Capítulo XXIX

Χαλεπον δε το φιλησαι

Χαλεπον το μη φιλησαι

Χαλεπωτερον δε παντων

αποτνγχανειν φιλθντα.

ANACREONTE

Don Francisco cabalgó casi todo ese día. Hacía buen tiempo, y los grandes parasoles que sus criados sostenían de vez en cuando por encima de él, mientras cabalgaba, hicieron el viaje soportable. Debido a su larga ausencia de España, le resultaba desconocido el itinerario, por lo que se vio obligado a fiar en un guía; y siendo la fidelidad del guía español tan proverbial y digna de confianza como la púnica, hacia el atardecer se encontró don Francisco exactamente donde la princesa Micomicona, de la novela de su compatriota, descubrió a don Quijote:

«En medio de un laberinto de rocas». Inmediatamente despachó a sus criados en diversas direcciones para que averiguasen qué camino debían seguir. El guía galopaba detrás todo lo deprisa que su cansada mula podía; y don Francisco, mirando en torno suyo, tras larga tardanza de sus criados, se encontró completamente solo. Ni el tiempo ni el paraje invitaban a levantar el ánimo. La tarde era bastante brumosa, muy distinta del breve y brillante crepúsculo que precede a las noches de los favorecidos climas del sur. De vez en cuando caían espesos chaparrones… no de manera incesante, sino como descargas de nubes pasajeras que se sucedían unas a otras a cortos intervalos. Dichas nubes se iban haciendo más negras y profundas por momentos, y colgaban en fantásticos festones sobre las rocosas montañas formando un tétrico paisaje a los ojos del viajero. Cuando las nubes vagaban por encima de ellas, parecían elevarse y desaparecer, y cambiar sus formas y posiciones como los cerros de Úbeda,[60] tan confusos de forma y color como las atmosféricas ilusiones que, en esa lúgubre y engañosa luz, les daban unas veces el aspecto de montañas primigenias y otras de flotantes nubes algodonosas.

Don Francisco, al principio, dejó caer las riendas sobre el cuello de su mula, y profirió varias jaculatorias a la Virgen. Viendo que no servían de nada, que los cerros aún parecían vagar ante sus ojos desorientados, y que la mula, por otro lado, permanecía inconmovible, decidió invocar a diversos santos cuyos nombres devolvió el eco de los montes con la más completa puntualidad, aunque ninguno de ellos parecía estar disponible para atender sus peticiones. Viendo el caso desesperado, don Francisco hincó espuelas en su mula, y galopó cuesta arriba por un desfiladero rocoso, donde las pezuñas del animal sacaban chispas a cada paso, y el eco de las graníticas rocas hacía temblar al jinete, temeroso de que le persiguiesen los bandidos. La mula, hostigada de este modo, siguió galopando furiosamente, hasta que el caballero, cansado ya, y algo incómodo por la carrera, tiró más fuertemente de las riendas; entonces oyó el galope de otro jinete muy cerca de él. La mula se detuvo de repente. Dicen que los animales poseen una especie de instinto para descubrir y reconocer la proximidad de seres que no son de este mundo. Sea como fuere, el caso es que la mula de don Francisco se quedó como si le hubiesen clavado las patas al suelo, hasta que el cada vez más próximo desconocido la puso al galope, pero el perseguidor, cuya carrera parecía más veloz que la de cualquier mundano jinete, la alcanzó al poco, y unos momentos después cabalgaba una extraña figura junto a don Francisco.

No vestía ropas de montar, sino que iba embozado de pies a cabeza con una larga capa, cuyos pliegues eran tan amplios que casi ocultaban los flancos de su animal. Tan pronto como estuvo a la altura de Aliaga, se apartó el embozo y, volviéndose hacia él, reveló el importuno rostro de su misterioso visitante de la víspera.

—Nos volvemos a encontrar, señor —dijo el desconocido con su singular sonrisa— y afortunadamente para vos, creo. Vuestro guía se ha largado con el dinero que le adelantasteis por sus servicios, y vuestros criados desconocen los caminos que, en esta parte del país, son especialmente intrincados. Si queréis aceptarme como vuestro guía, tendréis motivo para alegraros de nuestro encuentro.

