Capítulo XXXII

Fuimus, non sumus.

Cuando Elinor llegó a Yorkshire, se encontró con que su tía había muerto.

Elinor fue a visitar su sepultura. De acuerdo con su última voluntad, estaba situada cerca del ventanal de la capilla de la congregación independiente, y tenía por inscripción su texto favorito: «Aquellos a los que Él consideraba de antemano, y también predestinaba», etc., etc. Elinor permaneció un rato junto a la tumba, pero no pudo derramar una sola lágrima. Este contraste de una vida tan rígida y una muerte tan esperanzadora, este silencio de la humanidad y elocuencia de la tumba, traspasaron su corazón como habrían traspasado cualquier corazón abandonado a la embriaguez de la pasión humana, y que haya sentido que el agua ha desaparecido de las rotas cisternas.

La muerte de su tía volvió más retirada la vida de Elinor si cabe, y sus hábitos más monótonos de lo que habrían sido de seguir aquélla con vida. Se mostró muy caritativa con las gentes humildes de las casas de la vecindad; pero aparte de visitarlas en sus viviendas, jamás abandonaba ella la suya. […]

A menudo se quedaba contemplando un pequeño arroyo que discurría al final del jardín. Dado que había perdido toda sensibilidad para la naturaleza, se le atribuyó otro motivo a esta muda y sombría contemplación; y su criada, que la quería mucho, la vigilaba atentamente. […]

La sacó de este terrible estado de estupefacción y desesperación, el cual, quienes lo han sufrido se estremecen ante cualquier intento de describirlo, una carta de Margaret.

Había recibido varias, que había dejado sin contestar (cosa nada insólita en aquellos tiempos); pero abrió ésta, la leyó con inusitado interés, y se dispuso al punto a contestarla con hechos.

El ánimo de Margaret se había desmoronado en su hora de peligro. Decía que esa hora se aproximaba con rapidez, y suplicaba fervientemente la afectuosa presencia de su prima para que la consolara y confortase en ese momento de zozobra. Añadía que la valerosa y entrañable ternura de John Sandal, en este período, le había llegado al corazón más hondamente, si cabe, que todos los anteriores testimonios de afecto; pero que no podía soportar la renuncia de él a todos sus hábitos de diversión rural, y a su trato social con la vecindad; que en vano le había regañado desde el lecho donde permanecía postrada con dolor y esperanza, y confiaba en que la presencia de Elinor consiguiese persuadirle para que accediera a su súplica, dado que, viniendo ella, sentiría él la presencia de la más querida compañera de su juventud, y que en este trance, era más conveniente tener al lado a una compañera que al más amable y afectuoso de los amigos. […]

Elinor se puso en camino inmediatamente. La pureza de sus sentimientos había levantado una barrera infranqueable entre su corazón y su objeto; y no recelaba más peligro de la presencia del que estaba ya casado, y casado con una parienta, que de un hermano.

Llegó al castillo; la hora de peligro de Margaret había empezado: se había sentido muy mal poco antes. Las consecuencias naturales de su estado se habían agravado por un sentimiento de gran responsabilidad ante el nacimiento de un heredero de la casa de los Mortimer…, sentimiento que no había contribuido a hacer la situación más soportable.

Elinor se inclinó sobre el lecho del dolor, posó sus fríos labios sobre la ardorosa boca de la paciente… y rezó por ella.

Se consiguieron los primeros auxilios médicos del país (entonces utilizados en raras ocasiones) a un precio cuantioso. La viuda Sandal, renunciando a prestar toda asistencia a la paciente, deambulaba por los aposentos adyacentes con indecible e inconfesada agonía.

Transcurrieron dos días y dos noches entre la esperanza y el temor: los campaneros permanecían en vela en todas las iglesias que había en diez millas a la redonda; los colonos se apiñaban alrededor del castillo con honrada y sincera solicitud; la nobleza de la vecindad enviaba mensajeros cada hora para preguntar.

