posibilidad, qué digo, la probabilidad de que cinco años después, es decir, hoy, ahora mismo, a esta hora de la madrugada, la igualdad se mantenga, como si un cambio en mí tuviese que ocasionar el mismo cambio en él, o, peor todavía, que uno no cambie porque el otro cambió, sino porque sea simultáneo el cambio, eso sí sería darse con la cabeza en la pared. De acuerdo, no debo transformar esto en una tragedia, todo cuanto pueda suceder, sabemos que sucederá, primero fue el acaso haciéndonos iguales, después fue el acaso de una película de la que nunca había oído hablar, podría haber vivido el resto de la vida sin ni siquiera imaginar que un fenómeno así elegiría para manifestarse a un vulgar profesor de Historia, este que hace pocas horas estaba corrigiendo los errores de sus alumnos y ahora no sabe qué hacer con el error en el que él mismo, de un momento a otro, se ha visto convertido. Seré de verdad un error, se preguntó, y, suponiendo que efectivamente lo sea, qué significado, qué consecuencias tendrá para un ser humano saberse errado. Le bajó por la espina dorsal una rápida sensación de miedo y pensó que hay cosas que es preferible dejar como están y ser como son, porque en caso contrario se corre el peligro de que los otros se den cuenta, y, lo que es peor, que percibamos también nosotros a través de los ojos de los otros ese oculto desvío que nos torció a todos al nacer y que espera, mordiéndose las uñas de impaciencia, el día en que pueda mostrarse y anunciarse, Aquí estoy. El peso excesivo de tan profunda cogitación, para colmo centrada en la posibilidad de la existencia de duplos absolutos, aunque más intuida en destellos fugaces que verbalmente elaborada, hizo que la cabeza lentamente le fuera resbalando, y el sueño, un sueño que, por sus propios medios, proseguiría la labor mental hasta ese momento ejecutada por la vigilia, se hizo cargo del cuerpo fatigado y le ayudó a acomodarse en los cojines del sofá. No llegó a ser un reposo que mereciese y justificase su dulce nombre, pocos minutos después, al abrir de golpe los ojos, Tertuliano Máximo Afonso, como un muñeco parlante cuyo mecanismo se hubiera averiado, repetía con otras palabras la pregunta de hace poco, Qué es ser un error. Se encogió de hombros como si la cuestión, de súbito, hubiese dejado de interesarle. Efecto comprensible de un cansancio llevado al extremo, o, por el contrario, consecuencia benéfica de un breve sueño, esta indiferencia es, incluso así, desconcertante e inaceptable, porque muy bien sabemos, y él mejor que nadie, que el problema no ha sido resuelto, está ahí intacto, dentro del vídeo, a la espera también él, después de haberse expuesto en palabras que no se oyeron pero que subyacían en el diálogo del guión, Uno de nosotros es un error, esto es lo que realmente le dice el recepcionista a Tertuliano Máximo Afonso cuando, dirigiéndose a la actriz que hacía de Inés de Castro, le informaba de que la habitación que había reservado era la doce-dieciocho. De cuántas incógnitas es esta ecuación, preguntó el profesor de Historia al profesor de Matemáticas en el momento que cruzaba otra vez el umbral del sueño. El colega de los números no respondió a la pregunta, sólo hizo un gesto compasivo y dijo, Después hablamos, ahora descansa, trata de dormir, que bien lo necesitas. Dormir era, sin duda, lo que Tertuliano Máximo Afonso más deseaba en este momento, pero el intento resultó frustrado. Al cabo estaba otra vez despierto, ahora animado por una idea luminosa que de repente se le había ocurrido, y era pedirle al colega de Matemáticas que le dijese por qué se le ocurrió sugerirle que viera Quien no se amaña no se apaña, cuando se trata de una película de escaso mérito y con el peso de cinco años de una ciertamente atribulada existencia, lo que, en una cinta de producción corriente, de bajo presupuesto, es motivo más que seguro para una jubilación por incapacidad, cuando no para una muerte poco gloriosa apenas pospuesta durante un tiempo gracias a la curiosidad de media docena de espectadores excéntricos que oyeron hablar de filmes de culto y creyeron que era aquello. En esta enmarañada ecuación, la primera incógnita a resolver era si el colega de Matemáticas se habría dado cuenta o no del parecido cuando vio la película, y, en caso afirmativo, por qué razón no le previno en el momento en que se la sugirió, aunque fuese con palabras de risueña amenaza, como éstas, Prepárate, que te vas a llevar un susto. Aunque no creía en el Destino propiamente dicho, o sea, el que se distingue de cualquier destino subalterno por la mayúscula inicial de respeto, Tertuliano Máximo Afonso no consigue escapar a la idea de que tantas casualidades y coincidencias juntas pueden muy bien corresponder a un plan por el momento inescrutable, pero cuyo desarrollo y desenlace ciertamente ya se encuentran determinados en las tablas en que el dicho Destino, suponiendo que a fin de cuentas existe y nos gobierna, apuntó, en el principio de los tiempos, la fecha en que caerá el primer cabello de la cabeza y la fecha en que se apagará la última sonrisa de la boca. Tertuliano Máximo Afonso ha dejado de estar tumbado en el sofá como un traje arrugado y sin cuerpo dentro, acaba de levantarse tan firme de piernas como le es posible tras una noche que en violencia de emociones no tiene par en toda su vida, y, sintiendo que la cabeza le huye un poco del sitio, mira el cielo tras los cristales de la ventana. La noche se mantenía agarrada a los tejados de la ciudad, las farolas de la calle todavía estaban encendidas, pero la primera y sutil aguada de la mañana ya comienza a teñir de transparencias la atmósfera allá en lo alto. Así tuvo certeza de que el mundo no acabaría hoy, que sería un desperdicio sin perdón hacer salir el sol en balde, sólo para que estuviese presente en el principio de la nada quien al todo había dado comienzo, y por tanto, aunque no siendo clara, y mucho menos evidente, la relación que hubiese entre una cosa y otra, el sentido común de Tertuliano Máximo Afonso compareció finalmente para darle el consejo cuya falta se venía notando desde la aparición del recepcionista en el televisor, y ese consejo fue el siguiente, Si crees que debes pedir una explicación a tu colega, pídesela de una vez, siempre será mejor que andar por ahí con la garganta atravesada de interrogaciones y dudas, te recomiendo en todo caso que no abras demasiado la boca, que vigiles tus palabras, tienes una patata caliente en las manos, suéltala si no quieres que te queme, devuelve el vídeo a la tienda hoy mismo, pon una piedra sobre el asunto y acaba con el misterio antes de que él comience a lanzar afuera cosas que preferirías no saber, o ver, o hacer, además, suponiendo que haya una persona que es una copia tuya, o tú una copia suya, y por lo visto la hay, no tienes ninguna obligación de ir a buscarla, ese tipo existe y tú no lo sabías, existes tú y él no lo sabe, nunca os visteis, nunca os cruzasteis en la calle, lo mejor que puedes hacer es, Y si me lo encuentro un día de éstos, si me cruzo con él en la calle, interrumpió Tertuliano Máximo Afonso, Vuelves la cara hacia otro lado, ni te he visto ni te conozco, Y si él se dirige a mí, Con que tenga un ápice de sensatez hará lo mismo, No se les puede exigir a todas las personas que sean sensatas, Por eso el mundo está como está, No has respondido a mi pregunta, Cuál, Qué hago si se dirige a mí, Le dices qué extraordinaria coincidencia, fantástica, curiosa, lo que te parezca más adecuado, pero siempre coincidencia, y cortas la conversación, Así sin más ni menos, Así sin más ni menos, Sería de mala educación, una falta de delicadeza, A veces es la única manera de evitar males mayores, no lo hagas y ya sabes lo que sucederá, después de una palabra vendrá otra, después de un primer encuentro habrá un segundo y un tercero, en un santiamén le estarás contando tu vida a un desconocido, ya has vivido suficientes años para haber aprendido que con desconocidos y extraños todo cuidado es poco cuando se trata de cuestiones personales, y, si quieres mi opinión, no consigo imaginar nada más personal, nada más íntimo que el lío en que parece que estás a punto de meterte, Es difícil considerar extraña a una persona que es igual que yo, Deja que siga siendo lo que hasta ahora, una desconocida, Sí, pero extraña nunca podrá ser, Extraños somos todos, hasta nosotros que estamos aquí, A quién te refieres, A ti y a mí, a tu sentido común y a ti mismo, raramente nos encontramos para hablar, sólo muy de tarde en tarde, y, si queremos ser sinceros, pocas veces merece la pena, Por mi culpa, También por la mía, estamos obligados por naturaleza o condición a seguir caminos paralelos, pero la distancia que nos separa, o divide, es tan grande que en la mayor parte de los casos no nos oímos el uno al otro, Te oigo ahora, Se trata de una emergencia, y las emergencias aproximan, Lo que tenga que ser, será, Conozco esa filosofía, suelen llamarle predestinación, fatalismo, hado, pero lo que realmente significa es que harás lo que te dé la real gana, como siempre, Significa que haré lo que tenga que hacer, nada menos, Hay personas para quienes es lo mismo lo que han hecho y lo que creyeron que tenían que hacer, Al contrario de lo que piensa el sentido común, las cosas de la voluntad nunca son simples, lo que es simple es la indecisión, la incertidumbre, la irresolución, Quién lo diría, No te sorprendas, vamos siempre aprendiendo, Mi misión ha acabado, tú haz lo que entiendas, Así es, Entonces, adiós, hasta otra ocasión, que te vaya bien, Probablemente hasta la próxima emergencia, Si consigo llegar a tiempo. Las farolas de la calle se habían apagado, el tráfico crecía por minutos, el azul ganaba color en el cielo. Todos sabemos que cada día que nace es el primero para unos y será el último para otros, y que, para la mayoría, es sólo un día más. Para el profesor de Historia Tertuliano Máximo Afonso, este día en que estamos, o somos, no habiendo ningún motivo para pensar que vaya a ser el último, tampoco será, simplemente, un día más. Digamos que se presentó en este mundo como la posibilidad de ser un otro primer día, un otro comienzo, y por tanto apuntando hacia un otro destino. Todo depende de los pasos que Tertuliano Máximo Afonso dé hoy. Sin embargo, la procesión, así se decía en los antiguos tiempos, todavía está saliendo de la iglesia. Sigámosla. Qué cara, murmuró Tertuliano Máximo Afonso cuando se miró al espejo, y de hecho no era para menos. Dormir, había dormido una hora, el resto de la noche la vivió bregando con el asombro y el temor descrito aquí con una minucia tal vez excesiva, perdonable sin embargo si recordamos que jamás en la historia de la humanidad, esa que el profesor Tertuliano Máximo Afonso tanto se esfuerza por enseñar bien a sus alumnos, se ha dado el caso de que existan dos personas iguales en el mismo lugar y el mismo tiempo. En épocas remotas se dieron otros casos de total semejanza física entre dos personas, ya sean hombres, ya sean mujeres, pero siempre las separaron decenas, centenas, millares de años y decenas, centenas, millares de kilómetros. El caso más portentoso que se conoce fue el de una cierta ciudad, hoy desaparecida, donde en la misma calle y en la misma casa, pero no en la misma familia, con un intervalo de doscientos cincuenta años, nacieron dos mujeres iguales. El prodigioso suceso no quedó registrado en ninguna crónica, tampoco se conservó a través de la tradición oral, lo que es perfectamente comprensible, dado que cuando nació la primera no se sabía que habría una segunda, y cuando la segunda vino al mundo ya se había perdido la memoria de la primera. Naturalmente. Pese a la ausencia absoluta de cualquier prueba documental o testimonial, estamos en condiciones de afirmar, incluso de jurar bajo palabra de honor si necesario fuere, que todo cuanto declaramos, declaremos o podamos declarar como sucedido en la ciudad hoy desaparecida, sucedió de verdad. Que la Historia no registre un hecho no significa que ese hecho no haya ocurrido. Cuando llegó al final de la operación de afeitado matinal, Tertuliano Máximo Afonso examinó sin complacencia la cara que tenía ante él y, en suma, la encontró con mejor aspecto. En realidad, cualquier observador imparcial, tanto masculino como femenino, no se negaría a definir como armoniosas, si tomadas en su conjunto, las facciones del profesor de Historia, y, seguramente, no se olvidaría de tener en cuenta la importancia positiva de ciertas leves asimetrías y ciertas sutiles variaciones volumétricas que constituían, por decirlo así y en este caso, la sal estimulante, que evita ese aspecto de manjar insulso que casi siempre acaba perjudicando los rostros dotados de trazos demasiado regulares. No se trata de proclamar aquí que Tertuliano Máximo Afonso es una perfecta figura de hombre, a tanto no le llegaría a él la inmodestia ni a nosotros la subjetividad, pero, por poco talento que tuviera, sin duda podría hacer una excelente carrera en el teatro interpretando papeles de galán. Y quien dice teatro, dice cine, claro está. Un paréntesis urgente. Hay situaciones en la narración, y ésta, como se verá, es justamente una de ellas, en que cualquier manifestación paralela de ideas y de sentimientos por parte del narrador al margen de lo que están sintiendo o pensando en ese momento los personajes, debería estar terminantemente prohibida por las leyes del bien escribir. La infracción, por imprudencia o falta de respeto humano, de tales cláusulas limitativas, que, existiendo, serían probablemente de acatamiento no obligatorio, puede conducir a que el personaje, en lugar de seguir una línea autónoma de pensamientos y emociones coherente con el estatuto que le fue conferido, como es su derecho inalienable, se vea asaltado de modo arbitrario por expresiones mentales o psíquicas que, procediendo de quien proceden, es cierto que nunca le serían del todo ajenas, pero en un instante dado podrían revelarse como mínimo inoportunas y en algún caso desastrosas. Fue precisamente lo que le sucedió a Tertuliano Máximo Afonso. Se miraba al espejo como quien se mira al espejo únicamente para evaluar los estragos de una noche mal dormida, en eso pensaba y nada más, cuando, de repente, la desafortunada reflexión del narrador sobre sus trazos físicos y la problemática eventualidad de que en un día futuro, auxiliados por la demostración de talento suficiente, pudieran llegar a ser puestos al servicio del arte teatral o del arte cinematográfico, desencadenó en él una reacción que no será exagerado clasificar como terrible. Si el tipo que hizo de recepcionista estuviese aquí, pensó dramáticamente, si estuviese aquí delante de este espejo, la cara que de sí mismo vería sería ésta. No censuremos que a Tertuliano Máximo Afonso no se le haya ocurrido pensar que el otro