III

Bien pronto comprendí que en aquel galeón nadie era lo que parecía. Su capitán, don Pedro Olea de Zumárraga, se pasaba las horas encerrado en su camarote sin que nada de lo que acontecía a bordo fuera merecedor de su atención. Tan sólo se preocupaba de adular a la hermosa Catalina cuyas náuseas habían sustituido ya al sextante en la gobernación del barco. Falsa galantería, a la postre, pues no buscaba con ella el bien de la hermosa sino su cercanía, y aun ésta más para engalanarse él con su belleza que para servirla. Entre tanto, habíamos perdido de vista a la Armada durante aquella fatídica noche y la demora del capitán en retomar el rumbo me hacía temer que no hubiera ya forma alguna de reencontrarla.

Nuestro estricto escribano había trocado su devoción por el Rey en pasión por las monedas que acuñaba éste, quién sabe si por venerar en ellas el rostro de su señor, mas era cierto que su faltriquera parecía boca de pícaro, siempre abierta de par en par. Ni siquiera la verdad, de la que por su oficio bien podía decirse que era tesorero, estaba a salvo de su voracidad y, como un barco es cual corrala de vecinas en la que nada de cuanto se cuece escapa a las narices ajenas, no tardó en saberse que don Pedro había saciado el apetito de su bolsa de tal manera que el agradecido escribano no había tenido inconveniente alguno en dejar constancia en sus libros de la muy verdadera razón de nuestro abandono de la Armada. A saber: la gravísima enfermedad que había aquejado violentamente a nuestra hermosa pasajera, la cual suplicaba se la dejara en la más próxima tierra pues no quería que la ingrata muerte la sorprendiera en la mar ni que ésta se transformara en su última morada. Y por si no bastaran las mentiras del escribano, también el cirujano, un gaditano llamado Luis de Pontejos, se había prestado a dejar por escrito constancia de la imaginaria enfermedad, tan rara y virulenta, decía, que nada sabía de ella sino que podía ser contagiosa y era, por tanto, muy justa decisión el buscar tierra en que dejar a la enferma, no fuera a infestar a la tripulación toda.

Mas no acababa el mal en estos embustes. Las náuseas del capellán, que nos privó de su compañía en la cena de la que tantos duelos amenazaban derivarse, habían resultado ser hijas del vaivén del vino más que de los meneos marinos. Y de la boca de fray Alonso Espinel había escapado precisamente, junto al indiscreto olorazo a tinto de su aliento, la noticia del negocio que capitán, cirujano y escribano se traían entre manos. Con tales nuevas, se había extendido el descontento por la nave cual mancha de aceite, sin que faltara quien algo tuviera que protestar a cualquier hora del día ni importara ya qué oídos acechasen; pues la voluntaria reclusión de don Pedro tenía las trazas de la mayor cobardía y ya se sabe que al olor del miedo acuden siempre los buitres de la discordia.

Temeroso de que a la llegada a Sevilla se descubriera el enredo, el piloto habíase desentendido de sus tareas, cual si el rumbo de la nave fuera cosa de otro, y proclamaba a quien quisiera oírle que bien sabía él que habría de pagar con su pellejo tanto disparate, pues no sería la primera vez que un capitán atribuyera a su piloto la errónea interpretación de una orden. Así las cosas, el timonel, que gobernaba el galeón desde el recato de la cámara en que está el pinzote del timón, se veía forzado a realizar su labor doblemente a ciegas, pues no sólo no podía ver el mar desde su puesto sino que nadie acudía a orientarle a través de la escotilla que le comunicaba con el puente.

Entre la maestranza, siempre orgullosa de sus habilidades, cundían las frases de ingenio y las muchas chanzas, y no era raro ver a carpintero, calafate y tonelero en animada charla, o escuchar a este último, un vizcaíno de nombre Domingo Pérez, presumir de descender de uno de los hombres que hicieron con el almirante don Cristóbal Colón el primer viaje al Nuevo Mundo, cosa que oponía a las hazañas del famoso tío del capitán pues, decía, «según se rige su sobrino, que sabe más de rezos que de cartas de marear, no debió conocer de don Juan Sebastián Elcano más que el vuelo de su capa camino de la iglesia».

La marinería se daba a las blasfemias cual si el «San Juan de Gaztelugache» fuera nave de herejes y no de cristianos, y corrían de boca en boca las más feroces burlas de nuestra hermosa pasajera que de forma unánime era vista por la tripulación como causante del desconcierto que reinaba a bordo. Y ella, como si quisiera apurar el cáliz del oído de los otros, se prodigaba en cubierta, lozana y radiante, desplegando sus encantos como pasea el rico sus alhajas ante la plebe, indiferente a las envidias y los rencores, en un arrogante acto de autoridad. Ella se sabía protegida y admirada por quienes merecían la atención de sus nobles ojos y poco importaba que tras sus protectores se escondieran la vanidad y la lujuria ni que en nada tuviera ella la dicha de sus devotos servidores, pues la errática suerte de nuestro galeón era su exigido homenaje y el sustento de su alma venenosa. Yo me maliciaba que en ella también había triunfado la mentira, que por doncella se tenía y a buen seguro habría de serlo, mas no por la pureza de sus actos sino, cual sabía yo que era práctica en otras mujeres, por ser casa con dos puertas y maestra en el arte de guardar la principal y franquear la trasera. Estas agrias reflexiones, que no pasaban de conjeturas, se vieron pronto confirmadas cuando pude al fin hablar a solas con Cristóbal Mendieta y éste vino a confesar lo que yo había leído en su mirada: que la amaba y que no era su amor la devoción del poeta por la musa inalcanzable sino la más apremiante pasión de quien conoce los secretos de la carne ajena, sus gozos y sus tormentos.

Le acorralé a preguntas hasta que sus lágrimas pudieron más que sus negativas.

—¿La amáis?

—No, no la amo. No puedo amarla.

—Y aun así, ¿la amáis?

—¡Dejadme en paz!

—La amáis, pardiez, ¿a qué negarlo si lo lleváis escrito en los ojos?

—Nada llevo. ¿Quién soy yo para amarla?

—Pero la amáis, Cristóbal. Decidlo.

—Nunca. No puedo hacerlo.

—¿Por qué calláis si es cierto?

—No, no lo es. Yo no soy nadie.

—Pero lo queréis todo.

—No, sólo quiero ser libre.

—Bonito camino habéis elegido. ¿Esperáis serlo con ella? No sois más que un paje al que usa para saciar su apetito, pobre diablo.

—¡Qué habéis de saber vos! ¡Tened la lengua!

—¿A qué ese enojo si no la amáis? ¿Qué se os da el que sea pura o se entregue a quien le plazca, que yazga o se entienda con quien sea? ¿Sois su capellán, su hermano, su padre o un servidor medroso que la desea y ni siquiera se atreve a decirse a sí mismo que la ama?

—¡Por Dios, Tomás, cerrad la boca y no avivéis más el fuego que me abrasa! ¡Dejadme en paz, os lo ruego!

Cristóbal Mendieta hizo ademán de abandonar mi camarote, donde había conseguido arrastrarlo para poder hablar lejos de la curiosidad de los otros, pero mis palabras lograron retenerlo:

—Esperad, no huyáis, que si os hablo así no es por torturaros, podéis estar seguro de ello. Vos habéis sido testigo del modo en que Catalina echa sus redes y, a qué negarlo, en ellas me tiene preso, como a tantos. Yo lo sé y no me espanto de encontrar allí enredado algún otro pececillo como vos. Nada hay que pueda sorprenderme en una mujer que sólo siendo adorada por todos se siente plena. Ella se alimenta del amor ajeno, pero es incapaz de ofrecer el suyo.

—¡Pero cómo os atrevéis a hablar así! Catalina es capaz de ofrecer un amor sin límites.

—¿Vos lo sabéis?

—¿No he de saberlo? ¡Lo llevo impreso en la piel!

—Llevadlo pues, mas no os engañéis, porque bajo la palabra amor se esconden muy diferentes sentimientos y no hay que confundir el disfrute de los favores de una dama, que es cosa de contento, con el cuidado que la mujer enamorada pone en su amado, que es cosa de éxtasis. Dejadme que os diga que la plenitud de un cuerpo saciado, con ser mucha, puede ser engañosa y así bebéis ahora los vientos por esa mujer que sólo os traerá sufrimiento por más que de momento os colme.

—Si habláis de esta guisa es porque os devoran los celos. Pero no lograréis apartarme de ella con tales cuentos.

—Ni lo pretendo, Cristóbal. Es cierto que os envidio, mas la mía no es la envidia de quien nada puede. Bien sabéis que ella misma habrá de abrirme la puerta si es su deseo. Pero no quiero apartaros de Catalina. Voto a tal, Cristóbal, disfrutadla hasta quedar ahíto, pero no os enamoréis de ella y, si ya lo habéis hecho, rebelaos, luchad en vuestro corazón porque si no lo hacéis ella habrá de conduciros a la desesperanza y no dudará en enfrentarnos para mejor gozar del espectáculo de nuestros encontrados deseos.

—Apartaros de ella y no habrá porfía.

—No está en mi mano hacerlo, pues es a su capricho a quien debéis temer. Mas os juro que no he de ser yo quien dé el primer paso, si os sirve de consuelo.

—Me sirve —respondió Cristóbal Mendieta y sentí una punzada de tristeza al ver su rostro desencajado, que se quería gallardo y apenas disimulaba el desaire y el abandono a que su voluble amada le había arrastrado.

Salió apresuradamente del camarote y me dejó a solas con mis pensamientos. Había algo en él que se me escapaba. Tras el torbellino de su alma intuía yo la presencia de un miedo que poco o nada tenía que ver con su mal de amores. Yo sabía de la manifiesta enemistad hacia Cristóbal Mendieta que profesaban los dos impertinentes marineros que había conocido a mi llegada al «San Juan de Gaztelugache». Dos veces había tenido que soportar yo mismo sus burlas y, merced a la infatigable lengua de Jacobo Albiz, había averiguado que eran ambos vecinos del mismo pueblo que éste, donde tenían ganada fama de pendencieros y torcidos, pues aun en la mejor tierra han de medrar malas hierbas. Eran sus nombres Juan Azcoitia y Antón Gastaca y sus malas maneras les tenían apartados del resto de la marinería, pues al haber en ésta algunos vecinos suyos, como el ya dicho Jacobo Albiz y el tonelero Domingo, pronto habían cundido a bordo los cuentos de sus pecados y sus afrentas. De Azcoitia, que era grande y lenguaraz, de rostro comido de picaduras, gruesa nariz rota que hablaba por sí sola de sus andanzas, y ojos pequeños y brutales, se decía que era capaz de un odio sin límites. Había hecho de la persecución de los herejes su verdadera religión y la profesaba con tal ahínco que veía aquelarres y herejías hasta en la sombra de los gatos, que por demás son criaturas demoníacas, según él mismo decía, todo lo cual había llevado a la maulladora familia gatuna de su pueblo al duro trance de verse extinguida por su inquina, bien de su propia mano y con certeros golpes, bien por el miedo de sus hasta entonces solícitos dueños que, temerosos de verse acusados por el inclemente Azcoitia, habían terminado por arrojar sus animales al río metidos en sacos. Como toda alma pusilánime, Azcoitia derrochaba sus fuerzas no en apartar de su vista aquello que le disgustaba sino en buscarlo, y así atosigaba a párrocos y oficiales del Santo Oficio con sus denuncias, que se crecían de tono e indignación a tal extremo que era capaz de viajar hasta la lejana villa de Logroño para llamar la atención del Tribunal de la Inquisición que allí hay si el comisario de turno no ponía, a su juicio, el suficiente celo en perseguir a la víctima señalada.

El mucho alboroto levantado por el conocimiento de los ritos brujeriles que se celebraban en una gran cueva que dicen de Zugarramurdi, en tierras vascongadas, había avivado la llama inquisidora en el corazón de Azcoitia y no pasaba día en que rematara lo bebido en la taberna del puerto de Bermeo sin gritar a los presentes, en la antigua lengua que se habla en el Señorío de Vizcaya, «esan neuchen mic, sorguiñac dagos edonon», que quiere decir: «ya os lo había dicho, hay brujas por todas partes». Y no se cansaba de recordar a las brujas que antaño volaban sobre la región de Durango, cuyos espíritus atormentados, en forma de gato, de cuervo o de mosca, veía él ahora rondar las casas de las nuevas esclavas de Satán.