Don Francisco, comprendiendo que no tenía opción, asintió en silencio, y siguió cabalgando, no sin renuencia, junto a su extraño compañero. El silencio fue roto por fin, al señalar el desconocido, a no mucha distancia, el pueblo en el que Aliaga se proponía pasar la noche, y descubrir al mismo tiempo a los criados, que regresaban junto a su señor tras haber hecho el mismo descubrimiento. Estas circunstancias contribuyeron a que Aliaga recobrara su ánimo, y prosiguiera con cierta confianza; y hasta empezó a escuchar con interés la conversación del desconocido; sobre todo, cuando observó que, aunque el pueblo estaba cerca, las revueltas del camino retrasarían su llegada varias horas. El desconocido pareció decidido a sacar el máximo provecho del interés que así había despertado. Desplegó los recursos de su rica y copiosamente dotada inteligencia; y, mediante una hábil combinación de exhibición de conocimientos generales y alusiones concretas a los países orientales donde Aliaga había residido, su comercio, sus costumbres y usanzas, y un perfecto dominio de los más pequeños detalles de la actividad mercantil, se atrajo a tal punto a su compañero, que el viaje, empezado con terror, terminó de manera encantadora; y Aliaga oyó, con una especie de placer (no exento, empero, de espantosas reminiscencias), expresar al desconocido su intención de pernoctar en la misma posada que él.

Durante la cena, el desconocido redobló sus esfuerzos, y confirmó su éxito. Era, en efecto, un hombre que podía agradar cuando y a quien quería. Su poderoso intelecto, amplios conocimientos y exacta memoria le capacitaban para hacer deliciosa una hora de su compañía a todo aquel a quien podía interesar su genio o entretener su información. Poseía un enorme caudal de anécdotas históricas; y, por la fidelidad de sus descripciones, parecía siempre haber estado presente en las escenas que describía. Esta noche en que los atractivos de su conversación no podían carecer de encanto, y nada los ensombrecía, tuvo buen cuidado en reprimir esos arrebatos de pasión, esas fieras explosiones de misantropía y maldición, y esa amarga y vehemente ironía con que, en otros momentos, parecía deleitarse interrumpiéndose a sí mismo y confundiendo a su oyente.

La tarde transcurrió, pues, agradablemente; y hasta que no retiraron el servicio de la cena y colocaron la lámpara sobre la mesa junto a la que se había sentado solo el desconocido, no se alzó la horrible escena de la noche anterior como una visión ante los ojos de Aliaga. Le pareció ver el cadáver tendido en un rincón de la habitación, agitando su mano muerta, como para prevenirle que se alejase de la compañía del desconocido.

Se disipó la visión, alzó los ojos… Estaban solos. Y con el mayor esfuerzo de su mezcla de cortesía y temor, se dispuso a escuchar la historia a la que el desconocido, en medio de su multivaria conversación, había aludido frecuentemente, y que había manifestado deseos de relatar.

Dichas alusiones despertaban desagradables reminiscencias en el oyente…, pero vio que era inevitable y se armó como pudo de valor para escuchar.

—No me entrometería en vuestra vida, señor —dijo el desconocido con un aire de grave interés que Aliaga no le había visto adoptar hasta ahora—, ni os importunaría con un relato en el que podéis sentir escaso interés, si no fuese consciente de que puede suponer la más tremenda, saludable y eficaz advertencia para vos.

—¡Para mí! —exclamó don Francisco, escandalizándose con todo el horror de un católico ortodoxo ante estas palabras—. ¡Para mí! —repitió, profiriendo una docena de invocaciones a los santos y santiguándose el doble número de veces—. ¡Para mí! —continuó, descargando toda una andanada de fulminaciones contra todos aquellos que, atrapados en las redes de Satanás, trataban de arrastrar con ellos a los demás, en forma de herejía, brujería, o lo que fuese. Era de observar, no obstante, que ponía más énfasis en la herejía, el mal moderno, según el rigor de su mitología, que en otras causas, las cuales, pese a ser desconocidas en España, no eran menos merecedoras de la curiosidad filosófica; y profirió estas protestas (sin duda muy sinceras) con tan hostil y acusador acento, que de haber estado presente Satanás (como medio imaginaba él), casi habría estado justificado que hubiese tomado represalias. En medio de la afectada importancia que la pasión, natural o fingida, confiere siempre al hombre mediocre, sintió que se cohibía ante la salvaje risa del desconocido.

