Capítulo XXX

She sat, and thought

Of what a sailor suffers.

COWPER.

La noticia que ocasionó la muerte a sir Roger, de la que puede decirse que le trasladó de este mundo al otro como una bendita eutanasia (especie de paso de acceso fácil y altísimo, de estrecha entrada, a un aposento espacioso y diáfano, sin notar el oscuro y abrupto umbral que hay en medio), fue señal y promesa, para esta antigua familia, de la restitución de sus descoloridos honores y menoscabadas posesiones. Concesiones, devolución de incautaciones, restitución de bienes muebles y ofrecimientos de pensiones, provisiones y remuneraciones, y todo lo que la gratitud real, en la efervescencia del entusiasmo, podía otorgar, llovió sobre la familia Mortimer tan deprisa, o más, de lo que cayeron sobre ella las incautaciones, confiscaciones y embargos durante el reinado del usurpador. De hecho, las palabras del rey Carlos a los Mortimer fueron como las de los monarcas orientales a sus favoritos:

—Pedid lo que queráis y os lo concederé, aunque sea la mitad de mi reino.

Los Mortimer pidieron sólo lo que era suyo; y siendo más razonables, en sus esperanzas y peticiones, que la mayoría de los peticionarios de esa época, consiguieron lo que solicitaban.

Así, Mrs. Margaret Mortimer (como se llamaba a las mujeres solteras en la época de este relato), fue reconocida otra vez como la rica y noble heredera del castillo. Le enviaron numerosas invitaciones para que acudiese a la corte, las cuales, aunque recomendadas por las cartas de diversas damas de la corte que eran amigas, tradicionalmente al menos, de su familia, y reforzadas por otra de puño y letra de Catalina de Braganza[68], en la que reconocía las obligaciones del rey para con la casa de los Mortimer, fueron firmemente rechazadas por la digna heredera de sus honores y su espíritu.

—De estas torres —le dijo a Mrs. Ann— partió mi abuelo al mando de sus vasallos y colonos en ayuda de su rey; a estas torres trajo a los que quedaron, cuando la causa real parecía perdida para siempre. Aquí vivió y murió por su soberano… y aquí viviré y moriré yo también. Pienso que prestaré un servicio más eficaz a su majestad residiendo en mis posesiones y protegiendo a mis colonos, incluso remendando con mi aguja —añadió con una sonrisa— los desgarrones infligidos a las banderas de nuestra casa por las balas del puritano, que si las hiciese ondear en mi carroza por Hyde Park, o me disfrazara con ellas toda la noche en el St. James,[69] aunque estuviera segura de que iba a tropezarme con la duquesa de Cleveland por un lado, y con Louise de Querouaille[70] por otro… Es un lugar mucho más apropiado para ellas que para mí.

Y tras esto, Mrs. Margaret prosiguió su labor de tapicería. Mrs. Ann la miró con ojos que equivalían a libros enteros; y la lágrima que tembló en ellos hizo más legibles sus líneas.

Tras la decidida negativa de Mrs. Margaret Mortimer a ir a Londres, la familia volvió a adoptar los antiguos hábitos de sus antecesores, de majestuosa regularidad y decorosa grandeza, de modo que se convirtió en una magnífica y bien ordenada casa, de la que era cabeza y presidenta una hermosa doncella. Pero esta regularidad carecía de severidad; y la monotonía, de apatía: el espíritu de estas mujeres de alto destino estaba demasiado acostumbrado a elevados cursos de pensamiento y a imágenes de nobles proezas para sumirse en la vacuidad o deprimirse en la soledad.

—Aún las veo —dijo el desconocido— tal como las vi una vez, sentadas en un inmenso aposento irregular, con revestimiento de roble rica y originalmente tallado, y tan negro como el ébano: Mrs. Ann Mortimer, en un hueco que terminaba en una antigua ventana cuyos cristales superiores estaban suntuosamente blasonados con las armas de los Mortimer y algunas legendarias proezas de los primeros héroes de la familia. Sobre sus rodillas descansaba un libro, que ella estimaba mucho;[71] en él tenía clavados atentamente los ojos: la luz que entraba por la ventana cuadriculaba las páginas de oscuras letras con matices de tan vivos y fantásticos colores que parecían las hojas de algún misal espléndidamente iluminado, con toda su pompa de oro, azul y bermellón.

A poca distancia estaban sentadas sus dos sobrinas, atareadas en sus labores, y descansando de vez en cuando su atención en la conversación, para la que tenían gran cantidad de temas. Hablaban del pobre al que habían visitado y socorrido, de las recompensas que habían distribuido entre los laboriosos y disciplinados, y de los libros que estaban estudiando, de los que se proveían en los bien repletos anaqueles de la biblioteca, donde había copiosos y nobles volúmenes.

Sir Roger había sido hombre de letras igual que de armas. Había oído decir a menudo que, después de una bien provista armería para tiempos de guerra, había que contar con una bien surtida biblioteca para los tiempos de paz, y aun en medio de las penalidades y privaciones, se las arreglaba cada año para añadir algún volumen a los que ya tenía.

Sus nietas, bien instruidas por él en las lenguas francesa y latina, habían leído a Mezeray, a Thuanus y a Sully. Tenían a Froissart en inglés, en la traducción en letra gótica de Pynson, impresa en 1525. En poesía, exclusivamente de clásicos, contaban principalmente con Waller, Donne y esa constelación de escritores que ilustraban el drama a finales del reinado de Isabel y comienzos del de Jacobo:

Marlowe, Massinger, Shirley, Ford, cum multis aliis. Las traducciones de Fairfax que las habían familiarizado con los poetas continentales; y sir Roger había consentido en admitir, entre su moderna colección, los poemas latinos (los únicos entonces publicados) de Milton, por mor de aquel In Quintum Novembris; porque sir Roger tenía a los católicos, después de los fanáticos, en la más completa abominación.

—Entonces se habrá condenado para toda la eternidad —dijo Aliaga—, lo cual es ya una satisfacción.

—De manera que su retiro no carecía de elegancia ni dejaba de estar acompañado de esas delicias a la vez confortantes y enaltecedoras que derivan de una juiciosa mezcla de útil ocupación y gusto literario.

Mrs. Ann Mortimer hacía vivos comentarios de cuanto leían o conversaban. Su conversación, rica en anécdotas y precisa hasta la minuciosidad, se elevaba a veces hasta los tonos más altos de la elocuencia, cuando relataba las «hazañas de antaño», alcanzando a menudo la sublimidad de la inspiración, mientras las reminiscencias de la religión apaciguaban y solemnizaban el espíritu con que hablaba, igual que el tiempo consagra los tintes que suaviza de las pinturas delicadas, y hace los colores que ha oscurecido más preciosos a los ojos del sentimiento y del gusto de lo que fueron en el esplendor de su temprana belleza… Su conversación era para sus sobrinas nietas a la vez historia y poesía.

Los acontecimientos de la historia inglesa entonces no consignados gozaban de una especie de conservación tradicional, si no tan fidedigna, más vívida que los archivos de los modernos historiadores, en la memoria de quienes habían sido agentes y víctimas (términos que probablemente son sinónimos) de esos períodos memorables.

Había una diversión entonces, desterrada por la moderna disipación actual, pero citada por el gran poeta de esa nación, a quien vuestra ortodoxia e innegable credo destinan justamente a la condenación eterna:

Sentados en las tediosas noches de invierno junto al Fuego,

[…]

y cuenta historias

De azarosos tiempos ya lejanos;

Y envían a sus llorosos oyentes a la cama,

[…]

Citábamos mil veces!

[…]

¡Cuán fielmente guarda su carga la memoria cuando se convierte así en depositaria del dolor!…, ¡y cuán superiores son los trazos del que pinta copiando de la vida, y del corazón, y de los sentidos, a los de los que mojan la pluma en el tintero y clavan sus ojos en un montón de pergaminos, para extraer de ellos sus verdades o sus sentimientos! Mrs. Ann Mortimer tenía mucho que contar, y lo contaba bien. Si se trataba de historia, podía relatar los acontecimientos de las guerras civiles…, los cuales, evidentemente, se asemejaban a los de todas las guerras civiles, aunque recibían una excepcional fuerza de carácter y un brillante colorido de la mano que los trazaba. Hablaba de la vez que cabalgaba detrás de su hermano, sir Roger, para reunirse con el rey en Shrewsbury; y casi repitió como un eco el grito que se profirió en las calles de esa ciudad legitimista, cuando la universidad de Oxford entregó su placa para que fuese fundida en moneda, en pro de las exigencias de la causa real. Contaba también, con gran humor, la anécdota de la reina Enriqueta al escapar con cierta dificultad de un incendio, la cual, cuando ya su vida corría peligro entre las llamas que la envolvían, retrocedió entre ellas… ¡para salvar a su perrito faldero!

Pero de todas estas anécdotas históricas, Mrs. Ann prefería las referentes a su propia familia. Se demoraba en la virtud y el valor de su hermano sir Roger con una unción cuyo bálsamo alcanzaba a sus oyentes; y hasta Elinor, pese a sus principios puritanos, lloraba al escucharlas y Mrs. Ann hablaba de la vez que el rey se albergó una noche en el castillo, bajo la sola protección de su madre y ella, a quienes confió el rey su honor y su desventura (ya que había llegado bajo disfraz) (sir Roger estaba ausente, participando en las batallas de Yorkshire), y contaba que su anciana madre, lady Mortimer, que entonces tenía setenta y cuatro años, tras extender su más rico manto de terciopelo forrado de piel como colcha para el lecho del perseguido soberano, corrió a la armería y, presentando a los pocos criados que la habían seguido con cuantas armas pudieron encontrar, les exhortó a defender a sangre y fuego, por amor a la señora, y por sus esperanzas de salvación eterna, a su real huésped; y contaba que un grupo de fanáticos, después de robar de una iglesia toda la plata e incendiar la vicaría contigua, embriagados por su éxito, habían sitiado el castillo, gritando que se les entregase al hombre, que había que descuartizarle ante el Señor en Gilgal…, y que lady Mortimer llamó a un joven oficial francés del cuerpo del príncipe Ruperto, quien, con sus hombres, se había alojado en el castillo por unos días; y que este joven, de diecisiete años tan sólo, había resistido dos desesperados ataques de los asaltantes, y las dos veces se había retirado cubierto con su propia sangre y la de sus enemigos, a quienes había tratado inútilmente de rechazar; y que lady Mortimer, viendo que todo estaba perdido, aconsejó al real fugitivo que escapase, facilitándole para tal efecto el mejor caballo que quedaba en los establos de sir Roger, mientras ella regresaba a la gran sala, cuyas ventanas saltaban destrozadas ahora por la balas de cañón que silbaban y pasaban por encima de su cabeza, y cuyas puertas sucumbían ante las barras de hierro y otros instrumentos que un herrero puritano, a la vez capellán y coronel de la facción, les había facilitado y enseñado a utilizar; y contaba cómo lady Mortimer cayó de rodillas ante el joven francés, y le exhortó a que resistiese hasta que el rey Carlos estuviese a salvo y libre y lejos de allí; y cómo el joven francés hizo todo cuanto un hombre podía hacer; y, finalmente, cuando el castillo, tras una hora de tenaz resistencia, cedió al asalto de los fanáticos, se tambaleó cubierto de sangre a los pies del gran sillón que esta anciana dama ocupaba inmóvil (paralizada por el terror y el agotamiento), y dejando caer la espada por primera vez, exclamó: ¡J’ai fait mon devoir!, y expiró a sus pies; y cómo su madre siguió sentada en la misma actitud rígida, mientras los fanáticos saqueaban el castillo, se bebían los vinos de la bodega, clavaban sus bayonetas en los cuadros de familia a los que llamaban los ídolos de los palacios, disparaban contra el enmaderado, y convertían a la mitad de las criadas según sus propios métodos, y al ver que su búsqueda del rey había sido infructuosa, y por el mero deseo de destrozar, estaban a punto de efectuar una descarga de artillería en el salón, cosa que lo habría hecho saltar en pedazos, mientras lady Mortimer seguía en su inmóvil silla… cuando, dándose cuenta de que la pieza de artillería apuntaba casualmente hacia la mismísima puerta por la que el rey Carlos había salido del salón, pareció recobrar de repente la memoria y, levantándose de un salto y colocándose ante la boca del cañón, exclamó: «¡Hacia ahí no! ¡No dispararéis hacia ahí!»; y dicho esto, cayó muerta al suelo. Cuando Mrs. Ann contaba estas y otras espeluznantes historias sobre la magnanimidad, lealtad y sufrimientos de sus ilustres mayores, en una voz que, alternativamente, se henchía de energía y temblaba de emoción, y señalaba, mientras las contaba, cada lugar donde habían sucedido…, sus jóvenes oyentes sentían un profundo estremecimiento en el corazón, un orgulloso aunque suave júbilo hasta ahora no experimentado por el lector de una historia escrita, aunque sus páginas sean tan auténticas como las más refrendadas por el cronista real de Madrid.

