Una confesión
Durante seis meses esperé la llegada de la prometida carta de Cristóbal. En realidad, la espera se1 convirtió en mi principal ocupación, toda vez que en aquel tiempo me tocó asistir al espectáculo del hundimiento de mis ya ruinosos sueños, y no me quedaban ganas para hacer nada que no fuera ver pasar los días y disfrutar de vez en cuando de los favores de alguna dama, que era el gozo de los deseos carnales la única libertad de la que aún se disfrutaba en Inglaterra. Muy fuerte veneno ha de ser el gobernar, téngolo por cierto, pues en llegando al poder aun el más virtuoso se torna en poderoso y encuentra razonable cualquier atropello, por la sola razón de ser él quien lo comete. Así, el general Cromwell se ha convertido en Lord Protector de la patria y la naciente república ha caído en una nueva tiranía que me temo habrá de sobrevivirme. Los soldados del Parlamento combatimos por la libertad y tan sólo hemos cambiado de señores; y si no me arrepiento de haberme librado de aquéllos, no menos merecedores de ser combatidos me parecen éstos. Pero ya no me quedan fuerzas ni arrestos para acometer tal empresa, y desde las ruinas de mis sueños y de mi inteligencia veo pasar vanidades y levantarse mentiras cual si estuviera en uno de esos teatros del barrio del Sur que los nuevos dueños de Inglaterra han clausurado.
Con los años, la soledad ha terminado también por despertar en mí extrañas manías. No soy amargo ni huraño, es que las amistades viejas se me han muerto y a las nuevas no les hallo el sabor de antaño y soy cada vez más prisionero del pasado, como lo era «Tortuga». Johnson, porque yo también me he convertido en un viejo. Y la vejez es medrosa. Así, daba en pensar una y otra vez que pudiera ser mi propio hijo Cristóbal, del que nunca he vuelto a saber nada, cualquiera de los soldados españoles a los que el destino me enfrentara. Tales temores, que pudieran parecer cosas de loco, se alimentaban del recuerdo de Alonso Gallo, cuya muerte mostraba cuán crueles y traicioneros pueden ser los designios de Fortuna, y no había día en que no me dijera que mayor locura sería cerrar mi vida haciéndome matar por mi hijo o dándole yo muerte. Por huir de tal sarcasmo, decidí hace casi un año abandonar el oficio de soldado. Hoy malvivo con una mísera pensión y un oficio que he tomado prestado, el de escribano de pobres en este barrio del Sur donde saber leer y escribir es ya raro privilegio.
Cuando al fin llegó hace cuatro meses una carta procedente de Holanda, tras la firma de la paz de ambos reinos, hacía tiempo que yo había dejado de esperarla. Se había cumplido el año desde la partida de Cristóbal y su silencio sólo podía ser el del olvido o el de la muerte, en ambos casos mi amigo estaba ya fuera de mi alcance. Pero también en eso, como en tantas otras cosas, me he equivocado.
La carta iba dirigida a mi nombre y tenía por señas las de la taberna del Diablo, donde la entregó el capitán de una pinaza holandesa y donde me apresté a leerla apenas la puso en mis manos el tabernero.
Yo nunca había visto la letra de Cristóbal Mendieta, pero la que allí me nombraba se me hizo elegante y esmerada, impropia de quien había hecho de la escritura su cotidiano oficio. Abrí la carta y enseguida comprendí que no era Cristóbal quien en ella me hablaba:
«Mi hermoso Tomás, perdonad si al escribiros mi mano temblorosa no acierta a expresar con claridad mis sentimientos, pero son muchos los años que nada sé de vos y muy graves las razones que me llevan a atreverme a perturbar vuestra vida de esta manera. Esta carta es la mensajera de una confesión, y una confesión en sí misma, y sólo espero que no guardéis de mí el dolor que ha de ocasionaros leerla sino el afecto que me mueve a escribirla. Dejadme que empiece por el principio, pues si bien vos me conocéis, tal conocimiento fue puro engaño y es hora de que luzca la verdad aunque sólo sea sobre un pedazo de papel».
