Si mis ojos aún me hubieran pertenecido, habría podido ver las mil señales con que el destino anunció sus crueles designios; habría percibido la sombra de desastre que se ocultaba en cada nueva adversidad, en cada engorroso y nuevo incidente, en las palabras, las miradas y las obras de tripulantes y pasajeros, pues avanzábamos unos y otros hacia nuestra perdición empujados por la fuerza del viento y por la poderosa alianza del azar con los caprichos del mundo, ajenos a cuanto no formara parte de nuestras pequeñas querellas y nuestros pequeños anhelos, aún más pequeños en la vastedad de la mar Océana. Pero mis ojos ya no me pertenecían.
La misma tarde de nuestra partida vi por fin a la dueña de Cristóbal Mendieta y las torpes palabras con que el marinero me la había ensalzado se me hicieron aún más groseras y vanas, pues su hermosura excedía con mucho a los encomios no ya de un marino botarate sino del más encumbrado poeta.
La vida a bordo había empezado a tomar la vereda de la costumbre, de lo tantas veces repetido, cada quien entregado a su tarea y yo a la mía que, amparado en mi boleta de pasajero, no era otra sino la de contemplar los afanes ajenos, curioso de las maneras en que los españoles ordenaban la vida marinera.
Durante toda la jornada había ido trabando conocimiento con los hombres que gobernaban la nave y, viéndolos ir y venir ensimismados en sus deberes, me había entregado al dulce placer del pintor que fija en sus retratos los efímeros rasgos que el carácter compone en todo rostro. Momentos fugaces, cual vuelo de paloma, en que el odio, el amor, la desesperación, la envidia, la duda, el miedo, la esperanza, el rencor, la fatiga o el aburrimiento se asoman a los ojos, se intuyen en el mohín de la boca, en la sonrisa, en el sudor que perla la frente o se precipita hasta el cuello, empapando cabellos y camisa. Así anduve todo el día, asomado al balcón de las vidas ajenas, oteando sus paisajes, adivinando sus secretos.
Me sorprendió el orden que parecía presidir todas las acciones de la tripulación, tan ajeno a los usos marineros que yo conocía. El piloto, un vizcaíno de nombre Martín de Gorostiza, dedicó buena parte de la jornada a la vigilancia de los vientos que, variables, exigían una constante reorientación del velamen para mejor aprovechar su impulso. De ese modo, fueron continuas las órdenes que dictaba al contramaestre quien, según exige la tradición marinera, era el eje en torno al que giraban todas las maniobras de la nave. Había un permanente revuelo de marineros, ora adujando cabos, ora remontando los obenques, ora recogiendo o soltando la jarcia de babor. Las grandes velas se sometían a su esforzada voluntad, desplegadas como alas de gaviota.
El maestre del galeón, un sevillano llamado Lucas Beltrán, hombre de aspecto grosero y maneras de contador, vivía ajeno al rumbo y a los avatares de la singladura, pues era el buen orden y estado de mercancías, víveres y pertrechos la obligación a que dedicaba toda su atención. Y viéndole reclamar y recibir cada tanto noticias del despensero y del escribano, más cabía imaginárselo regentando una almoneda que ocupando posición marinera alguna.
A mediodía, tras un ligero almuerzo de queso y nueces, el despensero hizo instalar sobre cubierta, al amparo del castillo de proa, el fogón de su cocina: una gran caja metálica que cuatro pajes movieron a duras penas con ayuda de unos rodillos y manifiesto temor de que un golpe de mar pudiera hacerla caer sobre sus pies. Se arrojaron al fondo de la caja un par de sacos de arena y sobre ella se amontonaron los leños para hacer fuego. El despensero, que como buen cocinero mostraba en sus desbordadas carnes la bondad de sus guisos, hizo traer dos baldes con agua a fin de prevenir incendios pues, aunque pueda parecer extraño, es el fuego uno de los peores azotes de la mar y se ha visto en más de una ocasión consumirse en llamas a un navío sin que toda el agua que lo rodeaba sirviera de alivio alguno. Se echaron a la olla arroz, nabos, cebolla, zanahorias y cecina, y encargóse a las brasas la lenta tarea de su cocción, tiempo que fue aprovechado por grumetes y pajes para limpiar la cubierta a golpe de agua y escobón, en tanto el guardián vigilaba desde el castillo de proa que cumplieran diligentemente su tarea y preparaba los faroles y las candelas que habrían de combatir las tinieblas de la noche en alta mar.
Pero no era sólo yo el indolente entre tanta labor. El galeón albergaba una compañía de soldados de los temidos tercios españoles cuyos desmanes y proezas corrían de boca en boca incluso en las más remotas tierras de las Indias Occidentales. Estrafalarios en su indumentaria, bravucones y escandalosos, dados a juramentos y a libramientos de la peor especie, tal parecía que no hubiera ley ni regla a que debieran atenerse, dispensados del respeto y de las buenas maneras por tantas veces como se habían jugado la vida en los campos de batalla de Flandes y de Francia, o en la defensa de puertos como San Juan de Puerto Rico, Cartagena de Indias o La Habana cada vez que los despiadados corsarios de mi patria desataban sobre ellos la furia de sus cañones o la ferocidad de sus espadas.
Un numeroso grupo de aquellos soldados jugaban a los naipes sobre cubierta, en torno a la larga mesa donde en breve darían buena cuenta de su cena que, según habían reclamado a voces al atareado despensero, habría de ser tan pródiga como lo eran los sonoros regüeldos con que se despachaban cada tanto o las maldiciones que largaban a los grumetes si éstos, en su limpieza, venían a salpicar con agua sus desgastados zapatos de cuero. Entre sus voces recias y estentóreas sobresalía una que clamaba cual alma a las puertas del Infierno. Su dueño era un hombre de mediana edad cuyo fornido cuerpo disimulaba apenas la torcedura de su espalda que, sin llegar a hacerle cheposo, sí le tenía permanentemente escorado a estribor. Lucía un bigotón que daba a su rostro el aspecto y la ferocidad de un perro, y se tocaba con un sombrero de ancha ala en el que destacaban los encendidos colores de una vistosa pluma de guacamayo. Sus ojos, pequeños y brillantes, se clavaban en el rostro de quien le hablaba como dos finas dagas, fríos y astutos, acerados cual balines de pistola, calculadores y feroces. «Soy capaz de todo», parecían proclamar, y a fe que no iba a ser yo quien discutiera tal afirmación.
Cada tanto, golpeaba la mesa con la mano en que guardaba sus cartas, y al dejar el naipe sobre el tablero tal se sentía cual si fuera a uno de sus propios hombres al que hubiera abandonado a su suerte en un perdido islote. Con tamaña determinación no tenía nada de raro que las mejores cartas fueran a dar a sus manos, cual si allí hubieran estado siempre. Y por más que yo me sospechaba que habrían de tener morada permanente en la bocamanga de su jubón, pues tanta suerte no hay varón que la concite si no median las mañas del impaciente, me tuve bien guardado tal parecer, pues no acepta de buen grado el tramposo que se le llame por su nombre y, modesto en sus habilidades, prefiere el silencio del público al más encendido aplauso, cual hubiera sido el mío pues no me eran del todo ajenas las artes de sacar naipes de la nada.
El marino que me había dado nuevas de Cristóbal Mendieta y de su dueña a mi llegada a bordo, cuyo nombre era Jacobo Albiz y cuya locuacidad se desbordaba a la menor ocasión, se me acercó, al verme contemplar al grupo de soldados, movido por el solo propósito de susurrarme al oído, con un fondo de admiración y de respeto, el nombre de tan feroz personaje: «Es el capitán Alonso de Contreras». Ante la ignorancia de mi mirada, añadió contrariado: «Teneos con él, pues no se le da un ardite enviar a rendir cuentas ante el Divino Hacedor a quien le busca disputa, ya sea corsario turco o alguacil real».
Fue entonces cuando se abrió la puerta del castillo de proa y vi salir a cubierta a una joven dama, ricamente vestida, y tras ella a Cristóbal Mendieta que la seguía solícito, vigilante de que no fuera a tropezar con los baldes de agua del despensero en su camino hacia la borda de babor. Al verla andar con pasos titubeantes y con un gesto desmayado en las manos, que ya buscaban desde lejos la seguridad de la batayola, pensé cuán flaco era el favor que le había hecho el capitán al cederle el camarote del piloto, pues en su interior se hacía más presente el cabeceo del barco y, con éste, se acrecentaban las ansias que la agitada mar movía en el estómago. Todo ello se leía en el rostro de la joven, cuya hermosura emergía vencedora sobe la demacrada huella que los vómitos habían impreso en él. La suya era una tez pálida a la que los últimos rayos del sol arrancaban reflejos de una blancura de hielo. Su cabello negro, que había estado recogido en un alto moño, deslizaba algunos lánguidos mechones sobre su frente y acariciaba su mejilla hasta rozar su largo cuello, que surgía de una camisa entreabierta con la que, sin duda, había pretendido ocultar la generosidad del escote de su ceñido vestido, pero que ahora, al ofrecer a mi mirada ociosa la dulce intuición del nacimiento de sus pechos, se había transformado en el más devastador pregonero de su belleza.
