Capítulo XXVIII

—This to me

In dreadful secrery they did impart,

And I with them the third night kept the watch.

SHAKESPEARE

En esto oyeron una llamada suave, como suele llamar la benevolencia a la puerta de la desgracia, y Everhard se levantó de un salto para ir a abrir.

—Espera —dijo Walberg distraído—, ¿dónde están los criados? —se recobró en seguida, sonrió desmayadamente, y movió la mano para indicar a su hijo que fuese.

Era el buen sacerdote. Entró, y se sentó en silencio: nadie le dirigió la palabra. Podía haberse dicho con justicia, como de manera sublime se dijo en el original: «No hubo ni lenguaje ni palabra, pero se oían voces entre ellos…, y se sentían también». El digno sacerdote se jactaba de su ortodoxia en todas las cuestiones de fe y forma prescritas por la Iglesia católica; además, había adquirido una especie de apatía monástica, de santificado estoicismo, que los sacerdotes consideran a veces como el triunfo de la gracia sobre la naturaleza rebelde, cuando en realidad es el mero resultado de una profesión que niega la naturaleza, sus objetos y sus lazos. Y así, se sentó entre la afligida familia, después de lamentarse del frío del aire matinal, y de tratar inútilmente de secarse la humedad que dijo que se le había metido en los ojos, hasta que por último sucumbió a sus sentimientos; y «alzó su voz y lloró». Pero no eran lágrimas todo cuanto tenía que ofrecer. Al oír los planes de Walberg y su familia, prometió, con voz balbuceante, su total apoyo para llevarlos a la práctica; y al levantarse para marcharse, comentando que los fieles le habían encomendado una pequeña suma para socorrer a los infortunados, y que no sabía dónde podía emplearla mejor, dejó caer de la manga de su hábito una bolsa repleta de dinero, y se marchó apresuradamente.

La familia se retiró a descansar cuando ya apuntaba el día, pero se levantó pocas horas después sin haber dormido. Y el resto de ese día, y los tres siguientes, los dedicaron a pedir en cada puerta donde podían esperar aliento o conseguir empleo, asistiendo el sacerdote personalmente en cada solicitud. Pero concurrían muchas circunstancias desfavorables en la mala estrella de la familia Walberg. Eran extranjeros y, a excepción de la madre, que actuaba de intérprete, desconocían la lengua del país. Era éste «un sensible mal» que casi anulaba totalmente sus esfuerzos como profesores. Eran también herejes, y esto solo bastaba para impedirles triunfar en Sevilla. La belleza de las hijas para unas familias, y la del hijo para otras, suponía una grave objeción. En otras, el recuerdo de su pasado esplendor daba un bajo y rencoroso motivo a la celosa inferioridad para ofenderles con un rechazo al que no se podía atribuir ninguna otra razón. Incansables, y sin desmayar, reemprendían su solicitud de empleo día tras día, en cada casa donde consideraban que podían obtenerlo, y en muchas donde se les negaría; y siempre regresaban para pasar revista a lo que les quedaba, repartir la comida cada vez más escasa, calcular hasta dónde era posible reducir las exigencias de la naturaleza conforme a sus menguados medios, sonreír cuando se hablaban del mañana unos a otros, y llorar cuando pensaban en él a solas. Hay una devastadora monotonía en la miseria diaria: «El día al día transmite el mensaje». Pero llegó uno al fin en que gastaron la última moneda, devoraron la última comida, agotaron el último recurso, borraron la última esperanza, y hasta el servicial sacerdote les dijo con lágrimas en los ojos que no podía ofrecerles otra cosa que sus oraciones.

Esa noche, la familia permaneció sentada en profundo y estupefacto silencio durante algunas horas, hasta que la anciana madre de Walberg, que durante meses no había pronunciado más que algún confuso monosílabo y no parecía tener conciencia de lo que pasaba, de pronto, con esa presagiosa energía que anuncia que es el último esfuerzo, ese brillante destello de la vida que se va, un momento antes de su extinción total, exclamó en voz alta, dirigiéndose al parecer a su esposo:

—Algo anda mal aquí; ¿por qué nos han traído de Alemania? Podían habernos dejado morir allí; creo que nos han traído para burlarse de nosotros.

Ayer (su memoria, evidentemente, confundía las épocas de próspera y adversa fortuna de su hijo), ayer me vestían de seda, y hasta me daban de beber vino, y hoy me dan este despreciable mendrugo (y apartó el trozo de pan que le había tocado en el reparto de la miserable comida). Algo anda mal aquí. ¡Quiero volver a Alemania… y voy a volver! Y se levantó de su silla ante la mirada de la atónita familia que, horrorizada —como lo habría estado ante la súbita resurrección de un cadáver—, no se atrevió a oponerle una sola palabra o gesto.

—Quiero volver a Alemania —repitió; y levantándose, dio efectivamente tres o cuatro pasos decididos y firmes, sin que nadie intentara acercarse a ella.

Luego sus fuerzas, la física y la mental, parecieron abandonarla; se tambaleó, y su voz se apagó en una serie de murmullos profundos, en los que repetía: —Sé el camino… sé el camino… Si no estuviese tan oscuro… no está muy lejos donde tengo que ir; estoy muy cerca de… ¡casa!— y diciendo esto, cayó a los pies de Walberg. La familia corrió junto a ella, y levantó… un cadáver.

—¡Gracias a Dios! —exclamó su hijo, mirando el cadáver de su madre.

