Carta del fin del mundo

Villa de la Navidad,

viernes cuatro días del mes de enero

del año del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo

de mil cuatrocientos y noventa y tres.

Ayer partieron las naves. La barca del Almirante fue la última en dejar la playa, cuando despuntaba el alba, y en no más de tres ampolletas las dos carabelas armaron sus aparejos y empezaron a alejarse. Todavía me parece verlas ancladas en la bahía, a menos de una braza de la pila de maderos que rescatamos del naufragio de la Santa María y que llevamos días acarreando hasta el alto donde estamos construyendo la estacada de un fuerte. Me parece verlas, pero sé que es una ilusión, la prolongación del sueño que anoche me permitió dormir en medio de los ruidos nocturnos de esta tierra perdida en el confín del mundo. Soñé que el sastre, el gordo Juan de Medina, se encaramaba ágilmente al palo mayor y recortaba un amplio paño de la vela. Verle ahí arriba, agitando el paño con la mano libre, me hacía reír. El paño era en realidad un capote ancho y áspero, y el sastre se acercaba a mi camastro, donde yo temblaba de fiebres, y me cubría con él la cabeza. Entonces pude oír el golpeteo del agua contra el casco de la Niña y supe que las naves aún seguían ancladas frente al campamento. Pero cuando me desperté esta mañana no había rastro alguno de velas en el horizonte. Somos treinta y nueve hombres los que el destino, la ambición y la voluntad de Dios han dejado en esta playa, edificando una precaria defensa con los restos de una nave encallada. Tenemos víveres en abundancia, pan bizcocho para un año y vino para hartarnos. Tenemos abundante artillería e incluso el batel de la nao encallada, que logramos salvarlo del naufragio y todavía tiene buenos servicios que rendirnos. Pero, querido hermano, todo ello no basta para alejar la soledad que nos rodea y que parece aislar a cada uno de los otros. Hablamos poco y miramos mucho, mala cosa pues si el exceso de palabras suele dar rienda suelta a ideas atolondradas y a malentendidos, el silencio es abono de rencores y de negros pensamientos, que son aún peores. Ante nuestros ojos se ofrece el espectáculo más fabuloso que imaginar puedas. Todo es nuevo a nuestro entendimiento y de tal belleza que es maravilla ver los colores de los pájaros y de las flores, oler las fragancias de la espesura y contemplar criaturas aún sin nombre tan raras en sus formas que bien se las podría tomar por monstruos si no fuera que son pequeñas y las más de las veces asustadizas. Todo es fascinante y extraño pero también ajeno, pues nada sabemos sobre muchas cosas que ni aun a tocarlas nos atrevemos. De manera que tanta promesa insatisfecha termina por fatigar el ánimo. Afortunadamente trabajamos mucho y el noble sudor tanto agota las fuerzas como los deseos, así la noche nos acoge exhaustos y desconcertados, silenciosos y asombrados, pero todavía sanos de cuerpo y de espíritu. Es ese momento, al calor de la hoguera, el que estoy aprovechando ahora para escribirte estas palabras como primer poblador de las Indias. Mucho título para un simple vizcaíno, dirás, pero tal es la verdad, caro hermano, aunque a mí mismo siga pareciéndome cosa de cuento.

Durante todo el día de hoy, los indios han merodeado por la bahía, manteniéndose a distancia durante horas, como si no tuvieran nada mejor que hacer en este mundo de Dios que holgazanear a la sombra de las altísimas palmas y de unos árboles que llegan a besar la mismísima agua marina con sus raíces, tan tupidos como zarzales y abrazados por toda suerte de enredaderas de flores enormes y vivos colores. Mucho hemos trabajado, siguiendo las indicaciones de los carpinteros, y poco a poco la estacada ha comenzado a tomar cuerpo. El capitán, Don Diego de Arana, un cordobés recto y experimentado en artes de guerra, quiere que tenga cuando menos doce pies de alto pues, aunque los indios que hemos visto hasta ahora no parecen muy bien armados, tampoco sabemos qué otros reinos pueden lindar con éste ni cómo serán sus gentes. Esta tarde ha venido a hablarme el Chanchu, Juan el de Lequeitio que, ya sabrás, se embarcó también en esta aventura junto a su amigo Domingo, y era contramaestre de la nao hasta que la mala cabeza del marinero Gonzalo Franco le llevó a dejar el timón, la pasada noche del veinticuatro de diciembre, a Martín de Urtubia, que es un mozo grumete también vizcaíno, buen mancebo, fornido y dispuesto, pero inexperto en el gobierno de la mar, con tan mala fortuna que vino a embarrancar la Santa María en un arenal salpicado de piedras tan cortantes como cuchillos, y ahí se ha quedado para que la desguacemos. Y lo que quiere el Chanchu, precisamente, es que vea de aprovechar los tablones pequeños y el sobrante de la edificación del fuerte y de las casas donde habremos de morar, para hacer buen uso de mi oficio de tonelero y fabricar algunas artesas donde guardar los alimentos de que hemos de proveernos si no queremos aburrir nuestros estómagos a base tan sólo de pan bizcocho. También me ha pedido que haga algunas arquetas bien remachadas, que me pagará aparte y de su bolsillo, donde guardar el oro, pues está convencido de que no lejos de aquí ha de hallarse en grandes cantidades, y el brillo del oro ha sido la poderosa razón que a todos nos ha animado a quedarnos en esta tierra incógnita mientras el Almirante vuelve a Castilla a dar razón de cuanto hemos visto y descubierto. Y motivos no nos faltan para desear tanto el precioso metal, tú bien lo sabes, que han sido los últimos años de muy mala querencia, llenos de sinsabores y apreturas. No se me va de la cabeza la última vez que vi a padre, comido de toses y de miseria sin que ninguno de sus hijos, ni aun todos juntos, pudiéramos reunir los pocos maravedíes que hubieran bastado para retirarle de un trabajo que le está matando. Espero que ya me haya perdonado por embarcarme de primeras, sin apenas tener tiempo para despedirme ni de él ni de madre. Tú ya me conoces, siempre tardo en tomar resoluciones pero, cuando las tomo, parece que se me fuera a agotar mi tiempo en este mundo, tales son las prisas que me empujan a ponerlas en práctica.

¿Y tú, caro hermano, me has perdonado también? No puedo dejar de pensar que al partir yo, el mayor, te he obligado a cargar con la responsabilidad de la familia. Tan sólo la esperanza de regresar a casa en un año, según prometió el Almirante, y cargado de riquezas, alivia el peso de mi conciencia. ¿Cómo siguen las cosas ahí, en Bermeo? Me gusta escribir el nombre de Bermeo, es casi como un conjuro, y Dios perdone tal semejanza. Recuerdo muy bien el sonido de las campanas de Santa Eufemia, el muelle siempre alborotado de vida, la rompiente del puerto que viene a saludar a las embarcaciones como una comitiva de los suyos, al regreso de la pesca. Y el verdor de sus tierras. Estas otras también son verdes, exuberantes y prolijas en arbustos, frutos y árboles, como las nuestras, pero en éstas reina siempre un aire tibio, incluso cuando llueve, que es experiencia nunca vista sudar bajo la lluvia en pleno invierno, como aquí acontece en ocasiones. Me pregunto cómo habrá de ser cuando lleguen los rigores del verano. Pero ahora son otros rigores los que me obligan a dejar la pluma por esta noche. Debo rendir cuentas a mis sueños de las fatigas del día, si quiero disponer mañana de las fuerzas necesarias para seguir la tarea.

Han pasado ya dos semanas desde que comencé a escribir esta carta y sólo ahora tengo ocasión de ponerme a ello de nuevo. ¡Si hubieras visto cómo hemos trabajado, caro hermano! Te sentirías orgulloso. La estacada del fuerte ya está levantada y en los turnos de guardia puede verse desde ella buena parte de esta costa donde el verde de la mar se confunde con la verde vegetación, a tal extremo que, como decía el Almirante, más parece que nos hallemos en las lindes del Paraíso. Hemos construido también cinco cabañas que han de servirnos de morada, fuera del recinto del fuerte, y una más en su interior donde guardar armas y pertrechos para caso de asedio. Aunque dudo que haya de procurarnos a la postre mucho refugio según se manifiesta el carácter de estos indios. Son gente pacífica y dada a otras distracciones que poco tienen que ver con la guerra, aunque ya hemos visto algunos que portan en sus cuerpos huellas de heridas, cicatrices y aun pérdidas de dedos u ojos, lo que muestra a las claras que la experiencia de la guerra no les es ajena. Mas ningún rastro de la brutalidad del combate parece haber impregnado sus espíritus. Se muestran solícitos y curiosos y nos visitan con frecuencia y, a veces, sin motivo alguno. Parece que despertamos en ellos una extraña confianza y admiración. De modo, caro hermano, que se me hace difícil tratarles de salvajes, según la común manera de entender esa palabra, pues no he apreciado en ellos, hasta el momento, ferocidad ni malicia. Bien es cierto que andan desnudos a todas horas sin que parezca importarles una blanca ofrecer su desnudez a la mirada de otros, pero ésa es costumbre muy extendida en las Indias según he podido ver en cuantas poblaciones visitamos desde que, el pasado doce día del mes de octubre, avistamos por vez primera estas tierras. Por su desnudez y simpleza, que todo lo trocan por unas cuentecicas de vidrio o algunos cascabeles, doy más en pensar que es gente sencilla antes que salvaje. Y su devoción por nosotros se me antoja más fruto de la superioridad de nuestra Fe e Imperio que del temor a nuestra fuerza.

Al día siguiente de empezar esta carta, con las primeras luces vinieron indios y en tal número que Don Diego de Arana temió se tratara de un ataque, pues no eran los mismos que moran cerca de nuestro campamento y cuyos buenos servicios ya dejó acordados el Almirante antes de partir. Y si he de decir la verdad, estoy en que todos albergamos iguales temores, más aún por carecer de protección pues la estacada estaba a medio levantar. Pero no tardamos en apartar nuestros miedos. No se contentaron aquellos indios con mirarnos desde lejos, como hacen éstos del cacique Guanacagarí las más de las veces, sino que pronto formaron cortejo. Traían las cabezas adornadas con plumas y muchos el rostro pintado, unos de blanco, otros de colorado, otros de prieto, y delante de todos, que serían más de quinientos, venía uno que mostraba gran majestad en la faz y signos de ser persona importante. Le rodeaban cuatro mancebos fornidos, cada uno con una larga vara en la mano con que acompasaban la marcha y, tras ellos, algunas mujeres mozas que portaban en sus brazos calabazas con agua y ovillos de algodón y papagayos de todos colores que gritaban en su lengua animal, lo que hacía reír mucho a todos.

Los indios eran de cuerpo hermoso, muy bien proporcionados, y entre las mujeres las había de toda edad, que muchas eran mozas y algunas cargadas de años, y en ninguna se veían pechos caídos como tanto acontece con las mujeres de nuestra tierra, que no bien dejan los años mozos se tornan sus carnes fláccidas y los rostros se les llenan de arrugas, de manera que llegan a la vejez con tal premura que casi hace olvidar que alguna vez fueron lozanas. Estas otras, hermano, guardan la piel de una tersura no vista cualquiera sea su edad, son de ojos grandes y oscuros, sonrisa fácil y tal gracia en su andar que parece bailaran. Y entre ellas, estoy por jurar, si no fuera pecado, que venía la más bella de cuantas mujeres pueblan ambos lados de la mar Océana. Menuda, de tez dorada y largos cabellos crespos que le cubrían toda la espalda y dejaban ver sus desnudos pechos, su cuerpo era pura armonía y sus dientes tan blancos que casi deslumbraban cuando se acercó para ofrecerme el agua que traía en una calabaza hueca. Tan cierto como que estoy aquí, en esta tierra que parece el Jardín del Edén, que no he visto en toda mi vida una criatura tan hermosa y digna de admiración. Como ves, hermano, el trabajo y la aventura no han dormido mi corazón, y todavía me embriaga la femenina belleza, aunque tal vez mis palabras despierten tu escándalo. Pero has de perdonarme si así fuera, pues no es tal cosa lo que busco. En medio de la dulzura de estas tierras hallo libertad para hablar sin más trabas que la verdad de mis sentimientos; y esa claridad deseo compartirla contigo, como he compartido tantas otras cosas de la vida: las andanzas en la mar cuando nos enrolamos en la Anunciación y navegamos las costas de Génova hasta Sicilia; o los sinsabores de la pasada primavera cuando fuimos juntos a Lequeitio en busca de la labor que se nos negaba en Bermeo. Y en uno y otro lugar fuiste testigo de mis amores, como yo lo fui de los tuyos, que aún recuerdo la dulce mesonera genovesa entre cuyos brazos te perdiste tres días; y no creo que hayas tú olvidado a María de Achio, que me dio su amor en Izpazter y que, poco antes de embarcar en la nao Santa María, me anunció su temor de estar preñada, pues hacía ya tres meses que no acudía su sangría de mujer. Y ahora, mientras esto escribo, quiero decir la verdad, hermano, pues si bien compuse gestos graves y acompasados ante tales nuevas, por mis adentros suspiraba con alivio al saberme alejado de ella, que tal es el amor del hombre: desear hasta el delirio para, una vez satisfechos sus apetitos, buscar la libertad de amar a otras mujeres. Y nada ataca más esa libertad que las ataduras del matrimonio y la progenitura, que las más de las veces andan juntos.

No sé si sea el amor del hombre amor vano, o quizá yo nunca haya estado enamorado y son mis amores flores de temporada, pero es bien cierto que al partirme para las Indias dejé atrás pesadas cargas que no quería, de modo que en el capítulo de mis pecados habré de apuntar, junto a la lujuria, la mezquindad, aunque me duela. Y si te escribo esto ahora no sé si es por contrición verdadera o por aliviar mis remordimientos cuando la distancia hace imposible poner remedio alguno a mis obras.

Mas no quiero entristecerte con tales historias, ni entristecerme yo evocándolas. Valgan, pues, como ejemplo de la verdad que quisiera hacer brillar en esta carta, limpia de las zarzas del pasado como limpias son las aguas de esta mar verde y transparente que viene a acariciar esta playa sobre la que al fin se levanta la dignidad del fuerte de la Villa de la Navidad.

Te contaba la llegada del cortejo de indios y la verdad es que no creo que haya palabras para describir la alegría y parabienes de que fuimos objeto. Nuestro capitán, Don Diego de Arana, recibió con mucha discreción y respeto al cacique indio, que dijo llamarse Moguacainambó y ser súbdito de un gran señor de nombre Caonabó, cuyo reino se halla tierra adentro, junto a un gran río que llaman Yaqui, y que según cuenta está lleno de minas de las que sacan oro en abundancia. Ya podrás imaginar el regocijo que todos sentimos ante tales nuevas. Y de entre todos el Chanchu, que cada día sale en busca de indios a los que interrogar, por averiguar de dónde sacan los pequeños adornos de oro que en ocasiones portan. El señor Moguacainambó dijo que ya sabía el gran valor que dábamos al oro y que sin duda sería por ser éste cosa turey, que en su lengua quiere decir cosa que viene del cielo, y nada había más natural que nosotros, que también éramos turey, amásemos los dones celestiales. Y es que estas gentes creen sinceramente que somos enviados del cielo y nos miran como si fuésemos dioses. ¿Puedes creerlo? ¿Te imaginas a tu hermano convertido en un dios? Yo también me río y tanta credulidad hace que estos indios se me representen como niños temerosos. Muchas veces hemos de contener la risa para no dar al traste con un equívoco que tanto nos beneficia.

Ordenó Don Diego de Arana que se dispusiese todo para el almuerzo y pusiéronse a asar algunas gruesas hutías, que es como llaman los indios a los grandes conejos que abundan en estas tierras. Nuestro capitán y el señor de los indios comieron a la sombra de unas altas palmas, con mucha ceremonia y reverencia, y era gracioso ver al sevillano Gonzalo Franco hacer las veces de criado pues, aunque mozo y dispuesto, no son los suyos modales cortesanos. Los demás nos sentamos a comer cerca de la obra de la estacada. Muchos fueron los indios que se reunieron en torno nuestro y en verdad casi olvidamos los reclamos del hambre, tal era el esfuerzo a que debíamos entregarnos para intentar hacernos entender por los indios y para interpretar los graciosos gestos que ellos nos dirigían.

No sé en qué tierra hemos ido a dar pero tengo por cierto que ha de ser la más perdida de las posesiones del Gran Kan, pues la lengua de estos indios es por completo desconocida y, pese a los buenos oficios de nuestro traductor, Luis de Torres, ninguno de ellos comprende el arábigo, el caldeo o el hebreo, con ser éstas lenguas orientales. De tal modo que no es fácil hacernos entender y mucho menos saber qué nos quieren decir. La sabrosa carne de las hutías y el calor del vino, que causó no poco asombro entre nuestros curiosos invitados, dieron alas a nuestra imaginación y al fin, entregados a alharacas y risas cual corro de niños, comprendimos que para estos indios es gran enigma saber de dónde venimos. Nosotros les señalábamos el horizonte del mar una y otra vez, y ellos rompían en exclamaciones de asombro y nos apremiaban para que les hablásemos de nuestra patria aunque nada entendiesen de cuanto dijéramos. Y así, caro hermano, cada uno de nosotros se convirtió por unas horas en maestro rodeado de atentos alumnos. ¡Poca sabiduría habríamos de entregarles y aún menor provecho podrían sacar de nuestras palabras! Mas había algo que empujaba a hablar. No sé si fuera vanidad o ansia, tal vez ambas revueltas, como acontece casi siempre en la vida, que las emociones andan siempre en revoltijo y el amor y el odio se avecinan como la valentía y el miedo. Yo empecé a explicar cuán lejos está mi patria, cuán extensas son sus tierras y cuán numerosa su gente. Acompañaba mis palabras de cuantos movimientos era capaz de idear, de modo que se hicieran más claras, y sentía las miradas de los indios fijas en mí. Mientras hablaba veía sus grandes ojos oscuros, ávidos de entendimiento, sus bocas abiertas de asombro… Parecía que el sonido de mi voz les robase la voluntad. Ellos gozaban con mis historias mientras yo me sumergía en el cuento de mis desventuras y, sin darme cuenta, me alejaba del propósito inicial de mis palabras.

Pronto me oí hablando de Bermeo, invocando los nombres de sus iglesias, ensalzando el valor de sus pescadores, evocando las largas jornadas en la mar, atareados en la pesca del bonito o en la caza de alguna ballena. ¡Dios mío! ¡Cómo echo de menos la hermandad que nace en la chalupaundi cuando el arpón se clava en el lomo de la bestia y la boga de todos gobierna a duras penas su brutal empuje! ¡Esa hermandad que cabalga las olas embravecidas por los coletazos de la ballena y parece anudada al largo cabo que ata el arpón al bote y, en su tirón, nos arrastra y empapa! ¡Qué alboroto! Los indios me miraban cada vez más asombrados, aunque no sé si era tal o si era la sorpresa de hallarse ante un loco lo que se reflejaba en sus rostros, pues no otra cosa sino un loco debía parecerles con tantos saltos, gestos y gritos como acompañaba mis apasionadas palabras. Algunos miraban de vez en cuando al cercano y plácido mar, como si esperaran ver en aquellas tibias aguas azules la imagen tremenda que yo les pintaba. Pero de todos los rostros que me rodeaban uno había ido conquistando mi atención a tal punto que mis últimas palabras, dando cuenta de las tribulaciones del viaje que nos había traído hasta estas tierras, iban dirigidas en realidad sólo a él.

Estaba sentada junto a un tablón de la estacada y su espalda se apoyaba en la áspera madera como la rosa trepadora descansa sus pétalos contra el muro del jardín. Era la misma moza que había cautivado mi admiración en la llegada del cortejo. Nada me habría colmado más de gozo que poder hablar con ella a solas, pero ni mi ignorancia de su lengua ni la presencia de los suyos, todos por igual deseosos de escuchar nuestras palabras y de devolver por cada mueca nuestra ciento, consintieron que tal fuera posible. Con todo, alcancé a preguntarle su nombre, cuando ya el cortejo se formaba de nuevo, al atardecer, y todo eran despedidas y reverencias. Ella me miró de tal manera que sentí cual si tomara posesión de mí, con una mirada firme y brillante, y dijo su nombre: Nagala. Entonces me di cuenta que era la primera vez que oía su voz y que era la voz más dulce del mundo.

¡Cuan tornadizo es el destino! La otra noche escribía esta carta embriagado de dicha, orgulloso de tantos esfuerzos que se me antojaban servicios a nuestra Reina y cristiana empresa. Pero en esta noche son otros los sentimientos que llenan y aún oprimen mi corazón. Ya no existe la armonía que ha reinado en nuestros actos desde que el Almirante nos encomendara la tarea de levantar el fuerte de la Villa de la Navidad. Y ahora me pregunto si no he buscado en el mucho trabajo una excusa para no ver lo que nos estaba sucediendo.

Cierto es que hay tanto que hacer… Don Diego de Arana ha encargado al marinero Diego Pérez las tareas de labranza, por ser murciano, que es gente de huertas. Lope y yo le ayudamos a preparar la tierra y en la siembra, que aunque es invierno nadie lo diría, tal es la bonanza de los vientos y del sol. En las largas horas de labor hablamos de nuestra patria, pues también Lope es vizcaíno, vecino de la anteiglesia de Erandio. Él me cuenta de los días en que el pico del monte Serantes amanece cubierto de nieblas, señal de prontas lluvias. Y yo le hablo de las mareas de la ría de Mundaca entre las peñas de la playa de Laga, le hablo de las antiguas guerras de los señores de Bermeo, cuando el señor de Butrón expulsó de la villa a Don Pedro de Abendaño y a Don Pedro Roys de Arteaga, que hubieron de salir con los suyos por una de las puertas de la muralla, camino de Guernica, mientras aquél entraba por otra, y lo hicieron con tales prisas que aun hubo quien murió ahogado en la mar, y le hablo también del asedio a la fortaleza de San Juan de Gaztelugueche, que ni toda la armada del rey Alfonso XI bastó para rendir a sus empecinados defensores ni para doblegar la voluntad de las gentes de la comarca, que tienen a gala tanto la entereza de su corazón como la terquedad de su carácter. Y ya sabes, hermano, que es propio de vizcaínos oponer virtudes, contraponer hazañas, comparar méritos y gestas de tal modo que se diría andamos siempre en disputa si no fuera que todo ello es motivo de más risas que enfados. Me cuenta Lope de la ría del Nervión y yo le alabo la del río Oca. Encomia él la pujanza del comercio de Bilbao y yo hago bandera de la hidalguía de los bermeanos, cazadores de ballenas, comerciantes tanto en la mar Océana como en la ribera del Mediterráneo, cuando no corsarios de brío si las inclemencias de la vida así lo exigen. Y Diego Pérez, que es hombre de buen humor y gracia fácil, termina por terciar en la disputa para preguntar a Lope por qué nunca habla de su pueblo, que se le van las fuerzas en elogiar villas y parajes colindantes pero están aún por escucharse las virtudes de la anteiglesia de Erandio. Y sentencia: poca cosa ha de ser cuando ni siquiera uno de sus hijos halla razones para cantarla en este rincón perdido de la mano de Dios. Tendrías que ver las protestas de Lope, que tanto más nos hace reír cuanto mayor enojo parece embargarle. Son éstos, caro hermano, los pocos momentos de gozo que nos depara el día, las bondades de la risa y del trabajo unidas, porque lo más del tiempo son muy otras disputas las que nos enfrentan y zahieren, sin que en ellas quepa una fugaz sonrisa.

Hemos cavado un pozo profundo dentro del fuerte, donde poder guardar el oro, mas en él parece que hubiéramos enterrado nuestra entereza; tales son los desvaríos que nos van poseyendo y que amenazan con males mayores si no hacemos por recobrar la cordura. Porque si el pozo es profundo tanto más vacío se muestra.

Desde que arribamos a esta tierra, la esperanza de hallar oro en abundancia nos ha dado fuerzas en los momentos de flaqueza, ha aplacado la soledad y saciado los recuerdos de nuestros seres queridos, nos ha levantado al alba y nos ha acunado en las tibias noches como el murmullo del pecho materno adormece al niño. Tras su brillo hemos andado la espesura de la selva, visitado los poblados cercanos e interrogado a los indios una y otra vez sobre el lugar de donde sacan los granos de oro que llevan en sus orejas y narices, pero ha sido en vano. Todo el oro que reunir pudiéramos en estas tierras del señor Guanacagarí no daría para más que un puñado de maravedíes. Y los indios no hacen sino señalar tierra adentro y decir que es de allí de donde viene la caona, que es como llaman al oro en su lengua, y nos dicen otras palabras que no acaban de esclarecer si la tierra del oro es territorio turey, es decir, sagrado, o tierra de minas, aunque tengo para mí que habrá de ser ambas cosas a la vez.

La impaciencia se ha apoderado de nuestros corazones y los días no discurren ya con la placidez del asombro sino apremiados por nuestros temores de regresar a la postre con las manos vacías y las heridas de nuestras desventuras sin reparación. Tú bien sabes, caro hermano, cuán difícil es el gobierno de una partida de hombres, más aún si se hallan privados de mujeres y obligados a compartir los días y las noches lejos de su patria. Muchas han de ser las virtudes de aquél sobre quien recaiga tal empeño, y con ser importantes el valor y la dignidad no son bastantes si no se acompañan de una autoridad reconocida, tesón en las propias ideas y un punto de malicia que sepa leer bajo el silencio e interpretar los pensamientos que se ocultan tras las palabras y, con todo ello, componer gestos, repartir razones y dar órdenes que saquen de cada cual lo más valioso y entierren las malas intenciones en sus propias quimeras antes que crezcan y se alimenten del desconcierto. Que no hay gobierno más prudente que aquel que ataja los males en su raíz con discretos esfuerzos, pues remediarlos con grandes penalidades y aspavientos puede dar lustre a la fama pero es signo de escasa sabiduría y cordura, que no otra cosa quiere decir sino que no se tomaron en su día aquellas simples disposiciones que podrían haber evitado tanto sobresalto y tanta violencia.

