Husband, husband; I’ve the ring
Thou gavest to-day to me;
And thou to me art ever wed,
As I am wed to thee!
LITTLE. Poems
El resto de la espantosa noche en que desapareció Isidora lo pasó doña Clara casi sumida en la desesperación, quien pese a todo su rigor y fría mediocridad, aún tenía sentimientos de madre…, y fray José, que, con todo su sibaritismo egoísta y su sed de dominio, tenía un corazón en el que jamás había llamado la desgracia sin que la compasión abriese las puertas rápidamente.
La aflicción de doña Clara se agravó ante el recelo de su esposo (quien le inspiraba un gran temor), el cual, temía, podía reprocharle la imperdonable negligencia de su autoridad maternal.
A lo largo de esa noche de zozobra, se sintió frecuentemente tentada de pedir consejo y ayuda a su hijo; pero el recuerdo de sus violentas pasiones la disuadió, y permaneció sentada en pasiva desesperación hasta que amaneció.
Entonces, movida por un impulso inexplicable, se levantó y corrió al aposento de su hija, como si imaginara que los acontecimientos de la noche anterior no habían sido sino una espantosa y falsa ilusión que se disiparía con las primeras claridades del día.
Y, en efecto, así parecía, porque sobre la cama se hallaba Isidora, profundamente dormida, con la misma pura y plácida sonrisa que cuando la arrullaban las melodías de la naturaleza, y el sonido se prolongaba en su sueño con los susurrados cánticos de los espíritus del océano indico. Doña Clara profirió un grito de sorpresa, que tuvo el singular efecto de despertar a fray José del pesado sopor en que había caído cuando empezaba a amanecer. Sobresaltado por tal grito, el afable y regalado sacerdote corrió tambaleante hacia la habitación, y vio, con una incredulidad que poco a poco se rindió al frecuente ejercicio de sus obstinados y pegajosos párpados, la figura de Isidora sumida en profundo sueño.
—¡Oh, qué dicha más inmensa! —dijo el bostezante sacerdote, mirando a la dormida belleza, sin otra emoción que la del placer de un ininterrumpido descanso—; por favor, no la despertéis —dijo reprimiendo otro bostezo y saliendo de la habitación—. Después de una noche como la que hemos pasado, el sueño debe ser un reparador y loable ejercicio; ¡así que os encomiendo a la protección de los santos!
—¡Oh, reverendo padre! ¡Oh, santísimo padre! —exclamó doña Clara, pegándose a él—, no me abandonéis en esta extremidad. Esto ha sido obra de magia…, obra de los espíritus infernales. Mirad cuán profundamente duerme, aunque estamos hablando, y ya es de día.
—Hija, estáis muy equivocada —contestó el soñoliento sacerdote—; la gente puede dormir incluso de día; y como prueba, aquí me tenéis, pues voy a retirarme a descansar, así que podéis enviarme una botella de Fuencarral o de Valdepeñas; no es que desestime los más ricos vinos de España, desde el chacolí de Vizcaya al mataró de Cataluña,[77] pero no quiero que digan que duermo de día si no media una razón suficiente.
—¡Santo padre! —contestó doña Clara—, ¿no creéis que la desaparición de mi hija y el intenso sueño se deben a causas preternaturales?
—Hija —respondió el sacerdote arrugando el ceño—, mandadme un poco de vino con que mitigar la insoportable sed que me ha producido la ansiedad por el bienestar de vuestra familia, y dejadme meditar después unas horas sobre qué medidas son las que mejor pueden tomarse; luego…, cuando me despierte, os daré mi opinión.
—Santo padre, vos decidiréis por mí en todo.
—No vendrían mal, hija —dijo el sacerdote retirándose—, algunas lonchas de jamón, o unas cuantas salchichas picantes para acompañar el vino; podrían mitigar, por así decir, los efectos nocivos de ese abominable licor, que nunca bebo más que en excepciones como ésta.
—Se os enviarán, santo padre —dijo la atribulada madre—; pero ¿no creéis que el sueño de mi hija es sobrenatural?