Y esta inversión del más fuerte sentimiento de la naturaleza, este deseo de que mueran aquellos por quienes, en otra situación, habríamos dado nuestra vida, hace que los que lo han experimentado sientan que no hay peor mal en la vida que la pobreza, ni aspiración más racional que buscar los medios de evitarla. ¡Ay!, si esto es así, ¿con qué objeto se nos ha concedido un corazón palpitante y una mente ardorosa? ¿Debe consumirse toda la energía del intelecto, y todo el entusiasmo del sentimiento, maquinando cómo afrontar o soslayar las menudas pero torturantes zozobras de la necesidad de cada hora? ¿Se ha robado el fuego del cielo para emplearlo en encender una leña que quite el frío a los ateridos y desmedrados dedos de la pobreza? Perdonad esta digresión, señor —dijo el extranjero—; pero tenía un doloroso sentimiento que me obligaba a hacerlo. Luego prosiguió:

—La familia se agrupó alrededor del cadáver; y podía haber sido un tema digno del pincel del primero de los pintores de haber presenciado el enterramiento, que tuvo lugar a la noche siguiente. Como la fallecida era hereje, no se permitió que su cuerpo descansase en suelo consagrado; y la familia, deseosa de evitar toda ocasión de ofender o llamar la atención sobre su religión, fueron los únicos que asistieron al funeral. En un pequeño vallado de la parte de atrás de su miserable morada, el hijo cavó la fosa de su madre, e Inés y sus hijas colocaron el cuerpo en ella. Everhard estaba ausente, en busca de empleo, como ellos esperaban, y el más pequeño sostenía una luz, y sonreía mientras presenciaba la escena, como si se tratase de un espectáculo organizado para su diversión. Esa luz, aunque débil, revelaba la fuerte y varia expresión de los rostros que iluminaba; el de Walberg reflejaba una agria y pavorosa alegría de que aquella a la que depositaban para que descansase se hubiese «sustraído al mal por venir»; y en el de Inés había pesar, mezclado con algo de horror, ante esta muda y profana ceremonia. Sus hijas, pálidas de dolor y de miedo, lloraban en silencio; pero reprimieron sus lágrimas, y cambió el curso entero de sus sentimientos, cuando la luz cayó sobre otra figura que apareció súbitamente entre ellos, junto a un ángulo de la fosa: era el padre de Walberg. Impaciente y cansado de estar solo, ignorante por completo del motivo, se había abierto paso, a tientas y vacilante, hasta el lugar. Y ahora, al ver a su hijo echando paletadas de tierra en la fosa, exclamó en un breve y débil esfuerzo de memoria, cayendo al suelo:

—¡A mí también… entiérrame a mí también!; que sirva el mismo hoyo para los dos.

Lo levantaron sus hijos y le ayudaron a regresar a la casa, donde la visión de Everhard con una inesperada provisión de alimentos les hizo olvidar los horrores de la reciente escena, y diferir una vez más, hasta el día siguiente, los temores de la necesidad. Ninguna pregunta acerca de la procedencia de estas provisiones pudo arrancar a Everhard otra explicación que la de que era un donativo de caridad. Tenía el aspecto agotado y espantosamente pálido… y absteniéndose de presionarlo con más preguntas, compartieron este maná, este alimento que parecía llovido del cielo, y se retiraron a descansar. […]

Durante este período de calamidad, Inés alentó incansable a sus hijas para que se aplicaran en aquellos conocimientos en los que aún ponía ella las esperanzas de subsistir. Cualesquiera que fuesen las privaciones y desengaños del día, las dos cumplían estrictamente sus deberes musicales y demás; y las debilitadas manos acometían sus labores con la misma asiduidad que cuando la ocupación era sólo una variedad del lujo. Esta dedicación a los ornamentos de la vida cuando falta lo necesario, estos sones musicales en una casa donde los murmullos de la ansiedad doméstica se oyen a cada momento, esta subordinación del talento a la necesidad, perdido todo su generoso entusiasmo, y teniendo en cuenta únicamente su posible utilidad, es quizá la más amarga porfía entablada entre los requerimientos opuestos de nuestra existencia artificial y la natural. Pero ahora habían ocurrido cosas que no sólo hacían flaquear la resolución de Inés, sino que afectaban incluso a sus sentimientos más allá de su capacidad de superación. Estaba acostumbrada a oír con placer la vehemente aplicación de sus hijas a sus estudios musicales; la mañana siguiente al entierro de la abuela, al oírlas reanudar los ejercicios, sintió como si esos sones le traspasaran el corazón. Entró en la habitación donde estaban, y las niñas se volvieron hacia ella con su habitual sonrisa, esperando su aprobación.

La madre, con la forzada sonrisa de un corazón afligido, dijo que creía que no era momento de practicar más ese día. Las hijas la comprendieron muy bien, y dejaron de tocar; y acostumbradas a ver transformarse cualquier mueble en un medio de aportar provisiones, no pensaron sino que podían vender sus guitarras, con la esperanza de poder enseñar con la de los discípulos. Se equivocaban. Ese día surgieron otros síntomas de la pérdida de resolución, de completo y desesperado abandono. Walberg había mostrado siempre los más vehementes sentimientos de tierno respeto hacia sus padres, sobre todo hacia su padre, cuya edad sobrepasaba en muchos años a la de su madre. Al distribuir la comida ese día, mostró una especie de celos sórdidos y codiciosos que hicieron temblar a Inés. Susurró a ésta:

—¡Cuánto come mi padre…, qué bien se alimenta, mientras que a los demás apenas nos llega para un bocado!

—¡Prefiero que nos quedemos sin ese bocado a que le falte a padre uno solo! —dijo Inés muy bajo—; yo apenas he probado nada.

—¡Padre, padre! —exclamó Walberg, gritándole al oído al viejo decrépito—, ¡estáis comiendo de más, mientras que Inés y los niños no han tomado nada!

Y le quitó a su padre la comida de la mano, el cual miró con ojos ausentes y renunció al disputado bocado sin un forcejeo. Un momento después, el viejo se levantó de su silla y, con horrible y antinatural fuerza, arrebató un trozo de carne de los labios de su nieto, y se lo tragó, mientras su boca arrugada y sin dientes sonreía con una burla a la vez infantil y maliciosa.

—¿Peleáis por vuestra cena? —exclamó Everhard, apareciendo entre ellos, soltando una carcajada violenta y salvaje—; bien, aquí tenéis bastante para mañana, y para pasado mañana.