Triste es tener que decirte ahora estas acordadas razones, que tú bien conoces, pues son precisamente las que nos han faltado desde que el Almirante partió, hace ya dos meses. Tengo por cierto y probado que Don Diego de Arana es hombre de valor, pero carece del temple que precisa quien haya de gobernar la vida de los hombres no sólo en el campo de batalla sino también en la engañosa tranquilidad de los días de labor, pues gran verdad es que la ordinaria vida es tierra que tanto puede tornarse vergel como ahogarse en malas hierbas, si la descuidamos. De igual modo, Don Diego de Arana, no sé si por pereza, por inconstancia o por falta de juicio, ha dejado crecer en estos meses la ambición de cada cual hasta el punto que la ordenada vida de la Villa de la Navidad ha quedado a merced de los humores de cada uno, y todo se ha vuelto riñas y abandono. Cada quien se da a la principalísima tarea de encontrar el rastro del oro deseado y, de esa manera, se han descuidado las guardias, se altera la ordenada ejecución de las labores de nuestra diminuta república y raro es el día en que no queda alguna de éstas sin cumplirse: ya sea la pesca o la caza que completan nuestra comida, ya la cosecha de nuestras huertas porque, me duele reconocerlo, caro hermano, también Lope, Diego Pérez y yo hemos descuidado nuestro trabajo.

Pero si todos sentimos la llamada del oro, que nos aleja de nuestros deberes y presenta a nuestro entendimiento las vulgares tareas como cosa de necios, son el Chanchu y nuestro escribano, el segoviano Don Rodrigo de Escobedo, quienes más aquejados parecen estar de este mal. El descontento ha obrado como un veneno en el espíritu de Rodrigo de Escobedo pues no satisfecho con maldecir su suerte en estas tierras, que en vez del prometido oro no le dan sino horas de desesperación y las carencias de una vida de pobreza, ha trocado su natural disposición al entendimiento con los indios por un odio creciente alimentado por la sospecha de que nos ocultan la verdad sobre el oro. Hay que oír las terribles palabras que salen de su boca si algún indio se cruza en su camino y lleva adornos de oro. Tal pareciera que el mismísimo demonio hubiera tomado posesión de su cuerpo, así se enciende su rostro, se agita y rompe en gritos que el indio no puede comprender. Ahora le grita que diga de dónde sacó el oro, ahora que dónde esconde las valiosas joyas que sin duda tiene. Ahora le demanda juramentos de fidelidad a nuestra Reina, ahora le amenaza con la peor muerte o con atroces tormentos si no responde a sus preguntas. Y el indio, que nada entiende sino que este hombre enloquece de cólera sin que pueda saber las razones de tamaño enojo, las más de las veces se da a la fuga, con el miedo pintado en el rostro. Y mucho me temo que estos abusos traigan a la postre alguna desgracia, pues cada nuevo día no parece sino acrecentar la furia de Don Rodrigo de Escobedo y ya parece mirarnos a todos como si también fuésemos los responsables de su desdicha.

Con la llegada de las sombras, la Villa de la Navidad se divide en corros de hombres, como si una espada invisible la hendiese en plena noche. Las amenas conversaciones al calor de la hoguera son ya cosa del pasado y el fuego salta y se retuerce cual si tiritara de frío. Somos pocos los que nos sentamos a su amor y aún menos son las palabras que salen de nuestras bocas, que no hay motivo para fiar los temores de nuestros corazones a otros oídos, pues de entre las sombras hay una que se acrecienta y pesa sobre toda la Villa de la Navidad: la sombra de la discordia.

Se han cumplido mis temores más negros, hermano, y aun se han excedido. Se cuentan dos días ya desde que el grumete Jácome Rico fue muerto a espada por manos de cristianos. Dos días que se me antojan largos años, tales son las nuevas que nos han traído y tales los males que se han engendrado en ellos. El domingo, a diez días del mes de marzo, nuestro capitán, Don Diego de Arana, amonestó gravemente a Don Rodrigo de Escobedo por haberse ausentado éste de la Villa de la Navidad durante cuatro jornadas. Su regreso vino precedido de las quejas de los indios que, según pudimos comprender por las muy pocas palabras de su lengua que ya entendemos, se lamentaban de la fuerza que Don Rodrigo había hecho al hijo de un consejero del cacique Guanacagarí, noble de los que llaman mitaínos y que son personas de gran dignidad e importancia entre los indios.

Don Rodrigo se había ausentado en compañía de otros cinco hombres, impaciente por hallar nuevas del oro, mas no sólo el preciado metal parecía gobernar sus corazones pues a su retorno, amén de algunos granos de oro arrebatados con violencia a los indios que hallaron en su camino, Don Rodrigo y sus hombres traían algunas mozas indias que habían tomado para sí, sin importarles que fueran doncellas o casadas ni prestar oído a las quejas de las mismas mozas y de sus parientes. De tal manera que la llegada de la partida de cristianos y de sus forzadas mujeres fue acompañada del vocerío de un cortejo de indios que, a prudente distancia, les seguía e increpaba.

Bien puedes imaginar, caro hermano, la furia de que fue presa Don Diego de Arana. Dispuso una nueva partida de hombres, bajo mando de Pero Gutiérrez, cabo de la Villa de la Navidad y hombre de autoridad, pues era criado del despensero mayor del Rey antes de embarcarse en esta aventura, y le ordenó apaciguar a los indios y evitar que se viniesen a nuestras cabañas, pues el buen juicio aconsejaba tenerles alejados de quienes tanto les habían ofendido. Llamó Don Diego a Don Rodrigo, mas éste se negó a acompañarle hasta la cabaña que sirve de sala a nuestro capitán, de modo que todos fuimos testigos de las ásperas palabras que se cruzaron aquellos que mayor mandato tenían de bien gobernar la Villa de la Navidad.

Recordad, Don Rodrigo, que yo soy el capitán de la Villa por voluntad del Almirante Don Cristóbal Colón y me debéis la obediencia que todo buen cristiano ha de rendir a sus legítimos gobernantes, dijo Don Diego de Arana, a lo que Don Rodrigo respondió que bien sabía que el Almirante le había dejado al cuidado de la Villa pero que no veía en ello voluntad alguna de los Reyes de Castilla sino torcidos intereses, pues de todos era sabido que Don Diego era primo de Doña Beatriz, señora de Don Cristóbal Colón, y no cabía esperar, de quien no había querido hacer su esposa a la mujer que ya le había dado un bastardo, que tuviese más nobles razones para dejar a un pariente de ella al cuidado de la Villa, ítem más, añadió Don Rodrigo, tengo por cierto que la verdadera razón de tal encargo no ha sido otra sino cuidar que ningún otro de entre nosotros llegue a saber dónde está el oro, cosa que a buen seguro el Almirante sabe, y así se nos retiene en el fuerte y se nos entretiene en vanas tareas de modo que nada descubramos.

Quiso Don Diego tirar de espada y no sé a qué extremos se habría llegado si nuestro cirujano, el Maestre Juan, que es cuñado de Don Diego y cordobés como él, no hubiera terciado en la disputa, aconsejando paz entre nosotros, que eran muchas las dificultades y no era menester acrecentarlas con duelos y sangrías. Exigió Don Diego que el escribano se retractara de sus palabras mas éste dio la callada por respuesta y se retiró a su cabaña, junto a los hombres que le habían acompañado en su fatal correría y a las mozas indias que se habían traído consigo. La suerte incierta de tan singular lance sembró de inquietud nuestros corazones pues era de temer que hombres de temple como nuestro capitán y el escribano no dieran por zanjada la disputa. La noche trajo en su seno la respuesta a nuestras inquietudes.

Don Diego, tal vez persuadido de que el escribano habría de negarse también a esta nueva petición, hizo escribir al Maestre Juan un edicto en el que mandaba que ningún hombre de la Villa de la Navidad, cualquiera que fuese su condición, importancia o privilegio, se ausentara de ella por tiempo que excediese a una jornada, y aun ello habría de hacerse siempre con conocimiento y licencia del mismo Don Diego. Quienes desoyeran su orden serían castigados con látigo. Una vez escrito, Don Diego hizo leer el edicto en alta voz a la puerta de su cabaña, a fin que ningún hombre hallara después excusa en su ignorancia.

Muy grande fue la congoja que tal nueva trajo al corazón de Don Rodrigo de Escobedo, que era ya todo enojo y se paseaba a la puerta de su cabaña, no distante más de cincuenta pies de la de nuestro capitán, cual si de una fiera hambrienta se tratase. Mas no estaba solo el escribano en su enojo, que éramos muchos los que veíamos en la orden de Don Diego de Arana la señal de una razón poco acordada pues si habíamos de buscar oro, que tal era el interés de todos y aun el de nuestros Reyes, ¿cómo hacerlo sin alejarnos de nuestra Villa, siendo cierto que entre los indios que vivían junto a nosotros no habíamos hallado más oro que algunos granos y algunas pequeñas piezas que colgaban al cuello en los días de celebración? Más aún, los mismos indios nos habían señalado una y otra vez tierra adentro la ruta hacia las minas del señor Caonabó, donde podríamos encontrar cuanto oro quisiéramos.

A la puesta del sol, Don Rodrigo hizo prender una hoguera cerca de la mar, por tenerse lejos de la que ardía frente a la cabaña de Don Diego y por buscar para sus palabras el amparo del murmullo de las olas. Allí fue a reunirse con los segovianos Antonio de Cuéllar y Pero Gutiérrez, que ya había retornado al fuerte, toda vez que los alborotados indios habían regresado a su poblado sin lograr que les fueran devueltas sus mujeres. También acudimos algunos vizcaínos, pues el Chanchu nos hizo ver los males que la orden de Don Diego de Arana habría de traernos si no se remediaba. Y he de confesarte, caro hermano, que si hubiera sabido cuáles iban a ser las consecuencias de tal conciliábulo por nada del mundo habría acudido a él, mas como no está en el entendimiento humano predecir el futuro, que es ello potestad de Nuestro Señor y gracia que Él tan sólo otorga a varones de probada santidad y cristianísima vida, allí acudí con el corazón henchido de rabia.

Don Rodrigo ardía de ira con mayor brío que se quemaba la leña en la hoguera y sus palabras se amontonaban en su boca, tal parecía que lucharan entre sí por salir, atropelladas y cortantes como espadas. Es claro que Don Diego nos oculta la verdad sobre el oro, repetía, ¿y qué otra cosa cabría esperar de quien tan malamente se emparenta con un extranjero que ha medrado tan alto en tan poco tiempo? Y añadía que muchas eran las cosas que el Almirante sabía y callaba, pues él mismo había oído decir, aun antes de partir de Palos, que Don Cristóbal Colón tenía oculta la derrota que habría de llevarnos a las Indias y que otro marinero le había hecho entrega del secreto antes de morir. Y juro ante Dios que parte principalísima de ese secreto es el exacto lugar en que se halla la mina de oro, gritaba Don Rodrigo cada tanto y, con sus repetidos gritos, la verdad de sus palabras se acrecentaba en nuestro entendimiento. El Chanchu le secundaba en tales razones y clamaba por arrancar el secreto a Don Diego, si fuera menester por la fuerza, pero el cordobés estaba bien guardado, que el Maestre Juan había apostado cuatro hombres y una culebrina a la puerta de su cabaña no bien nos vio reunidos en torno al fuego. Ya estaba entrada la noche y cada cual pregonaba sus razones entre el rumor de las olas. Don Rodrigo paseaba su ira, el Chanchu desesperaba de hallar la fuerza necesaria para tornar su suerte, Lope juraba no tocar de por vida una azada, que ahora los esfuerzos de tanta labranza se le hacían insoportable engaño, e incluso yo, hermano, buscaba en mi fantasía el artificio que nos librara de la autoridad de Don Diego de Arana. Mas fue Pero Gutiérrez quien dio con la solución a tal enigma. Voto a tal, gritó de súbito, hay otra persona en la Villa que a buen seguro está en el secreto, hay otro extranjero entre nosotros: Jácome Rico. Fue como si un rayo de sol hubiera penetrado la noche. Jácome era genovés y genovés decía ser el Almirante. ¿Quién habría de guardar mejor el secreto que aquel que había nacido en la misma tierra y, como el Almirante, era un extranjero entre nosotros? Y la fortuna ha estatuido que esta noche Jácome esté de guardia en la fortaleza, dijo Pero Gutiérrez, de tal manera que bien podremos hallarle solo y forzarle a revelar cuanto sabe.

Se acordó que Don Rodrigo de Escobedo, cuya impaciencia no le permitía aguardar el resultado de las averiguaciones de otros, y Pero Gutiérrez fueran al encuentro de Jácome, pues por ser éste grumete y aún mozo, lo que no le había impedido desposar a una mujer de Moguer que ya le había dado un hijo y esperaba el nacimiento del segundo cuando partimos de Palos, estaría más dispuesto a escuchar a dos hombres de autoridad que a cualquiera que considerase un igual. Así se hizo y partieron ambos al amparo de las sombras, en tanto los demás nos deshacíamos en cábalas en torno al fuego. Apoco, nos llegaron voces desde la estacada que a no tardar se trocaron en gritos y juramentos, con tal alboroto que hicieron salir a cuantos descansaban en las cabañas, y entre ellos a Don Diego de Arana, que mandó prender antorchas por ver mejor qué algarabía era aquélla.

De entre las sombras surgió la figura de Jácome, toda descompuesta, el jubón manchado de colorado y los ojos muy abiertos, cual si mostrara sorpresa. Su andar era bamboleante y con las manos se cubría las tripas, sin alcanzar con ello a evitar que la sangre se le escapara entre los dedos. Me han muerto, dijo con extraña voz y cayó al suelo preso de temblores. No puedo describirte, hermano, el tumulto de sentimientos que se me desató en el corazón ante tal escena. Tras el herido habían aparecido Pero Gutiérrez y Don Rodrigo, con las espadas en la mano y la ferocidad pintada en el rostro. El carpintero Alonso de Morales, vecino de Moguer y buen amigo del genovés, desenvainó su espada y se lanzó contra ambos al grito de asesinos. Hubo un cruce de estocadas pronto secundadas por los cuatro hombres que Maestre Juan había apostado ante la cabaña de Don Diego, mas también tuvieron Don Rodrigo y Pero defensores, pues Antonio de Cuéllar y el sevillano Gonzalo Franco, que había seguido a Don Rodrigo de Escobedo en su larga ausencia de la Villa, empuñaron sus armas y acudieron en su ayuda. Domingo, el de Lequeitio, hizo ademán de unirse a ellos mas el Chanchu se lo impidió asiéndole del brazo. No es éste momento de gestos vanos, son pocos y mal habrán de triunfar pues ellos mismos han labrado su desdicha, que su cometido era arrancar la verdad a Jácome, no la vida, dijo. Pronto se vio la verdad de sus palabras, que ya eran ocho hombres contra cuatro y Don Rodrigo y los suyos no pudieron sino buscar el refugio de su cabaña, cuya puerta trancaron. Negáronse a salir, por más que Don Diego les demandó hacerlo, y se siguió una larga plática entre el capitán y sus leales a fin de acordar qué hacer con los encerrados. Alonso de Morales trajo la triste nueva de la muerte de Jácome Rico, que ya había dejado de temblar y acababa de entregar su alma al Señor. Traía los ojos llenos de lágrimas y era tal su desesperación que a todos animaba a prender fuego, con las mismas antorchas que portábamos, a la cabaña donde se escondían Don Rodrigo y sus partidarios. Fue menester retirarle con mil excusas para evitar que llevara a cabo su loca venganza. Don Diego mandó formar guardia junto a la cabaña y no permitir que nadie entrara o saliera de ella hasta que el sol se hubiera levantado. Quizá la luz del día trajera de nuevo la cordura a la Villa, mas esa misma noche los asediados hubieron de buscar olvido a su crimen en otros pecados, tales fueron los gritos de mujer que pudieron oírse en la cabaña de Don Rodrigo hasta la llegada del alba.

A poco de salido el sol, acudió Don Diego a la puerta de la cabaña y Don Rodrigo salió a su encuentro. En la faz de ambos se veía la fatiga de la noche, pero también la calma perdida en ella. Dijo Don Rodrigo que la infortunada muerte del genovés era consecuencia de las graves injurias que éste les había dicho cuando le demandaron que revelara el secreto de la mina de oro, y respondió Don Diego que mal había de injuriar el grumete cuando tal secreto no había y aun de haberlo, que no era tal, mal habría de buscarse en un pobre grumete sin otro privilegio que el haber embarcado en este viaje que tan terribles pensamientos y acciones causaba. Porfiaron los dos en sus razones sin que se alcanzara acuerdo alguno, pues Don Rodrigo negaba su crimen, por tratarse de defensa de su honor, y Don Diego achacaba a la codicia sus excesos. Más aún, Don Rodrigo no consentía en dejarse prender, a la espera de la llegada de la justicia cuando el Almirante, como había prometido, retornase de Castilla. En tales disputas pasó el día entero, sin que cejara la guardia de Don Diego ni se avinieran a razones los hombres de Don Rodrigo, y le siguió una noche oscura como cueva, pues se han formado gruesas nubes en el cielo que amenazan lluvia, por más que el calor nos consuma.

Con las primeras luces del día de hoy, mandó Don Rodrigo llamar a Don Diego y le dijo que no veía mejor salida que abandonar la Villa de la Navidad con el juramento de someterse al dictado de la justicia cuando el Almirante tornara, y así apaciguar con la distancia los recelos y las iras a la vez que se daba ocasión a encontrar la mina de oro, cosa que sólo podía traer parabienes si, como juraba Don Diego, no había secreto alguno sobre ella. Mostró Don Diego parecerle buen acuerdo, pues no deseaba verter más sangre de cristianos, y mandó que se diese pan bizcocho y vino para un mes a quienes siguieran a Don Rodrigo. Demandó si había algún otro que quisiera unirse a Don Rodrigo, Pero Gutiérrez, Antonio de Cuéllar y Gonzalo Franco. Diego Lorenzo y otros seis marineros, vecinos todos de Huelva, se dijeron dispuestos y toda la mañana se ha empleado en preparar la partida. Una vez hecho su hato, dispusiéronse a marchar, pero aún en el último momento ha habido disputa, pues Don Diego se enojó grandemente al ver que llevaban consigo a las mozas indias que tenían en la cabaña, y no ha habido manera de torcer tan lujuriosa voluntad. Tampoco ha partido satisfecho Don Rodrigo, pues Don Diego se negó a dejarle portar artillería, por temor a que luego pudiera volverla contra la Villa, y de nada han servido las protestas de Pero Gutiérrez, que dice quedar así a merced de los indios pues, con no ser éstos muy guerreros ni estar bien armados, habrán de imponer a la postre su número si no les espanta el clamor de la artillería.

Por fin, no hace más de diez ampolletas que partió la comitiva de Don Rodrigo tierra adentro, en busca de la ruta que les lleve a las posesiones del señor Caonabó, donde esperan hallar el tesoro prometido e incluso nuevas del Gran Kan pues, si es tan grande este señor Caonabó como dicen, habrá de darles razón del lugar donde se encuentra la corte imperial. Mas la partida de Don Rodrigo no ha devuelto la paz a la Villa, pues no escapó a la atención de Don Diego nuestra reunión al calor de la hoguera, la noche del crimen, y quienes no hemos partido nos sabemos vigilados a toda hora y aun tememos que la vigilancia tome peor derrota en cualquier momento. Tanta inquietud, como podrás imaginar, caro hermano, espanta al sueño y tan sólo escribiendo estas líneas logro aquietarla, en tanto pasa esta noche húmeda y nubosa, presagio sin duda de futuras tormentas.

Nada te he escrito en estos días, hermano, por temor a que el infortunio desbaratase nuestros propósitos y estas palabras cayeran en manos no deseadas. Mas ahora puedo escribirte, en el sosiego de la noche, al amparo de las palmas que cierran este gran golfo en cuya orilla hemos hecho acampada y al que vierten sus aguas muchos ríos, que es cosa digna de ver la hermosura de esta tierra, rebosante de árboles y flores, toda ella eco de pájaros y rumor de aguas. Mas debo contarte desde el principio, de modo que averigües cómo he llegado a este lugar, qué cuitas hemos debido sufrir y cuán extraños son los designios que rigen mi vida, pues es raro destino hallar la felicidad en la traición y aún más raro no sentir remordimiento por ello. No quiero diferir más el cuento de mis aventuras, hermano, lee pues los hechos que desde la noche del martes doce día del mes de marzo me han conducido hasta aquí.

La noche en que partió Don Rodrigo de Escobedo, como ya te he escrito, fue una noche de temores y vigilia, mas fue también noche de silencios, que ninguno se atrevió a decir cosa alguna sobre lo sucedido, tal era la prudencia que la razón parecía exigir. Venido el nuevo día, buscó el Chanchu ocasión de hablar a cada vizcaíno en un aparte, con disimulo y aparente casualidad, de modo que se vino, so causa de traer una azada con el dalle picado, a las huertas donde Lope y yo nos esforzábamos en nuestras labores, y viendo que Diego Pérez se alejaba con un cesto lleno de una singular fruta que es muy temprana aquí y roja por fuera y por dentro y de carne fresca y sabrosísima, nos dijo que debíamos hablar a fin de acordar nuestro destino si no queríamos que fuese Don Diego quien por fin viniera a gobernar nuestras vidas en unos términos que, a buen seguro, no serían de nuestro agrado. Dijímosle que tal era cierto y él nos convocó en la cabaña donde moramos, a la hora de la siesta, pues so excusa del reposo hallaríamos ocasión de urdir nuestra trama sin levantar sospechas.

Así lo hicimos esa tarde, cuando el calor pegajoso parecía hinchar las nubes grises en el cielo como panza de burra, cada cual acostado en su hamaca, que son redes de algodón que se cuelgan entre dos árboles o dos ganchos, si es dentro de una cabaña, y es el lecho que usan los indios y que ahora usamos también los cristianos, tal es su descanso. Y habló tan en murmullos el Chanchu que ni a respirar nos atrevíamos para así poder oírle. Dijo que aún no era tiempo de hacer nada, pues Don Diego recelaba de nosotros y todo intento sería vano, mas tampoco era cosa de dejar pasar los días, pues mal final habríamos de tener si permanecíamos en la Villa y peor futuro le esperaba a nuestra fortuna si era Don Rodrigo quien primero llegaba a la mina de oro. Poco podemos remediar ya, pues cada jornada que pasa es mayor la ventaja que nos llevan, respondió Domingo, pero el Chanchu sonrió como si hubiera gran misterio en la cuestión. Es verdad, Domingo, dijo, mas sólo en apariencia pues Don Rodrigo y los suyos marchan a pie y la intrincada selva no hará sino agotarles y aquietar sus ansias, pero hay otro camino que lleva a la mina de oro, y es éste por mar hasta el río Yaqui y, una vez allí, contracorriente hasta llegar a ella, pues dijo el cacique que nos vino a visitar que la mina se halla a orillas de este río, y navegar es lo nuestro.

Fue mucha la alegría que se apoderó de nuestros corazones y pronto vinimos a parar en la manera de afrontar tal empresa. Acordamos esperar a que alguno de nosotros hiciera la guardia pues, siendo pocos en la Villa, más pronto que tarde seríamos llamados a ello. Y en esa espera, lo mejor sería extremar la prudencia y no volver a hablar de estos acuerdos, mas quedaba establecido que la misma noche que uno de nosotros entrara de guardia acudiríamos todos a la playa para echar a la mar el batel. Allí se nos uniría un indio, de nombre Yabogüé, que era de los llamados naborías, que hacen las veces de sirvientes del cacique Guanacagarí, y que se había esforzado en estos meses en aprender algunas palabras de nuestra lengua, por lo cual hacía de traductor en muchas ocasiones. No sé qué le había prometido el Chanchu, pero Yabogüé había accedido a servirnos de guía cuando partiéramos, pues aunque generosos con lo suyo y enemigos de todo atesoramiento, también entre los indios tenía que haber ambiciosos y tal parecía que el Chanchu había sabido dar con uno de ellos. Se decidió también que el Chanchu y Domingo harían por silenciar a los hombres que de continuo custodiaban la cabaña de Don Diego, y que Lope y yo llevaríamos al batel hortalizas, pan bizcocho y vino. Así convenido, cada cual se esforzó en hacer verdad la siesta, aunque tengo por cierto que habría de acaecerles lo que a mí, pues era tal mi impaciencia que no atinaba a entregarme al sueño.

Los días se sucedían con desesperante lentitud y continuas lluvias sin que ninguno fuera llamado a la guardia. Pero había una idea que me rondaba por la cabeza y para la que no hallaba respuesta, más aún por no poder hablarlo con nadie, según lo acordado. Eramos cinco cristianos y el indio Yabogüé los conjurados, pero el batel precisaba de patrón, lo que desparejaba los remos con grave perjuicio para la boga. ¡Cuánto mejor sería si un remero más se uniera a la partida! Mucho pensé en todo ello durante aquellos días y al fin decidí probar suerte con Diego Pérez, pues las muchas horas de labor en común habían alumbrado la amistad entre la mutua ayuda, que es buena partera. Mostró Diego Pérez gran sorpresa cuando le hice saber nuestras intenciones y aún más cuando le propuse que se uniera a nosotros. Miró las azadas que yacían sobre la tierra húmeda mientras nosotros descansábamos, y dijo que la razón le pedía hacer uso de ellas para someterme y entregarme después a Don Diego de Arana, como haría todo buen vasallo, pero que en su corazón pesaba más la amistad y nada de ello haría, lo que no quería decir tampoco que hubiera de venir con nosotros, pues si no tenía fuerzas para denunciar la traición menos aún las tenía para unirse a ella. Me mostré contrito por sus palabras y agradecido por su silencio, y aún insistí en mis razones con tal de persuadirlo. Muden los hombres la autoridad si es que ésta se les hace intolerable o incapaz de asegurar el buen gobierno, dije, o prescindan de ella si es que la soledad puede darles cobijo, que es el gobierno mal necesario pero mal al cabo y merma de libertad en cualquier caso, aun en el mejor. Respondió que mis palabras parecían majaderías de loco y que no era él sabio ni poderoso a quien atañeran tales razones sino simple murciano, mitad labrador mitad marinero, que no aspiraba sino a servir a su señor con modestia y poco mal para sí y para otros. No quise discutir más y di por perdida la ocasión, mas antes de volver al trabajo le hice jurar por su honor que nada diría de lo hablado pues en ello me iba la vida. Así lo hizo.