La vi inclinarse sobre la borda, mientras Cristóbal Mendieta la tomaba delicadamente del brazo, y su cuerpo menudo y frágil se estremeció como un pajarillo que temblase en la mano de su captor. La penosa vulgaridad de su mal parecía no tocarla, ni humillaba su altiva figura tan forzada postura. Mis ojos no veían más que el gracioso arco de su silueta recortada contra el mar, sus cabellos que mecía el viento y sus manos largas y armoniosas aferradas a la batayola, y por un instante desprecié a la áspera madera que recibía insensible su caricia.
La aparición de la hermosa tampoco había escapado a la atención de los ruidosos soldados, cuyas voces se habían apaciguado y cuyo interés por la partida de cartas no les impedía rivalizar en ingenio a la hora de celebrar tan grata compañía.
—Es la belleza cruel tirano, mi capitán —decía, sentencioso, un soldado de rizado bigote e impertinente perilla, mientras daba la espalda a la joven—, pues pronto encierra en la cárcel de su admiración a quien se cruza en su camino, sin importarle que sea casado, clérigo o soltero.
—Y allí le martiriza con el fuego de sus ojos y le hambrea de promesas o le azota con la larga fusta de su silencio —dijo otro, al desgaire, con fingida compunción.
—¿Es que hay, por ventura, alguna hembra que se crea desprovista de belleza? —preguntó un tercero y se respondió a sí mismo con maliciosa sonrisa—: ¡Si hasta la perra más tiñosa sale a lucirse cuando hay machos delante!
Y sus villanas palabras hallaron un inmediato coro de risas y proclamas:
—¡Mal remedio tiene ese gobierno!
—¡Y peor fin ha de encontrar quien logre escapar a sus mazmorras!
—¿Por qué, entonces, fingen vuesas mercedes ensalzar a quien tanto desprecian y tan mal nos quiere? ¿Y qué mal es ese que nos hace amar la cadena que nos retiene, el potro que nos atormenta, el hierro que nos abrasa y, con el último aliento, lleva nuestros labios a besar la mano que nos hiere?
Los soldados volvieron hacia mí sus miradas, sorprendidos por mis preguntas. Vi centellear en los ojos del capitán Contreras el relámpago del enojo y maldije mi atolondrada cabeza y la temeridad de mi lengua, siempre dispuesta a meterme en pendencia, veloz lebrel al que apenas podía seguir el percherón de mi pensamiento. Una vez más, mi razón llegaba tarde para advertirme sobre los desmanes de mi boca liberal. «¿Qué os va en ello? —me reprochaba—. Son bromas de soldadesca. Así han sido siempre y así serán. ¿A qué vuestro desplante? ¿Amáis tan poco la vida que la arriesgáis por una sombra de duda, por un puñado de palabras que ya se ha llevado el viento?».
El capitán Contreras, que había permanecido en silencio mientras sus hombres se entregaban a las burlas, dejó sus cartas sobre la mesa, se puso en pie y se acercó a la escalera del castillo de popa sobre la que yo estaba sentado. Su caminar era pausado y firme, propio de quien ha navegado, sus manos ceñían la ancha hebilla del cinturón de su correaje, y la pluma de guacamayo refulgía en su sombrero cual si fuera de oro. Clavó en mí sus duros ojos y dijo:
—¿Y vos, señor, sois…?
—Un boceras, señor capitán, bien lo sé. Y perdonad mi atrevimiento, mas no hay dama que no merezca respeto y mejor harían vuestros hombres en servirla, ahora que como bien se ve precisa ayuda, en vez de exhibir una arrogancia que no ha de ganarse su derecho a ser, pues a buen seguro que tan digna señora nada podrá oponer a tanto remoquete.
El capitán Contreras volvió la cabeza hacia la borda, donde Cristóbal Mendieta y su dueña seguían acodados, probablemente ajenos a nuestra conversación pues tomábamos por la aleta de babor el cálido viento que soplaba de sudoeste, directamente desde la gigantesca marmita del golfo de México, y nuestras palabras habrían de perderse entre el rumor de las olas, cazadas al vuelo tal vez por los refulgentes peces voladores o por los juguetones delfines que nos acompañaban a ratos con sus cabriolas.
—Nos habéis hecho una pregunta, señor —dijo, al fin, mirándome de nuevo con sus ojos de metal—, ¿conocéis la respuesta?
—Ese mal, señor capitán, está en nuestro corazón, nace de la misma negra fuente que nuestros deseos, se alimenta de nuestra pasión, se acrecienta con nuestros delirios. La belleza no nos tiraniza, señor. Es nuestro arcaico corazón, rebosante de sueños insatisfechos y de violencias, temeroso y temerario, el cruel tirano que nos humilla y martiriza, pues nos colma de promesas y tiende el velo del engaño ante nuestro ojos. ¿No se os antoja más necesario el valor para hacer mofa de la debilidad que habita en nuestro pecho, que para burlar la belleza que pretendemos y tememos?
Una sonrisa socarrona se dibujó bajo el bigotón del capitán:
—Tenéis valor, inglés y sois diestro con las palabras. ¿Presumís de conocer el corazón de los hombres? Tampoco a mí me es ajeno, que más de una vez he ido a ensartarlo con la punta de mi espada. Quitar la vida a un hombre es algo terrible, podéis estar seguro, pero quien a ello se sobrepone aprende cosas de su propio corazón que hasta entonces ignoraba. Y os aseguro que un corazón es como cualquier otro. Aprended del vuestro y sabréis de los demás. Pero dejemos ahora estas filosofías pues con vuestra desfachatez habéis interrumpido una mano de cartas que se prometía vencedora y yo nunca renuncio a la victoria, así sea en la guerra, en el lance de amor o en el juego, que a fin de cuentas todo es lo mismo: matar o morir.
Diose la vuelta y con un gesto de la mano me invitó a seguirlo.
—Sentaos a nuestra mesa, inglés, y no os preocupéis por la dama. Su paje bien parece servirla y estos brutos que me acompañan queman la pólvora de su arrogancia en salvas, que es la manera en que el soldado rinde honores. No os hagáis mala sangre y arriesgad vuestros realces sobre la mesa, como habéis arriesgado vuestro pellejo mostrando esas maneras de caballero andante. A ver si sois tan valiente con un mazo de naipes en la mano.
Al ponerme en pie comprendí que llevaba un rato sin respirar, con el alma y el cuerpo agarrotados. Me dolían las piernas y las manos, y el aire entraba de nuevo en mis pulmones como entra por vez primera en los de un recién nacido. Porque no otra cosa era yo sino un hombre que acababa de volver a la vida. Decidí desentenderme de la suerte de Cristóbal Mendieta y de su dueña, que no tardaron en regresar a su camarote sin haber cruzado palabra con nadie, y esquivé mi propia suerte con gran empeño, pues no quería que una inoportuna mano de naipes viniera a colmar el vaso de la paciencia del capitán Contreras; de tal modo que perdí partida tras partida con esforzada voluntad y mucha discreción pues, según intuía, tampoco vería con buenos ojos el bravo soldado una victoria reglada. Hice apuestas suicidas, disfrazadas de orgullo, y desperdicié cartas que valían un tesoro aparentando que, al hacerlo, perseguía más altas y gloriosas jugadas. Y con ello, envié un buen puñado de reales a la faltriquera de capitán Contreras, lo que tornó luminoso su rostro y locuaz y dicharachero su talante.
La alegre compañía de los soldados hacía más llevadera la rutina de a bordo y en sus maneras pendencieras y orgullosas hallaba yo el espejo en que mi inquieta alma deseaba mirarse. Mi condición de extranjero poco parecía importarles y mis habilidades con los naipes y los dados —pues llevaba siempre conmigo un pequeño cubilete y cinco diminutos dados de marfil, que exhibí una vez que se esfumaron los nubarrones de tormenta del rostro del capitán Contreras—, me hicieron ganar pronto su confianza, así que no tardé en verme unido a su ruidoso grupo, cuyo amparo no hacía sino acrecentar mi disparatada arrogancia, para regocijo del capitán que parecía entusiasmarse con mi temeridad.
Nuestra Armada, entre tanto, había enfilado ya el canal de la Bahama en busca de la ruta de regreso a España, y los locos vientos que a menudo lo azotan hincharon nuestras velas cual panza de obispo y nos empujaron hacia el norte por el dicho canal, que es largo más de cien leguas, cual si fuéramos saetas. El «San Juan de Gaztelugache» más que surcar sobrevolaba la brava mar en medio de una nube de espuma, con todo su velamen desplegado, cerrando la vistosa comitiva de naves que semejaba una bandada de gaviotas en busca de la tierra que ocultaba el horizonte.
