Capítulo XXXV

[…] Oh, spare me, Grimbald!

I will tempt hermits for thee in their cells,

And virgins in their dreams.

DRYDEN, King Arthur

Es un hecho extraño, pero bien probado, que las mujeres que se ven obligadas a arrostrar todas las incomodidades y tribulaciones de un embarazo secreto, lo sobrellevan a menudo mejor que aquellas cuyo estado vigilan tiernos y ansiosos parientes; y esos alumbramientos ocultos o ilegítimos se resuelven efectivamente con menos peligro y sufrimiento que los que cuentan con el auxilio que la habilidad y el afecto pueden aportar. Así parecía suceder con Isidora. El retiro en que su familia vivía, el genio de doña Clara, tan lento en sospechar (por falta de perspicacia) como ansioso en perseguir un objetivo una vez descubierto (por la natural codicia de su mente vacía), estas circunstancias, combinadas con el vestido de la época, el enorme y envolvente guardainfante, contribuían a guardar el secreto, al menos hasta que llegase el momento crítico. Cuando se acercó ese momento, podemos imaginar fácilmente los callados y temblorosos preparativos: la importante ama, orgullosa de que se depositara la confianza en ella, la doncella confidencial, la fiel y discreta asistencia médica; para conseguir todo esto, Melmoth la proveyó ampliamente de dinero…, circunstancia que habría sorprendido a Isidora (dado su aspecto siempre notablemente sencillo y reservado) si, en ese momento de ansiedad, hubiese podido albergar su mente cualquier otro pensamiento que no fuese el de la hora. […]

La noche en que calcularon que tendría lugar ese trascendental y temido acontecimiento, Melmoth mostró en su actitud una inusitada ternura: la miraba de vez en cuando con ansioso y mudo cariño; parecía como si tuviesc algo que comunicar y no se sintiese con valor para revelarlo. Isidora, muy versada en el lenguaje del semblante, que es a menudo, más que el de las palabras el lenguaje del corazón, le suplicó que le dijese qué pensaba.

—Tu padre va a regresar —dijo Melmoth con desgana—. Estará aquí dentro de muy pocos días; quizá dentro de unas horas.

Isidora le escuchó muda de horror.

—¡Mi padre! —exclamó—; jamás he visto a mi padre. ¡Oh, cómo voy a presentarme a él, ahora! ¿Y mi madre, ignora que va a venir? Porque no me ha dicho nada.

—Lo ignora de momento; pero no tardará en saberlo.

—¿Y por quién has podido tú averiguar que ella lo ignora?

Melmoth guardó silencio un instante; su rostro adoptó una expresión más ceñuda y sombría que la que había mostrado últimamente; y contestó con lenta y áspera renuencia:

—No me hagas nunca esa pregunta; la noticia que puedo facilitarte debe ser para ti más importante que la fuente de la que la obtengo; basta con que sepas que es cierta.

—Perdóname, amor mío —dijo Isidora—, es probable que no vuelva a ofenderte nunca más. ¿No me vas a perdonar mi última ofensa?

Melmoth parecía demasiado inmerso en sus propios pensamientos para responder siquiera a sus lágrimas. Añadió, tras una breve y sombría pausa:

—Tu prometido viene con tu padre; el padre de Montilla ha muerto; han ultimado todas las disposiciones para tus desposorios. Tu prometido viene a desposarse con la mujer de otro; con él viene tu fogoso y estúpido hermano, que ha salido al encuentro de su padre y de su futuro pariente. Se va a celebrar una fiesta en la casa con ocasión de tus próximas nupcias… Quizá oigas hablar de un extraño invitado, que aparecerá en esa fiesta… ¡Porque yo estaré allí!

Isidora se quedó estupefacta de horror.

—¡Una fiesta! —repitió—; ¡una fiesta nupcial!…, ¡pero si ya estoy casada contigo, y a punto de ser madre!

En este momento oyeron ruido de cascos de numerosos caballos que se aproximaban a la casa; el tumulto de los criados, corriendo a abrir y recibir a los caballeros, resonó en todos los aposentos. Y Melmoth, con un gesto que a Isidora le pareció más de amenaza que de despedida, desapareció al instante. Una hora después, Isidora se arrodilló ante el padre al que jamás había visto; soportó el saludo de Montilla, y aceptó el abrazo de su hermano, quien, movido por la impaciencia de su espíritu, medio rechazó a la temblorosa y alterada figura que se acercó a saludarle.