El eco que sus denuncias habían encontrado en el Tribunal de Logroño se debía, al decir de Jacobo Albiz, a la conveniencia que para la autoridad tiene siempre el escarmiento en espalda ajena y no a verdaderos crímenes contra la fe de la Iglesia, pues poco cabía temer de aquellos a quienes denunciaba: en su mayoría viejas locas y familiares de un gitano llamado Acedías, más dados a los divertimentos musicales de su raza que a las elucubraciones teologales. En todo caso, Acedías había ido a dar con sus huesos en la cárcel, y una de las ancianas terminó por confesar que tenía escondido en la huerta de su casa un libro escrito por el hereje Lutero, pero como no fue capaz de decir el título ni de detallar su asunto, que no sabía leer, y ni siquiera acertó a explicar con exactitud dónde estaba enterrado, muchos en Bermeo dieron en pensar que más habían podido los apremios de los inquisidores que la verdad. Con lo que al final se la regresó a la villa, menguada de fuerzas y condenada a lucir el infame símbolo de los penados por el Santo Oficio, para que muriese allí sin escándalo, cosa que hizo devotamente a los pocos meses para tristeza de muchos y furia de Azcoitia, que ni aun en el lecho de muerte había dejado de acecharla, persuadido de poder reunir en el último trance las pruebas de su alianza con el maligno. Tan menguados éxitos habían bastado, sin embargo, para granjearle a Azcoitia el temor de sus vecinos, cosa que en poco cambió su vida pues era hombre solitario que ni siquiera había sido capaz de encontrar esposa. Y si gustaba de hablar con cualquiera, no prestaba atención a lo que pudiera respondérsele, enamorado como estaba de sus propias palabras; de tal modo que empezaba sus conversaciones en la taberna con uno y las terminaba con otro, sin importarle que se le fueran cambiando los contertulios, toda vez que siempre había alguien a quien hablar.

La celebración del auto de fe contra las brujas de Zugarramurdi, en el que no se alcanzó a condenar sino a cinco o seis de las casi trescientas acusadas, lejos de saciar su sed de denuncias le reavivó el deseo de hacerlas y aun le tornó temerario. Donde él veía la confirmación de la justeza de su lucha, hallaban sus vecinos la evidencia de que los cuentos de brujas no eran las más de las veces sino puras invenciones, como había proclamado el mismo inquisidor enviado a Zugarramurdi. Y así, mientras largaba él la vela de su indignación, amainaban los vientos del miedo en los corazones de los bermeanos. Como no podía ser de otro modo, el velamen de su celo perseguidor terminó por desplomarse sobre su propia cabeza.

Azcoitia había dirigido sus sospechas, en la confianza de que su condición de forastero habría de otorgarle pocas simpatías, hacia el nuevo contador real del puerto de Bermeo, don Luis González, que había comprado a su llegada a la villa unas tierras que Azcoitia ambicionaba desde hacía tiempo. El nuevo contador tenía el apoyo del corregidor de la villa, gozaba del favor del marqués de Salvatierra y de la amistad de un Oidor del Tribunal de Logroño, y si la denuncia de que su esposa celebraba ritos satánicos en la arboleda de su caserío, mientras él guardaba y leía libros prohibidos, propició un primer registro de la casa, pronto se volvió contra el denunciante, que hubo de responder de sus verdaderas intenciones ante el mismo comisario de la Inquisición al que tantas veces había reprochado falta de celo y que en este trance halló ocasión de devolverle los sinsabores recibidos haciéndole encarcelar. Mucho peor derrotero habrían tomado las cosas para él si no fuera que en Logroño se guardaba buen recuerdo de sus servicios y pudo más el deseo de preservar el orden que el de hacer justicia. Azcoitia volvió a Bermeo cual perro apaleado y allí no encontró más compañía que la de Antón Gastaca, que mucho se había beneficiado con las denuncias de aquél pues, fruto de una de ellas, había sido la prisión del capitán del barco en que éste faenaba como pescador, y con tal cautiverio halló Gastaca la ocasión propicia para hacerse con el barco a precio de ganga, que la esposa del capitán no hacía sino llorar la noche y el día y vivía consumida en el puro terror de verse también en las manos de la Inquisición. Había sido en esa época cuando algo debieron acordar ambos pájaros, porque Azcoitia empezó a contar en sus conversaciones de taberna las sospechas que guardaba sobre la esposa del capitán, que a su parecer tenía las falsarias maneras de toda bruja. No pasó una semana antes de que la buena mujer se aviniera a vender su barco a Gastaca por un mísero puñado de reales y abandonara la villa con sus tres hijos, que aún eran mancebos, y un abuelo medio loco que muy poco había podido hacer en su defensa si no era andar a voces por las calles malpariendo al acusador y al aprovechado marinero, con lo que mostraba no ser tan loco aunque ninguna ayuda obtuviera de sus asustados vecinos, pues eran aquéllos los años en que Azcoitia acuñaba el miedo cual si fuera moneda y con él compraba el silencio de todos.

Como no hay mano que enderece la humana condición, así se usen trucos y engaños, si no es a fuerza de los varazos de la experiencia, no pasó mucho tiempo antes de que la verdadera naturaleza de Antón Gastaca mostrara cuán forzada había sido su fortuna. Patrón del barco ganado con tan malas artes, fue un capitán ingrato, ruin y caprichoso, con quien muy pocos marineros estaban dispuestos a faenar. Su tripulación menguó según se agriaba su carácter, y a las quejas por sus modales despectivos no tardaron en unirse los reproches por su falta de pericia. Lejos de buscar la compañía y el consejo de otros marinos más experimentados, Gastaca se rodeó de hombres acobardados y sumisos, de mozos inexpertos y marinos desesperados, más acostumbrados a las marejadas del vino y de la cerveza que al oleaje de la mar. Sobre ellos reinaba, patético y asustado, la noche en que de regreso a puerto hizo encallar el barco en la barra de la ría de Mundaca, donde lo sorprendió una galera que vino a hacerlo añicos contra los peñascos de la isla de Izaro. Tres marineros perdieron la vida en aquel trance y se inició un proceso contra él que le comió los pocos dineros que había sabido ahorrar en aquel tiempo. De tal modo que, cuando Azcoitia regresó a Bermeo tras hacer parada y fonda en los calabozos de Logroño, ambos compinches concitaban el odio unánime de los bermeanos y apenas si tenían con qué cubrirse y qué llevarse a la boca. La noticia de que el galeón «San Juan de Gaztelugache» se unía a la Armada de Indias fue para ellos música celestial y se enrolaron de inmediato, haciendo verdad lo que una excelsa pluma ha escrito: que las Indias son «refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas».

Desde su llegada a bordo, se les veía siempre juntos. El uno, grande y jactancioso, había trocado su odio contra las brujas por una ferocísima inquina contra los judíos, a quienes hacía responsables de sus desdichas pues aseguraba que los falsos conversos se habían encumbrado hasta los mismísimos tribunales del Santo Oficio y desde ellos auspiciaban la huida y libranza de los de su ralea. El otro, mediano en altura, carácter y fuerza, se amparaba siempre a la sombra de su brutal secuaz, y sólo parecía disfrutar azuzándole y persiguiendo la quimera de su perdida fortuna en el lance de dados, donde no le faltaban triunfos que, al decir de Jacobo Albiz, más debían a la carga de plomo con que los amolaba que a la suerte. Su poca sesera les llevó una noche a intentar dar sepultura en su faltriquera a los talegos del capitán Contreras con la ayuda de sus amolados huesos de muerto, que es la manera en que llaman los tahúres a los dados. Pero el soldado, que no era nuevo en estos lances, les tomó los dados y, sacándose la daga del cinto, raspó la pintura de sus números hasta dar con la que encubría el agujero por el que se les habían hinchado de plomo. Y habría empleado el mismo puñal en rebanar los gañotes de los dos fulleros si no le hubieran disuadido sus hombres, pues la pendencia no habría hecho sino engordar el pavo del rencor de don Pedro Olea de Zumárraga y, quién sabe, tal vez servirle de excusa para tomar alguna medida que pudiera ser perjudicial.

La inquina de aquellos dos rufianes contra Cristóbal Mendieta, quien ni por sus calladas maneras ni por su vulgar tarea de paje parecía merecedor de tanto encono, se me antojaba el mayor de los misterios que encerraban en sus corazones los hombres del «San Juan de Gaztelugache»; un misterio que, por demás, resultaba ser contagioso pues un miedo oscuro, que medraba al amparo de las mentiras de unos y otros, parecía haberse adueñado también de la tripulación y aun de la misma nave que, cual si hubiera cobrado vida, comenzó a manifestar su descontento con sorprendentes hechos. Primero fue el repentino corrompimiento del agua en algunas de las tinajas que la guardaban. Después, la rotura del estay del trinquete que, restallando cual látigo, arrastró consigo a un grumete que llamaban Fito y era mozo algo corto de luces pero muy bien mandado, y con ello le tronchó una pierna y le abrió brecha en su dura cabezota, por la que sangraba cual cerdo y como tal gritaba. Cosas estas que nada de raro tendrían si no hiciera tan pocos días que habíamos dejado La Habana, por lo que la podre se antojaba prematura, y si no nos hubiéramos topado con una mar blanca, brumosa y calma en la que no soplaban ráfagas de viento que justificaran la rotura del estay.

Mas como la vida provee siempre a ambos platillos de su balanza, aunque sea de desigual manera, por fuerza había de hallarse a bordo un hombre que contrapesara tanto desgobierno. Un hombre que cargara sobre sus espaldas las obligaciones abandonadas por otros y las suyas propias, y que lo hiciera con tal derroche de fuerzas y tal firmeza que nada cabía temer de su gobierno sino el que más pronto que tarde habría de entrar en disputa con quienes, dotados de superior mando, le empujaban con su desidia a ejercer una autoridad que no poesía. Aquel hombre era nuestro contramaestre, Juan de Tineo, un hombrón de rostro severo, incansable y disciplinado, que se decía nacido en el puerto de Gijón y cuya destreza era el ungüento que mantenía todavía unida a nuestra comunidad marinera. Él era quien se ocupaba de mantener el rumbo y de hacer llegar las órdenes a la cabina del timonel. Él vigilaba que se cumplieran los turnos de guardia y que se prendieran las luces en la noche, quizá con la esperanza de que la Armada hubiera enviado algún bajel ligero en nuestra búsqueda. A él daban cuenta del estado y cuantía de las provisiones. E incluso se aseguraba, no siempre con buenas maneras, eso es cierto, de que fray Alonso Espinel estuviera sobrio a la hora de la oración cada mañana. Al final de la jornada, acudía puntualmente a rendir cuentas de lo hecho al capitán, que lo despedía con prisas y sin molestarse en aprobar o desaprobar sus actos, a buen seguro arrepentido ya de su necia arrogancia pero incapaz de dar su brazo a torcer, pues es propiedad de los errores humanos exigir de quien los comete una perseverancia que, al modo de un licor, adormezca la conciencia y ciegue la razón. De ese modo, don Pedro se hallaba encerrado en la jaula de su orgullo sin prestar atención alguna a la inesperada prudencia del capitán Contreras, que nada más había dicho acerca del enredo en que estábamos metidos y, con gran sensatez, pasaba también la mayor parte del día recluido en su cabina.

Así estuvimos durante toda la jornada, apresados en la calma de la mar lechosa y agobiados por el calor del sol que se colaba entre una leve bruma que no levantó hasta llegado el mediodía. Pero, al día siguiente el maleficio de inmovilidad que amenazaba nuestro viaje se evaporó ante un contratiempo capaz de sacar a nuestro capitán de su mutismo e indiferencia. El contramaestre había pasado toda la mañana recorriendo la bodega del barco en compañía del despensero, que había acudido a quejarse una vez más del mal estado del agua y de la pérdida de alimentos. Cuando salieron, Juan de tineo corrió al camarote del capitán y, poco después, salía de allí con una noticia terrible y una orden:

—¡Señores, tenemos el barco infestado de ratas! No hay tiempo que perder. ¡Larguen velas!

Al poco, el «San Juan de Gaztelugache» navegaba a todo trapo en pos de los vientos que nos ayudaran a recuperar el tiempo perdido.

Yo me esforcé cuanto pude por cumplir la promesa que había hecho a Cristóbal Mendieta y rehuí a su hermosa dueña como al mismísimo diablo, en lo que hallé más esfuerzo de lo que esperaba pues catalina puso igual empeño en encontrarme. De tal manera que todo eran idas y venidas, furtivos roces y medias palabras, cual si ejecutáramos una danza de búsquedas y de huidas, pura fatiga y tanta exaltación en la proximidad como en la distancia.

—Me huís, Tomás —me musitaba al paso y, más tarde, en un descuido de su inquieto paje—: ¿Me tenéis miedo?