llevaba bigote en la película, no se le ha ocurrido, es verdad, quizá porque sabe a ciencia cierta que hoy ya no lo usa, y para eso no necesita recurrir a esos misteriosos saberes que son los de los presentimientos, pues encuentra la mejor de las razones en su propia cara rasurada, limpia de pelos. Cualquier persona con sentimientos no mostraría reluctancia en admitir que ese adjetivo, esa palabra, terrible, inadecuada aparentemente en el contexto doméstico de una persona que vive sola, habrá expresado con bastante pertinencia lo que ha pasado por la cabeza del hombre que acaba de volver corriendo desde su mesa de trabajo adonde fue a buscar un rotulador negro y ahora, otra vez delante del espejo, dibuja sobre su propia imagen, encima del labio superior y pegado a él, un bigote igualito al del recepcionista, fino, delgado, de galán. En este momento, Tertuliano Máximo Afonso pasó a ser ese actor de quien ignoramos el nombre y la vida, el profesor de Historia de enseñanza secundaria ya no está aquí, esta casa no es la suya, tiene definitivamente otro propietario la cara del espejo. Si la situación dura un minuto más, o ni tanto, todo podría suceder en este cuarto de baño, una crisis de nervios, un súbito ataque de locura, un furor destructivo. Felizmente Tertuliano Máximo Afonso, pese a ciertos comportamientos que han dado a entender lo contrario, y que con probabilidad no serán los últimos, está hecho de buena pasta, perdió durante unos instantes el dominio de la situación pero ya lo ha recuperado. Por mucho esfuerzo que tengamos que hacer, sabemos que sólo abriendo los ojos se sale de una pesadilla, pero el remedio, en este caso, es cerrarlos, no los propios, sino los que se reflejan en el espejo. Tan eficazmente como si de un muro se tratara, un chorro de espuma de afeitar separó a estos otros hermanos siameses que todavía no se conocen, y la mano derecha de Tertuliano Máximo Afonso, abierta sobre el espejo, deshizo el rostro de uno y el rostro del otro, de manera que ninguno de los dos podría encontrarse y reconocerse ahora en la superficie embadurnada de una espuma blanca con churretes negros que van resbalando y poco a poco se diluyen. Tertuliano Máximo Afonso dejó de ver la imagen del espejo, ahora está solo en casa. Se metió bajo la ducha y, aunque es, desde que nació, radicalmente escéptico en cuanto a las espartanas virtudes del agua fría, el padre le decía que no había nada mejor en el mundo para disponer un cuerpo y agilizar un cerebro, pensó que recibirla de lleno esta mañana, sin mezcla de las deliciosas aunque decadentes aguas tibias, tal vez resultase beneficioso para su desvaída cabeza y despertara de una vez lo que en su interior intenta, en cada momento, como quien no quiere la cosa, deslizarse hacia el sueño. Limpio y seco, peinado sin el auxilio del espejo, entró en el dormitorio, hizo rápidamente la cama, se vistió y pasó a la cocina para preparar el desayuno, compuesto, como de costumbre, de zumo de naranja, tostadas, café con leche, yogur, los profesores necesitan ir bien alimentados a la escuela para poder arrostrar el durísimo trabajo de plantar árboles o simples arbustos de sabiduría en terrenos que, en la mayor parte de los casos, tiran más para lo estéril que para lo fecundo. Todavía es temprano, su clase no comenzará antes de las once, pero, ponderadas las circunstancias, se comprenderá que estar en casa no sea lo que hoy más le apetezca. Volvió al cuarto de baño para lavarse los dientes y, estando en ello, pensó que era el día en que venía a limpiarle la casa la señora del piso de arriba, una mujer ya de edad, viuda y sin hijos, que hace seis años llamó a su puerta ofreciéndole sus servicios después de percatarse de que el nuevo vecino también vivía solo. No, no es hoy el día, puede dejar el espejo tal como está, la espuma ya ha comenzado a secarse, se deshace al más leve contacto de los dedos, pero por ahora todavía se mantiene adherida y no se ve a nadie acechando por debajo. El profesor Tertuliano Máximo Afonso está dispuesto para salir, ha decidido que se llevará el coche para reflexionar con calma sobre los últimos y perturbadores sucesos, sin tener que padecer las apreturas y los atropellos de los transportes públicos que, por obvios motivos económicos, suele utilizar con más frecuencia. Metió los ejercicios dentro de la cartera, se detuvo tres segundos mirando la carátula del vídeo, era el momento apropiado para seguir los consejos del sentido común, sacar la cinta del aparato, introducirla en la caja e ir directamente a la tienda, Aquí tiene, le diría al empleado, supuse que sería interesante, pero no, no vale la pena, ha sido una pérdida de tiempo, Quiere llevarse otra, preguntaría el empleado, esforzándose por recordar el nombre de este cliente que estuvo aquí ayer, tenemos un surtido completo de buenas películas de todos los géneros, tanto antiguas como modernas, ah, Tertuliano, claro está que las dos últimas palabras sólo serían pensadas y la sonrisa irónica paralela únicamente imaginada. Demasiado tarde, el profesor de Historia Tertuliano Máximo Afonso ya va bajando la escalera, no es ésta la primera batalla que el sentido común tiene que resignarse a perder. Despacio, como quien aprovecha la primera hora de la mañana para disfrutar de un paseo, dio una vuelta por la ciudad, durante la cual, a pesar de la ayuda de algunas señales rojas y amarillas de cambio lento, de nada le sirvió forzar la cabeza para encontrar salida a una situación que, y eso sería evidente para cualquier persona informada, está, toda, en sus manos. Lo malo del asunto es, tal como a sí mismo se confesó, en voz alta, al entrar en la calle donde está situado el instituto, Qué daría yo por ser capaz de quitarme este problema de encima, olvidarme de esta locura, ignorar este absurdo, aquí hizo una pausa para pensar que el primer elemento de la frase hubiera sido suficiente, y después concluyó, Pero no puedo, lo que de sobra demuestra hasta qué punto ha llegado ya la obsesión de este desnortado hombre. La clase de Historia, según fue dicho antes, es sólo a las once, luego le faltan casi dos horas. Más pronto o más tarde el colega de Matemáticas aparecerá en esta sala de profesores donde Tertuliano Máximo Afonso, que lo espera, finge, con falsa naturalidad, examinar los ejercicios que traía en la cartera. Un observador atento no tardaría mucho en darse cuenta de la simulación, pero, para que tal ocurriese, habría que saber que ningún profesor, de estos rutinarios, se iba a poner a leer por segunda vez lo que ya dejó corregido en la primera, y no tanto por la posibilidad de encontrar nuevos errores y tener que introducir nuevas enmiendas, sino por mera cuestión de prestigio, de autoridad, de suficiencia, o simplemente porque lo corregido, corregido está, y no necesita ni admite vuelta atrás. Lo que le faltaba a Tertuliano Máximo Afonso era tener que enmendar sus propios errores, suponiendo que uno de estos papeles, que ahora mira sin ver, corrigiera lo que era cierto y pusiera una mentira en lugar de una verdad inesperada. Las mejores invenciones, nunca estará de más insistir en ello, son las de quien no sabía. En ese momento el profesor de Matemáticas entró. Vio al colega de Historia y en seguida se le dirigió, Buenos días, dijo, Hola, buenos días, Interrumpo, preguntó, No, no, vaya idea, estaba echando un segundo vistazo, prácticamente ya tengo todo corregido, Qué tal van, Quiénes, Los alumnos, Lo normal, así así, ni bien ni mal, Exactamente como nosotros cuando teníamos esa edad, dijo el de Matemáticas, sonriendo. Tertuliano Máximo Afonso estaba esperando que el colega le preguntase si finalmente había alquilado la película, si la había visto, si le gustó, pero el profesor de Matemáticas parecía haber olvidado el asunto, apartado el espíritu del interesante diálogo del día anterior. Se levantó para servirse un café, volvió a sentarse, y sosegadamente, abrió el periódico sobre la mesa dispuesto a enterarse del estado general del mundo y del país. Tras recorrer los titulares de la primera página y fruncir la nariz ante cada uno, dijo, A veces me pregunto si la primera culpa del desastre al que ha llegado este planeta no habrá sido nuestra, dijo, Nuestra, de quién, tuya, mía, preguntó Tertuliano Máximo Afonso, mostrando interés, pero confiando en que la conversación, incluso con un arranque tan apartado de sus preocupaciones, acabase conduciéndolos al núcleo del caso, Imagina un cesto de naranjas, dijo el otro, imagina que una, en el fondo, comienza a pudrirse, imagina que, una tras otra, se van pudriendo todas, entonces, pregunto, quién podrá decirme dónde comenzó la podredumbre, Las naranjas a que te refieres son países, o son personas, quiso saber Tertuliano Máximo Afonso, Dentro de un país, son las personas, en el mundo son los países, y como no hay países sin personas, la podredumbre comenzará, invariablemente, por ellas, Y por qué tendríamos que ser nosotros, yo, tú, los culpables, Alguien lo ha sido, Veo que no estás teniendo en cuenta el factor sociedad, La sociedad, querido amigo, tal como la humanidad, es una abstracción, Como la matemática, Mucho más que la matemática, ante ellas la matemática es tan concreta como la madera de esta mesa, Y qué me dices de los estudios sociales, No es infrecuente que los llamados estudios sociales sean todo menos estudios sobre personas, Cuídate de que no te oigan los sociólogos, te condenarían a muerte civil, por lo menos, Contentarse con la música de la orquesta en la que se toca y con la parte de ella que te toca tocar, es un error muy extendido, sobre todo entre los que no son músicos, Algunos tendrán más responsabilidades que otros, tú y yo, por ejemplo, somos relativamente inocentes, al menos de los peores males, Ése suele ser el discurso de la buena conciencia, Porque lo diga la buena conciencia no deja de ser verdad, El mejor camino para una exculpación universal es llegar a la conclusión de que, porque todos tenemos culpas, nadie es culpable, Probablemente no podemos hacer nada, son los problemas del mundo, dijo Tertuliano Máximo Afonso, como para rematar la conversación, pero el matemático rectificó, El mundo no tiene más problemas que los problemas de las personas, y, habiendo dejado caer esta sentencia, hincó la nariz en el periódico. Los minutos pasaban, la hora de la clase de Historia se aproximaba, y Tertuliano Máximo Afonso no veía manera de entrar en el asunto que le interesaba. Podría, claro está, interpelar al colega directamente, preguntándole, cara a cara, A propósito, a propósito ya se sabe que no venía, pero las muletillas de la lengua existen justamente para situaciones como éstas, una urgente necesidad de pasar a otro asunto sin aparentar que se tiene particular empeño en él, una especie de haz-como-si-se-me-hubiera-ocurrido-ahora-mismo socialmente aceptado, A propósito, diría, notaste que el recepcionista de la película es mi vivo retrato, pero esto sería lo mismo que exhibir la carta principal del juego, meter a una tercera persona en un secreto que todavía ni siquiera es de dos, con la subsiguiente futura dificultad para hurtarse de preguntas curiosas, por ejemplo, Qué, ya te encontraste con ese sosia tuyo. En ese momento el profesor de Matemáticas levantó los ojos del periódico, Qué, preguntó, alquilaste la película, La alquilé, la alquilé, respondió Tertuliano Máximo Afonso alborozado, casi feliz, Y qué te pareció, Es divertida, Te sentó bien para la depresión, quiero decir, el marasmo, Marasmo o depresión, da lo mismo, no es el nombre lo que está mal, Te ha sentado bien, Creo que sí, por lo menos me pude reír con algunas situaciones. El profesor de Matemáticas se levantó, también sus alumnos lo esperaban, qué mejor ocasión que ésta para que Tertuliano Máximo Afonso pudiese decir por fin, A propósito, cuándo viste Quien no se amaña no se apaña por última vez, la pregunta no tiene importancia, es sólo una curiosidad, La última vez fue la primera y la primera fue la última, Cuándo la viste, Hace cosa de un mes, me la prestó un amigo, Creí que era tuya, de tu colección, Hombre, si fuese mía, te la habría prestado, no permitiría que te gastaras dinero alquilándola. Estaban ya en el pasillo, camino de las aulas, Tertuliano Máximo Afonso sintiendo el espíritu ligero, aliviado, como si el marasmo se hubiese evaporado de repente, desaparecido en el infinito espacio, quién sabe si para no volver nunca más. En el próximo recodo se separarían, cada cual para su lado, y fue después de llegar hasta allí, ambos ya se habían dicho, Hasta luego, cuando el profesor de Matemáticas, cuatro pasos andados, se volvió y preguntó, A propósito, te diste cuenta de que en la película hay un actor, un secundario, que se parece muchísimo a ti, si te pones un bigote como el suyo seríais dos gotas de agua. Como un fulmíneo rayo el marasmo se precipitó desde las alturas e hizo pedazos la fugaz buena disposición de Tertuliano Máximo Afonso. Pese a eso, haciendo de tripas corazón, consiguió responder con una voz que parecía desmayar en cada sílaba, Sí, me di cuenta, es una coincidencia asombrosa, absolutamente extraordinaria, y añadió, esbozando una sonrisa sin color, A mí sólo me falta el bigote, y a él ser profesor de Historia, por lo demás cualquiera diría que somos iguales. El colega lo miró con extrañeza, como si acabara de reencontrarlo después de una larga ausencia, Ahora que me acuerdo, tú también, hace unos años, llevabas bigote, dijo, y Tertuliano Máximo Afonso desatendiendo la cautela, como aquel hombre perdido que no quiso oír consejos, respondió, A lo mejor en ese tiempo el profesor era él. El de Matemáticas se le acercó, le puso la mano en el hombro, paternal, Hombre, tú estás realmente muy deprimido, una cosa así, una coincidencia como hay tantas, sin importancia, no debería afectarte hasta ese punto, No estoy afectado, lo que pasa es que he dormido poco, he pasado mala noche, Lo más seguro es que hayas pasado mala noche precisamente porque estás afectado. El profesor de Matemáticas sintió el hombro de Tertuliano Máximo Afonso tensarse bajo su mano, como si todo el cuerpo, de los pies a la cabeza, se hubiese agarrotado de pronto, y fue tan fuerte el choque recibido, la impresión tan intensa, que lo forzó a retirar el brazo. Lo hizo lo más despacio que pudo, procurando que no se notara que se había dado cuenta del rechazo, pero la insólita dureza de la mirada de Tertuliano Máximo Afonso no le permitía dudas, el pacífico, el dócil, el sumiso profesor de Historia que trataba habitualmente con amigable aunque superior indulgencia, es en este momento otra persona. Perplejo, como si lo hubieran enfrentado a un juego del que no sabe las reglas, dijo, Bueno, nos vemos más tarde, hoy no almuerzo en el instituto. Tertuliano Máximo Afonso bajó la cabeza como única respuesta y se fue a la clase.