Pero los designios del Señor son impenetrables, caro hermano, y vino a unírsenos el más inesperado remero. Sí, ya veo tu rostro asombrado al verme invocar al Señor en una traición como la que urdíamos, mas ¿no habrá de estar su voluntad tras nuestras obras cuando no buscamos sino la mejor manera de engrandecer a nuestros Reyes y de mejorar nuestra fortuna? Cierto es que Don Diego de Arana es legítima autoridad de la Villa, pero no es menos cierto que es hombre sin valía para llevar a buen puerto nuestra aventura y asegurar el servicio que de nosotros se espera. Y aislados como estamos en esta tierra en el confín del mundo, no ha lugar a reclamar mudanzas que no proveamos nosotros mismos. A veces el Señor escribe con renglones torcidos, y no creo que pueda haber renglón más torcido que el que nos proporcionó el necesario sexto remero.

A poco de salido el sol, a ventiocho días del mes de marzo, oímos voces que venían de la cabaña de Don Diego de Arana y, cuando salimos, vimos la más singular escena que imaginar puedas. Ante Don Diego se hallaba hincado de rodillas nuestro traductor, Luis de Torres, y en pie a su lado el cacique Guanacagarí, que mucho hablaba y muy enojado en su lengua, de tal manera que era difícil saber qué quería decir. Fue llamado Yabogüé, para que explicase qué era lo que tanto alteraba a su señor, y se supo al fin que Luis de Torres le había dicho que desconfiara de las religiosas enseñanzas que Don Diego hacía a los indios, pues tras las hermosas palabras de Nuestro Señor Jesucristo pronto vendrían hombres terribles, que eran llamados inquisidores, y prenderían fuego a las cabañas de los indios y aun a sus cuerpos, sin que alcanzaran a saber cuál había sido su pecado para tal castigo, porque a esos hombres sin piedad poco importaban los sufrimientos de los demás sino que se regían por leyes tan estrictas como difíciles de entender, y gracias a ellas poseían tal poder que ni aun Don Diego de Arana podría escapar a sus rigores si llegaran a creer que en algo se apartaba de la fe que tan ferozmente defendían. La faz de Luis de Torres mostraba tal humildad que apenas podía creerse que hubiera sido él quien dijera tan descompuestas razones a los indios. Pero todos sabíamos que nuestro traductor era de la raza de Israel, convertido a la fe de Nuestro Señor Jesucristo poco antes de que su pueblo fuera expulsado de tierras españolas por nuestros muy católicos Reyes en los mismos días en que nosotros partíamos de Palos rumbo a las Indias. A tal punto que ahora recuerdo, hermano, haber avistado a nuestra salida algunos navíos que desde la bahía de Cádiz transportaban a los judíos hacia tierras de Berbería. Y era común opinión que quienes se habían convertido a la verdadera religión lo habían hecho más movidos por el miedo a perderlo todo que por verdadera fe, y las palabras de Luis de Torres no hacían sino confirmar esas sospechas. Ni siquiera la benigna influencia del Adelantado de Murcia, Don Pedro Fajardo, a cuyo servicio estuvo el judío converso en su infancia, había bastado para apartarle del odio que su pueblo profesa desde hace siglos a nuestra Santa Iglesia.

Explicó Don Diego al señor Guanacagarí que Luis de Torres no era un buen cristiano, que era hombre poseído por el miedo a sus propios pecados y que los inquisidores de los que había hablado no eran terribles seres, como él decía, sino hombres justos y santos de los que nada debían temer quienes fueran sinceros cristianos. Más aún, esos mismos inquisidores habrían de librar a los indios de la nefasta influencia de hombres como Luis de Torres, que emponzoñaban cuanto tocaban. Y para escarmiento, hizo colgar una cruz del cuello de Luis de Torres y le mandó que caminara por el poblado indio durante toda la jornada, con los pies descalzos, en oración y sin levantar la mirada del suelo, como acatamiento a la voluntad del Señor y a los mandatos de su Santa Iglesia. Así se hizo, y fue mucho el asombro de los indios ante la figura del extraño peregrino que iba de acá para allá recitando oraciones en lengua latina, cabizbajo cual si le pesara una inmensa pena, pero distraído con las menores cosas del camino, que yo mismo pude ver cómo, mientras de su boca salían alabanzas al Señor, se detenía cerca de un gran arbusto para mirar entre sus raíces cómo se arrastraba una fea criatura de muchos colores que parecía gusano, pero era tal su tamaño que se dijera culebra.

Después de puesto el sol, Luis de Torres cejó en sus paseos y se fue a su cabaña, mas al poco le vimos acercarse a la nuestra. Todavía traía la barba polvorienta de tanto andar y, tras unas primeras palabras corteses, dijo al Chanchu que él se maliciaba que algo preparábamos, pues nos tenía por hombres de temple e ingenio, y que nada podía placerle más que acompañarnos allá donde fuéramos, pues sin duda sería mejor que esperar en la Villa a que las amenazas de Don Diego se cumplieran. Negó primero el Chanchu que nada tramáramos, mas ante la incredulidad del converso le dijo al fin que si tal fuera cierto, que no buscaríamos la compañía de herejes. Yo creí llegado el momento de aclarar la duda que desde hacía días me atormentaba y dije que mejor sería si fuéramos seis remeros en el batel, y que para tal trabajo lo mismo nos servía un hereje que un indio, y pues ya teníamos al segundo, ¿por qué no llevar también al primero? Dios juzgaría los pecados de Luis de Torres, mas a nosotros nos ocupaba alcanzar la mina de oro antes que lo hiciera Don Rodrigo y en tal esfuerzo toda ayuda era poca. Hubo pareceres encontrados, pero se decidió al fin aceptar al converso entre nosotros. Dicho lo cual se le envió de nuevo a su cabaña, bajo juramento de seguir lo que le mandáramos sin nada oponer, cosa que él hizo con mucho gusto.

Dos jornadas después, llegó la ocasión que esperábamos. Don Diego hizo saber al mozo Martín de Urtubia que había de hacer la guardia esa misma noche. Así que supimos la nueva, púsose cada quien a preparar aquello que le había sido asignado. Lope y yo reunimos junto a la cabaña dos cestas con verduras y cuatro cántaras de vino selladas, así como algunos zurrones con pan bizcocho, todo lo cual disimulamos tras un gran hato de leña sobre el que abandonamos nuestros útiles de labranza. Después de la siesta, vi al Chanchu hablar con el indio Yabogüé y se me encogió el alma de miedo, pues veía en los dos la prueba evidente de nuestra traición. Pero mi miedo era tan sólo cosa mía, que nadie mostró interés alguno por aquello de que hablaban indio y cristiano. Nada presagiaba en la Villa cuanto habría de suceder aquella noche. Al atardecer, Martín de Urtubia tomó sus armas y marchó a la estacada, cual se le había mandado, y los demás nos refugiamos en la cabaña, pues no era noche de conversaciones en torno a la hoguera, no fuese que nuestra inquietud delatara nuestras ocultas intenciones.

Sería cerca de la medianoche cuando el Chanchu nos llamó en baja voz y todos abandonamos las hamacas con sigilo. Lope y yo nos acercamos al hato de leña y sacamos lo que tras él habíamos escondido. Mientras, el Chanchu y Domingo fueron en busca de Martín. Rodeamos las cabañas por la parte más alejada de la hoguera que ardía toda la noche frente a la de Don Diego, a cuyo calor estaban sentados los hombres que le guardaban, cuyo número se había reducido a dos tras la partida de Don Rodrigo de Escobedo. Cargábamos cada uno con una cesta, varios zurrones y dos cántaras de vino, lo que entorpecía nuestro andar y a cada paso nos hacía temer que algo cayera al suelo y llamase la atención de los guardianes. Por fin llegamos a la playa y vimos junto al batel a Luis de Torres y a Yabogüé, que nos ayudaron a cargar las cosas. Escondidos tras la embarcación, vimos también cómo el Chanchu y Domingo se acercaban por detrás a los guardianes del capitán y les golpeaban con lo que de lejos parecían ser unos leños. De las sombras surgió el mozo Martín y los tres se vinieron corriendo hasta nosotros. Dijo el Chanchu de botar la barca y a ello nos pusimos, jalando con fuerza pues, aunque cerca de la orilla, era pesada. Ya la habíamos entregado al agua y nos aprestábamos a subir en ella cuando el Chanchu lanzó una maldición y echó a correr hacia la Villa, sin que ninguno acertara a saber qué le pasaba. Le vimos volver al poco con un bulto en los brazos. Había regresado a la cabaña, aun a riesgo de echarlo todo a perder, para tomar la arqueta que por encargo suyo había yo hecho al poco de llegar a esta tierra. Y traía una gran sonrisa pintada en el rostro. ¿Creéis que dos hombres podrán con ella cuando la hayamos cargado de oro?, nos preguntó y soltó una risotada que sonó en la noche cual tiro de bombarda.

Así, la noche del sábado treinta día del mes de marzo, nos hicimos a la mar rumbo al Este, con luna que llaman nueva, lo que hace a la noche aún más sombría, y muy floja brisa de poniente, de manera que de poco hubo de servirnos la corta vela del batel y tuvimos que gobernarlo a remo, a fin de poner leguas de por medio con la Villa de la Navidad. Bogamos hasta el alba, por mejor aprovechar la sorpresa de la huida, y tras descansar algunas horas en una de las muchas isletas de arena, rodeadas de aguas poco profundas, que por aquí hay, nos pusimos de nuevo a la boga todo el día de hoy, mas con tal fortuna que vino a soplar un leve viento que dio vida a nuestra vela y sosiego a nuestros fatigados brazos, y así seguimos costeando hasta el anochecer, en que arribamos a este golfo, que es el más hermoso que nunca hayas visto, hermano, y en cuya orilla opuesta se levanta un poblado de indios. Mañana iremos hasta allí, antes de seguir nuestro viaje hacia el río Yaqui que, según Yabogüé, se halla al pie de la gran montaña que se alza más allá del golfo, tan alta y separada de otros montes que desde aquí se diría que es una isla.

Ayer abandonamos, por fin, el poblado del cacique Mayamorex y casi me parece imposible haberlo logrado. Mas puedo jurarte, hermano, que no fue por fuerza ni contra nuestra voluntad que allí estuvimos detenidos dos días, cuando era nuestro propósito abandonar la aldea en la misma jornada de nuestra llegada. Muy al contrario, hemos tenido que partir venciendo los dictados de nuestro corazón, que nos decía que no habrá otro lugar en este ancho mundo donde mejor se nos trate ni más gratas sean sus gentes.

Tal y como te escribí, a la mañana siguiente atravesamos el golfo en el batel y llegamos al poblado de los indios, que no era muy grande. En la playa había gran gentío y los más mozos se echaban al agua porvenir a nado hasta el batel y acompañarnos luego hasta la orilla. Allí, como en todas partes desde que llegamos a estas Indias, hombres y mujeres mostraban sus partes innobles sin pudor alguno, pues andan desnudos todo el día y cuando alguna ropa usan, como hemos podido ver, es ésta tan poca cosa que de igual modo todo muestran, sin escándalo ni vergüenza. Cuando tocamos tierra, vino a recibirnos el señor de este poblado, vasallo del cacique Guanacagarí, cuyo nombre dijo ser Mayamorex. La aldea, que en su lengua se dice yucayeque, tiene veinte casas grandes, como las que se usan en estas tierras, y cada una de ellas da cobijo a unos treinta indios. Tendrá pues seiscientos vecinos, cantidad pequeña según vimos en otras poblaciones y en la misma Villa de la Navidad. Por ello, el cacique Mayamorex no es gran señor sino guaoexerí, que es como llaman en lengua india a los caciques de poco poder. Mas si no es mucha su gente ni grande su aldea, bien cierto es que el señor Mayamorex sabe hacer honra a sus visitantes cual si del mismísimo cacique Guanacagarí se tratase.

Una vez en tierra, nos hizo entrar en su casa, que es la más grande de la aldea y se halla en el centro del círculo que forman todas las demás, de manera que frente a ella hay una gran plaza que estaba toda llena de las gentes que nos habían acompañado desde la playa. El señor Mayamorex tomó asiento en un escaño de madera muy bellamente tallado, que hacía las veces de trono, y nos invitó a hacer lo mismo en unas esteras que mandó colocar a ambos lados de su asiento. Así lo hicimos, y Yabogüé permaneció arrodillado detrás de nosotros, entre el cacique y el Chanchu, que era el primero de su derecha, para mejor traducir cuanto se dijese. Nos trajeron calabazas huecas con agua fresca y grandes platos de barro con frutas de maravillosos sabores y todo tamaño y color. Bebimos y comimos poco, más por cortesía que por verdadera hambre, pues no hacía tanto que nos habíamos desayunado. El señor Mayamorex se mostró muy complacido y mandó asar unas hutías, que es plato de grandes acontecimientos. Mientras tal se hacía, quisimos saber si había pasado por estas tierras el Almirante, después de dejarnos en la Villa de la Navidad, y se nos dijo que así era. Las dos carabelas habían fondeado en el golfo y el Almirante, el guamiquina de los cristianos, como le llamaban los indios, había hecho algunos rescates de oro, trocando cuentas de vidrio y cascabeles, que nos mostraron con gran contento. Supimos que después partieron las naves rumbo al Este, más allá del alto monte que, según se nos dijo, llamaban los cristianos Monte Cristi y los indios Yocahudujo, que en su lengua quiere decir asiento de Dios, por hallarse cerca del cielo, donde dicen que habita el mayor de los dioses que veneran y que llaman Yocahu Vagua Maorocoti. Mostraba el señor Mayamorex gran admiración por las naves cristianas, que se le antojaban casas flotantes, y quería saber si nosotros poseíamos también una carabela. Respondió el Chanchu que no teníamos sino el batel, pero que aguardábamos el regreso del Almirante con grandes y más numerosos navíos que habrían de ser motivo de nuevos asombros para los indios. Y tal parecía que había de suceder pues el señor Mayamorex se mostraba impaciente por ver tales prodigios. Preguntó el Chanchu por las artes de pesca de los indios y el cacique quiso mostrárnoslas, pues era motivo de orgullo entre su pueblo. Todos nos levantamos y seguimos al señor Mayamorex hasta la playa, mientras a nuestras espaldas humeaban las hogueras en que se asaban las hutías, que a fe mía son manjar muy sabroso, tanto más cuanto que pasan los meses sin que haya otra carne que comer y aún ésta nos falta muchas veces pues no son fáciles de cazar. Nuestra comida parece haberse infestado de la costumbre de los indios. Y si bien no es nuestro principal alimento la torta que ellos llaman casabe, y que hacen con una raíz llamada yuca, sino el pan bizcocho que trajimos con nosotros, tampoco tenemos más variedad que los peces que podemos arrancar a la mar, muchos de ellos imposibles de comer pero sabrosos para caldo, algunos cangrejos de gran tamaño, que a la noche salen de sus escondrijos y recorren la costa, de modo que es fácil tropezar con alguno de ellos si se pasea por la playa a esas horas, y las verduras que Lope, Diego Pérez y yo hemos cultivado desde nuestra llegada. Ya puedes imaginar, caro hermano, cuán gratos pensamientos nos despertaba el olor de las gruesas hutías al asarse.

Llegamos a la playa y el señor Mayamorex nos convidó a subir a sus barcas, que son alargadas y muy ligeras y a las que llaman canoas. Las tienen de todo tamaño. Las hay para dos remeros y las hay tan largas como nuestro batel, pero todas tienen en común el ser estrechas pues las hacen de un solo tronco, cuyo interior vacían y dan forma a su gusto. Subimos en tres de estas grandes canoas y pronto nos alejamos mar adentro, hacia el corazón del golfo. Desde lejos podíamos ver nuestro batel varado en la playa y rodeado de indios que lo miraban y tocaban con curiosidad. El Chanchu, que iba en la misma canoa que Martín de Urtubia y yo, mostraba gran pesar en su semblante, tal parecía que se arrepintiera de haber pedido al cacique que nos mostrara sus artes de pesca, y no cesaba de mirar atrás, cual si quisiera descubrir algo en la cada vez más lejana aldea. Como no retrocediese su actitud, me animé a demandarle la razón de tanto desasosiego y me respondió que temía nos fuera robado el batel, pues como el señor Mayamorex era súbdito del cacique Guanacagarí nada tendría de raro que, si Don Diego de Arana había pedido ayuda a éste, vista la desaparición del batel, algún mensajero de Guanacagarí hubiera instruido al señor Mayamorex sobre los deseos de su señor de recobrar la embarcación. Tales razones despertaron también el desasosiego en mi alma. Llevado por el afán de aventura no había parado en que no éramos a la postre más que fugitivos y, como tales, estábamos obligados a prudencias que hasta ese momento habíamos desechado alegremente. Miré yo también hacia atrás y los curiosos indios que rodeaban el batel se me antojaron aviesos conjurados que parecían disponerse a arrebatarnos nuestra esperanza de poder llegar a la mina de oro antes que Don Rodrigo de Escobedo y los suyos. Un pensamiento vino a aplacar mis temores y así se lo dije al Chanchu: si los indios quisieran apoderarse del batel no lo harían mientras estuviéramos alejados de la aldea en compañía de su cacique, en quien podríamos tomar pronta y merecida venganza si nos sentíamos traicionados. Y, por demás, no habían mostrado los indios enemistad alguna. Encontró el Chanchu acertadas mis palabras y pareció recobrar la tranquilidad perdida.

Mientras tanto, las tres canoas habían llegado a las cercanías de un islote de arena, cubierto de lomas y rodeado de los espesos matorrales que tanto abundan en esta costa, cuyas raíces se hunden en el agua del mar, tan tupidos, numerosos y enmarañados como zarzales, y entre los que corren algunos canales, cual si de un laberinto de verdura y agua se tratara. Rodeamos el islote y desde el otro lado avistamos un singular fenómeno en la mar. A menos de una legua, las aguas plácidas del golfo se tornaban bruscas y ruidosas, como si una invisible línea dividiera la mar en dos mitades encontradas. Preguntó el Chanchu qué era aquello y Yabogüé dijo que era un muro bajo las olas, pero cuando le preguntamos quién había podido construir semejante muro en medio del mar, se echó a reír y nos respondió que nadie lo había hecho sino los dioses, pues allí había estado siempre y no era obra del hombre. Tengo por cierto que al Chanchu hubo de enojarle la risa del indio tanto como a mí, mas si así fue bien supo ocultar su enojo. Pronto llegamos al invisible muro y el cacique hizo detener las canoas. Saltaron al agua varios indios, cada uno con un arpón en la mano que no tendría más de cuatro pies de largo, y se sumergieron bajo las olas. Al poco volvieron a salir con grandes gritos. Dos de ellos traían ensartadas en los arpones unas grandes langostas como las que tantas veces hemos comido en nuestra casa, caro hermano, cuando la mar no disponía de mejores manjares. Por sus muestras de alegría di en suponer que había de ser la langosta plato de mucho gusto para los indios. Los que nada habían pescado volvieron a sumergirse, y al salir a flote traía cada uno un pez ensartado en el arpón, tal parecía que no había sino que meter la mano en el agua para que saliera llena de alimentos, cual si no hubiera un muro sino el mismísimo cuerno de la abundancia oculto bajo las aguas.

Pudo más la curiosidad que la prudencia y le dije al Chanchu que, siendo yo el único de entre nosotros que sabía nadar tanto sobre las aguas como bajo ellas, pues tú bien sabes, hermano, que es cosa común entre marineros el no saber nadar, bueno sería que me echara al mar por mejor ver las riquezas que éste escondía. Dicho y hecho. Dejé en la canoa jubón, camisa y calzas, y me zambullí sin pensarlo más. El agua era templada y limpia, y de tal transparencia que a veces era verde y a veces amarilla, así cambiara el fondo. Vi cerca de mí a uno de los indios que, tras dejar en la canoa el pez capturado, se disponía a sumergirse de nuevo. Otro tanto hice yo y no puedes imaginar lo que vieron mis ojos. Bajo las olas reinaba una luz suave en la que flotaban peces de todas las formas y colores. Pequeños y planos, rojos y plateados, con barras amarillas por todo el cuerpo, con lunares blancos sobre escamas negras, de bocas alargadas como trompetas, redondos como melones y erizados de púas, largos como dagas, pequeños como sardinas o grandes como bacalaos, mas todos ellos rarísimos en sus formas y maneras. Los había que se movían en grandes rebaños, tal parecía que invisibles máquinas les hicieran girar al mismo tiempo o que no fueran en realidad sino un solo ser descompuesto en centenares de pequeñas criaturas animadas por la misma voluntad. Y al así moverse, mostraban sus escamas todos los reflejos de sus colores y de las hierbas que en ese fondo de mar crecen, que son tantas y tan prolíficas como las que cubren la costa. Mas si todo ello fuera bastante para colmar la capacidad de asombro del más sabio de los hombres, aún me queda escribirte de lo que los indios llaman muro y que es en realidad la más insólita barrera que nunca se haya visto. Se extiende bajo la superficie del agua hasta casi salir entre las olas, por lo que es ciertamente cual un muro levantado en medio del mar. Mas no está formado de las comunes piedras con que se levantan los muros terrestres. Al acercarme, pude ver que estaba hecho en realidad de algo que más semejaba a las ramas entrelazadas de millares de plantas que a roca alguna. Y entre esas ramas, que se transparentaban y formaban cuevas y nichos, se movían todo tipo de criaturas. Peces, mas también otros seres que recordaban a los cangrejos, pues tenían también largas y huesudas patas, cuyos cuerpos adoptaban tan caprichosas formas que se dirían engendrados en algún vientre maligno y retorcido. Cuál no sería mi sorpresa, hermano, cuando quise echar mano a una de aquellas criaturas y, al rozar una de las ramas de la barrera, sentí la escocedura de una herida.

Cuando salí a la superficie pude ver que mi mano sangraba por un fino corte allí donde había rozado a la rama. Pedí al Chanchu que me diera su daga y me sumergí de nuevo para cortar una de aquellas dañinas ramas. Así lo hice, con sumo cuidado, y cuando al fin la dejé sobre el fondo de la canoa pudimos todos ver que era como si una delicada planta, ramificada en decenas de pequeñísimos tallos, cada cual como labrado por mano de orfebre granadino, se hubiera convertido en piedra, pues tal era su tacto, y era de gran fragilidad, que bastaba pellizcarla con fuerza para quebrarla, pero de contornos tan afilados que parecían cuchillos. No sé decirte qué materia sea ésa mas es maravilla ver cuáles son sus colores, rojos, negros o marfil, y cómo reluce tanto dentro como fuera del agua. Es tal su belleza que luego he podido ver que los indios la utilizan para fabricar pendientes que hacen colgar de sus orejas y otros muchos objetos con que adornan sus cuerpos y casas.

Cuando di por satisfecha mi curiosidad regresé a la canoa y conté a todos cuanto había visto, que también se habían acercado las otras dos canoas a la nuestra, por ver cuál era el resultado de mis pesquisas. Yabogüé explicó a los indios algunas de las cosas que yo decía, que no todas, pues ni su conocimiento de nuestra lengua daba para tanto ni yo puse cuidado alguno en retener mis palabras, tan excitado estaba por cuanto había visto.

Nos mostró luego el señor Mayamorex las redes con que pescan cuando se adentran en la mar, más allá del muro sumergido, cosa que no quiso hacer en esta ocasión pues ya hacía tiempo que nos habíamos partido de la aldea y era llegado el momento de regresar para gustar los manjares que habíamos dejado al cuidado del fuego. Así lo hicimos y las tres canoas pusieron proa a la aldea, rodeando de nuevo el islote de arena, pero esta vez por el lado contrario que a la ida. Pudimos ver que, por este lado, el cinturón de matorrales se abría para dar salida a una larga playa. El mozo Martín, que tiene vista de azor, nos previno que había alguien en ella. Al poco, mandó el señor Mayamorex detener las canoas y guardar silencio a todos. Sobre la arena de la playa estaban tumbadas dos sirenas, tan cerca como nunca había llegado a ver a ninguna, y a fe mía que no hay en ellas nada de la belleza que cantan los poetas, hermano, pues si es verdad que tienen pechos como de mujer y unos brazos carnosos, sus cuerpos son gordos en extremo y sus cabezas feas como la de un perro, con grandes bigotes de escasos y larguísimos pelos que se dirían más propios de un gato. Nada en ellas revela inteligencia o maneras humanas y, si de lejos pueden llegar a confundir, de cerca tienen más de animal que de otra cosa. Pude oír entre murmullos que los indios consideran su carne un bien precioso, digno del mejor banquete.

Hizo señas el cacique a las otras dos canoas para que se adelantasen, manteniéndose a distancia de la playa, y fue la una a situarse en línea con el extremo más lejano de la misma, y la otra a la altura de la mitad de la playa, mientras la nuestra se acercaba muy despacio al cinturón de matorrales, entre cuyo ramaje fuimos a ocultarnos, muy cerca del extremo de la playa. El sol había lucido durante toda la mañana y era tal la quietud que parecía que plantas, sirenas y canoas sestearan bajo sus rayos. De pronto, los indios de las otras canoas dirigieron sus embarcaciones hacia la playa y rompieron a gritar como locos. Entre la maraña del ramaje pude ver cómo las sirenas, que hasta entonces parecían ignorarnos, levantaban sus gruesas cabezotas y se arrastraban torpemente hacia el agua, cerca de donde nosotros estábamos. Los indios de nuestra canoa comenzaron a remar para salir al encuentro de las sirenas y a ello nos pusimos también los cristianos. Pronto las tuvimos al lado, pues dentro del mar nadan con mucha más gracia que la que habían mostrado sobre la arena. Los dos indios que iban a la proa de la canoa levantaron sus arpones y los lanzaron con fuerza contra una de las sirenas, que lanzó un horrible chillido y comenzó a debatirse entre las olas, herida de muerte. Aún hubieron de darle algún arponazo más antes que cesara toda resistencia, pero al fin se hicieron con el cuerpo ensangrentado de la sirena, que sujetaron al costado de la canoa con una de las redes que traían consigo, y pusimos de nuevo proa a la aldea, mientras el cuerpo reluciente y grueso de la otra sirena salía de cuando en cuando de entre las olas, alejándose de nosotros como alma que lleva el diablo.