Pero mis protestas en nada calmaban sus ansias, que se crecían repartidas entre quejas y reproches. Y así eran los «de ardor muero», los «venid presto», los «¿qué hacéis de mí?» y, entre ellos, los «sois un cobarde», los «vos me humilláis», los «sólo sois hombre entre los hombres», los «os detesto». Y con ello, yo mismo me rompía en maldiciones, ora contra mi suerte y la debilidad de mi carne, ora contra mi necia idea de servirme del paje para mis propósitos.

De esta guisa se tambaleaba mi voluntad, al punto que ya me veía arrojado a los tentadores brazos de tan voraz hembra por más que, con ello, tentara mi suerte y despertara en el paje la voracidad de la venganza; y tal habría sucedido si no hubiera dispuesto el destino sus cartas de tan inesperada manera y con tal fuerza que todos pasamos a ser juguete de su capricho.

Quizás el silencio de su boca había avivado el ingenio de mi criado, pero lo cierto es que nada escapaba a sus vivaces ojos por muy atareado que estuviera en otros menesteres. A su perspicacia había confiado yo más de una vez mi pellejo y había mostrado Jamaica siempre tan buen tino y olfato que más parecía mastín que humano. Y, a fuer de ser sincero, ganaba en lealtad, fuerza y coraje al más fiero y fiel de los canes. Los suyos se habían convertido en mis ojos, toda vez que los míos gustaban de extraviarse, y en su vigilancia fundaba yo la paz de mi espíritu aun en las más adversas circunstancias. Nada tuvo pues de raro que, perdido yo en la agitación que me embargaba, fuera una vez más mi criado quien llamara mi atención sobre la amenaza que nos rondaba.

Desde que Azcoitia y Gastaca lograron salir con vida de su lance con el capitán Contreras, aunque a buen seguro que con las carnes todavía temblándoles sobre los huesos, se habían mantenido apartados del resto de la tripulación haciéndose olvidar, cosa que lograron hasta que Jamaica vino a señalármelos aquella tarde. Pregunté a mi criado por qué llamaba mi atención sobre aquellos hombres y él, a su gesticulante y muda manera, me explicó que los dos marineros se pasaban el día espiando a Cristóbal Mendieta, le seguían en todo momento, acechaban junto a la puerta del camarote a su dueña y no le quitaban ojo. También me hizo saber que un día en que estaba encaramado en los obenques, como de costumbre, les había escuchado hablar debajo de él acerca del paje y que, aunque no había podido comprender la razón de su malquerencia, sí había entendido que se aprestaban a desenmascararle.

—¿Arrancarle la piel? —pregunté yo al principio, pues no acababa de reconocer el gesto de quitar una máscara. Cuando al fin lo entendí quedé sumido en una gran inquietud. ¿Qué máscara era ésa? ¿La de nuestros embustes? Bien podía ser, pero Jamaica no lo sabía.

Decidí espiar a los espías y ordené a mi criado que se convirtiera en su sombra.

—Quiero saber todo lo que hacen. Vigila sus actos, sus palabras y sus miradas. Si algo traman hemos de estar preparados para dar pronta y eficaz respuesta, Jamaica.

Yo también me puse a la tarea, más por apartar de mi mente a la hermosa Catalina que por desconfiar de la habilidad de mi criado, y pude comprobar cuán acertada había sido la observación de éste. Los dos marineros, con arteras maneras, revoloteaban en torno a Cristóbal Mendieta y su dueña como halcón tras paloma. Y apenas había momento del día en que no fueran sombra del paje.

Entre tanto, otra cacería se desarrollaba en el vientre del galeón. Organizados en cuadrillas, con turnos de cuatro ampolletas y armados de palos y de sacos, los marinos perseguían a las ratas por bodegas y pañoles, pues los cebos que tradicionalmente se emplean en las naves para prevenir esta plaga de poco habían servido. Al final de la jornada, tres sacos que recogían los restos de más de un centenar de ratas fueron arrojados por la borda pero, según contaba el carpintero Alonso Gallo, que había sido uno de los últimos en regresar a cubierta, abajo seguía habiendo cientos de aquellas feroces criaturas. «Están asustadas y meten un ruido que hiela la sangre», había dicho. Y en su rostro demudado podía leerse que sus palabras no eran una de esas exageraciones a las que los sevillanos son tan dados.

Como si quisieran responder a los apremios de tan ingrata situación, pues amenazaba con faltarnos agua y víveres en pocos días si no se atajaba la voracidad del ejército de ratas, los cielos enviaron por fin vientos fuertes y favorables que hincharon el velamen del «San Juan de Gaztelugache» y avivaron nuestra navegación. Pero el brío del ventarrón, que crecía según pasaba la noche, obligó a la mayor parte de los marineros a ocuparse del gobierno del barco antes que de la inquisición ratera, y don Pedro Olea de Zumárraga se vio en el duro trance de tener que solicitar al capitán Contreras que fuera su tropa quien se hiciera cargo de aquélla. Para ello envió al contramaestre y de nuevo el soldado dio muestras de gran prudencia al avenirse a lo pedido sin poner reparos. Sus hombres se turnaron hasta el amanecer y el fruto de su escrutinio fueron otros cinco sacos llenos de ratas que se botaron al mar.

La llegada del nuevo día no trajo consigo el sosiego a bordo. Las rachas de viento amenazaban la arboladura del galeón y el oleaje hacía rodar sobre cubierta cuanta cosa había en ella, lo que obligaba a los hombres a un agotador forcejeo con las jarcias y a procurarse de continuo cabos con que amarrar los utensilios y las pesadas cuñeras de los cañones, que temblaban frente a las cerradas portas de artillería como si cargaran plumas. Bajo nuestros pies, las ratas, lejos de menguar su número gracias a nuestros esfuerzos, parecían aumentar y, como si una fuerza oscura las hiciera abandonar sus escondrijos y las lanzara a la carrera por las bodegas e incluso sobre cubierta, se las había empezado a ver por todas partes ante el espanto de los marineros, que adivinaban en tan inusitada conducta la inminencia de la catástrofe.

Todo ello tenía a la hermosa Catalina sumida en tal desesperación y angustia que se negaba a permanecer sola en ningún momento, olvidada de náuseas y dolencias por el pánico. Como la cubierta se le antojaba hostil y peligrosa, pasaba la jornada en la cabina principal departiendo con el escribano y el capellán, que estaban apartados de las tareas marineras por dignidad e impericia, y no se recluía en su camarote si no era para echar una breve cabezada, de la que solía despertar más quejosa aún y oprimida por los malos sueños, o para tomar su habitual baño en la tinaja de hierro que allí había hecho subir el capitán y que Cristóbal Mendieta llenaba antes con pucheros de agua hervida. En los vapores del baño buscaba la hermosa la paz que mar, viento y ratas le negaban. Los demás habíamos tenido que conformarnos para nuestras contadas abluciones, durante todo el viaje, con unos pocos baldes de agua fría arrojados con prisa sobre la cabeza en los ratos en que nuestra ilustre pasajera se ausentaba de la cubierta, pues no eran los cuerpos desnudos y toscos de los marinos la más adecuada visión para los ojos de una doncella, por mucho que en nuestra desnudez, como acontece en la varonil compañía de ejércitos y armadas, no hubiera lujuria ni mal pensamiento alguno. Que suele haber más pecado en el ojo que ve que en lo mirado, y si entre la tripulación había algún bujarrón, forzoso es reconocer que bien supo ocultarlo.

Acababa de tomar Catalina su baño al atardecer y habíase dirigido a la cabina principal, recompuesta y coloreada de afeites como dictaba su femenino orgullo aun en tan adverso trance, cuando Jamaica se me acercó con gesto alterado y me hizo señas de que le siquiera. Atravesamos la cubierta donde, bajo un plomizo y revuelto cielo que amenazaba lluvia, se esforzaba la tripulación en sus labores, y nos dirigimos hacia la puerta del castillo de proa. Antes de entrar, Jamaica me hizo saber por señas que allí se habían adentrado Azcoitia y Gastaca en pos de Cristóbal Mendieta, y que llevaban puñales con ellos. Le pregunté si llevaba él el suyo, pues yo iba desarmado. Jamaica asintió con la cabeza y yo busqué a quien pedirle un arma. Quiso la fortuna que Jacobo Albiz estuviera bregando en ese momento con la jarcia del trinquete, de modo que le pedí su cuchillo y aun tuve que insistirle pues ningún marinero se desprende con gusto de él en plena faena, que un corte a tiempo ha salvado más de un pellejo de las traidoras apreturas de una jarcia mal compuesta. Se avino al fin a dejármelo, toda vez que a su vera estaba el buzo del barco, un catalán fortachón, sonriente y distraído llamado Colomer, que también llevaba uno.

Así armados, penetramos en el castillo de proa. Todo estaba en penumbra y tan sólo se oían los crujidos de la madera, el lenguaje murmurador e incansable de todo barco. Bajamos la escala que conducía a la primera cubierta, procurando no hacer ruido, y nos acercamos por el estrecho pasillo hasta la puerta de la antecámara del aposento de Catalina. Justo al abrirla escuchamos en el interior voces alteradas y ruido de carreras.

—¡Ven aquí, hijo de cien cabrones y de cien mil putas! —gritó una voz que me pareció ser la de Azcoitia.

Echamos nosotros también a correr, atravesamos la pequeña sala y penetremos por la puerta abierta del camarote de Catalina. La escena con que nos topamos, amén de inesperada, parecía cosa de locos: Cristóbal Mendieta, desnudo como su madre lo trajo al mundo y chorreando agua, se refugiaba detrás de una mesa grande y ovalada en la que había algunos paños, y en su mano derecha levantaba la badila de la tumbilla con que calentaba cada noche el lecho de su dueña. Frente a él, los enfurecidos Azcoitia y Gastaca esgrimían sendas dagas y pugnaban por cortarle el paso. Tenía la escena algo de cómica y tal se diría que, devueltos a su perdida infancia, se hubieran entregado los tres a inofensivos juegos de corre que te doy en torno de la mesa si no fuera por el miedo que demudaba el rostro de Cristóbal Mendieta, por el odio que contraía los rostros de sus perseguidores y por los amenazadores destellos con que dagas y badila reflejaban la luz de la linterna de aceite que iluminaba la estancia.

Quedáronse todos en suspenso con nuestra llegada, como niños sorprendidos en una travesura: silenciosos, desconcertados y culpables.

—¿Qué hacéis, pardiez? —atiné a preguntar, no repuesto aún del asombro.

Azcoitia, al que mis palabras parecieron sacar del pasmo, retomó la colérica expresión de su faz y me gritó, sin dejar de amenazar al paje con su daga:

—¡Es un maldito judío! ¡Lo sabía! ¡Esas maneras y ese olor a afeites! Ahora lo tenemos. ¡Mirad vos mismo! ¡Ahí está la prueba! —Y con la daga señaló el viril atributo que Cristóbal Mendieta trató de ocultar con la mano libre—. ¡Está circuncidado!

¿Un judío? Mi mirada incrédula encontró silenciosa respuesta en los asustados ojos de Mendieta. ¿Ése era el misterio? ¡Qué gran loco, embarcarse para España!

—Dejad vuestras dagas y ya veremos en qué para vuestro cuento, que no son éstas las maneras de tratar al pasaje ni es cosa vuestra la tarea de perseguir infieles —dije, en un intento de aplacar la rabia del marinero.

—¿Qué otra cosa cabía esperar del amigo del judío? —bisbiseó Gastaca y casi pude ver cómo el veneno de sus palabras se adentraba, sutil y ponzoñoso, en la dura cabeza de su compinche.

—¿Sois vos también judío? —me gritó Azcoitia, con una luz de criminal inteligencia en la mirada—. ¿Venís en su ayuda?

No había acabado de volverse hacia mí cuando Jamaica, que no se había movido del quicio de la puerta, se abalanzó sobre él y ambos rodaron por el suelo entre resoplidos. Hizo ademán Gastaca de atacar a Jamaica por la espalda, pero yo se lo impedí enfrentándole con mi puñal, ocasión que aprovechó Cristóbal Mendieta para sacudirle tan fuerte golpe con la badila en la cabeza que le hizo trastabillar e irse contra la pared, mientras la sangre le regaba la cara. Un segundo golpe le arrancó la daga de las manos y un sordo gemido de dolor de los labios. Y aún hubiera llevado un tercero si el grito de Azcoitia no nos hubiera paralizado de espanto. El puñal de Jamaica había hurgado en sus entrañas como jabalí en la jara y sus ojos atónitos anunciaban la muerte con un brillo desesperado que de inmediato fue velado por el vacío de su cuerpo ya sin alma. Quiso dar un último paso y lo dio de veras, pues fuese a estrellar contra el suelo con las manos aferradas aún al vientre, cual si en aquellas maderas buscara ya su féretro. Gastaca, olvidado en su rincón por los reclamos de la muerte, rompió a chillar cual rata y se fue a la puerta mientras pedía socorro a voces, pero su paso era inseguro y el cabeceo del barco cada vez más intenso, de modo que aún tuve tiempo de asirlo por la camisa y de arrojarlo con violencia a los brazos de Jamaica, que ya acudía en mi ayuda. Forcejearon durante unos instantes, pues el miedo saca fuerzas de la nada y la faz de Gastaca era el retrato mismo del terror, sin que el cobarde inquisidor cesara en sus gritos.