Todo calló en una breve y traicionera calma. Isidora, que temblaba ante la proximidad del peligro, vio de pronto suspendidos sus terrores. No era tan inminente como ella recelaba; y soportó con relativa paciencia la diaria alusión a sus futuras nupcias, mientras se sentía acosada de vez en cuando por sus confidenciales criadas que aludían a la imposibilidad de que el acontecimiento que todos esperaban se retrasase mucho más. Isidora lo escuchaba, lo sentía, lo soportaba todo con valor: los graves parabienes de su padre y de su madre, las engreídas atenciones de Montilla, seguro de la esposa y de su dote; el hosco acatamiento de su hermano que, incapaz de negar su conformidad, andaba siempre diciendo que su hermana podía haber hecho una boda más ventajosa. Todas estas cosas desfilaban por la mente de Isidora como un sueño: la realidad de su existencia parecía interior; y se decía a sí misma: «Si me presentara ante el altar, y mi mano estuviese unida a la de Montilla, Melmoth me arrancaría de él».

Una irrazonada pero honda convicción, una errabunda imagen de preternatural poder, ensombrecía su mente cuando pensaba en Melmoth; y esta imagen, que tanto terror e inquietud le causara en sus primeras horas de amor, constituía ahora su único recurso contra la hora de indecible sufrimiento; como esas mujeres desventuradas de los cuentos orientales, cuya belleza se ha atraído la temible pasión de algún genio maligno, y confían, en la hora nupcial, en la presencia del espíritu seductor que arrancará de los brazos del desesperado padre y del desconcertado novio a la víctima que ha escogido para sí, y cuya loca entrega a él conferirá dignidad a esta unión tan impía y antinatural[80]. […]

El corazón de Aliaga se ensanchaba ante el próximo cumplimiento de los felices proyectos que había forjado; y con su corazón se ensanchaba también su bolsa, que era su depositaria; y así, decidió dar una espléndida fiesta para celebrar los esponsales de su hija. Isidora recordó la predicción de Melmoth de un banquete fatal; y sus palabras, «estaré allí», le infundieron una especie de temblorosa confianza. Pero mientras se llevaban a cabo los preparativos bajo su propia supervisión —ya que era consultada a cada instante sobre la disposición de los adornos y la decoración de los aposentos—, su resolución flaqueaba; y mientras sus labios pronunciaban palabras incoherentes, los ojos se le vidriaban de horror.

La fiesta iba a consistir en un baile de máscaras; e Isidora, que imaginaba que esto podía brindar a Melmoth una ocasión favorable para su huida, aguardaba en vano algún asomo de esperanza, alguna alusión a la probabilidad de que este acontecimiento facilitase una forma de desembarazarse de las trampas mortales que parecían cercarla.

Pero él no decía una sola palabra; y el apoyo en él que Isidora creía ver confirmado en determinado momento, al siguiente se tambaleaba hasta los cimientos con ese terrible silencio. En uno de estos momentos, cuya angustia llegaba ya a extremos insoportables por la convicción de que su hora de peligro estaba cerca, miró a Melmoth y exclamó:

—¡Llévame; llévame lejos de este lugar! ¡Mi existencia no es nada; no es más que un vapor que pronto escapará; pero mi razón se siente amenazada a cada instante! ¡No puedo soportar los horrores a los que me veo expuesta! ¡Todo este día me he arrastrado por las habitaciones engalanadas para mis nupcias imposibles! ¡Oh, Melmoth, si no me amas ya, al menos apiádate de mí! ¡Sálvame de una situación de horror indecible! ¡Ten misericordia de tu hijo, si no la tienes de mí! He estado pendiente de la expresión de tu rostro, he esperado una palabra de aliento… ¡Pero no has dicho nada, ni me has dirigido una mirada de esperanza! ¡Estoy desesperada!…; me es indiferente todo, aparte de los inminentes y presentes horrores de mañana; tú has hablado de tu poder para venir y traspasar estos muros sin que recelen ni te descubran; te has jactado de esa nube de misterio de que puedes rodearte. ¡Oh!, ¡en este instante último de mi extremidad, envuélveme en sus pliegues prodigiosos y deja que escape entre ellos, aunque luego me sirvan de mortaja! ¡Piensa en la terrible noche de nuestro casamiento! Yo te seguí entonces con temor y confianza, tu tacto disolvía toda barrera terrenal, tus pasos pisaban un sendero desconocido, ¡y no obstante te seguí! ¡Oh! Si verdaderamente posees ese misterioso e inescrutable poder, que yo no me atrevo a dudar ni a creer, ejércelo sobre mí en esta terrible necesidad; ayúdame a huir; y aunque siento que no viviré para agradecértelo, el mudo suplicante te recordará, con sus sonrisas las lágrimas que yo ahora derramo; ¡y si las derramo en vano, su sonrisa tendrá una amarga elocuencia cuando juegue con las flores de la tumba de su madre!