Hubo gran regocijo en la aldea cuando vieron el cuerpo del animal muerto, y no se cansaban los indios de contar la historia de su captura, entre risas y palmas de aprobación de quienes les escuchaban, que hubieron de ser todos los vecinos de la aldea, tantas veces lo repitieron y tantos se acercaron a la casa del cacique durante todo el almuerzo, que fue abundante y sabrosísimo, cual era necesario tras los esfuerzos en la mar.

El señor Mayamorex quiso saber entonces cuáles eran nuestras artes de pesca y vino a preguntármelo a mí, pues mucho le había admirado mi deseo de ver con mis propios ojos las maravillas de sus aguas, según le dijo a Yabogüé, por lo que daba en creer que habría de ser yo buen pescador. Ya ves, caro hermano, cómo la curiosidad puede convertirse en virtud en tierra extraña. Yo le conté cuán numerosas son las embarcaciones de Bermeo y alabé la maestría de nuestros pescadores. Incluso le hablé de ti, hermano, y tu nombre sonó en este confín del mundo con maneras heroicas. Y no exagero, aunque tengo por seguro que tú habrás de pensar que tal hacía, mas atiende a mis razones y verás que no hay tal cosa. Quise contar al señor Mayamorex la más notable de las artes de pesca de nuestra patria, la caza de la ballena, que a nosotros se nos hace ruda pero común tarea, pues de padres a hijos nos hemos empleado en ella, mas a los ojos de los indios tal pareciera proeza de Titán. Cuando llegamos a estas tierras y antes que la voluntad de Dios nos llevara a la Villa de la Navidad, pudimos avistar desde las carabelas el paso de algunas ballenas, pero hemos sabido por los indios que son éstas animales que les infunden gran respeto y temor, pues sus embarcaciones son demasiado ligeras para poder cazarlas y quienes no se han conformado con aprovechar las ballenas que a veces vienen a morir a las playas, sino que se han aventurado a perseguirlas mar adentro, han pagado en ocasiones con la vida tanta temeridad. Tales impedimentos no hacen sino agrandar a sus ojos lo que para nosotros no es sino puro trabajo sin gloria.

Les conté de los trabajos del atalayero, cuando cada mañana sube hasta la atalaya que domina el bravo mar de Vizcaya y, desde allí, otea el horizonte en busca de señales del paso de las ballenas. Les hablé del toque de campana que convoca a los marineros en el puerto y de la rápida partida, de la persecución de las ballenas, que nunca van solas y hay que cuidarse bien del enojo de las compañeras, y de cómo el arponero, de pie en la proa, lanza el pesado arpón contra el lomo de la bestia. Les dije que la ballena nunca se da por vencida y lucha de tal manera que se dijera que el mar se ha echado a hervir, tales son sus coletazos y los chorros de agua que lanza al aire y caen sobre nuestras cabezas como una lluvia sangrienta cuando, ya herida de muerte, se torna colorada el agua que respira. Les conté de qué manera arrastra la ballena al bote y cómo ha de haber uno que de continuo moje el cabo del arpón, que se enrosca en el bitón y terminaría por quemarse si el agua no lo rociara, tal es la fuerza con que tira la bestia. Y les referí por fin la entrada al puerto de Bermeo, con el fruto de nuestros esfuerzos amarrado a las embarcaciones, y el justo reparto que de las carnes y grasas de la ballena se hace entre quienes han participado en su captura.

Muchas fueron las exclamaciones de asombro que acompañaron mi cuento y mucho el interés del cacique Mayamorex por tales artes de pesca. Quiso saber si podíamos cazar así una ballena con nuestro batel, pero el Chanchu dijo que no era cosa posible pues la barca para la caza de la ballena debe ser más grande y llevar diez remeros, además del patrón y el arponero, y aun así son menester varias embarcaciones y muchos arpones para pescar una sola ballena. Mostróse muy triste el cacique por tales nuevas y aún más cuando el Chanchu le dijo que debíamos partir. No quiso el señor Mayamorex dispensar nuestra presencia por mucho que el Chanchu le insistió en la prisa de nuestro viaje, Dijo el cacique que la mina de oro no se hallaba lejos y que remontando el río Yaqui no tardaríamos más de siete jornadas en llegar, pero Yabogüé, en un aparte, se mostró convencido de que la distancia era mayor. Mas nada podíamos hacer. El señor Mayamorex mandó asar el cuerpo de la sirena y no consintió nuestra partida hasta que se celebrara la fiesta en que la carne de sirena nos sería servida como muestra de respeto y homenaje que no podíamos rechazar sin ofender grandemente su dignidad. Convinimos al fin que así se haría y nos retiramos a descansar en las hamacas que el cacique había hecho colgar para nosotros en su cabaña.

Mas habían sido tantas las impresiones de la jornada que no fui capaz de conciliar el sueño y pronto dejé la hamaca para buscar el sosiego, sentado en el escalón de la puerta de atrás de la cabaña, pues es común en las casas de los indios tener dos puertas y, por levantarse sobre grandes estacas, cada puerta tiene delante algunos escalones de madera. Aquel en que fui a tomar asiento daba frente a otra cabaña de menor tamaño, al pie de cuya escalera jugaban unos niños con una pelota de trapo. Dos mujeres trabajaban cerca de ellos en la preparación de las tortas de casabe, que es tarea dura e ingrata, y no pude dejar de admirarme de la belleza de sus cuerpos desnudos, formados por el mucho trabajo y las bonanzas del tiempo. Y estaba recordando, hermano, las suaves caricias de una mujer, que hace ya tanto que no las siento que casi diría son cosa soñada más que vivida, cuando vino Luis de Torres a sentarse a mi lado y a distraer mis pensamientos. Nada dijimos, pues tan continuada compañía acaba por matar toda conversación, pero al cabo comenzamos a hablar de los niños indios que jugaban ante nosotros y también de las mujeres, cuya belleza ensalzamos los dos sin olvidar en nuestros elogios parte alguna de sus cuerpos, pues era tal la sencillez con que las mostraban, sin ostentación ni ardid alguno, que hablar de ellas se nos hacía natural plática. Mas no pude yo evitar preguntarme si una vez que los indios abrazaran nuestra fe, como era propio que hicieran por ser ésta verdadera y muy superior a sus simples creencias, no sería necesario poner remedio a tanta desnudez, pues con la sabiduría habría de venir también la malicia, que quien mucho sabe ha de ver también las sombras tras la luz y no cayó Lucifer a los infiernos por ignorante sino por soberbio. Y la salvación del alma de los indios, si es que la tenían, habría de reclamar, a buen seguro, poner coto a algunas de sus libertades.

Mis palabras obraron extraño efecto sobre Luis de Torres, pues se volvió hacia mí con el rostro encendido y dijo: ¡Mirad que sois necio! Decidme, ¿dónde están los sacerdotes? ¿Por qué no ha venido ningún hombre de Iglesia con nosotros? ¿Aún pensáis que es la redención de las almas de estos indios lo que persiguen nuestros Reyes? ¿No veis acaso que no hay otro interés que el oro y las riquezas, y a tal fin habrá de servir la Iglesia cuando llegue? Le respondí que era bien cierto que el oro mucho movía, pero no sería sino para mayor gloria de nuestra fe que habría de triunfar tal empresa, pues tras el oro vendría la verdadera religión que daría a los indios la libertad de elegir el buen camino y apartarse del paganismo, si no mediaban herejes como él que emponzoñaran sus almas con dudas y falsedades. Sí, soy hereje, me respondió él, como habrán de serlo estos pobres indios cuando se les haya obligado a abrazar una fe que no es la suya. Que no mueven el fuego ni el terror las convicciones del alma, todo lo más las enmascaran por necesidad y aun cuando medie la propia voluntad es tan imposible distinguirla del miedo que la empuja que, a la postre, será éste quien todo mande, y cuando amaine volverán las aguas a su cauce y lo que siempre creímos seguirá presente en el fondo de nuestro corazón, por mucho que nunca asome a nuestra boca. Mas es cierto que de lo más hondo nace la verdad más profunda y de esa manera, más pronto que tarde, vendrán nuestras antiguas creencias a entrometerse en nuestros actos y en nuestras palabras, para escándalo de quienes nos han doblegado y ya nos daban por conversos. Y así tenéis escrito el camino que conduce a la herejía de quien nunca quiso ser otra cosa que lo que es y ha tenido que elegir entre perderlo todo o plegar su voluntad a los rigores de una fe que terminará por destruirle. Porque todo lo pierde en cualquier caso, ya se lo arrebaten por pagano, ya por hereje. Hermosa libertad la que ofrecéis a estos indios: poder elegir entre la miseria o la Inquisición.

Tanto me enfadaron sus palabras que preferí poner fin a nuestra conversación, antes que verme obligado a defender con hechos los principios de nuestra Iglesia, que no era ocasión de mermar nuestras fuerzas con disputas. Volví a mi hamaca y dejé a Luis de Torres a solas con sus desvaríos. Mas debo decirte, hermano, si he de ser sincero contigo y ya sabes que tal es el propósito de esta carta, mostrar de mí mismo cuanto mi ingenio y el coraje me permitan, que no he podido dejar de pensar en las razones de Luis de Torres, a tal punto me conmovió su desdichada fortuna, que no es uso entre los hombres probar a ver las cosas como las ven quienes de nosotros difieren.

Después de puesto el sol, comenzó la fiesta que los indios llaman areíto y reúne a toda la aldea en torno a una gran hoguera que se prende en el centro de la plaza, ante la cabaña del señor Mayamorex. Estaba el cacique sentado en su escaño, que llaman dujo, a la puerta de su cabaña, y habíamos vuelto nosotros a tomar asiento en las esteras. Trajeron primero las mujeres sus tortas de casabe, que fueron muy alabadas por todos, pues tanto más se ensalzara su gusto tanto más exquisita habría de resultar después la carne de sirena. Probamos las tortas y compusimos muchos y satisfechos ademanes, cual se esperaba. Después se nos trajeron cuencos de barro repletos de una bebida fuerte, un licor que en lengua india se llama chicha y que se saca de una rara planta que llaman maíz. No probarás jamás aguardiente más abrasador y estimulante que éste, que los indios beben en el areíto sin mesura alguna. Sirviéronse después grandes platos con la carne asada de la sirena acompañada de raíces hervidas y, a pesar de los comprensibles reparos que todos sentimos a la hora de comer tan raro manjar, es muy cierto que su sabor es exquisito, y es vianda de gran ternura y aroma. Carne era, al cabo, cosa que en estas tierras es oro para los estómagos. Comimos mucho y bebimos más, pues los cuencos de chicha eran rellenados de continuo por los indios naborías que atendían al señor Mayamorex. Y tengo por probado que nuestro guía indio, Yabogüé, fue quien más disfrutó del convite, sentado tras el cacique y el Chanchu y servido por quienes realizaban los trabajos de los que él se había librado al huir con nosotros.

Con las espesas sombras de la luna nueva creció la algarabía en la aldea. Cercana ya la medianoche y satisfechos los estómagos, formaron las mujeres indias un círculo en torno a la hoguera y entonaron cantos sin descanso mientras golpeaban el suelo con los pies, en una danza que se repetía como latido de corazón. Aunque desnudas, según su costumbre, habían colgado de sus cuellos largos collares hechos con conchas de caracoles marinos, y de igual modo se adornaban el cabello, todo lo cual les hacía sonar cual sonajeras en medio del ruido de toscos tambores y de cortos palos de una madera que, al chocar entre sí, produce un sonido hueco y penetrante.

No sé decirte cuánto pasó hasta que también nosotros, como el resto de la aldea, nos embriagamos de la danza y bajamos a bailar en torno a la hoguera, mas tengo por cierto que no hubo de ser ajeno a tal éxtasis el brebaje que seguíamos bebiendo en abundancia. Ya en el círculo de bailarines, la música se te mete dentro de la cabeza y el calor del fuego parece llenar de vapores los ojos. El círculo gira y gira, y en cada giro son más los gritos y los cantos en la lengua incomprensible de los indios que, sin embargo, parece entonces hablarnos directamente al corazón, tal es la locura que te despierta. Mientras giras, hermano, eres sólo una pieza más en la rueda de este molino de carne que a todos iguala y hermana, de modo que muy pronto sientes el calor de las manos que toman tus manos y la respiración que resuena junto a ti y jadea y se hace casi silbido cuando, como tú, salta y corre y grita y se pierde en el arrebato de la rueda, que gira y gira mientras los cantos crecen y la noche sin luna parece cerrar los ojos a nuestra locura y perdonar cuantos extravíos nos puedan poseer en este tiempo sin tiempo.

En ese estado se pasó la noche entera y aun la jornada siguiente, pues fue tal la ebriedad que a todos arrastró que no daba pie al sueño, ni consentía otro pensamiento que no fuera bailar y gozar de cuanto los rigores de nuestra vida de pobladores en tierra extraña nos había privado desde hacía meses. Pocas son las cosas que recuerdo de semejante carnaval, mas sé que pude saciar al fin mis ganas de mujer, o al menos lo intenté, que no sé si entre otras servidumbres de la chicha estuvo la de mermar aquellas fuerzas que no se destinaran al baile, pues ya sabes tú cómo la borrachera tanto atiza los deseos como viene a hacer imposible su cumplimiento si se da la ocasión de hacerlo. Pero, según presume desde entonces, el mozo Martín de Urtubia sí que pudo holgarse con las mujeres indias, aunque es tal el número de ellas que cuenta y tales las proezas que dice haber realizado que estamos todos por pensar que más hay en sus recuerdos de fantasías de borracho que de triunfos de amante.

Por fortuna, la siguiente noche era tal la fatiga que nos dominaba que el Chanchu fue a mojarse a la playa, por ver si un baño a deshoras le devolvía la cordura. Obró el agua su benéfico efecto y puso el Chanchu manos a la obra de librar a cada cual de los dictados de la chicha, cosa que logró bien entrada la noche, cuando el areíto aún seguía pero las fuerzas de los indios habían menguado también a tal extremo que muchos yacían sobre la arena, donde dormían a pierna suelta. Es hora de partir, dijo el Chanchu, si no queremos acabar aquí nuestras aventuras, pues no tardarán en llegar mensajeros del señor Guanacagarí y, para entonces, mucho mejor será haber puesto leguas de por medio. Pese a las protestas de Martín, que juraba haber abandonado los brazos de una mujer que aún le aguardaba, todos convinimos que lo más sensato era partir y aquélla la ocasión propicia para hacerlo, pues el señor Mayamorex también dormía y nadie habría que pudiera impedírnoslo.

Acudimos a la cabaña del cacique, para recoger nuestros hatos, y salimos secretamente cuando empezaba a despuntar el alba, sin despedirnos de nadie pues son las ataduras del afecto y el buen trato más eficaces que las más pesadas cadenas de la tiranía a la hora de torcer voluntades.

Nos hicimos a la mar y pusimos proa al Nordeste, a fin de rodear el cabo que cierra el golfo y así alcanzar la ensenada que, al otro lado, sirve de salida a la mar al río Yaqui, según nos había dicho Yabogüé, y sobre la que se levanta la majestuosa presencia del monte Yocahudujo. Y en la mañana de ayer avistamos la boca del río Yaqui, tal como esperábamos, y a su izquierda la verde ladera del monte y, más allá, una extensa y alta sierra, hermano, que tal parece fuera la misma que circunda a la villa de Cervera del Río Pisuerga, en cuyas tierras, como bien recordarás, nos dio tan grata acogida Don Gutiérrez Pérez de Mier cuando allí acudimos buscando fortuna en el oficio de toneleros, que a la postre bien me ha servido en este viaje.

Tres jornadas hace que llueve sin pausa y seguimos río arriba, exhaustas las fuerzas y ahogadas las alegrías en este diluvio caliente que ahoga nuestros pechos con vapores insanos. Día y noche hay nubes de mosquitos que nos martirizan, a tal extremo que nos vemos obligados a dormir cubiertos con mantas hasta la cabeza y, con ello, apenas si descansamos, pues si no son los mosquitos es el calor de las mantas lo que nos impide dormir. Yabogüé ha preparado una arcilla con hierbas y arena que calma la comezón de las picaduras y gracias a ella todavía no nos hemos vuelto locos.

Todo en el viaje se ha hecho más difícil de lo esperado. El río Yaqui tiene una boca grande y profunda, muy bien navegable, que forma como un túnel de verdura, pues a sus orillas crecen árboles gigantes de espesísima copa, muchos de ellos unidos entre sí por plantas que son cual gruesas sogas y cuelgan de rama en rama, tejiendo una malla intrincada que une los árboles de ambas orillas, por sobre el agua, en una techumbre de hojas grandes y oscuras que apenas deja pasar la luz. Cuando nos adentramos en tamaña cueva, tal parecía que atrás dejábamos la vida que nos ha sido natural y propia y ante nosotros sólo había la oscuridad de un futuro incierto, y cuanto ha acaecido desde entonces no hace sino afirmar tal sentimiento. El cielo se ha abierto sobre el río y ya sólo en ciertos tramos vuelve a cubrirse de espesura, mas ha venido a cernirse sobre nosotros un techo de nubes que con su pertinaz lluvia han acrecentado la corriente de agua, y contra ella luchamos a golpe de remo, sudorosos y empapados, sin que mucho avancemos ni ganemos recompensa alguna a nuestros esfuerzos, pues las horas de descanso nada nos aprovechan y tenemos el cuerpo dolorido y la atención sobresaltada por las muchas criaturas que pueblan tan espesa selva, que son serpientes de gran tamaño y también lagartos gigantes, que en las tierras de Egipto llaman crocodilos, y tienen el tamaño de un lobo y dientes tantos y tan afilados que causan espanto. Estos lagartos rondan siempre las orillas del río y nadan mucho y muy en silencio, lo que les hace aún más temibles, aunque por fortuna son torpes en tierra y muy ruidosos al correr.

Hemos avistado dos aldeas de indios a orillas del río, pero el recibimiento en ellas ha sido muy distinto del que nos dispensaron hasta hoy los habitantes de estas tierras. A poco de vernos, salieron muchos indios en canoas al río, y ya nos prometíamos nosotros el amparo de alguna cabaña y un buen fuego donde asar unas hutías, como nos había sucedido en la aldea del señor Mayamorex, cuando oímos que los indios gritaban palabras que, aun sin entender su lengua, eran sin duda poco amistosas. Llevaban azagayas y algunos arcos y con todo hacían ademán de tirárnoslo. Pedimos a Yabogüé que averiguara por qué así nos recibían, preguntó Yabogüé y se redoblaron los gritos y las amenazas. Mientras nuestro guía hablaba a voces con sus iguales, nosotros acercamos el batel a la orilla opuesta por mantenernos alejados de los enojados indios y por mejor resguardarnos de la lluvia bajo el alto ramaje de dos grandes árboles, que tal parecían sabinas como las que nos proporcionaron buena y resistente madera en Cervera del Río Pisuerga, pero mucho más altos y tupidos, y con los troncos tan abrazados de enredaderas que ni aun a distinguirlos alcanzábamos. Calló por fin Yabogüé y nos apremió para que remásemos río arriba. Cuando hubimos puesto distancia con la aldea, en cuya orilla aún nos vigilaban los indios en sus canoas, preguntó el Chanchu qué habían dicho, y dijo Yabogüé que estaban asustados y furiosos por nuestra presencia y que no querían que nos acercáramos a su aldea. Había preguntado Yabogüé la razón de todo ello y le respondieron que nosotros éramos malos dioses y que mejor haría en abandonarnos si no quería que los espíritus del bosque vinieran a buscarlo. Quisimos saber por qué nos veían como dioses malvados si nada les habíamos hecho, y Yabogüé nos contestó que era el Yucemí quien lo decía y, cuando le preguntamos quién era ese Yucemí que tan mal nos quería y cuyas palabras movían a los indios contra nosotros, nos dijo que en su lengua Yucemí quiere decir Espíritu Blanco y que los indios le habían dicho que era un espíritu de gran poder que vivía en calichi, que en su lengua quiere decir la mente de la alta montaña.

Seguimos remando llenos de inquietud y sin que Yabogüé fuera capaz de aclarar tal misterio, pues ya sabíamos que las antiguas profecías de los indios hablaban de la llegada de dioses blancos desde el mar, pero hasta ahora nunca se nos había tratado como enemigos, antes al contrario, que todo habían sido honores y agasajos. Nos tranquilizó el Chanchu diciendo que debía de tratarse de una creencia de aquella perdida aldea, pero cuando avistamos la segunda, a la jornada siguiente, volvió a repetirse la misma escena, y aun con mayor violencia, que algunos de los indios llegaron a arrojarnos sus azagayas y tentado estuvo el mozo Martín de responderles con un tiro de ballesta, cosa que hubiera hecho si Luis de Torres y yo mismo no se lo hubiésemos impedido. Hubo gran revuelo de palabras a bordo del batel, pues Martín porfiaba en hacer sentir nuestra fuerza sobre los indios. Pero el Chanchu, aunque es hombre de fuerte carácter y malas maneras cuando se enoja, propuso tomar cumplida venganza a la vuelta de la mina de oro, pues no era éste el momento de guerrear, que todavía desconocíamos la comarca y éramos pocos. Ya habrá ocasión de reparar ofensas, dijo, aunque pongo a Dios por testigo que esas azagayas que nos han lanzado habrán de dolerles más a ellos que a nosotros.

Desde que ayer tuvimos el segundo encuentro con los indios, no hemos vuelto a avistar ningún poblado, aunque juraría que aquéllos no pueden hallarse muy lejos y nos vigilan desde la espesura que nos rodea. He contado mis temores al Chanchu y éste ha preguntado a Yabogüé si tal es posible, pero nuestro indio parece haberse vuelto mudo desde que por segunda vez los suyos le gritaran amenazas terribles y maldiciones, y tanto parece temer él a la selva como nosotros, pues no aparta la mirada de la espesura, cual si esperase ver salir en cualquier momento a uno de esos espíritus del bosque que tanto reverencia y cuya cólera parece que teme desatar dándonos ayuda. Su silencio a todos preocupa y el Chanchu no le quita ojo de encima cual si temiera alguna traición, pero no creo yo que haya tal cosa, pues más parece buscar nuestra compañía y amparo, que él también está lejos de su villa y no es de esperar que los indios de estas riberas hayan de tratarle mucho mejor que a nosotros. Y quién sabe si aun pudieran tratarle peor, que en viéndonos como dioses, aunque malvados, algún respeto nos cabrá, pero a Yabogüé le espera sin duda la suerte de los traidores, que es siempre amarga. Me pregunto, hermano, si no habremos de correr igual suerte nosotros entre los cristianos pues, a la postre, traición ha sido también nuestra huida en el batel.

Poco antes de acampar esta noche, el curso del río tornóse arisco y violento, cual si nos esperasen rápidos o cascadas más arriba. Si así fuera, habríamos de abandonar el batel y ello sería una grave pérdida, pues aún tiene muchos servicios que rendirnos y nos será necesario para el regreso a la Villa de la Navidad, e incluso para aventurarnos en la costa, si es que la enemistad alumbrada por nuestra huida hiciera imposible retornar a la Villa. Mucho hemos hablado junto al pobre fuego que he logrado prender en la oquedad de un árbol tan grueso, alto y enmarañado que se dijera impenetrable por el agua y bajo cuya copa hemos buscado cobijo para pasar la noche. Mas apenas si he hallado leña seca para alimentar las llamas y mucho antes que llegue el alba nos sumiremos en las tinieblas. Hemos acordado dejar dos centinelas esta noche pues, al faltarnos el fuego que espante a las criaturas de la selva, cuatro ojos serán mucho más útiles que dos. Ya casi está apagada la hoguera y a duras penas puedo escribirte estas palabras. Mañana continuaremos el viaje en busca de una aldea a cuya protección poder confiar el batel si, como es de temer, la navegación se hace imposible. Mas no sé cómo habremos de lograrlo si hasta esa aldea han llegado también los malos augurios de nuestra presencia.

Es tal la fuerza de las cosas, caro hermano, que la humana voluntad se torna pluma al viento y allá la arrastran sin que ninguna razón, ninguna esperanza, ningún esfuerzo puedan rescatarla de los caprichos del vendaval. Así viajamos nosotros por el río Yaqui a la mañana siguiente, bregando con las revueltas aguas, empapados por la lluvia y temerosos de las intenciones de los indios. Cada golpe de remo era un golpe en la puerta de nuestro destino y ahora, mientras caminamos por la selva abriéndonos paso con hachas y espadas, llevamos atados al extremo de unas sogas una moza y dos mozos indios que son nuestro salvoconducto y nuestro pecado. Al fin ha dejado de llover, mas siento mi corazón empapado aún de la tristura de la lluvia. Y no basta la belleza de esta selva, ahora regada por los rayos de sol, ni el refugio en la frescura de sus espesas sombras, ni todos sus colores y sonidos, que parecen retablos y cantigas de hermosura sin par, ni todas sus criaturas aladas, que nos sobrevuelan y cantan, como esos pájaros de vivos colores, picos duros y largas colas, cuyos gritos imitan la voz humana; nada de ello basta, caro hermano, para devolverme la alegría ni para aplacar mis temores, que ya no se alimentan sólo con los peligros de la enemistad de los indios sino con la dureza de nuestros propios corazones.