La tripulación estaba excitada y agradecida, porque no hay mejor remedio para la melancolía del aburrimiento que el esfuerzo del trabajo bien hecho, y era cosa de admirar la manera en que aquellos hombres gobernaban el poderoso velamen del galeón. O al menos así me parecía a mí, que asistía curioso a sus esfuerzos. Pero lo que se me antojaban vientos furibundos quedáronse en nada cuando hubimos salido del canal y puesto proa al nordeste para mejor apurar los que habrían de ayudarnos a cruzar la mar Océana. El galeón era un puro crujir, las olas batían nuestro costado como latigazos y el cabeceo se hizo insoportable. Muy pronto se vio a los hombres arrojar cuanto almacenaban en sus estómagos sin importar cuántos años hiciera que llevaran echados a la mar. Del piloto al último soldado del capitán Contreras, todos compusimos idéntico cuadro al que ofreciera nuestra hermosa pasajera el día de nuestra partida. Pero mientras yo me daba por muerto, incapaz de mantenerme en pie, preso de escalofríos y espasmos, los marineros apenas si se tomaban un momento para vomitar y reanudaban de inmediato sus tareas, pues aquellas arcadas y reveses eran para ellos parte de su labor, como lo eran la lluvia y el viento, y su malestar no podía excusarles de sus obligaciones.
Tan sólo el capitán don Pedro Olea de Zumárraga y mi silencioso criado Jamaica parecían indiferentes al vertiginoso bamboleo que sacudía a la nave. El capitán, que en los tres días pasados apenas si había aparecido sobre cubierta, se apostó junto al guardián vestido cual si fuera a una cena cortesana: corta casaca roja, gorguera blanquísima al cuello y amplios calzones brocados atados sobre las rodillas. Sus medias blancas bajaban hasta unos elegantes zapatos rojos de tacón sobre los que brillaban sendos rosetones hechos de lentejuelas sobre encaje. Su pelo ensortijado y su barba corta le daban un aspecto fatuo, y en su actitud había altanería y desprecio: atildado y entero, asistía impasible a los padecimientos de sus hombres como un dios antiguo y cruel que demandara el sacrificio humano para satisfacer su sed de gloria. Hubiera vaciado gustosamente mi mermada faltriquera con tal de verle descomponer el rostro y babearse su impoluta casaca, pero no quiso la fortuna darme satisfacción y hube de conformarme con no manchar yo mi propia camisa y aún dar gracias a Dios por ello, pues en mi malestar era cosa de milagro guardar la compostura.
El buen Jamaica me prodigaba entre tanto sus atenciones, empeñado en hacerme tumbar en el catre de mi camarote. Pero la sola idea de enclaustrarme en el vientre de la nave acrecentaba mi mal y tuvo que desistir de su empeño para ocuparse tan sólo de que tuviera en todo momento entre mis piernas un balde donde poder arrojar. Él mismo vaciaba el balde por la borda cuando se lo permitían sus obligaciones marineras, que no habían hecho sino aumentar desde nuestra partida, pues su destreza y fuerza no habían escapado a los ojos atentos del contramaestre, un recio asturiano llamado Juan de Tineo. Acostumbrado al mando, el contramaestre apreciaba el silencio de Jamaica como una bendición del Señor y no se cansaba de encomiarle ante el resto de la tripulación. «¡Haced del silencio virtud, señores, que la fuerza se va por la boca!», tronaba cada vez que la marinería rompía en maldiciones en su lucha contra el viento. De modo que no dudaba en recomendar a Jamaica las maniobras más arriesgadas, con una fe que mi criado parecía agradecer esforzándose como nunca antes le había visto hacerlo. Que había que asegurar la jarcia de la verga del palo mayor, allí subía Jamaica; y podía vérsele a cualquier hora del día en prodigioso equilibrio trepando por la arboladura del galeón, lo mismo enjaretando la gavia desgarrada que afianzando las poleas de las escotas de la vela mesana.
Tales habilidades tampoco escaparon a la atención del escribano quien, pese a haberme ignorado desde que subí a bordo, no se recataba en dirigirme miradas llenas de desconfianza cada vez que creía que yo no le veía. A fuer de sincero he de reconocer que en poco me inquietaban las sospechas del escribano pues, hallándome yo a bordo merced a su comprada voluntad, no cabía temer de él la denuncia de mi impostura. Más aún, sus recelos me parecían cosa de risa y me daba a imaginar los mezquinos temores que pudieran atormentar su alma, pues en ellos encontraba yo justo castigo a su avaricia.
Cuando mediaba ya la tarde de aquella quinta jornada de navegación, el mozo Pedro Ruy, que era paje de don Pedro Olea de Zumárraga y pariente de un contador real, lo que bien se veía en sus manos menudas y débiles poco acostumbradas a la labor, se acercó con mucha ceremonia hasta el castillo de popa, donde yo pugnaba por espantar de mi cabeza las gasas de las náuseas con la ayuda del viento, y me dijo que el señor capitán deseaba contar con mi presencia en su mesa para la cena, pues sus muchas obligaciones le habían impedido hasta ahora atender a los pasajeros de su nave cual hubiera sido su gusto.
Deduje de las palabras del paje que la hermosa sobrina del marqués de Valdehoyos habría de estar presente en la cena y di gracias al cielo por la petulancia de nuestro capitán que, en su afán de brillar entre las asperezas de la vida marinera, no había tenido mejor idea que convocar al refectorio de su cámara a quienes nada podían guardar en sus estómagos. Tan arisca mesa tendría al menos la virtud de colocar de nuevo ante mis ojos a la hermosa dueña de Cristóbal Mendieta y permitirme así hablar por fin con ella, pues en verdad no había tenido ocasión de cruzar palabra alguna con mi escurridiza compañera de pasaje en todo aquel tiempo, y las pocas palabras que me había dicho Cristóbal no habían sido sino evasivas, excusas apresuradas con que mantenerme apartado de la joven. Y a buen seguro andaba aquél en los mismos pensamientos que yo pues, a poco de retirarse el paje del capitán, se vino a verme para darme cuenta de sus recelos.
—¿Vais a aceptar la invitación del capitán?
—¡Caramba, Cristóbal, qué maneras usáis! Apenas si hemos hablado en estos días y os venís ahora con tal pregunta… ¿Es que podría acaso rehusarla sin ser descortés?
—¡Pero no os encontráis bien! Yo mismo os he visto vomitar como si fuerais a arrojar el alma por la boca.
—No he sido el único, Cristóbal. Además, ¿por qué habría de faltar a una cita tan grata? ¿Faltará acaso vuestra dueña?
Una nube de dolor atravesó su rostro y en sus ojos se dibujó el cansancio de la resignación:
—No os burléis de mí, Tomás. No es Catalina mujer que desperdicie la ocasión de ornar la mesa del capitán, más aún si la vida a bordo no le depara otros entretenimientos que la contemplación del horizonte o los rigores de las náuseas. Ella estará allí sin falta y ése es precisamente mi miedo. ¿Cómo habrán de sostenerse nuestros embustes si ella no os conoce de nada?
—¡Voto al diablo, Cristóbal, mirad que os ahogáis en un vaso de agua! —estallé, aparentando más enfado del que en realidad tenía—. Me andáis huyendo desde que subimos a bordo, no lo neguéis. ¿Qué pretendíais con ello? ¿Ocultaros hasta llegar a puerto? ¿Encerrar a vuestra dueña cual si fuera una prisionera? ¿Y si el escribano hubiera logrado hablar con ella? ¿Qué habría sucedido? Vos y yo estamos condenados a entendernos, Cristóbal, y mejor será que hablemos y acordemos nuestros actos y nuestras palabras, pues dependemos el uno del otro. Habréis de hacerme confianza por más que os enoje, y cuanto antes lo hagáis mejor para ambos.
Supe que había logrado quebrar su obstinada cerrazón cuando cabeceó conforme, concedió con un gesto de su brazo y musitó un derrotado «así sea».
—Bien, Cristóbal, —dije, palmeando su hombro—. Hablemos pues de vuestra dueña. Ella no me conoce, es cierto, pero eso tiene fácil remedio. Sacadla a tomar un poco el aire y presentádmela. Decidle que soy conocido de su tío. A buen seguro que una hermosa joven como ella no estará al cabo de los negocios del marqués. ¿No le habéis dicho nada de mí?
Cristóbal Mendieta negó con la cabeza.
—Tanto da —proseguí—: Decidle que las náuseas me han tenido confinado en mi camarote y que por eso no he podido presentarle hasta ahora mis respetos. Decidle lo que queráis con tal de que llegue a la mesa del señor capitán convencida de nuestra historia.