Mientras ella hablaba, Melmoth guardó profundo silencio y permaneció intensamente atento. Por último, dijo:

—Entonces, ¿te sometes a mí?

—¡Ay! ¿Acaso no me he sometido ya?

—Una pregunta no es una respuesta. ¿Estás dispuesta a renunciar a todo otro vínculo, a toda otra esperanza, y depender de mí únicamente para salir de este trance terrible?

—¡Sí, por supuesto!

—¿Me prometes que, si te presto el servicio que me pides, si utilizo el poder al que dices que he recurrido, serás mía?

—¿Tuya? ¡Ay!, ¿acaso no lo soy ya?

—¿Abrazas entonces mi protección? ¿Buscas voluntariamente el amparo de ese poder que yo puedo prometerte? ¿Quieres por ti misma que utilice ese poder para llevar a efecto tu huida? Habla, ¿he interpretado correctamente tus sentimientos? No me es posible ejercer esos poderes que me atribuyes, a menos que tú misma me pidas que lo haga. He aguardado…, he esperado a que me lo pidieras; lo has hecho, pero ¡ojalá no hubiese sido así! —una mueca de la más fiera agonía arrugó su rostro severo al hablar—. Sin embargo, puedes retirar tu petición… ¡reflexiona!

—Entonces, ¿no me salvarás de la ignominia y del peligro? ¿Es ésa la prueba de tu amor, es ésa la presunción de tu poder? —dijo Isidora, medio frenética ante tal morosidad.

—Si te pido que reflexiones, si yo mismo dudo y tiemblo, es para dar tiempo al saludable susurro de tu ángel de la guarda.

—¡Oh!, ¡sálvame, y serás mi ángel! —dijo Isidora, cayendo a sus pies.

Melmoth se estremeció en todo su ser al oír estas palabras. Se levantó y la consoló, no obstante, con promesas de seguridad, aunque con una voz que parecía anunciar la desesperación. Luego, apartándose de ella, prorrumpió en apasionado soliloquio:

—¡Cielos inmortales!, ¿qué es el hombre? ¡Un ser con la ignorancia, pero no con el instinto, de los más débiles animales! Es como los pájaros; cuando tu mano, ¡oh, Tú a quien no me atrevo a llamar Padre!, se posa sobre ellos, gritan y tiemblan, aunque su suave presión pretende sólo conducir al errabundo otra vez a su jaula; sin embargo, para ocultar el temor que amedrenta sus sentidos, se precipitan en la trampa que les han tendido delante, donde será irremisible su cautividad.

Mientras hablaba, no paraba de pasear nervioso por la habitación, hasta que sus pies tropezaron con una silla en la que había extendido un suntuoso vestido.

—¿Qué es esto? —exclamó—. ¿Qué estúpido ropón, qué ridiculez es ésta?

—Es el vestido que vaya llevar en la fiesta de esta noche —dijo Isidora—. Las criadas están a punto de venir, las oigo en la puerta. ¡Oh, con qué agitado corazón vaya ponerme ese brillante disfraz! ¿Pero no me abandonarás? —añadió con violenta y entrecortada ansiedad.

—No temas —dijo Melmoth solemnemente—. Me has pedido ayuda, y la tendrás. ¡Que no te tiemble más el corazón, cuando te quites ese vestido que vas a ponerte!

Se acercaba la hora, e iban llegando los invitados. Isidora, espléndida y fantásticamente vestida, y aliviada por la protección que la máscara proporcionaba a la expresión de su pálido rostro, se mezcló entre los invitados. Danzó unos compases con Mantilla, y luego rehusó seguir bailando con el pretexto de ayudar a su madre a recibir y obsequiar a los invitados.