Una rara inquietud se había apoderado de mí mientras leía aquellas primeras palabras, cuyo tono no me era desconocido, y aun sin haber leído el nombre de quien firmaba la carta, lo adivinaba ya y me negaba a aceptarlo como se negaría un títere a reconocer que es una mano ajena quien da vida a cada uno de sus gestos.
«Vos me conocisteis como Alison en la isla de La Tortuga —continuaba la carta—, pero mi nombre es Lisbeth Janssen, aunque probablemente ya lo habéis adivinado, pues tiene el corazón su propia sabiduría. Perdonadme en todo caso, Tomás, y no destruyáis esta carta por aquel engaño. Vos sabéis lo que es amar sin esperanza, vos sabéis lo que es sentirse rechazado y cómo se aferra el corazón a los recuerdos. Vos me hablasteis de Catalina aquella hermosa noche y no sabéis hasta qué punto entendía yo vuestra desdicha pues también a mí me faltaba mi amado. Sé que Cristóbal os ha contado nuestro encuentro en Salé y que por él sabéis que le esperé en vano. Pero hay cosas que sólo yo sé y que él ya nunca podrá saber. Cristóbal ha muerto, Tomás. No sé decíroslo de otro modo. La dicha que volvió a mí ha sido breve. Murió hace dos meses de estas extrañas fiebres que empiezan a sembrar el pánico en Amsterdam, y yo no sé cómo explicaros este dolor que me rompe y esta gratitud que me encalma y que sé que fue también la suya pues, aunque por poco tiempo, el destino nos permitió ser felices y eso es más de lo que ambos esperábamos. Nunca le dije a Cristóbal que la Alison de vuestros recuerdos era yo, porque no son los celos buenos aliados de la amistad y la que os ha unido se me hacía la más hermosa, encomiable y digna de perdurar. Es cierto que Cristóbal me había rechazado, pero si os entregué mis favores no fue por venganza ni por despecho sino por ese mismo amor del que él me privaba y que, sin embargo, seguía latiendo en mi corazón. No sabéis cómo se echó a galopar éste cuando aquel viejo os presentó al capitán Le Chien y yo reconocí en el vuestro el nombre del amigo de mi amado. Cristóbal me había hablado de vos en Salé, me había contado cómo os ayudó a salir de allí y la tristeza de haberos tenido tan cerca sin poder revelaros quién era. Y ahora era yo quien os tenía ante mí, sin que vos me conocierais. Fui cobarde, Tomás, temí que la verdad os espantara, y yo deseaba el tacto de vuestra piel, necesitaba el sonido de vuestra voz, vuestra presencia que me devolvía de alguna manera la presencia de mi amado. Vuestra apostura, vuestras dulces maneras, vuestras historias fueron el bálsamo necesario para que mi alma volara lejos de aquella isla, para que regresara a Salé y sintiera en vuestras manos las manos que habíais estrechado al amigo, y en vuestro aliento el aire que él había respirado. Os robé el amor como una ladrona y como tal huí al día siguiente, jurándome no volver a poner mis pies en La Tortuga. Y cuando por Cristóbal supe la alta estima en que teníais a aquella pirata Alison que fui por un tiempo, sentí que crecían en mí la culpa y la vergüenza, que son las que ahora guían mi mano cuando os suplico perdón y os aseguro que siempre he guardado de vos el más dulce y agradecido recuerdo. Pero no soy merecedora de vuestro afecto, aunque vos sí lo sois del mío si en aquella noche encarnasteis un recuerdo de amor, hace un año me devolvisteis al amor mismo y nunca sabré cómo agradecéroslo.