Mostróse de acuerdo y partió en busca de su dueña, dejándome a solas con la ansiedad que se había crecido en mi interior según anudaba las razones que iban a traerla hasta mi lado. Soy presa fácil de la belleza femenina, lo he sido siempre y aún hoy, cuando mi cuerpo se desentiende de los reclamos de mi deseo, guerreo con postreras fuerzas en la deleitosa batalla del amor siempre que tengo ocasión, lo cual tampoco es decir mucho pues la vejez es cicatera y lo que da en sabiduría lo quita en otros atributos que no por menos elevados son menos eficaces a la hora de requerir de amores a una dama. Entonces no me atormentaban tales carencias, gozaba la plenitud de mis pocos y briosos años y veía en cada mujer que se cruzaba en mi camino una ciudadela a conquistar, una armada a derrotar, un botín a disfrutar. Que no otra cosa buscaba sino el placer del almogávar, entrar al pillaje en territorio enemigo para retornar triunfal a mi soledad aventurera, con el goce disfrutado por todo tesoro. ¿Y podía acaso haber alcázar más deseable que la altiva fragilidad de la dueña de Cristóbal Mendieta? No a bordo del «San Juan de Gaztelugache», desde luego, y los días con sus noches, prolijos en horas de indolencia que daban alas a la fantasía, no hacían sino avivar el fuego que había nacido en mi pecho el día de nuestra partida, cuando la vi por vez primera.
Vagaba por mis propias ensoñaciones cuando, como si se hubiera escapado de ellas, una voz de mujer me trajo de nuevo a bordo:
—¿Sois en verdad amigo de mi señor tío?
¿Era así su voz? ¿La había imaginado yo tan aguda, con ese temblor musical y esa cadencia pausada cual gato que se despereza y maúlla mientras se restriega contra la pierna de su dueño? ¿Era esa voz dulce y tentadora, hecha para la mentira y el engaño, la que había sonado en mi cabeza cada vez que fantaseaba con nuestro encuentro? No lo era, desde luego. Yo la había dotado de un timbre cálido pero firme, con un fondo de recelo y de orgullo, y ahora me encontraba con la melodía de una pícara hechicera, hecha de vanidad y descaro. Pero su pócima era certera y mi decepción fue ave de paso. Ante la promesa de sus ojos y de su boca de labios gruesos, que parecía echar a volar un beso en cada palabra que pronunciaba, no dudé en atribuir a su voz las virtudes imaginarias que había ido tejiendo en mis fantasías, sin preocuparme de su acomodo con la realidad. Porque, al cabo, ¿no es acaso propiedad del amor cubrir de máscaras la realidad, tornar bella a la fea, virtuosa a la perdida, amable a la esquiva y sutil a la necia? ¿No ve la enamorada en su galán el héroe que imagina en lugar del cobarde que la pretende? De todos es conocido que el amor y la guerra son artes iguales, y si el caudillo vencedor ensalza al derrotado para hacer mayor su gloria, de igual modo los enamorados levantan en altísimo altar a quien aman para hacer así más grande su conquista, que todo es vanidad y en amando a otros nos amamos a nosotros mismos con sentida pasión. Bien dispuesto había de estar yo a enamorarme en aquel tiempo pues caí rendido ante la dueña de Cristóbal Mendieta, sin prestar atención a los avisos que mi razón dictaba. Y así, respondí a su pregunta con mi sonrisa más galante:
—Lo soy señora, para mi fortuna, pues merced a tan alta estima puedo hoy saludaros y gozar del privilegio de vuestra atención y de la vecindad de vuestra hermosura.
—No recuerdo haberos visto en el palacio de mi tío —contestó la hermosa, con un mohín de divertido recelo—. Muy discreto fuisteis, señor Tomás. ¿Lo sois siempre en vuestras visitas?
Una sonrisa maliciosa se dibujó en sus labios y yo me prometí sellarlos con un beso antes que nuestra nave tocara puerto.
—El discreto no se pavonea de sus virtudes, señora, mas puedo deciros que hay también sabiduría en saber hacerse ver tan sólo en la ocasión propicia que la mucha fama es lisonjera pero también incómoda.
—Será grato escuchar vuestras aventuras y enseñanzas durante la cena, pues ya me ha dicho mi paje que sois invitado del señor capitán. Cebad bien el mosquete de vuestras historias que este viaje es molesto y tedioso, y cuento con vuestra ayuda para distraer las horas —se despidió, dándome su mano a besar y partiendo luego hacia su camarote en compañía de Cristóbal Mendieta, que había presenciado en respetuoso silencio nuestra conversación.
El capitán dispuso que se sirviera la cena en la amplia mesa de la cabina principal, que estaba debajo de la toldilla de popa y era habitual punto de reunión de los mandos del barco; una sala estrecha y alargada, situada en la banda de estribor, en la que a duras penas cabía la gran mesa, pero cuya angostura aliviaba el ventanal que se abría a popa. Por él penetraba la claridad del atardecer, sacando reflejos rojizos a la madera y brillos de ámbar a la cristalería que temblequeaba sobre el mantel.
Éramos pocos comensales para tanta mesa, pero la reunión no tenía desperdicio. Don Pedro Olea de Zumárraga, tan atildado como se le había visto en el puente y rígido como una estatua, ocupaba el extremo de la mesa más cercano al ventanal. Frente a él estaba Catalina, en cuyo rostro e indumentaria no había ya rastro alguno del malestar que la atormentaba, transformada por esa rara alquimia de afeites y cuidados que las mujeres se prodigan con indudable arte. A su lado se sentaba el capitán Contreras que, desprovisto de su sombrero emplumado, mostraba una larga melena castaña y una mirada retadora. Mi puesto estaba frente al soldado y a mi lado se situó el escribano Sebastián de Arteta, vestido con su invariable atuendo negro y tan manifiestamente incómodo por mi presencia que me volvieron las ganas de reír. El maestre Lucas Beltrán completaba el cuadro con su zafiedad de carretero y su silencio temeroso.
El paje del capitán sirvió la cena, ayudado por Cristóbal Mendieta que se había ofrecido para la tarea aunque, como bien se veía, poco sabía del oficio de sirviente; pero se resistía a dejarme a solas en aquella sala y, ya al entrar, me había musitado al oído «tened prudencia», como si tal recomendación fuera necesaria.
Merced a la locuacidad de Jacobo Albiz, tenía yo noticia de la afición de nuestro capitán a evocar las hazañas de un tío abuelo suyo que había vivido los gloriosos años en que la Monarquía española enviaba a sus mejores hombres a dar la vuelta al mundo, cosa que hizo un famoso marino nacido en el mismo pueblo que don Pedro Olea de Zumárraga y que se llamaba Elcano. No me extrañó, pues, que así que nos hubimos sentado a la mesa, y aun antes de que los pajes nos arrimaran el caldo, nuestro capitán se lanzara a contarnos el dicho cuento, con gran seriedad y prosopopeya.
—Sepan vuestras mercedes que la mía es familia marinera de antiguo, y ya mi señor tío don Rodrigo, que Dios tenga en su gloria, se hizo a la mar con el más grande marino que han dado los tiempos, que no fue otro que don Juan Sebastián Elcano, a quien le cupo el honor de ser el primer hombre que dio la vuelta al mundo, por más que digan los ingleses. Y espero que nuestro ilustre pasajero, don Thomas Bird, no pondrá reparo a lo que he dicho, pues su paisano el capitán Drake realizó su periplo cincuenta y ocho años después de que Elcano fondeara frente al puerto de Sanlúcar de Barrameda, del que había partido tres años antes y al que regresó con sólo un puñado de sobrevivientes tras haber llevado a cabo lo nunca hecho.
Díjele que no veía pendencia alguna en cuanto decía, pues de todos era sabido el inclemente trato dado por sir Francis Drake a los puertos españoles tanto del mar Caribe como del mar del Sur, y no me sentía yo heredero de tales excesos ni partícipe de sus beneficios, por lo que nada me movía a encomiarlos por encima de las hazañas ajenas.
—Mas vuestra reina misma hizo escribir en el escudo de ese Francis Drake una divisa que es pura infamia y que le proclama como el primero que circundó el mundo.
—¿A qué tanta insistencia, señor? —terció el capitán Contreras, con una sonrisa que de puro falsa metía miedo en el cuerpo—. El inglés ya os acordó razón, no haga vuesa merced más sangre, que se diría que sois vos quien no os acabáis de creer lo que contáis.
—¿No habré de creerlo? ¡Si fue mi señor tío testigo de aquellos hechos y tripulante después de la nao «Sancti Spiritus» con la que don Juan Sebastián Elcano fue a dar su vida! —estalló don Pedro Olea de Zumárraga—. Bien sé que os divierte provocar, señor Alonso, pero estáis a bordo de mi nave y me debéis respeto, mal que os pese.
—¿Es vuestro deseo, señores, arruinarme esta cena que es el primer solaz que tengo en esta ingrata travesía?
El dulce reproche de Catalina, dicho apenas en sovoz, bastó para encalmar los ánimos de don Pedro y para sepultar en la boca del capitán Contreras su réplica.
—Bien están los hechos de armas, mas estoy segura que habréis de saber historias en que arrojo y destreza estén al servicio del amor, que es cosa que las mujeres estimamos y cuyo relato es murmullo de manantial para nuestros oídos —continuó la hermosa, mientras hacía resplanceder en sus mejillas los colores de su desvergonzado capricho, que era delicia el verla así ruborizarse. Pero tal cuadro, que parecía pintado para la dicha del hombre, guardaba una sombra de falsedad que despertó de nuevo mis recelos y convocó en mi memoria el recuerdo de unos versos que entonces apreciaba y se me hacían verdad preclara:
«¿Que pues que yo mucho perdido ande
por un engaño tal, ya que sabemos
que nos engaña igual Naturaleza?
