Que no soy un santo, bien lo sé. La cuenta llevo yo de mis pecados y es tal su número que mejor será dejarla a un lado, no venga a entorpecer este relato. Poco mérito tienen mis hechos, que las más de las veces no han sido sino hijos del designio ajeno o frutos de mis flaquezas. No soy hombre docto por más que no faltaran en mi crianza los libros, pues su sabiduría se me escurrió entre estos dedos proclives a las partidas de naipes o a los lances de dados, que también requieren mañas y maneras. En unas y en otros soy tan versado como pueda serlo cualquier fullero de los puertos, aunque es verdad que también acierto a decir de corrido algunos versos de nuestros ingenios y me sé estar entre gentes linajudas. No en vano han sido las carencias de mi carácter, y no las de la vida, las que me han hecho como soy: ni alto ni bajo, ni tonto ni sabio, ni zote ni discreto, y un poco de todo. Que tal vez sea mi única virtud el haber visto mucho y aún más oído. Y con ello, haber pasado la vida en un puro ir y venir, corriendo y tratando gentes al punto que hoy me veo, ya viejo y cansado, cual pez al que una red tejida con mil historias ajenas condujera enredado hacia la muerte. Pero de entre tantos cuentos y embustes, hazañas y desmanes como he sido testigo, ninguna historia hay más digna de ser contada que la de un hombre al que conocí por primera vez en varias ocasiones, y cuya aventura se ha hecho compañera de la mía por más que hasta hace bien poco yo no lo supiera. Pero basta ya de acertijos. Poco da que no sea yo el más ilustre poeta de estos tiempos ni mi fama sea mucha ni mi posición me otorgue privilegio alguno. Soy quien tiene todos los hilos de este cuento y ello ha de bastar para darme el derecho a contarlo entero.
Hace un año, la ciudad de Londres se estremecía aún por la sangre derramada de nuestro Rey, e incluso quienes habíamos defendido con las armas la causa del Parlamento no podíamos evitar que un escalofrío encogiera nuestros espíritus: la cabeza de Carlos I, y con ella su corona, había rodado a los pies del verdugo, y tal me sentía yo como si a mi brazo se debiera el golpe justiciero. No sé si atribuir tal sentimiento a mi afán de ser condimento de todas las salsas o a un inesperado espasmo de mi conciencia, que creía sumida para siempre en el profundo letargo que suelen provocar los vapores de los muchos excesos. Pero el desasosiego no sólo castigaba a mi alma. La naciente república bullía cual marmita, sin que se alcanzara a saber qué raro prodigio cabía esperar de su cocción. Y mientras nuestros viejos señores y aquellos nuevos que buscaban encumbrarse se disputaban tierras y riquezas sin otro arbitrio, las más de las veces, que el de las armas, un mar de manos plebeyas pugnaba por ponerlo todo patas arriba, para espanto de unos y otros. Era tiempo de mudanza, por más que la prudencia aconsejara rehuir las prisas a la espera de que las almas se encalmaran. Y, como reza el dicho, en el río revuelto de la patria veía yo la ocasión pintada de obtener buenas ganancias que enderezaran mi suerte siempre errática, o que vinieran al menos a llenar mis alforjas, toda vez que la vida militar no había satisfecho mis sueños de gloria; pues tengo estudiado que la voz de oro de una faltriquera bien servida hace más llevaderas las carencias del ánima.
Una noche, sentado en la taberna del Diablo y con la ayuda de una pinta de cerveza, me devanaba yo los sesos en busca de la mejor manera de propiciar mi fortuna cuando vi acercarse a mi mesa a Cristóbal Mendieta, Mohamed Al-Minar y Pierre Latour. Hacía muchos años que no tenía noticia de ellos, pero todavía recordaba con asombro el día en que descubrí que, en realidad, los tres eran la misma persona: un hombre enjuto, de corta estatura y mirada oscura, que ahora se detenía a mi lado, con el rostro surcado de arrugas y el cabello comido de canas, y me decía en lengua inglesa:
—Tenía la esperanza de dar con vos por estos pagos, amigo, pero a fe que es grande la ciudad de Londres y vos parecéis pulga de perro, que si bien os hacéis notar y no ha sido difícil hallar quien os conociera y me diera nuevas de vuestra vida, no resulta tan sencilla la empresa de encontraros.
Su voz tenía la misma claridad y firmeza de antaño, y de sus ojos tampoco había desaparecido el brillo receloso y perplejo que ya le noté la primera vez que nos vimos, hacía casi treinta años.
—Ya sabéis que un hombre de mi condición y pasado ha de ser necesariamente discreto en su vida pública, si no quiere perderse los placeres de las privadas indiscreciones —respondí yo en su lengua, la castellana, a la vez que me levantaba y sellábamos con un abrazo el reencuentro—. ¿Cuánto tiempo lleváis en Londres? —pregunté, una vez que nos sentamos a la mesa.
—Tres días hace que disfruto de las humedades de esta villa, y tres días llevo buscándoos, holgazán, que según veo seguís fiando vuestra dicha en la cerveza más que en el trabajo.
—Ya sabéis, quien nace torcido… —respondí, y ambos compartimos esa risa fácil que acompaña siempre los reencuentros felices y se viene a los labios a la menor excusa.
Volví a mirarle a los ojos, con la franqueza que da la amistad antigua, y no vi en ellos rastro alguno de la sonrisa que aún asomaba a su boca. Supe entonces que no era sólo el grato aroma del vino viejo de la amistad lo que le había hecho buscarme por las tabernas de Londres. Pero bien le conocía, y de nada serviría apremiarle con preguntas. Cuando creyera llegado el momento, él mismo me diría de buena gana lo que de mí esperaba.
Por mi parte, no había prisa, pues mi suerte ingrata no habría de tornarse más adversa si empleaba mis horas en escuchar a un amigo en vez de empozarme en mis nunca satisfechos deseos. Disponía de toda la noche para hablar, que es tanto como decir que tenía todo el tiempo del mundo.
—¿Cómo debo llamaros, sire? Pues, a buen seguro, no habrá de ser ninguno de los muchos nombres con que os he conocido el que habéis traído hoy con vos a Londres —bromeé.
—Llámame como quieras, viejo truhán, y no me lisonjees cual si fuera una de las damas bien municionadas a las que eras tan dado en otros tiempos. Pero, en honor a tu patria, bien puedes llamarme Stephen Tower.
—¡Sea! ¡A vuestra salud, maese Stephen! —brindé alzando mi pinta, mas no terminé de arrimarla a mis labios al oír que él demandaba aguardiente al mesonero. Vencido de curiosidad le dije—: ¡Muy tolerante te veo! ¿Desde cuándo libas licores cual abeja?
—Desde que la vida tomó mi espalda por tablero y se ha dado a escribir en ella, a fuerza de golpes, la crónica de las flaquezas y los extravíos del corazón humano. Me he tornado comprensivo a fuerza de incomprensiones, paciente tras sufrir la impaciencia de otros, adusto por haber derrochado tanto, y sereno cuando di por perdida toda esperanza. ¿Llamarías tú a todo ello sabiduría? Llámolo yo vejez, y te aseguro que no es sólo cosa de los años, pues pocos hemos de llevarnos entre ambos y a buen seguro que el tuyo es un corazón que aún late atolondrado, más propio de los años de juventud que de la edad escarmentada.
Convine en que no estaban la prudencia ni la templanza entre mis contadas virtudes y, al hilo de la juventud evocada, volaron nuestras palabras hasta el lejano día en que nuestras vidas se cruzaron por primera vez. Por aquel entonces, él se hacía llamar Cristóbal Mendieta.