Al contrario de la errónea afirmación dejada cinco líneas atrás, que pese a todo nos dispensaremos de corregir in loco puesto que este relato se sitúa por lo menos un grado por encima del mero ejercicio escolar, el hombre no había cambiado, el hombre era el mismo. La repentina alteración de humor observada en Tertuliano Máximo Afonso y que tan conmocionado había dejado al profesor de Matemáticas no era más que una simple manifestación somática de la patología psíquica vulgarmente conocida como ira de los mansos. Tomando un breve desvío de la materia central, tal vez consigamos entendernos mejor si nos atenemos a la división clásica, es cierto que algo desacreditada por los modernos avances de la ciencia, que distribuía los temperamentos humanos en cuatro grandes tipos, a saber, el melancólico, producido por la bilis negra, el flemático, que obviamente resulta de la flema, el sanguíneo, relacionado no menos obviamente con la sangre, y por último el colérico, que era el resultado de la bilis blanca. Como fácilmente se comprueba, en esta división cuaternaria y primariamente simétrica de los humores no había un lugar donde se pudiese colocar la comunidad de los mansos. Sin embargo, la Historia, que no siempre se equivoca, nos asegura que éstos ya existían, y en gran número, en aquellos remotos tiempos, como hoy la Actualidad, capítulo de la Historia que siempre está por escribir, nos dice que siguen existiendo y además en mayor número. La explicación de esta anomalía, que, aceptándola, tanto nos puede servir para comprender las oscuras penumbras de la Antigüedad como las festivas iluminaciones del Ahora, tal vez pueda encontrarse en el hecho de que, cuando la definición y el establecimiento del cuadro clínico arriba descrito, un otro humor fue olvidado. Nos referimos a la lágrima. Es sorprendente, por no decir filosóficamente escandaloso, que algo tan visible, tan corriente y tan abundante como siempre han sido las lágrimas haya pasado inadvertido para los venerandos sabios de la Antigüedad, y tan poca consideración les merezca a los no menos sabios si bien menos venerandos del Ahora. Se podría preguntar qué tiene que ver esta extensa digresión con la ira de los mansos, sobre todo si se tiene en cuenta que a Tertuliano Máximo Afonso, que tan flagrantemente le dio rienda suelta, no lo hemos visto llorar hasta ahora. La denuncia que acabamos de hacer de la ausencia de lágrima en la teoría de la medicina humoral no significa que los mansos, por naturaleza más sensibles, luego más propensos a esa manifestación líquida de los sentimientos, anden todo el santo día pañuelo en mano sonándose la nariz y enjugándose a cada minuto los ojos arrasados en llanto. Significa, sí, que muy bien podría una persona, hombre o mujer, estar despedazándose en su interior por efecto de la soledad, del desamparo, de la timidez, de eso que los diccionarios describen como un estado afectivo que se desencadena en las relaciones sociales, con manifestaciones volitivas, posturales y neurovegetativas, y que no obstante, a veces por una simple palabra, por un venga-no-te-apures, por un gesto bienintencionado pero protector en exceso, como el que ha tenido hace poco el profesor de Matemáticas, he aquí que el pacífico, el dócil, el sumiso de pronto desaparece de escena y en su lugar, desconcertante e incomprensible para los que del alma humana suponen saberlo todo, surge el ímpetu ciego y arrasador de la ira de los mansos. Lo más normal es que dure poco, pero da miedo cuando se manifiesta. Por eso, para mucha gente, el rezo más fervoroso, a la hora de irse a la cama, no es el consabido padrenuestro o la sempiterna avemaría, mas sí éste, Líbranos, Señor, de todo mal, y en particular de la ira de los mansos. A los alumnos de Historia parece haberles salido bien la oración, si de ella hicieron consumo habitual, lo que, teniendo en cuenta lo jóvenes que son, es más que dudoso. Ya les llegará la hora. Es verdad que Tertuliano Máximo Afonso entró en la clase con la cara contraída, lo que, observado por un estudiante que se creía más perspicaz que la mayoría, le indujo a susurrar al colega de al lado, Parece que el tío viene mosqueado, pero no era cierto, lo que se notaba en el profesor ya era el efecto final de la tormenta, unos últimos y dispersos golpes de viento, un chaparrón que se había retrasado, los árboles menos flexibles levantando afanosamente la cabeza. La prueba de que así era es que después de pasar lista con voz firme y serena dijo, Había pensado dejar para la semana que viene la revisión de nuestro último ejercicio escrito, pero tuve la noche libre y he decidido adelantar el trabajo. Abrió la cartera, sacó los papeles, que puso sobre la mesa, y continuó, Las enmiendas están hechas, las notas puestas en función de los errores cometidos, pero, al contrario de lo que es habitual, que sería entregaros simplemente los ejercicios, vamos a dedicar el tiempo de esta clase al análisis de los errores, es decir, quiero oír de cada uno de vosotros las razones por las que creéis que habéis errado, puede ser, incluso, que las razones expuestas me lleven a cambiar la nota. Hizo una pausa, y añadió, Para mejor. Las sonrisas en el aula acabaron llevándose lejos las nubes.

Después del almuerzo, Tertuliano Máximo Afonso participó, como la mayor parte de sus colegas, en una reunión que había sido convocada por el director con el fin de analizar la última propuesta de actualización pedagógica emanada del ministerio, de las mil y pico que hacen de la vida de los infelices docentes un tormentoso viaje a Marte a través de una interminable lluvia de amenazadores asteroides que con demasiada frecuencia aciertan de lleno en el blanco. Cuando le llegó su turno, en un tono indolente y monocorde que a los presentes les resultó extraño, se limitó a repetir una idea que ya no era novedad allí y que solía ser motivo invariable de risitas complacientes del pleno y de mal disimulada contrariedad del director, En mi opinión, dijo, la única opción importante, la única decisión seria que será necesario adoptar en lo que atañe al conocimiento de la Historia, es si deberemos enseñarla desde detrás hacia delante o, como es mi opinión, desde delante hacia atrás, todo lo demás, no siendo despreciable, está condicionado por la elección hecha, todo el mundo sabe que es así, aunque se haga como que no. Los efectos de la perorata fueron los de siempre, suspiro de mal resignada paciencia del director, intercambios de miradas y murmullos entre los profesores. El de Matemáticas también sonrió, pero su sonrisa fue de amistosa complicidad, como si dijera, Tienes razón, nada de esto se puede tomar en serio. El gesto que Tertuliano Máximo Afonso le envió con disimulo desde el otro lado de la mesa significaba que le agradecía el mensaje, aunque, al mismo tiempo, algo que iba adjunto y que, a falta de un término mejor, designaremos como subgesto, le recordaba que el episodio del pasillo no había sido olvidado del todo. En otras palabras, a la vez que el gesto principal se mostraba abiertamente conciliador, diciendo, Lo que pasó, pasó, el subgesto, de pie detrás, matizaba, Sí, pero no del todo. En este medio tiempo la palabra había pasado al profesor siguiente y, mientras éste, al contrario que Tertuliano Máximo Afonso, discurre con facundia, y competencia, aprovechemos para desarrollar un poco, poquísimo para lo que exigiría la complejidad de la materia, la cuestión de los subgestos, que aquí, por lo menos hasta donde llega nuestro conocimiento, se expone por primera vez. Se suele decir, por ejemplo, que Fulano, Zutano o Mengano, en una determinada situación, hicieron un gesto de esto, de eso, o de aquello, lo decimos así, simplemente, como si el esto, el eso o el aquello, duda, manifestación de apoyo o aviso de cautela, fuesen expresiones forjadas en una sola pieza, la duda, siempre metódica, el apoyo, siempre incondicional, el aviso, siempre desinteresado, cuando la verdad entera, si realmente quisiéramos conocerla, si no nos contentásemos con las letras gordas de la comunicación, reclama que estemos atentos al centelleo múltiple de los subgestos que van detrás del gesto como el polvo cósmico va detrás de la cola del cometa, porque los subgestos, para recurrir a una comparación al alcance de todas las edades y comprensiones, son como las letritas pequeñas del contrato, que cuesta trabajo descifrar, pero están ahí. Aunque resguardando la modestia que las conveniencias y el buen gusto aconsejan, nada nos sorprendería que, en un futuro muy próximo, el análisis, la identificación y la clasificación de los subgestos llegaran, cada uno por sí y conjuntamente, a convertirse en una de las más fecundas ramas de la ciencia semiológica en general. Casos más extraordinarios que éste se han visto. El profesor que hacía uso de la palabra acaba de concluir su discurso, el director va a seguir con la ronda de intervenciones, pero Tertuliano Máximo Afonso levanta enérgicamente la mano derecha, en señal de que quiere hablar. El director le preguntó si lo que tenía que comentar estaba relacionado con los puntos de vista que acababan de ser expuestos, y añadió que, en caso de ser así, las normas asamblearias en uso determinaban, como él no ignoraba, que se aguardase hasta el final de las intervenciones de todos los participantes, pero Tertuliano Máximo Afonso respondió que no señor, no es un comentario ni tiene que ver con las pertinentes consideraciones del estimado colega, que sí señor, conoce y siempre ha respetado las normas, tanto las que están en uso como las que han caído en desuso, lo que simplemente pretendía era pedir licencia para retirarse porque tenía asuntos urgentes que tratar fuera del instituto. Esta vez no fue un subgesto, sino un subtono, un armónico, digamos, que vino a dar nueva fuerza a la incipiente teoría arriba expuesta sobre la importancia que deberíamos dar a las variaciones, no sólo segundas y terceras, también cuartas y quintas, de la comunicación, tanto gestual como oral. En el caso que nos interesa, por ejemplo, todos los presentes habían percibido que el subtono emitido por el director expresaba un sentimiento de alivio profundo bajo las palabras que efectivamente pronunció, Faltaría más, usted manda, a su servicio. Tertuliano Máximo Afonso se despidió con un ademán amplio de mano, un gesto para la asamblea, un subgesto para el director, y salió. El coche se encontraba aparcado cerca del instituto, pocos minutos después estaba dentro, mirando resueltamente el camino que sería, por ahora, el único destino consecuente con los acontecimientos sucedidos desde la tarde del día anterior, la tienda donde alquiló la película Quien no se amaña no se apaña. Había esbozado un plan en el refectorio mientras, solo, almorzaba, lo perfeccionó bajo el escudo protector de las soporíferas intervenciones de los colegas, y ahora tiene delante al empleado de la tienda, ese que encontró gracioso el hecho de que el cliente se llamara Tertuliano y que, después de la transacción comercial que pronto va a realizarse, pasará a tener motivos más que suficientes para reflexionar sobre la concomitancia entre la rareza del nombre y el rarísimo comportamiento de quien lo lleva. Al principio no parecía que así fuese a suceder, Tertuliano Máximo Afonso entró como cualquier persona, dio, como cualquier persona, las buenas tardes, y, como cualquier persona, se puso a recorrer los anaqueles, despacio, deteniéndose aquí y allí, forzando el cuello para leer los lomos de las cajas que guardan las cintas, hasta que finalmente se dirigió al mostrador y dijo, Vengo a comprar el vídeo que me llevé de aquí ayer, no sé si se acuerda, Me acuerdo perfectamente, era Quien no se amaña no se apaña, Exacto, vengo a comprarlo, Con mucho gusto, pero, si me permite la observación, la hago sólo en su interés, sería mejor que nos devolviera la película alquilada y se llevase una nueva, es que, con el uso, sabe usted, siempre se produce cierto deterioro tanto en la imagen como en el sonido, mínimo, sí, pero con el tiempo se va notando, No merece la pena, dijo Tertuliano Máximo Afonso, para lo que la quiero, la que me llevé sirve. El empleado registró perplejo las intrigantes palabras para-lo-que-laquiero, no es una frase que normalmente se considere necesario aplicar a un vídeo, un vídeo se quiere para verlo, para eso nació, o lo fabricaron, no hay que darle más vueltas. La singularidad del cliente, sin embargo, no se iba a quedar aquí. Con el objetivo de atraer futuras transacciones, el empleado había decidido distinguir a Tertuliano Máximo Afonso con la mejor prueba de aprecio y consideración comercial que existe desde los fenicios, Le descuento el precio del alquiler, le dijo, y mientras procedía a la sustracción oyó que el cliente le preguntaba, Por casualidad tiene otras películas de la misma productora, Supongo que querrá decir del mismo realizador, rectificó el empleado cautelosamente, No, no, he dicho de la misma productora, es la productora la que me interesa, no el realizador, Perdone, es que en tantos años de actividad en este ramo, nunca ningún cliente me había hecho tal petición, me preguntan por los títulos de las películas, muchas veces por los nombres de los actores, y muy de tarde en tarde alguien me habla de un realizador, pero de productores, nunca, Digamos que pertenezco a un tipo especial de clientes, Realmente, eso parece, señor Máximo Afonso, murmuró el empleado, tras lanzar una rápida mirada a la ficha del cliente. Se sentía aturdido, medio confuso, pero también satisfecho por la súbita y feliz inspiración que tuvo al dirigirse al cliente tratándolo por los apellidos, los cuales, siendo también nombres propios, tal vez lograsen, a partir de ahora, en su espíritu, empujar hacia la sombra el nombre auténtico, el nombre verdadero, el que en una mala hora le provocó ganas de reír. Se olvidó de que le había dejado a deber una respuesta al cliente, si disponía o no disponía en la tienda de otras películas de la misma productora, fue necesario que Tertuliano Máximo Afonso le repitiera la pregunta, añadiendo una aclaración que esperaba fuese capaz de corregir la reputación de persona excéntrica que, a tenor de lo visto, ya había adquirido en el establecimiento, La razón de mi interés en ver otros filmes de esta productora está relacionada con el hecho de tener en fase bastante adelantada de preparación un estudio sobre las tendencias, las inclinaciones, los propósitos, los mensajes, tanto explícitos como implícitos y subliminares, en suma, las señales ideológicas que una determinada empresa productora de cine, descontando el grado efectivo de conciencia con que lo haga, va, paso a paso, metro a metro, fotograma a fotograma, difundiendo entre los consumidores. A medida que Tertuliano Máximo Afonso desarrollaba su discurso, el empleado, de puro asombro, de pura admiración, iba desencajando más y más los ojos, definitivamente conquistado por un cliente que sabía lo que quería y además daba las mejores razones para quererlo, cosa sobre todas infrecuente en el comercio y en particular en estas tiendas de alquiler de vídeos. Hay que decir, no obstante, que una desagradable mancha maculaba de interés rastreramente mercantil el puro asombro y la pura admiración patentes en la cara arrobada del empleado, y es, simultáneamente, el pensamiento de que siendo la productora en cuestión una de las más antiguas del mercado, este cliente, al que debo tratar siempre de señor Máximo Afonso, acabará dejando en la caja registradora una buena cantidad de dinero cuando finalice el tal trabajo, estudio, ensayo o lo que quiera que sea. Evidentemente, habría que tener en cuenta que no todas las películas estarían comercializadas en vídeo, pero, aun así, el negocio prometía, valía la pena, Mi idea, para comenzar, dijo el empleado, ya recuperado del deslumbramiento primero, sería pedir a la productora una lista de todos sus filmes, Sí, tal vez, respondió Tertuliano Máximo Afonso, pero eso no es lo más urgente, además es probable que no necesite ver toda la producción, luego comenzaremos por los que tiene aquí, y después, de acuerdo con los resultados y las conclusiones a que vaya llegando, orientaré mis futuras elecciones. Las esperanzas del empleado se marchitaron súbitamente, todavía el globo estaba en tierra y ya perdía gas. Pero, en fin, los pequeños negocios tienen problemas de éstos, porque el burro dé coces no se le parte la pata, y si no fuiste capaz de enriquecerte en veinticuatro meses, quizá lo consigas si te esfuerzas en veinticuatro años. Con la armadura moral más o menos restablecida gracias a las virtudes curativas de estas pepitas de oro de paciencia y resignación, el empleado anunció mientras rodeaba el mostrador y se dirigía a los anaqueles, Voy a ver lo que tenemos por ahí, a lo que Tertuliano Máximo Afonso respondió, Si los hubiera, me bastarían cinco o seis para comenzar, que pueda llevarme trabajo para esta noche ya sería bueno, Seis vídeos son por lo menos nueve horas de visionado, recordó el empleado, tendrá una larga velada. Esta vez Tertuliano Máximo Afonso no respondió, miraba el cartel que anunciaba una película de la misma compañía productora, se llamaba La diosa del escenario y debía de ser muy reciente. Los nombres de los principales actores se encontraban escritos en diferentes tamaños y se situaban en el espacio del cartel de acuerdo con el lugar de mayor o menor relevancia que ocuparan en el firmamento cinematográfico nacional. Evidentemente, no estaría allí el nombre del actor que en Quien no se amaña no se apaña interpreta el papel de recepcionista de hotel. El empleado de la tienda regresó de su exploración, traía apilados seis vídeos que colocó sobre el mostrador, Tenemos más, pero como me ha dicho que sólo quería cinco o seis, Está bien así, mañana o pasado volveré para recoger los que haya encontrado, Cree que debo encargar algunos más de los que faltan, preguntó el empleado, intentando avivar las mortecinas esperanzas, Comencemos por los que tiene aquí, luego ya veremos. No merecía la pena insistir, el cliente sabía realmente lo que quería. De cabeza, el empleado multiplicó por seis el precio unitario de los vídeos, pertenecía a la escuela antigua, a los tiempos en que todavía no existían calculadoras de bolsillo ni con ellas se soñaba, y dijo un número. Tertuliano Máximo Afonso rectificó, Ése es el precio de los vídeos, no el valor del alquiler, Como compró el otro, pensé que también querría comprar éstos, se justificó el empleado, Sí, puede suceder que acabe comprándolos, alguno o todos, pero primero tengo que verlos, visionarlos, creo que ésa es la palabra correcta, saber si tienen lo que busco. Vencido por la irrefutabilidad de la lógica del cliente, el empleado rehizo las cuentas rápidamente y guardó las cintas en una bolsa de plástico. Tertuliano Máximo Afonso pagó, dijo buenas tardes hasta mañana y salió. Quien le puso el nombre de Tertuliano sabía lo que hacía, refunfuñó entre dientes el vendedor frustrado.