Y, efectivamente, arrojó sobre la mesa suficientes vituallas para dos días, aunque él tenía el aspecto mas pálido cada vez. La hambrienta familia devoró las provisiones, y olvidó preguntar la causa de su creciente palidez y evidente languidez de sus fuerzas. […]

Hacía mucho que no tenían criados, y como Everhard desaparecía todos los días misteriosamente, las hijas tenían que hacer a veces los humildes recados familiares. La belleza de Julia, la mayor, era tan llamativa, que a menudo era su madre la que hacía los recados más modestos por ella, antes que mandarla por las calles sin protección. La tarde siguiente, no obstante, dado que estaba muy ocupada con las tareas domésticas, permitió que fuese Julia a comprar comida para el otro día, dejándole su velo a este propósito y enseñándola a ponérselo a la manera española, con la que estaba ella muy familiarizada, a fin de que se ocultase el rostro.

Julia, que iba con paso tembloroso a cumplir su breve recado, lo llevaba algo caído; y un caballero que se cruzó con ella reparó al punto en su belleza. Lo humilde de sus vestidos y su ocupación le hizo abrigar esperanzas, y se atrevió a insinuarlas. Julia retrocedió con esa mezcla de terror e indignación de la pureza ofendida; pero sus ojos se quedaron prendidos con inconsciente avidez en el puñado de oro que relumbraba en su mano. Pensó en sus padres hambrientos…, en su propia fuerza desfalleciente y en su abandonado talento. El oro aún centelleaba ante ella; sentía… no sabía qué, y huir de determinados sentimientos es quizá la mejor victoria que podemos conseguir sobre ellos. Pero al llegar a casa, arrojó ansiosamente la escasa compra que había hecho en manos de su madre y, aunque hasta ahora había sido amable, dócil y tratable, anunció en un tono de decisión, que a su sobresaltada madre (cuyos pensamientos estaban puestos siempre en las exigencias del momento) le pareció como de una súbita locura, que prefería morirse de hambre a volver a pisar sola las calles de Sevilla.

Al irse a dormir, le pareció a Inés oír un débil gemido, procedente de la habitación donde descansaba Everhard. Éste, dado que los padres se habían visto obligados a vender la cama de ellos, les había suplicado que dejasen a Mauricio dormir con él, alegando que el calor de su cuerpo podría sustituir la falta de mantas de su hermano pequeño. Dos veces oyó Inés esos gemidos, pero no se atrevió a despertar a Walberg, quien se hallaba sumido en ese profundo sueño que es a menudo refugio tanto de la miseria insoportable como del goce saturado.

Unos momentos después, cuando hubieron cesado los gemidos, y ya estaba medio convencida de que eran sólo el eco de esas olas que parecen batir perpetuamente los oídos del infortunado, se descorrieron las cortinas de su cama, y apareció ante ella la figura de un niño manchado de sangre, el pecho, los brazos, las piernas; y exclamó:

—¡Es sangre de Everhard… se está desangrando… Me ha manchado todo! ¡Madre, madre, levántate y sálvale la vida a Everhard!

La figura, la voz, las palabras, le parecieron a Inés figuraciones de alguna de las terribles pesadillas que la visitaban en sueños últimamente, hasta que estas voces de Mauricio, el más pequeño y (en su corazón) su predilecto, la hicieron saltar de la cama y correr tras la pequeña figura ensangrentada que avanzaba a tientas y con los pies desnudos, hasta que llegó a la habitación contigua donde yacía Everhard. Encogida de angustia y de miedo, caminó tan calladamente como Mauricio, para no despertar a Walberg.

La luz de la luna entraba de lleno por la ventana sin postigos del pequeño cuarto que contenía estrictamente la cama. El mueble era bastante estrecho; y en sus espasmos, Everhard se había quitado la sábana. Así que, al acercarse Inés, vio que yacía en una especie de belleza cadavérica, a la que la luna confería un efecto que habría hecho su figura digna del pincel de un Murillo, un Rosa o uno de esos pintores que, inspirados por el numen del sufrimiento, se complacen en representar las más exquisitas formas humanas en la extremidad de la agonía. Un san Bartolomé desollado, con su piel colgando en torno suyo en graciosa colgadura; un san Lorenzo asado sobre una parrilla y exhibiendo velada, medio descubierta, bajo la luz lunar. Los níveos miembros de Everhard estaban extendidos como esperando el examen de un escultor, e inmóviles como si efectivamente fuesen lo que aparentaban su color y simetría, a saber: los de una estatua de mármol. Tenía los brazos caídos sobre su cabeza, y la sangre manaba en abundancia de las venas abiertas en ambos; su cabello brillante y rizado formaba grumos con la roja sangre que brotaba de los brazos; sus labios estaban azules, y un gemido muy débil brotó de ellos al inclinarse su madre. Esta visión barrió instantáneamente en Inés todos los demás temores y sentimientos, y profirió un grito pidiendo auxilio a su esposo. Walberg, tambaleándose de sueño, entró en la habitación. Lo que vio ante sí fue suficiente. Inés sólo tuvo fuerzas para señalar a su hijo. El desdichado padre salió precipitadamente en busca de ayuda médica, que se vio obligado a solicitar gratuitamente, y en mal español, mientras sus acentos le traicionaban en cada puerta que llamaba, y que se cerraba ante él por extranjero y hereje. Por último, un cirujano-barbero (pues ambas profesiones iban unidas en Sevilla) accedió a atenderle tras muchos bostezos, y acudió debidamente provisto de hilaza y estípticos. El trayecto era corto, y no tardó en encontrarse junto a la cama del joven paciente. Los padres observaron, con indecible consternación, las lánguidas miradas de saludo, la lívida sonrisa de reconocimiento, con que Everhard le miró al acercarse el cirujano a su lecho; y cuando consiguió contener la hemorragia y le hubo vendado los brazos, intercambiaron unos susurros él y el paciente, y éste alzó su desangrada mano hacia los labios, y dijo:

—Recordad nuestro trato.