Corría el año de mil seiscientos y veintidós, y mataba yo los días en La Habana, con la ayuda de las mozas de la posada donde me hospedaba, a la espera de que la Armada de Galeones de Cartagena de Indias hiciera puerto en la villa. Mi deseo era embarcarme en ella y continuar viaje hacia Lisboa, desde donde pensaba trasladarme a puerto inglés, pues era mi esperanza prosperar en la tierra donde naciera mi padre.
A siete días de septiembre, las velas numerosas de la Armada se recortaron en el horizonte y, antes del anochecer, siete majestuosos galeones enfilaron la bocana del puerto, acompañados de la veintena de embarcaciones de carga que navegaban bajo su protección. Hubo gran revuelo en la ciudad, pues emprendía la Armada su regreso a España con inusual retraso, y todo el que tenía algo que comprar o vender se vino a los muelles, donde ya acechaba la jacarandaina de la villa: rufianes de toda edad prestos a echar la mano y la uña a las faltriqueras de los incautos.
Los pajes se las habían con los pícaros del lugar, que semejaban liebres entre el pasto humano de la muchedumbre; pugnaban unos por hacer avanzar sus carretas sin quebrar más huesos de los necesarios; cargaban los mozos del puerto fardos que doblaban los más recios espinazos cual si fueran briznas de hierba; gritaban las busconas desde los soportales, pregonando su mercancía pecadora entre risotadas y gestos obscenos; quién se iba en maldiciones; quién se desgañitaba para hacerse oír; y quién echaba mano, al paso, a un racimo de bananas, un tomate jugoso o un higo maduro con que matar, de un solo esfuerzo, hambre y sed.
Los cañones del castillo de los Tres Santos Reyes del Morro atronaron el aire con la última salva de bienvenida, y un escándalo de gaviotas ansiosas, cuya codicia sobrevolaba el muelle, vino a ensordecerme aún más. Jurando cual galeote, me abrí paso hacia el soportal donde el escribano de la Armada había logrado instalar sus asientos y bajo el que se esforzaba en vano por cumplimentar los legajos de la contaduría, entre protestas y demandas tan vehementes que a duras penas se bastaban los oficiales que le acompañaban para evitar que, en el bullicio, fueran a dar mesa y escribano en el suelo, donde les esperaba la ingrata caricia de la bosta de los caballos, los racimos de algas y la paja pisoteada.
Dejé que mercaderes y fulleros se dieran de coces por tomar la vez, pues no había nacido ayer y bien sabía que no iba a sacar más conocimiento en el barullo que el trato con pies y codos, cuya dolorosa locuacidad se reflejaba en los rostros del gentío. Puse rumbo a la columna en la que se recostaba, aburrido y olvidado de todos, el paje del escribano. Dos reales de plata fueron suficientes para sacarle del tedio y dar vida a su lengua; así supe que el señor escribano había encargado una cena digna de sus fatigas en la taberna de Román, que decían el Rojo por lo encendido de sus cabellos, muy frecuentada por gentes de mar y a la que yo solía acudir con la esperanza de obtener la boleta que me permitiera embarcarme, sin que hasta la fecha hubiera querido mi suerte esquiva mostrarse favorable.
La taberna abría sus puertas en una calle angosta a espaldas de la plaza de Armas, muy cerca del soportal donde el escribano bregaba con el gentío. Me dije que no era el caso visitar tan pronto los dominios del señor Román, pues a buen seguro habría de aplacar la sed de mi impaciencia a fuerza de tragos y no era mi voluntad ni mi entendimiento los que debían acogerse a la languidez de la bebida aquella noche. Decidí, pues, andar los muelles por mejor aprovechar el tiempo, en busca del navío más adecuado y de la ocasión de trabar conversación con algún marinero que pudiera serme luego de utilidad a la hora de componer mi cuento.
Me alejé del soportal en pos de las largas filas de mozos que, al cargar los barcos, hacían del muelle el remedo de un gran hormiguero donde todo era atareado bullir. Allá se iban los sacos de garbanzos, de alubias y de arroz; las fragantes cestas de quesos y las de pan bizcocho, que era el maná de las largas travesías. Rodaban toneles de agua y de aceite, seguidos de los pellejos de vino y de las damajuanas de aguardiente que los brindavineros del puerto vendían a precio de oro, pues bien sabían que unos y otras habrían de tomar el relevo al agua cuando la podre se cebara en ella. Y tras ellos desfilaban las arcas con resmas de bacalao seco y de tocino, los cestillos de limones, de naranjas, de bananas y otras muchas frutas aún verdes destinadas a madurar a bordo, y los cestos de ajos y de cebollas, que son los cancilleres de todo buen puchero. Tal parecía que la mano de un rey Midas pantagruélico hubiera tocado el puerto, convirtiéndolo todo no en oro sino en comida.
De las lonjas de los soportales emanaba un tufo a estiércol y a bestias que anunciaba la presencia de las gallinas y los carneros que habrían de ser embarcados vivos, justo antes de la partida, a fin de proveer de huevos y de carne a los tripulantes durante el viaje, y cuyos berridos y cloqueos se sumaban a la algarabía reinante.
Frente a los soportales, tres grandes carracas, una nao y dos galeones se alineaban amarrados junto al muelle, levantando la empalizada de sus mástiles, mientras las demás embarcaciones fondeaban en la dársena, visitadas una y otra vez por los cofres, gabarras y pataches que transportaban hasta ellas las mercancías. Los marineros de los navíos, entre tanto, no veían el momento de concluir las tareas, cuyo término reclamaban a grandes voces, para echarse al puerto, sedientas las bocas de licor y las manos de hembras; dispuestos a olvidar de antemano los muchos agobios que a buen seguro habría de depararles la mar Océana, pero cuyo rigor, en esta ocasión, a fe que estaban muy lejos de imaginar.
El muelle ofrecía la rara y diversa humanidad que poblaba las Indias Occidentales: pescadores gallegos y asturianos, segundones extremeños, artesanos toledanos, barberos napolitanos, buhoneros aragoneses, carpinteros montañeses, labradores murcianos, herreros vascos, oficiales sevillanos, marineros portugueses, trasegadores de bodegas, malandrines de la calle, devotos de conveniencia, penados del Santo Oficio y aventureros de los pueblos más recónditos, en busca todos de fortuna o huyendo de las muchas penas con que se desayunaban cada día en tierras de España. Y, entre ellos, los esclavos negros que sudaban su condición bajo el peso de la carga. Era un mar de rostros que se agitaba frente a la calma oceánica del atardecer habanero, y que me aturdía con su número y su ajetreo.
Oí a mi espalda un juramento, un resoplido furioso, un jadeo, y apenas si tuve tiempo de hacerme a un lado para evitar que dos malencarados marineros me ensartasen con el hato de largas varas que portaban sobre sus hombros.
—¡Buscad una corrala de cómicos, si no habéis de hacer otra cosa que mirar! —me gritó uno de ellos al pasar, y el otro siguió la burla—: ¡O echadnos unos reales, si tanto os complace el espectáculo!
Acogí sus libramientos con una forzada sonrisa y un chusco remedo de reverencia, y eché a andar tras ellos por aprovechar la estela que con su ímpetu abrían entre la multitud. De ese modo me vine hasta uno de los galeones, en cuya armada popa podía leerse, con grandes letras negras ribeteadas en oro, un nombre: «San Juan de Gaztelugache». Llevaba mi ira anudada en la garganta, pues es atributo de la juventud el orgullo y el mío acababa de ser desairado, pero no había tiempo para enojos y, por demás, era bien cierto que hasta ese momento yo estaba mano sobre mano, sin hacer nada en mi provecho.
Tal vez aquellos hombres, aunque insolentes, pudieran serme útiles, e imaginaba yo el mejor modo de interesar su codicia, que es aliada segura a la hora de ganar voluntades, cuando vi junto a la plancha de desembarco del galeón a un mozo que habría de contar poco más o menos mis años, y que semejaba una piedra en el torrente humano que le rodeaba: inmóvil, anguloso, ajeno a tanto esfuerzo; aunque sus ojos revelaban otro afán, una búsqueda que se me antojó gemela.
