Loud tolled the bell, the priest prayed well,
The tapers they all burned bright,
The monk her son, and her daughter the nun,
They told their beads all night!
The second night
[…]
The monk and the nun they told their beads
As fast as they could tell,
And aye the louder grew the noise,
The faster went the bell!
The third night came
[…]
The monk and the nun forgot their beads,
They fell to the ground dismayed
There was not a single saint in heaven
Whom they did not call to their aid!
SOUTHEY
Aquí concluyó Moncada el relato de la joven india: la víctima de la pasión de Melmoth, así como de su destino, tan impíos e inefables la una como el otro. Y expresó su intención de revelarle lo acontecido a otras víctimas, cuyos esqueletos se conservaban en la cripta del judío Adonijah, en Madrid. Añadió que las circunstancias relacionadas con ellos eran de naturaleza aún más tenebrosa y horrible que las que había contado, ya que eran resultado de las impresiones recibidas por mentes masculinas, a las que no había movido otra cosa que el deseo de asomarse al futuro. Comentó también que las circunstancias de su estancia en casa del judío, su huida de ella, y la razón de su subsiguiente llegada a Irlanda, eran casi tan extraordinarias como todo lo que hasta aquí había referido. El joven Melmoth (cuyo nombre habrá olvidado quizá el lector), se sintió «seriamente tentado» de pedirle que siguiese satisfaciendo su peligrosa curiosidad, quizá con la loca esperanza de ver salir de los muros al original del retrato que él había destruido, y proseguir personalmente la espantosa historia.
El relato del español había durado muchos días; pero al concluir, el joven Melmoth manifestó a su invitado que estaba dispuesto a escuchar su continuación.
Acordaron reanudar la historia una noche, y el joven Melmoth y su invitado se reunieron en el aposento acostumbrado; la noche era tormentosa y lúgubre, y la lluvia que había caído durante todo el día parecía haber cedido ahora su puesto al viento, que soplaba a ráfagas súbitas e impetuosas, y se calmaba de pronto como para hacer acopio de fuerzas para la tempestad de la noche. Moncada y Melmoth acercaron sus sillas al fuego, mirándose el uno al otro con el gesto de los hombres que desean inspirarse mutuamente ánimo para escuchar, y contar, y están tanto más deseosos de inspirarlo cuanto que ninguno de los dos lo siente en su interior.
Finalmente, Moncada hizo acopio de voz y de resolución para seguir; pero al ponerse a hablar, se dio cuenta de que no conseguía hacer que su oyente atendiese, y se detuvo.
—Me ha parecido —dijo Melmoth, contestando a su silencio—, me ha parecido oír un ruido…, como de una persona andando por el pasillo.
—¡Chisst!, callad y escuchad —dijo Moncada—; no me gustaría que nos estuviesen escuchando.
Callaron y contuvieron el aliento; volvió a oírse el ruido. Evidentemente, era de unos pasos que se acercaban a la puerta. A continuación se detuvieron ante ella.
—Nos vigilan —dijo Melmoth, medio levantándose de su silla.
Pero en ese momento se abrió la puerta, y apareció una figura en la que Moncada reconoció al protagonista de su relato y al misterioso visitante de la prisión de la Inquisición, y Melmoth al original del retrato y al ser cuya extraña aparición le había llenado de estupor, cuando estaba sentado junto al lecho de su tío moribundo.
La figura permaneció un instante ante la puerta; luego, avanzando lentamente, llegó al centro de la habitación, donde se detuvo otro rato, aunque sin mirarles. Luego se acercó con paso lento y claramente audible a la mesa junto a la que estaban sentados, y se detuvo como un ser vivo. El profundo horror que sintieron ambos se manifestó de diferente manera en uno y otro. Moncada se santiguó repetidamente, y trató de expresar muchas jaculatorias. Melmoth, inmóvil en su silla, clavó sus pasmados ojos en la forma que tenía ante sí: era, evidentemente, Melmoth el Errabundo, el mismo de hacía cien años, el mismo que sin duda sería durante los siglos venideros, si llegaba a renovarse la espantosa condición de su existencia. Su «fuerza natural no había decaído», aunque «sus ojos estaban apagados»: aquel brillo aterrador y sobrenatural de sus órganos visuales, aquellos faros encendidos por un fuego infernal para tentar o advertir a los aventureros de la desesperación del peligro de esa costa en la que muchos se estrellaban y algunos se hundían, aquella luz portentosa, no era visible ya; su forma y figura eran de hombre normal, con la edad que reflejaba el retrato que el joven Melmoth había destruido; pero los ojos eran como los de un muerto. […]
Al acercarse más el Errabundo, hasta tocar la mesa su figura, Moncada y Melmoth se levantaron de un salto, con irresistible horror, y adoptaron actitudes de defensa, conscientes, sin embargo, de que sería vana toda defensa frente a un ser que anulaba el poder humano y se burlaba de él. El Errabundo movió el brazo en un gesto que expresaba desafío sin hostilidad, y el extraño y solemne acento de esa voz única que había respirado el aire más allá del período de vida mortal, y que no había hablado jamás sino a oídos culpables o dolientes, ni comunicado otra cosa que desesperación, llegó lentamente hasta ellos como el trueno lejano de una tormenta.