Un alumbramiento en una familia noble era en aquel entonces un acontecimiento de gran trascendencia.

Llegó el momento: nacieron dos mellizos muertos, ¡y la joven madre les siguió fatalmente unas horas después! Mientras conservó la vida, no obstante, Margaret dio muestras del elevado espíritu de los Mortimer. Buscó con su fría mano la del desdichado esposo y la de la llorosa Elinor. Las unió en un abrazo que uno de ellos al menos comprendió, y rezó por que la unión fuese eterna. A continuación pidió ver los cuerpos de sus hijos; se los mostraron; y dicen que balbuceó unas palabras, en el sentido de que, de no haber sido los herederos de la familia de los Mortimer, probablemente no habrían sido fulminados con tanto rigor; y que, sostenidos por todas las esperanzas con que la vida y la juventud podían agraciarla, ella y sus hijos podrían haber sobrevivido.

Mientras hablaba, su voz se fue debilitando, apagándose; y su última luz se volvió hacia aquel a quien amaba; y cuando perdió la visión, aún sintió los brazos de él en torno suyo. Un instante después, ya no abrazaban… ¡nada! En los terribles espasmos de la agonía masculina —mas intensamente sentidos cuanto más raramente se abandona uno a ellos—, el joven viudo se arrojó sobre el lecho, y lo hizo estremecer con su convulsivo dolor; y Elinor, perdiendo todo sentido que no fuese el de la súbita y terrible calamidad, se hizo eco de sus hondos y sofocados sollozos, como si no hubiese sido aquella a la que lloraban el único obstáculo de su felicidad. […]

Entre las voces de aflicción que resonaron por todo el castillo, desde el sótano a la torre, ese día de desconsuelo, ninguna fue más sonora que la de la viuda Sandal: sus gemidos eran gritos, su pena era desesperación. Recorriendo los aposentos como una demente, se mesaba los cabellos e imprecaba las más espantosas maldiciones sobre su cabeza. Por último, se aproximó al aposento donde se hallaba el cadáver. Los criados, asombrados ante su trastorno, hubieran querido impedirle que entrara, pero no pudieron.

Irrumpió en la habitación, lanzó una mirada feroz a todos los que allí estaban, al cadáver inmóvil y a las mudas personas que lo velaban; luego, poniéndose de rodillas ante su hijo, confesó el secreto de su culpa, y desveló hasta el fondo el motivo de ese cúmulo de iniquidad y aflicción que ahora había llegado a su culminación.

Su hijo escuchó esta horrible confesión con ojos fijos y gesto impasible; y al concluir, cuando la desventurada penitente imploró la asistencia de su hijo para incorporarse, él rechazó sus brazos extendidos; y con una violenta carcajada, se arrojó nuevamente sobre la cama. No pudieron hacer que la abandonase, hasta que se llevaron el cadáver al que se abrazaba; y entonces las plañideras no supieron a quién llorar, si a la que había sido privada de la luz de la vida, ¡o a aquel cuya luz de la razón acababa de extinguirse para siempre! […]

La desventurada y culpable madre (aunque nadie puede apiadarse de su destino) contó unos meses después, en su lecho de muerte, el secreto de su crimen a un ministro de la congregación independiente que se sintió movido a visitada al saber su desesperación.

Confesó que, impulsada por la avaricia, y más aún por el deseo de recobrar su perdida importancia en la familia, y conociendo la riqueza y dignidad que su hijo ganaría con su matrimonio con Margaret, de las que ella participaría, había llegado (tras recurrir a todos los medios de persuasión y súplica), en la desesperación de su decepción, a fabricar una historia tan falsa como horrible, contándosela a su hijo la noche antes de sus proyectadas nupcias con Elinor. Le había asegurado que no era hijo suyo, sino fruto de las ilícitas relaciones de su esposo el predicador con la madre puritana de Elinor, la cual había pertenecido a su congregación, y cuya conocida y vehemente admiración por sus sermones se supone que se extendió también a su persona. Esto le había provocado a ella muchos y ansiosos celos durante los primeros años de su matrimonio; y ahora le sirvió de base para esta horrible falsedad. Añadió que el evidente afecto de Margaret por su primo había paliado en cierto modo su culpa ante sí misma; pero que, cuando le vio desesperado en casa, el día de la fracasada boda, y huir después sin saber a dónde, se había sentido casi tentada de llamarle y confesarle la verdad.