Me acerqué a él con la certeza de haber hallado a mi hombre, y le dije:
—¿Vos también buscáis la fortuna a ojo? Hacedme caso: de poco ha de valeros acechar si nada hacéis por ayudarla a prosperar.
—¿Qué decís?
Sus negros ojos se clavaron en mí con desconfianza y curiosidad. Aunque era joven, su mirada mostraba ya huellas de experiencia que, con los años, a buen seguro tornarían su mirar de receloso en escarmentado.
—Os digo que soy bachiller en búsquedas y doctor en fracasos, amigo. Y leo en vuestro rostro el apremio de un deseo, como tal vez leáis vos en el mío la determinación de un propósito —le respondí, y añadí—: Y acaso no fuera desacertada razón pensar que con el mutuo auxilio pudierais vos dar satisfacción a vuestros anhelos y alcanzara yo a llevar a buen puerto mis fines.
Nada me contestó, que fue todo mirarme cual si por las ventanas de mis ojos quisiera asomarse a la verdad de mi corazón. Mostré yo la mejor de mis sonrisas, aquella que hace resplandecer mi honradez y mi lealtad cual si fueran dos poderosas hogueras y no las mustias brasas que son. Y dije:
—Veo que sois parco en palabras, amigo. Gran virtud, sin duda, más aún cuando es probable que entre tanta gente como puebla este muelle haya más de un oído dispuesto a pescar en conversación ajena. Mas ya caen las sombras de la noche y la prudencia aconseja también buscar mayor recato al negocio que quiero proponeros.
—No veo la manera en que mis servicios pueden seros de alguna ayuda, yo no soy más que el paje del señor marqués de Valdehoyos, y ahora he de atender los deberes de mi oficio —respondió al fin.
Hizo ademán de remontar la pasarela, pero dos marineros que bajaban por ella se lo impidieron. Eran los mismos que me habían servido de guía hasta el galeón.
—¡Aparta, perro faldero, que es hora de emprender trabajos de hombres, no recados de damisela! —le espetó el primero, a la vez que le desplazaba con el brazo, haciéndole trastabillar.
—¡Hermosas maneras las vuestras, marino! —exclamé mientras la rabia me oprimía de nuevo la garganta—. Muy liberal os hallo en vuestro trato con el pasaje. ¿Sois acaso capitán o almirante, pues valoráis vuestro paso cual si fuera cortejo real?
Se detuvieron ambos ante mí y el que había hablado, un hombretón alto de nariz rota y rostro picado de viruela, me dijo:
—¡Mucho amáis las pendencias ajenas, caballero, pues sin ser cosa vuestra os asomáis a ellas cual comadre a la corrala! ¡Tened buen pasaje a bordo y rezad vuestras oraciones para que la mar os sea benigna, que hay quien en ella perdió primero el apetito y después la vida. Amparad a este paje medroso si es que os place hacer de Quijote, que nosotros hemos de seguir nuestra tarea, pues no serán pajes bujarrones ni caballeros sin oficio quienes hayan de llevar esta nao a buen puerto.
Y, con una risotada y una palmada en el hombro de su compadre, que no me había quitado ojo de encima, siguieron su camino sin esperar mi respuesta que, de haber seguido los impulsos de mi corazón, no habría sido otra que una estocada que hiciera de su ombligo túnel con su espalda.
—Veo que los conocéis —dijo el paje, en cuyo rostro no había traza de enojo ni de miedo sino la sombra de una curiosidad.
—Aún no, amigo, mas si continúan dándome higa podéis estar seguro que habré de trabar íntimo trato con sus vísceras —respondí entre dientes, y una fugaz sonrisa atravesó el rostro del paje. Después de todo, las impertinencias de aquellos dos ganapanes iban a servir para algo—. ¿Vos también andáis con chanzas? —le dije, aparentando enfado.
—Nada más lejos de mi intención, sire —me respondió, ceremonioso—. Veo que sois hombre de honor, aunque habláis con licencia de marinero. Quizá no fuera del todo vano escuchar ese negocio que deseáis proponerme. Decidme dónde podemos encontrarnos y en una hora me reuniré con vos.
—Os espero en la taberna de Román. Está cerca y es muy visitada, de modo que no tendréis problema en hallar quien hasta ella os guíe —dije yo, satisfecho de ver cómo el pez se colaba de buen grado en mis redes.
Me disponía a marchar cuando el paje me tomó del brazo y me dijo:
—Ah, sí, una cosa más he de deciros: aunque nada he dicho ni hecho sé bien defenderme, no os confundáis de igual modo que esos dos rufianes. Aun así, os agradezco que terciarais en mi defensa. Pero ello no os da derecho a llamarme amigo. No lo soy vuestro ni vos lo sois mío, y poco habréis de ganar con fingir un afecto que, bien lo sé, no existe.
De su rostro había desaparecido cualquier trazo de simpatía, e incluso hubiera jurado que había doblado repentinamente su edad si no fuera cosa imposible. Diose la vuelta y cruzó la plancha hasta la cubierta del galeón, dejándome confundido e inquieto. Quizá me había equivocado al elegirle, pues las aguas del corazón humano son siempre engañosas y ninguna inteligencia, por perspicaz que sea, está exenta de errores. En cualquier caso, aquél estaba resultando ser verdaderamente un extraño pez.
La taberna de Román «el Rojo» era fiel reflejo del bullicio del muelle. En sus altas estancias se amontonaban ya los marineros y corrían la bebida y los asados como si aquélla fuera la última cena de sus vidas. Busqué una mesa apartada, me hice con dos banquetas y pedí una jarra de vino para templar el ánimo durante la espera. El corpachón de Román emergía cada tanto de los fogones, cual si su encendida cabeza fuera obra de las brasas y no legado de su padre, un holandés bermejo de piel blanquísima que habíase venido a las Indias poco después de que se levantara la fortaleza de la Habana y del que Román había heredado algunos maravedíes, la taberna, una cabellera crespa y rojiza, y un odio a los herejes que tornaba su rostro del mismo color que su cabello si alguien mentaba en su presencia a hugonotes, luteranos y demás reformadores: «¡Demonios redivivos!», gritaba él, todo arrebolado de colores infernales. Y, más pronto que tarde, se le iba la mano al atizador de la cocina si algún incauto se atrevía a mostrar siquiera compasión por los enemigos del Papa.
El que la tierra de sus antepasados se hubiera convertido en refugio de judíos y púlpito de enseñanzas luteranas era una herida que amargaba su existencia sin que bastasen sus dineros ni el amor de los suyos para devolverle la felicidad. «Si nunca has pisado tierra holandesa, ¿a qué hacerse tan mala sangre?», le objetaba su mujer, una campesina corpulenta que había cambiado los verdes prados gallegos por la aventura habanera cuando la miseria empujó a sus padres a buscar fortuna en las Indias. Pero tales reproches se estrellaban contra el firme baluarte de la indignación del tabernero, que las más de las veces hacía callar a su esposa con un bramido, tentado de cobrarse en su costilla las ofensas que los lejanos compatriotas de su fallecido padre le infligían con sus extravíos heréticos. Entonces se lanzaba a los pucheros con ímpetu guerrero y, entre maldiciones y juramentos, convertía su rabia en soberbios potajes y sabrosas frituras. Tal era como si sólo el fragor de sus fogones, trinchando carnes y martirizando verduras, hallara desahogo a su perpetua irritación.