—¡Para vos, para vos! —exclamó, tras una carcajada que más parecía la convulsión de un demonio que el júbilo, aunque frenético, de un ser humano—; para vos… ¡oh, hay metales más atractivos! El propio Satanás, aunque depravado, tiene mejor paladar que el de ponerse a roer, con sus dientes de hierro, un reseco mendrugo de ortodoxia como vos. ¡No!…, el interés que debe de tener por vos se relaciona con otra persona, por la que deberíais sentir, si cabe, más afecto que por vos mismo. Ahora, estimable Aliaga, una vez disipados vuestros temores, sentaos y escuchad mi relato. Estáis lo bastante familiarizado, merced a los sentimientos comerciales, y a la general información a que vuestros hábitos os obligan, con la historia y costumbres de los herejes que habitan en ese país llamado Inglaterra.

Don Francisco, como mercader, reconoció que eran comerciantes honestos y especuladores enormemente liberales en materia de negocios; pero (tras santiguarse varias veces) manifestó su completo desprecio por ellos en cuanto enemigos de la Santa Madre Iglesia, y suplicó al desconocido que creyese que renunciaría al más ventajoso contrato que jamás hubiera hecho con ellos en la línea comercial, antes que se le considerase sospechoso de…

—Yo no os considero sospechoso de nada —dijo el desconocido, interrumpiéndole, con esa sonrisa que expresaba cosas más tenebrosas y amargas que el más fiero ceño que haya fruncido nunca la frente de un hombre—. No me interrumpáis más y escuchad, si tenéis en estima la seguridad de un ser más valioso que toda vuestra raza junta.

Conocéis bastante bien la historia de Inglaterra, y sus costumbres y hábitos; los últimos acontecimientos de su historia están en boca de toda Europa. Aliaga guardó silencio, y el desconocido prosiguió:

Historia de los amantes

—En una región de ese herético país existe una porción de tierra llamada Shropshire («he hecho transacciones con mercaderes de Shrewsbury —dijo Aliaga para sí—, proporcionan género, y pagan las facturas con notable puntualidad»); allí se alzaba el castillo de Mortimer, residencia de una familia que se preciaba de ser descendiente de la época de Norman el Conquistador, y de no haber hipotecado jamás un acre, ni haber cortado un árbol, ni haber arriado la bandera de sus torres ante la proximidad del enemigo, durante quinientos años. El castillo de Mortimer había aguantado las guerras de Stephen y Matilde, había desafiado incluso a los poderes que, alternativamente (una vez por semana al menos), ordenaban su capitulación durante las luchas entre las casas de York y Lancaster, y hasta desoyó las órdenes de Ricardo y de Richmond, cuando sus sucesivas arremetidas sacudieron sus murallas, al avanzar los ejércitos de los respectivos caudillos hasta el campo de Bosworth. De hecho, la familia Mortimer se había vuelto, por su poder, su vasta influencia, su inmensa riqueza, y su independencia de espíritu, formidable para cualquier bando, y superior a todos.

En los tiempos de la Reforma, sir Roger Mortimer, descendiente de esa poderosa familia, tomó partido vigorosamente por la causa de los reformistas; y cuando la nobleza y el pueblo de la vecindad enviaron en Navidad su habitual tributo de carne y cerveza a sus arrendadores, sir Roger, asistido por su capellán, fue de casa en casa distribuyendo Biblias en inglés, en la edición impresa por Tyndale en Holanda. Pero su lealtad al rey prevaleció a tal punto que hizo circular con ellas la rara impresión, reproducción de su propio ejemplar, de una estampa del rey (Enrique VIII) distribuyendo ejemplares de la Biblia con ambas manos, que el pueblo, según representaba el grabado, pugnaba por coger, y parecía devorar como la palabra de vida, casi antes de tenerlas al alcance.

Durante el corto reinado de Eduardo, la familia fue protegida y estimada; y el piadoso sir Edmund, hijo y sucesor de sir Roger, tenía abierta la Biblia en la ventana del corredor, a fin de que al pasar sus criados en sus quehaceres, como él mismo decía, «pudiesen leerla si querían». Durante el de María, estuvieron oprimidos, confinados y amenazados. Dos de sus criados fueron quemados en Shrewsbury; y se dice que nada sino una considerable suma, adelantada para sufragar los gastos de las fiestas que se celebraron en la corte a la llegada de Felipe de España, salvó al piadoso sir Edmund del mismo destino.