—Venid a mi aposento, hija —respondió el sacerdote cambiando la cogulla por el gorro de dormir que uno de los numerosos criados le presentó solícitamente, y veréis luego cómo ese sueño es efecto natural de una causa igualmente natural. Vuestra hija ha pasado evidentemente una noche muy fatigosa, lo mismo que vos, aunque quizá por causas muy distintas; pero todas esas causas nos predisponen para un profundo descanso. Por lo que a mí respecta, no dudo del mío; enviadme el vino y las salchichas…
Estoy muy cansado; ¡oh!, me siento débil y fatigado de tantos ayunos y vigilias y tareas de exhortación. La lengua se me pega en el paladar, y se me quedan rígidas las quijadas; puede que un trago o dos disuelva esta pegajosidad.
Pero detesto el vino… ¿por qué diablos no mandáis traer ya la botella?
El criado, aterrado ante el tono iracundo con que fueron pronunciadas las últimas palabras, echó a correr con sumisa diligencia, y fray José se sentó finalmente en su aposento, a rumiar las calamidades y dudas de la familia, hasta que, realmente abrumado por el tema, exclamó con tono de desesperación:
—¡Ya están las dos botellas vacías! Entonces es inútil meditar más sohre esta cuestión. […]
Le despertó, una hora antes de lo que habría deseado, un recado de doña Clara, quien, con las tribulaciones de su débil espíritu, y acostumbrada siempre a su apoyo eficaz y externo, sentía ahora como si cada paso que daba sin él le condujera a una verdadera e instantánea perdición. El temor que le inspiraba su esposo, junto con sus supersticiosos miedos, ejercía el más vigoroso poder sobre su mente, y esa mañana llamó a fray José para una temprana consulta de terror e inquietud. Su gran objetivo era ocultar, si era posible, la ausencia de su hija durante esa azarosa noche, y viendo que ninguno de los criados parecía haberse enterado, que de toda la numerosa servidumbre, sólo estaba ausente un viejo criado y que nadie había notado dicha ausencia entre la superflua muchedumbre de criados de una casa española, comenzó a renacerle el valor. Aún se lo acrecentó más una carta de Aliaga, en la que le comunicaba la necesidad de visitar una lejana región de España, y de diferir unos meses el casamiento de su hija con Montilla; esto sonó como un alivio en los oídos de doña Clara; consultó con el sacerdote, y éste contestó con palabras de consuelo que si llegaba a saberse la breve ausencia de doña Isidora, la cosa tendría poca importancia, y si no llegaba a saberse, no la tendría en absoluto; y aquí le recomendó que se asegurase el silencio de los criados por medios que por su hábito juraba que eran infalibles, ya que los había visto dar eficaz resultado entre los criados de una casa infinitamente más poderosa.
—Reverendo padre —dijo doña Clara—, no conozco ninguna casa de grandes de España que sea más espléndida que la nuestra.
—Pero yo sí, hija mía —dijo el sacerdote—. Y la cabeza visible de esa casa es… el Papa; pero id ahora y despertad a vuestra hija, porque si no, estará durmiendo hasta el día del juicio, ya que parece haber olvidado totalmente la hora del desayuno. No lo digo por mí, hija, sino que sufro de ver interrumpida la regularidad de las costumbres de una casa tan magnífica; por mi parte, con un tazón de chocolate y un racimo de uvas tengo bastante; y para aliviar la crudeza de las uvas, una copa de Málaga; a propósito, vuestras copas son las menos hondas que he visto… ¿No habría forma de conseguir copas de San Ildefonso,[78] de pie corto y amplia campana? Las vuestras parecen de don Quijote, toda base y nada de cavidad. A mí me gusta que se parezcan a su dueño: un cuerpo bien ancho, y una base que pueda medirse con el dedo meñique.
—Os traeré una San Ildefonso hoy mismo —respondió doña Clara.
—Id y despertad a vuestra hija primero —dijo el sacerdote.