»Cuando abandoné Salé, me sentí la más desdichada de las criaturas. Había encontrado a mi padre para perderlo y había perdido a mi amado tras encontrarlo. Regresé a Veere, junto a mi madre, y no tardé en descubrir que estaba encinta. No quiero apelar a vuestra compasión para buscar en ella el perdón de mis mentiras, así que permitidme que sea breve en estas líneas y os diga solamente que el hijo que tuve de Cristóbal fue causa de mi alegría mas también de mil quebrantos que me labraron mala fama en la villa y me obligaron a abandonar la casa familiar y a buscarme la vida como pude. Le puse por nombre el de su ausente padre y en sus ojos oscuros aliviaba yo mis penas, hasta el infortunado día en que quiso la muerte castigar mis pecados y se lo llevó de mi lado sin que tuviera aún cumplido un año. Fue entonces cuando decidí embarcarme hacia América y fui a parar a manos del capitán Jean Le Chien, en cuya feroz compañía hallé ocasión de sangrar la enfermedad de mi alma.
»Cuando regresé a Holanda, tras mi vida pirata, lo hice con los dineros que había ganado en ella, que fueron suficientes para mantenerme sola y libre hasta el día en que Cristóbal llamó a la puerta de mi casa en Amsterdam y todo lo vivido, incluso lo más triste, me pareció un regalo, pues se me antojaban tantos quiebros y tantas vueltas requisitos para volver a tenerle a mi lado.
»Hasta aquí mi historia, Tomás. El habérosla contado alivia mi conciencia, pero no es ése el principal propósito de esta carta. Pues si al fin he encontrado el valor necesario para escribiros es porque así me lo pidió Cristóbal en su lecho de muerte. Hubiera querido hacerlo él mismo, pero ya ni fuerzas tenía para respirar, de modo que me convertí en su escribano y tomé nota de estas palabras que sólo a vos os tienen por destinatario. Me dijo así: “Con muchos nombres me ha conocido Tomás a lo largo de los años, pero nunca le he dicho cuál es el verdadero y no quiero morir sin que lo sepa. Escríbele que me llamo Shlomo Hamigdal, mi nombre hebreo que he guardado como un tesoro. Mi padre fue Jacob y mi abuelo Abraham, aunque vistieran siempre nombres de cristianos. Pero los vestidos son de quita y pon. Usó primero mi abuelo el de Torres, y con él recorrió las tierras americanas en los primeros años de la conquista, huyendo de inquisidores y gobernadores por ocultar su condición de converso, y buscó refugio entre los indios hasta que encontró en la espesura a un hombre agonizante que había sido poblador y superviviente del desastre de la villa de Santa María de Darién. Lo cuidó por un tiempo y supo de él su nombre, que era Juan Mendieta, y sus recuerdos. Cuando murió aquel infeliz, visto mi abuelo su nombre y su pasado y con ese apellido vivió mi padre y he vivido yo hasta ahora. Dile que no me incomoda. Ha sido un buen traje y aunque mentira, una mentira cierta”.
»Cuando oí las palabras de Cristóbal supe que yo también debía quitarme el vestido de Alison si había de ser mensajera de su confesión. Os ruego que perdonéis mi atrevimiento, pues más desnuda es siempre el alma al desvestirse que el cuerpo y mis sentimientos amenazan con desbordarse más allá de lo que la prudencia y el recato aconsejan.
»Adiós, amigo mío. Concededme ese título y no me castiguéis con vuestro olvido, pues si os he afrentado ha sido por amor y ya he recibido mi castigo».
Cuando dejé la carta de nuevo sobre la mesa, el títere que había sido yo durante todos aquellos años cayó a mis pies, con los hilos cortados. La implacable tijera de la verdad ni siquiera me dejaba ya el consuelo de aquella noche en la isla de La Tortuga en que fui, por una vez, completa y solemnemente feliz.