—¡Cállale! —ordené a Jamaica quien, con un rápido y certero movimiento de su mano, vino a tajar la garganta de Gastaca, cuyos gritos se tornaron en sangriento gorgoteo.

Yo sentía latir mi corazón cual golpe de caballo. Todo estaba perdido. Azcoitia yacía a mis pies, a buen seguro muerto, y Gastaca se desangraba junto a la puerta, boqueando como un pez fuera de agua. Jamaica tenía las manos ensangrentadas y en sus ojos oscuros brillaba todavía esa feroz mirada de guerrero que tan bien conocía. Yo maldecía mi suerte y mi fatua inteligencia que, cuando creía tener mejor atado mi destino, se mostraba tan falta de criterio y tan irreflexiva. Y Cristóbal Mendieta permanecía allí en medio, desnudo y tembloroso, con la badila aún en la mano y su maldita verga circuncidada aireándose impúdica ante los despojos de sus enemigos.

—¡Dios mío, un judío! —estallé—. ¿Estáis loco? ¿Veis lo que habéis propiciado?

No hubo ninguna respuesta a mis airadas palabras. Cristóbal Mendieta me miraba desde la otra orilla del miedo, como si nada de cuanto había sucedido tuviera que ver con él. Yo me debatía entre el deseo de abofetearlo y las ganas de dirigir contra mí mismo tales violencias pues, a la postre, era yo quien había acudido al judío confiado en mi perspicacia y quien, sin embargo, no había sabido ver lo que su corazón ocultaba. ¿Cómo no me había dado cuenta? Aquel recelo, aquel misterio, aquel apartamiento… Nunca se le había visto bañarse en aquellos días y aun así estaba siempre fresco, limpio y fragante… Di un paso y arrimé mi rostro al de Mendieta, que retrocedió asustado. Sí, olía a los afeites que su dueña vertía en el agua que después él aprovechaba para bañarse. También mi nariz me había traicionado. ¡Qué estúpido! ¡Qué estúpido y necio patán!

En ese loco torbellino de emociones y pensamientos me hallaba, odiando mi necedad y la doblez del paje, cuando un ruido de pasos me hizo recobrar la cordura.

—¡Tápate! —ordené a Cristóbal al tiempo que le arrojaba la camisa que estaba sobre el lecho.

No bien se hubo enfundado la camisa, que le cubría casi hasta las rodillas, cuando el capitán Contreras y dos de sus hombres irrumpieron en el camarote, espada en mano. Se detuvieron ante el cuerpo agonizante de Gastaca. Miró el capitán la escena, con un gesto que delataba más curiosidad que sorpresa, y por fin me dijo:

—¡Pardiez! ¿Qué batalla ha sido ésta?

Yo recogí del suelo la daga de Azcoitia, vi que estaba manchada de sangre y busqué a Jamaica con la mirada. Estaba apoyado en la mesa y en su costado izquierdo se abría una larga herida, pero su rostro permanecía impasible, como si con su perdida habla hubiera desaparecido también la capacidad de expresar el dolor y el remordimiento. Entregué la daga al capitán Contreras y le dije:

—La más vieja de todas, el combate que libran la virtud y el pecado, el valor y la cobardía. Entraron estos dos marineros en el camarote de doña Catalina, no sé si por hacerse con alguna cosa de valor o por satisfacer algún vicioso apetito, que no hubo ocasión de preguntarles, y aquí dieron con el paje de nuestra hermosa pasajera, que en vano quiso hacerles frente y que habría pagado con su vida la devoción a su dueña si no fuera porque mi criado se había apercibido de la extraña conducta de estos pájaros y me hizo saber por señas que algo malo tramaban. Así que bajamos para averiguar si nuestros temores eran fundados y doy gracias al cielo de haberlo hecho, pues pudimos desbaratar sus propósitos a fuerza de hierro, que se nos vinieron encima no bien nos vieron. Mas ha sido voluntad de Dios que prevalezca el bien sobre el mal, aunque el precio de tal victoria se haya pagado en sangre.

—No es motivo de alegría la muerte de un hombre, señor Bird, pero tampoco debéis vos entristeceros. Estaba escrito que este par de fulleros habrían de tener mal fin: vos sólo habéis sido la mano ejecutora de su destino.

Enfundó su espada y, señalando a Gastaca, ordenó a sus hombres:

—Llevadle al cirujano, a ver qué puede hacer por él, aunque no creo que sea mucho. Al otro dejadlo ahí, que ya habrá ocasión de recogerlo. —Y me preguntó—: ¿Está muerto?

Volví a agacharme junto a Azcoitia y volteé su cuerpo. Tenía el apacible rostro de los muertos. Tanteé su cuello, en busca del pulso, pero todo en él era ya silencio: no había latidos y ningún aliento agitaba su pecho.

—Lo está.

—Bien, un trabajo menos. Enviad a vuestro criado al cirujano, señor Bird, porque esa herida no tiene mal aspecto, pero nunca se sabe. Y vos y el paje hacedme la merced de acompañarme, pues en vuestra búsqueda venía yo cuando oí los gritos de socorro.

Los dos soldados tomaron por piernas y brazos a Gastaca que, perdida la consciencia, ya apenas se movía, y se alejaron con paso bamboleante y muchos golpes, zarandeados por los violentos movimientos de la nave. Tras ellos partió Jamaica.

—Y vos —añadió el capitán Contreras, señalando a Cristóbal Mendieta—, terminad de vestiros. Sois un hombre con suerte.

Me pareció percibir en las palabras del capitán un tono de ironía, pero no quise entrar en averiguaciones pues aquél era el momento de hacer olvidar lo ocurrido. De tal modo que le pregunté por la razón de nuestra búsqueda.

—Señor Bird, me veo en la obligación de solicitar vuestra voluntaria ayuda mas, antes de que me deis respuesta, he de deciros que de negármela habré de demandárosla por la fuerza.

—No será menester pues ya que me ofrecéis tan franca elección os la concedo gustoso. Decidme de qué se trata y haré lo posible por serviros.

—Acompañadme y os lo explico de camino.

Salimos al pasillo con Cristóbal Mendieta pisándonos los talones, pero no nos dirigimos al puente sino hacia la escala que descendía a la segunda cubierta. Bajamos los pinos peldaños con dificultad, pues el movimiento era ya tan grande que a duras penas podíamos aguantar el equilibrio. Al pie de la escala, dos soldados sujetaban sendos faroles y a su lado se amontonaban cuatro sacos rellenos, atados con cuerda, y algunos otros vacíos.

—Subid a cubierta —les ordenó el capitán Contreras.

Nos entregaron los faroles, tomaron los sacos llenos y se perdieron escalera arriba.

—Allá va nuestra última cosecha de ratas —murmuró el capitán y a continuación me dijo—: Se nos viene encima una tempestad, como tanto meneo os habrá ya hecho adivinar, y don Pedro me ha hecho saber que precisa de la ayuda de mis hombres para mantener rumbo y trapo en pos de la Armada.

¡Dejarse llevar en brazos de un temporal! De todas las necedades que cometer pueda un hombre de mar ésa es sin duda la más necia, porque la furia desatada del viento y del agua es caballo imposible de montar, así que no pude evitar exclamar:

—¡Ese hombre ha enloquecido!

—Tanto da que esté loco, él es el capitán de esta nave, señor Bird, y habrá de llevarnos al infierno si es su capricho. En nuestra mano está tan sólo salvaguardar la poca cordura que queda a bordo y ésta es la de luchar contra esa plaga devoradora que está asolando nuestra bodega. Pues si, como mucho me temo, salimos maltrechos de esta enloquecida carrera, tendremos gran necesidad de víveres y de agua para sobrevivir hasta que se nos eche en falta y sean enviados barcos en nuestra búsqueda. Mis hombres ya no pueden continuar con esa labor, os ruego que seáis vos, con la ayuda de este paje, quien os pongáis a ello hasta que la cólera del cielo nos dé un respiro. No es tarea de caballero, ya lo sé, pero es ley del infortunio igualar a los hombres, siquiera sea por un breve tiempo, cuando la vida de todos está en juego.

Le dije que no había afrenta alguna en su petición y que la salvaguarda de la pequeña y zarandeada patria que era nuestro galeón, en medio de mar tan proceloso, se me antojaba título de honor antes que pesada carga, por más que en su servicio hubiera de bajar hasta las mismísimas puertas del Averno. Recibió el capitán Contreras mis palabras con alegría, señaló las herramientas que se apilaban junto a la cuaderna, entre las que había badilas, largos punzones, herrones, palancas y cabillas, y dijo:

—Armaos pues para la empresa, tomad los sacos y los faroles y andaos con tiento que la rata, como la mala conciencia, se acobarda cuando se la ataca de frente, pero el miedo la vuelve también más fiera. Ahí abajo sólo están los grumetes que vigilan el funcionamiento de la bomba de achique, o al menos eso creo, porque hace mucho que nadie baja a reemplazarlos ni trae noticia de ellos. Os enviaré ayuda en cuanto me sea posible.

Sin más despedidas, el capitán Contreras subió los peldaños de la escala y desapareció en la cubierta superior. Sus pasos se perdieron sobre nuestras cabezas y Cristóbal Mendieta y yo nos encontramos repentinamente solos, frente a frente, como dos náufragos exhaustos a los que la tempestad hace abrazar el mismo tablón salvador. Por una vez, ninguna palabra vino en mi ayuda. No sabía qué decir. Ni siquiera sabía cuáles eran mis sentimientos, si estaba enojado, temeroso, entristecido o angustiado. O si era la mezcla de todo ello lo que oscurecía mi corazón como se oscurecía la amplia panza de la nave en torno nuestro.

Levanté uno de los faroles y alumbré el rostro de Mendieta, hasta entonces enmascarado de sombras. Sus ojos brillaban arrasados de lágrimas, pero su respiración era tranquila. Era el suyo un llanto silencioso y sosegado, como el agua desbordada de un estanque que comienza a fluir plácida y limpia cuando rebosa. No se avergonzaba de ello, como no se había avergonzado antes de su desnudez. La muralla de silencio y recato, tras la que hasta entonces se había refugiado, se venía abajo y ahora su alma era como una ciudad abierta, una de esas ciudades africanas donde las caravanas hacen parada y cuyas calles confunden con los palmerales que la rodean y con el desierto que la acecha. Mil veces he oído historias de la lejana Tombuctú y de la solitaria Tegaza, y mil veces he soñado para ellas un alma como la que Cristóbal Mendieta desnudó aquella noche terrible de tormenta en la negra cueva de ratas a que nos había conducido la caprichosa Fortuna.

—Os debo la vida —musitó al fin Mendieta.

—Me la debes, a qué negarlo, pero también he puesto en seguro la mía al salvar la tuya. No quiero reverencias ni loas ni muy buenas palabras, Cristóbal. Estamos embarcados en el mismo viaje, nos acechan parecidos peligros y se han unido nuestros destinos de tal manera que, al menos en lo que dure esta travesía, bien puede decirse que son uno solo. Basta ya de acertijos y embustes, porque a fe que incluso en el noble arte de la mentira, del que soy virtuoso, me ganas de largo. Hemos de hablar. Cacemos pues las palabras como hemos de cazar ratas: haciendo de tripas corazón.

Me acerqué a las herramientas y tomé una palanca de hierro larga y delgada. Cristóbal eligió una recia garrota de madera de pino, nos echamos al hombro los sacos vacíos y, al amparo de la tenue luz de los faroles, nos encaminamos hacia la escala que bajaba a la bodega, junto a la escotilla de proa. Introduje el brazo con el farol en el negro agujero y un murmullo de carreras vino a acompañar a las furtivas sombras que se desplazaban allá abajo. Había visto por un instante, aunque con claridad, a una rata grande y de erizado pelaje aupada sobre uno de los toneles más cercanos a la escala vertical por la que debíamos bajar. Pero había muchas otras que tan sólo podía oír o adivinar en las cambiantes formas de los rincones de la bodega. Sentí que se me ponía la piel de gallina y un escalofrío me recorrió la espalda.