Para el relator, o narrador, en la más que probable hipótesis de preferir una figura beneficiada con el sello de la aprobación académica, lo más fácil, una vez que se ha llegado a este punto, sería escribir que el recorrido del profesor de Historia a través de la ciudad, y hasta entrar en casa, no tuvo historia. Como una máquina manipuladora del tiempo, sobre todo en el caso de que el escrúpulo profesional no se haya permitido la invención de una algazara callejera o de un accidente de tráfico con la única finalidad de llenar los vacíos de la intriga, esas tres palabras, No Tuvo Historia, se emplean cuando hay urgencia de pasar al episodio siguiente o cuando, por ejemplo, no se sabe muy bien qué hacer con los pensamientos que el personaje está teniendo por su propia cuenta, y más si no tienen relación con las circunstancias vivenciales en cuyo cuadro supuestamente se determina y actúa. Ahora bien, en esta situación, precisamente, se encontraba el profesor y novel amador de vídeos Tertuliano Máximo Afonso mientras iba conduciendo su coche. Es verdad que pensaba, y mucho, y con intensidad, pero sus pensamientos eran hasta tal extremo ajenos a lo que en las últimas veinticuatro horas había estado viviendo, que si decidiésemos tomarlos en consideración y los trasladáramos a este relato, la historia que nos habíamos propuesto contar tendría que ser inevitablemente sustituida por otra. Es cierto que podría valer la pena, mejor dicho, dado que conocemos todo sobre los pensamientos de Tertuliano Máximo Afonso, sabemos que valdría la pena, pero eso representaría aceptar como baldíos y nulos los duros esfuerzos hasta ahora acometidos, estas casi sesenta compactas y trabajosas páginas ya vencidas, y volver al principio, a la irónica e insolente primera hoja, desaprovechando todo un honesto trabajo realizado para asumir los riesgos de una aventura, no sólo nueva y diferente, sino también altamente peligrosa, que, no tengamos dudas, a tanto los pensamientos de Tertuliano Máximo Afonso nos arrastrarían. Quedémonos por tanto con este pájaro en la mano en vez de con la decepción de ver volar a dos. Aparte de eso, no queda tiempo para más. Tertuliano Máximo Afonso ha estacionado el coche, recorre la pequeña distancia que lo separa de la casa, en una mano lleva su cartera de profesor, en la otra la bolsa de plástico, qué pensamientos podría tener ahora que no sean calcular cuántos vídeos visionará, picuda palabra, antes de irse a la cama, ése es el resultado de interesarse por secundarios, si fuese una estrella aparecería inmediatamente en las primeras imágenes. Tertuliano Máximo Afonso ya ha abierto la puerta, ya ha entrado, también ya ha cerrado la puerta, pone la cartera sobre la mesa y, al lado, la bolsa con los vídeos. El aire está limpio de presencias, o simplemente no se notan, como si lo que entró aquí ayer por la noche se hubiese, entretanto, convertido en parte inseparable de la casa. Tertuliano Máximo Afonso fue al dormitorio a mudarse de ropa, abrió el frigorífico de la cocina para ver si le apetecía algo de lo que había dentro, volvió a cerrarlo y regresó a la sala con un vaso y una lata de cerveza. Sacó los vídeos de la bolsa, y los dispuso por orden de fechas de producción, desde el más antiguo, El código maldito, dos años antes del ya visto Quien no se amaña no se apaña, hasta el más reciente, La diosa del escenario, del año pasado. Los cuatro restantes, también siguiendo el mismo orden, son Pasajero sin billete, La muerte ataca de madrugada, La alarma sonó dos veces y Llámame otro día. Un movimiento reflejo, involuntario, provocado ciertamente por el último de estos títulos, le ha hecho volver la cabeza a su propio teléfono. La luz que informaba de que había llamadas en el contestador estaba encendida, dudó unos segundos, pero acabó por apretar el botón que las haría audibles. La primera era una voz femenina que no se anunció, probablemente por saber de antemano que la reconocerían, sólo dijo, Soy yo, y a continuación, No sé qué te pasa, hace una semana que no me llamas, si tu intención es romper, será mejor que me lo digas a la cara, el hecho de que hayamos discutido el otro día no puede dar lugar a este silencio, pero tú sabrás, por lo que a mí respecta sé que te quiero, adiós, un beso. La segunda llamada era de la misma voz, Por favor, telefonéame. Había una tercera llamada, pero ésa era del colega de Matemáticas, Hola, decía, tengo la impresión de que hoy te has enojado conmigo, pero, sinceramente, no consigo ver qué he hecho o dicho para molestarte, pienso que deberíamos hablar, aclarar cualquier malentendido que haya podido surgir entre nosotros, si tengo que pedirte disculpas, te ruego que consideres esta llamada como el principio, un abrazo, creo que sabes que soy tu amigo. Tertuliano Máximo Afonso frunció el entrecejo, recordaba vagamente que sucedió en el instituto algo irritante o desagradable donde entraba el de Matemáticas, pero no consiguió recordar qué había sido. Rebobinó el mecanismo de escucha, oyó nuevamente las dos primeras grabaciones, esta vez con una media sonrisa y una expresión facial de esas que solemos llamar soñadoras. Se levantó para sacar del aparato la cinta de Quien no se amaña no se apaña e introdujo El código maldito, pero en el último momento, ya con el dedo en el botón del mando a distancia, se dio cuenta de que, de hacerlo, cometería una infracción grave, saltarse uno de los puntos secuenciales del plan de acción que había elaborado, es decir, copiar del final de Quien no se amaña no se apaña los nombres de los secundarios de tercer orden, esos que, si bien ocupan un tiempo y un espacio en la historieta, si bien pronuncian algunas palabras y sirven de satélites, minúsculos claro está, al servicio de los enlaces y de las órbitas cruzadas de las estrellas, no tienen derecho a un nombre de esos de quitar y poner, tan necesarios en la vida como en la ficción, aunque quizá no parezca bien decirlo. Es cierto que lo podría hacer después, en cualquier momento, pero el orden, como del perro también se dice, es el mejor amigo del hombre, aunque igual que el perro de vez en cuando muerda. Tener un lugar para cada cosa y tener cada cosa en su lugar ha sido siempre regla de oro de las familias que prosperaron, así como ha quedado de sobra demostrado que ejecutar en buen orden lo que se debe hacer es siempre la más sólida póliza de seguro contra los fantasmas del caos. Tertuliano Máximo Afonso pasó deprisa la ya conocida cinta Quien no se amaña no se apaña, la detuvo donde le interesaba, en la tal lista de los secundarios, y, con la imagen congelada, copió en una hoja de papel los nombres de los hombres, sólo los de los hombres, porque esta vez, contra lo que ha sido hábito, el objeto de búsqueda no es una mujer. Suponemos que lo que ha quedado dicho es más que suficiente para entender la operación que Tertuliano Máximo Afonso había delineado en su ardua cavilación, o sea proceder a la identificación del recepcionista de hotel, ese que es su retrato escrito y calcado del tiempo en que llevaba bigote, que sin duda sigue siéndolo ahora, sin él, y quién sabe si mañana también, cuando las entradas de las sienes de uno comiencen a abrir camino a la calvicie del otro. Lo que Tertuliano Máximo Afonso se propuso, en resumidas cuentas, fue una modesta repetición del prestigiado huevo de colón, tomar nota de todos los nombres de actores secundarios, tanto de las películas en las que haya participado el recepcionista como en las que no haya intervenido. Por ejemplo, si en esta cinta que acaba de introducir en el vídeo, El código maldito, no aparece su copia humana, podrá tachar de la primera lista todos los nombres que se repitan en Quien no se amaña no se apaña. Ya sabemos que a un neanderthal de nada le serviría la cabeza si se viese en una situación de éstas, pero para un profesor de Historia, habituado a lidiar con figuras de los más desvariados lugares y épocas, considérese que ayer mismo estuvo leyendo en el erudito libro sobre las antiguas civilizaciones mesopotámicas el capítulo que trata de los semitas amorreos, esta versión pobre del tesoro escondido no pasa de un juego de niños que tal vez no debiese haber merecido de nuestra parte tan menuda y circunstanciada explicación. Al final, al contrario de lo que antes habíamos supuesto, el recepcionista reapareció en El código maldito, ahora en la figura de un cajero de banco que, bajo la amenaza de una pistola y exagerando los tembleques de miedo, seguro que para resultar más convincente ante los insatisfechos ojos del realizador, no tuvo otro remedio que transferir el contenido de la caja a una bolsa que el asaltante había metido por la ventanilla, al mismo tiempo que mascullaba con la boca torcida que caracteriza al género gansteril, O tú me llenas el saco, o yo te lleno de plomo, elige. Hacía buen uso de los verbos y de las conjugaciones reflexivas, este bandido. El cajero intervino dos veces más en la acción, la primera para responder a las preguntas de la policía, la segunda cuando el gerente del banco decidió relevarlo de la caja porque, traumatizado por lo sucedido, todos los clientes comenzaban a parecerle ladrones. Queda por decir que este cajero lleva el mismo tipo de bigote fino y lustroso que el recepcionista. Esta vez, Tertuliano Máximo Afonso ya no sintió sudores fríos escurriéndole por la espalda, ya no le temblaron las manos, detenía la imagen durante algunos segundos, la observaba con una curiosidad fría, y seguía adelante. Tratándose de una película en la que el hombre idéntico, sosia, siamés separado, prisionero del castillo de zenda o algo todavía a la espera de clasificación había participado, el método para proseguir la búsqueda de su identidad real tendría que ser naturalmente diferente, marcándose ahora todos los nombres que, en comparación con la primera lista, apareciesen repetidos en la segunda. Fueron dos, sólo dos, los que Tertuliano Máximo Afonso señaló con una cruz. Aún faltaba mucho para la hora de cenar, el apetito no daba mínima muestra de impaciencia, luego podría ver la cinta que cronológicamente seguía, Pasajero sin billete era su título, y bien pudiera haberse llamado Tiempo perdido, al hombre de la máscara de hierro no lo habían contratado. Tiempo perdido, se dice, pero no tanto, porque gracias a él algunos nombres más pudieron ser tachados de la primera lista y de la segunda, Por exclusión de partes he de llegar, dijo en voz alta Tertuliano Máximo Afonso, como si de repente hubiese sentido la necesidad de una compañía. El teléfono sonó. Lo menos probable de todos los posibles era que se tratase del colega de Matemáticas, lo más posible de todos los probables era que fuese la misma mujer que antes hizo las dos llamadas. También podría ser la madre queriendo saber desde lejos cómo estaba de salud el hijo querido. Tras unos cuantos toques, el teléfono calló, señal de que el mecanismo del contestador entró en funcionamiento, a partir de ahora las palabras registradas quedarán a la espera de cuándo y quién las quiera escuchar, la madre que pregunta, Cómo estás, hijo, el amigo que insiste, No creo haber hecho nada malo, la amante que se desespera, No me merezco esto. Sea lo que sea lo que se encuentra ahí dentro, a Tertuliano Máximo Afonso no le apetece oírlo. Para distraerse, más que porque el estómago le reclamara alimento, fue a la cocina a prepararse un sándwich y abrir otra cerveza. Se sentó en una banqueta, masticó sin placer la escasa comida mientras el pensamiento, suelto, se entregaba a sus devaneos. Comprendiendo que la vigilancia consciente había resbalado hacia una especie de desfallecimiento, el sentido común, que después de su enérgica primera intervención anduvo no se sabe por dónde, se insinuó entre dos fragmentos inconclusos de aquel vago discurrir y preguntó a Tertuliano Máximo Afonso si se sentía feliz con la situación que había creado. Devuelto al sabor amargo de una cerveza que pronto había perdido la frescura y a la blanda y húmeda consistencia de un fiambre de baja calidad comprimido entre dos lonchas de falso pan, el profesor de Historia respondió que la felicidad no tenía nada que ver con lo que allí estaba pasando, y, en cuanto a la situación, pedía licencia para recordar que no fue él quien la creó. De acuerdo, no la has creado tú, respondió el sentido común, pero la mayor parte de las situaciones en que nos metemos jamás llegarían tan lejos si no las hubiéramos ayudado, y tú no vas a negar que has ayudado a ésta, Se trata de pura curiosidad, nada más, Esto ya lo hemos discutido, Tienes algo contra la curiosidad, Lo que estoy observando es que la vida, hasta ahora, no te ha enseñado a comprender que nuestra mejor prenda, nuestra del sentido común, es precisamente, y desde siempre, la curiosidad, En mi opinión, sentido común y curiosidad son incompatibles, Cómo te equivocas, suspiró el sentido común, Demuéstramelo, Quién te crees que inventó la rueda, No lo sabemos, Sí lo sabemos, sí señor, la rueda fue inventada por el sentido común, sólo una enorme cantidad de sentido común habría sido capaz de inventarla, Y la bomba atómica, también la inventó el sentido común, preguntó Tertuliano Máximo Afonso con el tono triunfante de quien acaba de sorprender al adversario descalzo, No, ésa no, la bomba atómica la inventó también un sentido, que de común no tenía nada, El sentido común, perdona que te diga, es conservador, incluso me atrevo a afirmar que reaccionario, Esas cartas acusatorias siempre llegan, mas pronto o más tarde, todo el mundo las escribe y todo el mundo las recibe, Entonces será cierto, si son tantos los que han estado de acuerdo en escribirlas y los que no tienen otra alternativa que recibirlas, a no ser escribirlas también, Deberías saber que estar de acuerdo no siempre significa compartir una razón, lo más normal es que las personas se acojan a la sombra de una opinión como si fuera un paraguas. Tertuliano Máximo Afonso abrió la boca para responder, si la expresión abrió la boca es permitida tratándose de un diálogo todo él silencioso, todo él mental, como es éste, pero el sentido común ya no estaba allí, se había retirado sin ruido, no propiamente derrotado, sino indispuesto consigo mismo por haber permitido que la conversación se desviara del asunto que lo había hecho reaparecer. Si es que no fuera simplemente suya la culpa de que así hubiese sucedido. De hecho, no es raro que el sentido común se equivoque en las secuencias, para mal después de haber inventado la rueda, para peor después de haber inventado la bomba atómica. Tertuliano Máximo Afonso miró el reloj, calculó el tiempo que le ocuparía otra película, la verdad es que comenzaba a sentir los efectos de la mal dormida noche anterior, los párpados, con ayuda también de la cerveza, le pesaban como plomo, incluso la abstracción en que ha caído hace poco no debía tener otra causa. Si me voy ya a la cama, dijo, me despertaré de aquí a dos o tres horas, y luego será peor. Decidió ver un poco de La muerte ataca de madrugada, podía ser que el tipo no interviniera en esta película, eso lo simplificaría todo, saltaría al final, tomaría nota de los nombres, y entonces, sí, se iría a la cama. Le salieron mal los cálculos. El tipo aparecía, hacía de auxiliar de enfermería y no tenía bigote. El vello de Tertuliano Máximo Afonso volvió a erizarse, esta vez sólo en los brazos, y el sudor le dejó tranquila la espalda, y, normal, no frío, se contentó con humedecerle levemente la frente. Vio todo el filme, puso la crucecita en otro nombre que se repetía, y se acostó. Todavía leyó dos páginas del capítulo sobre los semitas amorreos, luego apagó la luz. Su último pensamiento consciente fue para el colega de Matemáticas. Realmente, no sabía qué motivos podría ofrecerle que explicaran la súbita frialdad con que lo trató en el pasillo del instituto. Haberme puesto la mano en el hombro, preguntó, y luego dio la respuesta, Pondré cara de tonto si lo dice, y él me dará la espalda, que es lo que yo haría si estuviese en su lugar. El último segundo antes de dormir lo usó para murmurar, tal vez hablando consigo mismo, tal vez con el colega, Hay cosas que nunca se podrán explicar con palabras.