No sé cuántas veces la habré releído. En torno a esta carta, que ahora tengo de nuevo en las manos, ha girado mi corazón en estos meses. En muchas ocasiones me he sentado a esta misma mesa, dispuesto a escribir mi respuesta. Unas veces me movía el ánimo de venganza, el deseo de arrojar al rostro de Alison o de Lisbeth, que no sé cómo llamarla, mi soledad y mi desprecio. Otras, era la tentación de intentar recuperarla, de convertir en verdad la mentira de aquella noche de amor vicario. He querido preguntarle sobre su vida y sobre aquella otra vida secreta de Cristóbal de la que no tengo más que su nombre, Shlomo Hamigdal, una llave inútil ahora que se ha llevado consigo el cofre de su memoria. Pero cada vez que me ponía a escribir, las palabras volvían a rebelárseme como cuando intentaba pergeñar, en la guarnición de las colinas de Cheviot, aquella carta para el hijo que nunca he visto.
Tantas vueltas he dado a las vidas paralelas que han sido la de Cristóbal y la mía, que a la postre he preferido escribir este libro que tiene aires de novela y en el que al fin me siento libre, pues ¿quién ha de impedirme decir que sí, que escribí aquella carta a Lisbeth o a Alison, da lo mismo, y que puse en ella tanto sentimiento, tanta verdad y tal coraje que se convirtió en el ariete que derrumbó las murallas que el tiempo y las mentiras habían levantado para separarnos? Podría escribir, por ejemplo, que me embarqué una mañana en Londres y anochecí en Amsterdam, que la busqué por las calles y la reconocí, por su mirada, entre la muchedumbre de un mercado de flores, que la acompañé y la hablé y compartí con ella el recuerdo de Cristóbal o de Shlomo, da lo mismo, y que en la madrugada de su lecho comprendí que el amor que ella finalmente me entregaba habría de contar con el perdón de Cristóbal, allá donde éste estuviera. Si hubiera podido, quizá mi viejo amigo nos hubiera dicho lo que los versos del poeta:
Amantes, así disculpo vuestra ofensa:
tú la quieres pues sabes que la amo,
y es por amor de mí que ella me inflige su engaño,
dejando que mi amigo la posea.
Podría contar esa historia o cualquier otra, inventar, fabular, torcer la vida allí donde no la quisiera derecha o enderezarla en las curvas imprevistas. Contar, por ejemplo, que el día en que murió mi padre a bordo de nuestra polacra, fue a matarle la bala que no supe impedir que le alcanzara, porque el terror me había paralizado al ver salir de la bodega del barco que abordábamos a un niño envuelto en las llamas del incendio que yo mismo acababa de provocar. Que le vi correr y le oí chillar con una voz que ya no era humana y que mis ojos, que se cerraron para no ver cómo aquella pequeña tea saltaba por la borda, no vieron tampoco al hombre que salía tras él y que apuntaba a mi padre con un mosquete. O contar que, en realidad, a mi padre lo mató su propia cobardía, pues cuando los tripulantes del navío salieron al puente para defenderse con bravura, él quiso ganar de nuevo nuestra polacra para ponerse a salvo y, al darles la espalda, no vio al hombre que le apuntaba con un mosquete ni oyó mi grito de advertencia, que el miedo vuelve ciego y sordo a quien lo sufre… Bendita libertad de las palabras, que nombran y reconstruyen el mundo a su capricho, y así amontonadas, aunque sea con más rabia que arte, tanto sirven para dar cuenta de la vida extraordinaria del converso como para convertirse en mi último disfraz. Pues no en vano nací yo un día de carnaval y fueron caretas de brujas y de diablos quienes acompañaron con sus cantos mi primer llanto, cual si en mi venida a este mundo estuviera ya escrita la sentencia a oscuridad que ha perseguido a mi alma. Desde entonces llevo esta máscara a la que otros llaman rostro, y la pasión de lo oculto ha confundido cada uno de mis actos. Incluso este último, mientras pongo fin a esta historia sin que yo mismo alcance a distinguir la verdad entre tanta mentira como alberga.
