Capítulo XXXVI

Nunc animum pietas, et materna nomina frangunt.

OVIDlO, Metamorfosis

Menos de media hora después, dejó de resonar un solo paso en los magníficos aposentos e iluminados jardines de Aliaga: todos se habían ido, salvo un reducido número que se quedó, por curiosidad unos, por humanidad otros, presenciar o a condolerse del dolor de los desventurados padres. El suntuosamente decorado jardín presentaba ahora un aspecto horroroso a causa del contraste entre las figuras y el escenario. Los criados parecían estatuas, con la antorchas todavía en alto; Isidora siguió tendida junto al ensangrentado cadáver de su hermano, hasta que trataron de retirarlo; entonces se agarró a él con una fuerza que requirió esfuerzo para separarla. Aliaga, que no había proferido una sola palabra, y apenas podía respirar, cayó de rodillas para maldecir a su medio exánime hija; doña Clara, que aún conservaba el corazón de mujer, perdió todo terror hacia su marido en esta espantosa urgencia y, arrodillándoos junto a él, cogió sus manos levantadas y pugnó por impedir su maldición. Fray José, el único del grupo que parecía poseer alguna capacidad de memoria o de juicio, dirigió repetidamente a Isidora la pregunta:

—¿Estáis casada, y con ese terrible ser?

—¡Sí, estoy casada! —contestó la víctima, levantándose de junto al cadáver de su hermano—. ¡Estoy casada! —añadió, lanzando una mirada a su espléndido vestido, y ciñéndoselo con una frenética carcajada—. ¡Estoy casada! —gritó Isidora—, ¡y ahí viene el testigo de mis nupcias!

Mientras hablaba, algunos campesinos de la vecindad, escoltados por los criados de don Aliaga, trajeron un cadáver, tan alterado por el horrible efecto que el tiempo produce en todo cuerpo natural que ni el pariente más cercano lo habría podido reconocer. Isidora se había dado cuenta al punto de que era el cuerpo del viejo criado que tan misteriosamente desapareció la noche de su espantosas nupcias. Había sido descubierto esa misma noche por los campesinos; estaba lacerado como si hubiese caído entre las rocas, y tan desfigurado y descompuesto que no conservaba semejanza alguna con un ser humano. Sólo se le reconoció por la librea de Aliaga, la cual, aunque muy destrozada, aún mostraba detalles de confección que revelaban pertenecer a la indumentaria del viejo criado.

—¡Ahí tenéis! —exclamó Isidora con delirante energía—; ¡ahí tenéis al testigo de mi matrimonio fatal!

Fray José se inclinó sobre los ilegibles restos de esa naturaleza en la que un día estuviera escrito: «Esto es un ser humano»; y, volviendo los ojos hacia Isidora, exclamó con involuntario horror:

—¡Vuestro testigo es mudo!

Cuando la desdichada Isidora era retirada de allí por los que la rodeaban, sintió los primeros dolores del alumbramiento, y exclamó:

—¡Oh, tendré un testigo vivo, si es que le permitís que viva!

No tardaron en cumplirse sus palabras; fue conducida a su aposento, y unas horas después, apenas asistida, y sin la menor compasión por parte de quienes la rodeaban, dio a luz una niña.

Este acontecimiento suscitó un sentimiento en la familia a la vez horrible y grotesco.

Aliaga, que había permanecido en estado de estupefacción desde la muerte de su hijo, sólo profirió una exclamación:

—Que la esposa del brujo y su maldita descendencia sean entregadas a las manos del piadoso y santo Tribunal de la Inquisición.

Después murmuró algo sobre que su propiedad sería confiscada; aunque nadie prestó atención. Doña Clara estaba casi enajenada, dividida entre la compasión por su desventurada hija y el hecho de ser la abuela de un demonio infante, pues como tal consideraba a la hija de «Melmoth el Errabundo»; y fray José, mientras bautizaba a la niña con manos temblorosas, casi esperaba que apareciese un padrino terrible y maldijese el rito con su horrible negativa a la súplica hecha en nombre de cuanto es sagrado para los cristianos. Se llevó a cabo, no obstante, la ceremonia bautismal, con una omisión que el bondadoso sacerdote pasó por alto: no hubo padrino; el más humilde criado de la casa se negó horrorizado ante la proposición de ser padrino de la hija de esa terrible unión. La desdichada madre les oyó con dolor desde su lecho, y amó a su hija más aún por su absoluta indigencia. […]

Pocas horas después había terminado la consternación de la familia, al menos en lo que atañía a la religión. Llegaron los oficiales de la Inquisición provistos de todos los poderes de su tribunal, y enormemente excitados por la información de que el Errabundo, a quien buscaban desde hacía mucho tiempo, había perpetrado recientemente un acto que podía conducirle al ámbito de su jurisdicción, comprometiendo la vida del único ser con quien su solitaria existencia se había aliado.