Tampoco estaba Mrs. Ann Mortimer menos preparada para compartir con interés sus estudios más ligeros. Cuando se trataba de la poesía de Waller, podía enumerar los encantos de su Sacharissa —lady Dorothea Sidney, hija dd conde de Leicester—, a quien conocía bien, compararlos con los de su Amoret, lady Sophia Murray[72]. Y al comparar las prendas de estas dos heroínas, hacía una descripción tan fiel de sus opuestos estilos de belleza, entraba tan minuciosamente en los detalles de sus vestidos y continentes, e insinuaba tan patéticamente, con un misterioso suspiro, que había una en aquel entonces en la corte, a la que Lucius, el valeroso, el ilustrado y el culto lord Falkland, había comentado que era muy superior a ambas, que sus oyentes sospecharon que se trataba de ella misma, y que había sido una de las más brillantes estrellas de esa galaxia cuyas apagadas glorias parpadeaban aún en su memoria… y que Mrs. Ann, en medio de su devoción y patriotismo, guardaba todavía un tierno recuerdo de las galanterías de esa corte donde había pasado su juventud, y, sobre la que la belleza, el magnífico gusto y la gaieté nacional de la malograda Enriqueta habían derramado una luz tan deslumbrante como efímera. Margaret y Elinor la escuchaban con igual interés, pero con muy diferentes sentimientos. Margaret, hermosa, alegre, arrogante y generosa, y parecida a su abuelo y a la hermana de éste tanto en el carácter como en el físico, podía haber seguido escuchando eternamente narraciones que, al tiempo que confirmaban sus principios, conferían una especie de santidad a los sentimientos que regían su corazón, y hacían de su entusiasmo una especie de virtud a sus ojos. Aristócrata en política, no concebía que la virtud pública pudiera elevarse más allá de un ferviente afecto por la casa de los Estuardo; en cuanto a su religión, jamás le había causado tribulación alguna: rigurosamente unida a la Iglesia anglicana, como lo fueron sus antecesores desde su instauración, tal adhesión incluía no sólo todas las gracias de la religión, sino todas las virtudes de la moral; y no concebía que pudiese haber majestuosidad en el soberano, lealtad en el súbdito, valor en el hombre o virtud en la mujer, a menos que se hallasen en el seno de la Iglesia anglicana. Estas cualidades, junto con otras que les son inherentes, las había imaginado siempre en coexistencia con la inquebrantable adhesión a la monarquía y al episcopado, y válidas sólo en los personajes heroicos de su estirpe cuyas vidas, e incluso sus muertes, proporcionaban un delicioso placer a la joven descendiente cuando las escuchaba… mientras que todas las cualidades opuestas, y cuanto el hombre puede odiar, o la mujer despreciar, se le habían representado como inscritos instintivamente en los partidarios de los republicanos y del presbiterianismo. Así, pues, sus sentimientos y sus principios, su poder de razonamiento y los hábitos de su vida, todo seguía un mismo cauce; y no sólo era incapaz de conceder un posible desvío de dicho cauce, sino que ni siquiera podía imaginar que hubiese otro para quienes creían en Dios, o reconocían algún tipo de poder humano. Dudaba tanto que pudiese venir bien alguno de ese Nazareth que ella execraba, como dudaría un antiguo geógrafo si alguien le hubiese enseñado América en un mapa clásico. Así era Margaret.

Elinor, por otra parte, se crió en medio de un clamor de perpetua disputa; porque la casa de la familia de su madre, donde pasó sus primeros años, era, según palabras del profano de aquellos tiempos, un almacén de escrúpulos en el que personajes piadosos de todas las filiaciones pronunciaban sus contradictorias conferencias; con lo que su espíritu despertó muy pronto a las diferencias de opinión y a la oposición de principios. Acostumbrada a oír estas diferencias y oposiciones, expresadas frecuentemente con la más irrefrenable violencia, jamás se había permitido como Margaret la espléndida aristocracia de la imaginación, que lo sacrificaba todo a ella, y hacía pagar tributo a la prosperidad y a la adversidad, por igual, al orgullo de su triunfo. Desde que fue admitida en la casa de su abuelo, el espíritu de Elinor se había vuelto más humilde y paciente, más dócil y abnegado. Obligada a oír desacreditar las opiniones por las que ella sentía afecto, y difamar a las personas que ella respetaba, permanecía sentada en reflexivo silencio; y equilibrando los dos extremos que estaba obligada a presenciar, llegó a la recta conclusión de que ambas partes debían de ser buenas, aunque estaban oscurecidas o deterioradas por la pasión y el interés, y de que sin duda había grandes y nobles cualidades en ambos partidos, donde tanta fuerza intelectual y energía física se había exhibido por ambos lados. No podía creer que estos claros y poderosos espíritus fuesen a permanecer eternamente opuestos en sus futuros destinos. Le gustaba considerarlos como hijos que habían «regañado por el camino», equivocando la dirección hacia la casa del padre, pero que se alegrarían juntos a la luz de su presencia, y se reirían de las diferencias que les habían separado durante el trayecto.

A pesar de la influencia de su temprana educación, Elinor había aprendido a apreciar las ventajas de su vida en el castillo de su abuelo. Le gustaba la literatura y la poesía. Poseía imaginación y entusiasmo, cualidades que encontraban la más hermosa satisfacción en medio del escenario pintoresco e histórico que rodeaba al castillo, las soberbias historias que se contaban entre sus muros, cuya confirmación parecía gritar cada piedra, y el heroico y caballeresco carácter de sus habitantes, con quienes parecían conversar los retratos de sus nobles antepasados, abandonando sus marcos suntuosos, cuando se contaban los relatos en presencia de ellos. Ésta era una atmósfera muy distinta de aquella en la que había pasado su niñez. Los sombríos y estrechos aposentos, exentos de todo ornamento, e incapaces de despertar otras asociaciones que las de un tenebroso futuro, los hábitos toscos, los rostros austeros, el lenguaje conminatorio y la furia polémica de sus moradores o invitados, imprimieron en ella un sentimiento que se reprochaba a sí misma, pero no suprimía; y aunque se mantenía rígidamente calvinista en su credo, y escuchaba siempre que podía los sermones de los pastores no conformistas, había adoptado en sus ocupaciones los gustos literarios, y en sus modales la grave cortesía que la convertían en descendiente de los Mortimer.

La belleza de Elinor, aunque de estilo totalmente distinto de la de su prima, era sin embargo de la más grande y delicada índole. La de Margaret era exuberante, pródiga y triunfal: a cada instante exhibía una gracia consciente, cada mirada exigía homenaje, y lo obtenía tan pronto como lo exigía. La de Elinor era pálida, contemplativa, conmovedora; tenía el cabello negro como el azabache, y los mil rizos con que, según la moda de la época, se lo trenzaba, parecían enroscados por la mano de la naturaleza: colgaban tan suaves y sombreados que parecían un velo ocultando el semblante de una monja, hasta que se los retiraba, y resplandecían entre ellos unos ojos de oscura y deslumbrante luz, como estrellas en medio de las sombras profundas del crepúsculo.

Llevaba el rico vestido que prescribía el gusto y los hábitos de Mrs. Ann, la cual jamás había descuidado, ni siquiera en las horas de extrema adversidad, lo que podría llamarse el rigor de su aristocrática indumentaria, y habría considerado poco menos que una profanación de la solemnidad haber acudido a sus oraciones, aunque se hubiesen celebrado (como le gustaba a ella decir) en el salón del castillo, menos ataviada de rasos y terciopelos, los cuales, como las antiguas armaduras, podrían haberse tenido en pie sin la ayuda de su humano habitante. Había una cadencia dócil y suave en las moduladas armonías de forma y movimientos de Elinor, una graciosa melancolía en su sonrisa, una trémula dulzura en su voz, una súplica en su mirada, de suerte que el corazón que se negaba a responder era incapaz de contener un hálito de vida en su interior. Ninguna cabeza de Rembrandt, en medio de sus contrastados lujos de luces y sombras, ninguna forma de Guido, revoloteando en exquisita y elocuente ondulación entre la tierra y el cielo, podrían haber competido con el matiz y naturaleza del semblante y la forma de Elinor. Sólo había una pincelada que añadir a la pintura de su belleza, y ésa no la daba la gracia física ni el encanto exterior. La recibía de un sentimiento tan puro como intenso, tan inconsciente como profundo. El fuego secreto que ardía en sus ojos con ese esplendor radiante, a la vez que confería palidez a sus jóvenes mejillas, que consumía su corazón al tiempo que la hacía imaginar que estrechaba en sus brazos a un joven querubín, como la desventurada reina de Virgilio…, ese fuego era un misterio incluso para ella misma: sabía que sentía, pero no sabía qué era lo que sentía.

Al principio de ser admitida en el castillo, y ser tratada con suficiente hauteur por su abuelo y la hermana de éste, que no podían olvidar la humilde condición y fanáticos principios de la familia de su padre, recordaba que, en medio de la apabullante grandeza y austera reserva de su recepción, su primo, John Sandal, fue el único que le habló con ternura o volvió hacia ella unos ojos que transmitían consuelo. Elinor le recordaba como el hermoso y dulce joven que había iluminado todas sus empresas, y había compartido todos sus esparcimientos.

A temprana edad, John Sandal había abrazado la carrera de la mar, y desde entonces no había vuelto a visitar el castillo. Con la Restauración, los recordados servicios de la familia Mortimer, y la nombrada fama del valor y habilidad del joven, habían granjeado a éste un puesto distinguido en la armada. La importancia de John Sandal aumentó ahora a los ojos de su familia, de la que al principio fue tan sólo un huésped tolerado; y hasta Mrs. Ann Mortimer comenzó a manifestar cierto deseo de tener noticias de su valiente sobrino John. Cuando hablaba así, la luz de los ojos de Elinor se posaba en su tía con un fulgor tan rico como el sol del verano en un paisaje de atardecer; pero sentía, al mismo tiempo, una opresión, una indefinible suspensión del pensamiento, de la palabra, casi del aliento, que sólo aliviaban las lágrimas que ella dejaba correr libremente, una vez que se retiraba de la presencia de su tía. No tardó este sentimiento en convertirse en otro de más profundo y agitado interés. Estalló la guerra con los holandeses, y el nombre del capitán John Sandal, a pesar de su juventud, pareció destacar entre los de los oficiales designados para ese memorable servicio.