—Vamos allá —dije e inicié el descenso, procurando aferrarme a la gualdera de la escala para que el movimiento del barco no me hiciera caer. Sobre mi cabeza, el entablado de la segunda cubierta dejaba pasar en sus junturas el tenue resplandor del farol de Cristóbal, que aguardaba su turno para descender. A mi alrededor, la bodega se extendía como una gruta atiborrada de bultos. Había toneles y grandes cestos cubiertos con trapos. El suelo estaba húmedo y resbaladizo, y el golpeteo del mar sonaba terco y acompasado al otro lado de las cuadernas, como un corazón cansado. El olor era insoportable y la sola idea de que fuera allí, en aquel vientre hediondo y corrupto, donde se almacenaban los alimentos que habíamos de llevarnos a la boca hizo que una violenta náusea castigara mi estómago.

—Así debe ser la despensa del diablo —musitó a mi espalda Cristóbal Mendieta, que acababa de bajar la escala. Miré de nuevo hacia el techo y ya no vi claridad alguna que viniera a recordarme que allá arriba se agitaba el tumultuoso mundo. Estábamos enclaustrados en la noche marina donde proliferan los gusanos y las ratas, los indeseados pasajeros de toda nave, diminutos e insaciables, siempre al acecho, como la broma que desmiga pacientemente el saco de los barcos y torna los sólidos tablones de su esqueleto en quebradizos y agujereados costillares comidos de vías de agua.

—Aquí hay otro farol, prendámoslo y colguémoslo de alguno de los ganchos que hay en los baos del techo —dije y así lo hice. Sin embargo, la parca luz del nuevo farol ayudaba en poco a vencer las tinieblas, y su continuo bamboleo parecía dar vida a los objetos que nos rodeaban. Miré de nuevo a Cristóbal Mendieta, que había empezado a buscar las trampas por si algo se había cosechado y, para ello, apartaba las cestas que estaban apoyadas en las cuadernas de estribor—. ¿En verdad eres judío?

—Lo soy —dijo sin mirarme—, aunque estoy bautizado como cristiano.

—¿No está prohibido a los judíos, aunque sean conversos, viajar a las Indias?

—Lo está, pero yo no he viajado hasta allí: yo he nacido en las Indias, en la hermosa Cartagena de Indias.

—¡Mira, ahí va una! —grité.

Cristóbal giró sobre sí mismo y propinó una fuerte patada a la rata que había salido de entre las cestas y corría hacia los toneles apilados al otro lado del estrecho pasillo en que estábamos. El animal salió volando y fue a estrellarse con un ruido seco contra uno de los toneles, cayó al suelo chillando y allí se retorció por unos instantes hasta que le fui yo encima con un palancazo capaz de descalabrar a un toro. Dejé que Cristóbal recogiera el cadáver y lo metiera en una de las sacas.

—¡Qué repugnante tarea! —mascullé, mientras alzaba de nuevo el farol en busca de nuevas piezas que cobrar.

—No te quejes, que aquí eres inquisidor y no rata. No sabes lo que es vivir condenado a medrar en la oscuridad y el silencio, a padecer la inquina de los otros, a soportar su asco y su odio, verte obligado a hacer de la mentira tu vestimenta y del secreto tu casa… No, no hay nada grato en ser tratado como una rata. ¿Qué alta opinión crees tú que ha de tener una rata de sí misma? ¿Crees que aspira a dignidades y a prebendas? ¿La imaginas deseosa de encomios y alabanzas? ¿No será acaso la manera de supervivencia su único propósito? Comer, dormir, procrear, vivir… Las más elementales pasiones, las más bajas y, sin embargo, sentidas como un milagro, como un don, como una divina gracia. Porque cuando la vida se levanta sobre el miedo es como una casa sin cimientos, a merced de los vientos ajenos. Basta la continua llovizna de la sospecha o el repentino aguacero de una denuncia para que todo se derrumbe. Así he vivido yo desde que la palabra yo empezó a tener un sentido en mi infantil entendimiento. Cristóbal Mendieta, el hijo del intérprete y escribano Baltasar Mendieta. Yo, arrodillado ante el altar mayor de la iglesia de Santo Domingo, rezando a un dios en que no creo y temeroso, a la salida, de que un carromato de demonios viniera a llevarme por mis muchas mentiras. Yo, reunido en familia y oración en torno a la mesa de mis padres, las noches de los viernes, con las ventanas cerradas y veladas con gruesas cortinas que ocultasen a las miradas indiscretas los rezos que apenas si nos atrevíamos a murmurar. Rezos que no me colmaban el corazón de alegría sino de miedo y sobresalto ante el menor ruido. Porque una bárbara y feroz sabiduría me enseñó ya desde niño que no importa cuán amado y respetado fueras antes por tus vecinos, ni el bien que hagas ni la honestidad que pongas en tus actos, todo ello no habrá de cosechar sino odio si a sus ojos no eres más que una rata. Y de nada sirve que pase el tiempo sin que la desgracia se ciña sobre ti y los tuyos. No puedes descuidar la vigilancia, porque esa amenaza está escrita en la sangre que corre por tus venas y, antes o después, se te exigirá su sangriento tributo. Mi padre nació en Cartagena de Indias, en los años en que la villa ponía sus cimientos, cuando se disputaban las tierras con los indios caribes y los encomenderos pugnaban con la esquiva Fortuna a golpe de espada y de azada. Mi abuelo lo engendró cuando ya peinaba abundantes canas y le enseñó cuanto sabía: el oficio de intérprete que ha ido pasando de padres a hijos, el amor a la tierra que le alimentaba y acogía, y la fe en el Dios de Israel que él había guardado en el arca de su corazón, por más que se hubiera visto forzado a aparentar que abrazaba la religión de los gentiles y a bendecir el nombre de Cristo cual si fuera el de un dios verdadero. Y así, en las remotas tierras de las Indias supo mi abuelo hacer olvidar su condición de converso, y como cristiano viejo vivió él y hemos vivido después sus descendientes, salvaguardando en el silencio nuestra condición de judíos.

Se detuvo Cristóbal en sus recuerdos y se agachó junto a la rata muerta, como si buscara algo en el suelo, pero no era la caza que nos había llevado hasta aquella lóbrega bodega lo que perseguían sus ojos. Él rastreaba las sombras del tiempo, que jugaban al escondite con las cambiantes sombras que nos rodeaban, y en esa nueva cacería poco importaban las ratas ni la tormenta.

Mientras, yo esperaba ansioso sus palabras, sin atreverme a decir nada. Así permanecimos unos instantes, sacudidos por los bandazos de la nave, hasta que por fin Cristóbal levantó los ojos hacia mí y continuó:

—Pero la felicidad, Tomás, por pequeña que sea, nunca es duradera. Hace poco más de diez años, cuando yo era todavía un niño, vino a instalarse en Cartagena de Indias el temible tribunal del Santo Oficio y no se hicieron esperar sus inquisiciones. Fueron primero algunas mujeres de las que se decía que acudían a prácticas brujeriles y hechiceras; después, unas cuantas gentes de Francia que habían llegado de Brasil y a las que se acusó de hugonotes; y, por fin, le tocó a los judaizantes. Hace tres años, unos vecinos portugueses cayeron en manos del inquisidor don Juan de Mañozca, cuyos rigores y abusos han escandalizado incluso a las más altas autoridades de la villa pero cuyo poder ha sabido resistir todas las protestas, que han sido muchas, y aun crecerse con ellas. Dieron los portugueses con sus huesos en las mazmorras del palacio inquisitorial, donde se les administró el amargo trago de la tortura, y allí dijeron cuanto se les pidió, que a buen seguro habrían confesado ser ellos mismos quienes dieron de propia mano muerte a Jesucristo si se les hubiera apretado lo suficiente. Los días que duró su cautiverio y tormento se pasaron en mi casa en un puro grito de pánico, pues los portugueses eran en efecto judíos conversos y mucho temía mi padre que, aunque poca relación teníamos con ellos, tal vez supieran de nuestra condición al igual que sabíamos nosotros de la suya, pues había sido mi madre también descendiente de conversos venidos de Portugal. Pero quiso Fortuna, si cabe invocar su designio en tan cruel azar, que el interés del inquisidor Mañozca se dirigiera hacia algunos de quienes habían denunciado sus excesos ante el Consejo General de la Inquisición, y fueron los nombres de éstos los que puso a vuelta de potro en boca de los portugueses. Así, salimos indemnes de tan peligroso trance, aunque mi ya anciano padre no alcanzó a recuperarse de los zarpazos que la angustia y el miedo habían infligido a su corazón en aquellos amargos meses. Su vida fue apagándose como se consume una vela. Abandonó primero su puesto en el soportal de los escribanos que había frecuentado durante casi cuarenta años. Se recluyó después en la casa, limitando sus paseos a una lenta y aun así fatigante ronda por el recoleto patio donde se levantaba majestuoso un enorme almendro cuyas ramas más altas habían sido refugio de mis correrías infantiles. Y las últimas semanas de su existencia las pasó en el lecho, incapaz de levantarse, comido de llagas y de fiebres que terminaron por llevárselo hace apenas seis meses. Mi madre hacía ya nueve años que había muerto. Mi hermana había casado con un buen hombre que nada sabía de nuestra judía condición, y ella misma había ido apartándose de nuestra fe al igual que mi hermano Tomás, el mayor, que había heredado el puesto en el soportal de los escribanos, donde ejercía el oficio de la familia con humildad y esmero y se esforzaba también en olvidar su origen. Tan sólo yo seguía encendiendo las velas la noche del viernes, rodeado de silencio y de soledad, para musitar los rezos que habían reunido a la familia antaño. Hasta que el sonido de mi voz solitaria se me hizo insoportable y el miedo que atenazaba mi alma y se alimentaba con la amenaza de nuevos procesos a verdaderos o falsos judaizantes, que poco importaba eso, me animó a buscar una tierra en la que poder ser quien soy. ¡Porque no puedes imaginar cuán estrecho es el mundo en que habita aquel que soy! Apenas mi corazón y los pocos palmos de mi intimidad más reservada. Una casa, con suerte, y ni eso, porque las habitaciones más expuestas a la curiosidad de los otros se tornan tierra enemiga, escenarios obligados para el teatro de mi otra vida, la que todos ven y con todos me iguala. Un dormitorio quizá, siempre que sea sólo mío pues, de no ser así, habría de hacer caber mi verdadero mundo en el menguado espacio de un catre, en cuyas soledades debería tejer con hilos de silencio el manto de mis oraciones y mis recuerdos, que son el único cobijo frente a las inclemencias de esta vida confusa que me obliga a arrastrar las pesadas cadenas de la mentira.

Calló Cristóbal Mendieta y en el silencio que siguió al torrente de sus palabras encontré yo el eco de las mías, las que no había pronunciado y que daban cuenta de cómo había nacido yo en una exigua colonia inglesa de la isla de Roanoke, durante la jocosa fiesta del carnaval que a todos servía para poner una máscara de alegría sobre el rostro de sus duras vidas; palabras que hablaban también del triste modo en que, en medio de tanta algarabía, fue mi venida a este mundo causa de que mi madre lo dejara. Me crié entre un puñado de extranjeros abandonados a su suerte, en unas tierras que el Rey de España reclamaba para sí sin que en realidad hubiera en ellas más ley que la que nacía de la necesidad, que era nuestra verdadera reina. Se me vinieron a la cabeza los constantes embustes de mi padre cada vez que nos hacíamos a la mar para contrabandear con nuestra polacra, y sus enseñanzas y los libros que me daba a leer, no sé si por iluminar mi inteligencia o por recordar él los tiempos en que había sido preceptor allá en Inglaterra. Y el aciago día, hacía tres meses, en que una galera española había echado a pique la polacra con mi padre dentro, dejándome por toda compañía a Jamaica, por toda fortuna los pocos dineros que atesoraba en un cofre que guardaba en un escondrijo cercano a nuestra cabaña, y por todo destino la elección entre malvivir en aquellos parajes de violencia y penuria o regresar a la patria en que nunca había estado, la lejana Inglaterra. Me preguntaba qué raro azar había trazado entre Cristóbal y yo vidas tan paralelas, pero nada dije de todo ello porque otra idea se había abierto paso entre mis pensamientos y tomado posesión de mi boca:

—¿Sabe, pues, Catalina de tu condición judía?

—¿No habrá de saberlo?