Tras un suntuoso banquete, se reanudó el baile en el espacioso salón; e Isidora siguió a la concurrencia con el corazón palpitante. Melmoth había prometido reunirse con ella a las doce, y por el reloj, situado sobre la puerta del salón, vio que faltaba un cuarto de hora. La manecilla seguía avanzando; marcó la hora… ¡y el reloj dio las doce campanadas! Los ojos de Isidora, que habían estado fijos en su movimiento, se apartaron ahora de él con desesperación. En ese momento, sintió que le tocaban suavemente el brazo, y una de las máscaras, inclinándose hacia ella, le susurró:

—¡Estoy aquí! Y añadió la señal que Melmoth y ella habían convenido para reconocerse.

Isidora, incapaz de contestar, sólo pudo hacer la señal a su vez.

—Ven, deprisa —añadió él—. Todo está preparado para tu huida; no hay tiempo que perder; voy a dejarte ahora, pero debes reunirte conmigo dentro de unos instantes en el pórtico oeste; las lámparas están apagadas allí, y los criados han olvidado volverlas a encender. ¡Ve con rapidez y sigilo! Desapareció a continuación, e Isidora le siguió pasados unos instantes.

Aunque el pórtico estaba a oscuras, el débil resplandor que provenía de las habitaciones espléndidamente iluminadas le reveló la figura de Melmoth. Éste le cogió el brazo, lo pasó bajo el suyo en silencio, y se dispuso a sacarla rápidamente del lugar.

—¡Deténte, villano, deténte! —exclamó la voz del hermano, quien, seguido de Montilla, saltó de la galería—. ¿Adónde te llevas a mi hermana?, y tú, deshonrada, ¿adónde huyes, y con quién? Melmoth trató de pasar, sosteniendo a Isidora con un brazo, mientras, con el otro extendido, trató de evitar que se le acercasen; pero Fernán, sacando la espada, se interpuso frontalmente en su camino, al tiempo que ordenaba a Montilla que llamase a la casa, y arrancase a Isidora de su brazo.

—¡Aparta, estúpido…, aparta —exclamó Melmoth—, no busques tu destrucción! No deseo tu vida… Con una víctima de tu casa tengo suficiente.

¡Déjanos pasar si no quieres morir!

—¡Fanfarrón, demuestra tus palabras! —dijo Fernán lanzándole una furiosa estocada, que Melmoth desvió fríamente con la mano—. ¡Saca tu arma, cobarde! —exclamó, exasperado por esta acción—; ¡la próxima dará más resultado! Melmoth sacó lentamente su espada.

—¡Muchacho! —dijo con voz atronadora—, si vuelvo esta punta contra ti, tu vida no valdrá un ardite; sé prudente y déjanos pasar.

Fernán no respondió sino con un feroz ataque, al que instantáneamente hizo frente su adversario.

Los alaridos de Isidora habían llegado, a la sazón, a oídos de los invitados, quienes acudieron en multitud al jardín; los criados les siguieron con antorchas cogidas de los muros adornados para tan malhadada fiesta, y la escena de lucha quedó al punto tan iluminada como si fuese de día, y rodeada por un centenar de espectadores.

—¡Separadles… separadles… salvadles! —gritaba Isidora, retorciéndose a los pies de su padre y su madre, los cuales, como los demás, miraban la escena con estúpido horror—. ¡Salvad a mi hermano, salvad a mi esposo! Toda la espantosa verdad se agolpó en la mente de doña Clara ante estas palabras; y lanzando una mirada de inteligencia al aterrado sacerdote, cayó desmayada al suelo. El combate fue breve, dada la desigualdad; en dos segundos, Melmoth atravesó un par de veces con la espada el cuerpo de Fernán, que cayó junto a Isidora, ¡y expiró! Hubo un silencio general de horror durante unos momentos; finalmente, el grito de «¡coged al asesino!» brotó de todos los labios, y la multitud comenzó a estrechar el cerco en torno a Melmoth. Éste no intentó defenderse. Retrocedió unos pasos y, envainando la espada, les hizo atrás sólo con el brazo. Y ese movimiento, que parecía anunciar un poder interior por encima de la fuerza física, produjo el efecto de dejar clavados a todos los presentes en sus respectivos sitios.

La luz de las antorchas, que los temblorosos criados sostenían para mirarle, iluminó de lleno su rostro; y las voces de unos cuantos exclamaron con horror:

—¡MELMOTH EL ERRABUNDO!