Sir Edmund, fuera cual fuese la causa a la que debió su salvación, no la disfrutó mucho tiempo. Había visto conducir a la hoguera a sus fieles y ancianos sirvientes por defender las ideas que él les había enseñado; les había asistido personalmente en ese trance espantoso, y había visto caer en las llamas las Biblias que él había tratado de poner en sus manos, y prenderse en torno a ellos… se había retirado con paso vacilante de la escena; pero la multitud, en el triunfo de la barbarie, se había congregado alrededor y le había retenido, de modo que no sólo presenció todo el espectáculo sin querer, sino que sintió el mismísimo calor de las llamas que consumieron los cuerpos de las víctimas. Sir Edmund regresó al castillo de Mortimer, y murió.

Su sucesor, durante el reinado de Isabel, defendió enérgicamente los derechos de los reformistas, y a veces se quejó a éstos de privilegio. Dichas quejas se dijo que le costaron caras: el tribunal de abastos le impuso 3000 libras, cifra astronómica para aquellos tiempos, por la esperada visita de la reina y su corte; visita que nunca se realizó. No obstante, pagó el dinero; y se dijo que sir Criando de Mortimer allegó parte de dicha cantidad vendiendo sus halcones, los mejores de Inglaterra, al conde de Leicester, el entonces favorito de la reina. En cualquier caso, había una tradición en la familia según la cual cuando, en su último paseo a caballo por sus posesiones, sir Criando vio echar a volar (al romperse sus pihuelas) a su ave favorita de la mano del halconero, exclamó: «Dejadlo; él sabe el camino que conduce a la casa de mi señor de Leicester».

Durante el reinado de Jacobo, la familia Mortimer participó de forma más decidida. La influencia de los puritanos (a quienes Jacobo odiaba con un odio que superaba incluso el de un polemista, y recordaba con perdonable resentimiento filial como los inveterados enemigos de su desventurada madre) aumentaba a la sazón a cada hora. Sir Arthur Mortimer se hallaba junto al rey Jacobo durante la primera representación de Bartholomew Fair, escrita por Ben Jonson, cuando el prólogo pronunció estas palabras:[61]

«Bienvenida sea vuestra Majestad a Fair;

Tal lugar, tales hombres, tal lenguaje y mercancía

Debéis esperar… y con ello, el celoso alboroto

De la facción de vuestra tierra, que se escandaliza de naderías».

—Milord —dijo el rey (pues sir Arthur era uno de los lores del consejo privado)—, ¿qué pensáis de eso?

—Con permiso de vuestra majestad —respondió sir Arthur—, estos puritanos, cuando cabalgaba yo camino de Londres, le cortaron la cola a mi caballo, diciendo que las cintas que la ataban recordaban demasiado el orgullo del animal que monta la furcia escarlata. ¡Quiera Dios que sus tonsuras no pasen jamás de las colas de los caballos a las cabezas de los reyes!

Y mientras hablaba, posó casualmente su mano, con afectuosa y presagiosa solicitud, sobre la cabeza del príncipe Carlos (después Carlos I), que estaba sentado junto a su hermano Enrique, príncipe de Gales, de quien sir Arthur Mortimer había tenido el alto honor de ser padrino, como apoderado de un príncipe soberano.

No tardaron en llegar los espantosos y turbulentos tiempos que sir Arthur había augurado, aunque no vivió para presenciarlos. Su hijo, sir Roger Mortimer, hombre que destacaba tanto en orgullo como en principios, e inconmovible en ambos, arminiano[62] de fe y aristócrata en política, celoso amigo del extraviado Laud, y compañero del alma del infortunado Strafford, estuvo entre los primeros que instaron al rey Carlos a adoptar aquellas medidas arbitrarias e imprudentes de tan funesto resultado.

Cuando estalló la guerra entre el rey y el Parlamento, sir Roger se unió a la causa real con el corazón y la mano, allegó en vano una enorme suma para evitar la venta de las joyas de la corona de Holanda, y dirigió quinientos mesnaderos, armados a sus propias expensas, en las batallas de Edge-hill y Marstonmoor.

Su esposa había muerto; pero su hermana, Ann Mortimer, mujer de belleza, espíritu y dignidad excepcionales, y tan adicta como su hermano a la causa de la corte, de la que fue un día su más brillante ornamento, presidía su casa; y por su talento, valor y diligencia, prestó un considerable servicio a la causa.