—No tendría por qué, si tan virtuosa es como tú juras, que para saber de circuncisiones hay que tener con qué comparar.

Cristóbal, que hasta entonces había permanecido acuclillado junto a la saca donde guardaba el cuerpo de la rata, se paró ante mí con expresión dolorida y dijo:

—No lo es, Tomás, no lo es. Y Dios sabe cuánto me duele reconocerlo, mas la verdad es que no bien me tuvo desnudo a su lado, una vez satisfecho su deseo, me dijo que nada temiera porque a nadie diría que yo era hebreo. «No habrá de ser por mi propia voluntad que pierda amante tan placentero», me dijo y aún encomió las virtudes de una verga circuncidada como elogia un ganadero la fertilidad de una vaca o la virilidad de un semental. Pero no me hirieron sus palabras, pues bien sé que tales sabidurías y conocimientos son fruto de la maligna influencia de su señora tía, la esposa del marqués de Valdehoyos, que aprovechaba el negocio negrero de su esposo para estudiar de cerca la mercancía y así fue sorprendida un día, en la alberca que hay en el hermoso patio de su palacio, en compañía de un negro llamado Domingo Menco y perdida en tales enredos que el marqués entró en cólera e hizo que le cortaran la mano con que asía su pecado. Peor suerte le hubiera tocado al negro si la manca marquesa no le hubiera ayudado a escapar a uno de esos palenques donde se refugian los esclavos cimarrones. Aunque quizá ya conozcas la historia, pues fue gran escándalo en toda Cartagena de Indias.

—Nunca he estado en Cartagena, como tampoco es verdad que haya nacido en Inglaterra —respondí y una sonrisa se dibujó en el rostro de Cristóbal Mendieta.

—Es cierto. Son tantos y tan convincentes tus embustes que yo mismo he acabado por no saber qué es verdad y qué mentira. Lo que importa es que, con tal ejemplo, nada tiene de extraño que una dama joven como Catalina haya visto y sepa de cosas que serían impensables donde hubiera mejor crianza. Mas también en ello hay un bien: es a los desvaríos de su señora tía a los que debo yo la ocasión de emprender este viaje y de tenerla en mis brazos, pues no quiso el marqués hacer viajar a su sobrina con sirviente negro, que los ve a todos maliciosos, y ahí encontré yo ocasión de ofrecerle mis servicios y, con ello, ganar mi pasaje.

Quise decirle que no era la tía culpable de los vicios de Catalina, pues de semilla de calabaza no nace tomate y en ningún corazón se despiertan sentimientos que no estuvieran ya dentro. Pero pudo más la pena que el buen criterio y dejé a Cristóbal con su consolador sueño, que despierto sólo ganaría resentimiento, dolor y poca sabiduría, pues para las lecciones del corazón no hay, a la postre, mejor maestro que el propio desengaño.

—Sigamos —dije y anduvimos el estrecho pasillo hasta el pequeño pañol de pólvora que el capitán había hecho instalar a proa, por mantener siempre cerrado el gran pañol de popa donde se guardaba el codiciado cofre que habíase cargado en La Habana.

Las chuspas donde se guardaba la pólvora se alineaban en anaqueles. Había algunos cebadores de marfil y de cuero, y las redondas y pesadas bolas de los cañones se apilaban en el suelo. Todo tenía un mismo color gris oscuro y había que acostumbrar los ojos a la penumbra de la sala antes de poder distinguir a las ratas ovilladas entre los utensilios. Al acercar la luz, sus cuerpos peludos se estiraban y ponían en movimiento, buscando el amparo de otras sombras. Había un verdadero ejército.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Cristóbal.

—¡Sin cuartel! —grité, a modo de respuesta, y descargué un formidable palancazo contra la estantería más cercana a la entrada del pañol. Todas las ratas echaron a correr como si hubieran recibido una misma orden, y Cristóbal y yo comenzamos a repartir golpes a diestra y siniestra, confiados en que, dada la abundancia de enemigos, a alguna habríamos por fuerza de acertar. Y así fue. El pañol se llenó de chillidos de ratas y maldiciones de humanos, y en pocos momentos el gris de paredes y objetos empezó a teñirse de rojo. Yo sentí cómo el escalofrío que me había erizado la piel al bajar a la bodega volvía a recorrerme la espalda, pero era ahora una sensación embriagadora la que me poseía. Borracho de rabia y de alegría, aplastaba los diminutos cuerpos de las ratas con certeros golpes o los lanzaba contra las paredes a patadas. A mi lado, Cristóbal gritaba fuera de sí mientras atizaba sonoros garrotazos.

—¡No las acorrales! ¡Déjalas que corran, que ya son nuestras! —gritaba yo.

—¡Toma, hideputa! —clamaba Cristóbal a cada golpe.

Así estuvimos durante el poco tiempo que emplearon las ratas en escabullirse hacia la bodega central, donde cestos de pan bizcocho, tinajas de agua, pellejos de vino, sacos de legumbres y churlos de especias les proporcionaban abundante escondrijo y alimento. Cuando hubieron desaparecido todas de nuestra vista, aunque sus agudos gritos seguían escuchándose como espeluznantes cantos en la bodega que resonaba cual catedral consagrada al demonio, Cristóbal y yo nos sentamos en el suelo, empapados en sudor y muertos de risa.

—¡Putas ratas! —reía Cristóbal—. ¡Ni rajan ni prestan el hacha!

—Rajar sí que rajan, amigo, no hay más que ver cómo tienen los sacos de garbanzos. —Le contestaba yo, mientras bajo el resplandor del farol que habíamos dejado prendido en la bodega central veía la tela desventrada de los sacos y su mercancía esparcida por el suelo.

A nuestro alrededor, una ensangrentada cosecha de ratas esperaba nuestra recolección. Empezamos a meterlas en los sacos, no sin antes tantearlas con la punta de nuestras armas, no fueran a estar aún vivas.

—Nueve —conté, satisfecho.

—Buen comienzo —respondió Cristóbal y añadió—: Ya que nos une la sangre de tanta rata, ¿habrá llegado el momento de escuchar tu verdadera historia?

—No sé qué noche oscura sea ésta, que desata las tempestades del mundo y de las almas —dije yo—, pero tampoco voy a privarte de la verdad de mi tormentosa vida, que poco tiene que envidiar a la tuya en sobresaltos y secretos.

Y me disponía a vaciar la alcancía de mis recuerdos cuando un brutal golpe de mar nos echó al suelo y, con él, escaparon los toneles de las sogas que los abrazaban y se echaron a rodar de un lado a otro, rompiéndose unos y amenazando otros con írsenos encima. Toda la carga temblaba y se movía cual si estuviera viva, mientras nosotros nos íbamos de acá para allá sin atinar a encontrar agarre en ninguna parte. Así fuimos trastabillando y recibiendo empellones de cajas y sacos hasta alcanzar la escala por donde habíamos bajado. Y ya nos disponíamos a salir de aquel infierno cuando unas voces que sonaban bajo nuestro pies nos retuvieron.

—*¡Auxilio! *¡Ayuda!

Venían de la sentina. Sin mediar palabra, nos dimos vuelta y pusimos rumbo a popa, en busca de la escotilla que daba a aquel último rincón del barco. La vimos al fin, cerca del palo mayor: un pequeño agujero por el que caían de vez en cuando algunos de los muchos objetos que rodaban ahora por el suelo. Abajo, el rostro aterrorizado de un mozalbete nos miraba suplicante:

—¡Sáquenme de aquí vuesas mercedes, por caridad! ¡Hay una vía de agua y la bomba de achique no sirve de nada!

—¿Dónde tienes la escala? —pregunté.

—¡No sé, cayó con el golpe y se la ha llevado la corriente!

Vi que el agua le llegaba a la cintura y que le temblaba todo el cuerpo. Junto a él nadaban algunas ratas.

—Sujétame y sujétate —le dije a Cristóbal y me tumbé sobre el piso hasta hacer colgar medio cuerpo por la escotilla. Fue penoso alzar al grumete, pues el meneo del barco le hacía perder cada poco el equilibrio y las piedras del lastre de la sentina tampoco ayudaban. Por fin lo así del brazo con mis dos manos y grité a Cristóbal que tirase de ambos. No sin grandes esfuerzos, logramos izarnos y no creo haber visto nunca mayor gratitud en una mirada que la reflejada en los ojos de aquel mozo.

—¿Cómo te llamas?

—Cosme, señor, para serviros en cuanto deseéis. Os debo…

—La vida, ya lo sé. Les pasa a muchos. Pero mejor si hacéis por conservarla. ¿Hay alguien más ahí abajo?

Negó con la cabeza.

—Pues salgamos de aquí.

Pero el camino de vuelta estaba cerrado: una montaña de bultos se interponía entre nosotros y la escala de proa. De modo que seguimos hacia popa hasta dar con la otra escala.

—Si el farol que dejamos atrás cae del enganche, tendremos fuego —dijo Cristóbal cuando yo ya subía los primeros peldaños.

—Tanto da, Cristóbal, que si la mar nos traga ella habrá de apagarlo.

Subimos a la segunda cubierta y, guiados por nuestros faroles, pronto llegamos a la primera, donde nos aguardaba otra desagradable sorpresa que ya se había hecho anunciar con ensordecedor ruido antes de que asomáramos la cabeza por la escala. No había tenido tiempo aún de mirar a mi alrededor cuando un coro de voces me gritó «¡cuidado!», y apenas si pude echarme a un lado para evitar que un enorme cañón me aplastara. Las sogas que lo amarraban habían cedido y la cureña en que estaba montado lo llevaban de babor a estribor como una pelota, arrollando cuanto se cruzaba en su camino. Los cuerpos tronchados de dos marineros daban cuenta de su paso, y los demás hombres que se agolpaban en aquella cubierta parecían jugar a un mortal cuatro esquinas al huir con inestables pasos de las acometidas del cañón, que ya habían arrancado con sus topetazos una de las portas de artillería por la que entraba el agua en grandes chorros que hacían aún más resbaladiza la madera y agrandaban el caos con su sofoco. También participamos nosotros en tales quiebros hasta que logramos alcanzar la cámara del timón donde el timonel, con la ayuda de Juan de Tineo, intentaba hacerse con el gobierno de la nave.

—¡Apagad esos faroles, rediós! —bramó el contramaestre sin soltar el pinzote, que se le escurría entre las manos como una anguila. Los apagamos y la estancia quedó sumida en penumbras, apenas iluminada por la tenue claridad que se colaba, mezclada con agua, por la escotilla del techo.

—¡Señor Juan! —grité, en un esfuerzo por sobreponer mi voz al escándalo de agua y maderos que nos ensordecía—. ¿Qué sucede? ¿Nos vamos a pique?

—¡Iremos, si el diablo y ese necio capitán se empeñan! —gritó con un vozarrón colérico.

—¿Qué hay, pues?

—¿Qué ha de haber? ¡Necedad y soberbia, inglés, eso es lo que hay! ¡Mirad bien y recordadlo, por si llegáis a tener ocasión de contárselo a vuestros nietos en vez de servir de almuerzo a los peces! ¡Así se lleva un barco a la catástrofe! ¡Se niega a recoger trapo, el grandísimo botarate! ¡A buenas horas las prisas! ¡Mierda y mil veces mierda para él y para toda su estirpe!

—¡Pero vamos a desarbolarnos! —exclamé.

—¿Vamos? ¡Dios, acabamos de perder el velacho del trinquete y su verga, y no le doy una ampolleta de vida al palo mayor si no se corta la jarcia!

—¡Hablad con don Pedro, por Dios!

—¿Es que me veis acaso holgando? ¡Hablad vos si os place, inglés! ¡Para lo que os ha de servir…! ¡Ahora debe andar en pláticas con él el capitán Contreras y bueno será si éste lo ensarta de una vez y nos libra de su locura!

Empecé a sentir cómo el miedo se anudaba a mi estómago, cómo ponía en danza sus fantasmas entre las sombras que me rodeaban. La nave surcaba la tempestad dejada de la mano de Dios, zarandeada por el oleaje, desgarrada por el viento, y con ella nos íbamos todos al garete sin que nadie pusiera remedio a tanto desafuero.

—¿Qué podemos hacer? —pregunté, angustiado.

—¡No podemos hacer nada! ¡Rezad lo que sepáis y confiad en que alguno de esos valientes que están en el puente sea capaz de librarnos del velamen!