Mientras hablaba, entró Isidora en la habitación; la madre y el sacerdote se levantaron sorprendidos. Su semblante era tan sereno, su paso tan regular y su continente tan sosegado, como si fuese enteramente inconsciente del terror y la angustia que había ocasionado su desaparición la noche anterior. Al primer intervalo breve de silencio sucedió un torrente de preguntas por parte de doña Clara y fray José, a dúo: por qué, dónde, qué motivo, y con quién y cómo…, todo cuanto era preguntable. Sin embargo, podían haberse ahorrado la molestia; porque ni ese día, ni durante muchos otros, pudieron los reproches, las súplicas, y las amenazas de su madre, ayudados por la autoridad espiritual y más poderosa ansiedad del sacerdote, arrancarle una sola palabra explicativa del motivo de su ausencia durante esa noche espantosa. Cuando se vio estrecha y severamente apremiada la mente de Isidora, pareció renacer en ella algo del salvaje pero vigoroso espíritu de independencia que sus antiguos hábitos y sentimientos le habían comunicado. Durante diecisiete años había sido su propia dueña y señora, y aunque dócil y afable por naturaleza, cuando la despótica mediocridad trataba de tiranizarla, sentía un desdén que expresaba tan sólo con un profundo silencio.
Fray José, exasperado por su terquedad, temeroso de perder su poder sobre la familia, amenazó con negarle la confesión, a menos que le revelase el secreto de esa noche.
—Entonces, ¡me confesaré a Dios! —dijo Isidora.
En cambio, encontraba más difícil resistir la porfía de su madre, ya que su corazón femenino amaba cuanto era femenino, aun en su forma menos atractiva, y el acoso desde ese ángulo era a la vez monótono y constante.
Había una débil pero incansable tenacidad en doña Clara, que es atributo consustancial al carácter femenino cuando se combinan la mediocridad intelectual y la rigidez de principios. Cuando ella ponía cerco a un secreto, era mejor que la guarnición capitulase en seguida. Lo que le faltaba de vigor y habilidad, lo suplía con su minuciosa e incesante asiduidad. Jamás se aventuraba a asaltar la fortaleza con ímpetu, sino que su terquedad la asediaba hasta que la obligaba a rendirse. No obstante, también su insistencia fracasó aquí. Isidora se mostró respetuosa, pero absolutamente hermética; viendo la cuestión desesperada, doña Clara, que tenía un sentido especial, tanto para guardar como para descubrir un secreto, convino con fray José en no decir una palabra del asunto al padre ni al hermano.
—Demostremos —dijo doña Clara, con un sagaz y autosuficiente asentimiento con la cabeza que podemos guardar un secreto tanto como ella.
—De acuerdo, hija —dijo fray José— imitémosla en el único punto en el que podéis presumir de pareceros. […]
Poco después, no obstante, se descubrió el secreto. Habían transcurrido unos meses, y las visitas de su esposo comenzaron a devolver la habitual y serena confianza a la mente de Isidora. Imperceptiblemente, él fue cambiando su, feroz misantropía por una especie de tristeza meditabunda. Era como la noche oscura, fría pero tranquila y relativamente consoladora, que sucede a un día de tormenta y cataclismo. Los que lo han sufrido recuerdan los terrores del día, y la serena oscuridad de la noche es para ellos como un refugio. Isidora miraba a su esposo con complacencia, viendo que ya no tenía el ceño duro, ni la sonrisa aterradora; y sintió la esperanza (que la serena pureza del corazón femenino siempre sugiere) de que su influencia flotaría un día sobre lo informe y el vacío, como se mueve el espíritu que camina sobre la faz de las aguas; y de que la devoción de la esposa podría salvar al incrédulo esposo.
Estos pensamientos eran su consuelo; y estaba bien que la consolaran los pensamientos, dado que la realidad es una aliada miserable cuando la imaginación lucha contra la desesperación. Una de las noches en que esperaba a Melmoth, la encontró éste cantando su habitual himno a la Virgen, para lo que se acompañaba con el laúd.
—¿No es algo tarde para cantar tu himno de vísperas a la Virgen, cuando pasa de la medianoche? —dijo Melmoth con pálida sonrisa.
—Su oído está abierto a todas horas, según me han dicho —contestó Isidora.
—Si es así, amor mío —dijo Melmoth saltando como de costumbre por el antepecho de la ventana—, añade una estrofa a tu himno, en mi favor.
—¡Ay! —dijo Isidora, dejando el laúd—, tú no crees, amor, en lo que la Santa Madre Iglesia proclama.
—Sí; sí creo, cuando te escucho a ti.