Sería llegado el mediodía cuando avistamos una nueva aldea de indios a orillas del Yaqui. Salieron sus habitantes a nuestro encuentro con renovados gritos y amenazas, cual ya habíamos visto en las otras aldeas, mas en esta ocasión no apartamos el batel de su rumbo sino que les fuimos de frente, a buena boga y sin dar muestra alguna de temor ante su vocerío. Había mandado el Chanchu montar en la proa del batel la culebrina que portamos con nosotros, y alimentarla con pólvora. Lanzaron los indios algunas azagayas mas sin buscar herirnos, pues las unas nos pasaban por alto y las otras se venían a un lado o a otro del batel, pero, antes que el temor o el enfado afinara el tino de los indios, mandó el Chanchu a Yabogüé que les dijera que ningún mal les haríamos si se apartaban, mas si no dejaban franco el paso haríamos hablar a nuestro palo de fuego, que es como llamaban los indios de la Villa de la Navidad a las culebrinas, y sería mucho nuestro enojo. Visto que tales palabras ningún efecto hacían, disparó el Chanchu la culebrina con gran ruido y humo, y huyeron los indios muy asustados, que hubo quienes cayeron al agua presa del miedo.

Nos dirigimos a la orilla, cerca de la primera cabaña de la aldea, y tomamos tierra armados de espadas y ballestas. Mandó el Chanchu que quedaran en el batel Lope y Martín de Urtubia e hizo cebar con pólvora la culebrina, mas en esta ocasión se metieron también hierros, pues no era ya para espantar sino para hacer fuerza que la necesitaríamos. Los demás vestimos las cotas de mallas pues, aunque pesadas y sofocantes con el calor, bien podrían protegernos de flechas y azagayas. Los indios se habían escondido en las cabañas y entre los árboles y sólo alguno se atrevía a asomar la cabeza por ver qué hacíamos. Gritó Yabogüé que nada debían temer si nos recibían con buenas maneras y pidió ver al cacique, pues los dioses blancos querían hablarle. Se sentó Yabogüé en la arena de la orilla y otro tanto hicimos nosotros, y así permanecimos un buen rato, bajo la atenta vigilancia de Martín y Lope. Por fin comenzaron los indios a salir de sus escondites. Uno de ellos, que era hombre de edad avanzada y llevaba un hermoso penacho de plumas de guacamayo cual corona en la cabeza, se acercó hasta nosotros, rodeado de un puñado de guerreros armados con azagayas y de tres ancianos que habían de ser nobles mitaínos, sin duda. Nos levantamos y dijo el Chanchu que era mucha nuestra satisfacción por saludar a tan digno señor. Tradujo Yabogüé sus palabras y respondió el cacique que su nombre era Cayainoa y quería saber qué buscábamos en su aldea, pues ya sabía por el Yucemí que nos alimentábamos de caona, que es como los indios llaman al oro, pero ellos tenían muy poca. Hizo que nos trajeran dos grandes platos de barro con algunos granos de oro y otros adornos de poco valor. Nada más tenemos, dijo el señor Cayainoa, tomadlo si os place y dejadnos vivir en paz.

Tomó el Chanchu los platos con mucha ceremonia y agradeció al cacique su regalo. Dijo también que era nuestro propósito marchar sin tardanza de la aldea mas, para poder hacerlo, habíamos menester de la ayuda de los indios, pues no era posible seguir navegando el río y era nuestra voluntad dejar nuestra barca a su cuidado, lo que era mucho honor y gran servicio que bien sabríamos recompensar a nuestro regreso. Nada respondió el cacique sino que se retiró con sus nobles mitaínos para mejor estudiar nuestra demanda. Por fin tornó a nuestro lado y dijo que haría lo que le pedíamos, pues nada le costaba cuidar la barca junto a sus canoas, mas no podía prestar ningún otro servicio porque el Yucemí se lo tenía prohibido y no deseaba despertar su cólera. Preguntó el Chanchu qué sacerdote indio, a los que llaman bobitos, era el que hablaba en el nombre del Yucemí, mas repuso el señor Cayainoa que ningún sacerdote hablaba con el Espíritu Blanco sino que era el propio Yucemí quien se había venido hasta la aldea, rodeado de truenos y nubes como nosotros, para prevenirles de nuestra llegada. Mucho nos desconcertaron sus palabras, pues no habíamos oído hasta entonces a los indios decir que ningún espíritu fuera a visitarles a sus aldeas, pues era siempre a través de sus ídolos que hablaban con sus dioses. Fuimos ahora los cristianos quienes hicimos plática aparte. Dijo el Chanchu que bueno sería poner la mano encima al Yucemí que tanto nos odiaba, antes que levantara a todos los indios del reino contra nosotros, y todos dijimos que tal era cierto pero que no había tiempo para buscar espíritus en la selva, si queríamos alcanzar la mina de oro antes que Don Rodrigo de Escobedo y los suyos. En éstas estábamos cuando Domingo dijo que no bastaba la promesa del cacique de cuidar el batel, porque nada le impediría destruirlo o entregarlo al Yucemí, si tal existía, en cuanto hubiéramos partido, que ya tendría tiempo después de prepararse contra nosotros o de esconderse en la selva hasta que nos viéramos obligados a abandonar la aldea. No estaban desprovistos de razón los temores de Domingo y así lo convinimos todos, mas no se avistaba salida a tal enredo hasta que el Chanchu dijo que no habría sino que tomar algo que tanto apreciasen los indios que a todo se avinieran sinceramente con tal que no lo destruyésemos. Tomemos alguno de los hijos del cacique y entre ellos aquel que haya de sucederle, dijo Domingo, que habrán de ser la defensa de nuestros intereses hasta que regresemos y, por demás, nos serán de gran ayuda en el porte de nuestros hatos por la selva, ahora que hemos de hacer el camino a pie. Así lo acordamos y acudimos donde el cacique, que todavía esperaba nuestra respuesta. Sea como decís, dijo el Chanchu, mas en gratitud por vuestra ayuda queremos ofreceros un presente de gran valor y poder que librará de toda herida a vuestros hijos mayores, y así dará a los futuros caciques de esta aldea fuerza sin igual.

Mostróse muy contento el señor Cayainoa y quiso saber qué presente era ése. Sacó el Chanchu de su zurrón una ristra de cascabeles de cobre, de los que se usan para las mulas y que siempre colgaba a la entrada de su cabaña por la noche para que el viento los hiciera sonar y ahuyentaran a las alimañas, y se la mostró al cacique, que nunca antes había visto cosa igual. La tocó el cacique y fue mucha su sorpresa al oírlos sonar. Dijo entonces el Chanchu que era menester que cada uno de sus hijos se colgara del cuello el collar mágico para que su sortilegio surtiera efecto, mas esto debía hacerse después de mojarlo en el agua del río y mientras esa misma agua bañara los pies de los mozos. En su ignorancia, encontró muy sensatas tales sinrazones el cacique e hizo venir a sus hijos, que eran doce, de todas las edades, siendo los mayores dos mozos que habrían ya los dieciséis años y una moza que no tendría más de quince.

Hizo el Chanchu que marcharan los tres hasta la ribera del río, cerca del batel, y junto a cada uno de ellos iban él mismo, Domingo y Luis de Torres, cual si de criados se tratase, con toda ceremonia y dignidad. Entraron los tres mozos en el agua y con ellos los tres cristianos, mientras Yabogüé y yo permanecíamos junto al cacique y los demás indios, que todo lo miraban con curiosidad y asombro. Tomó el Chanchu los cascabeles y los mojó en el río con gran reverencia. Después se acercó al mozo de más edad y se los puso al cuello y le hizo girar hasta tres veces, con mucho ruido de campanillas. Volvió a tomar los cascabeles y a sumergirlos en el agua y repitió igual ceremonia con los otros dos indios. Cuando hubo terminado, gritó al cacique que sólo faltaba arrojar el mágico collar al centro del río, mas habían de ser las manos de los mozos las que dejaran caer el collar al agua. Hizo subir a los tres indios al batel, sin aguardar respuesta del cacique, y Yabogüé y yo nos dirigimos a la orilla, seguidos de los demás indios, que todavía no habían descubierto el engaño.

Empujamos el batel a la corriente y subimos prestos, mientras Martín apuntaba con la culebrina hacia la orilla. Los tres mozos indios permanecían de pie, en el centro del batel, tal y como les había mandado el Chanchu. Unos pocos golpes de remo bastaron para llevarnos al medio del río, pero no nos detuvimos sino que seguimos remando con fuerza, rumbo a la orilla opuesta. Domingo y el Chanchu soltaron sus remos, desenvainaron las espadas y colocaron sus puntas sobre el pecho de los dos mozos, obligándoles a tomar asiento. En la otra orilla comenzaron a escucharse gritos pues, sin duda, ya se habían dado cuenta los indios de nuestras intenciones. Mandó el Chanchu a Yabogüé que dijera a la moza que se tuviera quieta si no quería que diésemos muerte a sus hermanos, y ésta tomó asiento junto a los dos mozos con el miedo pintado en el rostro. Mientras, los indios habían corrido hasta las canoas y ya se aprestaban a cruzar el río cuando el Chanchu mandó a Martín que hiciera un disparo de culebrina contra ellos. Hubo gran estruendo y tres indios cayeron al agua entre gritos, mientras su canoa era hecha pedazos por los hierros. Fue tal el miedo que poseyó a los indios que aun hubo otros que se arrojaron al agua, sin que mediara disparo alguno, cual si temieran que sus canoas reventaran bajo sus pies.

Con tanto revuelo, ganamos la orilla opuesta sin que los indios hubieran podido aún hacer nada por evitar nuestra huida. Martín, que había vuelto a cebar la culebrina, hizo otro disparo que a buen seguro hirió a algún indio, pues pude ver cómo dos de ellos, que se habían acercado a la orilla armados con arcos, caían sobre la arena con muchos retorcimientos. Amarramos el batel a un grueso árbol, hicimos bajar a tierra a los tres mozos indios y nos refugiamos tras su tronco para protegernos de las primeras flechas que empezaban a caer cerca de nosotros. Mandó el Chanchu a Yabogüé que dijera a los indios que ningún mal haríamos a los tres mozos, pero que habrían de ser ellos mismos, con sus flechas, quienes les hiriesen si no encalmaban sus actos. Así lo hizo y a poco cesaron las flechas. Dijo entonces el Chanchu que bien haría el señor Cayainoa en no cruzar el río y aun mejor en dejarnos ir sin perseguirnos pues caso contrario tendrían los mozos mal final. Preguntó el cacique, desde la otra orilla, por qué tan cruelmente le tratábamos si había consentido a nuestros deseos, y le respondió el Chanchu que no eran suficientes sus promesas pues ya sabíamos del poder del Yucemí y mucho se temía que, de no mediar otras razones, acabara el cacique faltando a su promesa con tal de no enojar al Espíritu Blanco. Sean pues vuestros hijos causa de vuestra lealtad y así nada habrá de sucederles si, a nuestro regreso, está nuestra barca esperándonos en este mismo lugar en que ahora la dejamos. Mientras vuestros hijos estén con nosotros ningún mal habrá de acaecerles, dijo el Chanchu.

Mientras se seguía este diálogo a voces sobre las rumorosas aguas del río, no habíamos permanecido los demás a la espera. Descargamos el batel, aseguramos su amarre, montamos la culebrina sobre unas andas y atamos al cuello de cada mozo una soga. Lope ató a su cintura el otro extremo del cabo que ligaba al hijo mayor de Cayainoa, otro tanto hizo Martín con el segundo mozo y lo mismo Domingo con la moza. Como el mayor de los hijos del cacique se resistiera a dejarse prender de esa manera, hubo que forzarle con violencia y amenazas, hasta que se avino a cargar la culebrina, junto con su hermano, y todo estuvo dispuesto para iniciar el viaje. Mandó el Chanchu partir, sin aguardar más respuesta del señor Cayainoa. Y así empezamos este camino terrible, en lucha con la espesura que nos oprime y cerca, cual ejército poderosamente armado, erizada de ramas y zarzas y alfombrada de ocultos barrizales que se extienden bajo las gruesas raíces de los árboles que salen sobre el suelo cual caída tela de araña y hacen aún más penoso el andar. Un camino que nos ha conducido hasta este recodo del río en que ahora hacemos acampada, con los pies doloridos y los brazos fatigados de tanto golpear la maleza para abrirnos paso.

¡Qué engañosa es la quietud de las cosas! Desde que dejamos atrás la aldea del señor Cayainoa, la selva parece haberse dormido. Son ahora árboles altos como torres los que nos rodean y su techumbre más semeja nave de catedral que estancia de bosque, tal es su altura y tal la quietud que en ella reina, que incluso el humo de la hoguera se eleva en su claustro cual inmaterial columna, sin que brisa alguna venga a alterar la rectitud de su tenue ruste. Hay a todas horas un zumbido de mosquitos, pero ya no nos perturba y en los rayos de sol que atraviesan el alto follaje flotan tantas mariposas de alegres colores que se dijera que el aire mismo ha cobrado vida.

Pocas son ahora las criaturas de la selva que se muestran a nuestro paso. Tan sólo los pájaros que cantan en las alturas y algunas serpientes. La selva se adormece con el calor y en ocasiones se rompe el cielo, más allá de la bóveda verde que nos cubre, y cae una lluvia tan abundante como breve, pues bien pronto descampa y vuelve el sol a buscar entrada en este templo de vegetación para posar su luz sobre las hojas enormes de los árboles, que las hay tan grandes como un escudo. El calor y el agua hacen el aire pesado y cada paso se acompaña de jadeos y sudores, cual si cada uno de nosotros arrastrara la pesada cruz de su Calvario. Tan sólo los mozos indios se muestran indiferentes a los rigores de la selva, sin que la carga de la culebrina arranque quejas o suspiros de sus labios. Se dijera que se han resignado al fin a su cautiverio y ni aun entre ellos cruzan palabra alguna. Pero tanta paz lejos de encalmar nuestros ánimos los encrespa, pues la marcha es lenta y los obstáculos muchos, y todos guardamos el temor a los indios, por más que no haya rastro alguno de nuevos poblados ni señal de que nos sigan. Es extraño, hermano, el modo en que a nuestro entendimiento se presentan los hechos. Si hubiera gran agitación en la espesura puedes estar seguro de que habríamos de ver en ello la presencia de los guerreros del señor Cayainoa, mas en esta quietud que nos circunda sólo acertamos a intuir el silencio de nuestros acechantes, que tal es la ley del miedo, ver los mismos enemigos en las cosas contrarias, de modo que todo lo alimenta: el silencio y el ruido, la luz y la oscuridad, lo franco y lo secreto.

Y es un miedo creciente el que nos atenaza. Lo sé aunque nada hablamos de ello, pero puedo leerlo en los ojos de mis compañeros con la misma claridad con que lo siento en mis entrañas, cual invisible garra que oprime mi corazón y clava sus uñas en mi entereza, de modo que el menor ruido me sobresalta. Yo combato mi miedo hablando con todos, porque el sonido de nuestras palabras es la única cosa familiar en esta selva húmeda y cansina. Pero el corazón de cada hombre se rige por reglas tan distintas como oscuras y es gran necedad decir de los hombres que todos son iguales como necio es creer que son iguales todos los días, pues cada jornada tiene su esfuerzo y cada hombre su misterio. Así, el miedo que me hace deslenguado torna a otro silencioso cuando no violento, que es solaz de muchos oponer a los temores obras tan fuertes que se dirían fueran bárbaros sin escrúpulos que, lejos de temer a nada, despiertan el espanto en los otros. De tal manera que bien podría decirse que tras la máscara del héroe, tras sus gestas y hazañas, tirita un cobarde tan grande que siente pavor incluso de su propio miedo. Y tal creo yo que le acaece al Chanchu, cuya intrepidez y decisión le han convertido en capitán de nuestra partida, pero a cuyos ojos se asoman también los brillos del temor.

Te escribo esto, caro hermano, no sé si por aplacar mis temores y mi vergüenza, o quizá por intentar explicar cuanto ha sucedido desde que hace cinco días te relatara el prendimiento de los hijos del señor Cayainoa. Mas lo cierto es que nuestras obras se llenan de pecados y, con rara alquimia, parecen atraer nuevas desdichas. Mientras escribo estas palabras al calor de la hoguera, más en busca de su luz que de su amparo pues si algo tenemos en abundancia es precisamente calor, veo a la moza india acurrucada junto al Chanchu cual si de un perro se tratase, el cuerpo encogido y la mirada temerosa de quien sabe de las moliendas de la vida. En verdad son muchas sus gracias y, para nuestra desventura, su desnudez las ha hecho más presentes a nuestros ojos, que es bien difícil apartar la mirada de su cuerpo cuando en el camino se mueve con tal donaire y fortaleza, cual si la mano de un maestro escultor lo hubiera tallado en madera, tal es su tersura y su brillo.

La hermosura de la moza nos ha acompañado tan fielmente como el miedo y una y otro se han acrecentado a nuestro entendimiento con el paso de las jornadas. Mas si nada hablábamos de nuestros temores, muchas eran las ocasiones en que alabábamos las gracias de la moza, con burlas y libramientos propios de la soldadesca y de los mesoneros de puerto.

Durante toda la jornada de ayer se sucedieron los chaparrones y el camino de la selva tornóse a tal extremo adverso que no creo hubiéramos andado más de tres leguas cuando llegó la noche. Hicimos acampada a la vera de unos altos matorrales de hojas grandes y carnosas, muchas de las cuales arrancamos para hacernos con ellas un lecho que nos separase de la tierra empapada. Lope y yo nos pusimos a la tarea de prender la hoguera, como cada noche, y los demás buscaron acomodo junto a los árboles que hacían aún más oscura la noche con el velo de sus sombras. Se alzaban ya las primeras llamas cuando se oyeron gritos de mujer y vi al Chanchu junto a las matas, porfiando con la moza, que hacía por escapar de sus brazos. Pregunté al Chanchu qué cosa quería de la india y él me respondió que bien a las claras estaba y que no tenía más que decir sino que guardásemos que los otros indios no fueran a volverse contra nosotros. La moza no cejaba en sus empujones y patadas y toda la belleza de su rostro había dejado plaza al miedo. Dije al Chanchu que no había por qué tomar a la fuerza lo que muchas otras indias otorgaban con gusto, pero el Chanchu me demandó dónde estaban esas otras indias complacientes que él no veía. Y dijo: Estamos solos en esta selva terrible donde no hallamos criatura humana alguna y, caso de hacerlo, tal vez no busque otra cosa que nuestra muerte, y todavía me habláis de prudencia y de otras mujeres. ¡No seáis majadero! Yo no veo más mujer que ésta y si no tiene pudor en mostrar sus vergüenzas no habrá de tenerlo en hacer entrega de ellas. Pues no muestra deseo alguno de ello, tales son sus gritos y empujones, dije yo, pero el Chanchu rompió a reír y respondió: Ya sabéis lo que dice la canción, que aun la más buena mujer rabia siempre por joder. Y tomando con fuerza a la moza por el talle, la llevó en volandas tras los matorrales sin que yo alcanzara a encontrar razón que torciera su voluntad y, por decir la verdad, dudoso yo de la mía, pues el hambre de mujer puede ser tan dolorosa y acuciante como la de comida, y la visión de aquella moza también había despertado mi apetito.

Mas no tuve ocasión de tomar determinación ninguna pues, en viéndonos a todos atentos a cuanto sucedía tras las matas, de donde nos llegaban gritos desesperados que resonaban en la bóveda del bosque, los dos mozos indios se abalanzaron sobre Martín, que se hallaba a su lado. Acudió Domingo presto a los gritos de alerta del grumete y así evitó que los indios se hicieran con las armas de Martín. Mas no fue tarea sencilla dominarles, pues a la fuerza de su juventud unían el enojo por el trato que dábamos a su hermana. Cuando logramos apaciguarlos, el Chandra había terminado ya de holgarse con la india.

Atamos a los dos mozos a un grueso árbol y a la moza a otro más alejado. El Chandra mostraba gran fatiga en el rostro y pronto estuvo dormido, pero los demás no podíamos conciliar el sueño. Yabogüé y Luis de Torres se mantenían apartados de la hoguera, sentados en el mismo lugar donde habían estado desde que acampamos. Y no sabría decirte, hermano, si Luis de Torres había permanecido junto a nuestro guía, mientras nosotros bregábamos con los dos mozos, por vigilar que éste nada hiciera o por evitar entrar en combate. Mas es muy cierto que en estos días hablan mucho Yabogüé y Luis de Torres, pues el converso quiere aprender la lengua de los indios, y ya se sabe que las mutuas enseñanzas son tierra abonada para la amistad.

Los demás guardábamos silencio sentados alrededor de la hoguera, con los ojos brillantes por las llamas y por el deseo, desconfiados de nuestros propios pensamientos, aguardando y temiendo nuestras obras. Fue Domingo quien puso término a la espera. Dijo: Sea, no es más que una pagana cuya alma estará sin duda condenada al infierno, ¡que al menos su cuerpo sirva a los cristianos! Se levantó y se encaminó hacia la moza, que estaba despierta y no había apartado la mirada de nuestro silencioso concilio, temerosa sin duda del resultado del mismo. Cuando vio levantarse a Domingo, comenzó a llorar y a repetir unas palabras en su lengua que a no dudar eran de súplica. Mas ningún efecto hicieron sus incomprensibles palabras en el de Lequeitio, porque éste se vino sobre ella y la desató para mejor forzarla, sin que llantos ni gritos refrenaran su lujuria.

Como la moza se resistiera, acudieron Lope y Martín en ayuda de Domingo, para así dominarla, y no sé decirte, caro hermano, si habría hecho yo lo mismo, pues libraba gran batalla en mi interior, mas de nuevo quiso fortuna que nada pudiera hacer pues la moza, al verse así asaltada y viendo que el Chandra despertaba con sus gritos, logró zafarse de los brazos de Domingo y corrió junto al Chandra, en busca de amparo. Y si el miedo tuerce el juicio y alienta locas determinaciones, no menos cierto es que también puede despertar una rara y triste sabiduría, cual mostrara la moza india al demandar protección de quien tanto la había ofendido, pues a la postre el Chandra era nuestro capitán y mejor habría de ser la afrenta de uno solo y poderoso que las ofensas de todos.

Dijo el Chanchu que se tuvieran quietos los cristianos, pero Domingo, que mostraba su descontento con gestos impacientes y mucha agitación, le respondió: No veo justicia alguna en que queráis poseer a la moza en privilegio. ¿Habéis de disputarme a espada ese privilegio, Domingo?, dijo el Chanchu y, cuando más era de temer que fuéramos nosotros mismos quienes vertiéramos sangre de cristiano en selva tan enemiga, alzó la voz Luis de Torres para pedir cordura y paz, pues sólo habríamos de labrar nuestra desventura si nos volvíamos unos contra otros. ¿Creéis acaso que no hay más aldeas en esta tierra? ¿Es por ventura esta moza la última Eva en el mundo? ¡Tened paciencia, compadres! No es otro nuestro propósito que alcanzar los bienes que nos han movido a sufrir tantas penalidades, y habremos de satisfacer nuestros deseos y aun quedar ahítos si hacemos por dejar que sea la cabeza y no la verga quien gobierne nuestros actos, dijo Luis de Torres. Y aún dijo más: A nuestro capitán se le ha antojado la moza y bien se ve que ésta, pese a tanto griterío como dio, tiene por él preferencia. Vale, es poco privilegio en quien tanto camino tiene por delante, que las más de las noches es seguro que poca cosa podrá hacer nuestro cortés capitán si no quiere que sea el cansancio y no los guerreros del señor Cayainoa quien con él acabe.

Reímos todos la burla y también el Chanchu, que muy buenas palabras tuvo para el converso, al que encomió su buen juicio. Mejor será poner atención a las sombras que nos rodean y guardar fuerzas para el camino, dijo el Chanchu y buscó cada cual su lecho, salvo Martín, que quedó de guardián al cuidado del fuego. Se acurrucó la moza junto al Chanchu y muy pronto estuvo dormida, así reclama el cuerpo su ración de descanso cuando grandes pasiones o esfuerzos le han puesto a prueba. Ley natural e inexorable a la que tampoco pude yo escapar, pues me vi forzado a dejar la escritura de esta carta, que es mi mejor consuelo, para otra jornada, vencido por el sueño.

Mas no siempre el sueño devuelve la paz al alma, por más que reconforte al cuerpo, y los pecados de anoche trajeron hoy duras penitencias. A poco de levantado el sol, nos pusimos en camino, mas en esta ocasión ató el Chanchu a su cintura el cabo que ligaba el cuello de la moza, que la pasión no le había tornado aún incauto y si bien la quería a su lado también la quería bien sujeta.

Seguimos de nuevo el curso del río, mas ahora cerca de la orilla pues, aunque frondosa, la espesura del bosque se había aliviado y nos permitía avanzar con menor esfuerzo. A mediodía, mandó el Chanchu hacer un alto para almorzar algunos trozos de pan bizcocho y algunas raíces. Quiso Lope beber agua y se acercó a la ribera seguido por el mayor de los hijos del señor Cayainoa, cuyo cabo ataba a su cintura. Como le molestase la soga para agacharse en la orilla, no tuvo mejor idea que soltar el nudo de su cinto, en la confianza de que nuestra cercana presencia alejaría del indio cualquier tentación de huir. Pero no bien se vio éste desligado de su guardián, echó a correr con tal apremio que se dijera llevaba alas en los pies, sin que la soga que colgaba de su cuello pareciera importunarle en modo alguno.

Como Martín y el Chanchu ataban a sus cintos las sogas de los otros dos mozos indios, hubimos de ser Luis de Torres, Lope, Domingo y yo quienes emprendiéramos la persecución del huido. Lope, quizá movido por la vergüenza de su falta de juicio al permitir que nuestro cautivo escapara, era quien más corría al tiempo que gritaba: ¡Guarda si te pillo! Y sus gritos tal parecía que daban nuevas fuerzas al indio pues pronto vimos que, lejos de darle alcance, no tardaría en perderse en la espesura. Pero mucho debía ser el miedo que movía sus piernas porque, en vez de adentrarse en la selva, siguió corriendo cerca del río, cuya ribera se hacía cada vez más pina, pues se levantaban ahora unas peñas sobre la corriente. A ellas se aupó con agilidad el indio mientras Lope maldecía el día en que su madre le parió, lleno de rabia. Ya en la peña más alta, el mozo torció su rumbo y saltó al río con todas sus fuerzas, a través del ramaje de los árboles. Pero no fue el ruido del agua lo que siguió a su salto sino un ruido seco, como de látigo, y un gruñido que semejó al bufido de un toro.