Al retirarse el hombre, le siguió Walberg y le pidió que le explicase qué significaban las palabras que había oído. Walberg era alemán y colérico; el cirujano, español y frío.

—Mañana os lo diré, señor —dijo, guardando sus instrumentos—; entretanto, estad seguro de mi asistencia gratuita a vuestro hijo, y de que se recuperará. En Sevilla pensamos que sois hereje; pero ese joven bastaría para canonizar a toda la familia y redimir una montaña de pecados.

Y con estas palabras se marchó. Al día siguiente acudió a asistir a Everhard; y lo mismo hizo varios días más, hasta que se recuperó por completo sin aceptar la más mínima remuneración, hasta que el padre a quien la miseria había vuelto receloso de todo y de nada, se apostó junto a la puerta y escuchó el horrible secreto. No lo reveló a su esposa; pero desde ese momento se observó que su tristeza se hacía más intensa, y las conversaciones que solía sostener con su familia sobre su infortunio, y los modos de conjurarlo mediante recursos el momento, cesaron total y definitivamente.

Everhard, ya restablecido, pero todavía pálido como la viuda de Séneca, tuvo por fin en condiciones de sumarse a las reuniones de la familia, y de aconsejar y sugerir algún recurso, con una energía mental que su debilidad física no podía vencer. Un día, al reunirse para deliberar sobre los medios de proveer sustento para el siguiente, echaron en falta por primera vez al padre. A cada palabra que se decía, se volvían hacia él para su aprobación… pero no estaba. Al fin, entró en el aposento, aunque no tomó parte en la deliberación. Se apoyó sombríamente contra la pared, y aunque Everhard y Julia volvían sus miradas suplicantes hacia él a cada frase, él desviaba taciturno la cabeza. Inés, que parecía absorta en su labor, aunque sus temblorosos dedos apenas podían manejar la aguja, hizo una seña a sus hijos para que no le importunasen. Sus voces bajaron de tono inmediatamente, y se juntaron sus cabezas. La mendicidad parecía el único recurso de la desventurada familia… y convinieron en que la tarde era el mejor período para intentarlo. El desdichado padre siguió meciéndose contra el enmaderado hasta que llegó la tarde. Inés remendó las ropas de los niños, tan deterioradas ya que cada intento de arreglarlas provocaba un nuevo desgarrón, y cada hilo que ponía parecía menos delgado que la raída trama sobre la que trabajaba.

El abuelo, sentado aún en su amplia silla gracias al cuidado de Inés (su hijo se había vuelto muy indiferente respecto a él), la observaba mover los dedos; y exclamó, con la petulancia de la chochez:

—¡Sí: cúbrelos de bordados, mientras yo voy lleno de harapos… de harapos! —repitió, cogiéndose las frágiles ropas que la humilde familia había podido conservarle a duras penas. Inés trató de apaciguarle, y le enseñó la labor ara que viese que eran restos de antiguos vestidos de sus hijos que estaba zurziendo. Pero, con un horror indecible, vio que su esposo, irritado ante estas expresiones seniles, desfogó su frenética y terrible indignación en un lenguaje que ella trató de sofocar apremiando aún más al anciano y procurando fijar su atención en ella y en su labor. Lo logró fácilmente, y todo siguió tranquilo, hasta que llegó el momento de separarse para salir a mendigar. Entonces, un nuevo e indecible sentimiento tembló en el corazón de uno de los jóvenes vagabundos.

Julia recordó el incidente de la tarde anterior; pensó en el oro tentador, las palabras halagadoras y el tono del apuesto galán. Vio a su familia pereciendo en la miseria a su alrededor, sintió cómo iban consumiéndose sus propias fuerzas, y al lanzar una ojeada por la escuálida estancia, el oro centelleó más y más vivamente en sus ojos. Una desmayada esperanza, ayudada quizá por un atisbo más desmayado aún de perdonable orgullo, brotó en su corazón. «Quizá pueda amarme —murmuró para sí—; y creo que no soy indigna de su mano —luego, la desesperación volvió a la carga—. Moriré de hambre —pensó— si vuelvo sin nada… ¡Y por qué no puedo yo beneficiar a mi familia con mi muerte! ¡Yo no sobreviviría a la vergüenza; pero ellos sí, porque nunca lo sabrán!». Salió y tomó una dirección distinta a la de su familia.

Llegó la noche, y regresaron los vagabundos uno a uno lentamente… Julia fue la última. Sus hermanos habían conseguido una pequeña limosna cada uno, ya que habían aprendido el suficiente español para mendigar. La cara del viejo mostró una sonrisa vacía al ver sacar lo recogido; lo cual, no obstante, apenas bastaba para proporcionarle una comida al más pequeño.

—¿Y tú, no has traído nada, Julia? —dijeron los padres.

Julia permanecía apartada, y en silencio. Su padre repitió la pregunta con voz fuerte e irritada. Se sobresaltó ella al oírle y, avanzando precipitadamente, hundió la cabeza en el pecho de su madre.

—Nada, nada —exclamó con voz entrecortada y sofocada—. Lo he intentado… mi débil y malvado corazón se ha sometido a la idea durante un instante pero no, ni siquiera por salvaros a vosotros de la muerte sería capaz… ¡He regresado a casa dispuesta a morir la primera! Sus estremecidos padres la comprendieron; y en medio de la agonía, la bendijeron y lloraron, aunque no de aflicción. Dividieron la comida, de la que Julia se negó firmemente a participar al principio, porque no había contribuido a ella, hasta que su renuencia fue vencida por la afectuosa insistencia de los demás, y accedió.