—¿Sólo entonces? —Canta otra vez tu himno a la Virgen.
Isidora accedió, y observó el efecto que hacía en su oyente. Parecía afectado; le hizo seña de que volviese a repetirlo.
—Amor mío —dijo Isidora—, esto no es como la repetición de una canción teatral solicitada por un auditorio, sino un himno por el que quien lo escucha ama más a su esposa, porque ella ama a Dios.
—Muy sagaz pensamiento —dijo Melmoth—. Pero ¿por qué estoy excluido en tu imaginación del amor de Dios?
—¿Visitas alguna vez la iglesia? —dijo Isidora con ansiedad; hubo un profundo silencio—. ¿Has recibido alguna vez el Santo Sacramento? —Melmoth siguió callado—. ¿Me has permitido alguna vez, después de pedírtelo fervientemente, que anunciase a mi atribulada familia el lazo que nos une? —tampoco hubo respuesta—. ¡Y ahora, creo, no me atrevo a decir lo que siento! ¿Oh, cómo puedo presentarme ante los ojos que me vigilan tan atentamente? ¿Qué podré decir? ¿Que soy una esposa sin marido, una madre sin padre para su hijo, o alguien a quien un terrible juramento la obliga a no revelar su secreto jamás? ¡Oh, Melmoth, ten piedad de mí, libérame de esta vida de constreñimiento, de falsedad y de disimulo! ¡Proclama que soy tu legítima esposa ante mi familia, y tu legítima esposa te seguirá hasta la perdición, se unirá a ti… y perecerá contigo!
Sus brazos se ciñeron alrededor de él, y las frías lágrimas de su corazón rodaron abundantes por sus mejillas… Rara vez nos rodean en vano los brazos implorantes de una mujer que suplica la liberación en una hora de vergüenza y terror. Melmoth se sintió conmovido ante la súplica… pero fue un instante. Cogió los blancos brazos extendidos hacia él, clavó una fija, ansiosa y terrible mirada inquisitiva en su víctima-consorte, y preguntó:
—¿Es verdad eso?
La pálida y estremecida esposa se retrajo de sus brazos ante la pregunta; su silencio contestó. Las agonías de la naturaleza latían de manera audible en su corazón. Melmoth se dijo: «Es mío el fruto del amor, el primogénito del corazón y la naturaleza; mío, mío. Y me ocurra lo que me ocurra, habrá un ser humano en la tierra cuya forma externa me reflejará a mí, y al cual le enseñará a rezar su madre, aunque su oración caiga abrasada y chisporroteando en el fuego eterno como una gota de errante rocío en las ardientes arenas del desierto». […]
Desde el día de esta conversación, las tiernas atenciones de Melmoth con su esposa aumentaron notablemente.
Sólo el cielo conoce la fuente de ese rudo afecto con que la contemplaba, y en el cual había aún cierta ferocidad. Su cálida mirada parecía el ardor de un día bochornoso de verano, cuyo rigor anuncia la tormenta, y nos induce con su sofocante opresión a desearla casi como un alivio.
No es imposible que tuviese la mirada puesta en algún futuro objeto de su terrible experimento; y quizá un ser tan absolutamente en su poder como su propio hijo le parecía fatalmente apropiado para sus designios: también estaba en su mano el infligir la medida de desdicha necesaria para capacitar al neófito. Fuera cual fuese su motivo, mostraba cuanta ternura le era posible, y hablaba del próximo acontecimiento con el ansioso interés de un padre humano.
Consolada por esta nueva actitud, Isidora soportó con mudo sufrimiento el peso de su situación, con todo el doloroso acompañamiento de indisposiciones y desfallecimientos, agravados por el constante temor y el misterioso secreto. Esperaba que al fin la recompensaría él con una abierta y honrosa declaración; pero esta esperanza sólo la expresaba con pacientes sonrisas. La hora se acercaba rápidamente, y temerosas y vagas aprensiones comenzaron a ensombrecerle el ánimo sobre el destino del niño, a punto de nacer en circunstancias misteriosas.
En su siguiente visita nocturna, Melmoth la encontró hecha un mar de lágrimas.