Agradecimientos
Esta novela, como todo libro, tiene más progenitores que el autor que la firma. Sin ellos, «El converso» no sería lo que es. Gracias pues a Enrique de Hériz, por haber apostado por la novela antes incluso de que yo llegara a tenerla dibujada en la cabeza. A mi mujer, destinataria primera de cuanto escribo, cuyos comentarios críticos son siempre estimulantes e iluminadores. A Luis Sepúlveda por la acogida en su casa de París, donde tomó forma por fin esta novela, y por su impagable generosidad literaria. A Daniel Mordzinski, que me regaló su compañía, su inteligencia y su mirada, indispensables para adentrarme en el laberinto histórico y humano de Rabat, y que, junto a Viviana Azar, me ha ayudado a penetrar la intimidad de la condición judía. A Bernardo Axtaga que, una vez más, ha respondido generosamente a mi petición de ayuda en el uso de los términos euskéricos. A Antonio Sarabia y a Santiago Gamboa, por sus inolvidables conversaciones sobre literatura, llenas de vida y de amistad, y por sus lecturas. A Francisco Torres Oliver, por sus correcciones y sugerencias. A Michael Harris, por su hospitalidad londinense, sus reflexiones históricas y su análisis sobre la Revolución inglesa. A John Jairo Junieles, por su información sobre Cartagena de Indias. A Kristinn R. Olafsson, por sus noticias sobre Reykiavij en el siglo XVII y por sus sugerencias sobre los personajes de Torval y Gudrid. A Chema López Álvarez, de la librería Ojanguren de Oviedo, por su ayuda en la búsqueda bibliográfica. A la tripulación del pesquero Rainbow (Mongo, Andrés y Heinz) y a Larry Mangino, por el inolvidable viaje a la isla de La Tortuga. A Abderramán El-Fekhar, inspector de Monumentos Históricos de la villa de Rabat; a su padre, Tahib El-Fekhar, y al profesor Ahmed Amin Bel-Gnaoui, guardianes de la memoria de Rabat. A Houssein Bouzineb, que compartió conmigo algunos de sus conocimientos sobre los moriscos de Rabat. Al coronel Mohamed V. Vargas, descendiente del primer gobernador de la república pirata andaluza de Salé y apasionado defensor del orgullo y la memoria de los moriscos de Rabat. A Chaara Widad, directora de la Biblioteca de Investigación del Museo de los Oudeia de Rabat. A las familias Piro y Tredano, andaluces de Rabat, por su hospitalidad. A la pequeña comunidad judía de la hermosa sinagoga Rabí Shalom Zaoui, situada en plena Medina de Rabat, por haberme dejado compartir con ellos un inolvidable Sabbat. A Alí Al Rami, que me ayudó a entrar en el corazón de la Medina. A Hicham, Karima, Mustafá, Mohamed, Abdeslam, Nouaman, Mounia y Nahraouane, que probablemente nunca leerán este agradecimiento y no sabrán, por tanto, hasta qué punto me han ayudado, con sus historias y su amabilidad, a dar forma a algunos de mis personajes. A Natalie Weimber, por los juramentos de los piratas holandeses. A los miembros de la sociedad de cata de vinos Recatados de Egoki, por su contribución a la jerga de los bajos fondos. A Paloma Esteban Ciriza, por haberme dado la imagen del «San Juan de Gaztelugache». A Elena Dallorso, por su ayuda en el uso de la lengua italiana.
A Francisco Carantoña que, en el poco tiempo que el destino quiso que se cruzaran nuestras vidas, me honró con su afecto y me hizo el más preciado obsequio que puede ofrecer un escritor a otro: me regaló una historia, la del cautivo. A su generosidad. A su memoria.
Y a mi hijo Alejandro, que me ha devuelto al niño que fui y al padre que perdí.