Fue durante este reparto de lo que todos creían que iba a ser su última comida, cuando Walberg dio una de esas muestras de súbita y temible violencia de genio, rayano en la locura, que había manifestado últimamente. Pareció observar, con sombrío disgusto, que su esposa había reservado (como siempre) la porción más grande para su padre. Al principio la miró de reojo, gruñendo para sí. Luego alzó la voz, aunque no tanto como para que le oyese el sordo anciano, el cual devoraba indolentemente su sórdida comida. Después, los sufrimientos de sus hijos parecieron inspirarle una especie de violento resentimiento; y levantándose de un salto, gritó:

—¡Mi hijo vende su sangre a un cirujano para salvamos la vida![59] ¡Mi hija tiembla en el mismo borde de la prostitución por procuramos comida! —luego, dirigiéndose a su padre—. ¿Y qué haces tú, viejo chocho? ¡Levántate…, levántate, y pide limosna tú también, o muérete de hambre! —y diciendo esto, alzó su mano contra el desvalido anciano. Ante este horrible espectáculo, Inés profirió un alarido, y los niños, abalanzándose, se interpusieron. El desdichado padre, furioso hasta la locura, empezó a repartir golpes a todos, que ellos soportaron sin un murmullo; luego, una vez disipada la tormenta, se sentó y lloró.

En ese momento, para asombro y terror de todos, salvo de Walberg, el viejo, que desde la noche del entierro de su esposa no se había movido sino para ir de la silla a la cama, y eso con ayuda, se levantó de repente y, obedeciendo aparentemente a su hijo, se encaminó con paso firme hacia la puerta. Al llegar a ella se detuvo, se volvió a mirarles con un infructuoso esfuerzo de memoria, y salió lentamente; y fue tal el terror que sintieron todos ante este último gesto suyo, como de un cadáver dirigiéndose al lugar de su enterramiento, que nadie trató de cerrarle el paso, y aun transcurrieron varios minutos antes de que a Everhard le viniera la idea de salir tras él.

Entretanto, Inés había enviado a los niños a la cama; y sentándose todo lo cerca que pudo atreverse del desventurado padre, trató de dirigirle algunas palabras de consuelo. Su voz, que era exquisitamente dulce y suave, produjo un efecto maquinal en él. Se volvió hacia ella al principio, luego apoyó la cabeza sobre su propio brazo, y derramó en silencio algunas lágrimas; después, ocultando el rostro en el pecho de su esposa, lloró audiblemente. Inés aprovechó el momento para imprimir en su corazón el horror que sentía por la ofensa que había cometido, y le rogó que suplicase piedad a Dios por el crimen que, a sus ojos, era poco menos que un parricidio. Walberg le preguntó a qué se refería; y cuando, temblando, le dijo ella:

«¡A tu padre, a tu pobre y anciano padre!», él sonrió con una expresión de misteriosa y sobrenatural confianza que le heló la sangre; y acercándosele al oído, le susurró suavemente:

—¡Yo no tengo padre! ¡Mi padre ha muerto…, murió hace mucho tiempo! ¡Lo enterré la noche que cavé la fosa de mi madre! Pobre viejo —añadió con un suspiro—; fue mejor para él… habría vivido sólo para llorar, y perecer de hambre, quizá. Pero te lo voy a contar, Inés, y guárdame el secreto: yo me preguntaba qué era lo que hacía que nuestras provisiones disminuyesen tanto, hasta el punto de que, lo que ayer era suficiente para cuatro, hoy no bastaba para uno. Vigilé, y finalmente descubrí (pero esto debe quedar en secreto) que un viejo duende visitaba a diario esta casa. Venía en forma de viejo harapiento y con una larga barba blanca, y devoraba cuanto había en la mesa, ¡mientras los niños permanecían a su lado hambrientos! Pero le he pegado, le he maldecido, le he expulsado en nombre del Todopoderoso, y se ha ido. ¡Oh, era un duende feroz y devorador! Pero ya no nos molestará más, y habrá bastante comida. Bastante —dijo el infeliz, volviendo involuntariamente a sus habituales asociaciones—, ¡bastante para mañana!

Inés, sobrecogida de horror antes evidente prueba de demencia, no le interrumpió ni le puso objeción alguna; trató sólo de calmarlo, rezando interiormente por que su propio entendimiento se salvara de un muy probable deterioro. Walberg captó su mirada de desconfianza y, con el vivo recelo de la demencia parcial, dijo:

—Si no te crees esto, menos te creerás, supongo, la historia de esa espantosa visita que recientemente se me ha hecho familiar.

—¡Oh, amor mío! —dijo Inés, que reconoció en estas palabras la fuente de todo el miedo que últimamente, debido a ciertos detalles singulares que había observado en el comportamiento de su esposo, se había apoderado de su alma, haciendo que, en comparación, el miedo al hambre resultase relativamente trivial—; tengo miedo de comprenderte demasiado bien. He podido soportar la angustia de la necesidad y el hambre, sí, y te he visto a ti soportarla también; pero las horribles palabras que acabas de pronunciar, los horribles pensamientos que se te escapan en sueños… cuando pienso en todas esas cosas, e imagino…

—No hace falta que imagines —dijo Walberg interrumpiéndola—: Yo te lo contaré todo.

Y mientras hablaba, su trastornada expresión se cambió en otra de perfecta cordura y serena confianza; se relajaron sus facciones, y sus ojos se volvieron firmes.

—Todas las noches —dijo—, desde nuestra última desgracia, he andado vagando en busca de limosna, y he suplicado a todo extraño con el que me he cruzado; desde hace poco, vengo encontrándome con el enemigo del hombre, quien…

—¡Oh, calla, amor mío; deja esos horribles pensamientos; son consecuencia de tu trastornado y desventurado estado mortal!

—Inés, escúchame. Veo a esa figura tan claramente como te veo a ti, y oigo su voz con la misma nitidez que tú oyes la mía en este momento. La necesidad y la miseria no son naturalmente fecundas en productos de la imaginación: se aferran demasiado a las realidades. Ningún hombre que necesite una comida concibe que tiene un banquete servido ante sí, y que el tentador le invita a sentarse y comer hasta saciarse. No, no, Inés. El malo, o algún agente suyo en forma humana, me acosa todas las noches, y no sé cómo seguir resistiendo a sus asechanzas.