¡No ha caído al agua!, gritó Lope mientras corríamos peña arriba. Cuando llegamos al lugar en que habíamos visto saltar al indio, se nos ofreció una escena que no podré apartar de mi memoria así viva cien años, caro hermano. A unos diez pies más abajo, colgaba sobre la corriente del río el cuerpo del mayor de los hijos del señor Cayainoa, con el cuello torcido de forma horrible. Su suerte enemiga había querido que, al saltar, el extremo del cabo que ligaba su cuello quedara sujeto en la horquilla de una gruesa rama, de tal forma que él mismo vino a ahorcarse cuando más cerca pensaba estar de la libertad. Mudable fortuna, hermano, que tanto promete como puede arrebatárnoslo todo cuando ya estamos a punto de tocarlo con las puntas de nuestros dedos.

Allá quedamos, en pie sobre la alta peña, sin saber qué resolución tomar, pues la rama que se había tornado en horca tenía difícil llegada. No tardó el resto de la partida en alcanzarnos y no puedo describirte las voces y los llantos en que rompieron los hermanos del infortunado indio cuando vieron su cuerpo colgando de la soga, mas sé que tú también tendrás presente, al leer esta carta, el triste día en que quiso el Señor llevarse a nuestra hermana, pues aún siendo tú niño entonces recuerdo bien tus lágrimas y la pena que oprimía tu corazón. Y no sé si han sido tales remembranzas, pero el llanto de los mozos indios me ha llenado el alma de tristura y ni aun escribir esta carta me libra de ella.

Mandó el Chanchu recoger el cuerpo del indio, por ser cristiana obra y por poder así enterrarlo, que no era menester que llegara a oídos del señor Cayainoa tan cruel noticia. Mas no era tarea fácil, pues no había donde hacer fuerza para levantarlo y la rama crujía amenazadora cada vez que uno de nosotros se aupaba a ella. No nos fatiguemos más en tareas inútiles, dijo el Chanchu, que aún habremos de lamentar nuevas desgracias si seguimos castigando esa rama. Propuso entonces Lope cortar la soga para que el río sirviera de sepulcro al indio, mas negóse el Chanchu porque, si caía al agua, la corriente arrastraría el cuerpo hasta la misma ribera de la aldea del señor Cayainoa y nada bueno cabía esperar que hiciera un padre a cuyo hijo se hubiera causado mal tan entero. Guarde esta peña su atroz secreto, dijo el Chanchu, y pongamos nosotros tierra por medio, que es el mejor remedio.

Así lo hemos hecho y hemos caminado a buen paso hasta que el sol se ha puesto, con mucho golpe de hacha para romper las redes que la selva teje, y atrás hemos dejado el cuerpo sin vida del indio, colgado sobre el río cual fruto de muerte. Con las últimas luces del día llegamos a este claro de bosque. Cuando hube prendido la hoguera y comíamos todos nuestros magros alimentos en torno de ella, he mandado a Yabogüé que preguntara a la moza cuál era el nombre de su hermano muerto. Ella ha respondido que se llamaba Careinamá, que el nombre de su otro hermano es Guacayoa y el suyo Noamá. Y ahora compartimos de nuevo hoguera y miedo, mientras la moza ha sido al fin vencida por el sueño y yo doy buen uso al recado de escribir que dejó nuestro escribano al partir de la Villa de la Navidad y que llevo conmigo como mi mayor tesoro.

Ya es hora de que yo también busque la paz en el sueño, si el Señor en su bondad consiente en librarme de las mampesadillas que me rondan. Pues, por más que diga Domingo que la muerte de Careinamá ha sido fruto de sus obras y signo de su infortunio, no puedo yo apartar de mi cabeza nuestros desatinos y la grave ofensa que hicimos a su hermana, y todo ello pesa sobre mi conciencia cual si hubiera sido mi propia mano la que anudara a la rama la soga que le ha dado muerte.

Muchas jornadas han pasado desde el aciago día en que murió ahorcado el mayor de los hijos del señor Cayainoa y sólo ahora recobro el ánimo para escribirte, hermano, pues mi corazón ha estado muerto también durante estas jornadas, por más que mi cuerpo caminara hasta el agotamiento. Pero mucho ha cambiado el signo de nuestra suerte y muchas son las cosas acaecidas desde entonces, y de todo ello quiero darte cuenta ahora, cuando hemos abandonado la selva y de nuevo nos acogen los indios con respeto. Son éstos momentos de paz y quiero sacar provecho de ellos, tras la feroz selva, pues sé que habrán de ser breves.

¡Cuan grande placer, caro hermano, poder hablarte de nuevo en estos pobres papeles! Cuánta bondad hay en esta silenciosa conversación que a ti me une y tan bien me ayuda a poner orden en mis pasiones, pues al escribirte veo más claro cuanto me ha sucedido, y esa luz me basta para enfrontar las nuevas pruebas a que esta dura vida nos somete cada día. Y es aún mayor placer escribirte bajo la luz del sol y no ya en la celda de las noches de la selva. Pero déjame que te cuente cómo la alianza del azar y la tenacidad nos ha traído hasta este poblado donde vuelven a humear las sabrosas hutías en el fuego y el techo de las cabañas nos cobija de los rigores del tiempo.

Los días que siguieron a la muerte de Careinamá fueron negras jornadas. Se mostraba el cielo cubierto de nubes día y noche, y cada tanto rompía sobre nosotros una lluvia tan furiosa que se dijera castigo de penitente y tal vez lo fuera. Hubo de ayudar Yabogüé al mozo Guacayoa a portar la culebrina, tarea que en nada vino a complacer a nuestro guía, pues los tres quintales del ingenio doblan la más poderosa espalda y hacen el caminar lento y fatigoso. A fe mía que aún no alcanzo a entender cómo pudieron soportar tamaña carga, pues a mí todo me sobraba, y el hato y las armas se me hacían piedra de molino, tal era el calor que hacía hervir nuestros sudorosos cuerpos bajo la ropa. Y en todo ese tiempo, no se apartó la moza Noamá del Chanchu un solo momento, pues aunque nada entendía de nuestra lengua, los ojos de Domingo decían bien a las claras que su lujuria no habría de someterse por mucho a los antojos de nuestro capitán.

Pasados tres días de la muerte de Careinamá, ocurrió tan singular accidente que di primero en pensar si no sería un milagro o acaso un sueño, pues sin que mediara aviso alguno, cuando andaba yo el primero de la partida, abriendo paso a los demás a golpe de azuela, me di de bruces con una moza blanca como la leche, de ojos claros, cuales abundan entre los bermejos de nuestra tierra, y tan igual a las mozas vizcaínas que hubiera jurado que era una de ellas si no fuera que iba desnuda como acostumbran las indias. Si grande fue mi asombro no menor fue el suyo, pero quise yo apaciguarla con muy sumisos gestos, en tanto llegaban los otros, pues mucha era mi curiosidad ante tan rara criatura, y aun la de todos, que fue menester hacer un alto para determinar qué mejor arreglo podía tener tal encuentro, pues la india caminaba de espaldas, cual si una fuerza invisible le impidiera echarse a correr, y nosotros más parecíamos una rehala de tontos que avezados marinos, tales eran nuestras caras de asombro y tal el silencio que se nos había impuesto. En esto se oyeron voces de indios en la espesura, a buen seguro parientes o vecinos de la india blanca, y el Chanchu mandó a Domingo prender a la moza, pues buena cosa sería resolver tamaño enigma. Mas no bien hizo éste ademán de ir por ella, rompieron a gritar Noamá y Guacayoa con tal brío que habría de oírseles en la selva toda, si no fuera porque el coro de gritos de pájaros que sus voces despertaron era aún más ensordecedor. Nuestros mozos indios gritaban la palabra turey que, como ya te he escrito, en su lengua quiere decir cosa sagrada, y fue como si esa palabra devolviera la vida a las piernas de la india blanca pues ésta echó a correr hacia el lugar donde se habían escuchado voces indias.

Quiso Domingo ir en su busca, pero mandó el Chanchu dejarla ir, pues no era ocasión de buscarnos más enemigos de los que sin duda ya teníamos. Mas dijo a Yabogüé que preguntara a los mozos indios por qué daban tales gritos y cuál era la historia de la india blanca, si es que tenían noticia de ella.

Guacayoa nada quiso decir, pero Noamá se avino a dar razones. La india blanca es mujer sagrada, dijo, pues es hija del Yucemí y por eso son su pelo y sus ojos de tan raros colores. Por ser sagrada, nadie podía tocarla, y Domingo nos había puesto en gran peligro al intentar hacerlo, pues el Yucemí había jurado venganza contra quien ofendiera a sus hijos. Preguntó el Chanchu si había más indios blancos y dijo Noamá que sí, mas ella sólo había visto a la india que acababa de huir de nosotros.

No quiso el Chanchu hacer más preguntas pues mejor sería continuar nuestro camino antes que la india volviera acompañada de los suyos. Pero esa misma noche quiso averiguar más sobre el Yucemí y sus hijos porque, según nos dijo, no creía él que ningún espíritu preñara mujeres, si no era el Espíritu Santo, que engendró en el vientre de Nuestra Señora al Hijo de Dios. Que el diablo toma posesión de los cuerpos de las brujas mas no fecunda sus vientres, por ser su maldad estéril. Y si esa india es hija del Yucemí, habrá de ser éste de carne y hueso como cualquier mortal, por poderoso que sea, concluyó el Chanchu. Dijo otra vez Noamá que habrían caído grandes males sobre todos nosotros si hubiéramos hecho algo a la hija del Yucemí, y dijo también que el Yucemí se alimentaba de caona, como nosotros, por ser él también turey.

Cuan necio hace al hombre la ignorancia, hermano, pues la moza india aún creía que era el oro nuestro verdadero alimento cuando bien había podido ver, en las jornadas que había pasado en nuestro poder, que sólo nos llevábamos a la boca tristes raíces y bizcochos. Preguntó el Chanchu de dónde sacaban los indios el oro para dar de comer al Yucemí y respondió Noamá que se traía de las tierras que están más allá de las montañas, y que era el mismo Yucemí quien escogía a los jóvenes que habrían de ir en busca de la preciada caona, un grandísimo honor reservado a los mejores y más valientes mozos de su pueblo. Quiso saber el Chanchu si algún mozo de la aldea del señor Cayainoa había ido en busca de oro para el Yucemí y respondió Noamá que sí, que su hermano Careinamá había ido más allá de las montañas y había vuelto con la caona para que el Yucemí protegiera a su pueblo.

Rompió el Chanchu en juramentos cuando hubo oído que el mozo muerto era el único que sabía el camino hacia el oro. Y no se cansaba de llamar necio a Lope por haber permitido su infortunada huida. Cuando se apaciguó su enojo, preguntó el Chanchu dónde estaba la alta montaña que servía de morada al Yucemí. Y aún tuvo que insistir en su pregunta pues la moza parecía muerta de miedo y no hacía sino llorar y decir que nada sabía y que los espíritus de la selva la castigarían si nos ayudaba a encontrar al Yucemí. Cedió al fin a la insistencia del Chanchu, que tanto empleaba amables palabras como la amenazaba con entregárnosla para que hiciéramos con ella cuanto nos placiera, y dijo que el Yucemí moraba cerca del poblado de un gran señor indio de nombre Moguacainambó.

Muy grande fue nuestra alegría al saber que era aquél el poblado del cacique que, tres meses antes, había visitado la Villa de la Navidad y mostrado tanta curiosidad como amistosas maneras. No podía haber en estas tierras otro lugar donde pudiéramos esperar mejor acogida, y tan afortunado destino venía a aliviar los negros presagios que nos habían acompañado desde que nos adentramos en el río Yaqui. Acordamos ir pues al poblado del señor Moguacainambó. Noamá nos dijo que debíamos seguir el curso del río Yaqui hasta el lugar en que otro río, de nombre Bao, vertía sus aguas en aquél. Después, había que seguir el curso del Bao, cuyas aguas nacían en una alta sierra: el poblado del señor Moguacainambó se hallaba a orillas de este río.

Partimos no bien hubo despuntado el alba y los primeros rayos del sol nos encontraron bien dispuestos y ansiosos por llegar a nuestro destino, pues al fin sabíamos adónde íbamos y qué nos esperaba allá, y tal conocimiento parecía hacer la selva menos hostil y dar nuevas fuerzas a nuestros brazos y nuestras piernas. Volvieron las palabras a nuestra boca, mientras caminábamos, y cada cual proclamaba las fantasías de riqueza que escondía su corazón, entre risas y burlas, con tal ruido que no creo hubiera criatura de la espesura que no supiera de nuestro paso. Mas también había desaparecido el miedo, que el brillo del oro ilumina la noche más oscura y muy grande había de ser el tesoro del Yucemí, pues mucha había sido su hambre de caona, según nos decía Noamá. Sólo los dos mozos indios mostraban pesar en sus rostros, aún más hundidos en su cautiverio por el miedo a los espíritus del bosque, pues incluso Yabogüé parecía infestado de la misma locura que a nosotros nos atenazaba y reía nuestras burlas, sin alcanzar a saberlas, e imitaba nuestros gestos, tal pareciera que había olvidado cuál fuera su pueblo y cuáles sus creencias. Pero de entre todos, nuestro guía prefería la compañía de Luis de Torres, que mucho había aprendido ya de la lengua de los indios, de tal manera que las más de las veces hablaban entre ellos en dicha lengua, sin que ninguno de nosotros alcanzara a comprender qué se decían.

Así iban pasando los días, sin que nada viniera a turbar nuestra paz, que también la lluvia había cesado y la selva era una pura fragancia de flores. Durante las noches venía el sueño a consolarnos con premura y tan sin sobresaltos que bien hubiera podido dormir la noche entera de un tirón si no fuera porque las obligaciones de la guardia venían a despertarme. Pero esa esforzada tarea tampoco estaba libre de burlas y era gran regocijo oír al grumete Martín de Urtubia cantar las vueltas de la ampolleta, que medía nuestros turnos de guardia, con las mismas oraciones que se usan a bordo de los barcos. Y decía Martín: Bendita la hora en que Dios nació, Santa María que le parió, San Juan que le bautizó; la guardia es tomada, la ampolleta muele, buen viaje haremos si Dios quisiere. Le respondía Lope, que bien se sabía las maneras de los grumetes: Buena es la ampolleta que va, mejor es la que viene. Y en esos diálogos no faltaban risas, pues en la oscuridad de la noche tal parecía que nos halláramos en alta mar, al amparo de nuestra naufragada nao capitana. Y ya ves, caro hermano, cuán ingrato es el corazón humano, pues esas noches de paz reconquistada quise emplearlas en dormir y en disfrutar de la tibieza de la luna, que se colaba entre el follaje como si una catarata de leche se derramara sobre plantas y hombres, sacando brillos de plata a las más pobres materias. Pero no hallé ocasión de escribirte, aunque espero que las muchas penas que precedieron a estos días tranquilos sirvan de excusa a mi abandono.

El sábado, a veinte días del mes de abril, escuchamos el rumor de las aguas del río Bao al desembocar sobre el Yaqui. Al poco, avistamos el lugar donde ambos ríos se encuentran y vimos que era un bello paraje de orillas abiertas y con rocas en la corriente, que levantaba un zumbido de enjambre gigante al pasar entre ellas. No quisimos detenernos allí pues era lugar muy expuesto a la curiosidad de otros y eran muchas las ganas que teníamos de llegar a los dominios del señor Moguacainambó.

Comenzamos a remontar el curso del Bao, cuyas aguas aún guardaban recuerdo de su origen serrano y bajaban apresuradas y saltarinas, y dos jornadas después la espesura de la selva fue llenándose de claros hasta que la misma selva hubo quedado a nuestras espaldas y nos vimos en un vasto bosque de muchos y muy distintos árboles, entre los cuales había algunos pinos. Más allá de sus copas divisamos las siluetas de unos altos montes de cuyo corazón parecían provenir las aguas del Bao.

Caminamos durante otras cuatro jornadas y poco a poco fue tornándose el paisaje en serranía. Crecieron las cuestas, llenáronse los caminos de piedras y vados, y fue poblándose el bosque de pinos y de hayas, a punto que tal parecía que estábamos en los montes de Cervera del Río Pisuerga y no en las ignotas tierras de las Indias. Bajo los árboles crecían unas plantas que parecen heléchos, pero de tal altura que se dirían hechas a medida de gigantes pues son más altas que un hombre, y nos habría sido de gran ayuda tener una cabalgadura para mejor atravesarlas. Vano sueño porque en estas tierras no hay caballos ni mulos ni ninguna otra bestia de carga, de modo que han de ser nuestras espaldas las que hagan de tiro, cosa que debiera habernos hecho pensar mejor cuál habría de ser nuestro hato, pues con tantos días de camino hasta nuestro aliento se nos hacía una pesada carga.

Por fin, ayer viernes, a veintiséis días del mes de abril, avistamos el poblado del señor Moguacainambó. Es una villa grande formada por más de veinte casas y rodeada de un pinar en cuyos claros se ven las artes de labranza de los vecinos. Hay amarradas en el río algunas canoas, pero es tal la fuerza con que bajan las aguas que se me hace empresa de loco lanzarse a ella en tan frágiles embarcaciones.

Nuestra entrada en el poblado vino precedida por los gritos de los muchos niños que pronto nos rodearon sin mostrar temor alguno. El señor Moguacainambó nos recibió en la puerta de su cabaña, que era muy grande y adornada en sus paredes con conchas de tortugas gigantes, que aquí llaman careis, y que son muy digno regalo entre caciques. Mostró el señor Moguacainambó gran placer de vernos y preguntó por la suerte de los hombres que habían quedado en la Villa de la Navidad, pero el Chanchu respondió que nada sabíamos de ellos desde que partimos, mas rogábamos a nuestro Dios para que les preservara de todo mal. Nada más quiso saber entonces el señor Moguacainambó, pues en nuestros rostros se veía el cansancio y era su voluntad que descansáramos antes de darle noticia de las razones de nuestro largo viaje.

Así lo hicimos. Mandó el cacique a un noble mitaíno, de nombre Banachió, que nos diera cobijo en su cabaña y a ella nos dirigimos, contentos de tener al fin un techo sobre nuestras cabezas, pero inquietos por la extraña acogida del señor Moguacainambó, pues no nos había ofrecido su casa como era costumbre en estos casos. Algo se malicia este cacique, dijo el Chanchu, pues a buen seguro tendrá noticias de nuestras cuitas en la aldea del señor Cayainoa y no habrá escapado tampoco a su atención la presencia de los dos mozos indios que nos acompañan con sendas sogas al cuello.

Mas si algo traman los indios, forzado es decir que bien lo ocultan. El noble Banachió nos recibió con mucha honra e hizo colgar hamacas para nosotros y mandó asar dos gruesas hutías y dijo a sus hijos que bien nos cuidasen, cosa que hicieron, pues nos trajeron calabazas con agua y fruta y paños de algodón empapados para que limpiásemos nuestros cuerpos del sudor que nos cubría.

Y si todos dimos descanso a nuestros recelos, cautivados por tantas, atenciones, di yo a los míos por licenciados al ver llegarse a mi hamaca a una de las hijas del noble Banachió, que no era otra sino la moza que estuvo en la Villa de la Navidad y cuya hermosura sin par se ha grabado en mi corazón con tal fuerza que se dijera cosa de embrujo. Cuando la tuve a mi lado dije su nombre, Nagala, y ella me sonrió con tanta luz y ternura que me sentí vencido de amor y preso de ella en el más dulce cautiverio que imaginarse pueda. Acercó el paño a mi rostro y limpió con suave caricia las huellas de mi fatiga. Yo cerré los ojos y fue cual si por primera vez los cerrara desde nuestra partida de la Villa de la Navidad, pues no había acecho alguno tras ellos: todo mi ser se había sumergido en la oscuridad con la inocencia de un niño. Y así me dormí, sin darme cuenta.

Durante todo el día de hoy he buscado a Nagala sin parar. La he visto en el río, trabajando la arcilla. La he visto amasando tortas de casabe y jugando con niños, y más tarde, ocupada en las tareas de la labranza, pues son las mujeres indias más trabajadoras que sus hombres, pero no he podido hablar con ella ni permanecer a su lado, así fuera mudo, porque la maldición que nos persigue, y de la que creí habernos librado tras el encuentro con la india blanca, vuelve a oscurecer nuestros corazones.

Esta mañana ha mandado el cacique que fuéramos a su cabaña, donde nos esperaba acompañado de sus consejeros mitaínos, y ha querido saber la razón de nuestro viaje y por qué llevamos dos indios cautivos. Y mucho ha sido mi asombro cuando he oído al Chanchu responderle la verdad: que vamos en busca de la mina de oro y del Yucemí, y que el cautiverio de los mozos indios previene la traición de su padre, en quien no tenemos confianza ninguna. Protestó Domingo ante tales palabras mas el Chanchu le dijo que no era cosa de engañar al cacique pues sin duda ya sabía todo lo dicho, que sus preguntas más le parecían un ardid y no había razón para despertar su enojo con mentiras.

Ha dicho el señor Moguacainambó que nada sabía del pleito que tenemos con el señor Cayainoa, mas siendo éste vasallo del gran cacique Guarionex y él del señor Caonabó ninguna obligación tiene de reparar sus afrentas, por lo que nada oponía al cautiverio de sus hijos. Mas el Yucemí había mandado que nadie perturbara su morada ni diera señas de ella y él no podía decirnos dónde se hallaba ni conducirnos hasta allí, de modo que podíamos seguir nuestro camino hasta la mina del señor Caonabó, si era la nuestra empresa de paz y no buscábamos sino trocar la caona por otras cosas, pero no podíamos buscar la morada del Yucemí. Y ha dicho el Chanchu que en nada queríamos ofender a quien con tanta honra nos trataba y que seguiríamos nuestro camino mañana, pues ardíamos en deseos de tratar con el gran señor Caonabó.

Siguieron muchas buenas palabras sobre la belleza de estas tierras y la bondad de sus gentes, y después del almuerzo nos recogimos en la cabaña del noble Banachió para descansar un rato; mas no bien estuvimos allí reunidos ha dicho el Chanchu a Yabogüé que nada dijera a sus iguales de cuanto allí habláramos si en algo quería su vida. La cosa es sencilla, compadres, el tesoro del Yucemí está al alcance de nuestra mano, pero no será con buenas maneras como habremos de hacernos con él, ha dicho el Chanchu. No es gran impedimento, ha respondido Domingo, y todos hemos acordado que mañana al alba, mientras la villa duerme, tomaremos al señor Moguacainambó por la fuerza y le obligaremos a guiarnos hasta la morada del Yucemí, tanto si le place como si no. Ya sé que no es grata tarea, hermano, y hasta puede parecer cosa de ladrones, mas son éstas gentes simples que ignoran el verdadero valor del oro y, aún peor, no lo emplean sino en paganas costumbres. A buen seguro habrá de perdonarnos el Señor nuestras violencias si el fruto de ellas es poner tales riquezas al servicio de los cristianos. Eso es lo que ruego a Dios en esta noche que ya nos envuelve, con el corazón dividido entre la lealtad a los míos y a la verdadera Fe, y los reclamos del amor que ni dormir me dejan, pues no puedo olvidar que bajo el techo de esta misma cabaña yace ahora Nagala.

Junto ahora las postreras fuerzas que me restan para escribirte, hermano, pues sé que me ronda la muerte y quizá sean éstas mis últimas palabras, las últimas que te dirijo, sin saber ya si habrán de llegar alguna vez a tus manos o si perecerán conmigo en esta tierra perdida en el fin del mundo. Porque estos papeles, que me han acompañado en tan difíciles tiempos, han terminado por parecer más un diario de a bordo que una carta, y a veces me pregunto si es a ti realmente a quien escribo o si no seré yo mismo su verdadero destinatario. Y si así fuera, ¿qué valor puede tener?, ¿qué razón me mueve a robar horas al descanso para poner en palabras nuestras desventuras y mis pensamientos? Mas cuando tales dudas me asaltan, cierro los ojos y vuelvo en mi memoria a las calles de Bermeo, a su puerto recoleto, al olor del incienso en sus iglesias, al olor del pescado en los muelles, a las músicas de nuestras fiestas, al calor de la chimenea en casa de padre y a todos los rostros queridos, a los rostros de vivos y muertos, y entre ellos al tuyo, caro hermano, y te veo tan prudente como siempre y mucho más que yo, aun siendo tú menor en edad, que ha sido triste honor el que mi carácter me ha otorgado: ser el más inquieto y atolondrado de los primogénitos de nuestra villa.

Entonces comprendo que, pese a todo, estos papeles van a ti dirigidos; y así será aunque nunca lleguen a tus manos, pues sé que de algún modo tú sentirás allá, en Bermeo, que he pensado en ti hasta el último aliento. Y mientras éste llega, quiero referirte cuanto ha sucedido en estos días, aunque no sé si tendré fuerzas para poner punto final a esta relación. Es tanto lo sucedido y tan terrible que no sé por dónde empezar. Además, las fiebres hacen que la cabeza me arda como si en ella se hubiera declarado un incendio y cada vez se me hace más difícil poner orden en mis pensamientos.

Tal y como habíamos acordado, dejamos la cabaña del noble Banachió cuando no había levantado aún el sol y nos encaminamos a la del señor Moguacainambó. El silencio de la noche sólo fue roto por los ladridos de algunos de los pequeños perros que hay en el poblado, a los que los indios llaman aones. Ahora veo la temeridad de nuestras obras y no alcanzo a comprender cómo no nos dimos cuenta de ello, mas el deseo del oro es licor más poderoso que el más áspero aguardiente y su borrachera extravía los sentidos en su niebla dorada.