Pero, cuando las disputas de la fe no venían a perturbar su ánimo, Román era hombre de buen trato y negociante sagaz al que poco importaba el origen de los reales que bailaban sobre la mesa, con tal que terminaran su viaje en su muy católica faltriquera. Bien pude ver yo, la primera vez que visité su taberna el mismo día de mi llegada a La Habana, cómo la codicia brillaba en sus ojos cuando un puñado de ducados se asomó a la palma de mi mano, y por ello no me había cansado de hacer engordar desde entonces su bolsa con mil excusas, a la vez que me declaraba sumiso hijo de la Santa iglesia de Roma. De tal modo que, de un solo envite, había vencido su recelo y ganado su favor. Ahora era la ocasión de recoger el fruto de tales atenciones.
Me acerqué al saturnal reino de Román, en el que hervían dentro de una gran olla deliciosas raíces de yuca mientras un lechón se doraba al fuego, y le pregunté dónde pensaba sentar al señor escribano de la Armada.
—¡Donde me plazca, inglés, que lo mío es llenar la andorga, no ser barbero de nadie!
—¡A fe, Román, que hacéis bien! —aprobé yo, por encalmar su genio, y añadí afectando confidencia—: Mas la mía no es una pregunta casual, como bien podéis suponer. Hay ciertos negocios que quisiera hablar con el señor escribano y la proximidad de su mesa sería para mí una bendición que el Señor habrá sin duda de recompensar.
—Dios lo quiera, inglés, pero tampoco está de más la gratitud de los hombres —respondió el tabernero y sus ojos brillaron con picardía, cual si ellos mismo fueran dos redondas monedas de plata.
—Negocio llama a negocio, maese Román, y para que vaya bien el mío bueno será propiciar el vuestro —repuse yo, a la vez que deslizaba un ducado en su gruesa y sudorosa mano.
En un santiamén la mesa vecina a aquella a la que yo me sentaba quedó desocupada, entre las protestas de sus sorprendidos comensales que se vieron forzados a cambiar de asiento, tazones y escudillas en mano, ante la feroz y descomunal presencia del tabernero.
El paje llegó poco después, cuando ya empezaba a adivinarse el fondo de mi jarra. Se abrió paso entre el gentío, hasta que me vio y vino a sentarse a mi lado.
—¡Recatado lugar, pardiez! ¡La vuestra es una singular discreción! —me espetó a modo de saludo.
—No juzguéis a la ligera, amigo, y fijaos que en medio de tal zarabanda ni el más fino oído alcanzaría a percibir lo que dos hombres hablaban a sovoz —le respondí y, antes que tuviera tiempo de protestar, añadí—: Haríais bien en decirme cómo debo llamaros si tanto os irrita que os trate de amigo.
—Mi nombre es Cristóbal Mendieta y soy nacido en la ciudad de Cartagena de Indias. Y vos, aunque habláis bien la lengua castellana, adivino por vuestro acento que luciréis un nombre bien extraño.
—No lo es en la patria de mis antepasados, maese Cristóbal. Me llamo Thomas Bird, soy nacido en la villa de Brighton y hasta donde alcanza mi memoria siempre he vivido en estas tierras de las Indias Occidentales, donde mi padre comerciaba con una polacra que era toda la fortuna familiar. Hoy mi padre está muerto y la polacra yace en el fondo del mar, donde la envió un bergantín bucanero hace dos meses.
—Y vos, haciendo honor a vuestro nombre, habéis decidido levantar el vuelo hacia Inglaterra —me interrumpió.
—Así es —le respondí—: Ya veo que conocéis la lengua inglesa.
—Es que no siempre ha sido mi oficio el de paje… pero no creo que os interesen las cuitas de mi vida ni veo razón alguna para que os hable de ella. Sois vos quien tenéis algo que decirme, contadme pues del negocio que os traéis entre manos.
Había un eco de impaciencia en sus palabras que se me antojó muy conveniente a mis intereses. Bajo la luz del hachón que alumbraba la mesa desde la cercana pared, el paje no aparentaba contar más de veinte años de edad. Su figura resultaba fibrosa, como si piernas y brazos estuvieran hechas con retorcidos cabos de obenque, y sus manos acompañaban sus palabras con aspavientos rápidos y elocuentes, cual si hubieran siempre de desbaratar reparos y vencer reticencias. Tenía la actitud vigilante de un centinela y su mirada abandonaba cada poco nuestra calma mesa para capturar los movimientos de cuantos se agitaban en nuestro derredor. No quiso unirse a mí cuando le propuse pedir una nueva jarra de vino y un poco de tocino, pues ya apretaba el hambre y bueno era empapar lo bebido a la par que se saciaba el apetito. Dijo que prefería una cántara de agua fresca y un plato de garbanzos, y yo creí adivinar tras la austeridad de sus banales palabras el hábito de la soledad, la determinación de quien nunca halla en torno de sí el amparo de sus iguales.
El benéfico efecto del ducado tenía todavía encandilada la atención de Román, que no quitaba ojo a cuanto sucedía en nuestra mesa, pues el tabernero es al puerto lo que la viuda a la iglesia: semillero de rumores, contador de sucedidos. De modo que muy pronto fuimos provistos de pitanza y bebida y, entre bocado y bocado, a falta de las historias que mi inquieto invitado me negaba con tanta determinación, me avine a contarle mis planes del modo que mejor sirviera a mis propósitos:
—Vos sabéis bien el mucho celo con que se emplean los fieles servidores de Su Majestad don Felipe IV, que tal parece estuvieran obligados a rendir cuentas de sus actos en persona ante el mismísimo Rey de España, así se muestran de estrictos en el cumplimiento de las muchas exigencias y órdenes que acompañan a la preparación de cada Armada de Indias. Precauciones todas que se les antojan pocas si quien desea embarcarse en ella es extranjero, cual es mi condición. ¿Qué decir si la patria de ese extranjero es un reino rival de España en comercio e imperio? Poco importa en ese caso que dicho extranjero no recuerde siquiera el color de los prados de su patria, ni que haya vivido tantos años lejos de ella que ninguna obligación le ate ni, por tanto, albergue enemistad alguna contra la corona de España. Podéis imaginaros cuántas vueltas me he visto forzado a dar, cuántas puertas he tocado, cuántas veces he suplicado en estos dos meses sin que hasta hoy haya logrado hacerme con la boleta que me permita viajar a Lisboa. No me canso de repetir que no soy hombre de armas, y si alguna gratitud he de guardar ésta ha de ser hacia los españoles, en cuyas posesiones he comerciado y de cuyo trato se ha beneficiado mi familia desde hace años, hasta que han sido precisamente los enemigos del Rey de España, quienes, al hundir mi barco, me han privado de industria y puesto en el brete de cambiar de vida. Pero aún quiere mi infortunio que tales razones ni siquiera exponerlas pueda, pues bien sabéis que el comercio está prohibido en estas tierras a los extranjeros, y si es cierto que tal comercio existe, para provecho de todos, no deja de ser contrabando. Y no ha de ser el oficio de contrabandista el que conmueva el corazón riguroso de un oficial de la Armada.
Callé para que mi desesperación pesara con toda su elocuencia sobre el ánimo de mi interlocutor que, como el silencio se prolongaba sin que yo mostrara intención de retomar el hilo de mi historia, terminó por animarme a continuar con la pregunta que yo deseaba oír de sus labios:
—¿Y qué puede hacer un pobre paje como yo para torcer la voluntad de las autoridades de la Armada?
—Más de lo que creéis, Cristóbal. Una llave pequeña puede abrir la más recia y guardada puerta, sed vos la llave de mi retorno y os recompensaré sobradamente, pues con la polacra no se hundieron las ganancias de tantos años de trabajo, y lo que habéis de hacer por mí es poca cosa, de modo que hallaréis mucha ganancia con muy poco esfuerzo.
—No os equivoquéis de nido, mister Bird, que no habrá de ser empollando mi codicia como obtengáis mi ayuda. A decir verdad, poco me importa el dinero, pues bien sé cuán poco vale si faltan otros bienes más preciados. Y no os digo que unos buenos reales nada puedan: al son de su música bailan los más torpes y se tornan sabios los necios. Pero no es dinero el pago que busco, y estoy seguro de que vos ya lo sabéis. Dejad pues de enredarme fingiéndoos simple y tratándome como si yo también lo fuera, que os sobra sagacidad y a mí me falta paciencia.