—Mortales que estáis aquí narrando mi destino, y los sucesos que lo forman: ese destino toca a su fin, creo, y con él acaban los sucesos que tanto excitan vuestra loca y desdichada curiosidad. ¡Estoy aquí para hablaros yo a vosotros! ¡Yo, el ser del que habláis, estoy aquí! ¿Quién puede hablar mejor de Melmoth el Errabundo que él mismo, ahora que está a punto de rendir esa existencia que ha sido motivo de terror y pasmo para el mundo? Melmoth, contempla a tu antepasado; el ser en cuyo retrato figura la fecha de hace siglo y medio está ante ti. Moncada, aquí tenéis a un conocido de fecha más tardía —una torva sonrisa de saludo cruzó su semblante mientras hablaba—. No temáis —añadió, al observar la angustia y terror de sus involuntarios oyentes—. ¿De qué tenéis miedo? —prosiguió, al tiempo que un destello de burlona malignidad iluminaba una vez más las cuencas de sus ojos muertos—. Vos, señor, estáis armado de vuestro rosario… y tú, Melmoth, estás fortalecido por esa vana y desesperada curiosidad que, en otra época, te habría convertido en mi víctima —y su rostro experimentó una fugaz pero horrible convulsión—; ahora, en cambio, te convierte en objeto de burla para mí.
—¿Tenéis algo que apague mi sed? —añadió, sentándose.
Moncada y su compañero, dominados por un horror delirante, sintieron que se les iba la cabeza; y el primero, con una especie de insensata confianza, llenó un vaso de agua y lo ofreció al Errabundo con mano tan firme, aunque más fría, como si lo sirviese a alguien sentado junto a él en humana compañía. El Errabundo se lo llevó a los labios, probó un pequeño sorbo y, dejándolo en la mesa, habló con una risa violenta, aunque ya no feroz:
—¿Habéis visto —dijo a Moncada y a Melmoth, que miraban con ojos nublados y confundidos esta visión, y no sabían qué pensar—, habéis visto el destino de don Juan, no como lo remedan en vuestros mezquinos escenarios, sino tal como lo representa en los horrores reales de su destino el escritor español?[82] En él, el espectro corresponde a la hospitalidad de su anfitrión invitándole a su vez a un banquete. El lugar es una iglesia; llega, está iluminada por una luz misteriosa; unas manos invisibles sostienen lámparas alimentadas por sustancias ultraterrenas para alumbrar al apóstata en su condenación.
Entra éste, yes acogido por una numerosa concurrencia: ¡los espíritus de aquellos a quienes ha descarriado y asesinado, que se levantan de sus tumbas y, envueltos en sus sudarios, acuden a darle la bienvenida! Al cruzar ante ellos, le exhortan con cavernosa voz a que brinde en las copas de sangre que le ofrecen; ¡y al pie del altar, junto al cual se halla el espíritu de aquel a quien el parricida ha asesinado, se abre el abismo de perdición para recibirle! Yo voy a tener que prepararme para cruzar muy pronto entre una multitud así… ¡Isidora! ¡Tu forma será la última con la que me tendré que encontrar…!, y… ¡la más terrible! Ésta es, ahora, la última gota que debo probar de la tierra; ¡ila última que mojará mis labios mortales! Lentamente, acabó de beberse el agua. Sus compañeros no tenían fuerzas para hablar. Él siguió sentado, en actitud de honda meditación, y ninguno de los otros dos se atrevió a interrumpirle.
Siguieron en silencio hasta que empezó a despuntar el día y una vaga claridad pareció filtrarse a través de los cerrados postigos. Entonces el Errabundo alzó sus pesados ojos y los fijó en Melmoth.
—Tu antepasado ha vuelto a casa —dijo—; sus vagabundeos han terminado.
Poco importa ahora lo que se haya dicho o creído de mí. El secreto de mi destino descansa en mí mismo. ¿Qué más da lo que el miedo ha inventado, y la credulidad ha tenido por cierto? Si mis crímenes han excedido a los de la mortalidad, lo mismo ocurrirá a mi castigo. He sido un terror en la tierra, pero no un mal para sus habitantes. Nadie puede compartir mi destino sino mediante su consentimiento… y nadie ha consentido; nadie puede sufrir mis tremendos castigos sino por participación. Yo solo debo soportar el castigo. Si he alargado la mano, y he comido del fruto del árbol prohibido, ¿no he sido desterrado de la presencia de Dios, y de la región del paraíso, y enviado a vagar por los mundos de esterilidad y de maldición por los siglos de los siglos? Se ha dicho de mí que el enemigo de las almas me ha concedido un grado de existencia que rebasa el período asignado a los mortales; poder para cruzar el espacio sin obstáculo ni demora, visitar regiones remotas con la velocidad del pensamiento, afrontar tempestades sin la esperanza de caer fulminado, y traspasar las mazmorras, cuyos cerrojos se vuelven grasa y estopa bajo mi mano. Se ha dicho que me ha sido concedido este poder a fin de que pueda tentar a los desdichados en el trance espantoso de su extremidad con la promesa de concederles la liberación y la inmunidad, a condición de cambiar su situación conmigo. Si eso es cierto, da testimonio de una verdad pronunciada por los labios de alguien a quien no puedo nombrar, y cuyo eco resuena en todos los corazones humanos del mundo habitado.