Llegó el tiempo, no obstante, en que el valor y la dignidad y la lealtad y la belleza vieron fracasados sus esfuerzos; y de los quinientos bravos que sir Roger había mandado en el campo, en apoyo de su soberano, regresó con treinta heridos y mutilados veteranos al castillo de Mortimer, el catastrófico día en que el rey Carlos fue persuadido para que se pusiese en manos de los desafectos y mercenarios escoceses, quienes le vendieron por la cantidad que adeudaban al Parlamento.

Pronto comenzó el reinado de la rebelión, y sir Roger, legitimista destacado, sintió el más severo rigor de su poder: embargos y desafueros propios de la malevolencia, y préstamos obligados para el sostenimiento de una causa que despreciaba, agotaron las bien repletas arcas y abatieron los ánimos del anciano legitimista. Las zozobras domésticas vinieron a sumarse a sus otras calamidades.

Tenía tres hijos: el mayor había caído luchando por la causa del rey en la batalla de Newbury, dejando una hija pequeña, entonces presunta heredera de la inmensa riqueza. Su segundo hijo había abrazado la causa puritana y, yendo de error en error, se había casado con la hija de un independiente, cuyo credo adoptó; y, según la costumbre de aquel tiempo, luchó todos los días a la cabeza del regimiento, y predicó y exhortó a la tropa todas las noches, en estricta conformidad con ese versículo de los salmos que le servía alternativamente de texto y de arenga: «Llevad la alabanza de Dios en vuestra boca, y una espada de dos filos en vuestra mano». Este doble ejercicio de la espada y la palabra, sin embargo, fue demasiado para las fuerzas del santo-militante; y después de haber dirigido vigorosamente, durante la campaña irlandesa de Cromwell, el ataque al castillo de Cloghan,[63] antiguo sitio de los O’Moore, príncipes de Leix, donde fue escaldado a través de su coleto de ante por una descarga de agua hirviendo desde una garita, y de arengar luego imprudentemente durante una hora y cuarenta minutos a sus soldados en el pelado páramo que rodeaba el castillo, y bajo una lluvia torrencial, murió de pleuresía a los tres días, dejando, como su hermano, una hija pequeña que había quedado en Inglaterra, y que fue educada por su madre. Se dijo en la familia que este hombre había escrito las primeras líneas del poema de Milton «sobre los nuevos forzadores de la conciencia durante el Long Parliament». Es cierto, al menos, que cuando los fanáticos que rodeaban su lecho de muerte elevaron sus voces para entonar un himno, tronó él con su último aliento:

Porque habéis derribado a vuestro señor prelado,

y con duros votos renunciáis a su liturgia,

para atrapar la enviudada… pluralidad;

de aquellos cuyo pecado no envidiasteis, sino aborrecisteis, etc.«[64]

Sir Roger experimentó, aunque por diferentes motivos, casi el mismo grado de emoción en la muerte de sus dos hijos. Se sintió fortalecido en la del mayor, por el consuelo que le aportaba la causa por la que había caído; en cuanto a aquella por la que había perecido el apóstata, como su padre le llamaba siempre, fue un preventivo idéntico que le impidió sentir un dolor amargo o profundo por su fallecimiento.

Cuando el hijo mayor cayó en defensa de la causa real, y sus amigos se congregaron a su alrededor en oficiosa condolencia, el viejo legitimista replicó, con un espíritu digno de los más orgullosos días del heroísmo clásico: «No es por mi hijo muerto por quien debo llorar, sino por mi hijo vivo». Sin embargo, en ese momento le corrían las lágrimas por otro motivo.

Su única hija, durante su ausencia, y pese a la vigilancia de Mrs. Ann, había sido persuadida por unos criados puritanos de una familia vecina para que oyese a un predicador independiente llamado Sandal, sargento del regimiento del coronel Pride, que predicaba en un granero del pueblo, en los intermedios de sus ejercicios militares. Este hombre era orador nato y entusiasta vehemente; y con la licencia del día, que él se permitió entre el juego de palabras y el texto sagrado, complaciéndose en la unión de ambos, este sargento-predicador se había bautizado a sí mismo con el nombre de «No-eres-dig-no-de-desatar-los-cordones-de-sus-zapatos, Sandal».