—Le ataremos con los lazos del hombre —dijo el Inquisidor General, hablando más por lo que leía que por lo que sentía—: Si rompe esos lazos, es más que hombre. Tiene esposa e hija; y si hay en él elementos humanos, si hay algo mortal en su corazón, retorceremos sus raíces hasta arrancárselo. […]

Hasta unas semanas después, no recobró Isidora totalmente su memoria y cuando sucedió esto, se encontró con que estaba en una prisión, con un jergón de paja por lecho, y un crucifijo y un cráneo por todo mobiliario de su celda; la luz que penetraba por la espesa reja pugnaba en vano por iluminar el aposento que visitaba y del que retrocedía.

Isidora miró a su alrededor; tenía suficiente claridad para ver a su hija: la apretó contra su pecho, del que inconscientemente había sacado su febril alimento, y lloró extasiada.

—¡Es mía! —sollozó—; ¡sólo mía! No tiene padre, ya que está en los confines del mundo, y me ha dejado sola… ¡pero yo no estaré sola mientras te dejen a mi lado!

Permaneció muchos días en aislado cautiverio sin que nadie la molestara ni la visitase. Las personas en cuyas manos estaba tenían sólidos motivos para tratarla de este modo. Deseaban ansiosamente que recobrase enteramente sus facultades intelectuales antes del interrogatorio, y querían asimismo darle tiempo para que cobrase un profundo afecto a su inocente compañera de soledad, para que así fuese poderoso instrumento en sus manos con el que descubrir las circunstancias relativas a Melmoth que hasta ahora había burlado el poder y penetración de la Inquisición misma. Según todas las referencias no se sabía que el Errabundo hubiese hecho objeto de tentación a mujer alguna hasta ahora, ni que le hubiese confiado el terrible secreto de su destino[81] y se dijeron los inquisidores: «Ahora que tenemos a Dalila en nuestras manos, no tardaremos en tener a Sansón».

La víspera de su interrogatorio (aunque ella no lo sabía), Isidora vio abrirse la puerta de su celda, y aparecer una figura que, en medio de la lóbrega oscuridad que la rodeaba, reconoció al instante: era fray José. Tras una larga pausa de mutuo horror, se arrodilló ella en silencio para recibir su bendición, y él se la concedió con sentida solemnidad; seguidamente, el buen sacerdote, cuyas inclinaciones, aunque algo «terrenas y sensuales», no eran nunca «diabólicas», después de echarse la cogulla sobre el rostro para ocultar sus sollozos, alzó la voz y «lloró amargamente».

Isidora guardaba silencio; aunque su silencio no era de hosca apatía ni de obstinada sequedad de conciencia. Por último, fray José se sentó a los pies del camastro, a cierta distancia de la prisionera, que también estaba sentada, con su mejilla, por la que resbalaba lentamente una fría lágrima, inclinada sobre su hijita.

—Hija —dijo el sacerdote reponiéndose—, es a la indulgencia del Santo Oficio a la que debo este permiso para visitaros.

—Les doy las gracias —dijo Isidora, y sus lágrimas fluyeron abundantes y consoladoras.

—También se me ha concedido permiso para deciros que vuestro interrogatorio tendrá lugar mañana; os suplico que os preparéis para él, y si hay algo que…

—¡Mi interrogatorio! —repitió Isidora con sorpresa, pero evidentemente sin terror—; ¿sobre qué debo ser interrogada?

—Sobre vuestra inconcebible unión con un ser condenado y maldito —se le ahogaba la voz de horror; y añadió—: Hija, ¿sois verdaderamente la esposa de… de… ese ser, cuyo nombre pone la carne de gallina y los pelos de punta?

—Lo soy.

—¿Quiénes fueron los testigos de vuestro matrimonio, y qué mano osó uniros con ese lazo impío y antinatural?

—No hay testigos: nos casamos en la oscuridad. No vi forma alguna, aunque me pareció oír una voz. Sé que sentí que una mano ponía la mía sobre la de Melmoth; su tacto era frío como el de un muerto.

—¡Oh, horror complicado y misterioso! —dijo el sacerdote, palideciendo y santiguándose, con muestras de auténtico terror; apoyó la cabeza sobre su propio brazo durante un rato, y permaneció mudo, presa de indecible emoción.