Su espíritu se endureció nuevamente, y pensó que su secreto estaba a salvo, dado que le había hecho jurar a él, por respeto a la memoria de su padre, y por compasión a la culpable madre de Elinor, que no revelaría jamás la verdad a su hija.

Todo había salido según sus culpables deseos. Sandal miró a Elinor con ojos de hermano, y la imagen de Margaret encontró fácilmente lugar en sus desocupados afectos. Pero, como suele suceder a los que andan con falsedades y dobleces, el aparente cumplimiento de sus esperanzas se convirtió en su ruina. En el caso de que la boda de John y Margaret no tuviese fruto, las posesiones y el título irían a parar a un lejano pariente citado en el testamento; y su hijo, privado del juicio por las calamidades en que sus maquinaciones le habían hundido, se vio igualmente privado del rango y riqueza a que estaba destinado, quedándole sólo una pequeña pensión, debida a sus anteriores servicios, dado que la pobreza del rey, entonces pensionado también de Luis XIV, impedía toda posibilidad de aumentar su remuneración. Cuando el pastor oyó la última y terrible confesión de la penitente moribunda, como dijo el obispo Burnet cuando fue consultado por otro criminal, declaró su caso «casi desesperado» y se marchó. […]

Elinor se retiró, con el desvalido objeto de su inquebrantable amor e incansable cuidado, a su casa de Yorkshire. Allí, con la frase de ese divino y ciego anciano, la fama de cuya poesía no ha llegado aún a este país, es «su deleite verle sentado en la casa» y vigilar, como el padre del campeón judío, el desenvolvimiento de esa «potencia concedida por Dios», esa fuerza intelectual que, a diferencia de la de Sansón, no retorna jamás.

Tras un intervalo de dos años, durante el que se gastó gran parte del capital de su fortuna en conseguir los primeros consejos médicos para el paciente, y «sufrió muchas cosas de muchos físicos», Elinor perdió toda esperanza; y, considerando que el interés de su fortuna así disminuida bastaría para procurar las comodidades de la vida, para sí y para aquel a quien había decidido no aba donar, se sentó con resignada tristeza junto a su melancólico compañero, añadiendo una más a las muchas pruebas de su corazón femenino, «infatigable e hacer el bien», sin la embriaguez de la pasión, la emoción del aplauso, ni la gra titud del objeto inconsciente.

Si fuese ésta una vida de serena privación y fría apatía, sus esfuerzos apenas tendrían mérito, y sus sufrimientos difícilmente demandarían compasión pero es de dolor incesante e inmitigable. El primogénito de su corazón permanece muerto en él; pero ese corazón vive aún con todas las agudas sensibilidades, las más vívidas esperanzas, y más intenso sentimiento de dolor. […]

Permanece todo el día sentada junto a él: observa esos ojos cuya luz era vida, y los ve fijos en ella con vidriosa y estúpida complacencia; piensa e aquella sonrisa que irrumpía en su alma como el sol matinal en un paisaje de primavera, y ve la sonrisa vacía que trata de manifestar satisfacción, pero no puede darle el lenguaje de la expresión.