Mrs. Ann, acostumbrada a oír los nombres de su familia unidos a las emocionantes noticias de las más heroicas proezas, sentía el júbilo de espíritu que experimentara en otro tiempo, junto con más felices asociaciones, y más venturosos augurios. Aunque de edad avanzada y muy menguadas fuerzas, se observó que durante las informaciones de la guetra, y mientras escuchaba relatos sobre el valor de su pariente y su rápido encumbramiento, su paso se hacía firme y elástico, su alta figura alcanzaba la estatura de su juventud, y un ligero rubor asomaba a veces a sus mejillas, con un matiz tan rico y encendido como cuando le murmuraron los primeros suspiros de amor sobre sus jóvenes rosas. La magnánima Margaret, que compartía el entusiasmo que fundía todo sentimiento personal en la gloria de su familia y de su país, oía hablar de los peligros a que se exponía su primo (al que apenas recordaba) con una arrogante confianza de que los afrontaría tal como ella misma habría hecho, de haber sido, como él, el último descendiente varón de la familia de los Mortimer. Elinor temblaba y lloraba… y cuando estaba sola, rezaba fervorosamente.

Se pudo observar, sin embargo, que el respetuoso interés con que hasta ahora había escuchado las leyendas de la familia, tan elocuentemente relatadas por Mrs. Ann, se había convertido ahora en una inquieta e insaciable ansiedad por escuchar las historias de los héroes marinos que habían enaltecido la historia de la familia. Felizmente, encontró en Mrs. Ann una narradora que tenía poca necesidad de hurgar en su memoria, y menos aún de recurrir a su inventiva, para trenzar espléndidas historias de aquellos cuyo hogar eran las profundidades, y cuyo campo de batalla era la inmensidad del océano. En medio de la galería tapizada de retratos familiares, señalaba el parecido de muchos intrépidos aventureros a quienes las noticias sobre las riquezas y aventuras del recién descubierto mundo habían incitado a forjar especulaciones a veces disparatadas y desastrosas, a veces prósperas hasta más allá de los dorados sueños de la codicia.

—¡Qué arriesgado!, ¡qué peligroso! —murmuraba Elinor, estremeciéndose.

Pero cuando Mrs. Ann contó la historia de su tío el especulador literario, el culto erudito, el valiente y esforzado de la familia, que había acompañado a sir Walter Raleigh en su catastrófica expedición y había muerto años más tarde de aflicción por la desastrosa muerte de éste, Elinor, con un estremecimiento de horror, se cogió al brazo de su tía, enfáticamente extendido hacia el retrato, y le suplicó que lo dejase. El decoro de la familia era tan grande que no pudo tomarse esta libertad sin pretextar una indisposición; así lo hizo puntual aunque débilmente, y Elinor se retiró a su aposento.

Desde febrero de 1665, a partir de la primera referencia a las empresas de De Ruyter, hasta el animado período en que se asignó al duque de York el mando de la flota real, todo fue ansiosa y expectante excitación, y elocuentes digresiones sobre las antiguas hazañas y vehementes esperanzas de nuevos honores, por parte de la heredera de los Mortimer y de Mrs. Ann, y de profunda y muda emoción por la de Elinor.

Llegó la hora, y se despachó un correo de Londres al castillo de Mortimer con noticias, en las que el rey Carlos, con esa espléndida cortesía que casi le redimía de sus vicios, se declaraba personalmente interesado, tanto más cuanto que a ello se añadían los honores de la leal familia, cuyos servicios apreciaba tan altamente. La victoria había sido completa, y el capitán John Sandal, según la frase que la afición del rey a las costumbres y lengua francesas comenzaba a hacer popular, «se había cubierto de gloria». En medio de lo más intrincado de la lucha, en una embarcación sin cubierta, había llevado un mensaje de lord Sandwich al duque de York bajo una lluvia de balas, cuando los oficiales más viejos se habían negado rotundamente a llevar a cabo tan peligrosa misión; y cuando, a su regreso, el barco de Opdam, el almirante holandés, saltó en pedazos, John Sandal se lanzó al mar, en medio del cráter de la explosión, para salvar a los náufragos medio ahogados y medio quemados que se agarraban a los fragmentos abrasados o se hundían en las hirvientes olas. Más tarde, cuando cumplía otra pavorosa misión, se había interpuesto entre el duque de York y la bala de cañón que hirió al conde de Falmouth, lord Muskerry y a Boyle, y cuando cayeron todos allí mismo, quitó con mano firme los sesos y cuajarones de sangre de que el duque de York estaba cubierto de pies a cabeza. Al acabar de leer esto Mrs. Ann Mortimer, con muchas pausas, debido a su vista debilitada por los años y emborronada por las lágrimas… y terminar, en fin, la larga y laboriosa lectura, exclamó:

—¡Es un héroe! Elinor susurró para sí, temblando: «¡Es un cristiano!».

Dado que los detalles de tal suceso marcaban una especie de época en una familia tan retirada, imaginativa y heroica como la de los Mortimer, el contenido de la carta firmada por la propia mano del rey fue leído una y otra vez. Se convirtió en tema de conversación durante sus comidas, y motivo de estudio y comentario cuando estaban solas. Margaret insistía mucho en la valentía de la acción, y medio imaginaba ver la tremenda explosión del barco de Opdam. Elinor se repetía: «¡Se lanzó en medio de las olas hirvientes para salvarles la vida a los hombres que había vencido!». Y transcurrieron meses, antes de que la brillante visión de la gloria, y de la agradecida realeza, palideciera en la imaginación de ellas; y cuando esto ocurrió, como en el caso de Micyllus, dejó miel en las pestañas de la soñadora.

A partir de la llegada de estas nuevas, se operó un cambio en los hábitos y costumbres de Elinor tan sorprendente que se convirtió en objeto de atención para todos salvo para ella misma. Su salud, su sueño y su imaginación fueron presa de indefinibles fantasías.

Las queridas escenas del pasado, las encantadoras visiones de su dorada niñez, parecían contrastar terrible e insensatamente en su imaginación con imágenes de matanzas y de sangre, de cubiertas de barco sembradas de cadáveres, y de un joven y terrible conquistador saltando a zancadas por encima, en medio de lluvias de balas y nubes de fuego. Sus mismos sentimientos vacilaban entre estas impresiones tan opuestas. Su razón no soportaba la súbita transición del sonriente y amable compañero de su niñez al héroe del agitado mar, de naciones y navíos incendiados, de ropas ensangrentadas, del fragor de la batalla y los gritos.

Permanecía sentada y, hasta donde su vagabunda fantasía se lo permitía, intentaba conciliar las imágenes de esos recordados ojos, cuyo fulgor se posaba en ella como el azul oscuro de un cielo de verano nadando en una luz mojada de rocío, con el destello que despedían los ojos febriles del conquistador, cuyo brillo era tan mortal como su espada. Le veía, tal como estuvo una vez sentado junto a ella, sonriendo como la primera mañana de primavera… y ella le sonreía a su vez.

El cuerpo delgado, los suaves y elásticos movimientos, el beso de la niñez que rozaba como el terciopelo y olía como el bálsamo, se transformaban súbitamente, en sus sueños (porque todos sus pensamientos eran sueños), en la espantosa figura de un ser empapado en sangre y salpicado de sesos y cuajarones. Y Elinor, medio gritando, exclamaba: «¿Es ése al que yo amaba?». Así, su mente, vacilando entre tan opuestos contrastes, comenzó a sentir que se soltaban sus amarras. Iba a la deriva de roca en roca, y cada una de ellas abría una nueva vía de agua.

Elinor renunció a sus habituales reuniones con la familia; se quedaba sentada todo el día y gran parte de la noche en su propio aposento. Se hallaba éste en una torre solitaria que sobresalía tanto de las murallas del castillo que tenía ventanas en tres lados. Allí se sentaba Elinor para recibir el viento, soplara de donde soplase, e imaginaba oír en sus gemidos los gritos de los marineros ahogándose. Ni la música de su laúd, ni la que Margaret pulsaba con dedo más fuerte y brillante, lograban sacarla de este melancólico abandono.

—¡Chisst! —decía a las dueñas que la asistían—. ¡Chisst! ¡Dejadme escuchar el viento! Hace flamear muchos estandartes de victoria… y suspira sobre muchas cabezas caídas.

Se asombraba de que alguien pudiese ser a la vez tan amable y tan feroz, temía que los hábitos de su vida hubiesen convertido al angel de su páramo en un bravo pero brutal hombre de mar, ajeno a los sentimientos que habían vuelto al hermoso muchacho tan indulgente con los errores de ella, tan propiciatorio entre ella y sus orgullosos parientes, tan servicial en todas sus distracciones, tan necesario para su misma existencia. Los acentos de esta vida de ensueño armonizaban pavorosamente, para Elinor, con el sonido del viento al chocar contra la torre del castillo, o al barrer los bosques, que gemían y se inclinaban bajo sus terribles visitas. Y esta vida recluida, este intenso sentimiento, este profundo y arraigado secreto de su callada pasión, guardaban quizá una espantosa e indescriptible relación con esa aberración de la mente, esa postración a la vez del corazón y el entendimiento, a la que vemos manifestar, según los agentes que son pulsados, «el gusto de la vida por la vida, o de la muerte por la muerte». Elinor tenía toda la intensidad de la pasión, combinada con toda la devoción de la religión; pero no sabía qué rumbo tomar, ni qué temporal seguir. Temblaba y retrocedía dudosa de su pilotaje, y dejaba el timón a merced de los vientos y las olas. Poca clemencia encuentran los que se abandonan a las tempestades del mundo de la mente: más les valdría hundirse de una vez en el tumulto de las tenebrosas aguas, durante su violento e invernal furor; así, llegarían pronto al cielo donde estarían a salvo.

Tal era el estado de Elinor, cuando la llegada de la que durante mucho tiempo había sido una extraña en la vecindad del castillo, causó honda sensación en sus habitantes.

La viuda Sandal, madre del joven marino, que hasta ahora había vivido en el anonimato en interés de la pequeña fortuna que sir Roger le legara (con la estricta condición de no visitar jamás el castillo), llegó súbitamente a Shrewsbury, que apenas distaba una milla de allí, y manifestó su intención de fijar allí su residencia.

El afecto de su hijo había derramado sobre ella, con la profusión del marino y el cariño del hijo, todas las recompensas por sus servicios… menos su gloria; y en relativa opulencia, y honrada y señalada como la madre del joven héroe que tanto había subido en el favor real, la sufrida viuda tomó su morada, otra vez, cerca del hogar de sus antepasados.

En esta época, cada paso que daba el miembro de una familia era objeto de ansiosa y solemne consulta por parte de los que se consideraban cabeza de ellos, y hubo una especie de capítulo en el castillo de Mortimer con motivo de este singular movimiento de la viuda de Sandal. El corazón de Elinor latió con violencia durante el debate; se sometió, no obstante, a la decisión final de que la severa sentencia de sir Roger no debía extenderse más allá de su muerte, y que una descendiente de la casa de los Mortimer no debía vivir jamás abandonada casi bajo la sombra de sus murallas. Así que se le rindió solemne visita, la cual fue gratamente acogida: hubo mucha cortesía estirada por parte de Mrs. Ann para con su sobrina (a la que llamó prima, según la antigua moda inglesa), y un debido grado de retrospectiva humildad y decoroso pesar por parte de la viuda. Se despidieron ablandadas, si no complacidas, la una con la otra, y la comunicación así abierta fue persistentemente mantenida por Elinor, cuyas semanales visitas de cumplido se convirtieron muy pronto en diarias visitas de interés y de hábito. El objeto de los pensamientos de ambas era tema de conversación de una sola; y como suele suceder, la que no decía nada era la que más sentía. Los detalles de las hazañas de él, la descripción de su persona, la afectuosa enumeración de las promesas de su niñez, y las gracias y dones de su juventud, eran aspectos peligrosos para la que escuchaba, a la que la sola mención de su nombre le producía una embriaguez de corazón de la que difícilmente se recobraba en horas.