No es exactamente así. Hubo un tiempo en que las palabras eran tan pocas que ni siquiera las teníamos para expresar algo tan simple como Esta boca es mía, o Esa boca es tuya, y mucho menos para preguntar Por qué tenemos las bocas juntas. A las personas de ahora ni les pasa por la cabeza el trabajo que costó crear estos vocablos, en primer lugar, y quién sabe si no habrá sido, de todo, lo más difícil, fue necesario comprender que se necesitaban, después, hubo que llegar a un consenso sobre el significado de sus efectos inmediatos, y finalmente, tarea que nunca acabará de completarse, imaginar las consecuencias que podrían advenir, a medio y a largo plazo, de los dichos efectos y de los dichos vocablos. Comparado con esto, y al contrario de lo que de forma tan concluyente el sentido común afirmó ayer noche, la invención de la rueda fue mera bambarria, como acabaría siéndolo el descubrimiento de la ley de la gravitación universal simplemente porque se le ocurrió a una manzana caer sobre la cabeza de Newton. La rueda se inventó y ahí sigue inventada para siempre jamás, en cuanto las palabras, esas y todas las demás, vinieron al mundo con un destino brumoso, difuso, el de ser organizaciones fonéticas y morfológicas de carácter eminentemente provisional, aunque, gracias, quizá, a la aureola heredada de su auroral creación, se empeñan en pasar, no tanto por sí mismas, sino por lo que de modo variable van significando y representando, por inmortales, imperecederas o eternas, según los gustos del clasificador. Esta tendencia congénita a la que no sabrían ni podrían resistirse, se tornó, con el transcurrir del tiempo, en gravísimo y tal vez insoluble problema de comunicación, ya sea la colectiva de todos, ya sea la particular de tú a tú, cómo se ha podido confundir galgos y podencos, ovillos y madejas, usurpando las palabras el lugar de aquello que antes, mejor o peor, pretendían expresar, lo que acabó resultando, finalmente, te conozco mascarita, esta atronadora algazara de latas vacías, este cortejo carnavalesco de latones con rótulo pero sin nada dentro, o sólo, ya desvaneciéndose, el perfume evocador de los alimentos para el cuerpo y para el espíritu que algún día contuvieron y guardaban. A tan lejos de nuestros asuntos nos condujo esta frondosa reflexión sobre los orígenes y los destinos de las palabras, que ahora no tenemos otro remedio que volver al principio. Al contrario de lo que pueda haber parecido, no fue la mera casualidad la que nos indujo a escribir eso de Esta boca es mía, ni aquello de Esa boca es tuya, y mucho menos lo de Por qué tenemos las bocas juntas. Si Tertuliano Máximo Afonso hubiese empleado algo de su tiempo años atrás, aunque con la condición de haberlo hecho en la hora cierta, a pensar en las consecuencias y en los efectos, a medio y a largo plazo, de frases como estas y como otras que al mismo fin tienden e inclinan, muy probablemente no estaría ahora mirando el teléfono, rascándose perplejo la cabeza y preguntándose qué diablos le podrá decir a la mujer que dos veces, si no han sido tres, dejó ayer su voz y sus quejas en el contestador. La media sonrisa complaciente y la expresión soñadora que observamos en él cuando anoche repitió la audición de las llamadas no eran otra cosa que una reprensible señal de presunción, y la presunción, sobre todo la de la mitad masculina del mundo, es como esos supuestos amigos que a la menor contrariedad de nuestra vida se escapan hacia o miran para otro lado y silban disimulando. María Paz, es éste el esperanzador y dulce nombre de la mujer que telefoneó, no tardará en salir a su trabajo y, si Tertuliano Máximo Afonso no le habla ahora mismo, la pobre señora tendrá que vivir un día más en ansias, lo que, cualesquiera que hayan sido sus errores o sus pecados, si en verdad los cometió, no sería realmente justo. O merecido, que es el término que ella usó. Debe decirse, sin embargo, respetando y obedeciendo el rigor de los hechos, que la contrariedad en que Tertuliano Máximo Afonso se debate en este momento no resulta de estimables cuestiones de orden moral, de melindres de justicia o injusticia, y sí de saber que si él no la llama, ella lo llamará, acarreando esta nueva llamada un más que probable aumento en el peso de las recriminaciones anteriores, llorosas o no. El vino fue servido y en su tiempo saboreado, ahora hay que beber el resto acedo que quedó en el fondo de la copa. Como no nos faltarán ocasiones de comprobar en el futuro, y para colmo en lances que irán sometiéndolo a duras lecciones, Tertuliano Máximo Afonso no es lo que se suele llamar un mal tipo, incluso podríamos encontrarlo honrosamente clasificado en una lista de gente de buenas cualidades que alguien hubiera decidido elaborar de acuerdo con criterios no demasiado exigentes, pero, aparte de ser, como hemos visto, susceptible en exceso, lo que es un indicio flagrante de poca confianza en sí mismo, flaquea gravemente en la parte de los sentimientos, que nunca en su vida han sido ni fuertes ni duraderos. Su divorcio, por ejemplo, no fue uno de esos clásicos de navajeo, traiciones, abandonos y violencias, sino el remate de un proceso de decaimiento continuo de su propio sentimiento amoroso, que él, por distracción o indiferencia, tal vez hubiera mantenido para ver hasta qué áridos desiertos podría llegar, pero que la mujer con quien estaba casado, más recta y entera que él, acabó por considerar insoportable e inadmisible. Porque te amaba me casé contigo, le dijo ella un célebre día, hoy sólo la cobardía me obligaría a mantener este matrimonio, Y tú no eres cobarde, dijo él, No, no lo soy, respondió ella. Las probabilidades de que esta, por diversas consideraciones, atractiva persona venga a tener un papel en la historia que estamos narrando son infelizmente muy reducidas, por no decir inexistentes, dependerían de una acción, de un gesto, de una palabra de este su ex marido, palabra, gesto o acción que lo más seguro sería que los determinara alguna necesidad o interés suyos, aunque, a esta altura, no tenemos manera de vislumbrar. Ésta es la razón por la que no consideramos necesario ponerle un nombre. En cuanto a María Paz, si va a permanecer o no en estas páginas, por cuánto tiempo y con qué fines, es asunto que sólo compete a Tertuliano Máximo Afonso, él sabrá lo que tenga que decirle cuando se decida a levantar el auricular del teléfono y marcar un número que conoce de memoria. No conoce de memoria el número del colega de Matemáticas, por eso lo está buscando en la agenda, por lo visto, al final, no va a llamar a María Paz, piensa que es más importante y urgente aclarar una insignificante diferencia que tranquilizar un alma femenina en pena o asestarle el golpe de gracia. Cuando la ex mujer de Tertuliano Máximo Afonso le dijo que ella no era cobarde, tuvo mucho cuidado en no ofenderle con la afirmación o simple insinuación de que él sí lo era, pero, en este caso, como en tantos otros de la vida, a buen entendedor media palabra basta, y, volviendo al escenario emocional y a la situación de ahora, esta sufridora y paciente María Paz no va a tener derecho ni a la mitad de una palabra, aunque ya haya comprendido casi todo cuanto tenía que comprender, es decir, que su novio, amante, amigo de cama, o como quiera llamársele en los tiempos de hoy, se prepara para poner pies en polvorosa. Fue la mujer del profesor de Matemáticas quien atendió el teléfono, preguntó Quién habla con una voz que apenas disimulaba la irritación que le producía la llamada a estas horas, todavía matutinas, no lo dio a entender con media palabra, sino con un vibrante y finísimo subtono, no hay duda de que nos encontramos ante una materia que reclama la atención de estudiosos de diversas áreas del conocimiento, en particular la de los teóricos de sonido, convenientemente asesorados por quienes desde hace siglos más saben del asunto, nos referimos, claro está, a la gente de música, a los compositores, en primer lugar, pero también a los intérpretes, que son quienes tienen que saber cómo se consigue eso. Tertuliano Máximo Afonso comenzó disculpándose, después dio su nombre y preguntó si podría hablar con, Un momento, voy a buscarlo, cortó la mujer, poco después era el colega de Matemáticas quien decía Buenos días y él contestaba Buenos días, otra vez se disculpó, que acababa de oír ahora mismo el mensaje, Hubiera podido esperar a verte en el instituto, pero pensé que debía aclarar el equívoco lo más rápidamente posible para no dejar nacer malentendidos que luego se agravan, incluso no queriendo, Por lo que a mí respecta, no existe ningún malentendido, respondió el de Matemáticas, mi conciencia está tan tranquila como la de un niño de pecho, Ya lo sé, ya lo sé, acudió Tertuliano Máximo Afonso, la culpa es sólo mía, de este marasmo, de esta depresión que me tiene los nervios desquiciados, estoy susceptible, desconfiado, imaginando cosas, Qué cosas, preguntó el colega, Yo qué sé, cosas, por ejemplo, que no me consideran como creo merecer, a veces tengo la impresión de no saber exactamente lo que soy, sé quién soy, pero no lo que soy, no sé si me explico, Más o menos, pero no me dices cuál es la causa de tu, no sé cómo llamarla, reacción, reacción, está bien, Hablando francamente, yo tampoco, fue una impresión momentánea, como si me hubieras tratado de manera, cómo diría, paternalista, Y cuándo te he tratado de esa paternalista manera, por usar tus mismos términos, Estábamos en el pasillo, separándonos ya para ir a nuestras respectivas clases, y tú me pusiste la mano en el hombro, sólo podía ser un gesto de amistad, pero en aquel momento me sentó mal, como una agresión, Ya me acuerdo, Sería imposible que no te acordaras, si yo tuviera en el estómago un generador eléctrico habrías caído allí mismo, fulminado, Tan fuerte fue el rechazo, Tal vez rechazo no sea la palabra más apropiada, el caracol no rechaza el dedo que le toca, se encoge, Será la manera que tiene el caracol de rechazar, Quizá, Sin embargo, tú, a simple vista, no tienes nada de caracol, A veces pienso que nos parecemos mucho, Quiénes, tú y yo, No, el caracol y yo, Sal de esa depresión y verás cómo todo muda de figura, Es curioso, El qué, Que hayas dicho esas palabras, Qué palabras he dicho, Mudar de figura, Supongo que el sentido de la frase ha quedado bastante claro, Sin duda, y lo he comprendido, pero lo que acabas de decirme viene precisamente al encuentro de ciertas inquietudes mías recientes, Para que pudiera seguirte tendrías que ser más explícito, Todavía es demasiado pronto para eso, tal vez algún día, Esperaré. Tertuliano Máximo Afonso pensó, Esperarás toda la vida, y después, Volviendo a lo que realmente importa, querido colega, lo que quiero pedirte es que me disculpes, Estás disculpado, hombre, estás disculpado, aunque el caso no es para tanto, sucede simplemente que has creado en tu cabeza lo que suele llamarse una tempestad en un vaso de agua, por fortuna en estos casos los naufragios son siempre a vista de playa, nadie muere ahogado, Gracias por aceptar el incidente con buen humor, No hay de qué, lo hago con la mejor voluntad, Si mi sentido común no anduviese distraído con elucubraciones, fantasmas y sentencias que nadie le pide, me habría hecho notar en seguida que la manera de responder a tu generoso impulso fue, más que exagerada, disparatada, No te dejes engañar, el sentido común es demasiado común para ser realmente sentido, en el fondo no es más que un capítulo de la estadística, y el más vulgarizado de todos, Es interesante lo que dices, nunca había pensado en el viejo y siempre aplaudido sentido común como un capítulo de la estadística, pero, pensándolo bien, es eso lo que es, y no otra cosa, Mira que también podría ser un capítulo de la Historia, es más, ahora que hablamos de esto, hay un libro que ya debería haberse escrito, pero que, por lo que sé, no existe, precisamente ése, Cuál, Una historia del sentido común, Me dejas sin palabras, no me digas que tienes el hábito de producir a estas horas matinales ideas del calibre de las que acabo de escuchar, dijo con deje de pregunta Tertuliano Máximo Afonso, Si me estimulan, sí, pero siempre después del desayuno, respondió el profesor de Matemáticas, riendo, A partir de ahora voy a llamarte todas las mañanas, Cuidado, recuerda lo que le pasó a la gallina de los huevos de oro, Nos vemos luego, Sí, nos vemos luego, y te prometo que no volverás a encontrarme paternalista, Edad para ser mi padre, casi la tienes, Razón de más. Tertuliano Máximo Afonso colgó el auricular, se sentía satisfecho, aliviado, para colmo la conversación había sido importante, inteligente, no todos los días aparece alguien diciéndonos que el sentido común no es nada más que un capítulo de la estadística y que en las bibliotecas de todo el mundo falta un libro que narre su historia desde que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso. Una mirada al reloj le informó de que María Paz ya habría salido para su trabajo en el banco, que el asunto podría más o menos componerse, aunque temporalmente, con un mensaje simpático en su contestador, Y luego ya veremos. Por prudencia, que las armas y las ocasiones las carga el diablo, decidió dejar pasar otra media hora. María Paz vive con la madre y siempre salen juntas por la mañana, una al trabajo, otra a misa y a las compras del día. La madre de María Paz es muy de iglesia desde que enviudó. Privada de la majestad marital, bajo cuya sombra, creyendo que se acogía, había ido marchitándose durante años y años, buscó otro señor a quien servir, un señor de esos para la vida y para la muerte, un señor que, aparte de todo lo demás, le ofreciera la inapreciable ventaja de no dejarla otra vez viuda. Terminada la media hora de espera, Tertuliano Máximo Afonso aún no veía con claridad los términos en que convendría organizar el mensaje, comenzó pensando que estaría bien un recado simple, de estilo simpático y natural, pero, como todos sabemos, los matices entre simpático y antipático y entre natural y artificial son poco menos que infinitos, generalmente el tono justo para cada circunstancia nos sale de forma espontánea, sin embargo, cuando se persigue, como es el caso de ahora, todo lo que en un primer momento se nos había figurado suficiente y adecuado, nos parecerá corto o excesivo al momento siguiente. Eso que cierta literatura perezosa ha llamado durante mucho tiempo silencio elocuente no existe, los silencios elocuentes son sólo palabras que se quedan atravesadas en la garganta, palabras engasgadas que no han podido escapar de la angostura de la glotis. Después de mucho estrujarse la cabeza, Tertuliano Máximo Afonso concluyó que, para mayor seguridad, lo más sensato sería escribir el mensaje y leerlo al teléfono. He aquí lo que le salió después de algunos papeles rotos, María Paz, acabo de oír tus mensajes, y lo que tengo que decirte es que debemos actuar con calma, tomar las decisiones adecuadas para uno y para otro, sabiendo que la única cosa que dura toda la vida es la vida, el resto siempre es precario, inestable, huidizo, a mí el tiempo ya me ha enseñado esta gran verdad, pero una cosa tengo por cierta, que somos amigos y amigos vamos a seguir siendo, lo que necesitamos es una larga conversación, entonces ya verás como todo se resuelve de la mejor manera, te llamo un día de éstos. Dudó un segundo, lo que iba a decir no estaba escrito, y terminó, Un beso. Después de colgar el teléfono, releyó lo que había escrito y notó la presencia inoportuna de algunos matices en los que no había puesto demasiada atención, menos sutiles unos que otros, por ejemplo, la insoportable frase hecha amigos somos, amigos seremos, es lo peor que se puede decir cuando se quiere poner punto final a una relación de tipo amoroso, creíamos haber cerrado la puerta y resulta que nos hemos quedado atascados en ella, y también, por no citar el beso con que tuvo la debilidad de despedirse, ese craso error de admitir que necesitaban una larga conversación, tenía más que obligación de saber, por experiencia adquirida y continua lección de la Historia de la Vida Privada a través de los Siglos, que las largas conversaciones, en situaciones como ésta, son terriblemente peligrosas, cuántas veces se principia con voluntad de matar al otro y se acaba en sus brazos. Qué más podría hacer, se lamentó, está claro que no iba a decirle que todo entre nosotros seguiría como antes, amor eterno y esas cosas, pero tampoco debía, así por teléfono y sin que ella lo estuviera oyendo, asestarle el golpe final, zas, se acabó, bonita, sería una actitud demasiado cobarde, y hasta ese punto espero no llegar nunca. Con esta reflexión conciliatoria de tipo una de cal, otra de arena, decidió Tertuliano Máximo Afonso contentarse, sabiendo, sin embargo, ay de él, que lo más difícil estaba por llegar. He hecho lo que podía, remató.