Préstamos
Todo escritor toma prestados a otros escritores imágenes, metáforas, anécdotas, fragmentos, ideas… En realidad, la literatura de uno se alimenta en buena medida de la literatura de los otros. También en «El converso» hay esa presencia que, a la vez, es homenaje. Como no deseo adjudicarme méritos ajenos, y a pesar de que la muy superior calidad literaria de los autores citados resulta patente en la simple lectura del texto, quiero dejar constancia de los principales préstamos que el libro contiene.
El fragmento de poema de la página 34 corresponde a las «Cantigas de Santa María», de Alfonso X El Sabio.
Los dos tercetos que se citan en la página 56 pertenecen a un soneto de Bartolomé Leandro de Argensola, que fue amigo de Lope de Vega. Por cierto, el soneto de Lope que aparece citado al inicio del libro es el que dedicó al hermano de Bartolomé, Lupercio.
El terceto que se cita en la página 144 pertenece al más hermoso poema de amor que conozco: el soneto 126 de las «Rimas» de Lope de Vega. No me resisto a la tentación de reproducirlo aquí entero:
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor: quien lo probó lo sabe.
En fin, ¿qué se puede escribir después de leer algo así? En vez de dejarme aplastar por el genio de Lope, decidí ponerlo de mi parte e intentar utilizar sus palabras como trampolín de mi propia imaginación. Espero que el resultado no desmerezca demasiado.
El cuarteto citado en la página 162 corresponde al romance de Francisco de Quevedo «Arreglando están el mundo».
El cuarteto citado en la página 171 es el primero del soneto 75 de las «Rimas» de Lope de Vega.
La coplilla marinera de la página 215 es una canción popular entonada en los carnavales de la zona del Vilán, en la costa gallega, según recoge José Beña Heim en su libro «Costa de la muerte».
La canción que canta Karima en la página 325 es un poema de la poetisa Hamda bint Ziyad de Guadix que aparece recogido en la noche 245 de «Las mil y una noches».
Y el cuarteto citado en la página 340 es de uno de los sonetos de amor de William Shakespeare.
Junto a ellos hay también citas más o menos explícitas de cantantes y compositores de música popular contemporánea. Por ahí anda una descripción que le debe mucho al tango «Maquillaje» (que a su vez parte de los versos de Leandro de Argensola), de H. y V. Expósito, en versión de Astor Piazzola. Y los poemas del bardo pirata Jean Le Chien (así como su mismo nombre) son el resultado de la reescritura de los excelentes textos de las canciones de Santiago Auserón, tanto en la época en que formaba parte del grupo Radio Futura como en la actual, en que ha tomado el nombre artístico de Juan Perro.
Durante estos dos años de trabajo, las obras de Cervantes, Gabriel de la Vega, Luis Vélez de Guevara, William Shakespeare, Thomas More, John Donne, Daniel Defoe, Joseph Conrad, Deleito y Piñuela, Luis García Montero, Paul Auster, León de Greiff y Bernardo Atxaga han sido mis libros de cabecera. Todos ellos están presentes, de una manera u otra, en «El converso». Y, sobre todos, el libro de memorias «Vida, nacimiento», padres y crianza del capitán Alonso de Contreras, en el que el feroz soldado español dejó apasionante relato de sus andanas, fechorías y proezas.
Nota
En esta novela aparecen personajes puramente imaginarios y otros que llevan el nombre de algún personaje histórico. Sin embargo, tanto unos como otros son personajes de ficción. He utilizado algunos elementos de la realidad histórica que he procurado seguir fielmente, pero no he dudado en alterarlos cuando el relato lo ha exigido. Así pues, que nadie lea esta novela como una crónica histórica sino como el fruto de una fantasía aventurera. Una mentira más en una novela mentirosa, como todas, que aspira a nombrar la verdad mediante sus engaños. Si en algún momento toma el relato visos de verosimilitud, sepa el lector que no es casual porque en eso consiste precisamente la novela: en hacer creíble lo imaginario, en convertir la ficción en una forma de conocimiento.