Me volví hacia Cristóbal Mendieta, pero ya no estaba a mi lado. Tan sólo encontré la mirada espantada del grumete Cosme, al que parecía haber tornado estatua de sal una maldición. Salí del camarote y subí la escala del castillo de popa, golpeándome la cabeza contra los bordes de la tarima de la toldilla. La puerta del castillo había desaparecido y el agua se colaba a cada nuevo golpe de mar. Me acerqué hasta el vano, aferrándome al quicio, y bajo la primera claridad del alba se ofreció a mis ojos un espantoso espectáculo que no olvidaré mientras viva y que no he vuelto a contemplar en las muchas veces en que las tormentas me han sorprendido embarcado. El agua barría la cubierta como una riada. La mar enfurecida levantaba sus grandes y húmedas zarpas sobre nuestras cabezas y se rompía en un estallido de espuma, aullando y gruñendo como un animal rabioso. El cielo se había abierto sobre nosotros y derramaba su lluvia entre relámpagos y formidables truenos que parecían el eco del abismo en que cada poco nos hundíamos y del que milagrosamente salíamos, impulsados por la misma fuerza que nos había arrastrado hasta él. Y allí en medio, encaramado a la cruceta del palo mayor, lejano e imposible como una gaviota más en la tormenta, vi brillar la calva de mi criado. Jamaica intentaba cortar las burdas y los estays de los juanetes mayores y de la gavia, y su cuerpo se columpiaba sobre el mástil como diábolo en la cuerda, enrollando sus piernas en las sogas de la tabla de jarcia para asentarse, y amenazando a cada instante con desplomarse sobre cubierta. Yo le veía estirar el brazo desesperadamente y repartir al aire tajos con su corto puñal, y me preguntaba de dónde había sacado fuerzas, pese a su herida, para emprender tan temeraria tarea. Quise llamarle a voces, no sé bien con qué fin pues ¿qué había de decirle? Permanecer allí arriba era una locura. Intentar bajar, un suicidio. Al soltar el quicio de la puerta, para hacer bocina con mis manos, una fuerte sacudida me tiró al suelo y una tromba de agua me caló hasta los huesos, y aún me habría llevado con ella si el grumete Cosme no hubiera tirado de mí hacia dentro. Me levanté, empapado y aturdido, corrí de nuevo hacia el vano de la puerta y, al asomarme, un ruido seco me heló el corazón. La verga mayor había caído sobre el puente, arrastrando consigo su vela; en lo alto del mástil ya sólo ondeaban la gavia y el juanete, y sus telas restallaban como bofetadas cuando un nuevo crujido anunció la tragedia. El palo mayor se quebró al medio, cual si fuera un mondadientes, y llevado por las alas de sus dos velas desplegadas se echó a volar como un pájaro asustadizo. En la garra de sus jarcias vi alejarse a Jamaica, lo vi elevarse hacia los cielos y desaparecer luego entre las olas como ave abatida. Y como si con él se hubiera llevado también a los demonios que nos atormentaban, la nave, desarbolada, cesó en sus bandazos.

Me dejé caer en el suelo, junto a la puerta, y sentí cómo mi respiración se agitaba con un llanto que no llegó a nacer, mientras el aliento del cielo se aquietaba y la lluvia se tornaba mansa y triste, cual si quiera limpiar todo el daño que el destino había vertido sobre nosotros. No tardó en aparecer el contramaestre, en busca de noticias.

—¿Qué sucedió? —me preguntó.

—Nos ha salvado un ángel de alas enormes —contesté, más para mí que para él. Pero Juan de Tineo no prestó atención a mis palabras. Ya se había asomado a la puerta y visto con sus propios ojos la causa de nuestra salvación.

—¡Perdimos la arboladura! —gritó, para que el timonel escuchara la nueva—. ¡A ver, hacen falta manos en el puente! ¡Hay que arriar lo que queda de velamen!

Se oyeron rumores de pasos y los hombres de la primera cubierta empezaron a salir al puente, todavía zarandeados por la mar pero animados por la fuerza y el valor que nacen de la esperanza recobrada. Yo oía sus voces sobre cubierta, las órdenes del contramaestre, el bullicio de una nave gobernada, y me preguntaba cuánto habría de durar, pues el árbol de nuestra aventura aún no se sostenía sobre las mismas raíces podres.

—¿Os encontráis bien?

Don Pedro Olea de Zumárraga, pálido y atildado como un comediante, me contemplaba desde el vano de la puerta. Le dije que sí con la cabeza, pero no me levanté: un odio frío como el hielo me retenía en el suelo. Tras él vi la figura del capitán Contreras que salía a cubierta apresuradamente. Las enojadas voces con que convocó a sus hombres me revelaron la temperatura de su alma. La mía, por el contrario, se me antojaba muerta.

—¡Señor contramaestre! —gritó don Pedro desde la puerta. Fuera se oyó la respuesta de Juan de Tineo, y el capitán añadió—: ¡Hágame saber cuántos hombres hemos perdido y cuál es el estado del barco!

Después se retiró a su camarote, sin una palabra de aliento, sin un lamento ni un gesto de pesar. Yo me quedé admirado de la limpieza de sus zarpazos, del modo en que brillaba el rosetón de lentejuelas sobre su elegante empeine, del sonido limpio y firme de sus tacones contra el sucio entablado del piso. Pensé: «¡Por todos los santos… sus zapatos tienen más corazón que él!». Me paré, estirando con dolor mis piernas que ahora me recordaban el esfuerzo realizado, y partí en busca de Cristóbal Mendieta. Cosme me siguió como un perro faldero.

Cristóbal estaba donde yo había imaginado, en la cabina principal, al lado de su amada Catalina. Allí parloteaba sin ton ni son fray Antonio Espinel, que se había reconciliado con su vida pecadora en el fondo de una jarra de vino y parecía feliz como un recién nacido, rollizo y encarnado, sentado en su escaño y murmurando una letanía que quería parecer un rosario. Catalina era la viva imagen del espanto. Los cabellos en desorden, los ojos enrojecidos por el llanto, la faz demacrada, su rico vestido desgarrado en los sobacos… y tanto desaliño y congoja no hacían sino realzar su belleza y hacerla aún más insultante e impúdica. En cuanto me vio, la hermosa se abalanzó a mis brazos.

—¡Estáis vivo! ¡Qué miedo he pasado!

Después, dando un paso atrás, recompuso su sonrisa de chicoleo y añadió:

—¡Me habéis dejado sola, señor Bird! ¿Tan poco me estimáis?

Cristóbal me miraba hecho una pura brasa desde la lejanía del olvido de su amada, pero no había espacio en mi frío corazón para galanterías.

—Os adoro, señora, bien lo sabéis. Y adoro vuestros juegos galantes y vuestras sutiles añagazas de mujer. Adoro vuestras mentiras y vuestros falsos enojos. Vuestros desmayos y vuestras fantasiosas dolencias y el modo en que los hombres corren a la muerte por satisfacer vuestros deseos. Adoro cada uno de los instantes de agonía que hemos vivido para mayor gloria de vuestra nunca suficientemente cantada belleza. ¡Pardiez que os adoro, Catalina! ¡No sabéis cuánto!

La hermosa retrocedió aún otros dos pasos, desconcertada por el tono de mi voz.

—Me asustáis, señor. Vuestros ojos echan fuego mientras vuestra boca me halaga.

—¡Ah! ¿Os halago? ¿Halláis placer en mis palabras? ¿Os sentís servida? ¡Cuán tranquila habrá de quedar mi alma atormentada! Vuestra dicha es la mía, señora. ¿Vos sois feliz? ¡A qué penas, entonces! Poco se da que la mar me haya arrebatado a un amigo. Su sacrificio no ha sido en vano si vos recuperáis la sonrisa y el buen humor.

—¿Habéis perdido a alguien? —preguntó, cada vez más asustada.

—¡Sí! ¡No, yo no lo he perdido! Se fue. Se fue volando como un ángel.

—¿Qué decís?

—Nada, hermosa Catalina. Nada. La mar me dio un amigo y la mar me lo ha quitado. Ella es así, caprichosa como vos.

—¿Decís que se lo llevó un ángel? —terció el capellán desde su escaño.

—O un demonio, fray Antonio. No pude verlo bien: el mundo se me caía encima y mi valor no da para tanto.

El capellán se persignó y la hermosa volvió a preguntarme:

—¿Por qué nos habláis así? ¿Qué os hemos hecho?

Por primera vez veía en los ojos de Catalina un destello de sinceridad, un asombro de verdad, una chispa de sentimiento verdadero. Y era éste la certeza de su ignorancia. Ella no sabía de sí. Reinaba en su reino de vanas filigranas y pasiones fingidas sin que llegara a atisbar su entendimiento que pudiera haber otra cosa sobre la faz de la tierra. Era inocente como lo puede ser un lobo, que sólo mata para comer, ajeno al daño que causa.

—Es este viaje, que parece maldito y amenaza con nunca acabar —respondí.

—¿No habrá de acabar? La tempestad ya ha pasado y pronto estaremos en casa, Tomás. Después de cuanto hemos pasado, ¿qué más nos puede pasar?

Todavía hoy, cuando recuerdo aquellas palabras, el corazón se me encoge de tristeza y se me llenan los ojos de lágrimas, quizá porque ya soy viejo y los años hacen maleable hasta el cuero más duro. Es una tristeza sin rostro. Ya no me apena el destino de Catalina ni el mío ni el de Cristóbal Mendieta. Me apena la vanidad de los hombres, esa loca vanidad que les lleva a preguntarse qué puede haber peor que lo ya vivido, sin percatarse de que tal pregunta es una bofetada en el rostro de la diosa Fortuna y ésta castiga las afrentas de forma despiadada.

Aún no había terminado de aquietarse la mar, aquella misma mañana en que nuestro desarbolado galeón contaba sus muertos mientras los marineros de la maestranza se esforzaban en tapar las vías de agua abiertas por el temporal en el casco, cuando el propio Juan de Tineo gritó, desde lo alto del castillo de popa, que había barcos a la vista. La alegría estalló a bordo. Todos salimos a cubierta e incluso yo sentí que la sonrisa volvía a mis labios. Desarbolados y escasos de víveres y de agua, el futuro se nos antojaba oscuro si un milagro no nos traía la ayuda de otros barcos de nuestra perdida Armada. Ahí teníamos nuestro milagro.

Pero la mar tiene sus espejismos, como el desierto, y aquél resultó ser uno de ellos. Pronto distinguimos las picudas velas de una carabela y dos jabeques, mas no había carabela en nuestra Armada de modo que, por fuerza, había de tratarse de naves extrañas. Un negro presentimiento se apoderó de mi alma. Me acerqué al capitán Contreras y le hice partícipe de mis temores.

—Aquéllas son velas que dicen latinas —me respondió, pensativo—, y si es verdad que las usan naves cristianas, no menos cierto es que también lo hacen las armadas turquescas.

Permaneció en silencio durante unos instantes, con la mirada clavada en las embarcaciones mientras se atusaba el bigote distraídamente con los dedos de la mano diestra. Llamó después a su cabo, un sevillano llamado Bustamante, y le mandó que se ocultaran los soldados y cebaran sus armas por si fuera menester. Después, se acercó a don Pedro y le dijo que tan casual encuentro con desconocidas naves le daba mala espina.

—Es cierto que estamos lejos de las aguas berberiscas, mas hay valientes en todas las naciones y sus piratas tienen merecida fama de temerarios —respondió don Pedro.

Sentí crecer el alivio en mi pecho al ver que ambos capitanes apartaban sus rencillas para provecho de todos. Se mandó preparar la artillería con discreción y sin abrir las portas, por evitar que nuestros visitantes entraran en sospechas. Habíamos perdido tres de los cañones del puente durante la tormenta, y aquel que había cobrado la vida propia en la primera cubierta se había desmontado de su cureña y era imposible utilizarlo. Aun así, nos quedaban todavía cañones suficientes para castigar a quien pretendiera abordarnos. Se hicieron los preparativos y todos aguardamos el momento en que las naves estuvieran al pairo, deshojando la margarita de sus intenciones.

Pedí a Cristóbal que llevara de nuevo a Catalina hasta la cabina principal pues, de haber batalla, era mejor que no estuviera sobre cubierta. Pero Cristóbal se negó a permanecer con ella y, antes que verse sola, la hermosa decidió apostarse en la puerta del castillo de popa, por tenernos a la vista.

—Sé que ambos sois valientes —me dijo cuando traté de persuadirla para que se retirara—. Cristóbal me ha contado el duelo que mantuvisteis en mi camarote y cómo hicisteis rescate del grumete que había en la sentina. También sé ya que ha sido a vuestro criado a quien habéis perdido, y creedme que me duele casi tanto como habría de dolerme perder al mío…

—No creo que fuera para vos la misma cosa, señora.