Hasta ahora no habíamos tenido necesidad de saber en qué día de la semana están ocurriendo estos intrigantes acontecimientos, pero las próximas acciones de Tertuliano Máximo Afonso, para poder ser plenamente comprendidas, exigen la información de que este día en que nos encontramos es viernes, de donde se sacará fácilmente la conclusión de que el día de ayer fue jueves y el de anteayer miércoles. A muchos les parecerán probablemente excusadas, obvias, inútiles, absurdas, y hasta estúpidas, las informaciones complementarias con que decidimos beneficiar los días de ayer y de anteayer, pero desde ya nos adelantamos a contraponer que cualquier crítica que se exprese en esos términos sólo por mala fe o ignorancia se haría, dado que, como es generalmente conocido, lenguas hay en el mundo que llaman al miércoles, por ejemplo, mercredi, cuarta-feira, mercoledi o wednesday, al jueves, jeudi, quinta-feira, giovedi o thursday, y al propio viernes, si no tuviéramos el cuidado de protegerle frontalmente el nombre, no faltaría por ahí quien comenzara ya a llamarle freitag. No es que no lo pueda llegar a ser en el futuro, mas todo tiene su tiempo, ya le llegará la hora. Iluminado este punto, asentado que estamos en viernes, referido que el profesor de Historia, hoy, sólo tiene horario de tarde, recordado que mañana, sábado, samedi, sábado, sabato, saturday, no habrá clases, que por tanto nos encontramos en vísperas de un fin de semana, pero sobre todo porque no se debe dejar para mañana lo que hoy podrá ser hecho, se entenderá que asistan a Tertuliano Máximo Afonso todas las razones para que acuda esta misma mañana a la tienda de los vídeos para alquilar las películas que hubiesen quedado de las que le interesan. Devolverá a su procedencia, por inútil para la investigación, el Pasajero sin billete, y comprará La muerte ataca de madrugada y El código maldito. De la encomienda de ayer todavía le quedan tres, lo que representa por lo menos cuatro horas y media de visionado, y, con las que ha traído de la tienda, todo anuncia que le espera un fin de semana inolvidable, una panzada de cine de esas de reventar, como decían los rústicos, mientras los hubo. Se arregló, tomó el desayuno, introdujo las cintas en sus respectivas cajas, las guardó con llave en uno de los cajones de su mesa y salió, primero para avisar a la vecina del piso de arriba de que a partir de ese momento podía bajar cuando quisiera a limpiar y ordenar la casa, Esté tranquila, vuelvo hacia el final de la tarde, dijo, y después, bastante menos alborozado que el día anterior, pero todavía con algo del nerviosismo típico de quien se dirige a un encuentro que, no siendo el primero, precisamente por esa razón no se le tolerará ningún fallo, entró en el coche y se dirigió a la tienda de vídeos. Ha llegado el momento de informar a aquellos lectores que, ajuiciando por el carácter más que sucinto de las descripciones urbanas realizadas hasta ahora, hayan creado en su espíritu la idea de que todo esto está pasando en una ciudad de tamaño mediano, es decir, por debajo del millón de habitantes, ha llegado el momento de informar, decíamos, de que, muy por el contrario, este profesor Tertuliano Máximo Afonso es uno de los cinco millones y pico de seres humanos que, con diferencias importantes de bienestar y otras sin la menor posibilidad de mutuas comparaciones, viven en la gigantesca metrópoli que se extiende por lo que antiguamente fueron montes, valles y planicies, y ahora es una sucesiva duplicación horizontal y vertical de un laberinto, en principio agravado por componentes que designaremos como diagonales, pero que, con el transcurrir del tiempo, se revelaron hasta cierto punto equilibradores de la caótica malla urbana, pues establecieron líneas fronterizas que, paradójicamente, en lugar de haber separado, aproximaron. El instinto de supervivencia, también de eso se trata cuando de ciudades hablamos, vale tanto para los animales como para los inanimales, término reconocidamente abstruso que no consta en los diccionarios y que tuvimos que inventar para que, con suficiencia y propiedad, pudiéramos hacer transparentes, a simple vista, ya sea por el sentido corriente de la primera palabra, animales, ya sea por la inopinada grafía de la segunda, inanimales, las diferencias y las semejanzas entre las cosas y las no cosas, entre lo inanimado y lo animado. A partir de ahora, al pronunciar la palabra inanimal estaremos siendo tan claros y precisos como cuando, en el otro reino, perdida por completo la novedad del ser y de sus designaciones, indiferentemente llamábamos al hombre animal y animal al perro. Tertuliano Máximo Afonso, a pesar de enseñar Historia, nunca ha entendido que todo lo que es animal está destinado a tornarse inanimal y que, por muy grandes que sean los nombres y los hechos que los seres humanos hayan dejado inscritos en sus páginas, procedemos de lo inanimal y para lo inanimal nos encaminamos. Entretanto, mientras palo va y palo viene, como antes decían los ya mencionados rústicos, queriendo creer que en el brevísimo intervalo entre el ir y el venir del bastón tenían las espaldas tiempo de holgar, Tertuliano Máximo Afonso se dirige a la tienda de los vídeos, uno de los muchos destinos intermedios que le esperan en la vida. El empleado que lo atendió las dos veces anteriores que vino antes estaba ocupado con otro cliente. Le hizo desde lejos, no obstante, una señal de reconocimiento y mostró los dientes en una sonrisa que, aparentemente sin especial significado, podía enmascarar alguna turbia intención. Una empleada que acudió a informarse de lo que deseaba el recién llegado fue frenada en el camino por dos cortas pero imperiosas palabras, Atiendo Yo, y tuvo que volver atrás después de esbozar una pequeña sonrisa que era, al mismo tiempo, de comprensión y disculpa. Siendo nueva en la profesión y en el establecimiento, luego sin experiencia en las sofisticadas artes del buen vender, todavía no estaba autorizada a tratar con clientes de primera clase. No nos olvidemos de que Tertuliano Máximo Afonso, aparte de ser el conocido profesor de Historia que sabemos y un reputado estudioso de las grandes cuestiones audiovisuales, es también un alquilador de vídeos al por mayor, como ayer se vio y hoy mejor se verá. Libre del primer cliente, el empleado, animado y presuroso, se acercó, Buenos días, señor, es un placer verlo otra vez en esta su casa, dijo. Sin pretender poner en duda la sinceridad y la cordialidad del recibimiento, es imposible, no obstante, dejar pasar sin reparo la fuerte y aparentemente insalvable contradicción que se observa entre estas y las últimas palabras murmuradas ayer por este mismo empleado cuando este mismo cliente se retiraba, Quien te puso el nombre de Tertuliano sabía lo que hacía. La explicación, lo adelantamos ya, la dará el cúmulo de vídeos que se encuentra sobre el mostrador, unos treinta por lo menos. Perito en las antes referidas artes del buen vender, el empleado, después de haber soltado sotto voce aquel vehemente desahogo, pensó que sería un error dejarse cegar por la decepción y que, no pudiendo hacer el excelente negocio de venta que al principio se le antojó, todavía le quedaba la opción de inducir al tal Tertuliano a alquilar todo cuanto fuese posible encontrar de la misma compañía productora, conservando, además, con bastante fundamento, la esperanza de llegar a venderle una buena parte de los vídeos que hubiera alquilado. La vida de negocios está llena de trampas y puertas falsas, una verdadera caja de sorpresas no siempre fáciles, hay que ir siempre ojo avizor, usar de cálculos y malicias para que el cliente no note la sutil maniobra, limar las ideas preconcebidas que llevara para protegerse, cercarle las resistencias, sondearle los deseos ocultos, en suma, la nueva trabajadora todavía tendrá que comer mucho pan y mucha sal para estar a la altura. Lo que el empleado de la tienda ignora es que Tertuliano Máximo Afonso ha vuelto con el objetivo preciso de abastecerse de películas para todo el fin de semana, decidido como está a desentrañar cuantos vídeos se le presenten, en lugar de contentarse con la escasa media docena que todavía ayer tenía intención de alquilar. De esta manera, una vez más, rindió el vicio homenaje a la virtud, de esta manera la enalteció cuando pensaba que la iba a humillar bajo sus pies. Tertuliano Máximo Afonso puso el Pasajero sin billete sobre el mostrador y dijo, Éste no me interesa, Y los otros que se llevó, ya ha decidido qué va a hacer con ellos, preguntó el empleado, Me quedo con La muerte ataca de madrugada y El código maldito, los tres restantes todavía no los he visto, Son, si no me equivoco, La diosa del escenario, La alarma sonó dos veces y Llámame otro día, recitó el empleado, tras consultar la respectiva ficha, Exactamente, Quiere decir que alquila el Pasajero y compra la Muerte y el Código, Exactamente, Muy bien, entonces en cuanto a hoy, tengo aquí, pero Tertuliano Máximo Afonso no le dejó tiempo para terminar la frase, Imagino que esos vídeos de ahí han sido apartados para mí, Exactamente, repitió como un eco el empleado, dudando in mente entre la alegría de haber vencido sin lucha y la decepción de no haber tenido que luchar para vencer, Cuántos son, Treinta y seis, Eso me va a llevar unas cuantas horas, Si seguimos contando con hora y media por cada filme, déjeme ver, dijo el empleado, echando mano a la calculadora, No se moleste, yo se lo digo, son cincuenta y cuatro horas, Cómo lo ha conseguido tan rápido, preguntó el empleado, yo, desde que aparecieron estas máquinas, aunque no haya perdido la habilidad que tenía para calcular de cabeza, las uso para las operaciones más complicadas, Es facilísimo, dijo Tertuliano Máximo Afonso, treinta y seis medias horas son dieciocho horas, luego la suma de las treinta y seis horas enteras que ya teníamos con las dieciocho de las medias dan cincuenta y cuatro, Es profesor de Matemáticas, De Historia, no de Matemáticas, mi fuerte nunca han sido los números, Pues lo parece, el saber es realmente una cosa muy bonita, Depende de lo que se sepa, También dependerá de quién lo sepa, creo yo, Si ha sido capaz de llegar solo a esta conclusión, dijo Tertuliano Máximo Afonso, no necesita calculadoras para nada. El empleado no estaba seguro de haber aprehendido totalmente el significado de las palabras del cliente, pero le parecieron agradables, simpáticas, incluso lisonjeras, en cuanto llegue a casa, si entre tanto no se le olvidan por el camino, no dejará de repetírselas a su mujer. Se atrevió a realizar la operación de multiplicar con papel y lápiz, tantos vídeos a tanto, porque había decidido que ante este cliente nunca usaría la calculadora. El resultado dio una cantidad bastante razonable, no tanto como si en vez de alquilar hubiera vendido, aunque este pensamiento interesado, así como llegó, así se fue, las paces estaban definitivamente firmadas. Tertuliano Máximo Afonso pagó, después pidió por favor, Hágame dos paquetes con dieciocho películas en cada uno mientras voy a buscar el coche, está demasiado lejos para cargar con ellos hasta allí. Un cuarto de hora más tarde, era el propio empleado de la tienda quien le metía los envoltorios en el portaequipajes, quien cerraba la puerta del automóvil después de que Tertuliano Máximo Afonso entrara, quien decía adiós con una sonrisa y un gesto de mano que eran el afecto mismo en gesto y en sonrisa, quien iba murmurando mientras regresaba al mostrador Todavía dicen que las primeras impresiones son las que valen, he aquí una persona que al principio no me caía nada bien, y en resumidas cuentas. Las ideas de Tertuliano Máximo Afonso seguían rumbos muy diferentes, Dos días son cuarenta y ocho horas, claro está que matemáticamente no son suficientes para ver todas las películas incluso sin dormir en estos dos días, pero, si empiezo ya esta noche, con todo el sábado y todo el domingo por delante, y tomando en serio la regla de no visionar hasta el final los vídeos en que el tipo no aparezca hasta la mitad de la historia, estoy convencido de que terminaré la tarea antes del lunes. El plan de acción estaba completo en el sentido y acabado en la forma, no necesitaría añadiduras, apéndices o notas a pie de página, pero Tertuliano Máximo Afonso todavía insistió, Si no aparece hasta la mitad, tampoco aparecerá después. Sí, después. Ésta es la palabra que ha estado por ahí a la espera desde que el actor que interpretaba el personaje de un recepcionista de hotel surgiese por primera vez en el interesante y divertido filme Quien no se amaña no se apaña. Y después, preguntó el profesor de Historia, como un niño que todavía no sabe que de nada le servirá preguntar por lo que todavía no ha sucedido, qué haré después de esto, qué haré después de saber que ese hombre ha aparecido en quince o veinte películas, que, según he podido comprobar hasta ahora, aparte de recepcionista, ha sido cajero de banco y auxiliar de enfermería, qué haré. Tenía la respuesta en la punta de la lengua, pero sólo la dio un minuto más tarde. Conocerlo.

