El novelista como enemigo del olvido
Cuando terminé de leer el manuscrito de Carta del fin del mundo sentí un extraño desasosiego que me llevó a pensar intensamente en Jorge Luis Borges, a quien vi nada más que una vez y por algunos minutos, accidentalmente encerrado en un curioso ascensor alemán llamado Pater Noster, que nunca deja de viajar, subiendo y bajando, sin descanso, como la Banda de Moebius dibujada por Escher.
De tanto pensar en Borges llegué a creer que estaba frente a él, y mirando hacia el misterioso fondo de sus ojos decididos a no ver los portentos de este mundo, sino los determinados por las leyes de la ficción, le pregunté: «Borges, ¿es posible que un escritor de treinta y tantos años recupere un manuscrito perdido en el laberinto de su imaginación hace casi cinco siglos?».
—Es posible. Todo es posible en la literatura. Sólo hay que conocer los mecanismos de la casualidad —respondió con su ronca voz de hombre acostumbrado a las revelaciones.
Cuando Domingo Pérez, posiblemente el autor del manuscrito, escribe: «Ahora sé, hermano, que mi destino estaba escrito y que no conduce al Paraíso», como resumen de una serie de desventuras y fatalidades ocurridas a un puñado de náufragos de la Santa María abandonados por Cristóbal Colón en La Española, tal vez se anticipaba —por pura casualidad— al que sería el destino de los participantes del encuentro entre dos mundos acontecido a partir del 12 de octubre de 1492.
Mucho se ha escrito al respecto, muchos son los historiadores e investigadores que han rasguñado en el pasado, ya sea para obtener teorías justificatorias de la conducta de los conquistadores o teorías condenatorias que alimentan la leyenda negra, pero son relativamente pocos los escritores que en el género de la ficción histórica han conseguido acercarnos a lo que fue aquel hecho que, sea cual sea nuestra apreciación del mismo, no deja de ser parte de nuestra cultura, de nosotros mismos.
José Manuel Fajardo se ha atrevido a contarnos la odisea de un puñado de europeos representativos de todas las contradicciones de la Europa del Descubrimiento, y de los habitantes de un mundo desconocido, a la sazón El Fin del Mundo, que más tarde se llamaría América, desde la más saludable y por lo tanto interesante de las perspectivas: la de la aventura.
Tenemos en las manos un libro inolvidable, porque será muy difícil evitar el estremecimiento que nos depara la lectura del trágico fin del primer acto de libertad acometido por un personaje que de inmediato se transforma en símbolo de una terrible duda todavía no resuelta: ¿Cómo definir de una vez y para siempre lo que significó la llegada de los europeos al Nuevo Mundo?
Tampoco será fácil olvidar a Luis de Torres, el judío converso que sabía hebreo, caldeo y algo de arábigo, que no tardó en aprender la lengua de los indios, e inaugura la historia del exilio.
Y cómo olvidar al portugués Álvaro Almeyda, que desde la mísera agonía del apestado medita sobre la sinrazón de la codicia y sobre la maldición que acarrea la riqueza.
Me resulta particularmente difícil escribir sobre esta novela sin contarla entera. Mal favor haría a los lectores y al autor. Para terminar, insisto en que se trata de uno de aquellos libros que nos acompañarán por mucho tiempo, porque, teniendo como fondo una escenografía creada por los elementos naturales del Caribe y la belleza de un lenguaje que, sin perder en ningún momento la frescura, reconstruye la ingenuidad expresiva de la época en que transcurre la historia, nos conduce por senderos de debilidades y fortalezas, de desánimo y esperanzas, de acción y reflexión, a la manera de los grandes autores de los libros de aventuras que nos iniciaron en el placer de leer. Casi cinco siglos esperó esta historia, hasta que José Manuel Fajardo la rescató del laberinto del olvido.
Luis SEPÚLVEDA
París, septiembre de 1995