—¿En qué forma se aparece? —dijo Inés, esperando desviar el cauce de sus lúgubres pensamientos fingiendo seguir su misma dirección.

—En la de un hombre maduro, serio y grave, y sin nada notable en su aspecto, salvo el brillo de sus ojos ardientes, cuyo fulgor resulta casi insoportable. A veces los clava en mí, y siento como una fascinación en su mirada. Todas las noches me sale al encuentro, y pocos como yo podrían resistirse a sus seducciones. Me ha dicho, y me ha probado, que está en su poder concederme cuanto puede ansiar la codicia humana, a condición de que… ¡no lo puedo decir! ¡Es algo tan horroroso e impío, que aun oírlo es un crimen escasamente menor al de sucumbir a él! Inés, incrédula todavía, aunque imaginando que apaciguar su delirio era quizá la mejor manera de superarlo, le preguntó cuál era esa condición. Aunque estaban solos, Walberg se la dijo en voz baja; e Inés, si bien fortalecida por su juicio hasta ahora equilibrado, y su carácter frío y sereno, no pudo por menos de recordar ciertas historias que había oído de niña antes de marcharse de España, sobre un ser al que se le había concedido errar por ella, y tentar a los hombres agobiados por la extrema calamidad con tal ofrecimiento, el cual era rechazado invariablemente, aun en las últimas extremidades de la desesperación y la muene.

Inés no era supersticiosa; pero al sumarse ahora su recuerdo a la descripción de su esposo de lo que le había ocurrido, se estremeció ante la posibilidad de que estuviese expuesto a semejante tentación; y se esforzó en infundirle ánimos con argumentos igualmente apropiados, tanto si tenía trastornada la imaginación como si era verdaderamente víctima de esta espantosa persecución. Le recordó que si, aun en España, donde prevalecían las abominaciones del Anticristo y era completo el triunfo de la madre de la brujería y la seducción espiritual, había sido rechazado con tan absoluta aversión el espantoso ofrecimiento al que aludía, su rechazo por parte de uno que había abrazado las puras doctrinas del evangelio debía ser expresado con la doble energía del sentimiento y el santo desafío.

—Tú —dijo la heroica mujer— me enseñaste que las doctrinas de la salvación deben buscarse tan sólo en las Sagradas Escrituras; yo te creí, y me casé contigo en esa creencia. Estamos unidos menos por el cuerpo que por el alma; pues por el cuerpo, probablemente ninguno de los dos durará mucho. Tú me señalaste, no las leyendas de santos fabulosos, sino las vidas de los primitivos apóstoles y los mártires de la verdadera Iglesia. En ellos he leído, no cuentos de «humildad voluntaria» y automaceración (sufrimientos inútiles), sino que el pueblo de Dios fue «expulsado, afligido, atormentado». ¿Nos atreveremos a quejarnos ante los que tú me has enseñado como ejemplos de sufrimiento? Soportaron el expolio de sus bienes, vagaron con sus pieles de oveja y de cabra, resistieron hasta sangrar, luchando contra el pecado. ¿Y nos lamentamos de la suerte que nos ha tocado, cuando nuestros corazones se han inflamado tantas veces leyendo juntos las Sagradas Escrituras? ¡Ay! ¿De qué sirve el sentimiento hasta que la realidad lo pone a prueba? ¡Cómo nos engañábamos a nosotros mismos creyendo que participábamos en los sentimientos de estos santos hombres, cuando estábamos muy lejos de la prueba que ellos soportaron! ¡Leíamos cómo sufrieron encarcelamientos, torturas y la hoguera! Cerrábamos el libro, y compartíamos una confortable comida, y nos retirábamos a un lecho apacible, triunfantes en el pensamiento, y saturados de todo el bien mundano, convencidos de que si las pruebas hubiesen sido nuestras, podríamos haberlas soportado igual que ellos. Ahora ha llegado nuestra hora: ¡una hora difícil y terrible!

—¡Lo es! —murmuró el tembloroso marido.

—Pero ¿vamos a retroceder por eso? —replicó su esposa—. Tus antepasados, que fueron los primeros en Alemania que abrazaron la religión reformada, derramaron su sangre y murieron en la hoguera por ella, como me has contado tantas veces; ¿puede haber mayor prueba que ésa?

—Creo que sí —dijo Walberg, cuyos ojos giraron de manera espantosa—: ¡La de morir de hambre por ella! ¡Oh, Inés! —exclamó, cogiéndole las manos convulsivamente—, me parece que la muerte en la hoguera sería misericordiosa, comparada con las prolongadas torturas del hambre, con esta muerte que experimentamos día a día… ¡Y sin acabar de morir! ¿Qué es lo que tengo en mis manos? —exclamó, apretando inconscientemente la mano que tenía entre las suyas.

—Es mi mano, amor mío —contestó la temblorosa esposa.

—¿Tú mano? No… ¡imposible! Tus dedos eran suaves y frescos, pero éstos están secos; ¿es esto una mano humana?

—Es la mía —dijo la esposa, llorando.

—Entonces, debes estar muriéndote de hambre —dijo Walberg, despertando de su sueño.

—Últimamente, todos nos estamos muriendo de eso —respondió Inés, satisfecha de haber restituido el juicio de su marido, aun a costa de esta horrible confesión—. Todos… aunque yo soy la que menos ha sufrido. Cuando una familia pasa hambre, los hijos piensan en comer; en cambio, la madre piensa sólo en sus hijos. He vivido con lo mínimo que… que he podido; a decir verdad, no tenía apetito.

—¡Chisst! —dijo Walberg, interrumpiéndola—, ¿qué ruido es ése? ¿No ha sido como un gemido agónico?

—No; son los niños, que gimen en sueños.