Porque ese cielo azul que todos vemos
ni es cielo ni es azul… ¿Y es menos grande
por no ser realidad tanta belleza?».
Y así, en comunión con aquellas palabras, pensaba yo que si el cielo no era cielo ni era azul, tampoco eran ciertos el candor ni la juventud de Catalina. Porque ella, que allí resplandecía, tímida y fatal, compraba el carmín que incendiaba sus labios y el bote de rubor que temblaba en sus mejillas. Ella se maquillaba de mentiras el rostro y quizás el corazón, y mi alma lo intuía con la sabiduría temprana que me daba el haber visto ya, a los veinte años, cosas que otros no quisieran ver en una vida entera, mas… ¿quién podría resistirse a tal engaño? Pues no era menos embriagadora su belleza por no ser cierta. Ella pedía una historia de amores y yo no pude resistir la tentación de complacerla y, al tiempo, advertirla, pues que estuviera dispuesto a rendir pleitesía a sus encantos no quería decir que hubiera perdido el juicio. Teníalo sólo en suspenso, y era bueno para ella, y para mí, saberlo.
—¡Ay, el amor, señora! ¿Qué no hiciera el hombre por él? Todo lo trastoca y revuelve, porque es la puerta abierta que deja escapar lo que nuestro corazón guarda, y aun lo que de sí mismo ignora —dije, a modo de prólogo a mi historia que conté de seguido, mientras los pajes servían al fin la sopa, que amenazaba con desbordar las escudillas con tanto meneo como nos agitaba, y era cosa de no mirarla por no animar a nuestras entrañas a seguir su ejemplo.
»Sabed —continué—, que el amor puede ser también un peligro y, si no, interrogad al pasado, al cautivo Sansón traicionado por Dalila, al decapitado Holofernes, a la sitiada ciudad de Troya… ¿Qué desdichas no trajo consigo el amor en tales casos? Por eso hay hombres que se guardan del amor cual del veneno. No diré que no busquen de las damas compañía, que tal sería vida de monjes, pero hay otras formas de gozar de ella sin que medien amores ni casorios. Ya sabéis a qué me refiero, pues aunque doncella no os creo ignorante…
Como esperaba, Catalina me regaló con un pudoroso asentimiento y una impúdica sonrisa, que era maestra en el arte de expresar lo uno y su contrario en un mismo gesto. Don Pedro me llamó al orden, rogándome discreción, y en los ojos de los demás vi brillar el pícaro regocijo de poder mentar ante una dama lo que no por saberlo todo el mundo deja de confiarse al secreto. Me juré no pronunciar las palabras más infames, reclamé silencio con la mano y proseguí mi relato:
—No se ofendan vuesas mercedes, que habrán de ver cómo este cuento tiene también su moraleja. Algunos de esos hombres de los que os hablaba son los que habitan hoy la costa norte de La Española y han venido a sentar plaza en la isla de La Tortuga, que alza sus verdes montañas justo enfrente de esa costa. Como bien sabe nuestro señor capitán, hace más de diez años que esas tierras fueron abandonadas por los colonos españoles en cumplimiento de las órdenes de Su Majestad el Rey de España que de esa manera quería acabar con el mucho contrabando que había en esa región. Mas es ley de vida que siempre haya quien esté dispuesto a acudir para dar uso a lo que otro desprecia, y así no han tardado en asentarse allí tramperos franceses, a los que llaman bucaneros, que comercian con la carne del asilvestrado ganado que dejaron abandonado los españoles. Tampoco han faltado colonos ingleses de los que antes se habían establecido en la isla Roanoke y en la Bahama, y también aventureros holandeses que ha tiempo que vagan por el Caribe en sus pequeñas embarcaciones y toman el nombre de filibusteros. Supongo que don Alonso de Contreras podría contarnos de las pendencias que unos y otros han comenzado a tener con los soldados del Rey de España, pues del contrabando a la piratería no hay más que un paso, puedo asegurároslo por haber estado yo a punto de darlo, y doy gracias a Dios por haber reunido la necesaria entereza para mantener mi honor a salvo de la tentadora codicia, que es causa de tanto mal.
—¿Es eso cierto, señor? —me interrumpió Catalina, con la mirada ansiosa y excitada—. ¿Fuisteis contrabandista?
—Quise serlo, señora, por ignorancia y por imprudencia, que son pecados de juventud. Mas gracias a la severidad y al trato de vuestro señor tío enmendé entonces mi desatino y aún he de corregirlo por completo ahora, huyendo de la mar como de la peste en este viaje que me devuelve al cuidado de las tierras paternas, que nunca debí abandonar —respondí y dirigí una elocuente y agradecida mirada a don Sebastián de Arteta, que hundió la suya en el plato de sopa cual si quisiera leer en su fondo los trazos de su destino.
»Mas no son mis pobres flaquezas y desvaríos el motivo de esta historia —proseguí—. Aquello que reclama la atención de todos es la singular manera en que esos hombres han organizado su vida en la isla de La Tortuga, según me contó un inglés que de ella volvía y al que conocí a bordo de la polacra que me condujo hace tres meses hasta Cartagena de Indias. Según me dijo, hay allá un puerto natural de poco calado y fácil acceso que está al pie de la montaña, al sur de la isla que da al canal que la separa de La Española. Es ése el mejor puerto de La Tortuga, que está rodeada en su mayor parte por acantilados inaccesibles, y en él han empezado a instalarse bucaneros y filibusteros, cada cual con sus pocos bienes y su mucha soberbia, pues se presumen hombres libres, que los hay que han ido a parar en tales parajes huyendo de las servidumbres que les ataban, y valoran su propia voluntad como el mayor tesoro por el cual dan con gusto en mal comer y en pasar penurias. Allí, cada quien es rey y su casucha es su reino. Si botan uno de los escasos barcos que tienen, lo hacen embarcándose todos en calidad de iguales y lo que sacan lo reparten como tales, con ración especial para el dueño del barco si lo hay. Ni que decir tiene que no faltan tampoco embarcaciones que han ido a dar a sus manos con malas artes, pues esa gente que en tanto estima su libertad tiene en muy poco la de los servidores del Rey de España. Pero la más singular de sus costumbres es la de prohibir el acceso a la isla a toda mujer que no sea de la vida, y con ello han abolido el matrimonio pues dicen que con él llegan el deseo de tener y acaparar, y la inevitable codicia de lo ajeno. No hay otro amor en la isla de La Tortuga que el amor carnal y aun éste tras su correspondiente pago, que es más cosa de negocio que de sentimientos.
—¡Pardiez, señor, que es una historia poco edificante! ¡Si las náuseas no hubieran impedido a nuestro capellán hacernos compañía, estoy seguro que os habría llamado a confesión sin falta! —protestó don Pedro Olea de Zumárraga, que no parecía estar dispuesto a abandonar su digna posición de capitán de la nao y protector de la joven Catalina.
—Atended a su moraleja, señor capitán —repuse yo—, que no es otra que ésta: la crueldad de esos hombres es prueba de que el mucho amor por la propia libertad puede convertir el corazón en un desierto, pues la servidumbre libremente aceptada no ofende ni oprime al hombre sino que da cauce a las tormentas de sus apetitos y ofrece otro propósito a sus esfuerzos que no sea el mero derroche de fuerza y locura.
Aplaudió Catalina mi oportuna salida y el capitán Contreras, más regocijado por el enojo de don Pedro que por las virtudes de mi cuento, asintió entusiasta y dijo:
—Bien habla el inglés, y yo mismo puedo avalar sus palabras con hechos tan ciertos como que a mí mismo me han sucedido. Fijaos si no en cómo el amor despechado, que no es sino amor propio, puede ser semillero de desdichas. Esto ocurrió hace ya más de diez años, poco antes de que Su Majestad el padre de vuestro rey, don Felipe III, decidiera limpiar las tierras de España de la plaga de los moriscos que, como bien sabrá nuestro inglés, eran los descendientes de los moros que en otro tiempo señorearon el reino de Granada y que, pese a decirse cristianos, habían seguido guardando en secreto la fe de sus antepasados. Me hallaba yo recluido en una ermita de los Monegros, que es un paraje árido e ingrato, dedicado a la profesión de ermitaño… ¡no os asombréis, pardiez, que no están reñidas las armas con la fe y un desengaño en aquéllas puede no tener más cura que la oración y el silencio! —se interrumpió, ante los gestos de asombro de los presentes.
—Habéis de admitir que es difícil imaginaros en tan piadosas tareas, señor capitán —dije yo, sin poder contener la risa pues la mirada del capitán Contreras, por más que aparentara enojo, me decía a las claras que también él se mofaba de sus pasadas flaquezas y, con ello, daba licencia a mi osadía.