Por casualidad o intención desconocida, alguien le ha dicho al director del instituto que Tertuliano Máximo Afonso se encontraba en la sala de profesores, haciendo hora para el almuerzo según todas las apariencias, puesto que su única ocupación desde que entró había consistido en leer los periódicos. No releía ejercicios, no daba los últimos toques a un tema en preparación, no tomaba notas, sólo leía los periódicos. Había comenzado sacando de la cartera la factura del alquiler de los treinta y seis vídeos, la puso abierta sobre la mesa y buscó en el primer periódico la página de los espectáculos, sección cines. Haría después lo mismo con dos periódicos más. Aunque, como sabemos, su adicción al séptimo arte sea de fecha reciente y su ignorancia acerca de todas las cuestiones relacionadas con la industria de la imagen continúe prácticamente inalterable, sabía, imaginaba o intuía que las películas de estreno no serían lanzadas inmediatamente al mercado del vídeo. Para llegar a esta conclusión no era necesario estar dotado de una portentosa inteligencia deductiva o de fantásticas vías de acceso al conocimiento que prescindiesen del raciocinio, se trata de una simple y obvia aplicación del más trivial sentido común, sección mercado, subsección venta y alquiler. Buscó los cines de reestreno y, uno a uno, bolígrafo en mano, fue confrontando los títulos de los filmes que se exhibían con los que constaban en la factura, marcando ésta con una crucecita cada vez que coincidían. Si a Tertuliano Máximo Afonso le preguntásemos por qué motivo lo estaba haciendo, si era su idea ir a esos cines para ver las películas que ya poseía en vídeo, lo más seguro sería que nos mirase sorprendido, estupefacto, tal vez ofendido por juzgarlo capaz de una acción tan absurda, aunque no nos daría una explicación aceptable, salvo esa que levanta murallas ante la curiosidad ajena y que en dos palabras se dice, Porque sí. Sin embargo, nosotros que venimos compartiendo las confidencias y participando de los secretos del profesor de Historia, podemos informar que la desatinada operación no tiene más finalidad que la de mantener fija su atención en el único objetivo que desde hace tres días le interesa, el de impedir que vaya a distraerse, por ejemplo, con las noticias de los periódicos como probablemente los otros profesores presentes en la sala suponen que es su ocupación en este exacto momento. La vida, no obstante, está hecha de manera que hasta puertas que considerábamos sólidamente cerradas y atrancadas al mundo se encuentran a merced de este modesto y solícito ordenanza que acaba de entrar para comunicarle que el director le pide que haga el favor de ir a su despacho. Tertuliano Máximo Afonso se levantó, dobló los periódicos, guardó la factura en la cartera, y salió al pasillo donde se encontraban algunas de las aulas. El despacho del director estaba en el piso de arriba, la escalera de acceso tenía una claraboya en el tejado tan opaca por dentro y tan sucia por fuera que, tanto en invierno como en verano, sólo avaramente dejaba pasar alguna luz natural. Enfiló por otro pasillo y paró en la segunda puerta. Como había una luz verde, llamó con los nudillos, abrió cuando oyó desde dentro, Entre, dio los buenos días, apretó la mano que el director le extendía y, a una señal suya, se sentó. Siempre que entraba aquí tenía la impresión de haber visto ya este mismo despacho en otro lugar, era como uno de esos sueños que sabemos que hemos soñado pero que no conseguimos recordar cuando despertamos. El suelo estaba enmoquetado, la ventana tenía unas cortinas de paño grueso, la mesa era amplia, de estilo antiguo, moderno el sillón de piel negra. Tertuliano Máximo Afonso conocía estos muebles, estas cortinas, esta moqueta, o creía conocerlos, posiblemente lo que sucede es que leyó en una novela o en un cuento la lacónica descripción de un otro despacho de un otro director de una otra escuela, lo que, siendo así, y en el caso de que se demuestre con el texto delante, le obligará a sustituir por una banalidad al alcance de cualquier persona de razonable memoria lo que hasta hoy pensaba que era una intersección entre su rutinaria vida y el majestuoso flujo circular del eterno retorno. Fantasías.

Absorto en su onírica visión, el profesor de Historia no oyó las primeras palabras del director, pero nosotros, que siempre estaremos aquí para las faltas, podemos decir que no se había perdido mucho, apenas la retribución de sus buenos días, la pregunta Cómo le ha ido, el preambular Le he pedido que venga para, de ahí en adelante Tertuliano Máximo Afonso pasó a estar presente en cuerpo y en espíritu, con la luz de los ojos y del entendimiento despierta. Le he pedido que venga, repitió el director porque le ha parecido ver un cierto aire de distracción en la cara del interlocutor, para hablar con usted sobre lo que dijo acerca de la enseñanza de la Historia en la reunión de ayer, Qué dije en la reunión de ayer, preguntó Tertuliano Máximo Afonso, No se acuerda, Tengo una vaga idea, pero mi cabeza está un poco confusa, casi no he dormido esta noche, Está enfermo, Enfermo no, tengo inquietudes, nada más, Lo que no es poco, No tiene importancia, no se preocupe, Lo que dijo, palabra por palabra, lo tengo apuntado aquí, en este papel, es que la única decisión seria que es necesario tomar en lo que respecta al conocimiento de la Historia, es si deberemos enseñarla desde detrás hacia delante o de delante hacia atrás, No es la primera vez que lo digo, Precisamente, lo ha dicho tantas veces que sus colegas no lo toman en serio, empiezan con las sonrisas nada más oír las primeras palabras, Mis colegas son personas de suerte, tienen la sonrisa fácil, y usted, Yo, qué, Le pregunto si tampoco me toma en serio, si también sonríe con las primeras palabras que digo, o con las segundas, Me conoce lo suficiente para saber que no sonrío fácilmente, menos aún en un caso como éste, en cuanto a tomarlo en serio, está fuera de cualquier discusión, usted es uno de nuestros mejores profesores, los alumnos lo estiman y lo respetan, lo que es un milagro en los tiempos que corren, Entonces no veo el motivo de su llamada, Únicamente para pedirle que no vuelva, Que no vuelva a decir que la única decisión seria, Sí, Por tanto mantendré la boca cerrada durante las reuniones, si una persona considera que tiene algo importante que comunicar y las otras no lo quieren escuchar, es preferible que se quede callada, Personalmente siempre he considerado interesante su idea, Gracias, señor director, pero no me lo diga a mí, dígaselo a mis colegas, dígaselo sobre todo al ministerio, además, la idea ni siquiera me pertenece, no he inventado nada, gente más competente que yo la ha propuesto y la ha defendido, Sin resultados que se noten, Se comprende, hablar del pasado es lo más fácil que hay, todo está escrito, es sólo repetir, chacharear, conferir en los libros lo que los alumnos escriban en los exámenes o digan en las pruebas orales, mientras que hablar de un presente que cada minuto nos explota en la cara, hablar de él todos los días del año al mismo tiempo que se va navegando por el río de la Historia hasta sus orígenes, o lo más cerca posible, esforzarnos por entender cada vez mejor la cadena de acontecimientos que nos ha traído donde estamos ahora, eso es otro cantar, da mucho trabajo, exige constancia en la aplicación, hay que mantener siempre la cuerda tensa, sin quiebra, Encuentro admirable lo que acaba de decir, creo que hasta el ministro se dejaría convencer por su elocuencia, Lo dudo, los ministros están puestos ahí para que nos convenzan a nosotros, Retiro lo que le he dicho antes, a partir de hoy le apoyo sin reservas, Gracias, pero es mejor no crearse ilusiones, el sistema tiene que prestar buenas cuentas a quien manda y ésta es una aritmética que no les gusta, Insistiremos, Hubo ya quien afirmó que todas las grandes verdades son absolutamente triviales y que tendremos que expresarlas de una manera nueva y, si es posible, paradójica, para que no caigan en el olvido, Quién dijo eso, Un alemán, un tal Schlegel, pero lo más seguro es que otros antes que él también lo hayan dicho, Hace pensar, Sí, pero a mí lo que sobre todo me atrae es la fascinante declaración de que las grandes verdades no pasan de trivialidades, el resto, la supuesta necesidad de una expresión nueva y paradójica que les prolongue la existencia y la sustantive, ya no me atañe, soy sólo un profesor de Historia de enseñanza secundaria, Deberíamos hablar más, querido amigo, El tiempo no da para todo, además están mis colegas, que seguramente tienen cosas mejores que decirle, por ejemplo, cómo responder con una sonrisa fácil a palabras serias, y los estudiantes, no olvidemos a los estudiantes, pobrecillos, que por no tener con quién hablar acabarán un día sin tener nada que decir, imagínese lo que sería la vida en el instituto con todo el mundo hablando, no haríamos nada más, y el trabajo a la espera. El director miró el reloj y dijo, El almuerzo también, vamos a almorzar. Se levantó, rodeó la mesa y, en una espontánea demostración de estima, cordialmente, puso la mano en el hombro del profesor de Historia, que también se había levantado. Inevitablemente hubo en este gesto algo de sentimiento paternalista, pero eso, de parte de un director, era de lo más natural, hasta lo apropiado, puesto que las relaciones humanas son lo que sabemos. El susceptible generador eléctrico de Tertuliano Máximo Afonso no reaccionó al contacto, señal de que no hubo ninguna molesta exageración en la manifestación de aprecio recibida, o, quién sabe, quizá simplemente lo hubiese desconectado la ilustrativa conversación matinal con el profesor de Matemáticas. Nunca se repetirá en demasía esa otra trivialidad de que las pequeñas causas pueden producir grandes efectos. En un momento en que el director volvió a su mesa para recoger las gafas, Tertuliano Máximo Afonso miró alrededor, vio las cortinas, el sillón de piel negra, la moqueta, y nuevamente pensó, Yo ya he estado aquí. Después, tal vez porque alguien haya aventurado que podría haber leído en cualquier parte la descripción de un despacho parecido a éste, añadió otro pensamiento al que había pensado, Probablemente, leer es también una forma de estar ahí. Las gafas del director ya se encontraban en el bolsillo superior de la chaqueta, él decía, risueño, Vamos, y Tertuliano Máximo Afonso no podría explicar ahora ni sabrá explicarlo nunca por qué de repente sintió que la atmósfera se había vuelto más densa, como impregnada de una presencia invisible, tan intensa, tan poderosa como la que lo despertó bruscamente en su cama tras haber visto el primer vídeo. Pensó, Si yo hubiera estado aquí antes de ser profesor del instituto, lo que estoy sintiendo ahora podría no ser más que una memoria de mí mismo histéricamente activada. El resto del pensamiento, si es que había algún resto, quedó por desarrollar, el director ya lo llevaba del brazo, decía algo relacionado con las grandes mentiras, si también éstas serían triviales, si en su caso también las paradojas podrían impedir que cayesen en el olvido. Tertuliano Máximo Afonso agarró la idea al vuelo, en el último instante, Grandes verdades, grandes mentiras, supongo que con el tiempo todo se va frivolizando, los platos de costumbre con el aliño de siempre, respondió, Espero que eso no sea una crítica a nuestra cocina, bromeó el director, Soy cliente habitual, respondió Tertuliano Máximo Afonso, en el mismo tono. Bajaban la escalera hacia el comedor, después, en el camino, se les unió el colega de Matemáticas y una profesora de Inglés, para este almuerzo ya estaba completa la mesa del director. Qué, preguntó el de Matemáticas en voz baja en un momento en el que el director y la de Inglés se adelantaron, cómo te sientes ahora, Bien, muy bien de verdad, Habéis estado hablando, Sí, me llamó al despacho para pedirme que no insistiera con eso de enseñar la Historia patas arriba, Patas arriba, Es una manera de decir, Y qué le has respondido, Le he explicado por centésima vez mi punto de vista y creo que he conseguido convencerlo finalmente de que el disparate era un poco menos tonto de lo que le había parecido hasta ahora, Una victoria, Que no servirá de nada, De hecho, nunca se sabe muy bien para qué sirven las victorias, suspiró el profesor de Matemáticas, Pero las derrotas se sabe muy bien para qué sirven, sobre todo lo saben los que pusieron en la batalla todo lo que eran y todo lo que tenían, pero de esta permanente lección de la Historia nadie hace caso, Parece que estás cansado de tu trabajo, Tal vez, tal vez, andamos poniendo el aliño de siempre en los platos de costumbre, nada cambia, Quieres dejar la enseñanza, No sé con exactitud, ni siquiera vagamente, lo que pienso o lo que quiero, pero imagino que sería una buena idea, Abandonar la enseñanza, Abandonar cualquier cosa. Entraron en el comedor, se instalaron en la mesa los cuatro, y el director, mientras desdoblaba la servilleta, le pidió a Tertuliano Máximo Afonso, Me gustaría que repitiera a nuestros colegas lo que me acaba de decir, Sobre qué, Sobre su original concepción de la enseñanza de la Historia. La profesora de Inglés comenzó a sonreír, pero la mirada que el aludido le echó, fija, ausente y al mismo tiempo fría, paralizó el movimiento que comenzaba a esbozarse en los labios. Admitiendo que concepción sea el término apropiado, querido director, de original no tiene nada, es una corona de laurel que no ha sido hecha para mi cabeza, dijo Tertuliano Máximo Afonso tras una pausa, Sí, pero el discurso que me convenció era suyo, insistió el director. En un instante la mirada del profesor de Historia se apartó de allí, salió del refectorio, recorrió el pasillo y subió al piso de arriba, atravesó la puerta cerrada del despacho del director, vio lo que ya esperaba ver, después regresó por el mismo camino, se hizo nuevamente presente, pero ahora con una expresión de perplejidad inquieta, un estremecimiento de desasosiego que rozaba el temor. Era él, era él, era él, se repetía Tertuliano Máximo Afonso a sí mismo, mientras con los ojos sobre el colega de Matemáticas, con más o menos palabras rememoraba los lances de su metafórica navegación río del Tiempo arriba. Esta vez no dijo río de la Historia, pensó que río del Tiempo causaría más impresión. La profesora de Inglés tenía el rostro serio. Anda alrededor de los sesenta años, es madre y abuela y, al contrario de lo que nos hubiera parecido al