Nadie ha cambiado jamás su destino con Melmoth el Errabundo. ¡He recorrido el mundo con ese objeto, y nadie, para ganar ese mundo, querría perder su alma! Ni Stanton en su celda; ni vos, Moncada, en la cárcel de la Inquisición; ni Walberg, que vio cómo perecían sus hijos a causa de las privaciones; ni… otra…
Guardó silencio, y aunque se encontraba casi al final de su oscuro y dudoso viaje, pareció lanzar una mirada de intensa y retrospectiva angustia a la cada vez más lejana orilla de la vida, y ver, a través de las brumas del recuerdo, una forma que se hallaba allí para despedirle. Se levantó:
—Dejadme, si es posible, una hora de descanso. Sí, de descanso… ¡de sueño! —repitió, contestando al mudo asombro de la mirada de sus oyentes—; ¡todavía es humana mi existencia! Y una horrible y burlesca sonrisa cruzó su rostro por última vez al hablar. ¡Cuántas veces había helado la sangre de sus víctimas esa sonrisa helada! Melmoth y Moncada abandonaron el aposento. Y el Errabundo, recostándose en su silla, se durmió profundamente. Se durmió; pero ¿cuáles fueron las visiones de este último sueño terrenal?
El sueño del Errabundo.
Soñó que se hallaba en la cima de un precipicio, cuyas profundidades no sería capaz de calcular el ojo humano, de no ser por las olas espantosas de un océano de fuego que embestía, y abrasaba, y rugía en el fondo, lanzando sus ardientes rociadas muy arriba, mojando al soñador con su líquido sulfúreo. Todo el resplandeciente océano de abajo estaba vivo: cada onda arrastraba un alma agonizante, y la alzaba, como alzan las olas de los océanos terrestres un resto de naufragio o un cadáver putrefacto; profería ésta un grito al estrellarse contra el diamantino acantilado, se hundía, y volvía a subir para repetir el tremendo experimento. Cada ola de fuego era así impulsada con inmortal y agonizante existencia, cada una estaba tripulada por un alma que cabalgaba sobre la abrasadora ola con torturante esperanza, se estrellaba contra la roca con desesperación, añadía un eterno alarido al rugido de ese océano de fuego, y se hundía para elevarse otra vez… en vano, ¡y eternamente!
De repente, el Errabundo se encontró suspendido en mitad del precipicio. Descendía tambaleándose, en sueños, por el despeñadero, hacia la sima; miró hacia arriba: el aire de lo alto (pues no había cielo) sólo mostraba una negrura intensa e impenetrable…, pero, más negro que las tinieblas, pudo distinguir un brazo gigantesco, extendido, que le sostenía, como en broma, en la cresta de ese infernal precipicio, mientras otro brazo que por sus movimientos parecía guardar una espantosa e invisible conjunción con el que le sujetaba, como si perteneciesen a un ser demasiado inmenso y horrible aun para ser concebido por la fantasía de un sueño, señalaba hacia arriba, hacia una esfera de reloj que había en lo alto, y que los resplandores del fuego hacían terriblemente visible. Y vio cómo giraba la misteriosa y única saeta: la vio llegar al período fijado en ciento cincuenta años —porque en esa mística esfera estaban consignados los años, no las horas—, y gritó; y con ese vigoroso impulso que a menudo se siente en sueños, saltó del brazo que le sostenía para detener el movimiento de la saeta.
El impulso le precipitó al vacío, y quiso agarrarse a algo que pudiese salvarle. Su caída parecía perpendicular; no tenía salvación: la roca era lisa como el hielo, ¡el océano de fuego rompía a sus pies! Súbitamente, surgió un grupo de figuras que ascendía al tiempo que caía él. Se fue cogiendo a ellas sucesivamente: primero a Stanton, luego a Walberg, a Elinor Mortimer, a Isidora, a Moncada…, pero todos quedaron atrás. Aunque, en su sueño, parecía cogerse a ellos para evitar la caída, todos se elevaron por el precipicio. A todos se agarró, pero todos le abandonaron y ascendieron.
Su última mirada desesperada hacia atrás se fijó en el reloj de la eternidad; el negro brazo levantado parecía hacer avanzar la saeta. Llegó ésta al punto designado… y cayó él… se hundió… se abrasó… ¡gritó! Las ardientes olas se cerraron sobre su cabeza sumergida, y el reloj de la eternidad dio su espantoso tañido. «¡Haced sitio al alma del Errabundo!»; y las olas del océano en llamas respondieron al estrellarse contra la diamantina roca: «¡Hay sitio para más!…».
El Errabundo se despertó.