Desviando la cabeza, Elinor piensa e los días pasados. Ante ella desfila una visión: cosas agradables y dichosas, cuyas tonalidades no son de este mundo, y cuya trama es demasiado fina para ser tejida en el telar de la vida, se alzan ante sus ojos como las ilusiones del encantamiento. Una melodía de rica música recordada flota en sus oídos: sueña con el héroe, el amante, el bienamado, con aquel en quien se combinaba cuanto podía deslumbrar los ojos, embriagar la imaginación y derretir el alma. Le ve tal como se le apareció por primera vez, y el espejismo del desierto no ofrece visión más deliciosa y falaz: se inclina a beber de ese fingido manantial y el agua desaparece; despierta de su ensueño, y oye la débil risa del enfermo, que agita un poco de agua en una concha, ¡e imagina ver una tormenta en el océano! […]

Un consuelo le cabe a Elinor. Cuando tiene él un breve intervalo d memoria, cuando su habla se vuelve articulada, pronuncia el nombre de ella no el de Margaret; y un destello de su antigua esperanza renace en su corazón al oírlo, pero se desvanece en seguida como el raro y errante rayo del entendimiento en la mente extraviada del doliente. […]

Incansablemente atenta a su salud y su bienestar, salía todas las tardes con él, pero le llevaba por los senderos más apartados a fin de evitar a aquellos cuya burlona persecución, o cuya vacía compasión, pudiera torturar igualmente sus sentimientos o acosar a su manso y sonriente compañero.

Fue en esta época —dijo el desconocido a Aliaga— cuando conocí…, es decir, fue entonces, cuando vieron que un desconocido, que había fijado su residencia cerca de la aldea donde vivía Elinor, vigilaba las dos figuras cuando éstas regresaban de su paseo.

Tarde tras tarde les estuvo espiando. Conocía la historia de estos dos desventurados, y se dispuso a sacar partido de ello. Era imposible, dada la vida retirada que llevaban, lograr que se los presentasen. Trató entonces de entablar relación con ocasionales atenciones al inválido; a veces cogía las flores que una mano inconsciente echaba al riachuelo, y escuchaba, con sonrisa benévola, los confusos balbuceos con que el doliente, que aún conservaba toda la gracia de su extraviado juicio, trataba de darle las gracias.

Elinor se sentía agradecida por estas ocasionales atenciones; pero le alarmaba la asiduidad con que el desconocido acudía al melancólico paseo cada tarde… y, ya fuese alentado, desdeñado o incluso rechazado, encontraba aún el medio de sumarse al paseo. La grave dignidad de la actitud de Elinor, su honda melancolía, sus inclinaciones de cabeza o sus breves respuestas, resultaron inútiles ante la afable pero incansable porfía del intruso.

Poco a poco, se fue atreviendo a hablarle de sus propias desventuras, y el tema fue clave segura para ganarse la confianza de la infortunada. Elinor empezó a escucharle; y, aunque algo asombrada por los conocimientos que mostraba de cada circunstancia de su vida, no pudo por menos de sentirse consolada ante el tono de simpatía con que hablaba, y animada ante las misteriosas alusiones de esperanza que a veces dejaba escapar como sin querer. No tardaron los habitantes de la aldea en reparar en ello (porque el ocio y la falta de intereses les hacía curiosos), y en que Elinor y el desconocido eran compañeros inseparables en esos paseos de la tarde. […]

Hacía un par de semanas que se les observaba pasear juntos cuando Elinor, sin compañía alguna, calada de lluvia, y con la cabeza descubierta, llamó con voz fuerte y ansiosa, a hora tardía, a la puerta de un clérigo de la vecindad. Le abrieron… y la sorpresa de su reverendo anfitrión ante su visita, a la vez intempestiva e inesperada, se mudó en un sentimiento más profundo de asombro y terror, al contarle ella el motivo.

Al principio, imaginó el reverendo (quien conocía su desventurada situación) que la constante presencia de un demente había podido tener un contagioso efecto en el intelecto de la que se exponía permanentemente a esta presencia.