No se observó que disminuyese la frecuencia de estas visitas cuando corrió el vago rumor, que la viuda pareció creer, más bien con esperanza que por probabilidad de que el capitán estaba a punto de visitar la vecindad del castillo. Una tarde de otoño, Elinor, que no había podido ir en todo el día a ver; su tía, se puso en camino acompañada sólo por su doncella y su criado. Había un sendero retirado a través del parque que daba acceso a una pequeña puerta en el límite cercano a donde vivía la viuda. Elinor, al llegar, se encontró cor que su tía había salido, y le informaron que había ido a pasar la tarde con una amiga de Shrewsbury. Elinor dudó un momento; luego, recordando que esta amiga era una grave y circunspecta viuda de uno de los caballeros de Cromwell, muy respetada, sin embargo, y conocida también de ellas, decidió ir allí. Y al entrar en el salón, que era espacioso, aunque oscuramente iluminado por un anticuado ventanal, se sorprendió al verlo concurrido por un número poco corriente de personas, algunas de las cuales estaban sentadas, aunque la mayoría se agrupaba en el amplio rincón del ventanal; y entre ellas, Elinor vio una figura que destacaba más por su estatura que por su actitud o pretensión: era la de un joven alto y delgado, de unos dieciocho años, con un hermoso niño en brazos, al que acariciaba con una ternura que parecía asociada más con el retrospectivo afecto del hermano que con la anticipada esperanza de la paternidad. La madre del niño, orgullosa de la atención que le dedicaban a su hijo, daba, sin embargo, las usuales excusas incrédulas de que la criatura molestaba.

—¡Molestarme! —dijo el joven, en un tono que hizo pensar a Elinor que era la primera vez que oía música—. ¡Oh, no!; si supierais cuánto me gustar los niños…, cuánto tiempo hacía que no había apretado uno contra mi pecho y cuánto tiempo pasará hasta que vuelva a tener otro en brazos… Y desviando la cabeza, la inclinó sobre el bebé. La estancia estaba muy oscura debido a las crecientes sombras del atardecer, aumentadas por el efecto del oscuro enmaderado de las paredes; pero en ese momento, la última claridad de la tarde otoñal, con todo su rico y difuso esplendor, entraba por el ventanal, derramando sobre cada objeto una luz dorada y purpúrea. El rincón de aposento en el que Elinor se había sentado permanecía en la más oscura sombra. Entonces vio distintamente la figura que su corazón pareció reconocer antes que sus sentidos. El pelo abundante, del más rico color castaño (su plumosa cima teñida por la luz parecía el halo de una cabeza gloriosa), colgaba según la moda de la época, en tirabuzones sobre el pecho, y medio ocultaba la cara del niño, que parecía anidado en él.

Su uniforme era de oficial de marina: espléndidamente adornado de encajes, y con la soberbia insignia de una orden extranjera, galardón de alguna intrépida proeza; y mientras el niño jugaba con estas cosas, y miraba luego hacia arriba como para descansar sus deslumbrados ojos en la sonrisa de su joven protector, Elinor pensó que nunca había contemplado la semejanza y el contraste tan conmovedoramente unidos: era como un cuadro de delicados matices, donde los colores están tan suavizados y combinados unos con otros, que el ojo no percibe transición alguna al pasar de una brillante tonalidad a otra, tan exquisita e imperceptible es la gradación; era como una delicada pieza musical, en la que el arte del modulador impide que nos demos cuenta de que pasa de una clave a otra, y tan suaves son los tonos intermedios de la armonía interpretada, que el oído no sabe dónde vaga, pero donde sea, siente que su camino es placentero. El fresco encanto del niño, casi asimilado a la belleza del joven acariciador, y contrastado sin embargo con el alto y heroico aire de su figura, y los adornos de su uniforme (que era deslumbrante), símbolos todos de hechos de peligro y de muerte, pareció a la imaginación de Elinor el ángel de la paz descansando en el pecho del valor, y susurrando que sus trabajos estaban hechos ya. La voz de la viuda la despertó de su arrobamiento.

—¡Sobrina, aquí está tu primo John Sandal! Elinor se sobresaltó, y recibió el saludo de su pariente, tan repentinamente presentado, con una emoción que, si la privó de las gracias corteses que debían haber embellecido su acogida al distinguido desconocido, le dio al menos otras más conmovedoras de timidez.

Se besaron según las formas que la época admitía, y hasta sancionaba (formas explotadas desde entonces); y cuando Elinor sintió la presión de unos labios tan rojos como los suyos, tembló al pensar que esos mismos labios habían dado la orden de ataque a seres sedientos de sangre, y que el brazo que la rodeaba tan tiernamente había apuntado armas mortales, con irresistible y terrible puntería, contra pechos que palpitaban con todas las fibras de los afectos humanos. Amaba a su joven pariente, pero tembló en los brazos del héroe.

John Sandal se sentó junto a ella, y a los pocos momentos la melodía de su voz, la amable facilidad de su actitud, los ojos que sonreían cuando los labios permanecían cerrados, y los labios cuya sonrisa era más elocuente en silencio que el lenguaje de los más resplandecientes ojos, le hicieron sentirse gradualmente feliz… Trató de conversar, pero se detuvo a escuchar; trató de alzar los ojos, pero se sintió desfallecer, como los adoradores del sol, bajo el resplandor que la miraba… y evitó mirar a los ojos que podían ver. Había una suave, alada, pero muy seductora luz en aquellos ojos azul intenso que descendían sobre ella, como la luna que flota sobre un hermoso paisaje. Y había una fresca y elocuente ternura en los acentos de su voz, que ella había esperado oír sonar como el trueno que desarmaban y dulcificaban las palabras casi hasta el regalo. Elinor, sentada, absorbía el veneno por cada conducto de sus sentidos: por el oído, y los ojos, y el tacto, pues su pariente, con una perdonable, y para ella imperceptible libertad, le había tomado la mano mientras le hablaba. Y habló mucho, pero no de guerra ni de sangre, escenarios donde él había destacado tanto, ni de hechos cuya simple alusión habría despertado interés y dignidad; sino de su regreso a la familia, del placer que sentía de volver a ver a su madre y de las esperanzas que abrigaba de no ser una visita indeseada en el castillo. Preguntó por Margaret con afectuosa seriedad, y por Mrs. Ann con respetuosa circunspección; y al mencionar los nombres de sus parientas, hablaba como alguien cuyo corazón llegaba antes que sus pasos y era capaz de hacer de cualquier lugar donde descansara un hogar para sí y para los demás. Elinor podía haber seguido escuchándole eternamente. Los nombres de los parientes que ella amaba y veneraba sonaban en su oído como una música, pero lo avanzado de la noche le advirtió de la necesidad de regresar al castillo, donde se observaban los horarios escrupulosamente; y cuando John Sandal se ofreció a acompañarla, no encontró ya motivo para demorarse más.

Había parecido que estaba oscura la habitación mientras permanecieron sentados, pero la luz del crepúsculo era aún rica y purpúrea en el cielo cuando salieron camino del castillo.

Elinor tomó el sendero del parque y, absorta en sus nuevos sentimientos, fue insensible por primera vez a la belleza del bosque, a la vez sombría y resplandeciente, suavizada por los matices de un colorido otoñal, y gloriosa con la luz del atardecer… hasta que atrajeron su atención las exclamaciones de su compañero, quien parecía extasiado ante lo que contemplaba. Esta sensibilidad ante la naturaleza, este nuevo y reciente sentimiento para percibir la belleza, en alguien a quien ella creía endurecido por las escenas de lucha y terror, a quien su imaginación había pintado como más apto para cruzar los Alpes, que para complacerse en la Campania… la conmovieron hondamente. Trató de contestar, pero no pudo…; recordó cómo su viva sensibilidad le permitía expresar más certeramente la admiración que los demás manifestaban, y se maravilló de su propio silencio, ya que ignoraba su causa.

Ya cerca del castillo, el paisaje se hizo sublime hasta más allá de la imaginación del pintor cuyos ojos hayan soñado en una puesta de sol en climas extraños. El inmenso edificio se hallaba envuelto en sombras; todos sus variados y fuertemente destacados perfiles de torres y pináculos, atalayas y almenas, se fundían en una densa y sombría masa. Aún se veían las distantes colinas, con sus cimas cónicas, claramente recortadas en el oscuro azul del cielo, y sus picos retenían un matiz purpúreo tan brillante y hermoso que parecía como si la luz desease demorarse allí, y al marcharse, hubiese dejado ese tinte como promesa de un glorioso amanecer. Los bosques que rodeaban el castillo se alzaban negros y con una apariencia tan sólida como la propia mole del edificio. A veces, temblaba como un resplandor de oro por encima del frondoso follaje de sus cimas; por último, a través de un claro que se abría entre los negros y corpulentos troncos de los árboles, penetró una última oleada de rica y esplendorosa luz, convirtió cada hoja de hierba en una fugaz esmeralda, se detuvo un momento ante su hermosa obra, y desapareció. El efecto fue tan instantáneo, brillante y evanescente, que Elinor apenas tuvo tiempo de proferir una exclamación, al extender el brazo hacia donde la luz había caído tan viva y fugazmente. Alzó los ojos hacia su compañero, con esa conciencia plena de perfecta simpatía que hace que las palabras parezcan torpes, comparadas con el oro puro de la mirada. Su compañero lo había visto también. No dejó escapar exclamación alguna, ni señaló con el dedo: sonrió, y su semblante fue como el de un ángel. Pareció reflejar y responder al último adiós del día, como si dos amigos se despidiesen sonriéndose mutuamente. No fueron sólo sus labios los que sonrieron: los ojos, las mejillas, cada rasgo participó de esa esplendorosa luz que irradió de su semblante, y todo contribuyó a la combinación de esa armonía para la mirada, que con tanta frecuencia es deliciosamente perceptible, como la combinación de las más exquisitas voces con la más perfecta modulación lo es para el oído. La sonrisa, y el escenario donde fue expresa quedaron grabados en el corazón de Elinor hasta la última hora de su existencia mortal. Anunciaba a la vez un espíritu que, como la antigua estatua, respondía a cada rayo de luz que incidía en ella con una voz de melodía, y combinaba el triunfo de las glorias de la naturaleza con las profundas y tiernas dicha del corazón. No hablaron más durante el resto del trayecto, pero hubo más elocuencia en su silencio que en muchos discursos. […]

Casi se había hecho de noche antes de que llegaran al castillo. Mrs. Ann recibió a su distinguido pariente con altiva cordialidad, y un afecto mezclad de orgullo. Margaret dio la bienvenida más bien al héroe que al pariente; John, tras las ceremonias de salutación, se volvió a descansar en la sonrisa d Elinor. Habían llegado precisamente en el momento en que el capellán iba leer las oraciones de la tarde: práctica tan estrictamente arraigada en el castillo que ni aun la llegada de un extraño interfirió en su observación.

Elinor estuvo atenta a este momento con especial solicitud; sus convicciones religiosas eran profundas, y, en medio de toda la vívida exhibición, por parte del joven héroe de sus más dulces afectos, y las más puras sensibilidades por las que nuestra desdichada existencia puede encarecerse o embellecerse, temía ella todavía que tuviese que andar mucho la religión —compañera de pensamientos hondos y hábitos solemnes—, antes de encontrar cobijo en el corazón de un marino. La última duda se disipó de su mente al ver la intensa pero muda devoción con que John tomó parte en el rito de la familia. Hay algo muy noble en la visión de la devoción masculina. Ver esa forma eminente, que jamás ha inclinado la cabeza ante hombre alguno, humillarse hasta el suelo ante Dios, contemplar las rodillas, cuyas articulaciones son como el diamante bajo la influencia de la fuerza mortal o de la amenaza, tan flexibles como las de un niño en presencia del Todopoderoso, ver las manos entrelazadas y levantadas, escuchar el fervoroso aliento, sentir el sonido del alma mortal al arrastrarse por el suelo junto al arrodillado guerrero…, éstas son cosas que conmueven a un tiempo los sentidos y el corazón, y sugieren la espantosa y patética imagen de toda la energía física postrada ante el poder de la Divinidad. Elinor lo contempló incluso hasta el punto de olvidarse de sus propias devociones; y cuando sus blancas manos, que parecían no haber empuñado jamás arma alguna de destrucción, se entrelazaron con devoción, y una de ellas se alzó ocasionalmente para apartar los ondulados rizos que ocultaban su rostro, Elinor creyó que contemplaba a la vez la fuerza angélica y la angélica pureza.

