Capítulo XXXVII

Fear not now the fever’s fire,

Fear not now the death-bed groan;

Pangs that torture, pains that tire

Bed-rid age with feeble moan.

MASON

El primer interrogatorio de Isidora se desarrolló con la circunspecta formalidad que ha distinguido siempre a los procedimientos de este tribunal. El segundo y el tercero fueron igualmente estrictos, penetrantes e ineficaces, y el Santo Oficio empezó a comprender que sus más altos funcionarios no estaban a la altura de la extraordinaria prisionera que tenían ante ellos, la cual, combinando los extremos de la sencillez y la magnanimidad, confesó todo aquello que podía incriminarla, pero soslayó, con una habilidad que dejó frustradas todas las artes del interrogatorio inquisitorial, cualquier pregunta que se refiriese a Melmoth.

En el curso del primer interrogatorio aludieron a la tortura. Isidora, con cierta inocente dignidad, adquirida de modo natural durante la primera etapa de su existencia, sonrió ante dichas alusiones. Un oficial susurró algo a uno de los inquisidores, al observar la singular expresión de su semblante, y no volvió a mencionarse la palabra tortura.

Siguieron un segundo y un tercer interrogatorios, con largos intervalos entre uno y otro, pero se observó que, cada vez, el procedimiento era menos severo, y el trato a la prisionera más indulgente: su juventud, su belleza, su profunda sencillez de carácter y lenguaje, fuertemente desarrollados en esta excepcional situación, y la conmovedora circunstancia de aparecer siempre con la criatura en brazos, cuyos débiles gritos trataba ella de acallar, mientras se inclinaba hacia delante para oír y responder a las preguntas que le dirigían…, todos estos detalles parecieron conmover poderosamente el espíritu de hombres que no estaban acostumbrados a dejarse impresionar por circunstancias externas. Había también una docilidad, una sumisión, en este ser hermoso y desventurado, un espíritu contrito y agobiado, un sentimiento de desventura por las desgracias de su familia, una conciencia de las suyas propias, que conmovieron incluso el corazón de los inquisidores.

Tras repetidas sesiones, y después de no haberle podido sacar nada a la prisionera, un hábil y profundo artista de la escuela de anatomía mental susurró algo al inquisidor sobre la niña que ella tenía en brazos.

—Ha resistido el potro —fue la respuesta.

—Sometedla a ese otro potro —replicó; y fue aceptada la sugerencia.

Cumplidas las usuales formalidades, se le leyó a Isidora su sentencia.

Como sospechosa de herejía, se la condenaba a encarcelamiento perpetuo en la cárcel de la Inquisición; se le quitaría a la hija, que sería llevada a un convento, con el fin de que…

Aquí la prisionera interrumpió la lectura de la sentencia, y profiriendo un terrible alarido de maternal agonía, más sonoro que ninguno de cuantos le habían arrancado todos los anteriores modos de tortura, cayó postrada al suelo. Cuando recobró el sentido, ninguna autoridad, ni terror hacia el lugar o hacia los jueces, pudieron evitar que prorrumpiera en desgarradoras y taladrantes súplicas (que, por su energía, le parecieron órdenes al lector de la sentencia) de que se la eximiese de la última parte de su condena; la primera no parecía haberla impresionado lo más mínimo: no le producía miedo ni dolor la eterna soledad, pasada en eterna tiniebla; pero lloró, y suplicó, y gritó que no podían separarla de su hijita.

Los jueces la oyeron con el corazón reconfortado, y en absoluto silencio. Cuando Isidora comprendió que todo estaba perdido, se levantó de su postura de humillación y agonía; y su persona irradió una cierta dignidad, cuando pidió con voz serena y cambiada que no se la separase de su hija hasta el día siguiente. Tuvo también la suficiente presencia de ánimo como para reforzar su petición con la observación de que podía perder la vida si se la privaba demasiado repentinamente del alimento que estaba acostumbrada a recibir de ella.

Accedieron los jueces a esta súplica, y la devolvieron a su celda. […]

Transcurrieron las horas. La persona que le trajo la comida se marchó sin decir palabra; Isidora no le dijo nada tampoco. A punto de dar las doce de la noche, se abrió la puerta de su celda, y aparecieron dos personas con indumentaria de oficiales. Se quedaron un momento indecisos, como los heraldos ante la tienda de Aquiles; luego, al igual que ellos, entraron. Tenían estos hombres el rostro lívido y macilento, y sus actitudes eran totalmente pétreas y como de autómatas; sus movimientos parecían obedecer a un puro mecanismo; sin embargo, estaban afectados. La miserable luz que reinaba apenas hacía visible el jergón sobre el que se hallaba sentada la prisionera; pero la intensa luz roja de la antorcha que el asistente sostenía iluminaba el arco de la puerta bajo el que se habían detenido ambas figuras. Se acercaron con un movimiento que pareció simultáneo e involuntario, y dijeron a la vez, en un tono que pareció brotar de una sola boca:

—Entregadnos a vuestra hija.