Sin embargo, al revelarle Elinor la espantosa proposición, y el casi igualmente espantoso nombre del impío intruso, el clérigo dio muestras de una considerable emoción; y, tras una larga pausa, rogó que le permitiese acompañarla en su próximo encuentro. Este tuvo lugar al día siguiente, ya que el desconocido era incansable, cada vez que la veía pasear a solas.

Hay que decir que este clérigo había viajado durante varios años, período durante el cual le habían acaecido cosas en países extranjeros, de las que corrieron después extraños rumores, pero sobre cuyos motivos había guardado él siempre profundo silencio; y dado que había fijado su residencia en la vecinidad hacía poco, no conocía a Elinor, ni los detalles de su vida pasada y de la actual situación.

[…] Era ahora otoño; las tardes acortaban, y al breve crepúsculo le seguía rápidamente la noche. En el dudoso límite entre uno y otra, el clérigo salió de casa y se dirigió a donde Elinor le había dicho que solía encontrarse con el desconocido.

Allí les descubrió; y en la temblorosa y apartada forma de Elinor, y la rígida pero serena importunidad de su: compañero: leyó el terrible secreto de su conferencia. De repente, fue hacia allí y se planto ante el desconocido. Se reconocieron en seguida el uno al otro. ¡Una expresión que jamás se había visto él —expresión de miedo—, cruzó el semblante del desconocido! Se detuvo momento, se marchó a continuación sin pronunciar una sola palabra, y no volvió a molestar nunca más a Elinor con su presencia. […]

Pasaron unos días, antes de que el clérigo se recobrase de la emoción de este singular encuentro, y pudiera hablar con Elinor para explicarle la causa de su profunda y angustiosa agitación.

Cuando se sintió en condiciones de recibirla, le envió recado, diciéndole que viniese por la noche, ya que sabía que durante el día nunca dejaba al desvalido objeto de su ferviente corazón. Llegó la noche: imaginadles sentados el antiguo despacho del clérigo, cuyos estantes se hallaban repletos de pesados volúmenes de antigua sabiduría, mientras las ascuas de un fuego de turba difundían un resplandor confuso e incierto por la habitación, y la solitaria vela que ardía en una alejada mesita de roble parecía derramar su luz sobre ella sola; ni un solo rayo daba en las figuras de Elinor y de su compañero, sentados en dos macizos sillones de talladas imágenes como las ricamente labradas capillas de algún templo católico.

—Ésa es una comparación de lo más abominable y profana —dijo Aliaga, saliendo de su sopor, en el que había caído varias veces durante el largo relato.

—Pero escuchad el final —dijo el obstinado narrador—: El clérigo confesó a Elinor que había conocido al irlandés, llamado Melmoth, cuya variada erudición, profundo intelecto e intensa apetencia de información, le habían llegado a interesar tan hondamente que nació entre ambos una gran amistad. Al comenzar las turbulencias políticas en Inglaterra, el clérigo se había visto obligado a buscar refugio en Holanda, con la familia de su padre. Allí volvió a encontrarse con Melmoth, quien le propuso un viaje a Polonia; aceptó el ofrecimiento y se fueron a Polonia. El clérigo contó entonces muchas historias extraordinarias del doctor Dee y de Albert Alasco, el polaco aventurero, los cuales les acompañaron por Inglaterra y Polonia… Y añadió que sabía que su compañero Melmoth era irremisiblemente aficionado al estudio de ese arte que abominan justamente todos «los que pronuncian el nombre del Señor». El poder del navío intelectual era demasiado grande para los estrechos mares por los que costeaba…, anhelaba zarpar en un viaje de descubrimiento…, en otras palabras, Melmoth se unió a esos impostores, o cosa peor, que le prometieron el conocimiento del futuro, y poderes para influir en él, imponiéndole una condición inconfesable —una extraña expresión ensombreció su rostro mientras hablaba. Se recobró el clérigo, y afiadió—: Desde ese momento, cesó nuestra relación. Desde entonces, le tuve por una persona entregada a desvaríos diabólicos, al poder del enemigo. Yo no había visto a Melmoth desde hacía años. Me disponía a abandonar Alemania cuando, el día antes de mi partida, recibí un mensaje de una persona que se anunció como amiga mía, y que, sintiéndose a punto de morir, deseaba la asistencia de un pastor protestante. Estábamos entonces en la diócesis de un obispo electo católico. Corrí sin pérdida de tiempo a auxiliar a dicha persona enferma. Cuando entré en su habitación, me quedé asombrado al descubrirla atestada de aparatos astrológicos, libros e instrumentos de una ciencia que yo no entendía; en un rincón había una cama, cerca de la cual no vi sacerdote ni médico, pariente ni amigo: en ella yacía la figura de Melmoth.