Entramos en la cabaña del cacique cual tromba de agua, sin recato ni prudencia, armados y furiosos ya por cuanto habría de acaecer después. Hubo gran revuelo en la casa y gritos y carreras, pero no pudo el cacique escapar de nuestras manos pues entre el Chanchu y Lope le prendieron y ataron con una soga. Mas si ganamos tan principal prisionero, no pudimos evitar perder a nuestros dos mozos indios, que aprovecharon el forcejeo para soltar las sogas que les ligaban y que Martín había atado a una de las columnas de madera que había a la entrada de la cabaña, y se escabulleron entre los familiares del cacique. Con ellos se fue nuestro salvoconducto para retornar a la Villa de la Navidad. Al poco, habíamos conquistado la casa y herido a algunos indios, uno de ellos de muerte pues yacía cerca de la puerta de atrás en medio de un gran charco de sangre. El cacique estaba en nuestro poder, junto a sus dos esposas y a un mozo que había sido herido en la pierna por Domingo y que se retorcía de dolores con lastimosos lamentos.

Yabogüé estaba agazapado contra una pared y era la viva imagen del miedo. Luis de Torres estaba a su lado. Martín vigilaba la puerta de atrás armado con una ballesta y Lope hacía lo mismo en la otra puerta, donde había montado la culebrina que nuestros cautivos huidos habían portado hasta la cabaña. Domingo y el Chanchu estaban junto al cacique y sus familiares. Y yo, hermano, no sabía bien qué había sucedido. Estaba de pie, junto a Lope, pero no podía creer cuanto había visto. Domingo había repartido mandobles sin medida alguna, hiriendo por igual a mujeres y niños, ya callaran o gritaran, huyeran o imploraran piedad. Todavía oigo la voz del mozo cuya pierna había herido Domingo y que decía una y otra vez mayanimacaná, que en su lengua quiere decir no me mates. Martín, Lope y el Chanchu parecían haberse infestado del mismo odio que Domingo; y verles arremeter contra los indefensos indios con tal saña trajo a mi memoria la ferocidad de los corsarios de Bayona que entraron a sangre y fuego en Lequeitio el último verano.

Pronto se oyeron muchas voces fuera de la cabaña y se vio fuego de antorchas y un gran gentío que hasta ella se acercaba armado de arcos y azagayas. ¡Estamos sitiados!, gritó Martín, pero el Chanchu le respondió: ¡De poco ha de servirles, pues tenemos a su rey! Y éste no va a escapársenos, primero tiene cosas que decirnos y juro por Dios que va a hacerlo.

Mandó el Chanchu a Lope que hiciera un tiro de culebrina para espanto de los indios, cosa que hizo con mucho ruido. Mandó después que se trajera una antorcha y preguntó al señor Moguacainambó dónde estaba la morada del Yucemí y qué camino había que seguir para llegar a ella. Pero el cacique sólo dijo que habríamos de pagar nuestra traición y que mucha razón tenía el Yucemí al prevenirle contra nosotros, mas él, orgulloso y ciego, había desoído sus advertencias y ahora pagaba por ello. Dijo el Chanchu que aún habría de ser más cruel el pago si no daba respuesta a su pregunta, pero el cacique nada respondió. Mandó entonces el Chanchu que se pusiera al fuego la punta de una daga. Después pidió a Domingo que sujetara las piernas del cacique y con el hierro candente le quemó la planta de un pie. Y fueron tales los gritos del indio que sentí un calofrío en todo mi cuerpo.

Tú bien sabes, hermano, que no soy hombre de violencias aunque tampoco rehuyo la lucha cuando ésta es menester. La vida en la mar me ha enseñado que la fuerza es tan necesaria muchas veces como la inteligencia, pero nunca he gustado de ver cadalsos ni quemas de herejes pues, aun pecadores, están los reos indefensos y no concibo honor alguno en dar tormento a quien no se puede defender. Muy al contrario, se me antoja vileza indigna de hombres de bien y tan grande afrenta a la bondad de Dios y a las cristianas enseñanzas que no me explico cómo hace uso de ello nuestra Santa Iglesia, si no es porque a fin de cuentas hombres son también nuestros prelados, y pecadores por tanto.

Mas cuando oí los gritos del señor Moguacainambó, supe que todo tiene su límite y que habíamos topado con el de nuestra codicia. Dejé la guardia junto a la puerta y corrí donde el Chanchu a la par que gritaba: ¡Teneos ya, que éstas son obras de villanos! Alzó el Chanchu la daga encandilada ante mis ojos y respondió: ¡Teneos vos, tonelero, si no queréis que aquí mismo os abra el gaznate! ¡Mucho hemos pasado por llegar hasta el oro y no van a ser un cacique necio y un tonelero medroso quienes me impidan triunfar en esta empresa! Y pensad bien con quién estáis y a qué causa servís, porque no habré de consentiros ningún otro desmán. Echó mano Domingo a su espada y yo dejé la mía quieta, que nada tenía que hacer ante quienes sabían hacer uso de ella mucho mejor que yo. Me volví a la puerta con el orgullo pisoteado y el corazón oprimido por los nuevos gritos del cacique y por mi cobardía.

El señor Moguacainambó sólo era un hombre, hecho de débil carne como todos, y no tardó en decir cuanto se le pedía. De ese modo supimos que la morada del Yucemí estaba junto a la fuente en que nacía un pequeño río, de nombre Jalique, que vertía sus aguas en el Bao, monte arriba.

Tomó el Chanchu al cacique de un brazo y le hizo levantarse, lo que arrancó nuevos gritos de su boca pues las plantas de sus pies eran una pura llaga. Lo llevó hasta la puerta y le hizo decir a su pueblo que nada debían hacer si no querían que allí mismo le diéramos muerte. Hubo palabras de los consejeros mitaínos, que al pie de la cabaña daban gritos amenazadores, pero al fin se avinieron a cumplir la orden del cacique y se hicieron a un lado para dejarnos paso. Partimos llevando con nosotros al señor Moguacainambó y a sus dos esposas, que apenas podían soportar la carga de la pesada culebrina, mas cuando nos hubimos alejado un buen trecho del poblado y vimos que ningún indio nos seguía, tal como había mandado el Chanchu, hicimos un alto para que Martín y Lope portaran la culebrina, y acordamos dejar al cacique atado a un árbol, pues no podía andar y no hacía sino retardar nuestro paso. Mejor será que nos llevemos a sus esposas, dijo Domingo, que no había apartado sus ojos de las dos mujeres en todo el camino. Dijo el Chanchu que bien le parecía guardar cautivos y así lo hicimos. Cuando ya íbamos a partir y estaba el señor Moguacainambó atado a un grueso árbol, dijo éste que no era menester que nos llevásemos a sus esposas pues no iba a mandar a sus guerreros tras de nosotros. El Yucemí decidirá cuál ha ser vuestro destino, dijo, pero el Chanchu mandó llevarse a las mujeres.

Mientras seguíamos el curso del río Bao, sentía mi corazón dolorido porque atrás dejaba a la mujer cuyo amor anhelaba, y eran tantas las ofensas acumuladas en tan pocas horas que se levantaban cual insalvable muralla entre ambos, y ni el más loco sueño alumbraba la esperanza de que algún día pudiéramos dar cumplimiento a ese amor nacido sin palabras. Había perdido mi bien todo aun antes de tenerlo, ¿cabe mayor desdicha? Ni el consuelo de lo vivido me quedaba. Y cada vez que miraba a las mujeres que caminaban llorosas a mi lado, me preguntaba por qué no había tomado por cautiva a Nagala para así tenerla conmigo, y tales pensamientos me avergonzaban, pues no es con fuerza ni engaño como quiero ganar su amor. Mas la desesperación torna al hombre mezquino.

Llegamos al río Jalique y seguimos su curso por la ladera de un monte hasta un valle alto y largo, de verdes prados rodeados de árboles. El caudal del riachuelo menguaba según nos acercábamos a su origen, y sus aguas corrían rumorosas y cristalinas entre juncos y matorrales. Cuando llegamos al final del valle, vimos que se levantaba una pared rocosa ante la que había un estanque de aguas clarísimas: era el nacimiento del río Jalique. El agua, que surgía del fondo del estanque y borbotoneaba en la superficie, tenía un sabor amargo pero hacía calor y todos agradecimos su frescura. Martín se acercó hasta el pie de la pared rocosa y nos llamó a voces: ¡Venid a ver la verdadera fuente! Se había subido a un pequeño promontorio de rocas que allí había. Las piedras estaban muy desgastadas y eran resbaladizas. Una vez sobre ellas, vi que en la cima misma del promontorio se abría un gran agujero en la roca. Era redondo y de bordes cubiertos de verdín, y formaba un pozo de unos ocho pies de hondo cuyas paredes se metían hacia dentro, cual si formaran un embudo al revés, de tal manera que era seguro que quien allí cayera no hallaría modo alguno de salir si no se le ayudaba. El pozo estaba lleno de agua y en él se reflejaban el límpido azul del cielo y nuestros rostros asombrados. ¡Mirad, hay peces!, dijo Martín y todos vimos cómo un oscuro pez del tamaño de una trucha atravesaba las aguas y se hundía en sus profundidades, que prometían llegar hasta el mismo corazón de la tierra.

Pero no fue aquélla la única visión que vino a sorprendernos. A un lado del pozo se alzaban dos magníficos árboles, saciados sin duda en sus humedades, y algunos matorrales encrespados. Fue Luis de Torres quien nos alertó que tras ellos había alguien. Oímos ruido de pasos, salimos en su persecución y descubrimos que detrás de matorrales y árboles se abría la boca de una gran cueva en cuyo interior temblaba la luz de unas antorchas. A la entrada de la cueva, las rocas formaban lo que parecían dos formidables columnas, mas no se veía en su talla la mano del hombre. Del interior de la cueva salían voces.

Mandó el Chanchu que Lope y Martín se quedaran en la entrada con las esposas del señor Moguacainambó, para su custodia, y los demás nos adentramos en la oscuridad de la cueva mientras a nuestras espaldas también moría el día. El interior de la cueva era de techo alto y formaba un túnel ancho por el que bien podían andar cinco hombres tomados del brazo. Junto a las paredes se veían algunas vasijas que mostraban ser aquélla morada de hombres. El túnel, que giraba hacia la diestra, nos condujo hasta una gran sala en cuyas paredes ardían dos antorchas y en la que cinco indios murmuraban en su lengua, con tal comedimiento y pena que no se sabía si hablaban o sollozaban. Pronto vi que todos eran mujeres, aunque éstas, cosa rara entre los indios, vestían unas pequeñas faldas blancas que nada tapaban. Las había de corta edad, mas una de ellas era ya vieja y parecía tener autoridad sobre las demás, pues mientras aquéllas estaban arrodilladas junto a unos tablones y algunas cajas que se apilaban al fondo de la sala, ella permanecía en pie frente a nosotros, cual si nada temiera de nuestra presencia.

La salmodia de las indias daba a la cueva el recogimiento de una capilla, y el eco de sus voces sobrecogía el ánimo y ahuyentaba las palabras. Permanecimos en silencio, hasta que el Chanchu dijo a Yabogüé que preguntara a las indias si sabían dónde se hallaba la morada del Yucemí. Mas no tuvo ocasión nuestro guía de traducir a su lengua la pregunta del Chanchu porque una voz de hombre vino a sobresaltarnos. Era una voz cansada y ronca, que dijo en lengua portuguesa: Malvenidos al Paraíso, esclavos del oro.

No sé decirte, hermano, qué idea pasó por las cabezas de mis compañeros, mas yo sentí tal desconcierto que casi tuve que pellizcarme para saber si todo ello no era más que un sueño. Sobre el tosco lecho que formaban las cajas apiladas, y cubierto de paños, yacía un hombre blanco, ya anciano, con el rostro comido por luengas barbas, al igual que todos nosotros, y los ojos brillantes como ascuas. Se oía el fuelle cansino de su respiración y sus brazos y piernas eran delgados como cañas. La muerte asomaba ya bajo su piel lechosa y su cuerpo olía a enfermedad, con tal intensidad que podía percibirse a varios pasos de distancia, aquejado a buen seguro de algún mal desconocido para nosotros, acaso una nueva y terrible peste como la que cuentan que diezmó Bermeo en tiempos de nuestro Rey Alfonso el Justiciero.

Me adelanté hasta su pobre lecho y le pregunté quién era, y me respondió: Yucemí daca; que en lengua de los indios quiere decir soy el Espíritu Blanco. Le dije que ése no era nombre de cristiano y me respondió de nuevo en lengua portuguesa que él ya no lo era. Me miró un rato y dijo: Si os hace más feliz, sabed que en otro tiempo me llamé Álvaro Almeyda, mas eso no importa ya. Después volvió a descansarla cabeza sobre su lecho y cerró los ojos. Temí que hubiera muerto, pero su respiración fatigada mostraba que aún le quedaba vida. ¿Éste es el poderoso Yucemí?, bramó Domingo, con la boca contraída de furia. ¿Por esta piltrafa tanto sufrimiento y tantos desvelos? ¡Por Dios que alguien va a pagar tamaño embuste! Y echando mano a su espada se fue al viejo y allí mismo le hubiera atravesado si yo no se lo hubiera impedido y si el Chanchu no le hubiera mandado, con gran enojo, que se apartara de él. Antes de hacerlo, tomó Domingo el rostro del viejo con su mano y le zarandeó hasta que abrió los ojos. ¡Óyeme, viejo idiota, dime dónde escondes el oro, si es que lo tienes, o te arranco el corazón!, le gritó, pero el Yucemí sonrió y dijo: ¿Vais acaso a librarme de esta agonía? Hacedlo si os place, que yo no tendré sino gratitud por vuestra buena obra.

Retiróse Domingo, cual perro apedreado, y yo tomé asiento al pie del lecho del Yucemí. Estaba muy cansado. Otro tanto hicieron los demás, cada cual buscó el rincón de su gusto y se sentó como si el peso de todo lo vivido le doblara la espalda. Mandó el Chanchu que entraran Martín, Lope y las dos esposas del señor Moguacainambó, y fue Domingo a la entrada de la cueva, para hacer la guardia.

El Chanchu estaba sentado lejos del Yucemí y su rostro no mostraba la determinación de otras veces. Pregúntale dónde está el oro, me dijo, mas yo vi que en su mirada había miedo. ¿Qué os sucede?, le pregunté e hice ademán de levantarme, mas él echó mano a la espada y me gritó que no me moviera. ¿Por qué me tratáis así?, ¿qué mal he hecho?, dije yo; pero no fue menester que me respondiera pues supe de repente cuál era la causa de su miedo: ¿Teméis que me haya infestado con su mal? Pero si apenas le he rozado… ¡Con menos he visto yo caer en las garras de la peste a hombres más fornidos que vos!, me respondió. Pero Domingo también le ha tocado, murmuré apesadumbrado. Por eso está de guardia en la entrada, dijo el Chanchu, y ahí se va a quedar hasta que sepa qué hacer con él. Me di cuenta entonces de que todos se habían sentado lejos del enfermo y de mí. Pero yo estaba cansado, hermano, cansado y solo, empujado por mis propios compañeros a los brazos de la muerte.

Durante la noche me despertaron horribles mampesadillas en las que sentía todo el cuerpo cubierto por las bubas de la peste. Me despertaba muerto de miedo y empapado en sudor. Y cada vez que abría los ojos, veía que dos de mis compañeros vigilaban tanto la entrada de la cueva como a las mujeres que cuidaban al Yucemí, a las que tampoco dejaban acercarse a ellos. Bien entrada la noche, oí grandes gritos y amenazas, y comprendí que Domingo acababa de conocer su desventura.

Así transcurrió también la nueva jornada. Domingo fue obligado a punta de espada a sentarse cerca del lecho del Yucemí, y de nada le valieron sus quejas. Si no estáis infestados nada debéis temer, dijo el Chanchu, pero si lo estáis evitaremos caer todos enfermos. ¿Y cuánto tiempo debemos seguir así?, preguntó Domingo. Hasta que no haya duda alguna, respondió el Chanchu, y no voy a irme de esta cueva sin llevarme el tesoro que ese viejo moribundo a buen seguro tiene escondido, porque si como a un espíritu le tienen los indios, aunque no sea más que un portugués, como tal le habrán tratado.

A mediodía, el Yucemí abrió los ojos y me miró con asombro, cual si no recordase nada de lo acaecido el día anterior, mas pronto brilló en ellos la luz del reconocimiento. Aún seguís aquí, castellano, me dijo, sois un loco porque sin duda habréis de infestaros y vais a pagar muy cara vuestra codicia. Le dije que no estaba allí por mi voluntad y le referí los temores de mis compañeros. Mudable fortuna la vuestra, me dijo, aunque no soy yo quien más derecho tiene a deciros esto, pues la mía ha mostrado ser la más caprichosa y traicionera de cuantas en el mundo hay.

Me contó entonces que había nacido en el Sur de Portugal, en la villa de Lagos, y que su oficio era el de marinero, como imaginaba sería el mío; por ello entendía el castellano de la misma manera que yo entendía el portugués. ¿Y vos, de dónde sois?, me preguntó y cuando le respondí que de Bermeo dijo: Brava gente, los vizcaínos, y bien se batieron contra nosotros en la guerra que nuestro Rey Don Afonso V libró con los castellanos partidarios de Doña Isabel de Trastámara. Y dijo que había tomado las armas de Portugal en aquella guerra y bajo sus estandartes había entrado en la ciudad de Zamora y luchado en la terrible batalla de Peleagonzalo, cerca de la villa de Toro, en donde fueron vencidas las huestes portuguesas. A poco de terminada la guerra, en el año de Nuestro Señor Jesucristo de mil cuatrocientos y setenta y siete años, se enroló en la nao Santa Cristina con rumbo a la Guinea, pero un fuerte temporal la arrastró por la mar Océana durante dos semanas, al fin de las cuales se hallaba tan lejos de la costa de Guinea que el capitán, Don Joáo Silves, mandó seguir rumbo a poniente, pues bien sabía que otros marinos habían avistado tierra más allá. Así se hizo, pero con tan mala fortuna que una nueva tempestad vino a desarbolar la nao y a estrellarla contra los arrecifes que cercan estas tierras. Tan sólo Don Joáo Silves, el marinero Gilberto Souza y él mismo, Álvaro Almeyda, salieron con vida del naufragio. De modo que llegué náufrago a estas costas, dijo el Yucemí, pero con un tesoro en mis manos: un tonel de pólvora que habíamos salvado de las olas. Durante dos jornadas, estuvieron los tres en la playa por ver si algún otro había conseguido ganar la tierra, pero sólo vieron llegar desde el mar unas canoas llenas de indios que mostraron no ser tan pacíficos como los que acá habitan.

Esos indios se llaman caribes, me dijo, y vienen de otras islas para hacer la guerra a los indios de ésta, porque esta tierra es una gran isla y no tierra firme como puede parecer, y son muy feroces guerreros que tienen la más bárbara de las costumbres, pues se comen a sus prisioneros. Yo bien lo sé pues entre sus dientes acabaron sus días mis dos compañeros de naufragio. Después de escapar de los caribes, hice buen uso de la pólvora para que los indios de la selva, que me habían tomado por uno de los dioses de sus profecías, vieran en sus truenos la señal de mi poder. Así me convertí en el Yucemí y lo soy de tal manera que bien puedo decir que Álvaro Almeyda hace años que ha muerto.

Quiso saber entonces cuántos años habían pasado desde que la tempestad le trajo a estas tierras, y al oír que eran dieciséis me hizo callar con un gesto de la mano y dijo: Pensaba que eran muchos más. Después quedó en silencio.

¿En verdad guardáis un tesoro?, le pregunté pasado un rato, pues viéndole así yacer, pobre y harapiento, era difícil creerle en posesión de riqueza alguna. ¿Aún seguís soñando con el oro?, me dijo, ¿aún no habéis entendido que nada vale? Miradme, ¿veis en mí a un hombre rico? Pues sabed que tengo tanto oro que sería la perdición del más santo apóstol. ¿De qué me vale? Durante años he atesorado el oro que los indios me traían y hoy veo que su valor es pura apariencia. ¿Sabéis que los indios dicen que el oro es mi alimento? No os riáis, que no están descaminados, mas su error es confundir alimento con veneno. Qué otra cosa creéis que harán en este mismo momento en tierras de Castilla, de Flandes o de la Berbería sino matarse a espada o a hambre, que viene a ser la misma cosa. Juntar riquezas que no bastaría una vida para derrochar, armar nuevas guerras por estos prados o aquéllos, enviar corsarios que roben como ladrones para los poderosos lo que éstos acapararán como hombres de bien. Qué otra cosa habrá sino miserias y enfermedad y violencias y razones muchas que al final son una sola, a saber: que es menester la desdicha de muchos para que unos pocos disfruten de las riquezas de esta vida. Y con tal principio, todo se remueve y acomoda a la conveniencia de prelados, nobles y reyes, ya sean tributos, armadas o religiosas creencias.

Después de tan amargas palabras, calló de nuevo y ya nada dijo en todo el día. Pasó el tiempo con desesperante lentitud, pues el Chanchu mandó hacer acampada a la entrada de la cueva y en ésta ya sólo quedamos el Yucemí, sus sirvientas, Domingo y yo. Mas hállase Domingo en tal estado de postración que nada dice ni hace, sino buscar a las sirvientas mozas, que gritan y huyen de él, como si esa lujuriosa caza pudiera consolarle del miedo a la muerte. Y así han pasado dos jornadas más, sin que el Yucemí haya vuelto a decir palabra y sin que los demás consientan en dejarnos salir. Al atardecer han comenzado las fiebres: es la llegada de un mensajero esperado.

La noche es fría y siento que me pesa el cuerpo cual si fuera de plomo. Hace rato que no oigo la respiración del Yucemí, pero no tengo fuerzas para levantarme y ver si ha muerto. Domingo llora como un niño y las indias siguen con sus cantos. Tal vez esta cueva sea la puerta de los infiernos y sus llamas ya queman mis entrañas.

Ha venido el Chanchu y ha dicho que está muerto en la cueva y que tengo el oro y yo he jurado que no he de consentir que padre muera en la miseria y si es menester iré en busca de fortuna hasta el fin del mundo. Y ahora estoy solo y oigo a un niño que llora y no sé.

Estoy vivo, hermano, y ese solo hecho es ya raro milagro. Mas es tal la bondad del Señor que esta vida otorgada la he vivido por más de tres meses entre gentes tan benignas y en tierras de tal abundancia y belleza, que bien podría decir que morí en la cueva del Yucemí para renacer en el Paraíso. Son más de cien días que nada te escribo. Tal vez sea que la felicidad hace al hombre perezoso, pero la dicha, aun la más duradera, es siempre efímera y Fortuna gira su noria sin que le preocupe si del río del tiempo saca alegrías o tristezas. Así, es menester que deje ahora este Paraíso en castigo por mis pecados, como hubieron de dejar el Jardín del Edén nuestros padres, Adán y Eva, tras ofender gravemente al Señor, y no sé cuántas jornadas más habrán de pasar hasta que pueda escribirte de nuevo y aún si podré volver a hacerlo, pues son muchos los peligros que me acechan. Mas no quiero partir sin escribirte antes de la felicidad que me colma y de estas gentes, que me han devuelto bien por mal. Y, sobre todas las cosas, no quiero partir sin hablarte de Nagala.

Los delirios de las fiebres no me dejaron terminar de referirte el final del Yucemí, pero no impidieron que viera cómo aquellos a los que yo creía mis compañeros nos abandonaban en la cueva, en tan lastimoso estado. Oí al Chanchu decirme que no podían llevarnos con ellos y que, pues el Yucemí había muerto sin revelar el escondite de su tesoro y rondaban ya los indios del señor Moguacainambó por el estanque, debían partir sin demora si querían llegar a la mina del señor Caonabó. Mala suerte te acompaña, compadre, me dijo el Chanchu, y al poco dejé de oír sus voces y me vi a solas con un muerto, cinco mujeres a las que poco parecía importar cuál fuera mi destino y Domingo, que ya nada decía y cuyo cuerpo temblaba como las hojas de los árboles en el vendaval. Recuerdo que la cueva me parecía cada vez más oscura y que pensé que los indios me darían muerte sin piedad cuando entraran en ella. Después ya no recuerdo nada.

Cuando me desperté, sentí el roce frío de un paño mojado sobre mi frente. Abrí los ojos y encontré los ojos de Nagala, sus grandes ojos como almendras, oscuros y brillantes. Fue cual si acabara de despertar de aquella primera noche en el poblado del señor Moguacainambó, cuando iguales paños limpiaban el sudor de nuestros rostros cansados. Fue cual si los terribles hechos que después se obraron nunca hubieran existido, como si los tormentos del cacique y la muerte y la cueva del Yucemí no fueran sino mampesadillas, frutos de la fatiga. Pero mi cuerpo dolorido y todavía enfermo me recordó que todo era verdad y que tal vez el sueño fueran aquellos ojos como almendras que me miraban con una dulzura que yo no merecía.

Muchos días estuvo Nagala junto a mi lecho, mientras mi cuerpo recobraba fuerzas, cuidándome con amorosas maneras y aun faltando a sus deberes para con los suyos. Pronto comprendí que me hallaba de nuevo en la casa del noble Banachió y, por razones que ni siquiera imaginar podía, los indios me habían acogido en su poblado y sanado mis males. Como apenas sabía decir unas pocas palabras en su lengua, con nadie podía hablar pues no se hallaba Domingo conmigo. Logré por fin hacerme entender con muchos gestos y supe que Domingo había muerto en la misma cueva o quizá le habían dado muerte los indios. Mas lo cierto era que estaba solo entre aquella gente que tantos motivos tenía para odiarme y que aún así me colmaba de atenciones.

Di buen uso a las muchas horas que había de permanecer en el lecho y así aprendí de Nagala las sencillas maneras de su lengua y muchas de sus palabras, y quiso ella aprender también palabras de la mía, pues mucho le hacía reír decir cosas que ni a ti ni a mí nos mueven a risa, hermano, palabras como casa, hombre, cielo o árbol. Mas había una que amaba sobre todas las otras y ésta era la palabra Bermeo. Yo le había dicho que el yucayeque donde había nacido y donde todavía vivían mis padres se llamaba Bermeo. Le dije cuánto amaba sus montes cubiertos de árboles, el valor de sus hombres, la bondad de su cielo, rico en aguas y vientos, y el ronco canto del mar en sus acantilados. Y, tan cierto como que ella nada podía conocer de mis palabras, vi en sus ojos que me había entendido con esa sabiduría del corazón que ve allá donde los ojos no alcanzan, y habla su propia lengua sin que precise de las palabras.