—¿Por qué gimen?

—Gimen de hambre, supongo —dijo Inés, rindiéndose involuntariamente a la tremenda convicción de la habitual miseria.

—Y yo aquí sentado, escuchando esto —dijo Walberg, levantándose de un salto—, oyendo el sueño de los niños turbado por los sueños del hambre, mientras que por pronunciar una palabra podría acumular sobre este piso montañas de oro, sólo a cambio de…

—¿De qué? —dijo Inés, pegándose a él—; ¿de qué? ¡Oh, piensa a cambio de qué!; ¿qué puede recibir un hombre a cambio de su alma? ¡Oh, déjanos morir de hambre, pudrirnos ante tus ojos, antes que firmar tu perdición con ese horrible!…

—¡Escúchame, mujer! —dijo Walberg, volviendo hacia ella unos ojos casi tan feroces y fulgurantes como los de Melmoth, y cuyo fuego, efectivamente, parecía tomado de ellos—: ¡Escúchame! ¡Mi alma está perdida! Los que mueren en las agonías del hambre no conocen ningún Dios, ni lo necesitan tampoco; si permanezco aquí, muriéndome de hambre con mis hijos, tan cierto es que blasfemaré contra el Autor de mi ser como que renunciaré a Él bajo las espantosas condiciones que me han sido propuestas. Escúchame, Inés, y no tiembles. ¡Ver a mis hijos morir de hambre será para mí el suicidio inmediato y la irremediable desesperación! En cambio, si acepto este espantoso ofrecimiento, puedo arrepentirme después… ¡puedo escapar! Hay esperanza por ese lado; ¡por el otro no hay ninguna, ninguna!… ¡Ninguna! Tus manos se ciñen a mi alrededor, ¡pero su tacto es frío! ¡Las privaciones te han consumido hasta convertirte en una sombra! ¡Muéstrame el medio de procurar otra comida, y escupiré y rechazaré al tentador! Pero ¿dónde puedo buscarla? …¡Así que déjame que vaya a buscarle! Tú rezarás por mí, Inés… ¿verdad que sí? ¿Y los niños? …¡No, no les dejes que recen por mí! En mi desesperación, me he olvidado de rezar, y sus oraciones serían ahora un reproche para mí. ¡Inés! ¡Inés! ¿Qué es esto, le estoy hablando a un cadáver? —efectivamente, eso parecía, ya que la desventurada se había desplomado a sus pies sin sentido—. ¡Gracias a Dios! —exclamó con energía, al verla aparentemente sin vida ante sí—. Gracias a Dios que ha sido una palabra lo que la ha matado; es una muerte más benigna que la del hambre. ¡Habría sido misericordioso estrangularla con estas manos! ¡Ahora les toca a los niños! —exclamó, mientras contendían horribles pensamientos en su vacilante y desequilibrada mente; e imaginó oír en sus oídos el rugido del mar con toda su atronadora fuerza, y vio diez mil olas estrellándose a sus pies, y cada una de ellas era de sangre—. ¡Ahora les toca a los niños! —y se puso a buscar a tientas algún instrumento de destrucción. Al hacerlo, su mano izquierda se cruzó con la derecha y, cogiéndola, exclamó como si sintiese una espada en la mano—: Esto servirá; forcejearán, suplicarán, pero les diré que su madre ha muerto a mis pies; y entonces, ¿qué podrán decir? Veamos —se dijo el desventurado, sentándose sosegadamente—; si me imploran, ¿qué les contestaré? A Julia, a la que lleva el nombre de su madre, y al pobre Mauricio que sonríe a pesar del hambre, y cuyas sonrisas son peor que maldiciones… ¡Les diré que su madre ha muerto! —exclamó, dirigiéndose con paso vacilante hacia la puerta del aposento de sus hijos—. ¡Que ha muerto sin un golpe! Ésa será la respuesta que recibirán, y su destino.

Mientras hablaba, tropezó con el cuerpo exánime de su esposa; y la excitación de su mente se elevó otra vez al más alto grado de consciente agonía, y gritó:

—¡Hombres!, ¡hombres!, ¿qué son vuestros afanes y pasiones?, ¿vuestras esperanzas y temores?, ¿vuestras luchas y triunfos? ¡Miradme!, ¡aprended de un ser humano como vosotros que predica su último y pavoroso sermón sobre el cadáver de su esposa, y se acerca a los cuerpos de sus hijos dormidos que pronto serán cadáveres también!… ¡Y lo van a ser por intermedio de su propia mano! ¡Escuchadme todo el mundo! ¡Renunciad a vuestras artificiosas apetencias y deseos, y dad a quienes dependen de vosotros para sobrevivir un medio de subsistencia! ¡No existe cuidado ni pensamiento alguno, después de esto! Dejad que nuestros hijos me pidan instrucción, perfeccionamiento, distinción; me lo pedirán en vano; me considero inocente. Eso pueden procurárselo ellos por sí mismos, o exigirlo si se alistan; ¡pero nunca seré indiferente a que me pidan pan, como lo han hecho… y aún lo siguen haciendo ahora! ¡Oigo los gemidos de sus sueños hambrientos! ¡Mundo… mundo, sé prudente y deja que tus hijos te maldigan en la cara por lo que sea, menos porque les falta el pan! ¡Oh, ésa es la más amarga de las maldiciones, y la que más se siente cuando menos se profiere! ¡Yo la he sentido muchas veces, pero no la sentiré ya más! —y el desdichado se dirigió vacilando hacia los lechos de sus hijos.

—¡Padre!, ¡padre! —exclamó Julia—; ¿son tus manos? ¡Oh!, déjame vivir, y haré lo que sea, lo que sea, menos…

—¡Padre!, ¡padre querido! —exclamó Inés—; ¡perdónanos! ¡Mañana podremos traerte otra comida!