Y con voz áspera, seca, antinatural, contestó Isidora:

—¡Tomadla! Los hombres miraron por la celda; parecía como si no supiesen dónde encontrar el fruto de la humanidad en las celdas de la Inquisición. La prisionera permaneció callada e inmóvil durante su búsqueda. No duró mucho; el estrecho aposento, el escaso mobiliario, apenas hacían necesaria la inspección. Cuando terminaron, empero, la prisionera, prorrumpiendo en una violenta carcajada, exclamó:

—¿Dónde hay que buscar a una criatura sino en el pecho de su madre? ¡Aquí, aquí está; tomadla…, tomadla! —y la puso en brazos de ellos—. ¡Ah, qué estúpidos, buscar a mi hijita en otro sitio que en mis brazos! ¡Ahora está en los vuestros! —gritó con una voz que aterró a los oficiales—. ¡Lleváosla, apartadla de mí! Los agentes del Santo Oficio avanzaron; y la maquinalidad de sus movimientos quedó en suspenso un instante, cuando Isidora depositó en sus manos el cadáver de la niñita.

Alrededor del cuello de la desdichada criatura, nacida en la agonía y alimentada en el calabozo, había una señal negra que los oficiales se encargaron de hacer notar al presentar tan extraordinaria circunstancia al Santo Oficio. Algunos la consideraron un signo impreso por el malo en el momento de su nacimiento; otros, un horrible efecto de la desesperación materna.

Se decidió que la prisionera compareciese ante ellos antes de las veinticuatro horas, a fin de que respondiese sobre las causas de la muerte de su hija. […]

En menos de la mitad del plazo dado, un brazo mucho más fuerte que el de la Inquisición se hizo cargo de la prisionera; un brazo que parecía amenazar pero que se extendía evidentemente para salvar, y ante cuya fuerza las barreras de la temible Inquisición resultaban tan frágiles como el reducto de la araña que cuelga de los muros. Isidora se estaba muriendo de una enfermedad no menos mortal que las que aparecen en un obituario; de una herida interior incurable: tenía destrozado el corazón.

Cuando los inquisidores se convencieron finalmente de que no podían sacarle nada mediante tortura, tanto corporal como mental, consintieron en dejarla morir tranquila, concediéndole su último deseo: que se permitiese visitarla a fray José. […]

Era medianoche, aunque no había forma de saberlo en este lugar, donde día y noche son iguales. La vacilante lámpara fue sustituida por ese débil y desmayado resplandor que simulaba la luz del día. La penitente se hallaba tendida en su camastro, y el compasivo sacerdote estaba sentado junto a ella; y si su presencia no daba dignidad a la escena, al menos la suavizaba con unas pinceladas de humanitarismo.

—Padre —dijo la moribunda Isidora—, habéis dicho que me perdonáis.

—Sí, hija mía —dijo el sacerdote—; me habéis asegurado que sois inocente de la muerte de la niña.

—No habréis llegado a pensar que pudiera ser culpable —dijo Isidora, incorporándose del jergón ante el comentario—; sólo la conciencia de su existencia me habría mantenido con vida, aun en el calabozo. ¡Oh!, padre, ¿cómo era posible que viviese, enterrada conmigo en este horrible lugar casi desde el momento en que empezó a respirar? Hasta el morboso alimento que recibía de mí se secó cuando me leyeron la sentencia. Estuvo llorando toda la noche… Hacia el amanecer sus gemidos se hicieron más débiles, y yo me alegré, finalmente, cesaron, y me sentí… ¡muy feliz! —pero mientras hablaba de esta espantosa felicidad, lloró.