—¡El mismo…, el mismo! —dijo el infortunado ser—; ¿quién se opone ahora a mi paso…, quién quiere convertirse en mi compañero? No deseo hacer daño a nadie ahora, pero nadie me detendrá. Ojalá hubiese cedido ese estúpido atolondrado a mi ruego, no a mi espada; sólo había una fibra humana que vibraba en mi corazón, y se ha roto esta noche… ¡para siempre! ¡No volveré a tentar jamás a otra mujer! ¿Por qué este torbellino, que puede sacudir montañas y abatir ciudades con su aliento, ha tenido que bajar a esparcir las hojas de un capullo de rosa? —mientras hablaba, sus ojos se posaron en la figura de Isidora, que yacía a sus pies, tendida junto a la de Fernán. Se inclinó sobre ella un momento; una pulsación, como de retorno a la vida, agitó su cuerpo. Se acercó más a ella, y susurró de modo que no le oyeran los demás—: Isidora, ¿quieres huir conmigo? ¡Éste es el momento; todos los brazos están paralizados, todas las mentes están congeladas hasta su centro! Isidora, levanta y ven conmigo: ¡es tu hora de salvación! Isidora, que reconoció la voz aunque no al que hablaba, se levantó, miró a Melmoth, lanzó una mirada al pecho ensangrentado de Fernán, y se desplomó sobre esa sangre.

Melmoth se incorporó; hubo un ligero movimiento de hostilidad entre algunos de los invitados; les lanzó una mirada breve y paralizadora; y los hombres se quedaron con la mano en la espada, incapaces de desenvainarla, y los criados siguieron con sus temblorosas antorchas en alto, como si estuviesen alumbrándole a él con involuntario pavor. Cruzó, pues, entre el grupo sin ser molestado, hasta que llegó a donde se hallaba Aliaga, estupefacto de horror, ante los cuerpos de sus hijos.

—¡Desdichado viejo! —exclamó, mirándole, mientras el desgraciado padre forzaba y dilataba sus pupilas para ver al que le hablaba; y por último, con dificultad, reconoció la figura del desconocido, al compañero del terrible viaje de unos meses atrás—. ¡Desdichado viejo!, se te advirtió, pero desoíste la advertencia; te exhorté a que salvaras a tu hija. Yo sabía mejor que nadie su peligro; pero corriste a salvar tu oro; ¡considera ahora el valor de la escoria que cogiste, y el precioso oro que dejaste caer! Yo me interpuse entre mí mismo y ella; y advertí, amenacé; no tenía por qué suplicar. ¡Desdichado viejo… mira el resultado! —y se volvió lentamente para marcharse.

Y una involuntaria exclamación de execración y horror, mitad aullido y mitad estertor, siguió sus pasos; y el sacerdote, con una dignidad debida más a su profesión que a su carácter, exclamó en voz alta:

—¡Vete, maldito, y no nos turbes; vete, maldiciendo, a maldecir!

—Me voy, conquistando, a conquistar —contestó Melmoth con un violento y feroz gesto de triunfo— ¡desdichados!, vuestros vicios, vuestras pasiones y vuestras debilidades os convierten en mis víctimas. Echaos la culpa los unos a los otros, pero no a mí. Héroes en vuestra culpa, pero cobardes en vuestra desesperación, os arrodillaríais a mis pies a cambio de la terrible inmunidad con que cruzo entre vosotros en este momento. ¡Voy, maldecido de todo corazón, pero sin llegar a ser tocado por una sola mano humana!

Mientras se retiraba lentamente, el murmullo de un sofocado pero instintivo e irreprimible horror y odio brotó del grupo. Pasó mirándoles con ceño, igual que un león entre una jauría de sabuesos, y se fue sin que le molestasen ni le rozasen siquiera: no se sacó ningún arma, no se alzó ningún brazo; llevaba la marca en la frente, y los que pudieron leerla supieron que todo poder humano sería a la vez inútil e innecesario, y los que no pudieron, fueron dominados por el pasivo horror.

Cada espada permaneció en su vaina mientras Melmoth abandonaba el jardín.

—¡Dejadle en manos de Dios! —fue la exclamación general.

—No podéis dejarle en otras peores —dijo fray José—; ciertamente, será condenado, y… eso consolará a esta afligida familia.