Al concluir el servicio, Mrs. Ann, tras repetir su solemne bienvenida a su sobrino, no pudo por menos de expresar su satisfacción por la devoción que había mostrado; pero mezcló, en esas palabras, una especie de incredulidad acerca de que los hombres acostumbrados a la lucha y al peligro pudiesen albergar sentimientos religiosos. John Sandal inclinó la cabeza ante las palabras elogiosas de Mrs. Ann, y descansando una mano sobre su espadín, y apartando con la otra los espesos rizos de su abundante cabello, se puso firme ante ella con la actitud del héroe y el cuerpo del adolescente. Un rubor se extendió por su joven semblante, al decir en un tono a la vez trémulo y vehemente:

—Querida tía, acusáis de olvidar la protección del Todopoderoso a los que más la necesitan. «Los que descienden a la mar en naves, los que navegan por las inmensas aguas», son los que más derecho tienen a sentir, en su hora de peligro, que «el viento y la tormenta llenan su palabra». Un hombre de mar sin creencia ni esperanza en Dios es peor que un hombre de mar sin cartas ni piloto.

Mientras hablaba, con esa trémula elocuencia que hace sentir la convicción casi antes de oírla, Mrs. Ann le tendió su seca pero todavía nívea mano para que la besase.

Margaret le presentó la suya también, como una heroína a un caballero feudal; y Elinor se volvió y lloró embargada por una deliciosa congoja[…]

Cuando estamos decididos a descubrir la perfección en una persona, tenemos siempre el convencimiento de que lo vamos a conseguir. Pero Elinor necesitaba poca ayuda del lápiz de la imaginación para colorear el objeto que se había impreso con trazo imborrable en su corazón. El carácter y la naturaleza de su pariente se revelaban poco a poco, o más bien iban aflorando merced a causas externas y accidentales; pues una timidez casi femenina le impedía siempre hablar mucho, y cuando lo hacía, el último tema que tocaba era el de sí mismo. Se abría como una flor: los suaves y sedosos pétalos se desplegaban imperceptiblemente ante los ojos, y los colores se iban haciendo más intensos cada día, y más rico su perfume, hasta que Elinor se sintió deslumbrada por su esplendor y embriagada por su fragancia. Este deseo de descubrir excelencias en la persona que amamos, y de identificar la estima y la pasión en la unión de la belleza moral y la gracia física, es una prueba de que el amor es de muy ennoblecedora índole; de que, si bien la corriente se puede enturbiar por múltiples causas, el manantial al menos es puro; y de que el corazón capaz de sentirlo intensamente posee una energía que puede un día ser recompensada por un objeto más brillante y un fuego más sagrado que los que la tierra haya podido producir (y la naturaleza encender) jamás. […]

Desde la llegada de su hijo, la viuda Sandal revelaba un notable grado de ansiedad, y una especie de inquieta precaución frente a algún invisible mal. Ahora frecuentaba asiduamente el castillo. No podía ser ciega al creciente afecto de John y Elinor, y su único pensamiento era cómo evitar su unión, la cual podía afectar al interés del primero, y a la propia importancia de sí misma.

Había logrado enterarse por medios indirectos del testamento de Sil Roger; y empeñó toda la fuerza de una mente que poseía más habilidad que fuerza, y de un temperamento que tenía más pasión que energía, en realizar las esperanzas que el documento sugería.

El testamento de sir Roger era extraño por demás. Privado de su hija Sandal, y del hijo más joven, padre de Elinor, por los lazos que ambos habían contraído, parecía que su deseo más vehemente era unir a sus descendientes, e invertir la fortuna y la posición de la casa de los Mortimer en la última de sus representantes.

Por tanto, había legado sus inmensas posesiones a su nieta Margaret, en caso de que se casara con su pariente John Sandal; pero si John se casaba con Elinor, éste sólo percibiría la fortuna que le correspondía a ella, de 5000 libras. Pero si se daba el caso de que Sandal no llegara a casarse con ninguna de sus primas, la parte más grande de las propiedades iría a parar a un pariente lejano que llevaba el apellido de Mortimer.

Mrs. Ann Mortimer, previendo el efecto que esta oposición entre el interés y el afecto podía producir en la familia, había guardado en secreto el contenido del testamento…, aunque Mrs. Sandall había descubierto por medio de los criados del castillo, y su mente lucubraba febrilmente en torno a este descubrimiento. Era una mujer demasiado familiarizada con la necesidad y las privaciones para temer otros males que la continuación de éstas, y demasiado ambiciosa de las recordadas distinciones de su temprana vida, para no recurrir a lo que fuese con tal de recobrarlas. Sentía unos celos personales y femeninos de la altiva Mrs. Ann y de la noble y hermosa Margaret que eran irreconciliables; y rondaba por las murallas del castillo como el espectro que gime pidiendo que se le admita de nuevo en el lugar del que ha sido arrojado, y pena y no ceja hasta ver cumplida su reincorporación.

Si unimos a todos estos sentimientos la inquietud de la ambición material por su hijo, que podía encumbrarse a una noble herencia o hundirse en una relativa mediocridad según su elección, podemos inferir fácilmente el resultado; y la viuda Sandal, una vez decidida a seguir hasta el fin, sintió pocos escrúpulos en cuanto a los medios. La necesidad y la envidia le habían despertado un insaciable apetito por recobrar los esplendores de su antigua posición; y la falsa religión le había enseñado cada sombra y penumbra de la hipocresía, cada bajeza del artificio, cada sesgo de la insinuación. En su variada vida había conocido el bien, y había elegido el mal; y ahora estaba decidida a interponer un obstáculo insalvable en esa unión. […]

Mrs. Ann se preciaba aún de tener bien guardado el testamento secreto de sir Roger. Veía el intenso y expuesto sentimiento que John y Elinor parecían sentir el uno por el otro; y, con un ánimo debido en parte a su magnanimidad, y en parte a la novelería (porque Mrs. Ann había sido muy aficionada a los romances caballerescos de su época), había esperado con satisfacción que la felicidad de esta unión se viese muy poco turbada por la pérdida del señorío, las tierras, los inmensos beneficios y los antiguos títulos de la familia de los Mortimer.

Aunque estimaba muchísimo tales distinciones, caras a toda noble mentalidad, más aún estimaba la unión de dos corazones fervientes y espíritus gemelos que, pasando por encima de las doradas manzanas que hallaban sembradas a su paso, avanzaban con inquebrantable ardor hacia el premio de la felicidad.

Se fijó el día de la boda de John y Elinor: se confeccionaron los trajes nupciales, fueron invitados los numerosos y nobles amigos, se decoró el salón del castillo, sonaron las campanas de la iglesia parroquial con alegres y musicales repiques, y los criados, vestidos con casaca azul, aderezaron solícitos y adornaron los recipientes de bebida destinados a ser vaciados y llenados frecuentemente por los numerosos invitados sedientos. La propia Mrs. Ann sacó con sus manos, de un gran cofre de ébano, un vestido de raso y terciopelo que había llevado en la corte de Jacobo I, durante la boda de la princesa Isabel con el príncipe palatino, con el que se casó, y al que, para utilizar la frase de un escritor contemporáneo, «embridó tan bien, y le sentó a ella tan maravillosamente»; de manera que Mrs. Ann, mientras se vestía, creyó tener ante sí la espléndida visión de la real esposa flotando otra vez ante sus debilitados ojos en oscuro aunque esplendoroso fausto. La heredera iba también espléndidamente ataviada, aunque se observó que sus frescas mejillas estaban más pálidas incluso que las de la novia, y la sonrisa que lució toda la mañana reflejaba una falta de alegría, y parecía más el esfuerzo de una determinación que la expresión de la felicidad. La viuda Sandal delataba una considerable agitación, y abandonó el castillo a hora temprana. El novio aún no había aparecido, y la concurrencia, tras esperar en vano durante algún tiempo, se dirigió a la iglesia, donde suponían que les estaría esperando impaciente.

La cabalgata fue magnífica y numerosa: la dignidad e importancia de la familia de los Mortimer había atraído a todos los que aspiraban a la distinción de ser presentados; y era tal el esplendor feudal que asistía a las nupcias de una familia linajuda que los parientes, aunque lejanos en sangre o en residencia, acudían desde sesenta millas a la redonda; y así, «esa memorable mañana estaba presente una hueste de amigos suntuosamente ataviados y asistidos».

La mayoría de la concurrencia, incluidas las mujeres, iba montada a caballo, cosa que, al tiempo que hacía parecer mayor el número de los que desfilaban, acrecentaba la tumultuosa magnificencia de la comitiva. Iban algunos vehículos pesados, mal llamados coches, de aspecto indeciblemente incómodo, pero suntuosamente dorados y pintados, cuyos cupidos de las portezuelas habían sido restaurados para esta ocasión. Dos nobles subieron a la novia a su palafrén; Margaret cabalgaba junto a ella galantemente acompañada, y Mrs. Ann, que vio otra vez cómo nobles caballeros competían por su ajada mano y ajustaban las riendas de seda de su caballo, sintió revivir las ya descoloridas glorias de su familia, y encabezó el pomposo cortejo con tanta dignidad de porte, y tanto esplendor de belleza marchita, a la vez distinguida e irresistible, como si aún participase en la brillante marcha nupcial de la princesa palatina. Llegaron a la iglesia; la novia, los parientes, la espléndida compañía, el ministro…, todos menos el novio estaban allí. Hubo un largo y penoso silencio. Varios caballeros de la comitiva partieron rápidamente a caballo en todas las direcciones en que consideraron probable encontrarle; el pastor se quedó junto al altar, hasta que, cansado de estar de pie, se retiró. La multitud de los pueblos vecinos, junto con los numerosos asistentes, llenaba el patio de la iglesia. Sus aclamaciones eran incesantes; el calor y el alboroto se hicieron insoportables, y Elinor pidió que se le permitiese retirarse unos momentos a la sacristía.

Había una ventana que daba a la carretera, y Mrs. Ann ayudó a la novia a acercarse a ella con paso vacilante, tratando de aflojarse la toca y el velo de costoso encaje. Al asomarse Elinor a la ventana, oyó el tronar de pezuñas de un caballo a todo galope por el camino. Miró maquinalmente: el jinete era John Sandal; éste lanzó una mirada de horror hacia la pálida novia; y clavando profundamente sus espuelas, desapareció en un instante. […]

Un año después de este suceso, se vio pasear, o más bien vagar, dos figuras en la vecindad de una pequeña aldea de una remota región de Yorkshire. El paraje era pintoresco y atrayente; pero estas figuras paseaban en medio del escenario como seres que, si aún tenían ojos para la naturaleza, habían perdido el corazón para ella. La pálida y delgada forma, joven y, no obstante, marchita, cuyos oscuros ojos emiten luz en un rostro frío y blanco como el de una estatua, y cuyos encantos juveniles parecen haber sido arrebatados, como los del lirio que florece demasiado pronto en primavera y es destruido por la escarcha de la traicionera estación cuyos susurros lo habían invitado primero a germinar: es Elinor Mortimer; y la figura que camina junto a ella, tan tiesa y rectangular que parece como si su movimiento fuese regulado por un mecanismo, cuyos ojos penetrantes, dirigidos tan derechamente hacia delante que no ven, ni los árboles de la derecha ni el páramo de la izquierda, ni el cielo de arriba ni la tierra de abajo, ni otra cosa sino una confusa visión de mística teología ante ellos, cabalmente reflejada en su fría luz contemplativa, es la puritana hermana soltera de su madre, con quien ha ido a fijar su residencia. Su vestido está ordenado con tanta precisión como si un matemático hubiera calculado los ángulos de cada pliegue; cada alfiler sabe cuál es su sitio, y cumple con su deber, las trenzas enroscadas en sus oídos no permiten a un solo cabello flotar sobre su estrecha frente, y su amplia capucha, ajustada a la manera de las piadosas hermanas que salieron a caballo al encuentro de Prynne a su regreso de la picota confiere una sombra aún más impenetrable a su rígido semblante; un lacayo de desdichado aspecto va detrás de ella cargado con una enorme Biblia, tal como recordaba ella haber visto a lady Lambert y lady Desborough dirigirse a sus oraciones, asistidas por sus pajes, mientras ella seguía orgullosamente su marcha, distinguida como la hermana de ese hombre piadoso y poderoso del evangélio llamado Sandal. Desde el día de sus frustradas nupcias, Elinor, con ese sentimiento ofendido de orgullo virginal que ni aun la angustia de su corazón destrozado podía extinguir, había experimentado una indecible ansiedad por abandonar el escenario de su afrenta y desventura. En vano se opusieron su tía y Margaret, quienes, horrorizadas ante el suceso de esas desastrosas nupcias, y completamente ignorantes de la causa, le habían suplicado, con toda la energía del afecto, que fijase su residencia en el castillo, dentro de cuyas murallas prometieron no consentir jamás que volviese a poner los pies el que la había abandonado. Elinor respondió a las apasionadas insistencias tan sólo con anhelantes y afectuosas presiones de su frías manos, y con lágrimas que temblaban en sus pestañas, sin fuerza para caer.