—Lo creáis o no, allí estaba yo —continuó—, dedicado a mis rezos, cuando vi aparecer un día a un gran número de soldados que se vinieron hasta mi mísera vivienda y me tomaron preso con mucho ruido y despliegue, cual si hubieran echado mano al mismísimo Gran Turco. Y a fe que casi por tal me tenían, ¡botarates! ¡Así hubieran sido menos para poder hacerles probar la caricia de mi espada! Me condujeron cargado de pesados grillos hasta un pueblo de las tierras que llaman de Extremadura, de nombre Hornachos, y allí supe de qué se me acusaba. Ni más ni menos que de ser rey de los moriscos. ¿Pueden vuesas mercedes creerlo? ¡Yo, rey de los moriscos de Hornachos! Mas no hay locura por entero loca, ni mentira por completo falsa, que la imaginación del hombre es hija de su experiencia y algo de verdad, por poca que sea, late siempre en disparates y embustes. Aquel enredo nacía de un hecho cierto, pero se alimentaba y crecía después con suposiciones y silencios. Habíase descubierto en tierras de Hornachos una conjura de moriscos para rebelarse, pues los que allí habitaban tenían merecida fama de levantiscos y, si bien recibían bautismo cual está mandado, celebraban rituales en una cercana peña, que llamaban del desbautizadero, con los que borrar toda cristiana huella de sus almas. Fue hasta allí la autoridad, prendió a algunos y los hizo colgar para público escarmiento. Cosa que trajo el justo miedo de los demás moriscos a la par que abrió las bocas de los pocos verdaderos cristianos que allí moraban, los cuales dijeron que en nada les sorprendía saber de rebeliones y conjuras pues ya hacía tiempo que por allí había pasado una compañía de soldados que descubrió una gran cantidad de armas ocultas en una cueva, las cuales ningún buen fin habrían de tener. Mostró gran sorpresa el alcalde de Casa y Corte que allí había sido enviado, pues no tenía noticia alguna del hallazgo de tales armas. Pusiéronse en averiguaciones y pronto conocieron la compañía de soldados que las había hallado. ¿Adivinan vuesas mercedes quién había sido el alférez de aquella tropa? Pues yo mismo, que por entonces ése era mi grado. Por eso habíanme buscado y por eso me hallaba yo preso en Hornachos. Oído lo cual protesté mi completa inocencia, pues recordaba haber dado entonces noticia del hallazgo al comisario y no tenía inconveniente alguno en mostrar de nuevo el lugar donde se hallaban las armas, cosa que hice con cierto esfuerzo, pues la memoria flaquea y los astutos moriscos habían pintado la cueva y levantado un tabique al fondo de ella para mejor resguardar su alijo. Descubriéronse al fin las armas, mas no me trajo ello la libertad sino que fui conducido hasta Madrid a fin de esclarecer el entuerto aunque, todo hay que decirlo, se me trató con deferencia durante el viaje, pues no me vi obligado a pasar noche en ninguna cárcel sino en las casas de los alcaldes de las villas que atravesábamos, a cuya custodia era puntualmente entregado.
—No alcanzo a comprender dónde está el amoroso enredo, señor capitán —se quejó Catalina, aprovechando el alto en el relato que supuso la llegada a nuestras escudillas de un suculento guiso de gallina en pepitoria, que olía a jardín de ensueño, tal era su perfume de laurel, y merecía sin duda comensales más predispuestos que nosotros.
—A ello encamino mi cuento, señora —replicó el capitán Contreras, que despidió el caldo con un sonoro regüeldo, cosa que levantó las protestas de don Pedro y del escribano. Se disculpó el capitán aduciendo que tal era costumbre mora que había adquirido en sus muchas andanzas por tierras de la Berbería, donde había acudido en más de una ocasión como espía, y continuó su historia:
»De bien poco me valió tan benigno trato ni el proclamar que era nacido en la misma villa de Madrid y bautizado en la iglesia de San Miguel, ni que mis padres eran cristianos viejos, sin raza de moros ni de judíos ni de penitenciados del Santo Oficio. Supe por el señor fiscal don Melchor Molina, a quien conocía de antiguo, que el comisario a quien yo había dado cuenta en su día del hallazgo de las armas negaba no sólo que algo le hubiera dicho sino incluso el conocerme. Se nos sometió a careo, mas aquel hombre, no sé si por ocultar su error o su posible entendimiento con los moriscos, negó con gran desparpajo haberme visto nunca. Yo juré lo contrario y me mostré dispuesto a ratificar en tormento lo dicho, cosa que mucho impresionó al fiscal y a los alguaciles, pero que no evitó que diera con mis huesos en la cárcel al igual que el dicho comisario. No pasaron, sin embargo, muchos días antes de que me viera atado a un potro y sometido a tormento, tal y como yo mismo había solicitado. Se dio varias vueltas a las cuerdas del suplicio, de lo que no se holgaron mis carnes, mas yo me mantuve en mi confesión y con ello se puso fin al tormento y me fueron curadas las heridas con más atenciones que a un rey, pues el alcalde y el señor fiscal don Melchor Molina querían creer en mis palabras. Después de prestar juramento de que no abandonaría la Corte, fui puesto en libertad a la espera de la resolución de la disputa; mas el comisario tenía el apoyo del condestable viejo y del conde de Chinchón, amén de su propia fortuna con la que compró testigos que juraron que nunca había estado en Hornachos. Y de ese modo hube de abandonar precipitadamente Madrid, faltando a mi palabra, en busca de quienes ratificaran cuanto yo había declarado. Huí hasta Alicante y allí encontré a muchos de los soldados de la leva del año de mil seiscientos y tres que estuvieron conmigo en Hornachos y que ahora se aprestaban a embarcarse en los Tercios de Italia. De ellos obtuve cinco testimonios escritos de cómo el comisario estaba en Hornachos cuando se halló la cueva de las armas y de cómo yo le di cuenta de ello. Después de celebrar el reencuentro como mandan los cánones de la soldadesca, me regresé a Madrid para probar mi inocencia. Busqué refugio en casa de una señora que por entonces era mi amiga y cuyo nombre, por mor de discreción, creo conveniente callar ahora. Abrió la puerta la criada de la casa, que se llamaba Isabel y era moza de buen ver a la que, por decirlo todo, había echado yo mano alguna vez sin llegar a mayores, que es cosa de varones el distraer la mano para mantener libre el corazón; y, en viéndome, exclamó: «¡Ay, señora, que es el alférez!». Su ama no se mostró menos sorprendida pues me dijo: «Alonso, estáis loco de venir a Madrid, que no tardarán tanto en cogeros como en ahorcaros. ¡Por las llagas de Dios, id a una iglesia!». Mas yo le respondí que no había razón para tanto alboroto, pues traía las pruebas de mi inocencia y a la mañana siguiente iría a casa del fiscal don Melchor Molina a poner las cosas en claro. No haya penas entre tanto, concluí y añadí: «Isabelilla, toma, ve a casa del embajador de Inglaterra que es buen amigo y trae una empanada de lo que hallares y buen vino, que estoy muerto de hambre y si me han de ahorcar, deja que muera harto». Partió la criada y trajo lo pedido, con lo cual cenamos gratamente mas, hallándose fatigada, la señora quiso retirarse a su dormitorio. Con ello, quedé yo a solas con la moza, a la que pedí me diera unas friegas con vino en las piernas que tenía doloridas del largo viaje, y de las friegas pasamos a otras caricias con que me vi de pronto en tan comprometida situación que me pareció cosa bien necia, pues no era ocasión de provocar un escándalo ni de verme de patitas en la calle justo cuando estaba a las puertas de la libertad. Rechacé primero con dulces palabras a la moza Isabel, que mostraba gran querencia por mí, y hube de hacerlo después con más bruscas maneras pues ella rehusaba abandonar sus juegos y me pedía que la hiciera mía sin dilación, pues muchas veces le había puesto la miel en la boca para retirársela luego y era mucho el fuego que la consumía. Invoqué yo a su dueña y vino ella a maldecirla, le reclamé silencio y me juró escándalo si no me avenía a sus viciosos caprichos. Y en ésas estábamos cuando el ruido de la puerta del dormitorio de su dueña la apartó de mi lado cual si la hubiera picado una avispa, y se fue a la carrera y con sollozos. Apareció la señora, pedí perdón por tanto ruido que, le dije, era a causa de una rata a la que había intentado vanamente dar caza. Asustóse ella, juró que no podría dormir sola sabiendo que semejante animal rondaba la casa, y yo puse remedio a su desgracia. «Feliz jugada», me decía al día siguiente, regocijándome del buen tino de mis embustes, mientras me dirigía a casa del señor fiscal. Allí esperé hasta que me recibió y pude darle cuenta de mis nuevas, oídas cuales me mandó ir a casa del señor conde de Salazar, donde me sería acordada justa solución. Mas al salir a la calle se me echaron encima un alguacil y varios corchetes con intención de prenderme, cosa que hubieran logrado si no hubiera tirado yo de espada y si no hubiera salido el fiscal, alertado por los gritos de la pelea. Aclarado el equívoco, hete aquí que acudí a casa del conde escoltado por los mismos hombres que habían ido a apresarme y por varios cientos de curiosos que no paraban de hacerse cruces ante tan singulares acontecimientos. Hallé al fin justicia y el comisario fue de nuevo a la cárcel, pero no por mucho tiempo, que el dinero y el amparo de los grandes acortan las penas, abren las puertas y cierran las bocas. De modo que muy bien salí de tanto embrollo, mas si estuve en un brete de ver morir mis esperanzas cuando fueron a prenderme a la casa del fiscal fue, precisamente, por culpa del amor despechado de Isabelilla que, en venganza por mi rechazo, había dado cuenta de mi presencia en la ciudad a un amigo corchete que tenía. Y de ello concluyo que si hay riesgo en amar también lo hay en no dar satisfacción a una mujer que lo demanda.