Y durante esas jornadas de tantas enseñanzas, hice además buen uso de la atalaya de mi hamaca para espiar el cuerpo de Nagala, cuya desnudez cada vez más me turbaba. Aprendía las palabras de su lengua y aprendía las formas de su cintura, sus anchas caderas, sus tetas suaves y redondas como frutas, sus cabellos crespos, su boca jugosa cual melón, sus manos formadas en el trabajo y el vello de su concha, que se me hacía el más tentador de los manjares. Y al así mirarla, cuando ella se atareaba en faenas de la casa o escurría sobre una vasija los paños que después aplicaba a mi cuerpo cansado, tan cierto como que la noche sigue al día es que tal era cual si la desnudara, por más que desnuda ya estuviera. Pues si ella me había vencido de amor con su mirada, ahora conquistaba yo con mis ojos cada condado de su cuerpo.

Pero tal era el ardor de esa conquista que por fuerza habría de incendiar mis bosques y así, una noche, mientras ella limpiaba mi cuerpo una vez más con el frescor de un paño empapado, dio mi turbación en proclamar mis deseos de forma tan manifiesta que hubiera debido ella estar ciega para no ver que era varón. Mas no mostró remilgo ni temor alguno, sino que tomando en sus manos la bandera de mi pasión se vino a la hamaca con tan dulces caricias que toda la noche pasamos en gozo encendidos.

¡Mágica pócima es el amor, hermano! Pues desde aquella noche, Nagala me concedió sus favores con tal devoción que a mí volvieron las fuerzas cual si nunca hubiera estado enfermo, milagro tan raro como el de mi propia vida, pues con cada luna hacía derroche de mis recobradas fuerzas cual si las reservas de mis manantiales no hubieran nunca de agotarse. Mas también en amores había de enseñarme Nagala las virtudes de su lengua, pues me decía al oído yumachichi, que en su lengua quiere decir mi corazón blanco, y guiaba mi deseo como jinete experto, reteniendo el trote por no fatigar la montura y poder hacer así el camino más largo. Y era tal el goce de cada cabalgada, que las más de las veces rompía ella a gritar o a llorar, con esas lágrimas y gritos que sólo ahora sé arranca el amor cuando está libre de temores.

Cuando tuve fuerzas para valerme por mí mismo, quise acudir donde el señor Moguacainambó para mostrarle mi gratitud y poner a su servicio mi espada. Vino Nagala conmigo y con ella su padre, el noble Banachió, que ningún reparo había puesto a los amores de su hija, pues es costumbre entre los indios que los jóvenes yazcan juntos antes de contraer matrimonio, y aún más: aquellas mozas que no han tenido conocimiento carnal antes de la boda son tan mal consideradas por su familias como lo son, en nuestra patria, aquellas mujeres que otorgan sus favores fuera del matrimonio.

Me recibió el señor Moguacainambó a la puerta de su cabaña y pude ver que aún no estaban las heridas de sus pies sanadas, pues hubo de ser ayudado por dos indios naborías hasta que tomó asiento en su dujo. Hinqué mis rodillas en el suelo y pedí perdón por tanto mal como había causado, mas él me hizo levantar y me dijo que bien sabía cómo había yo intentado librarle de tales suplicios, y que en pago de ese intento me había perdonado la vida, muy al contrario de lo sucedido con Domingo, a quien sus guerreros habían recogido también en la cueva del Yucemí, pero al que habían abandonado a su suerte, devolviéndolo a la cueva para que allí muriera, tal como había sucedido.

Mostré yo mi gratitud por tales hechos, pues siendo yo también cristiano y uno más de la partida que tantos otros desmanes había causado, no merecía tanta compasión. Pero dijo el señor Moguacainambó qué mala cosa era juzgar a los hombres por sus compañías. Y al oír yo tan acordadas razones, pesó aún con más fuerza sobre mí la vergüenza de todas mis obras, pues estos indios a los que llamamos salvajes mostraban la prudencia que tanta falta nos hubiera hecho a nosotros, los cristianos, para no caer en el torrente de la codicia.

Como viera que sus palabras no bastaban para poner fin a mis remordimientos, el señor Moguacainambó mandó que me uniera yo, como un vecino más, a los trabajos del poblado, para así reparar los males que me atormentaban. Mucho agradecí tan justa decisión y desde aquel día fui uno más en la villa.

Durante las muchas semanas que han pasado desde entonces, muchas son las cosas que he visto en estos indios y que mueven a asombro. Y, sobre todas ellas, está su poco afán de riquezas. Pues al contrario de nuestra patria, donde el hombre ha de trabajar hasta el agotamiento para malvivir, en estas tierras el trabajo, aun siendo duro, no busca sino dar los necesarios alimentos a toda la villa y, cuando los hay en demasía, es costumbre hacer grandes fiestas, en las que se invita también a los vecinos de otros poblados, para acabar con lo que sobra. Y si a nadie interesa atesorar, no menos asombroso es ver que los bienes todos del poblado no pertenecen a nadie sino que son de todos los vecinos por igual, que se reparten el trabajo y sus frutos con igual alegría. Con tales costumbres, la codicia es pecado que los indios desconocen y aun les asombra, y ay de aquel que se deje llevar por la avaricia.

Los trabajos del campo son duros pues los indios no tienen azadas y para remover la tierra emplean unos palos largos que llaman coas. De entre todas las raíces, cultivan una por la que sienten gran debilidad, llamada yuca, y para ello plantan varias estacas de esa raíz en cada uno de los montones de tierra que remueven con las coas. Después, de cada estaca nacen dos o tres raíces que se comen hervidas o se usan para preparar las tortas de casabe. Es ésta del hacer el casabe privilegio de las mujeres y aún más dura que las tareas de la labranza. He visto cómo hace Nagala y es esto: toma las raíces de yuca y las ralla con un instrumento que llaman guayo, después vierte las raíces en unas largas mangas hechas en cestería, que cuelga de las ramas de un árbol, cual si fueran vainas gigantes, y luego las retuerce hasta sacar un jugo que la raíz tiene y que es venenoso. Limpia después la papilla de yuca y la pone a cocer sobre un gran plato redondo de barro.

Mas son también muchas las horas que los indios dedican a los juegos y al descanso y a las fiestas, pues mucho aman la danza y la música y toda ocasión se les antoja buena para reunirse en sus fiestas, que llaman areítos. Y de entre los areítos son de mayor importancia aquellos en los que el cacique y sus sacerdotes hablan con los espíritus. En ellos, el cacique toma por las narices unos polvos que le ayudan a hablar con sus dioses, y todo el poblado se reúne ante su cabaña y espera a que los polvos hagan su efecto. Entonces, el cacique levanta la cabeza al cielo y empieza a hablar y, cada tanto, los indios responden a coro a sus palabras, como cuando en nuestras iglesias decimos amén a la oración del sacerdote. Terminada su visión, dice el cacique a sus vecinos lo que el cemí, que es como llaman a sus espíritus, le ha dicho a él sobre los tiempos que están por venir.

Según el tosco calendario que aún me empeño en contar, habría de ser el viernes veintiún días del mes de junio cuando el señor Moguacainambó llamó a todo su poblado a la gran plaza que hay ante su casa, y dio comienzo un gran areíto que, según supe, allí se celebraba todos los años en igual día. Hubo baile y se sacó a la plaza una rara figura que dijeron ser el cemí del cacique, pues los indios tienen muchos dioses que habitan en los árboles del bosque, de igual modo que en nuestra patria cuentan las viejas de los irachos y otros genios que viven en el bosque o cual el gigante Basajaun del que hablaba el abuelo; pero tienen también los indios cemíes que son piedras o figuras y que guardan en sus casas. Cuando hubo tomado el señor Moguacainambó los polvos y hablado con su cemí, dijo a los vecinos que el espíritu le había dicho que venían tiempos de desgracia y de muerte y que las mujeres darían a luz hijos que nunca llegarían a crecer y los bosques se llenarían de tristeza y los ríos de sangre. Y yo tengo a fe que hemos sido nosotros, caro hermano, los heraldos de tan negra profecía.

No son los indios gentes que se dejen ganar por la tristura. Se hicieron muchos sacrificios de hutías y de lagartos que llaman iguanas, cuyas carnes son muy sabrosas, para aplacar a los dioses, y pronto las profecías del cacique fueron olvidadas. Mas, hace dos días, oí gran vocerío en el poblado y salí de la casa del noble Banachió por saber qué acaecía, y vi llegar a un cristiano vestido con harapos que los indios traían a golpes y empujones. Cuando estuvo frente a la casa, me vio y gritó mi nombre pidiendo socorro. Bajé hasta él y le aparté de los indios que, viéndome llegar, se hicieron a un lado. Aquel hombre de aspecto miserable y rostro comido por las barbas era Luis de Torres.

Le llevé conmigo a la casa del noble Banachió y rogué a éste que dijera al señor Moguacainambó que nada hicieran al cristiano, pues no era hombre de armas y ningún mal podría hacerles. Se avino el noble a presentar mis súplicas a su señor y, mientras, Luis de Torres se dejó caer sobre una hamaca. En su rostro había desaparecido el miedo y ahora me miraba con burla.

¡Compadre, parecéis un indio!, me dijo y no le faltaba razón pues ya hacía tiempo que me había desprendido de mis ropas y andaba desnudo como los indios. Bien sé que te habrá de parecer gran pecado y cosa de loco, hermano, pero no sentía pudor alguno en mi desnudez y puedo decirte que es placer nunca visto caminar bajo el sol y sentir su calor sobre la piel desnuda. Reí su burla y le pedí que me refiriese cuanto había sucedido desde que me abandonaran en la cueva del Yucemí. Rompió Luis de Torres en lamentaciones y súplicas, rogándome que le perdonara por dejarme allí, mas yo le dije que ningún rencor guardaba y que mejor haría en decirme dónde estaban los otros.

¿Los otros?, me dijo, ya no hay otros, compadre, que a todos los han muerto los indios del señor Caonabó. Por sus palabras supe que, después de partir de la cueva del Yucemí, se dirigieron a través de las montañas hacia el reino del señor Caonabó. Tras mucho penar, allí llegaron, pero fue grande su enojo al ver que antes que ellos habían llegado Don Rodrigo de Escobedo y los suyos, que habían ofendido ya tanto y tan gravemente al señor Caonabó que a todas horas habían de tener vigilancia, pues los indios andaban al acecho movidos por la venganza. Don Rodrigo había hallado la mina de oro, que era un arroyo que bajaba de la montaña y arrastraba granos de oro como avellanas. De nada sirvieron los buenos propósitos, pues la visión del oro parecía haber vuelto locos a todos y pronto hubo reyertas, en las que el Chanchu dio muerte a Pero Gutiérrez, y se siguió un combate donde muchos murieron y los que no lo hicieron a manos de cristianos lo hicieron a manos de los indios, pues éstos atacaron una vez que la guerra entre cristianos hubo terminado.

Sólo Yabogüé y yo logramos salir con vida, dijo Luis de Torres, pero los indios nos persiguieron por la selva durante días en los que ni dormir podíamos, porque el miedo nos robaba el sueño. Por fin, junto a un río que llaman Jenique, nos sorprendieron los guerreros del señor Caonabó. Yo me arrojé a sus aguas, aun a riesgo de perecer ahogado, pero Yabogüé fue capturado y allí mismo vi cómo le daban muerte de tal manera que estoy seguro que cuando su alma abandonó su cuerpo hubo de hacerlo con alivio. Desde entonces he vagado por la selva hasta que al fin he llegado aquí.

Cruel era la historia de Luis de Torres, digna de la crueldad de nuestras obras. Mas yo no podía evitar sentir el dolor de aquellas muertes, por más que hubieran sido aquellos hombres los que me habían abandonado a un destino horrible. Y mi pena se hizo inquietud cuando Luis de Torres me dijo que el señor Caonabó había jurado librar su tierra de dioses blancos, y que se disponía a atacar la Villa de la Navidad.

Hemos de ponerles sobre aviso, dije yo y Luis de Torres me miró cual si me hubiera vuelto loco. Y dijo: ¡Id vos si queréis! Nada debo yo a Don Diego, que a buen seguro habrá de ponerme en manos de la Inquisición cuando retorne el Almirante. No, compadre, yo no voy a ir a la Villa de la Navidad para ponerme la soga al cuello. Veo que os han tratado bien los indios, loco seréis si partís. Yo me quedo y puedo juraros que no habrán de dar conmigo así remuevan cielo y tierra.

De nada valieron mis razones ni mis súplicas, pues el converso tenía firme determinación de hacer de estas tierras su refugio y no parecía importarle la suerte de los hombres de la Villa de la Navidad. Abandoné pues mis ruegos.

Esta mañana he dicho a Nagala cuál es mi propósito, y ella me ha respondido que nadie puede vivir la vida de otro y que yo debía elegir mi destino, mas si partía y no había retornado al poblado en veinte lunas, ella misma iría en mi busca. Y ha dicho también que nada debía temer yo pues todos decían que el Yucemí no había muerto sino que moraba ahora en la fuente del río Jalique y sus aguas, vertidas en el Bao, me llevarían sin peligro hasta la mar. Mucho me han confortado sus palabras y muchos han sido los besos con que he cubierto su rostro.

¿Andáis en amores con esa india?, me ha preguntado entonces Luis de Torres, que no ha quitado oído de cuanto hablábamos, y yo le he dicho que es señora más digna de amores que cuantas mujeres he conocido en mi vida, que no han sido pocas, y sólo el temor a perderla hace flaquear mi determinación de partir, pues una mujer así forzado es que sea codiciada por muchos.

Ella me ama, bien lo sé, mas son tantas sus gracias que no se me alcanza qué han visto en mí sus ojos para hacerme digno de ellas. Y se me pasan los días entre gozos y temores, que otros hombres hay más cabales y sobrados de valor que yo, eso es seguro. Y siendo ella india, ningún reparo tendrá en yacer con los suyos.

Y Luis de Torres me ha respondido: ¿Teméis encornudar sin mediar casorio? ¡Mucho habéis de amarla o sois bien tonto!

Y es verdad, hermano, que la amo y que su amor me persigue con muy dura guerra. Mas he de partir para dar aviso a los míos, aunque ello me rompa el corazón. Ya sabes lo que dice el villancico: mejor es penar sufriendo dolores que estar sin amores. Y mucho habré yo de amar pues muchas son hoy mis penas.

Ahora sé, hermano, que mi destino estaba escrito y que no conduce al Paraíso. He atravesado la selva y navegado ríos furiosos en una frágil canoa hasta llegar aquí, a la Villa de la Navidad, pero no he encontrado más que odio y enemistad. Y es tal el cuento de mi retorno que no tengo ahora fuerzas para contártelo. Al fin y al cabo, ¿qué importa? Mis esfuerzos han sido vanos y de nada sirve recordarlos. Ya estoy entre los míos, mas sólo me aguarda el castigo de mis pecados porque en la Villa de la Navidad no hay lugar ya para otra cosa que el miedo y la venganza.

He llegado hoy, lunes dos días del mes de septiembre, poco antes del mediodía, y he visto que de las cinco cabañas que levantamos sólo dos siguen en pie. A buen seguro el huracán, que es como los indios llaman a una tempestad de vientos que arrancan de cuajo los árboles más robustos, del que me ha hablado el señor Mayamorex a mi paso por su aldea, se ha cebado en la Villa. Aquí todo es desolación. Donde yo esperaba encontrar una partida numerosa y bien armada, no he hallado más que a Don Diego de Arana y otros cuatro hombres: Maestre Juan y Maestre Alonso Rascón, el sastre Juan de Medina y el bueno de Diego Pérez, que todavía se afana en dar vida a una huerta que tiene pocas bocas que alimentar.

Me ha preguntado Don Diego dónde se hallaban los demás y he sabido que, tras nuestra partida, Alonso de Morales y otros dieciséis hombres abandonaron la Villa sin que volviera a saberse de ellos. Le he dicho que todos han muerto, pues juré antes de partir del poblado del señor Moguacainambó que a nadie diría la verdad sobre Luis de Torres. Le he dicho también que el señor Caonabó viene hacia la Villa con sus guerreros y Don Diego ha mostrado gran enojo por mis noticias y me ha dicho que nada creía de cuanto le había referido pues ningún traidor es de fiar. No habréis de lavar ahora vuestros pecados aparentando una lealtad que tan gravemente habéis traicionado, ha dicho y ha mandado que se me tomase prisionero. Mas no habrían de ser Maestre Juan y Maestre Alonso, ya viejos, ni el gordo Juan de Medina quienes tal hicieran, de modo que mi amigo Diego Pérez se ha convertido en mi carcelero, y me ha llevado hasta una de las cabañas en la que ahora estoy encerrado, escribiendo esta carta que es toda mi compañía.

No sé cuánto tiempo he dormido, pero ya ha caído la noche. He vuelto a soñar con el sastre, el gordo Juan de Medina, que venía a traerme un jubón nuevo de color amarillo. Yo me lo ponía y la tela era suave y fresca. Se oía entonces la voz de Nagala que me llamaba en la noche y yo quería ir en su busca, mas el jubón había cambiado y era pesado y duro, al punto que ni moverme podía: era un jubón de negra madera.

Me he despertado con el miedo cogido al corazón y he salido de la cabaña. Ante ella arde una hoguera y Diego Pérez hace la guardia en la estacada del fuerte. La noche discurre lentamente, bajo una techumbre de estrellas que iluminan la playa con luz de plata. Siento en el pecho la ausencia de Nagala, me faltan su calor de animal dormido, la ternura de sus labios, el olor de su piel. Debo reprocharme a cada rato estas ansias de correr a su lado, de dejar atrás las miserias de este fuerte que no nos protege de nuestras locas ambiciones sino que parece encerrarnos en ellas. Mi corazón se impacienta, caro hermano, por la dura libertad que sólo he encontrado en la espesura de la selva donde pájaros sin nombre cantan el amanecer de un mundo verdaderamente nuevo. Una libertad que me embriaga pero que también me asusta. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué lealtad me retiene junto a estos hombres que tienen el miedo pintado en el rostro? Quizá sea el miedo mismo lo que nos ata, quizá sea su indefensión la que me reclama. Quizás entre ellos yo no me siento tan indefenso y tan perdido, tan solo. ¡Dios mío, hermano, qué no seremos capaces de hacer por huir de la soledad! ¡Qué infierno no visitaremos por ahuyentar nuestro miedo!

He rogado a Diego Pérez que me deje caminar por la orilla del mar y le he jurado que ya no me quedan fuerzas ni ganas de huir. Me ha dicho: Id si os place, compadre, que no habré de ser yo quien os haga ningún mal. Y así lo he hecho. He bajado hasta la playa para pasear sobre la arena húmeda, para sentir su beso frío en mis pies descalzos. Después he regresado junto a la hoguera y el dulce recuerdo de Nagala ha apartado mi imaginación de esta carta. Ya sabes de mi gusto por las canciones, aunque nunca he tenido el talento de un versolari, pero esta noche la música de las palabras parece guiar mi mano y he compuesto un torpe poema, a imitación de otro de mi gusto y de mayor talento, para una mujer que quizá nunca llegará a leerlo. ¿No es cosa de locos? Aunque es posible que no lo haya escrito para Nagala sino para mí mismo, para saciar pobremente mi necesidad de ella con la pócima de las palabras. Y, sin embargo, ¡cuánto acrecientan mi sed! ¡Cuan lejos está el amanecer cuando el futuro es incierto! Quiero compartir contigo estos versos antes que el sol de mañana dicte su sentencia. Éstos son:

Cada vez que a mi memoria

vuestra beldad se presenta,

mis penas se tornan gloria,

mis esfuerzos en victoria,

mi morir, vida contenta.

Y se place el corazón

en poder así serviros,

pues este pago en suspiros

lo doy por buen galardón.

Porque sabe mi memoria

que de nuevo os representa,

cómo sus penas son gloria,

sus esfuerzos son victoria,

su morir, vida contenta.

Ahora que los leo de nuevo me pregunto si realmente merezco tal dicha. ¿Cuáles son mis méritos? No habrán de ser la codicia, ni mis cobardías de antaño, ni las violencias de hogaño, ni mi deslealtad primera, ni tantas traiciones y embustes, ni tantos daños… ¿Puede el amor redimir tanto desconcierto? Ruego a Dios que así sea pues no tengo otro mérito, si es que en esta pasión hay mérito mío alguno. Porque es tan grande mi agitación que creo haber perdido todo criterio y ya no sé si peco o glorifico al Señor cada vez que me huelgo en el cuerpo de Nagala. ¡Ya sé, hermano, ya sé, ya sé! Es como si te oyera hablar. ¿Me estarás hablando ahora, allí, tan lejos? ¿Estarás rezando por mi alma atormentada? Sí, ya sé que cuanto escribo suena a sacrilegio, pero es que no puedo ver ya nada como antes lo veía. Algo ha cambiado en mis adentros.

Acabo de oír unos gritos cerca de la estacada. Son voces de indios. Algo sucede y no creo que sea bueno.

Ha sonado un disparo de culebrina. ¡Deberíamos habernos refugiado en el fuerte! Adiós, hermano, ya no hay tiempo. Ha llegado el momento de que nosotros, los bárbaros, seamos expulsados del Paraíso…

Hasta aquí, muy Reverendo y Magnífico Señor, la copia, enmendada por obra del escribano, de la carta de que me hizo legado, entre otros muchos escritos, Don Nicolás de Ovando a su partida, hace ya seis años, y que según dicen fue escrita por uno de los nombres que dejó el Almirante Don Cristóbal Colón en la isla La Española al término de su primer viaje a las Indias. Por las nuevas que contiene doy en pensar que su autor fue un vizcaíno de nombre Domingo y de oficio tonelero, hijo de la villa de Bermeo, pero como no lleva firma no hay manera de averiguar cuál sea la verdad y no faltaron otros Vizcaínos entre quienes quedaron en la Villa de la Navidad. La carta encontróla una partida de gente de armas que acudió recién a apaciguar a los indios de la tierra que llaman del Cibao, que fuera reino del cacique Caonabó a quien Don Alonso de Hojeda puso preso con Hierros pero cuyos parientes no han cejado en su empeño de combatir la autoridad de su Majestad Don Fernando, Rey de Castilla, desde hace años. Y dice el teniente Don Rodrigo de Tudela, capitán de la partida, que encontró la carta en una de las grandes cabañas que habitan, los indios, guardada con otras cosas que mostraban ser también de cristianos: algunos jubones, dos yelmos, una arqueta de recia madera rematada con hierros y un sinfín de cuentas de Vidrio y cascabeles. Como hubo gran desbandada al llegar de la armada, no pudo saberse, qué indio se hallaba en posesión de tales cosas, aunque dice el teniente Don Rodrigo de Tudela que habría de tenerías sin duda en alta estima pues se hallaban en lugar prominente dentro de la casa.

Como Vuestra Merced podrá ver, la carta no ha escapado a la curiosidad y travesura de los indios pues al término de ella hay escritos unos garabatos, pintados sin duda por algún indio tras la muerte del infortunado Domingo Vizcaíno, si tal fue el autor, que poco importa pues, como Vuestra Merced bien sabe, ningún hombre, de la Villa de la Navidad sobrevivió para dar cuenta de sus cuitas al Almirante Don Cristóbal Colón cuando éste, tornó solícito a la isla La Española, diez meses después de que allí los dejara. La mayor parte, de esos garabatos carece, de sentido pero hay algunos que son palabras de nuestra lengua, no sé si por pura imitación o con conocimiento de lo que quieren decir. He creído conveniente copiarías aquí, pues si la letra del autor de la carta es de muy difícil lectura y no exenta de gramáticos errores, aún más lo son tales garabatos. Dicen así: Hombre Bermeo cielo.

Muchos han sido los trabajos que el gobierno de estas tierras nos ha deparado y que han alejado de nuestra atención esta carta durante años, pero juzgo procedente concederle ahora mayor crédito y celo antes que pueda causar algún mal a los cristianos empeños de nuestro gobierno, pues no habrán escapado a vuestra atención los sinrazones que contradicen la doctrina de nuestra Iglesia y que tan prolijamente se exponen en ella. Otrosí, el desdichado fin de los treinta y nueve hombres de la Villa de la Navidad es de sobra conocido hoy por quienes han venido a poblar las Indias para mayor gloria del reino de Castilla y de la Fe de nuestra Iglesia. Y Vuestra Merced no ignora, por las cartas que ya os he referido a propósito de ello, que no faltan en estas tierras hombres como fray Antonio Montesinos, fray Pedro de Córdoba o fray Bartolomé de las Casas que fustigan de palabra a nuestros encomenderos desde el púlpito y no se cansan de pedir justicia para los indios y de afear la conducta de los cristianos hacia éstos, sin que escape a sus alegatos siquiera la autoridad del gobernador de la isla, ni parezcan aplacarles en su enojo las nuevas leyes aprobadas en Burgos, hace poco más de un año. De resultas que el público conocimiento hoy de esta carta, en la que se refieren también males infligidos a los indios de los que no queda otra constancia que esta misma carta y las murmuraciones de los indios, que habrán de ser interesadas, no traería sino nuevas complicaciones al gobierno de estas tierras y daría alas a la elocuencia de los Montesinos que socavan la industria de las Indias a este lado y a aquél de la mar Océana. Os ruego, pues, que destruyáis esta carta o la guardéis celosamente, de manera que de cuanto en ella se dice se haga silencio.

Diego Colón, Virrey de las Indias. A siete días del mes de enero del año del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo de mil quinientos y quince.

Sevilla, veinte días del mes de enero del año del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo de mil quinientos y diez y seis.

Yo, Don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos, visto lo escrito en esta carta y oídas las razones de Don Diego Colón, Virrey de las Indias; para mayor gloria de su muy católica majestad, Don Fernando, Rey de Castilla, y seguridad del reino ordeno se archive esta carta en secreto y que el olvido la guarde.

Cúmplase.