Rompí a reír de buena gana. ¡El pescador pescado! Aquel endiablado paje era duro como caparazón de tortuga. Había llegado el momento de hablar claro.
—Muy bien, Cristóbal. No más trucos ni mentiras. ¿No queréis dinero? De acuerdo. ¿Queréis dinero y… algo más? Bien, sea. Decidlo, pero ya que me demandáis claridad y me suponéis despierto, permitidme una pregunta que a buen seguro tendrá que ver con vuestros deseos. Ya no sois un mozalbete para andar ejerciendo de paje por vuestro gusto, así pues: ¿de qué huís? Porque lleváis escrito en los ojos el recelo y el afán del prófugo.
Nada en su rostro dio muestras de sorpresa, tal parecía que hubiera estado esperando mis palabras, y yo me pregunté si la inquietud permanente que parecía agitar su alma no sería a la postre la más eficaz de las añagazas, un velo de emoción capaz de hacer pasar por alto los verdaderos temores, de igual modo que en el griterío de la taberna nuestra conversación pasaba desapercibida y se disolvía en el ruido reinante como desaparecería una lágrima en un rostro azotado por la lluvia.
—¿A qué ese afán de saber de mí? ¿Qué esperáis obtener de ese conocimiento? Tan cierto es que hay cosas que es mejor ignorar, como que hay verdades que no están destinadas a cualquier oído. ¿Qué sé de vos? ¿Por qué habría de hablaros yo de mis males? Sois vos quien me habéis buscado y quien pretendéis algo de mí; sois vos quien me demandáis confianza, pues nada ha de impediros incumplir vuestra palabra después que yo haya satisfecho vuestros deseos. Me pongo pues en vuestras manos, no pretendáis además que os abra mi corazón, y tampoco me toméis por necio. Aseguraos de cumplir vuestra parte del negocio, pues no se me escapa que tan fugitivo sois vos como pueda serlo yo, y a buen seguro que algo tendréis que perder si pregono a los vientos nuestro pacto. Escuchad pues lo que tengo que deciros: yo os ayudaré a embarcar en el «San Juan de Gaztelugache» y, una vez que arribemos a puerto en Lisboa, me llevaréis con vos a Inglaterra, pues desde allí me ha de ser más fácil proseguir mi viaje hacia tierras holandesas. Si tal cosa hacéis, yo os daré a cambio cuanto me pidáis, así sea poca o mucha cosa, que todo habrá de parecerme nada ente el bien que me aguarda.
El paje clavó en mí sus negros ojos, en espera de mi respuesta, pero de mis labios sólo salió una nueva pregunta:
—¿Y qué bien es ese que tanto vale?
—¿Cuál ha de ser? La libertad, que es el más precioso don que a los hombres dieron los cielos. El único por el que cabe arriesgar la vida, cuya posesión colma los corazones y cuya pérdida torna al hombre en la más infeliz de las criaturas.
Y era tal el resplandor que iluminaba el rostro de Cristóbal Mendieta mientras decía aquellas encendidas palabras, que estuve tentado en mi miseria de apretar la soga de sus ansias hasta hacerle sangrar su última moneda, seguro de que en verdad habría de darme cuanto le pidiera. Pero fueron de nuevo otras las palabras que salieron de mi boca:
—Brindo por vuestra libertad y por la mía, que me hallo encerrado en esta isla por más que no me falten placeres ni me sujeten cadenas. No precisáis de amenazas, os doy mi palabra, pues como me pedís he de ayudaros a pisar suelo inglés. Pero lo que de vos espero es bien poco. Está al llegar a esta taberna un escribano de la Armada, a quien el bueno de Román sentará a esa mesa vecina, mucho me ha costado proporcionar su proximidad y he de sacar provecho de tan oportuno azar. Yo me ganaré su atención, vos sólo debéis hacer algo que estoy convencido que no habrá de resultaros extraño: mentir. Nada más os pido, Cristóbal.
Y Cristóbal Mendieta mintió con la desenvoltura de un fullero sevillano. Quiso la fortuna sonreírme al fin, y el escribano de la Armada, don Sebastián de Arteta, resultó serlo también del galeón «San Juan de Gaztelugache», de manera que Cristóbal Mendieta no vino a confirmar mis palabras sino que fue él mismo el puente que me permitió cruzar la menguada distancia entre la mesa del escribano y la nuestra, y salvar el abismo que separaba a un desconocido extranjero como yo de la digna figura de un escribano nombrado por la poderosa Casa de Contratación que controla, desde Sevilla y en nombre del Rey, todo el comercio con las Indias Occidentales.
Entró el escribano rodeado de oficiales, precedido por un Román convertido de repente en ceremonioso tabernero, se dirigió a la mesa que tenía reservada. Iba vestido de riguroso negro, cual si su minucioso recuento cotidiano de dineros, mercancías y pasajeros formara parte del luto que parecía guardar por todos los fallecidos monarcas de España, cuyos intereses vigilaba atento para provecho de sus ilustres descendencias y del reino, que venían a ser lo mismo. Me preguntaba yo de qué modo iba a dirigirme a él sin que su séquito de empleados reales se convirtiera en insalvable valladar, cuando vi que era el propio escribano quien, en la distancia y no sin desganada condescendencia, se dirigía a Cristóbal Mendieta, que se había puesto respetuosamente en pie al verle llegar, para preguntarle si su dueña, la sobrina del marqués de Valdehoyos, doña Catalina Oro y Miranda, había disfrutado de una buena travesía desde Cartagena de Indias.
Respondió él que su señora había tenido muy buen viaje gracias a la pericia del señor capitán y a las muchas atenciones que el señor escribano le había dispensado, de las que se había mostrado agradecida reiteradamente. Y, con ocasión de encarecerle ahora su bondad, se atrevía él mismo, humilde servidor, a presentarle un triste caso cuya buena resolución habría sin duda de apreciar su señora sobremanera, pues era su infortunado protagonista un hombre al que su señor tío había estimado desde la prodigalidad de su alma rigurosa pero compasiva.
Tomó asiento el escribano, halagado por la confianza que, según le revelaba el paje, depositaba en él tan ilustre pasajera, y concedió escuchar el caso, en tanto le llegaba el asado de lechón que el tabernero le había prometido. Dijo Cristóbal que era yo el protagonista de una historia que ilustraba de qué modo en el corazón de los hombres anidaban lo mismo la miseria que la grandeza, y que el señor escribano juzgaría cuál de las dos había terminado por prevalecer en mi alma. Le contó cómo había llegado yo a la villa de Cartagena de Indias, diez semanas atrás, enrolado en una polacra inglesa que pretendía comerciar con esclavos negros, y cómo su señor, el marqués de Valdehoyos, que regentaba el próspero comercio de esclavos en la ciudad, había rehusado hacer trato alguno con el capitán de la polacra por impedirlo las leyes españolas, de lo que se derivaron agrias palabras y muchas protestas, al punto que yo, hombre de bien como era, había decidido causar baja en la tripulación pues mucho me temía que a la postre mi capitán cediera a la tentación de hacer por las malas lo que las autoridades del puerto no le permitían realizar de buen grado.
Adornó Cristóbal su cuento con mil pequeños detalles que hubieran conmovido al corazón más indiferente. Habló de mis desesperadas lágrimas cuando no se me permitió quedarme en la villa, obligándoseme a embarcar en la polacra donde el capitán, resentido por mi fallido abandono, me había prometido implacable venganza. Hizo recuento de los malos tratos que en efecto me dispensó el capitán en la travesía del mar Caribe y del modo en que, finalmente, fui arrojado a las aguas infestadas de tiburones del canal de la isla de La Tortuga, de las que escapé milagrosamente con la ayuda de un pescador.