Aprobó Catalina el cuento y otro tanto hice yo, a la par que proponía para don Alonso de Contreras el honroso título de Samaritano del Amor. E incluso el maestre Lucas Beltrán, que no había abierto la boca en toda le cena si no era para engullir lo que tenía en la escudilla, se mostró de acuerdo con las palabras del capitán. Pero el silencio de don Pedro que, ahora ya estaba claro a mis ojos, despreciaba la arrogancia y el desenfado del capitán, animó al escribano a replicar al soldado:
—Es fácil hablar así, señor Alonso, cuando las heridas y enojos de tanto amoroso favor y tanta licencia recaen sobre la espalda ajena, o sobre los cuernos de los otros, si preferís una expresión más clara.
—¿Habláis por vos? —repuso el soldado, con un brillo de acero en la mirada.
—¿Por mí?
—Os pregunto si es que os duele la frente.
—¡Señor! ¿Qué insinuáis?
El escribano había palidecido, lo que era cosa milagrosa pues su piel era ya de una blancura cadavérica.
—Vos sabréis, señor escribano, pues yo nada dije de cuernos, que la mi amiga era viuda y la moza soltera, y lo que hubiere entre ella y el corchete, si algo había, no sé sobre quién haría recaer la infame cornamenta. Mas ya que me provocáis sabed que no me oculto ni hablo de nadie, ni hago astilla del árbol caído de los otros. He conocido la traición en carne propia, pues yo también gusté las mieles del matrimonio poco antes de la historia de Hornachos que acabo de contaros. Me hallaba destinado en tierras de Italia, donde mandaba una nave pequeña y veloz que se hizo merecidamente famosa por los muchos marinos turcos que, al aventurarse en las aguas mediterráneas, recibieron el cruel mensaje de sus cañones. Cerca de Palermo encontré a una hermosa española, viuda de un Oidor, de la que quedé prendado. Poco tenía yo que ofrecerle si no era amor, pues su fortuna era muy superior a la mía que no pasaba de cuatro golillas y doce escudos de paga, pero acordamos casorio y así lo hicimos. Y fuimos felices por más de un año hasta que un amigo de esos que llamamos fieles vino a interesarse por ella a mis espaldas, cosa que no imaginé siquiera hasta que tomé lengua por un pajecillo que entonces tenía y que me preguntó un día, no sé si fingiéndose ingenuo, si era costumbre en España que los amigos besaran a las mujeres de los amigos. Por no hacer escándalo, le dije que sí lo era mas que nada dijera de ello porque tal costumbre podría mal interpretarse en Palermo. Me puse yo, por mi parte, en guardia hasta que una mañana los sorprendí juntos en trance que no admitía duda, y allí mismo murieron. Que no soy hombre que llore ofensas de honor escondiéndose en el fin del mundo, como ese don Alonso Álvarez que tuvisteis por vecino en Cartagena de Indias y que había llegado hasta allí arrastrando los cuernos que le fabricara en España su esposa entre los líricos brazos de nuestro ingenioso poeta don Lope de Vega, cuya amistad me honra por lo que no me duelo de la cobardía del ofendido en este caso. Pero no quiero decir más, que hay cosas que hacen daño sólo con mentarlas y mujeres que nada valen, por alta que sea su cuna. Así que ya veis, señor escribano, que no hablo de oídas como supongo que no lo hacéis vos, que es bien sabida la libertad de las mujeres de Cartagena de Indias…
—¡Señores, basta ya! —cortó don Pedro—. ¿Qué palabras son ésas delante de doña Catalina? ¿Es que han perdido vuesas mercedes el juicio?
—Yo, señora…, perdonadme, por Dios… —balbuceó el escribano, cuyo rostro espantado era talmente el de aquel que se cayó de un árbol.
El capitán Contreras ofreció sus disculpas con una silenciosa inclinación de la cabeza y yo me quedé reconcomido de curiosidad, pues no alcanzaba a recordar qué se había dicho que pudiera ofender tan gravemente a nuestra hermosa pasajera.
La conversación se consumió como una vela, a la par que dábamos nosotros penosa cuenta de los postres. Don Pedro Olea de Zumárraga seguía encerrado en el torreón de su enojo, que se levantaba por igual sobre su desmesurada soberbia y sobre la habitual rivalidad que reina entre capitanes de la marina y de los tercios. Los demás nos guarecíamos en el silencio. Tan sólo Catalina parecía complacida ante los enrabietados semblantes de los varones que la rodeaban. Conforme nuestras voces se callaron, se alzó la suya para demandar toda suerte de atenciones: un poco de agua para refrescar su frente, la apertura del ventanal para ventilar la sala, una tisana de hierbas para la náusea que, según decía, volvía a acosarla…
—¿Tanto os martiriza este bamboleo, señora? —preguntó don Pedro, cuyo rostro ceñudo había dejado paso a una repentina expresión de determinación—. Si es así, sabed que he de buscarle inmediato remedio, pues aunque no brilla tanto como las palabras galantes o las ingeniosas historias, vale más para la dicha de una dama la voluntad de remover obstáculos. Obras son amores, como reza el dicho.
Y al decir esas palabras, paseó el capitán una mirada altanera sobre la mesa que fue en busca de la del capitán Contreras. Pero el soldado devolvió sonrisa por desprecio y dijo:
—Es vuestro privilegio, señor capitán. Tomad las medidas que mejor os parezcan, mas no alcanzo a imaginar cuáles sean. ¿Ordenaréis al mar sosegar sus olas? ¿Diréis al viento que guarde silencio?
—Yo he de helar esa sonrisa en vuestra boca, señor Alonso —repuso el capitán, arrastrando las palabras con ira. Llamó a su paje con un gesto de la mano y le ordenó—: ¡Ruy, ve en busca del señor contramaestre y dile que venga de inmediato!
Se hizo un largo y engorroso silencio mientras el paje corría a cumplir su encargo. Al cabo, llegó el contramaestre y el capitán se puso en pie para dictar una nueva orden.
—Señor Juan, arríe la mesana, la cabecera y la vela mayor.
—A la orden, capitán —respondió el contramaestre e hizo ademán de retirarse, pero se detuvo en la puerta de la cabina, indeciso.
—¿Sí, señor Juan, os ocurre algo? —preguntó el capitán, que todavía permanecía de pie.
—Perderemos de vista al resto de la Armada, señor.
—¿Vais a decirme cómo debo gobernar mi barco, señor contramaestre?
—¡No, señor! ¿Puedo retirarme para dar la orden?
—Tendríais que haberlo hecho ya, en vez de poner reparos. Marchaos.
El rostro del contramaestre había perdido toda expresión, cual si fuera de cera. Inclinó brevemente la cabeza y salió de la cabina dejándonos sumidos en el desconcierto.
El capitán tomó de nuevo asiento, con el rostro encendido y un brillo feroz en la mirada, y dijo:
—Ya han oído vuesas mercedes la orden. Espero que ninguno cederá a la tentación de discutirla. Estoy cansado de bravuconadas y de palabras. Espero que esta cena haya sido grata para nuestra hermosa pasajera y puedo aseguraros, señora, que en cuanto se reduzca la velocidad de la embarcación vuestro mal os dará tregua. Para confirmar que así sea, caeremos un poco más al sur, donde los vientos son menos fuertes…
—¿Queréis llevarnos acaso al mar de los Sargazos? —estalló el capitán Contreras, que desde hacía rato se mordía la lengua para no proclamar su enojo.
—¡Señor Alonso, ya he tolerado suficientes impertinencias! ¿Me tomáis por idiota? Pues claro que no vamos a alejarnos tanto. Sólo buscaremos aguas más tranquilas en las que doña Catalina pueda reponerse de sus padecimientos. Después daremos alcance al resto de la Armada. Nos sobra velamen para hacerlo.
—¡Pero es arriesgado rezagarse de una Armada! ¡Debilitáis la defensa de los otros barcos y ponéis en peligro el vuestro!