—Hija mía, ¿está tu corazón libre de ese terrible y funesto lazo que lo ataba a la desventura, y a la perdición en el más allá? Pasó mucho rato, antes de poder contestar; finalmente, dijo con voz entrecortada:

—Padre, no tengo ahora fuerzas para ahondar en mi corazón ni para luchar con él. La muerte romperá muy pronto todos los lazos que lo ataban, y es inútil predecir mi liberación; el esfuerzo sería una agonía, una inútil agonía, pues mientras viva, tengo que amar a mi destructor. ¡Ay! Siendo enemigo de la humanidad, ¿no era su hostilidad inevitable y fatal para mí? Al rechazar su última y terrible tentación, al condenarle a su destino, y preferir la sumisión a mí misma, siento que mi triunfo es completo, y mi salvación segura.

—Hija, no os comprendo.

—Melmoth —dijo Isidora con un inmenso esfuerzo—, melmoth estuvo aquí anoche; entre estos muros de la Inquisición… ¡En esta misma celda! El sacerdote se santiguó con muestras del más profundo horror, y, mientras el viento soplaba lastimero a lo largo del corredor, casi esperó que la estremecida puerta se abriera de golpe, y se presentara el Errabundo. […]

—Padre, he tenido muchos sueños —contestó la penitente, sacudiendo la cabeza ante la sugerencia del sacerdote—; muchos…, muchos delirios; pero esto no fue un sueño. He soñado con aquel país paradisíaco donde le vi por vez primera; he soñado con las noches en que él estaba junto a mi ventana; he temblado en sueños al oír el ruido de los pasos de mi madre… y he tenido santas y esperanzadoras visiones, en las que se me aparecían formas celestiales y me prometían su conversión… Pero esto que os digo no fue un sueño: le vi anoche.

Padre, estuvo aquí la noche entera; me prometió, me aseguró, me exhortó a que aceptase la libertad y la seguridad, la felicidad y la vida. Me dijo, y no tengo la menor duda, que, por el mismo medio por el que había entrado él, podía llevar a efecto mi huida. Me ofreció vivir conmigo en aquella isla de la India, ese paraíso del océano, lejos de la multitud y la persecución humana. Ofreció amarme sólo a mí, y para siempre… y le escuché. ¡Oh, padre, soy muy joven, y la vida y el amor sonaron dulcemente en mis oídos al contemplar el calabozo y verme a mí misma muriendo en este suelo de losas! Pero cuando me susurró la terrible condición de la que depende el cumplimiento de su promesa…, cuando me dijo que…

Su voz se quebró por falta de fuerzas, y no pudo decir más.

—¡Hija —dijo el sacerdote, inclinándose sobre el lecho—, hija, te conjuro, por la imagen representada en esta cruz que sostengo en tus labios moribundos, por tus esperanzas de salvación, la cual depende de la verdad que tú me reveles en mi calidad de sacerdote y amigo, a que me digas la condición que ponía tu tentador!

—Prometedme la absolución por repetir esas palabras, pues no desearía exhalar mi último aliento al decir… lo que debo.

—Ego te absolvo, etc —dijo el sacerdote, e inclinó el oído para captar las palabras.

En el instante en que fueron pronunciadas, dio un salto como si se hubiese sentado sobre una serpiente; y, alejándose a un rincón de la celda, se tambaleó mudo de horror.

—Padre, me habéis prometido la absolución —dijo la penitente.

Jam tibi dedi, moribunda —respondió el sacerdote, empleando, en la confusión de sus pensamientos, el lenguaje de los oficios religiosos.

—¡Moribunda, efectivamente! —dijo la doliente, dejándose caer en el lecho—; ¡padre, dejad que sienta una mano humana en la mía mientras muero!

—Invocad a Dios, hija —dijo el sacerdote, aplicando el crucifijo en sus fríos labios.

—Yo amé su religión —dijo la penitente, besándolo devotamente—, la amé antes de conocerla, y Dios debió de ser mi maestro, ¡pues no he tenido otro! ¡Oh! —exclamó, con esa profunda convicción que sin duda conmueve a todo corazón moribundo, y cuyo eco podría traspasar el de cualquier criatura viviente—; ¡oh, si no hubiese amado a nadie más que a Dios, cuán profunda habría sido mi paz, cuán gloriosa mi extinción!; ahora… ¡su imagen me persigue incluso en el borde de la tumba, en la que me hundo para huir de ella!

—¡Hija! —dijo el sacerdote, mientras le resbalaban lágrimas por las mejillas—, hija, tú vas a ir a la gloria…, la lucha ha sido breve y cruel, pero la victoria es segura: las arpas entonan un nuevo cántico, un cántico de bienvenida, ¡y las palmas se agitan por ti en el paraíso!

—¡El paraíso! —exclamó Isidora con su último aliento—; ¡allí estará él!