—¡Ay! —dijo Isidora, contestando a su brusca pregunta y breve intento de consolarla—, ¡cuántos motivos tengo para llorar, y qué pocas lágrimas he derramado! Si tú quisieras, podrías enjugármelas, pues ten por seguro que sólo tu mano lo puede hacer. Presiento —añadió— que este acontecimiento va a ser fatal para mí; sé que no viviré para ver a mi hijo. Sólo te pido la única promesa que puede sostenerme aún en esta convicción.
Melmoth la interrumpió, asegurándole que tales temores eran propios e inevitables de su situación, y que muchas madres, rodeadas de numerosa prole, sonreían al recordar su miedo de que el nacimiento de cada uno fuese fatal para los dos. Isidora negó con la cabeza.
—Los presagios que me visitan —dijo— son de los que jamás asaltan en vano a los mortales. Siempre he creído que cuando nos acercamos al mundo invisible, su voz se vuelve más audible para nosotros, y la aflicción y el dolor son elocuentes intérpretes entre nosotros y la eternidad; muy distinta de todos los sufrimientos corporales, y hasta de los terrores mentales, es esa honda e inefable impresión, a la vez incomunicable e imborrable; es como si el cielo nos hablase a solas, y nos pidiese que guardemos su secreto, o que lo divulguemos con la condición de que no sea creído jamás. ¡Oh!, Melmoth, no sonrías de esa manera tan horrible cuando hablo del cielo… Puede que no tarde en ser allí tu única intercesora.
—Mi querida santa —dijo Melmoth, riendo y arrodillándose ante ella en broma—, clame los primeros intereses de tu mediación; ¿cuántos ducados me costará canonizarte? Me facilitarás, espero, una relación verdadera de tus milagros legítimos; da vergüenza, la de tonterías que se envían mensualmente al Vaticano.
—Que sea tu conversión el primer milagro de la lista —dijo Isidora con una energía que hizo temblar a Melmoth; era de noche, pero ella le sintió temblar, y mantuvo su imaginado triunfo—. Melmoth —exclamó—, tengo derecho a pedirte una promesa; por ti lo he sacrificado todo: jamás ha habido mujer más fiel, jamás ha dado pruebas ninguna mujer de una entrega como la mía. Podía haber sido la noble y honorable esposa de quien hubiera puesto sus riquezas y títulos a mis pies. En esta hora de peligro y sufrimiento, las primeras familias de España habrían estado esperando alrededor de mi habitación. Sola, sin ayuda, sin consuelo, debo soportar la lucha terrible de la naturaleza…, terrible incluso para aquellas cuyo lecho ha sido mullido por las manos del afecto, cuya agonía consuela la presencia de una madre… y oyen el primer vagido del hijo coreado por las gozosas exclamaciones de los nobles parientes. ¡Oh, Melmoth! ¿Qué me tocará a mí? ¡Tendré que sufrir en secreto y en silencio! ¡Tendré que ver a mi hijo arrancado de mis brazos antes de haberlo besado… y el mantón del bautizo será una de esas misteriosas tinieblas que tus dedos han tejido! Pero concédeme una cosa… ¡una sola! —prosiguió implorante, poniéndose en su súplica grave hasta la agonía—: Júrame que mi hijo será bautizado según los preceptos de la Iglesia católica, que será todo lo cristiano que lo puedan hacer esas formas, y pensaré, si todos mis horribles presagios se cumplen, que dejo detrás de mí a alguien que rezará por su padre, y cuya oración podrá ser aceptada. ¡Prométeme, júrame —añadió con creciente agonía— que mi hijo será cristiano! ¡Ay!; ¡si mi voz no merece ser oída en el cielo, puede que la de este ángel sí! El propio Cristo quiso tener cerca a los niños mientras estuvo en la tierra, así que, cómo los va a rechazar en el cielo. ¡Oh, no, no! ¡No rechazará al tuyo!
Melmoth la escuchó con sentimientos que es preferible ocultar a explicar o analizar.