—Padre —dijo Isidora por fin—, vos conocéis al ermitaño que vive en las ruinas del monasterio próximo a nuestra casa; es sacerdote también; es un hombre santo: ¡él es quien nos unió!

Su voz había sonado temblorosa.

—Desdichada víctima —gimió el sacerdote, sin alzar la cabeza—, no sabéis lo que decís; ese santo hombre murió justamente la noche antes de vuestra unión.

Siguió otra pausa de mudo horror, que el sacerdote rompió al fin.

—Desventurada hija —dijo con voz lenta y solemne—, he obtenido permiso para facilitaros el beneficio del sacramento de la confesión, antes de vuestro interrogatorio. Os exhorto a que descarguéis vuestra alma en mí. ¿Accedéis?

—Sí, padre.

—¿Me responderéis como lo haríais ante el tribunal de Dios?

—Sí, como ante el tribunal de Dios —y mientras decía esto, se postró ante el sacerdote en actitud de confesión. […]

—¿Consideráis descargado ahora el peso entero de vuestro espíritu?

—Sí, padre.

El sacerdote siguió sentado, pensativo, durante largo rato. A continuación le formuló varias preguntas extrañas acerca de Melmoth, a las que Isidora fue totalmente incapaz de responder. Parecían resultado de esas impresiones de terror y poder sobrenatural que en todas partes iban asociadas a su imagen.

—Padre —dijo Isidora, cuando hubo terminado, con voz indecisa— padre, ¿puedo preguntar por mis desventurados padres?

El sacerdote movió negativamente la cabeza, en silencio. Por último, afectado por la angustia con que ella había hecho la pregunta, dijo con renuencia que podía adivinar el efecto que la muerte del hijo y el encarcelamiento de la hija en la Inquisición podían producir en unos padres que se distinguían tanto por su celo por la fe católica como por el paternal afecto.

—¿Están con vida? —dijo Isidora.

—Ahorraos el dolor de más preguntas, hija —dijo el sacerdote—, y estad segura de que si la respuesta fuese tal que pudiese aliviaros, no os sería negada.

En este momento se oyó una campana en alguna lejana parte del edificio.

—Esa campana —dijo el sacerdote—, anuncia que se acerca la hora de vuestro interrogatorio; adiós, y que los santos estén con vos.

—Esperad, padre; quedaos un momento; uno solo —exclamó Isidora, interponiéndose frenéticamente entre él y la puerta. Fray José se detuvo. Isidora se arrodilló ante él y, ocultando el rostro entre las manos, dijo con la voz estrangulada por la agonía—: Padre, ¿creéis que… que me he perdido para siempre… para siempre?

—Hija —dijo el sacerdote con el acento compungido, y el espíritu turbado y dubitativo—, hija, os he dado todo el consuelo que he podido; no me exijáis más, no vaya a ser que lo que os he dado (con muchos remordimientos de conciencia) os lo tenga que negar ahora. Quizá os encontráis en un estado sobre el que no puedo formular ningún juicio, ni pronunciar ninguna sentencia. Puede que Dios sea misericordioso con vos, y puede que el Santo Tribunal os juzgue con clemencia también.

—Esperad; esperad un instante, un instante tan sólo: quiero haceros una pregunta más —mientras hablaba, cogió a su pálida e inocente compañera del jergón donde dormía, y la levantó hacia el sacerdote—. Padre, decidme, ¿puede esta criatura ser hija de un demonio? ¿Puede serlo la niñita que sonríe, que os sonríe a vos, mientras murmuráis maldiciones contra ella? ¡Oh, le habéis asperjado agua bendita con vuestra propia mano…! Padre, vos habéis pronunciado palabras sagradas sobre ella. Padre, que me despedacen con sus tenazas, que me asen en sus llamas; pero ¿no escapará mi hijita, mi hijita inocente, que os sonríe a vos? Santo padre, querido padre, volved una mirada hacia vuestra hija —y se arrastró tras él de rodillas, sosteniendo en alto a la infeliz criatura, cuyo débil lloriqueo y consumido cuerpo clamaban contra el encarcelamiento al que habían condenado su infancia.

Fray José se ablandó ante la súplica; y a punto estaba de darle muchos besos y bendiciones a la pequeñuela, cuando sonó otra vez la campana; y apresurándose a salir, sólo tuvo tiempo de exclamar:

—¡Hija mía, que Dios os proteja!

—Que Dios me proteja —dijo Isidora, apretando a su hijita contra su pecho.

Sonó de nuevo la campana, e Isidora comprendió que había llegado la hora de su juicio.