—Y así, señor escribano, es como Thomas Bird ha venido a parar a La Habana, con los pocos bienes que pudo llevarse consigo, y cómo por una feliz casualidad he venido yo a encontrarlo en el muelle, desesperado por no poder regresar a su patria ni permanecer en ésta, dada su condición de extranjero; tal parece que hubiera sido condenado al Purgatorio en vida. Mas he querido yo atestiguaros la veracidad de sus palabras por haberle conocido en Cartagena de Indias y haberle visto actuar como hombre de honor que no merece tan cruel infortunio, por más que mal hiciera en venirse a estas costas con propósito de comercio. No hubo tal y, por tanto, no hay delito. Y el castigo a que hubiera lugar por sus malas intenciones recibiólo ya de sus propios compatriotas, de tal modo que no cabe esperar ánimo alguno de venganza contra los españoles y sí un tesoro de gratitud si con magnánimo corazón accedéis a darle la boleta que le permita embarcar de regreso a Europa. Pues bien sé, porque así me lo ha dicho, que no abriga otra esperanza que el regreso a su casa y a las tareas del campo, que de las del mar ya está bien escarmentado.
Empeñó Cristóbal su palabra y aún se atrevió a prometer escribir a su señor a la llegada a España, si fuera menester, para solicitarle que confirmara cuanto había dicho, pues bien sabía que el marqués había apreciado mi gesto y lamentado mi azarosa partida. Y mientras tales cosas decía, me atreví yo a depositar sobre la mesa del escribano, con gesto temeroso, una pequeña bolsa llena de ducados que dije era toda mi fortuna y que gustosamente ofrecía a los servidores del Rey de España no sólo para pagar mi boleta, si tal se me concedía, sino para reponer los perjuicios que mi despiadado capitán habría sin duda cometido en mi ausencia y de los que yo, por haberme embarcado con él, me consideraba de algún modo responsable.
La mano huesuda del escribano tomó la bolsa, la sopesó sin abrirla, casi con vergüenza, como si nada estuviera más lejos de su intención que hacerse con su valioso contenido, y dijo:
—Bien hacéis en mostraros humildes y aún mejor en ser agradecido. Vuestros dineros apenas si son suficientes para pagar el viaje y no creo que puedan limpiar vuestra conciencia, pero no soy yo quien debe juzgar esas cosas. Deberíais acudir a nuestro capellán, fray Alonso Espinel, si queréis aliviar vuestra culpa. Por mi parte, sólo puedo ofreceros una boleta para la primera cubierta, sin lujos ni comodidades, pero tan eficaz como cualquier otra para el propósito que os anima. Y aun esto lo hago sólo por complacer el corazón generoso del señor tío de doña Catalina, y por la piedad que en todo buen cristiano deben despertar los pecadores arrepentidos.
—Dios os guarde, señor, que la caridad siempre es recompensada. En mí tenéis un devoto servidor obligado por la más sincera gratitud. Y por ello no quisiera que me creyerais impertinente si me atrevo a haceros un último ruego, pues tengo las mejores razones para importunaros con ello. ¿Podré llevar conmigo a mi criado? —pregunté antes que el escribano hiciera desaparecer la bolsa entre los pliegues de su capote.
—¿Qué criado? —preguntó, a la vez que miraba al paje con un brillo de desconfianza en los ojos.
Cristóbal Mendieta me miró sorprendido pero, antes que se viera obligado a inventar una mentira que pudiera descubrir todas las otras, me apresuré a contestar:
—El pescador que me recogió en aguas del canal de La Tortuga. Es un pobre hombre de muy corto ingenio, casi un niño en sus maneras, al que Nuestro Señor privó de habla, de tal manera que poco sabe del mundo y aún menos sé yo de él, salvo que su corazón es grande y le debo gratitud por haber salvado mi vida. Le prometí llevarlo conmigo para pagar tan gran deuda y os ruego que me permitáis cumplir esa promesa.
El escribano sopesó de nuevo la bolsa que aún tenía en la mano y por fin dijo:
—Sea. Lleváoslo con vos, pero habrá de dormir en cubierta y echar una mano en las faenas de a bordo si es preciso, para pagar así su viaje.
Resuelto el negocio había llegado el momento de poner distancia con el señor escribano, no fuera a surgirle algún escrúpulo. Hice de mi humildad bandera, de mi gratitud pregón, de mi sumisión alfombra y cascada de mi alegría, y con tales palabras y reverencias dejé la taberna en compañía de Cristóbal Mendieta que habíase tornado tan mudo como mi criado.
—¿Quién diablos es ese criado vuestro? ¿Por qué no me dijisteis nada de él? ¿Me tomáis por idiota? ¿Es que queréis mi ruina? ¡Os hubiera matado con gusto! —estalló no bien pisamos la calle.
—Perdonadme Cristóbal, pero había olvidado su existencia y sólo ahora, al ver cómo mis dineros volaban en las manos del escribano, me he acordado de que afortunadamente tengo algunos ducados en la posada donde me albergo, vigilados por el bueno de Jamaica, que es como llamo a mi criado porque fue frente a la costa de esa isla donde lo encontré hace tres años —respondí yo tratando de aplacar su ira, pero mi esfuerzo resultó vano.
—¡No os creo, embustero! ¿Quién es en verdad ese hombre? ¿Por qué lo escondéis?
—¡Teneos, Cristóbal! ¡Ya está bien de gritos y malos modos! —realmente estaba empezando a fastidiarme con tanta pregunta—. ¿Qué os importa quién sea Jamaica? ¿En qué os perjudica su existencia? Ya os he pedido perdón por no haberos hablado antes de él, nada más hay que añadir a lo dicho. Jamaica no se esconde en ninguna parte: me está esperando en la posada, al cuidado de mis bienes. Es mudo, tal como le dije al escribano, y es fiel como un perro. No habrá de importunaros, estad seguro de ello. Y quizá nos sea de ayuda durante el viaje, pues es hombre experimentado en las artes marineras, diligente y despierto. Por demás, tampoco vos me habíais hablado de esa dama a la que con tanto esmero servís.
El paje me miró con la rabia bailándole aún en los ojos, mas nada dijo. Echamos a andar en silencio, rumbo al muelle, entre las brumas de la noche, y al poco se detuvo.
—¿Qué os sucede? —pregunté. Sabía que en su cabeza volvía una y otra vez al enredo de mis palabras.
—Veo que os gustan los misterios, maese Tomás, no creáis que no lo entiendo. Yo tampoco os he contado todo acerca de mí ni de las razones que me empujaron a emprender este viaje. No pretendo ser vuestro confesor, como vos no habréis de ser el mío, pero sí creo que debéis decirme aquello cuya ignorancia pueda causarme daño. Ocultarme a ese tal Jamaica, que tanto estimáis, fue gran torpeza pues con ello bien pudo haberse derribado el frágil entablado de nuestros embustes. No volváis a hacerlo. Yo os he ayudado tal y como me demandasteis. Cumplid vos con vuestra parte del trato. Dentro de una semana zarpa la Armada, os veré a bordo del «San Juan de Gaztelugache».
Y, sin darme ocasión de decir nada, se fue con paso rápido. «Adiós pescadito», murmuré para mí, mientras le veía perderse en la oscuridad. Nada había que temer del paje, pues la ira que pronto estalla pronto se consume. Y, además, sus esperanzas estaban en mis manos. Todo había salido a pedir de boca. Ahora sólo faltaba preparar nuestras valijas y buscar fuerzas en el sueño: dentro de pocos días dejaría por fin atrás aquellas tierras ingratas. Me embocé en el capote y me dirigí a la posada. Jamaica ya estaría impaciente por recibir mis noticias.