—¡Basta ya! ¡Silencio si no queréis que os imponga la disciplina por otros medios! ¡Dios, cómo me cargáis con vuestros temores y vuestros lloriqueos! ¿Qué fue de tanta apostura y fanfarronería? ¿Dónde está vuestra gentileza con las mujeres? ¿Dónde ese valiente capitán Contreras del que todo el mundo habla? —Y en la boca de don Pedro se dibujó una sonrisa horrible, deformada por el desprecio y por la ira.
—Rezad a Dios para que nunca hayáis de enfrentarlo en vuestro camino, señor capitán —replicó el capitán Contreras repentinamente tranquilizado, cual si la frialdad de sus ojos se hubiera extendido por todo su semblante—. No tengo por qué daros satisfacción alguna por mis pensamientos ni por mi pasado. Sois el dueño de esta nave, campad a vuestro capricho, derrochad necedades o pintad el barco entero de lunares si os place, pero recordad que tenéis otro dueño por encima de vuestra cabeza: nuestro Rey, que a buen seguro tendrá algo que decir sobre el modo en que ponéis en riesgo su Armada para satisfacer vuestra soberbia. Nada más he de decir yo.
Y volviéndose hacia la hermosa Catalina, cuyo rostro estaba resplandeciente, añadió:
—Mucho hemos viajado y vivido sin movernos de esta mesa, señora, y es hora de descansar de tantas emociones y fatigas. Tened la bondad de dispensar mi presencia. Buenas noches tengan vuesas mercedes.
Y abandonó la cabina sin dirigir siquiera una mirada a don Pedro Olea de Zumárraga que lucía una triunfadora sonrisa y aún nos entretuvo un rato con historias banales, hasta que dio por concluida la cena y, dejando a los pajes entregados a sus serviles tareas, salimos todos al puente en el que ya lucían pobremente los candiles y donde, magnificados por la creciente oscuridad, se hacían más inquietantes y presentes los ruidos del barco.
No había rastro del capitán Contreras, pero don Pedro no debía tenerlas todas consigo pues puso veloz rumbo hacia el refugio de su camarote, dejándonos a solas con la noche. Me aprestaba yo a hacer otro tanto, una vez que el escribano, el maestre y la hermosa hubieron franqueado la puerta del castillo de proa, cuando la voz de Catalina torció mi propósito.
—Brindadme vuestra compañía, señor Tomás, que un poco de aire no me hará mal.
Ella me esperaba en el vano de la puerta, segura de su irresistible fragilidad. Y yo, ¿qué podía hacer sino dar gracias al destino que me prodigaba sus tentaciones con tan descarado empeño? Me acerqué hasta ella y le ofrecí mi brazo, y así tomados, con el frío tacto de su mano quemándome a través de la tela de mi camisa, nos dirigimos hacia la borda de babor donde la había visto por vez primera. El mar rumoreaba al otro lado de la batayola, apenas iluminado por la luna menguante, y el repiqueteo de las jarcias contra la madera parecía componer una tonadilla sobre nuestras cabezas. En algún punto del invisible horizonte refulgía, cada vez más pequeño, el gran fanal de la nave capitana seguido de las luminarias del resto de la Armada, que titilaban cual remotas estrellas en un cielo desplomado.
—¡Qué gran locura! —murmuré casi sin darme cuenta.
—¿Qué os apena? —preguntó ella.
—Vuestra belleza —respondí, dejando que mi lengua volviera a campar a sus anchas.
—No decíais eso el otro día. ¿No será acaso vuestro corazón quien os maltrata? —repuso ella, y sentí cómo su mirada tímida, a penas intuida bajo la mortecina luz del candil del castillo de proa, se tornaba intencionada.
—¿Oísteis mi conversación con el capitán Contreras? —pregunté, sorprendido.
—Pues claro que sí, mi valiente señor Tomás. Y no sabéis cuán impacientemente he aguardado el momento de poder agradeceros vuestra defensa.
—No agradezcáis nada, pues quizá no hubo en ella otra cosa que arrogancia y locura.
—No os creo. —Y su mano se posó sobre la mía y un escalofrío recorrió mi cuerpo cual si el frío acero de una espada me hubiera traspasado de parte a parte.
—La belleza puede ser tirana. Mentí el otro día y vos debéis saberlo.
—¿Por qué?
Su voz era un murmullo.
—Bien lo sabéis.
—Decídmelo vos.
Ella jugaba conmigo y yo, pobre muñeco, sólo podía bailar al capricho de sus hilos. Me juré guardar silencio, pero las palabras se abrieron paso en mi boca cual si ésta ya no me perteneciera. No iba a decirlo. No debía decirlo. No podía dejar de decirlo:
—Porque os habéis hecho dueña de mi corazón, señora, y temo que no queráis devolvérmelo.
La oí reír de placer, quedamente. Una risa que era gratitud y también victoria, invitación y aviso.
—Reíd, Catalina, pues me tenéis preso, pero no me toméis por necio. No habréis de oír de mí palabras de amor eterno. Vos queréis mi rendición y mi pleitesía. Tenedlas. Adoro vuestras manos de mármol y vuestros blancos pechos, que imagino y me tienen muerto de amor. Pongo a vuestros pies mi gallardía y os ofrezco el goce que dispongáis, mas sabed que esta esclavitud no habrá de durar más de lo que dure este viaje.
—¡Mentiroso! ¿Pensáis que no sé leer en los ojos de los hombres? Sois tan arrogante… ¿Creéis que no siento el temblor de vuestra carne debajo de mi mano? ¡Ay, los hombres!… tan ufanos. Si os hablo así, abiertamente, es porque sé que no puedo competir en engaños con el rey de los embustes. ¿A qué, pues, fingir? Soy mujer principal y puedo arrojar a la noche la red de mis deseos sin que mañana haya de rendir cuentas de la pesca a nadie. Pero vos… ¿quién sois? ¿Un amigo de mi señor tío? ¡Por Dios, Tomás, qué tontería! Mi tío no os dejaría pasar del zaguán de su palacio. Vuestra grata presencia está hecha tan sólo para el deleite de las mujeres, mas no sois nadie. Un pícaro. Un ladrón, tal vez. Un sinvergüenza. Un adorable mentiroso cuya desfachatez le hace aún más hermoso. Estáis lleno de secretos, señor Bird, pero a mí no podéis ocultarme el más obvio de todos: vos no sois el industrioso caballero inglés que aparentáis ser. Así que… rendíos de una vez, mi valiente defensor. Sois mi prisionero y puedo aseguraros que nada me complacerá más que atormentaros con los más dulces suplicios, para poder así curar después vuestras heridas.
—Administráis vuestros favores como el veneno —murmuré rendido, mientras mi mano temeraria volaba en la noche y acariciaba apenas el escote de su vestido, donde sus pechos se agitaban y exhalaban el débil gemido que como un pájaro había escapado, veloz y libre, de sus labios.
Pero aquella caricia no duró el tiempo necesario siquiera para estar seguro de que no era un sueño porque, con la ligereza de una pluma, su cuerpo se separó del mío, su mano abandonó mi brazo, y en un instante el revuelo de su falda se perdió en el vano de la puerta del castillo de proa, y tras ella huyeron su tenue fragancia, el recuerdo de su sonrisa, el brillo prometedor de sus ojos, el dibujo de sus manos en el aire, su presencia de hembra joven que me había arrebatado el aliento cual si fuera presa de un sortilegio. Sentí que una sonrisa se me venía a los labios y éstos se abrían y mi lengua se agitaba y de nuevo salían de mi boca palabras que nacían de algún rincón ignoto de mi alma, mas no del corazón ardiente de mi deseo ni de la extasiada azotea de mis ojos. No eran palabras de arrebato ni de locura ni de arrobo, sino palabras hueras, palabras necias que me herían con su sonido cual si las esquirlas del cristal de un vaso roto arañaran la piel de mis labios traicioneros.
—¡Pardiez, qué hembra! Dicen que el edificio más casto tiene la puerta de cera… ¡Ya sabré yo remediar su insolencia con medicina de hombre! ¡Que no hay mal que no cure un buen clistel!
—¡No seáis vulgar! —gritó la voz de Cristóbal Mendieta a mis espaldas.
Me volví y lo vi plantado ante mí, alterado y febril, como salido de un mal sueño. ¿Desde cuándo estaba espiando nuestra conversación? Nada más dijo. Pasó a mi lado sin mirarme y se adentró en el vientre de la nave, tras los pasos de su dueña. Pero el dolor que había podido leer fugazmente en sus ojos había borrado ya la sonrisa de mi boca. La voz del centinela cantó el cambio de ampolleta y el timonel le dio la respuesta desde su invisible posición. La vida en el barco continuaba, ajena a nuestras cuitas aunque estuviera llamada a padecer las consecuencias de nuestras pendencias. La nueva disposición del aparejo había aliviado el bamboleo de la nave, la hermosa Catalina había cosechado una nueva victoria y yo me sentía cansado. Descendí la escalera hasta la hedionda oscuridad de mi camarote y allí, antes de dormir, sólo tuve fuerzas para maldecir mi atolondrada cabeza y mi ceguera.