—¡Te quedarás con nosotras! —dijo la amable y noble Margaret—; ¡no irás a dejarnos! Y apretó las manos de su prima con ese afecto cordial que es una bienvenida tanto para el corazón como para el hogar de la anfitriona.

—Queridísima prima —dijo Elinor, contestando por primera vez a esta afectuosa súplica con débil y desmayada sonrisa—, tengo tantos enemigos entre estos muros que no puedo enfrentarme a ellos sin poner en peligro mi vida.

—¡Enemigos! —repitió Margaret.

—Sí, querida prima: no hay lugar que él haya visitado, ni paisaje que haya contemplado, ni eco que haya repetido el sonido de su voz, que no lance sus dardos contra mi corazón; y quienes desean que yo viva no deberían ver con agrado que siga encerrada aquí. Ante la vehemente congoja con que pronunció estas palabras, Margaret no pudo replicar de otra manera que con sus lágrimas; y Elinor emprendió el viaje a casa de la hermana de su madre, una rígida puritana que residía en Yorkshire.

Cuando se dio al coche orden de ponerse en marcha, Mrs. Ann, ayudada por sus criadas, salió al puente levadizo a despedir a su sobrina con solemne y afectuosa cortesía. Margaret lloró desconsoladamente, Y de manera audible, asomada a una ventana, y agitó la mano a Elinor. Su tía no derramó una sola lágrima hasta que no estuvo lejos de la presencia de las criadas; pero cuando todo hubo terminado, «entró en su cámara, y allí lloró».

Cuando el coche se hallaba ya a unas millas del castillo, salió detrás un criado montado en un veloz caballo, a todo galope, para llevarle a Elinor su laúd, que se dejaba olvidado. Se lo tendió; y tras contemplado unos momentos con una expresión en la que el recuerdo luchó con el dolor, ordenó que al punto le rompiesen las cuerdas, y prosiguió el viaje.

El retiro en el que se recluyó Elinor no le trajo la tranquilidad que ella esperaba. Así es como el cambio de lugar nos defrauda siempre con la atormentadora esperanza de consuelo, mientras seguimos agitándonos en el lecho febril de la vida.

Iba con la débil esperanza de sentir despertar sus sentimientos religiosos… de unirse, en medio de la soledad y el desierto donde lo había conocido por primera vez, con el esposo divino, que jamás la dejaría como la había dejado el mortal. Pero no lo encontró allí; ya no oyó la voz de Dios en el jardín, quizá porque su sensibilidad religiosa había disminuido, o porque aquellos de quienes había recibido ella la impresión no tenían el poder de renovarla, o porque el corazón, agotado en su persecución de un objeto mortal, no ve repuestas sus fuerzas tan pronto para volverse hacia la imagen de celestial beneficencia, y cambiar en un instante lo visible por lo invisible, lo sentido y presente por lo futuro y desconocido.

Elinor regresó a casa de la familia de su madre con la esperanza de renovar sus antiguas imágenes, pero encontró sólo las palabras que habían transmitido esas ideas, y en vano buscó a su alrededor las impresiones que una vez habían sugerido. Cuando llegamos, así, a comprender que todo —incluso los más solemnes asuntos— ha sido ilusión y que el mundo futuro parece abandonarnos juntamente con el presente, y que nuestro corazón, con todas sus traiciones, no nos ha engañado más que lo hicieron las falsas impresiones que hemos recibido de nuestros instructores religiosos, somos como la deidad del cuadro del gran artista italiano, que tiende una mano hacia el sol y otra hacia la luna, pero no toca ninguno de los dos astros. Elinor había imaginado o esperado que las palabras de su tía le harían revivir sus habituales asociaciones; pero se vio decepcionada. Es cierto que no ahorraba esfuerzo alguno; cuando Elinor deseaba leer algo, le facilitaba solícitamente la Confesión de Westminster o el Histriomastrix de Prynne; o, si quería páginas más ligeras —algo de las «Belles lettres» del puritanismo—, le dejaba la Guerra Santa de John Bunyan o la vida de Badman. Si cerraba el libro desesperada ante la insensibilidad de su corazón, se la invitaba a alguna piadosa conferencia, donde los ministros no conformistas, que habían sido extinguidos, según la expresión de moda, el día de san Bartolomé,[73] se reunían para dar el precioso mensaje en sazón a la dispersa grey del Señor. Elinor se arrodillaba y lloraba también en esas reuniones; pero, mientras que su cuerpo estaba prosternado ante la deidad, sus lágrimas fluían por aquel al que no se atrevía a nombrar. Cuando, embargada por una incontrolable agonía, buscaba, como José, dónde llorar libremente sin que la viesen, corría al angosto jardín que rodeaba la casa de su tía y allí se desahogaba, era seguida por la callada y apacible figura, a razón de una pulgada por minuto, que iba a ofrecerle la recién publicada y difícilmente conseguida obra de Marshal sobre la santificación.

Elinor, demasiado acostumbrada a esa fatal excitación del corazón que convierte las demás emociones en algo tan borroso y tenue como el aire del cielo para quien ha inhalado la poderosa embriaguez de los más fuertes perfumes, se preguntaba cómo este ser tan ensimismado, frío y extramundano podía soportar la inmóvil existencia de ella.

Elinor se levantaba a la misma hora, rezaba a la misma hora, recibía a la misma hora las piadosas amistades que la visitaban, cuya existencia era tan monótona y apática como la suya propia; ya la misma hora cenaba, y a la misma hora volvía a rezar y se retiraba…, aunque rezaba sin unción, comía sin apetito y se retiraba a descansar sin el menor deseo de dormir. Su vida era puro mecanismo; pero la máquina estaba tan bien montada que parecía tener cierta callada conciencia y sombría satisfacción en sus movimientos.

Elinor luchaba en vano por renovar esta vida de fría mediocridad; lo deseaba como el que, en el desierto de Mrica, moribundo de sed, desearía por un momento ser habitante de Laponia y beber en las nieves eternas, aunque en ese instante se preguntase cómo podían vivir tales hombres en la NIEVE. Veía a un ser de inteligencia muy inferior a ella, de sentimientos que apenas merecían ese nombre, tranquilo, y se sorprendía de ser desdichada. ¡Ay!, no sabía que los que carecen de corazón y de imaginación son los únicos que tienen derecho a las satisfacciones de la vida, y los que las disfrutan. Una fría e indolente mediocridad en sus ocupaciones o en sus distracciones es cuanto necesitan; el placer para ellos no tiene otro significado que la supresión del sufrimiento actual, y el dolor no implica otra idea que la de la inmediata imposición del sufrimiento corporal, o de la calamidad externa: la fuente de dolor o de placer no se encuentra jamás en el corazón, mientras que quienes poseen sentimientos más profundos apenas los buscan en otra parte. Tanto peor para ellos; limitarse a cubrir las necesidades, ya quedarse satisfecho cuando tal provisión se ha cumplido, es quizá condición de la vida humana; más allá de eso, todo es sueño de locura, o agonía de desengaño.

Mucho mejor es el día lóbrego y tenebroso del invierno, cuya oscuridad, si bien no mengua nunca, tampoco aumenta (y en el que alzamos unos ojos indiferentes en los que no hay temor de futuros y aumentados terrores), que la gloriosa fiereza del día de verano, cuyo sol se pone entre púrpura y oro mientras, jadeando bajo sus últimos rayos, vemos congregarse las nubes en las crecientes sombras de oriente, y observamos la marcha de los ejércitos del cielo, cuyos truenos van a turbar nuestro descanso, y cuyos relámpagos pueden reducimos a cenizas. […]

Elinor luchaba denodadamente con su destino: la fuerza de su intelecto se había desarrollado considerablemente durante su estancia en el castillo de Mortimer, y también allí se habían desplegado las energías de su corazón. ¡Qué terrible es el conflicto de un entendimiento superior y un corazón ardiente con la total mediocridad de las personas y las circunstancias con los que generalmente se ve obligado a convivir! Los arietes embisten contra sacos de lana, los rayos se precipitan sobre el hielo donde chisporrotean y se extinguen. Cuanta más fuerza desarrollamos, más nos paraliza la debilidad de nuestros enemigos… ¡Y nuestra misma energía se convierte en nuestro peor enemigo, al luchar en vano contra la fortaleza inexpugnable de la total vacuidad! En vano asaltamos a un adversario que ni conoce nuestro lenguaje ni emplea nuestras armas. Elinor abandonó; sin embargo, siguió luchando con sus propios sentimientos; y quizá el conflicto que ahora mantenía era el más difícil de todos. Había recibido sus primeras impresiones bajo el techo de su tía puritana, y, verdaderas o no, habían sido tan vívidas que estaba deseosa de revivirlas. Cuando se priva al corazón de su primogénito, no hay nada que no intente adoptar. Elinor recordaba una escena muy conmovedora ocurrida en su niñez, bajo el techo donde ahora vivía. Un viejo pastor no conformista, una especie de san Juan por la santidad de su vida y la sencillez de sus costumbres, fue detenido por las autoridades mientras dirigía unas palabras de consuelo a unos cuantos miembros de la grey que se había reunido en casa de su tía.

El anciano había suplicado al poder civil que le dejase un momento; y los oficiales, en un inusitado esfuerzo de tolerancia o de humanidad, accedieron.

Volviéndose hacia su asamblea, que, en el tumulto de la detención, había seguido de rodillas y sólo había dejado la súplica de sus rezos con su pastor para suplicar por él, les citó ese hermoso pasaje del profeta Malaquías en que parece dar tan delicioso aliento a la comunidad espiritual de los cristianos: «Entonces quienes temen al Señor habláronse unos a otros, y el Señor puso atención y oyó», etc. Mientras hablaba, unas manos rudas se lo llevaron, y murió poco después en prisión.

En la joven imaginación de Elinor, dicha escena se hallaba impresa de modo indeleble. En medio de la magnificencia del castillo de Mortimer, jamás se le había borrado ni oscurecido, y ahora trataba de encariñarse con las palabras y la escena que tan hondamente conmovió su corazón infantil.

Decidida en su propósito, no ahorró esfuerzo para excitar esta reminiscencia de religión: era su último recurso. Como la mujer de Phineas, luchaba por conservar la herencia del alma, aunque le llamaba Ichabod…, y comprendía que la gloria se había perdido. Elinor fue a su estrecho aposento, se sentó en la misma silla que ocupara el venerable anciano cuando le sacaron de allí, y su partida le pareció como la ascensión de un profeta. Entonces, se habría cogido ella a los pliegues de su manto, y se habría elevado con él, aunque su vuelo le hubiese llevado a la cárcel y a la muerte. Repitiendo sus últimas palabras, trató de producir el mismo efecto que una vez produjeron en su corazón, y lloró con indecible agonía al ver que esas palabras no tenían ya ningún significado para ella.