Me acerqué, y traté de dirigirle unas palabras de consuelo. Agitó la mano, indicándome que guardara silencio… y eso hice. El recuerdo de sus antiguas costumbres e investigaciones, y la visión de su presente estado, me produjeron un efecto de terror, más que de extrañeza. Ven —dijo Melmoth, hablando muy débilmente—, acércate más. Me estoy muriendo; tú sabes demasiado bien cómo ha transcurrido mi vida. El mío ha sido el gran pecado angélico: ¡el del orgullo y la presunción intelectual! Es el primer pecado mortal; ¡una ilimitada aspiración a dominar el saber prohibido! Ahora voy a morir. No pido ningún género de religión; no quiero oír palabras que no tienen ningún significado para mí, ¡ni deseo que lo tengan! Ahórrate tu expresión de horror. Te he mandado llamar para exigirte tu solemne promesa de que ocultarás a todo ser humano el hecho de mi muerte; no permitirás que nadie sepa que he muerto, ni cuándo, ni dónde.

Hablaba tan claro, y con gesto tan enérgico, que tuve el convencimiento de que no podía hallarse en el estado en que afirmaba estar; y dije: «Pero yo no creo que estés muriendo: tu entendimiento es claro, tu voz es fuerte, tus palabras coherentes, y si no fuera por la palidez de tu rostro, y el hecho de estar acostado en ese lecho, no podría imaginar siquiera que estuvieses enfermo». Él contestó: «¿Tienes paciencia y valor para esperar la prueba de que lo que digo es cierto?». Le contesté que por supuesto tenía paciencia; en cuanto a valor, esperaba que me lo diese el Ser por cuyo nombre sentía yo demasiado respeto para pronunciarlo en su presencia. Agradeció él mi aquiescencia con una pálida sonrisa que comprendí demasiado bien, y señaló el reloj que había al pie de su lecho. «Mira —dijo—: La manecilla señala las once, y me ves aparentemente sano; ¡espera una hora tan sólo, y me verás muerto!».

Me quedé junto a su cama; nuestros ojos estaban intensamente fijos en la lenta marcha del reloj. De vez en cuando decía algo, pero su fuerza parecía ahora menguar visiblemente. Insistió repetidamente en la necesidad de que guardase un profundo secreto, en la importancia que tenía para mí, y no obstante, insinuó la posibilidad de que tuviéramos un futuro encuentro. Le pregunté por qué creía conveniente confiarme un secreto cuya divulgación era tan peligrosa, y que era tan fácil de guardar. Ignorando yo si vivía, y dónde, podía haber ignorado igualmente el modo y el lugar de su muerte. No contestó a esto. Cuando la manecilla del reloj se acercó a las doce, se le demudó el semblante, sus ojos se volvieron opacos, su voz inarticulada, la mandíbula se le quedó colgando… y cesó su respiración. Le acerqué un espejo a los labios, pero no lo empañó aliento ninguno. Toqué su muñeca, pero no encontré su pulso. Le puse la mano sobre el corazón, y no sentí la menor vibración. Pocos minutos después, su cuerpo estaba totalmente frío. No abandoné la habitación hasta casi una hora después. Su cuerpo no dio signos de recobrar animación.