Me miró, recelosa, y dijo:

—Cuando está la vida en juego, y las nuestras han salido ya al tapete de la muerte muchas veces en este viaje, no hay lugar para los resentimientos. ¿Desaprobáis mi conducta? ¿No la habíais acaso adivinado? Ya tendréis ocasión de pedirme cuentas, si reunís también el valor para reconocer el amor que me profesáis y que tan esquivo os mostráis en darme… Pero ahora no me dejéis sola. Os lo ruego. Ser testigo de vuestro valor sólo os hará más grato a mis ojos, y si por ventura esas naves nos son propicias, ningún mal hay en que les dé yo también la bienvenida.

Concedí su deseo y rogué a mi vez a Cristóbal que, al menos, permaneciera cerca de la puerta por mejor guardarla.

—Proporcionarme un arma —me pidió él. Le conseguí una espada, huérfana de dueño a causa del temporal, y un mosquete con su munición y su cebador. Me dijo él que nada sabía de esa arma y me apresté yo a enseñarle, con prisas, su manejo. Y en ésas estábamos cuanto las tres naves se acercaron tanto que pudieron vérseles sus estandartes, que resultaron ser del Rey de España.

—¡Eh, los del galeón! —gritó una voz en lengua castellana desde la proa de la carabela—. ¡El temporal os ha causado grandes daños! ¿Precisáis ayuda?

—¡A fe que sí, señor! —respondió don Pedro—. ¡Pero decidme antes quiénes sois y qué hacéis en estos lejanos mares!

El hombre de la carabela volvió a gritar:

—¡No son momento de ceremonia, señor! ¡Las aguas aún no se han remansado! ¡Dejad que nos acerquemos y pongamos remedio a vuestros males! ¡Ya habrá ocasión de presentarnos!

—No me gusta —escuché decir al capitán Contreras.

—A mí tampoco, que el hábito no hace al monje y ese estandarte bien puede ser robado —respondió don Pedro y, ya a gritos, le dijo al hombre de la carabela—: ¡Cada cosa en su momento, señor!, ¡decidme antes quién sois y enviad una chalupa para que no hayamos de hablar a voces!

El hombre de la carabela se volvió hacia sus tripulantes y les dijo unas palabras. Después volvió a gritarnos:

—¡Somos pescadores del puerto de Palos!

—¡Si lo son yo soy un santo! —exclamó el capitán Contreras.

—¡Ahora botamos la chalupa! —volvió a gritar el hombre de la carabela. Sobre su cubierta se veía mucho movimiento, pero no vimos descender ningún bote al agua.

—¿Qué hacemos? —pregunté, inquieto, pero no hubo lugar a la respuesta pues Juan de Tineo señaló a las otras dos embarcaciones, que hasta entonces flanqueaban un poco más alejadas a la carabela, y gritó:

—¡Van a abordarnos!

Los dos jabeques habían echado al agua sus remos y, a toda vela, se abrían a proa y a popa de nuestro barco, eludiendo la línea de fuego de nuestra artillería. Eran barcos veloces y manejables, y nuestro galeón, privado de casi todo su velamen, parecía un viejo y torpe oso rodeado de sabuesos.

—¡Largad velas! —gritó don Pedro, y los hombres se echaron a la carrera sobre las pocas jarcias que aún servían de algo. Pero el esfuerzo fue inútil. Bien pronto se vio que no había escapatoria. Uno de los jabeques nos había tomado la delantera y había virado para enfrentarnos de proa. El otro nos seguía a popa. Y la carabela navegaba a banda, acechándonos como acecha un buitre a una res agonizante.

—Negociemos la rendición, señor —propuso el capitán Contreras, pero don Pedro, que no se había separado de la escotilla del timonel en todo ese tiempo, se negó en redondo.

—¿Y vuestro valor, señor Contreras? —escupió, de nuevo llevado por la ira y el desprecio.

—Donde debe: en mi corazón y en mi cabeza. Porque no es valiente quien lleva a los suyos a la carnicería sin posibilidad de victoria, sino quien procura conservar la fuerza para la ocasión propicia. Y si hacemos frente a esos piratas, va a haber una matanza.

—¡Escrúpulos! ¡Estoy harto de vuestros escrúpulos! —estalló don Pedro—. No hay rendición en mi barco, señor Contreras. Idos a llorar a un rincón o luchar como un hombre: el «San Juan de Gaztelugache» no se rinde.

La primera descarga artillera de la carabela vino a poner fin a la disputa. El barraganete de la amura de estribor saltó hecho añicos y las astillas de maderas fueron a clavarse en los cuerpos de los hombres que tras él se refugiaban, entre ellos el pobre Jacobo Albiz y el paje del capitán, que se retorcían en el suelo aullando de dolor.

—¡Fuego! —gritó don Pedro. Y durante un rato se sucedieron los cañonazos y las explosiones en medio de un caos total.

Algunos de nuestros disparos habían acertado en el flanco de la carabela, pero ésta estaba bien municionada y nos disparaba andanadas terribles que barrían nuestra cubierta como escoba de bruja. No tardó en caer el palo trinquete, con lo que perdimos casi por completo la capacidad de maniobra, y el desorden que reinaba en nuestras bodegas dificultaba de tal manera la reposición de municiones que muy pronto hubimos de reducir la frecuencia de nuestras descargas, por no quedarnos sin nada que disparar.

La carabela aprovechó nuestro desfalleciente fuego artillero para aproximarse a nuestro costado, mientras los dos jabeques lo hacían a proa y a popa, sin que los cañones guardatimones allí instalados sirvieran para mucho.

Busqué a Catalina con la mirada y la vi acurrucada en el suelo, junto a la puerta del castillo de popa, casi en el mismo lugar que había ocupado yo aquella misma mañana, que se me hacía ya tan lejana, mientras veía a Jamaica volar hacia las nubes como un nuevo Ícaro.

Cristóbal, acuclillado a su lado, trataba de consolarla con amables palabras. Sentí pena por los dos y tal rabia que aún hoy creo que me habría ido a degollar con mis propias manos al necio capitán del «San Juan de Gaztelugache» si no hubieran echado los piratas sus garfios y cadenas sobre los restos de nuestra borda y comenzado su asalto.

Justo antes de comenzar el abordaje, y tal y como mandan los cánones militares, los piratas lanzaron una descarga de tiros de culebrina con abundante metralla que, literalmente, lijaron nuestra cubierta, arrancando jirones de carne, desorejando cabezas, quebrando piernas, cercenando brazos y manos. El puente del «San Juan de Gaztelugache» se transformó en un hormigueo humano, donde cada quien luchaba por sobrevivir. El capitán Contreras y los soldados que aún quedaban en pie se abrieron en retirada hacia el castillo de popa, donde Cristóbal Mendieta y yo mismo, con ayuda de algunos de los artilleros de la primera cubierta, habíamos empezado a levantar una barricada. Tras ella vinieron a refugiarse. A proa podían verse aún a algunos de nuestros hombres que luchaban a espada y pistola contra los asaltantes. Hubiera dado uno de mis brazos por tener a mi lado a Jamaica. Yo le había visto luchar en semejantes ocasiones con una furia que no era humana. Sabía de su agilidad felina, de su certera puntería, de su diestro manejo de la espada y el puñal, de su arrojo silencioso y mortal. Ahora, todo ello me faltaba, aunque había querido Fortuna que estuviera con nosotros el capitán Contreras que, según se veía, nadaba en el combate como pez en el agua, rodeado de mosquetes, hachas y cimitarras, tocado con su atrabiliario sombrero emplumado y atronando los aires con maldiciones y órdenes a la vez que repartía hierro entre sus adversarios.

Don Pedro, que parecía haber perdido ya toda cordura, daba muestras de un arrojo suicida mientras repetía aquello de que el «San Juan de Gaztelugache» no se rendía. El cabo Bustamante, que aguantaba sobre la segunda toldilla del castillo el envite de los piratas del jabeque que llevábamos a popa, dio aviso de que apenas podía contenerlos. Entonces, don Pedro se aupó a la improvisada barricada, aprovechando un momento en que lo piratas habían cesado en sus acometidas, y con la temeridad del necio que culmina el monte de sus necedades con la mayor de todas, que es hacerse matar por nada, se lanzó contra aquéllos al frente de algunos de sus hombres a los que arengaba con gritos de muerte a los infieles. Una bala le abrió la cabeza como una calabaza y se fue de bruces al más allá, atildado y glorioso, como el gran mentecato que era.

La muerte de don Pedro dio nuevos bríos a los piratas, que se nos vinieron encima enardecidos, pero les respondimos con una descarga cerrada de mosquetes que les bajó los humos. Mientras tanto, a proa todo había terminado y pude ver cómo algunos piratas bajaban la escala que allí se abría. Los gritos que pronto empezaron a llegar desde la primera cubierta daban fe del combate sin cuartel que allí se disputaba.

El fuego había prendido en los restos de nuestro velamen y parte de la cubierta, y las columnas de humo dificultaban aún más la lucha.

Entre esas negras nubes vimos caer sobre nosotros a los piratas que habían desbordado por fin en la toldilla a los hombres del cabo Bustamante.

—¡Cuida de Catalina! —acerté a gritarle a Cristóbal, justo antes de que un pirata se le fuera encima y ambos rodaran sobre cubierta con un ruido de hierros.

Ya le tenía el pirata a su merced y se aprestaba a hundirle su daga, cuando le descerrajé un tiro de pistola en la cabeza que se la hizo mondongo. Desplomóse el pirata y apenas tuvo tiempo de decirme Cristóbal «ya os debo dos vidas y no soy gato», cuando otro pirata se me vino encima y hube de habérmelas con un fulano gordo y fuerte que parecía empeñado en darme de comer acero y al que rechacé como pude. El capitán Contreras y yo retrocedimos hacia la puerta del castillo de popa, acosados por un creciente número de adversarios, y desde allí vi cómo un disparo acertaba en el cuerpo de Cristóbal, que había quedado rezagado junto a la borda de estribor, y le echaba al mar por el menguado espacio que mediaba entre ambas naves. No recuerdo que mi corazón se conmoviera en ese instante. No cabían más rabia ni más miedo ni más odio en él. Solté maldiciones, esquivé estocadas, juré y recé al mismo tiempo, disparé las pistolas que a mis espaldas cargaba el grumete Cosme, y recibí también mi ración de hierro, pero era tal mi ofuscación que no sentí el dolor sino hasta más tarde, una vez que todo hubo pasado y el mundo volvió a estar hecho de sus cuatro elementos y no sólo de fuego.

Cuando más desesperado era el trance y ya nos dábamos todos por muertos, vimos que nuestros enemigos empezaban a retirarse. Los piratas que se habían adentrado en el vientre de la nave salían cargados con fardos, cajas y cofres. Los otros recogían a sus heridos y a sus muertos y los trasladaban a la carabela, que había vuelto a largar sus velas y no tardó en alejarse, dejándonos perplejos. Cesamos en nuestro fuego, pues de nada servía ya ensañarse. La escena que ofrecía nuestro devastado puente era terrible. Había cuerpos tirados por todas partes y salía humo por todas las escotillas. Los heridos gemían y sollozaban, presas del terror o sumergidos ya en ese sueño inquieto que precede muchas veces a la muerte. Los que ya no volverían a ver un nuevo día yacían ensangrentados y solos, como reses sacrificadas en una pagana hecatombe ofrecida a dioses antiguos y sanguinarios.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó el capitán Contreras, cuyos ojos enrojecidos todavía parecían mirar el mundo a través de un velo de odio.

—Vienen barcos —dijo Juan de Tineo desde el pie del tronchado palo mayor. El valiente contramaestre, con el rostro ensangrentado y la camisa hecha jirones, había sobrevivido también para alegría de mi corazón, cuya estima se había ganado con su entereza y lealtad.

Todos miramos hacia donde nos señalaba y allá lejos, dos cuartas a babor, vimos levantarse las redondas velas de un galeón español.

—¿Dónde está Catalina? —pregunté, con el corazón de nuevo sobresaltado, y sentí que con su nombre volvía a mí mi perdida y temblorosa humanidad.

—Aquí estoy —oí a mi espalda.

¡Estaba tan hermosa… desaliñada y pálida como una campesina que recorre el campo después de la batalla! La estreché entre mis brazos y dejé, por fin, que mis lágrimas se fundieran con las suyas. Lágrimas de amor, primero, cuando todas las palabras que me había prohibido decir fluyeron de mi boca sin recato alguno. Lágrimas de dolor, después, cuando le di cuenta del triste fin de Cristóbal Mendieta, cuyo cuerpo se habían tragado las aguas para siempre.