Cuando la vida y la pasión nos han rechazado de ese modo, los pasos que estamos obligados a desandar del camino ya hecho son diez mil veces más torturantes y penosos que los que hemos dado para recorrerlo. La esperanza sostenía entonces nuestras manos a cada paso que avanzábamos. El remordimiento y el desencanto nos azotan después la espalda, y cada paso está teñido de lágrimas o de sangre; y bueno será para el peregrino que esa sangre provenga del corazón, porque entonces… su peregrinar acabará antes. […]

A veces Elinor, que no había olvidado ni el lenguaje ni los hábitos de su primera existencia, hablaba de un modo que alentaba las esperanzas de su puritana tía de que, según expresión de la época, «la raíz de la materia estuviese en ella»; y cuando la vieja dama confiando en su retorno a la ortodoxia, discutía larga y documentalmente sobre la elección y perseverancia de los santos, la oyente la sobresaltaba con la irrupción de unos sentimientos que a su tía le parecían más bien desvaríos de endemoniado que lenguaje de un ser humano; especialmente en alguien que desde su juventud conocía las Escrituras. Decía:

—Querida tía, no soy insensible a lo que decís; desde niña (y gracias os doy por vuestros desvelos) he conocido las Sagradas Escrituras. Y he sentido el poder de la religión.

Después, he experimentado todos los goces de una existencia intelectual.

Rodeada de esplendor, he conversado con espíritus abiertos… he visto todo cuanto la vida puede enseñarme, he vivido con el humilde y con el rico, con los piadosos en su pobreza y con los mundanos en su grandeza, he bebido hondamente de la copa que ambos modos de existencia han acercado a mis labios, y os juro ahora que un instante de corazón, un sueño como el que una vez soñé (y del que creí que no volvería a despertar jamás), vale por toda la vida que el mundano desperdicia en este mundo y el embaucador reserva para el venidero.

—¡Infeliz desventurada! ¡Te has descarriado para siempre! —exclamó la aterrada calvinista alzando las manos.

—¡Callad, callad! —dijo Elinor con esa dignidad que sólo confiere el dolor—; si es verdad que he dedicado a un amor terrenal lo que sólo a Dios se debe, ¿no es cierto mi castigo en un estado futuro? ¿No ha comenzado ya aquí? ¿No pueden ahorrarse todos los reproches, cuando sufrimos más de lo que la enemistad humana puede desearnos?, cuando nuestra misma existencia es para nosotros un reproche más amargo que lo que la maldad puede expresar —mientras hablaba, se enjugó una fría lágrima de su consumida mejilla y añadió—: ¡Mi desventura es más honda que mi gemido! Otras veces parecía escuchar los discursos de los predicadores puritanos (pues todos los que frecuentaban la casa eran predicadores) con aparente atención; luego, alejándose de ellos sin otra convicción que la de la desesperación, exclamaba con impaciencia:

—¡Todos los hombres son embusteros! Así ocurre con quienes quieren efectuar una transición repentina de un mundo al otro: es imposible; entre el desierto y la tierra de promisión se interponen eternamente las frías aguas, y podemos esperar tanto pisar sin dolor el umbral que media entre la vida y la muerte, como cruzar el intervalo que separa dos modos de existencia tan distintos como los de la pasión y la religión sin las indecibles luchas del alma, sin gemidos que no pueden expresarse.

No tardó en venir a sumarse a estas luchas algo más. Las cartas en esa época circulaban muy despacio, y se escribían tan sólo en ocasiones importantes. En un corto período de tiempo, Elinor recibió dos, por intermedio de un correo del castillo de Mortimer, escritas por su prima Margaret. La primera anunciaba la llegada de John Sandal al castillo; la segunda, el fallecimiento de Mrs. Ann; las postdatas de las dos contenían ciertas misteriosas alusiones a la interrupción de la boda, en las que se insinuaba que la causa la conocían sólo la que escribía, Sandal y la madre de éste, y súplicas de que regresase al castillo y participase del amor fraternal con que Margaret y John Sandal la acogerían. Se le cayeron las cartas de las manos al leerlas…; no había dejado nunca de pensar en John Sandal, pero tampoco había dejado de desear no pensar…, y su nombre, ahora, le causó un dolor que no era capaz de expresar ni reprimir, y profirió un grito involuntario que pareció como si se rompiese la última cuerda del exquisito y demasiado templado instrumento del corazón humano.

Se quedó pensando sobre la noticia de la muerte de Mrs. Ann, con ese sentimiento que experimenta el joven aventurero cuando ve zarpar una noble nave en viaje de descubierta, y desea, mientras permanece en el puerto, hallarse ya en la costa de su destino, y haber saboreado el descanso y participado de sus tesoros.

La muerte de Mrs. Ann no había desmerecido respecto de la magnanimidad y heroicos sentimientos que habían marcado cada hora de su existencia mortal: había tomado partido por la rechazada Elinor, y había jurado en la capilla del castillo de Mortimer, mientras Margaret permanecía de rodillas junto a ella, no admitir jamás entre sus muros al que abandonó a la prometida.

Una oscura tarde otoñal, se hallaba Mrs. Ann absorta leyendo, con su vista gastada pero sus sentimientos íntegros, algunas cartas manuscritas de lady Russell, descansando los ojos de vez en cuando en el texto de los Hechos y fiestas de la Iglesia anglicana, de Nelson, cuando le anunciaron que un caballero (los criados sabían muy bien el encanto que ese calificativo producía en los oídos de la vieja legitimista) había cruzado el puente levadizo, había entrado en el salón, y venía al aposento donde ella se encontraba.

—Dejadle pasar —fue la respuesta; y levantándose de su silla (tan alta y amplia que al hacerlo para recibir al desconocido con cortesana acogida, su cuerpo pareció un espectro surgiendo de su antiguo túmulo), se quedó de pie frente a la entrada… y por esa puerta apareció John Sandal.

Mrs. Ann dio un paso; pero sus ojos, brillantes y agudos, le reconocieron inmediatamente.

—¡Fuera!, ¡fuera! —exclamó la solemne anciana, haciendo con su seca mano gesto de que se fuese—. ¡Fuera!, ¡no profanéis este suelo con un paso más! —Escuchadme un momento, señora; permitidme que os hable, aunque sea de rodillas. Rindo homenaje a vuestro rango y parentesco; ¡pero no lo interpretéis como un reconocimiento de culpa por mi parte! Ante este gesto, el rostro de Mrs. Ann sufrió una ligera contracción, un breve espasmo de benevolencia.

—Levantaos, señor —dijo—, y decid lo que tengáis que decir; pero decidlo desde la puerta, cuyo umbral sois indigno de cruzar.

John Sandal se levantó, y señaló instintivamente, al hacerlo, el retrato de sir Roger Mortimer, a quien se parecía de manera sorprendente. Mrs. Anrl comprendió la apelación; avanzó unos pasos por el piso de roble, se detuvo de pronto, y señalando el retrato con una dignidad que ningún pincel sería capaz de plasmar, pareció considerar su gesto una respuesta igualmente válida y elocuente.

Decía: ¡Aquel cuya semejanza señalas, y de quien pides protección, no ha deshonrado jamás estos muros con un acto de bajeza y de cruel traición! ¡Traidor! ¡Mira su retrato! Su expresión tenía algo de sublime; un instante después, un violento espasmo contrajo su rostro. Intentó hablar, pero sus labios no la obedecieron ya; parecieron decir algo, pero ni ella misma lo pudo oír. Permaneció de pie frente a John Sandal con esa rígida e inmóvil actitud que dice:

«¡No arriesgues otro paso… no ofendas los retratos de tus antepasados… no injuries a su representante viva con tu intrusión!». Y dicho esto (pues su actitud hablaba), un espasmo más violento aún contrajo su semblante. Trató de moverse; la misma rígida contracción se extendió a sus miembros; y alzando su brazo conminatorio, como desafiando a la vez la proximidad de la muerte y la del rechazado pariente, se desplomó a sus pies. […]

No sobrevivió mucho a la entrevista, ni recobró el uso de la palabra. Su poderoso intelecto, sin embargo, siguió incólume; y hasta el final expresó, gesticulando de manera inteligible, su decisión de no querer oír explicación alguna de la conducta de Sandal. Así que dicha explicación fue dirigida a Margaret, quien, aunque se sintió consternada y afectada ante la primera revelación, después pareció aceptarla totalmente.[…] Poco después de recibir estas cartas, Elinor tomó una repentina pero quizá no extraña resolución: decidió ir inmediatamente al castillo de Mortimer. No era la monotonía de su vida marchita, el αδιωτοσ βιοσ en que vivía en casa de su puritana tía; no era el deseo de gozar del majestuoso y espléndido ceremonial del castillo de Mortimer, que tanto contrastaba con la economía y el monástico rigor de la casa de Yorkshire; ni siquiera era el deseo de ese cambio de lugar que siempre nos halaga con el cambio de circunstancias, como si no llevásemos nuestro propio corazón a donde vamos, y no estuviésemos seguros de que la úlcera innata y corrosiva ha de ser nuestra compañera desde el Polo al Ecuador.

No era esto; sino el susurro apenas oído, aunque sí creído (exactamente en la medida en que era inaudible e increíble), que le murmuraba desde el fondo de su crédulo corazón: «Ve… y quizá…».

Emprendió Elinor su viaje, y tras llevarlo a término con menos dificultades de lo que se puede imaginar, considerando el estado de los caminos y los medios de viajar en el año 1667 más o menos, llegó a las proximidades del castillo de Mortimer. Era un escenario de recuerdos para ella; su corazón latió audiblemente al detenerse el coche ante una puerta gótica, desde la que arrancaba un camino entre dos filas de altos olmos.

Descendió, y a la petición del criado que la seguía de que le permitiese mostrarle el camino, ya que el sendero estaba invadido de raíces y oscuro por el crepúsculo, respondió sólo con lágrimas. Le indicó con la mano que se fuese, y emprendió la marcha a pie y sola. Recordó, desde el fondo de su alma, cómo cruzó una vez, a solas con John Sandal, esta misma arboleda; cómo su sonrisa había derramado sobre el paisaje una luz más rica que la sonrisa purpúrea del día agonizante. Pensó en aquella sonrisa, y se demoró para captar los ricos y ardientes tonos que la pálida luz arrojaba sobre los troncos multicolores de los viejos árboles. Los árboles estaban allí… y la luz también; pero la sonrisa de él, la sonrisa que entonces eclipsó al sol, ¡ya no estaba!

Avanzó sola; la avenida de corpulentos árboles conservaba todavía su magnífica profundidad de sombras, y el suntuoso colorido de los troncos y las hojas. Buscó en ellos el que percibió una vez; sólo Dios y la naturaleza tienen idea de la agonía con que les pedimos el objeto que sabemos que una vez estuvo consagrado a nuestros corazones, y que ahora les pedimos en vano. ¡Dios nos lo retiene… y la naturaleza nos lo niega! Cuando Elinor, con paso tembloroso, se acercó al castillo, vio el escudo de armas que Margaret había ordenado colocar sobre la torre principal, en honor a su tía abuela, desde su fallecimiento, con el mismo heráldico decoro que si se hubiese extinguido el último varón de la familia de los Mortimer. Elinor alzó los ojos, y fueron muchos los pensamientos que se agolparon en su corazón. Era una persona —se dijo— cuyo pensamiento estaba siempre puesto en recuerdos gloriosos, en las más exaltadas acciones de la humanidad o en sublimes meditaciones sobre lo eterno. Su noble corazón cobijó siempre a dos ilustres huéspedes: el amor a Dios y el amor a su patria.