La Armada partió el día catorce del mes de septiembre bien entrada la mañana, pues el amanecer había sido brumoso y los jirones de neblina que se enganchaban en los mástiles de los navíos sólo empezaron a levantarse bajo el tibio roce de los rayos del sol.
El cañonazo de la nave capitana, que daba aviso de la pronta partida de la Armada, había resonado en el puerto de madrugada y me había sacado del sueño con sobresalto, pero no así a Jamaica, a quien pude ver, no bien abrí los ojos, apoyado en el alféizar de la ventana, ataviado ya y alerta, como si no hubiera llegado a meterse en su jergón. Pronto nos unimos a los muchos hombres que, como nosotros, habían abandonado sus solitarios o amorosos lechos con premura, temerosos de embarcar con retraso, exaltados por la inmediatez del viaje.
Las negras gasas de la noche se rasgaban con la luz de las muchas antorchas y de los faroles que portaban unos y otros, como si las calles que desembocaban en el muelle albergaran enjambres de luciérnagas. La ciudad despertaba de sus tinieblas y los aturdidos gallos del alba iniciaron sus cantos, engañados por las luminarias del gentío.
Delante de mí, la figura menuda, robusta y cetrina de Jamaica, que cargaba nuestros enseres como si nada pesasen, se abría paso entre figuras tan mudas como él, pues ninguna voz se alzaba sobre el ruido de pisadas y el entrechocar de bártulos. Las pocas palabras que se cruzaban eran las imprescindibles para ordenar semejante riada humana, y aun éstas se decían en murmullos. Una misma gravedad parecía pesar sobre todos los rostros y ahogar las voces, cual si la inquietud y la preocupación se hubieran hecho materia y envolvieran nuestras cabezas como un tupido e invisible manto, pues ningún hombre sensato se hace a la mar sin encomendar antes su alma a Dios y sin que su corazón caiga en la opresión de la incertidumbre. No en vano se dice entre la marinería: «si queréis aprender a orar, entrad en la mar».
No sé qué oraciones llevarían en mente quienes conmigo emprendían aquella madrugada viaje, ni cuál resonaría en la cabeza de Jamaica si es que conocía oración alguna, porque no era mi silencioso criado hombre piadoso, puedo dar fe de ello; pero sí que recuerdo la congoja que ponía en mi corazón el estribillo temeroso de una antigua tonada española que, una y otra vez, se venía a mis labios sin que mediara en ello mi voluntad:
«Y cuando el infierno se lleve a
los que mal obraron,
dile lo que sentiste cuando el se
pulcro guardaron.
Madre de Dios, ruega por nosotros
a tu Hijo en esa hora».
En el muelle, la gallarda nave capitana, un galeón de triple castillo de popa, enarbolaba ya la insignia de mando en el palo mayor, y sobre su toldilla resplandecía el gran fanal que habría de servir de guía en las noches a la Armada entera. A su luz ondeaba el estandarte del capitán general de la flota, don Juan Álvarez de Borja: un gran paño carmesí en el que se veían el escudo de la Monarquía española y la figura ecuestre del apóstol Santiago que se abalanzaba sobre un moro caído en tierra.
Al pie de la pasarela del «San Juan de Gaztelugache», un paje me hizo entrega, en nombre del escribano, de las dos boletas que autorizaban nuestro embarque, y con él subimos Jamaica y yo a bordo, donde todo era ya el ajetreado faenar de los preparativos de la partida. Nos condujo a la primera cubierta por una escala de madera que se hundía en el entablado del puente cerca del palo mayor. El vientre de la nave estaba oscuro cual tripa de ballena y tan sólo cabía guiarse por la mortecina luz de los faroles que de tanto en tanto arrancaban de las sombras los perfiles de las cosas. Sin embargo, los marineros se movían en su interior cual murciélagos en la noche, ágiles y veloces, como si formaran parte del mismísimo casco del barco, y era aquélla una facultad que nacía más de la necesidad que de la costumbre, pues en las noches de tormenta sólo podrían confiar su vida a la capacidad de moverse en la más completa oscuridad por la nave si se la sabían de memoria.
El camarote que el escribano me había asignado a cambio de mis bien acuñados ducados era un cuartucho infecto donde apenas cabía un hombre tumbado. En él había un jergón licenciado en sudores, un taburete caído y un tonel que hacía las veces de mesa y sobre el que descansaba un farolillo de aceite. El calor era asfixiante y la humedad hacía que las prendas se pegaran al cuerpo como una segunda piel. Flotaba un olor agrio a podre y a orines, a chinches y a piel curtida; un aliento infernal que prometía noches de pesadilla.
Una herrumbrosa punta clavada en la madera de la pared me sirvió para colgar el capote y el zurrón que cruzaba sobre mi pecho. Entró Jamaica mis valijas, que dispusimos en el fondo, junto al tonel, por tenerlas lejos de la mano descuidera que pudiera dejarse tentar por una puerta abierta y, para más certeza, saqué del zurrón el candado de hierro del que previsoramente me había provisto en la herrería de la calle de los mercaderes, y con él sujeté bien la puerta una vez que salimos del camarote para buscar acomodo a Jamaica sobre cubierta y para huir del pestilente sepulcro de mi privilegio.
En las horas que se siguieron asistí curioso a las maniobras de la tripulación y compartí con ella la desazón de ver cómo al cesar la brisa se crecía la niebla y se postergaba una partida que yo creí inmediata. Pero en todo ese tiempo no vi a Cristóbal Mendieta ni a su dueña. Se iban las horas y se venía mi impaciencia, mientras el barco caía en un expectante letargo, de modo que tuve ocasión de reparar en la faz del galeón que debía devolverme a mi patria.
El «San Juan de Gaztelugache» parecía un navío joven. Era robusto y bien trabado, como suelen ser los galeones españoles. Su casco estaba bien cuidado y sus aparejos no presentaban signos de herrumbre ni desgaste, lo que me hizo pensar en la poca vida marinera que había de guardar su velamen. A popa se levantaba un doble castillo, guarnecido con dos cañones por banda, sobre el que colgaba el estandarte de su capitán, don Pedro Olea de Zumárraga, y a proa se alzaba un alcázar hermosamente labrado, pero sin dotación artillera.
Por lo que había visto al embarcar, el «San Juan de Gaztelugache» contaba con veintidós piezas de artillería: cuatro sobre cubierta junto al alcázar, cuatro en el castillo, doce en las troneras de la primera cubierta y otros dos cañones a popa, de los llamados guardatimones, que flanqueaban al varón del timón. Sus cuatro recios palos auguraban por demás una veloz singladura, complemento ideal de su poder de fuego. Realmente había que ser temerario para intentar asaltar en alta mar semejante fortaleza flotante.
Calculé que su carga rondaría las quinientas toneladas y, por los marineros que, como yo, mataban las horas de espera sobre cubierta, supe que en aquel viaje la flota transportaba un gran cargamento de sal, embarcado en Cartagena de Indias, costales de jengibre, brocados, sedas y veinte quintales de plata del Perú que habían sido recogidos en Portobelo. Entre la marinería también corría la voz de que en La Habana, además de víveres y tabaco, acababan de subir a bordo del «San Juan de Gaztelugache» un arcón, pesado como campana de catedral, que sin duda contenía un gran tesoro pues el señor escribano lo había mandado guardar en la mismísima santabárbara, entre pólvora y municiones, cuya puerta vigilaban noche y día dos soldados.
—¡Lo que es la avaricia, señor! —concluyó el marinero que acababa de darme cuenta de tales noticias—. ¡Ya son ganas de mandar una fortuna al fondo del mar si llegase a estallar la pólvora! Y hay incluso quien no vería con malos ojos un encuentro con piratas, por temibles que éstos fueran, con tal de poder abrir la puerta de la santabárbara. ¡Seguro que el señor capitán iba a tener más voluntarios de los que imagina para servir munición a los cañones!