Desgraciadas circunstancias me retuvieron en el extranjero en contra de mi voluntad. Estuve en diversos países del continente, y en todas partes me llegaron referencias de que Melmoth estaba aún con vida. No di crédito alguno a estos rumores, y regresé a Inglaterra con la completa convicción de que había muerto.

Sin embargo, era Melmoth quien paseaba y hablaba con vos la noche de nuestro encuentro. Jamás me han atestiguado más fielmente mis ojos la presencia de un ser vivo. Era el mismísimo Melmoth, tal como le conocí hace muchos años, cuando mis cabellos eran negros y mis pasos firmes. Yo he cambiado, pero él está igual; el tiempo parece haberse abstenido de tocarle por terror. Por qué medios o poderes ha logrado perpetuar su póstuma y preternatural existencia, es cosa que no puedo imaginar, a menos que sea efectivamente cierto el rumor que le seguía por todo el continente. Elinor, impulsada por el miedo, y por una irreprimible curiosidad, inquirió acerca de ese rumor cuyo significado había anticipado su terrible experiencia. No tratéis de averiguar más —dijo el pastor—; ya sabéis más de lo que nunca ha llegado a averiguar oído humano alguno, ni a concebir la mente de ningún hombre. Basta con que el Poder Divino os haya permitido rechazar los asaltos del malo; la prueba ha sido terrible, pero el éxito será glorioso. Si persistiese el enemigo en sus intentos, recordad que ha sido rechazado ya en medio del horror de las mazmorras y el patíbulo, de los gritos del manicomio y las llamas de la Inquisición; hasta ahora, ha sido derrotado por un adversario a quien él considera el menos invencible de todos: las exhaustas energías de un corazón quebrantado.

Ha recorrido la tierra en busca de víctimas, «en busca de alguien a quien poder devorar», y no ha encontrado ninguna presa, ni aun donde podía buscarla con toda la codicia de su infernal expectación. Deponed vuestra gloria y corona de gozo, que aun el más débil de sus adversarios le ha rechazado con una fuerza que siempre anulará a la suya. […]

¿Quién es esa figura borrosa que sostiene con dificultad a un inválido extenuado, y parece necesitar a cada paso el apoyo que ella misma presta? Es Elinor, que aún conduce a John. Su sendero es el mismo, pero la época ha cambiado…, y ese cambio le parece a ella que ha afectado igualmente al mundo mental y al físico. Es una lúgubre tarde otoñal: el riachuelo discurre oscuro y turbio junto al sendero; el viento gime entre los árboles, y las hojas secas y descoloridas crujen bajo sus pies; su paseo carece del calor de la conversación humana, pues uno de ellos no piensa ya, ¡y raramente habla! Súbitamente, da muestras de que desea sentarse; se le consiente, y Elinor se acomoda junto a él en el tronco derribado de un árbol. Él inclina la cabeza sobre el pecho de ella, y Elinor siente con complacida sorpresa que unas lágrimas lo mojan por primera vez, desde hace muchos años; una suave pero consciente presión de su mano le parece indicio del despertar de su inteligencia; con contenida esperanza, le mira mientras él alza lentamente la cabeza, y clava en ella sus ojos…

¡Dios de todo consuelo, hay inteligencia en su mirada! ¡John le da las gracias con esa inefable mirada, por todos sus cuidados, por su largo y doloroso trabajo de amor! Sus labios están abiertos, pero largamente desacostumbrados a expresar sonidos humanos, realizan el esfuerzo con dificultad… Otra vez repite el esfuerzo, y fracasa; su intento le agota, sus ojos se cierran, su último suspiro apacible escapa sobre el pecho de la fidelidad y el amor…, y Elinor, poco después, a quienes rodeaban su lecho, decía que moría feliz, ¡ya que él la había reconocido nuevamente! Luego hizo al pastor una espantosa señal de despedida, que fue comprendida y contestada.