Permanecieron en ella hasta el final, pues su morada era digna de ambos; y cuando la abandonaron, el alma encontró que la mansión ya no era habitable: ¡huyó con sus gloriosos huéspedes al cielo! Mi corazón traidor ha abierto sus puertas a otro huésped; y ¿cómo ha correspondido a su hospitalidad? ¡Dejando la mansión en ruinas! Y hablando consigo misma de este modo, llegó a la entrada del castillo.

En el vasto salón, fue recibida por Margaret Mortimer con un abrazo de arraigado afecto, y por John Sandal, que avanzó, después de concluido el primer entusiasmo del encuentro, con esa serena y fraternal benevolencia de la que… nada cabía esperar. La misma celestial sonrisa, el mismo apretón de manos, la misma tierna y casi femenina expresión de ansiedad por su seguridad. La propia Margaret, que debía de haber sentido, y sabía, los peligros del largo viaje, no se interesó con tantos detalles, ni pareció simpatizar tan vívidamente con ellos, ni, cuando hubo terminado de contar ella la historia de la fatiga y el viaje, pareció apremiar la necesidad de que se retirara pronto a descansar, con la solicitud con que lo hizo John Sandal. Elinor, débil y con la respiración anhelante, cogió las manos de los dos, y con un movimiento involuntario, las juntó apretándolas fuertemente. La viuda Sandal estaba presente: se mostró sumamente desasosegada ante la aparición de Elinor; pero cuando presenció este espontáneo y sorprendente gesto, se la vio sonreír.

Poco después, Elinor se retiró al aposento que antiguamente ocupara. Por afectuosa y delicada previsión de Margaret, habían cambiado todo el mobiliario: no quedaba nada que le recordase sus tiempos antiguos, salvo su corazón. Estuvo sentada un rato reflexionando sobre la acogida que le habían dispensado, y se apagó la esperanza en su corazón al pensarlo. La más fuerte expresión de aversión o de desdén no habría sido tan desesperanzadora.

Es cierto que las más violentas pasiones pueden convertirse en sus extremos opuestos en un tiempo increíblemente breve, y por los medios más imprevisibles.

En el reducido espacio de un día, pueden abrazarse los enemigos, y odiarse los amantes; pero en el transcurso de siglos, la pura complacencia y la cordial benevolencia no pueden exaltarse jamás hasta la pasión. La desventurada Elinor percibió esto mismo; y al percibirlo, comprendió que todo estaba perdido.

Desde ese momento, y durante muchos días, tendría que soportar la tortura del complaciente y fraternal afecto del hombre que amaba…, y quizá no se haya soportado jamás suplicio más penetrante. Sentir que las manos por las que suspiramos aprietan nuestros corazones, y que tocan las nuestras con fría y pétrea tranquilidad; ver que los ojos, por cuya luz vivimos, nos dirigen un frío pero sonriente destello que ilumina pero no fertiliza el abrasado y sediento terreno del corazón; oír que nos dirigen palabras corrientes de afectuosa cortesía en los tonos de la más deliciosa suavidad; buscar en estas expresiones un significado ulterior, y no encontrarlo. ¡Esto… esto es una agonía que sólo los que la han sentido pueden concebir!

Elinor, con un esfuerzo que costó a su corazón muchos dolores, se sumó a los hábitos de la casa, considerablemente modificados desde la muerte de Mrs. Ann. Los numerosos pretendientes de la rica y noble heredera frecuentaban ahora el castillo; y, según la costumbre de la época, eran suntuosamente hospedados e invitados a prolongar su estancia con infinidad de banquetes.

En estas ocasiones, John Sandal era el primero en prestar distinguida atención a Elinor. Bailaba con ella; y aunque la educación puritana había inculcado a Elinor una aversión hacia «esos compases del diablo», como su familia solía calificarlos, trató de adaptarse a los alegres pasos de las danzas canarias,[74] y los majestuosos movimientos de las Medidas (los bailes más nuevos no habían llegado al castillo de Mortimer, ni aun por referencias); y su frágil y graciosa figura no necesitó de otra inspiración que el apoyo de los brazos de John Sandal (que era un exquisito bailarín) para asumir todas las gracias de ese delicioso ejercicio. Hasta los hábiles cortesanos la aplaudían. Pero cuando todo terminaba, Elinor se daba cuenta de que si John Sandal hubiese estado danzando con el ser más indiferente para él de la tierra, su actitud habría sido la misma. Nadie podía indicarle con más sonriente gracia sus ligeros errores de movimiento, nadie podía acompañarla a su asiento con más tierna y solícita cortesía, ni agitar sobre ella el enorme abanico de aquella época con más galante y asidua atención. Pero Elinor sabía que estas atenciones, aunque halagadoras, no eran ofrecidas por un enamorado. […]

Una tarde Sandal se ausentó para visitar a cierto noble de la vecindad, y Margaret y Elinor se quedaron solas. Cada una se sentía igualmente deseosa de tener una explicación, aunque a ninguna parecía apetecerle iniciarla. Elinor había permanecido hasta el crepúsculo junto a la ventana, desde la que había visto salir a caballo a John Sandal. Se demoró hasta que le perdió de vista, esforzando los ojos para divisarle entre las nubes cada vez más abundantes, mientras su imaginación luchaba aún por captar un destello de esa luz del corazón que ahora se debatía oscuramente entre brumas de tenebroso e impenetrable misterio.

—¡Elinor —dijo Margaret con energía—, no le busques más… nunca podrá ser tuyo! La súbita interpelación y el imperativo tono de convicción hicieron en Elinor el efecto de que provenía de un admonitor sobrenatural. Fue incapaz de preguntar siquiera cómo había conseguido averiguar la terrible conclusión a la que había llegado ella tan decisivamente.

Hay un estado mental en el que escuchamos a la voz humana como si fuese un oráculo, y en vez de pedir una explicación del destino que anuncia, aguardamos sumisamente lo que falta por decir. En esta disposición de ánimo se apartó Elinor de la ventana, y preguntó con una voz de temerosa calma:

—¿Se ha explicado él completamente ante ti? —Completamente.

—¿Y no cabe esperar nada más? —Nada más.

—¿Se lo has oído decir a él… a él en persona? —Sí, y, querida Elinor, no quisiera que hablásemos nunca más de este asunto.

—¡Nunca! —repitió Elinor—. ¡Nunca! La sinceridad y dignidad del carácter de Margaret eran garantía inviolable de que decía la verdad; y quizá fue ésa la verdadera razón por la que Elinor trató de eludir su convencimiento. En un morboso estado del corazón, no podemos soportar la verdad; la falsedad que nos embriaga por un instante vale más que la verdad que nos desencantaría para siempre. Le odio porque me dice la verdad; es la expresión natural del espíritu humano, desde el del esclavo del poder al del esclavo de la pasión. […]

Y descubría, también, a cada momento, otros síntomas que no podían escapar ni a la observación de los más superficiales. Esa devoción inequívoca de los ojos y el corazón, del lenguaje y las miradas, iba dirigida claramente a Margaret. Elinor, no obstante, siguió en el castillo; y se decía a sí misma, mientras veía y sentía pasar los días.

«Quizá». Ésa es la última palabra en abandonar los labios de los que aman. […]

Elinor veía con sus ojos, y sentía hasta el fondo de su alma, el afecto creciente entre John Sandal y Margaret; sin embargo, aún pensaba en interponer obstáculos… en una explicación. Cuando la pasión se ve privada de su alimento apropiado, no se sabe de qué se alimentará, en qué imposibilidades, como una guarnición hambrienta buscará su miserable sustento.

Elinor había cesado de pedir el corazón del ser al que se había consagrado.

Ahora vivía de sus miradas. Se decía: «Que sonría, aunque no sea a mí, y aún seré feliz; allí donde caiga el sol, la tierra será venturosa». Luego rebajó aún más sus pretensiones. Se dijo:

«Dejadme sólo estar en su presencia: eso me bastará; que dedique sus sonrisas y su alma a otra; algún destello perdido me llegará, ¡y será suficiente para mí!».

El amor es un sentimiento muy noble y exaltado en su primer germen y principio.

Nunca amamos sin adornar al objeto con todas las glorias de la perfección tanto moral como física, y sin obtener una especie de dignidad por nuestra capacidad de admirar a una criatura tan excelente y digna; pero esta, profusa y espléndida prodigalidad de la imaginación supone a menudo una ruina para el corazón. El amor, en su edad de hierro del desencanto, se convierte en algo muy degradado; se conforma con satisfacciones meramente exteriores: una mirada, un roce de la mano, aunque sean accidentales, una palabra amable, aunque sea pronunciada casi inconscientemente, bastan para su humilde existencia. En su primer estadio, es como el hombre antes de la caída, aspirando los perfumes del paraíso y gozando de la comunión con Dios; en el segundo, es como el mismo ser luchando entre las zarzas y los cardos, apenas suficientes para mantener una escuálida existencia sin alegría, sin utilidad, sin encanto. […]

En ese tiempo, su tía puritana hizo un esfuerzo por recobrar a Elinor y sacarla de las redes del enemigo. Escribió una larga carta (enorme esfuerzo para una mujer de tan avanzada edad, que nunca había tenido el hábito de la composición epistolar) suplicando a su apóstata sobrina que regresase a la que había sido guía de su juventud, y a la alianza de su Dios; que buscase protección en sus tiernos brazos mientras estaban extendidos para ella, y que corriese a la ciudad de refugio mientras sus puertas permanecían abiertas para recibirla. La seguía apremiando con la verdad, el poder y la bendición de la doctrina de Calvino, que ella calificaba de evangelio. Y lo sostenía y defendía con todo el saber bíblico que poseía, que no era escaso. Y le recordaba afectuosamente que la mano que trazaba estas líneas no sería capaz de repetir tal admonición, y que probablemente se estaría convirtiendo en polvo mientras ella leía dichas líneas.

Elinor lloró al leer la carta; pero eso fue todo. Lloró por emoción física, no por convicción mental; no hay mayor dureza de corazón que la causada por la pasión que parece suavizarlo. Sin embargo, contestó a la carta, y el esfuerzo le costó poco menos que a su decrépita y moribunda parienta. Reconoció que había abandonado todo sentimiento religioso, y lo deploraba, tanto más (añadía con doliente sinceridad) cuanto que siento que mi pesar no es sincero. ¡Oh, Dios mío! —proseguía—, tú que has dotado a mi corazón de tan ardientes energías, Tú que le has concedido capacidad para un amor tan intenso, tan firme, tan concentrado… no se lo has concedido en vano. No; en algún mundo más feliz, o quizá incluso en éste, cuando «esta tiranía haya pasado», llenarás mi corazón con una imagen más digna que la del que un día creí que era tu imagen en la tierra. No ha encendido en vano el Todopoderoso las estrellas, aunque su luz nos parezca tan confusa y distante. Su glorioso centelleo arde para iluminar otros mundos remotos y más felices; y quizá se reavive en mí la luz de la religión, que tan débilmente alumbra los ojos casi ciegos por las lágrimas terrenas, cuando mi corazón quebrantado sea mi pasaporte para el descanso eterno. […]

No me creáis, querida tía, despojada de toda esperanza de religión, aunque haya perdido todo sentimiento de ella. ¿No dijeron labios infalibles a una pecadora que sus pecados le eran perdonados porque había amado mucho? ¿Y no prueba esa capacidad de amor que un día se llenará más dignamente, y se empleará de modo más venturoso? […]

¡Qué desdichada soy! En este momento me pregunta una voz desde el fondo de mi corazón: ¿A quién has amado tanto? ¿A un hombre, o a Dios, para atreverte a compararte a la que se postró y lloró, no ante un ídolo mortal, sino a los pies de una divinidad encarnada? […]

Puede, no obstante, que el arca que vaga flotante en la inmensidad de las aguas encuentre un lugar donde descansar, y el tembloroso ocupante desembarque en las playas de un mundo ignorado, pero más puro. […]