Éste era el texto sobre el que predicaba; y su elocuencia hizo tal efecto en la hija de sir Roger Mortimer que, olvidando la dignidad de su nacimiento y el legitimismo de su familia, unió su destino al de este hombre de humilde cuna; y, creyéndose súbitamente inspirada por tan dichosa unión, predicó también a dos mujeres cuáqueras unas dos semanas después de su matrimonio, y escribió una carta (con muy mala ortografía) a su padre, en la que le anunciaba su intención de «sufrir aflicción con el pueblo de Dios», y denunciaba la eterna condenación de él si se negaba a abrazar el credo de su esposo; el cual credo cambió a la semana siguiente, al oír un sermón del celebrado Hugh Peters; y un mes después, al escuchar a un predicador itinerante de los ranters o antinomianos[65], que se hallaba rodeado de una tropa de licenciosos, borrachos y semidesnudos discípulos, los cuales, vociferando «somos la verdad desnuda», acallaron a un «hombre de la quinta monarquía» que predicaba desde un tonel, al otro o del camino. Sandal fue presentado a este predicador y, hombre de pasiones violentas y de principios variables, abrazó al punto las ideas del último que había oído (arrastrando a su esposa consigo en cada abismo de dificultad polémica o política en que se precipitaba), hasta que casualmente oyó a otro predicador (éste cameroniano[66]), cuyo constante tema, bien de triunfo o bien de consuelo, era los inútiles esfuerzos realizados, durante el reinado anterior, por el sistema episcopaliano para hacer doblar la cerviz a los escoceses; y a falta de texto repetía siempre las palabras de Archibald Armstrong, bufón de Carlos I, quien, a la primera manifestación de renuencia de los escoceses a admitir la jurisdicción episcopal, dijo al arzobispo Laud: «Mi señor, ¿quién es el loco ahora?», impertinencia por la que se le quitó la caperuza de la cabeza, y se prohibió presencia en la corte. Así vacilaba Sandal, entre credo y credo, entre predicador y predicador, hasta que murió, dejando un hijo a su viuda. Sir Roger anunció entonces a su hija viuda su decidido propósito de no verla nunca más, aunque le prometió proteger a su hijo si lo confiaba a su cuidado. La viuda era demasiado pobre para negarse a aceptar el ofrecimiento de su abandonado padre.

Y de este modo se reunieron en el castillo de Mortimer, en su infancia, tres nietos nacidos bajo tan diversos auspicios y destinos. Margaret Mortimer, joven hermosa, inteligente y alegre, era la heredera de todo el orgullo, los principios aristocráticos y posiblemente de la fortuna de la familia; Elinor Mortimer, la hija del apóstata, que fue recibida más que admitida en la casa, había sido educada con toda la rigidez de su familia independiente; en cuanto John Sandal, el hijo de la familia repudiada, sir Roger lo admitió en el castillo sólo a condición de que entrara al servicio de la familia real, desterrada y perseguida en aquel entonces; con tal motivo, renovó su correspondencia con algunos legitimistas emigrados a Holanda, a fin de situar a su protegé, al que describía, con un lenguaje tomado de los predicadores puritanos, como «un tizón salvado del incendio».

Estando así las cosas en el castillo, llegó la noticia de los inesperados esfuerzos del Monje[67] en favor de la desterrada familia. El resultado fue tan rápido como favorable. La Restauración tuvo lugar pocos días después, y la familia Mortimer fue tenida en tal estima y consideración que se expidió desde Londres un mensajero, encintado desde el talle hasta los hombros, para comunicarle la noticia. Llegó cuando sir Roger, a quien el partido imperante había obligado a despedir a su capellán acusándolo de malvado, leía personalmente las oraciones a su familia. Anunciaron el retorno y restauración de Carlos II. El anciano legitimista se levantó de su arrodillada postura, agitó su gorro (que se había quitado respetuosamente de su blanca cabeza) y, cambiando repentinamente su tono de súplica por el de triunfo, exclamó:

—¡Señor, ahora puedes llevarte en paz a tu siervo, según tu palabra, pues mis ojos han visto la salvación! Dicho esto, se dejó caer en el cojín que Mrs. Ann había colocado bajo sus rodillas. Sus nietos se incorporaron y acudieron en su ayuda… Fue demasiado tarde: su espíritu había partido con esa última exclamación.