Así impetrado, prometió que el niño sería bautizado; y añadió, con una expresión que Isidora no tuvo tiempo de comprender, a causa del gozo que la embargaba ante esta concesión, que sería todo lo cristiano que los ritos y ceremonias de la Iglesia católica le pudieran hacer. Y mientras añadía diversos comentarios acerbos sobre la ineficacia de los ritos externos, y la impotencia de cualquier jerarquía, y las mortales y desesperadas imposiciones de los sacerdotes bajo todas las providencias… y desarrollaba todo esto con un espíritu que mezclaba el sarcasmo con el horror, y parecía un arlequín de las regiones infernales coqueteando con las furias, Isidora volvió a repetir su solemne petición de que su hijo, si la sobrevivía, fuera bautizado. Melmoth asintió; y añadió con cruel y espantosa frivolidad:
—Y mahometano, si cambias de opinión; o de la mitología que quieras adoptar; sólo tienes que decírmelo; los sacerdotes se consiguen fácilmente… ¡Y las ceremonias se compran a bajo precio! No tienes más que hacerme saber tus futuras intenciones, cuando tú misma las sepas.
—Yo no estaré aquí para decírtelas —dijo Isidora, replicando con profunda convicción a esa corrosiva ligereza como un frío día invernal al calor de un caprichoso día de verano, que mezcla el sol con el relámpago—; ¡melmoth, yo no estaré aquí entonces!
Y esta energía de la desesperación en un ser tan joven, tan inexperto, salvo en las vicisitudes del corazón, produjo un violento contraste con la pétrea impasibilidad del que había cruzado por la vida «desde Dan a Beer Seba», y lo había hallado todo estéril, o lo había vuelto él así.
En este momento, mientras Isidora lloraba con frías lágrimas de desesperación, sin atreverse a pedir a la mano que amaba que se las enjugase, comenzaron a tocar súbitamente las campanas de un vecino convento, donde celebraban una misa por el alma de un hermano fallecido. Isidora aprovechó el instante en que el mismo aire estaba impregnado con la voz de la religión, para imprimir su fuerza sobre el misterioso ser cuya presencia le inspiraba igualmente terror y amor.
—¡Escucha, escucha! —exclamó Isidora.
Los tañidos llegaban lentos, apagados, como si fuesen expresión involuntaria de ese profundo sentimiento que siempre inspira la noche: la repetida consigna de centinela a centinela, cuando las mentes vigiles y meditabundas se han convertido en «guardianes de la noche»[79],El efecto de los tañidos aumentó al sumarse, de vez en cuando, el profundo, impresionante coro de las voces; de esas voces que, más que armonizar, coincidían con los sones de la campana y, como ellos, parecían brotar involuntariamente… como una música pulsada por manos invisibles.
—Escucha —repitió Isidora—, ¿no hay verdad en la voz que te habla con esos tonos? ¡Ay, si no hubiese verdad en la religión, no la habría en la tierra! La misma pasión se disuelve en pura ilusión, a menos que esté consagrada por la conciencia de un Dios y un más allá. Esa esterilidad del corazón que impide que prospere el divino sentimiento, debe de ser hostil también a todo sentimiento tierno y generoso. ¡Quien carece de Dios, carece de corazón! ¡Oh, amor mío!, ¿no quieres, al inclinarte sobre mi tumba, que mi último descanso encuentre consuelo en palabras como éstas… no quieres que ellas apacigüen el tuyo? Prométeme al menos que llevarás a tu hijo a visitar mi lápida, que le leerás la inscripción que diga que he muerto en la fe de Cristo y la esperanza en la inmortalidad. Sus lágrimas serán poderosas intercesoras tuyas que no le negarán el consuelo que la fe me ha dado en las horas de sufrimiento, y las esperanzas que iluminarán el instante de mi partida. ¡Oh!, prométeme eso al menos, que harás que tu hijo visite mi sepultura, sólo eso. No interrumpas ni turbes la impresión con sofisterías y banalidades, o con esa violenta y demoledora elocuencia que brota de tus labios, no para ilustrar, sino para secar. No llorarás; pero al menos, quiero que guardes silencio: deja que el cielo y la naturaleza obren libremente. La voz de Dios hablará a su corazón; y mi espíritu, al presenciar su conflicto, temblará aunque esté en el paraíso; y hasta en el cielo, sentiré doblado mi gozo cuando contemple cómo alcanza la victoria. Prométemelo… ¡júramelo! —añadió, con agónica energía en el tono y en el gesto.
—Tu hijo será cristiano —dijo Melmoth.