Reí yo la chanza y aproveché la confianza de la risa para preguntarle dónde se hallaban la señora sobrina del marqués de Valdehoyos y su paje, pues no los había visto desde que subí a bordo.
—¡Ah, caballero, veo que estáis bien informado de los tesoros que lleva esta nave! —respondió el marino, mostrándome su menguada dentadura en una nueva risotada—. ¡Qué hermosa dama, pardiez! ¡Qué ojos, qué figura! ¡Quién fuera poeta para mejor cantarla! ¡Y quién candil en su alcoba! Pero hay manjares que no están reservados para la boca del pobre y, como dice el refrán, quien evita la ocasión evita el pecado, de modo que nuestra dulce pasajera sube contadas veces a cubierta y cuando lo hace es por poco rato, pues según parece la belleza, al igual que la riqueza, hace tacaños a quienes la poseen.
—¿Y dónde se resguarda esa joya durante el resto del día? —insistí.
—¿Dónde ha de ser? En el camarote de proa que está junto a la cámara del señor capitán. Don Pedro, que es hombre refinado y amante de las gratas compañías, convenció al señor piloto para que cediera su camarote a tan digna señora por mejor guardarla, y allí debe de estar ahora, con ese paje suyo haciendo guardia como siempre en la antecámara.
Hicimos burlas aún durante un tiempo a propósito del buen gusto del capitán y del temple del paje, que poca sangre habría de tener en las venas cuando dormía cada noche a la puerta de tan deliciosa fruta prohibida sin animarse a dar bocado. «Aunque… quién sabe —dijo el marino guiñando un ojo pícaro—, porque el paje ya hace tiempo que dejó de mojarse los calzones, y la mujer joven busca remedio a la soledad aunque sea en la compañía de las moscas».
Decidí ir en busca de Jamaica, cansado ya de la grosera charla del marino, y lo encontré recostado contra la rueda de madera de la cureña de uno de los cañones del puente. Utilizaba su hatillo a modo de almohada y se cubría con el capote, del que emergía su oscura cabezota calva en la que brillaban como carbón encendido las pupilas de sus ojos insomnes.
Le dije que el paje y su dueña estaban a bordo, le conté cuanto me había referido el marino y él me respondió con el bálsamo de su silencio, pues era virtud de mi criado saber librar a mi alma del torbellino de palabras en que de seguido me sumerge mi carácter. Junto a Jamaica hallaba siempre un remanso de paz en el que las palabras superfluas se ahogaban y sólo flotaban en mi cabeza las necesarias, aquellas que me hablaban de los dictados de mi corazón, de las intenciones ajenas o de los avatares del mundo. Busqué acomodo al otro lado del cañón y dejé que mi vista se perdiera en el algodón de la niebla que, a ratos, dejaba entrever la cofa del palo mayor donde un grumete esperaba el momento de poder repetir a los marinos aupados a la verga de la vela mayor las instrucciones que, a voces o con ayuda de un silbato, daría el contramaestre desde el pie del mástil. No sé si llegué a dormirme, mas no sería extraño pues el Señor ha querido recompensar alguna virtud oculta en el fondo de mi alma con el don de poder conciliar el sueño aun en las circunstancias más adversas. Quizá simplemente me extravié en la barca de mis pensamientos, que se mecía a su capricho y me llevaba ora a la figura del paje y al misterio de su hermosa dueña, ora a los brazos de las alegres mozas de la posada cuya tibia compañía echaba en falta en el frío de la noche. Recuerdo que la difusa claridad del alba vino a sorprenderme tanto como lo habría hecho la luz de una radiante mañana. Los rayos del sol se abrían paso al fin entre la niebla y deshacían sus gasas como borra el vaho de un vidrio la caricia de un dedo.
Miré a mi alrededor y vi que la quietud de la espera se había roto, pues muy cerca de donde me hallaba habíase empezado a reunir la tripulación. Me incorporé sobre el cañón para avisar a Jamaica, pero mi criado, siempre más atento que yo a cuanto sucedía, ya no estaba allí. Me acerqué hasta el círculo humano que iba congregándose en torno al palo mayor y pude oír la voz de un paje que entonaba la obligada plegaria de la mañana:
Bendita sea la luz
y la santa Veracruz,
y el Señor de la verdad,
y la Santa Trinidad;
bendita sea el alma
y el Señor que nos la manda;
bendito sea el día
y el Señor que nos lo envía.
Los marinos se esforzaron en combatir el fresco del alba con recatados gestos que ahuyentaran el frío sin faltar al respeto de la oración. Se dijeron un padrenuestro y un avemaría y por fin el paje gritó el saludo que había de entregarnos a todos a la tarea de zarpar:
—¡Dios nos dé buenos días; buen viaje; buen pasaje haga la nao, señor capitán y maestre y buena compañía, amén!
Casi de inmediato, la voz del contramaestre se alzó sobre el rumor de pasos a la carrera, mientras los hombres se esparcían por la cubierta como los dados sobre la mesa.
—¡Es hora de labor, señores! ¡Soltad amarras! ¡Esas perchas, con fuerza! ¡Largad el cabo de proa a la chalupa!
Las largas pértigas con que los hombres empujaban contra el muro del muelle empezaron a alejarnos de la tierra firme, que muy pronto estuvo separada del casco del galeón por un brazo de agua que la hacía inalcanzable. Toda la Armada se ponía en marcha con la lentitud de un animal soñoliento. A proa de cada nave y unida a ella por un largo cabo que se tensaba con el esfuerzo, una chalupa ayudaba a golpe de remos en las tareas de desatraque, cual una diminuta hormiga que arrastraba el cuerpo gigantesco de una mariposa.
De esa manera fueron las embarcaciones embocando la salida del puerto de La Habana, hasta formar un variopinto cortejo que se abría con los estandartes de la nao capitana y se cerraba con la recia arboladura de nuestro galeón, el «San Juan de Gaztelugache».
La mar nos recibió con su frío lomo erizado por el viento de poniente, que dio vida a las velas y presteza a nuestra singladura. La muchedumbre de los muelles se convirtió en una mancha indistinta, los hermosos palacios se confundieron con las míseras casas de los pescadores y el castillo de los Tres Santos Reyes del Morro se transformó en parte de la roca sobre la que se alzaba, difuminada aún su silueta por las últimas pinceladas de la neblina que se enredaban entre sus defensas cual un deshilachado pañuelo de seda.
La majestad del sol parecía hundir la isla y su verdor en el verdor de la mar que la rodeaba, como si una mano invisible la aplastara contra el horizonte. El azote del viento en las desplegadas velas abofeteaba nuestros oídos con golpes secos y continuos. Jamaica, que se había encaramado al palo del bauprés, se balanceaba a proa con la vista fija en la inmensidad oceánica que nos aguardaba y yo me dirigí hacia el castillo de popa, mientras la nave cabeceaba contra el oleaje: allí me topé con Cristóbal Mendieta, que trataba de guardar el equilibrio apoyado en la batayola. Me vio acercarme, pero nada dijo. Su atención estaba prisionera de la tierra que poco a poco desaparecía de nuestra vista. Yo tampoco tenía nada que decir, pues estaba atrapado en la misma trampa. Atrás quedaban las Indias, sus quimeras y sus heridas. Atrás quedaba el pasado, el cuento todavía no dicho de nuestras desventuras y apremios. Y, sin que pudiéramos en ese momento adivinarlo ninguno de los dos, ambos soñábamos también con dejar atrás nuestra propia condición, cual si al pasar la mar hubiera de borrarse el estigma que el pasado imprime en el alma y cuya lectura revela a la mirada atenta las verdades más secretas del ser. Nos afanábamos en desandar las huellas dejadas por los pies de otros: había comenzado al fin para ambos el viaje de vuelta a una tierra que ninguno de los dos había pisado nunca.