principio, no es de esas personas que se dedican a pasar por la vida distribuyendo sonrisas de mofa a izquierda y derecha. Le ha sucedido lo mismo que a tantos de nosotros, erramos no porque fuese ése nuestro propósito sino porque confundimos el error con un nexo de unión, una complicidad confortable, un guiño de ojos de quien creía saber de qué se trataba sólo porque otros lo afirmaban. Cuando Tertuliano Máximo Afonso terminó su breve discurso, vio que había convencido a otra persona. Tímidamente, la profesora de Inglés murmuraba, Se podría hacer lo mismo con los idiomas, enseñarlos de esa manera, ir navegando hasta las fuentes del río, quizá así lográramos entender mejor qué es esto del hablar, No faltan especialistas que lo sepan, recordó el director, Pero no esta profesora a la que mandaron enseñar Inglés como si no existiese nada antes. El colega de Matemáticas dijo sonriendo, Me temo que esos métodos no darían resultado con la aritmética, el número diez es obstinadamente invariable, no tiene necesidad de pasar por el nueve ni le devora la ambición de convertirse en once. La comida había sido servida, se habló de otra cosa. Tertuliano Máximo Afonso ya no estaba tan seguro de que el responsable del plasma invisible que se diluyó en la atmósfera del despacho del director fuera el cajero del banco. Ni él, ni el recepcionista. Para colmo con ese bigote ridículo, pensó, y después, sonriendo tristemente hacia dentro, Debo de estar perdiendo el juicio. En la clase que dio después de comer, totalmente fuera de tono y de propósito, ya que la materia no figuraba en el programa, pasó todo el tiempo haciendo comentarios sobre los semitas amorreos, sobre el Código de Hammurabi, sobre la legislación babilónica, sobre el dios Marduk, sobre el idioma acadio, con el resultado de hacer cambiar de opinión al alumno que el otro día había murmurado al colega de al lado que el tipo venía mosqueado. Ahora el diagnóstico, bastante más radical, es que el tipo tenía uno de los tornillos de la cabeza fuera de sitio o que estaba pasado de rosca. Felizmente, la clase siguiente, para estudiantes más jóvenes, transcurrió con normalidad. Una referencia suelta, de paso, al cine histórico fue acogida con apasionado interés por el curso, pero la diversión no fue a más, no se habló de cleopatra, ni de espartaco, ni del jorobado de notre dame, ni siquiera del emperador napoleón bonaparte, que tanto valen para un roto como para un descosido. Un día para olvidar, pensaba Tertuliano Máximo Afonso, cuando entró en el coche para regresar a casa. Estaba siendo injusto con el día y consigo mismo, al final había conquistado para sus ideas reformadoras al director y a la profesora de Inglés, sería uno menos sonriendo en la próxima reunión de profesores, del otro no hay que temer, quedamos sabedores hace pocas horas de que no tiene la sonrisa fácil. La casa estaba arreglada, limpia, la cama parecía de novios, la cocina como una patena, el cuarto de baño rezumando olores a detergente, algo así como el olor del limón, que sólo con respirarlo a una persona se le lustra el cuerpo y el alma se sublima. Los días en que la vecina de arriba viene a poner en orden esta casa de hombre solo, su habitante va a comer fuera, siente que sería una falta de respeto ensuciar platos, encender cerillas, pelar patatas, abrir latas, y desde luego poner una sartén en el fuego, eso ni pensar, que el aceite salta por todas partes. El restaurante está cerca, la última vez que estuvo comió carne, hoy tomará pescado, es necesario variar, si no tenemos cuidado la vida se vuelve rápidamente previsible, monótona, un engorro. Tertuliano Máximo Afonso siempre ha tenido mucho cuidado. Sobre la mesa baja, en la sala, están apiladas las treinta y seis películas traídas de la tienda, en un cajón del escritorio se guardan las tres que restaron del encargo anterior y que todavía no han sido vistas, la magnitud de la tarea que tiene por delante es simplemente abrumadora, Tertuliano Máximo Afonso no se la desearía ni a su mayor enemigo, que además no sabe quién será, quizá porque es todavía demasiado joven, quizá por haber tenido tanto cuidado con la vida. Para entretenerse hasta la hora de la cena, se puso a ordenar las cintas según las fechas de producción del filme original, y, como no cabían en la mesa ni en el escritorio, decidió alinearlas en el suelo, a lo largo de una estantería, la más antigua a la izquierda, se llama Un hombre como otro cualquiera, la más reciente a la derecha, La diosa del escenario. Si Tertuliano Máximo Afonso fuese coherente con las ideas que anda defendiendo sobre la enseñanza de la Historia hasta el punto de aplicarlas, siempre que tal fuese posible, a las actividades corrientes de su día a día, visionaria esta hilera de vídeos desde delante hacia atrás, es decir, comenzaría por La diosa del escenario y terminaría en Un hombre como otro cualquiera. Es de todos conocido, sin embargo, que la enorme carga de tradición, hábitos y costumbres que ocupa la mayor parte de nuestro cerebro lastra sin piedad las ideas más brillantes e innovadoras de que la parte restante todavía es capaz, y si es verdad que en algunos casos esa carga consigue equilibrar desgobiernos y desmanes de la imaginación que Dios sabe adónde nos llevarían si los dejáramos sueltos, también es verdad que con frecuencia, ésta tiene artes de reducir sutilmente a tropismos inconscientes lo que creíamos que era nuestra libertad de actuar, como una planta que no sabe por qué tiene siempre que inclinarse hacia el lado de donde le viene la luz. El profesor de Historia seguirá por tanto fielmente el programa de enseñanza que le pusieron en las manos, verá por tanto los vídeos desde detrás hacia delante, desde el más antiguo al más reciente, desde el tiempo de los efectos que no necesitábamos llamar naturales hasta este otro tiempo de efectos que llamamos especiales porque, no sabiendo cómo se crean, fabrican y producen, algún nombre indiferente habría que darles. Tertuliano Máximo Afonso ya ha regresado de cenar, finalmente no ha tomado pescado, el plato del día era rape, y a él no le gusta el rape, ese bentónico animal marino que vive en fondos arenosos o lodosos, desde el litoral hasta los mil metros de profundidad, un bicho de enorme cabezorra, achatada y armada de fortísimos dientes, con dos metros de largo y más de cuarenta kilos de peso, en fin, un animal poco agradable de ver y que el paladar, la nariz y el estómago de Tertuliano Máximo Afonso nunca consiguieron soportar. Toda esta información la está recogiendo en este momento de una enciclopedia movido al cabo por la curiosidad de saber alguna cosa acerca de un animal que desde el primer día detestó. La curiosidad venía de épocas atrás, de mucho tiempo atrás, pero sólo hoy, inexplicablemente le estaba dando cabal satisfacción. Inexplicablemente, decimos, y no obstante deberíamos saber que no es así, deberíamos saber que no hay ninguna explicación lógica, objetiva, para el hecho de que Tertuliano Máximo Afonso haya pasado años y años sin conocer del rape más que el aspecto, el sabor y la consistencia de las porciones que le ponían en el plato, y de repente, en un momento cierto de un concreto día, como si no tuviera nada más urgente que hacer, he aquí que abre la enciclopedia y se informa. Extraña relación es la que tenemos con las palabras. Aprendemos de pequeños unas cuantas, a lo largo de la existencia vamos recogiendo otras que nos llegan con la instrucción, con la conversación, con el trato con los libros y, sin embargo, en comparación, son poquísimas aquellas de cuyos significados, acepciones y sentidos no tendríamos ninguna duda si algún día nos preguntaran seriamente si las tenemos. Así afirmamos y negamos, así convencemos y somos convencidos, así argumentamos, deducimos y concluimos, discurriendo impávidos por la superficie de conceptos sobre los cuales sólo tenemos ideas muy vagas, y, pese a la falsa seguridad que en general aparentamos mientras vamos tanteando el camino en medio de la cerrazón verbal, mejor o peor nos vamos entendiendo, y, a veces, hasta encontrando. Si tuviéramos tiempo y nos picara, impaciente, la curiosidad, siempre acabaríamos sabiendo qué es el rape. A partir de ahora, cuando el camarero del restaurante vuelva a sugerirle el poco agraciado lófido, el profesor de Historia ya sabrá responder, Qué, ese horrendo bentónico que vive en fondos arenosos y lodosos, y añadirá, definitivo, Ni pensarlo. La responsabilidad de esta fastidiosa digresión piscícola y lingüística le corresponde toda a Tertuliano Máximo Afonso por tardar tanto en introducir Un hombre como otro cualquiera en el aparato de vídeo, como si estuviese plantado en la falda de una montaña calculando las fuerzas que va a necesitar para llegar a la cumbre. Tal como parece que de la naturaleza se dice, también la narrativa tiene horror al vacío, por eso no habiendo hecho Tertuliano Máximo Afonso, en este intervalo, nada que valiese la pena relatar, no tuvimos otro remedio que improvisar un relleno que más o menos acomodase el tiempo a la situación. Ahora que ha decidido sacar la cinta de la caja e introducirla en el aparato, podemos descansar.

Pasada una hora, el actor todavía no había aparecido, seguramente no intervendría en esta película. Tertuliano Máximo Afonso pasó la cinta hasta el final, leyó los nombres con toda atención y eliminó de la lista de participantes los que se repetían. Si le pidiésemos que nos explicase con sus palabras lo que acababa de ver, lo más probable sería que nos lanzara la mirada de enfado que se reserva a los impertinentes y nos respondiese con una pregunta, Tengo yo cara de interesarme por semejantes vulgaridades. Alguna razón tendríamos que reconocerle, porque, en realidad, los filmes que ha pasado hasta ahora pertenecen a la denominada serie B, productos rápidos para consumo rápido, que no aspiran a nada más que a entretener el tiempo sin perturbar el espíritu, como muy bien lo expresó, aunque con otros términos, el profesor de Matemáticas. Ya otra cinta fue introducida en el vídeo, a ésta le llaman La vida alegre y hará aparecer al sosia de Tertuliano Máximo Afonso en un papel de portero de cabaret, o de boite, no se llegará a percibir con claridad suficiente cuál de las dos definiciones se amolda mejor al establecimiento de mundanas diversiones en que transcurren jovialidades copiadas sin pudor de las diversas versiones de La vida alegre. Tertuliano Máximo Afonso llegó a pensar que no valía la pena ver toda la película, lo que le importaba, es decir, si su otro yo aparecía o no en la historia, ya lo sabía, pero el enredo era tan gratuitamente intrincado que se dejó llevar hasta el final, sorprendiéndose al comenzar a advertir en su interior un sentimiento de compasión por el pobre diablo que, aparte de abrir y cerrar las puertas de los automóviles, no hacía otra cosa que subir y bajar la gorra de plato para cumplimentar con un compuesto aunque no siempre sutil gesto de respeto y complicidad a los elegantes clientes que entraban y salían. Yo, por lo menos, soy profesor de Historia, murmuró. Una declaración así que intencionadamente había pretendido determinar y enfatizar su superioridad, no sólo profesional, sino también moral y social, en relación a la insignificancia del papel del personaje, estaba pidiendo una contestación que repusiese la cortesía en su debido lugar, y ésa la ofreció el sentido común con una ironía que no es habitual en él, Cuidado con la soberbia, Tertuliano, date cuenta de lo que te estás perdiendo por no ser actor, podrían haber hecho de tu persona un director de instituto, un profesor de Matemáticas, para profesora de Inglés es evidente que no servirías, tendrías que ser profesor. Satisfecho consigo mismo por el tono de la advertencia, el sentido común, aprovechando que el hierro estaba caliente, le dio otro mazazo, Obviamente, tendrías que estar dotado de un mínimo de talento para la representación, además, querido, tan seguro estoy de eso como de que me llamo Sentido Común, te obligarían a cambiar de nombre, ningún actor que se precie se presentaría en público con ese ridículo nombre de Tertuliano, no tendrías otro remedio que adoptar un seudónimo bonito, o quizá pensándolo mejor no es necesario, Máximo Afonso no estaría mal, ve pensando en eso. La vida alegre volvió a su caja, la película siguiente apareció con un título sugestivo, de lo más prometedor para la ocasión, Dime quién eres se llamaba, pero no vino a añadir nada al conocimiento que Tertuliano Máximo Afonso ya tiene de sí mismo y nada a las investigaciones en que está empeñado. Para entretenerse dejó pasar la cinta hasta el final, puso algunas crucecitas en la lista y, tras mirar al reloj, decidió irse a la cama. Tenía los ojos congestionados, una opresión en las sienes, un peso sobre la frente, Esto no me va a costar la vida, pensó, el mundo no se acaba si yo no consigo ver todos los vídeos durante el fin de semana y, de acabar, no sería éste el único misterio que quedaría por resolver. Ya estaba acostado, esperando que el sueño acudiese a la llamada de la pastilla que había tomado, cuando algo que podría ser otra vez el sentido común, pero que no se presentó como tal, dijo que, en su opinión, sinceramente, el camino más fácil sería llamar por teléfono o ir personalmente a la empresa productora y preguntar, así, con la mayor naturalidad, el nombre del actor que en las películas tales y tales hace los papeles de recepcionista, cajero de banco, auxiliar de enfermería y portero de boite, además, ellos ya estarán habituados, quizá se extrañen de que la pregunta se refiera a un actor secundarísimo, poco más que figurante, pero al menos quiebran la rutina de hablar de estrellas y astros a todas horas. Nebulosamente, ya con las primeras marañas del sueño envolviéndolo, Tertuliano Máximo Afonso respondió que la idea no tenía ninguna gracia, era demasiado simple, al alcance de cualquiera, No he estudiado Historia para esto, remató. Las últimas palabras no tenían nada que ver con el asunto, eran otra manifestación de soberbia, pero debemos disculparlo, es la pastilla la que habla, no quien la tomó. De Tertuliano Máximo Afonso en persona fue, sí, ya en el umbral del sueño la consideración final, insólitamente lúcida como la llama de la vela a punto de apagarse, Quiero llegar a él sin que nadie lo sepa y sin que él lo sospeche. Eran palabras definitivas que no admitían vuelta. El sueño cerró la puerta. Tertuliano Máximo Afonso duerme.