Mauricio, el pequeño, saltó de la cama y gritó, agarrándose a su padre:

—¡Oh, padre, perdóname!… pero he soñado que había un lobo en la habitación, y nos mordía en la garganta; y yo gritaba tanto, padre, que creí que nunca vendrías. Y ahora… ¡Oh, Dios!, ¡oh, Dios! —exclamó al sentir que las manos del frenético desdichado atenazaban su garganta—. ¿Eres tú el lobo?

Afortunadamente, sus manos eran impotentes a causa de la misma convulsión de la agonía que las impulsaba a este desesperado esfuerzo. Las hijas se habían desvanecido de horror, y su desvanecimiento se asemejaba a la muerte.

El pequeño tuvo la astucia de hacerse el muerto también, y se quedó tendido y con la respiración contenida, bajo la feroz aunque perpleja garra que le atenazaba el cuello; luego se aflojó…, a continuación apretó otra vez, y después soltó su presa como al finalizar un espasmo.

Cuando el desdichado padre creyó que todo había concluido, se retiró de la cámara. Y al hacerlo, tropezó con la cadavérica figura de su esposa. Un gemido anunció que la infeliz no había muerto.

—¿Qué es esto? —dijo Walberg, tambaleándose en su delirio—; ¿acaso el cadáver me reprocha que les haya matado? ¿O sobrevive en él un aliento para maldecirme por no haber completado mi obra?

Mientras hablaba, puso un pie sobre el cuerpo de su esposa. En ese momento oyó un sonoro golpe en la puerta.

—¡Ya vienen! —dijo Walberg, cuyo frenesí le hizo pensar atropelladamente en las escenas de su imaginario asesinato, y en las consecuencias de un proceso judicial—. ¡Bien!, entrad, llamad otra vez, alzad el picaporte, o pasad como queráis; aquí estoy sentado en medio de los cuerpos de mi esposa y mis hijos; los he matado, lo confieso; venís a someterme a tortura, lo sé…, pero no importa; jamás me infligirán vuestros tormentos más agonía que la de verles perecer de hambre ante mis ojos. Entrad, entrad…, ¡la acción ya se ha consumado! Tengo el cadáver de mi esposa a mis pies, y la sangre de mis hijos en las manos…, ¿qué más puedo temer? Y mientras el desdichado hablaba de este modo, se derrumbó en la silla, y se dedicó a limpiarse las manchas de sangre que imaginaba que ensuciaban sus dedos. Por último, las llamadas a la puerta se hicieron más sonoras; levantaron el picaporte y entraron tres figuras en el aposento donde se hallaba Walberg.

Avanzaron lentamente: dos de ellas, debido a la edad y al cansancio, y una tercera, presa de una fuerte emoción. Walberg no les oyó; tenía los ojos fijos, y las manos fuertemente entrelazadas; no movió un solo músculo cuando se le acercaron.

—¿No nos conocéis? —dijo el primero, alzando una linterna que llevaba en la mano.

Su luz se derramó sobre un grupo digno del pincel de Rembrandt. La habitación estaba en completa oscuridad, salvo las zonas donde se proyectaba la fuerte y viva luz. Ésta iluminó la rígida y obstinada desesperación de Walberg, que parecía petrificado en su silla. Reveló también la figura del servicial sacerdote que había sido el director espiritual de Guzmán, y cuyo semblante, pálido y macilento por los años y las austeridades, parecía luchar con la sonrisa que temblaba entre sus arrugas. Detrás de él estaba el padre de Walberg, con aspecto de completa apatía, salvo cuando, tras un momentáneo esfuerzo de memoria, movía negativamente su blanca cabeza, como preguntándose qué hacía él allí… y por qué no podía hablar. Sosteniéndole, venía la joven figura de Everhard, sobre cuyas mejillas y ojos irradiaban un brillo y fulgor demasiado resplandecientes para ser duraderos, a los que inmediatamente se pegó a su achacoso abuelo como si necesitase el apoyo que parecía prestar. Walberg fue el primero en romper el silencio:

—Ya sé quiénes sois —dijo con voz hueca—; habéis venido a detenerme…, habéis oído mi confesión… ¿A qué esperáis? Sacadme a rastras. Yo mismo me levantaría y os seguiría si pudiese, pero siento como si hubiera echado raíces en esta silla; tendréis que tirar de mí.

Mientras hablaba, su esposa, que había permanecido tendida a sus pies, se levantó lenta pero firmemente; y, de todo lo que vio y oyó, pareció comprender sólo el significado de las palabras de su esposo, lo rodeó fuertemente con sus brazos, como para impedirle que huyese de ella, y miró al grupo con una expresión de impotente y horrible desafío.

—¿Otro testigo —exclamó Walberg— se levanta de la muerte contra mí? Así, pues, ha llegado el momento y trató de levantarse.

—Deteneos, padre —dijo Everhard, adelantándose rápidamente y reteniéndole en su silla—; quedaos donde estáis; hay buenas noticias, y este buen sacerdote ha venido a traerlas: escuchadle, padre; yo no puedo hablar.

—¡Tú!, ¡tú! Everhard —contestó el padre con una expresión de lúgubre reproche—. ¡Tú también vas a declarar contra mí! ¡Yo jamás he levantado la mano contra ti! Aquellos a quienes he matado, callan, ¿y tú quieres ser mi acusador?

Se agruparon todos a su alrededor, en parte aterrados y en parte deseosos de consolarle; pero ansiosos todos por revelarle la nueva que embargaba sus corazones, aunque temerosos de que dicha nueva resultase una carga demasiado pesada para la frágil embarcación que oscilaba y cabeceaba ante ellos, como si la siguiente brisa fuese a ser para ella como un temporal. Por último, habló el sacerdote, quien, por las necesidades de su profesión, desconocía los sentimientos familiares y las alegrías y angustias que se hallan inseparablemente unidas a las fibras de los corazones conyugales y paternos. Ignoraba por completo lo que Walberg podía sentir como esposo o como padre, ya que jamás había sido ninguna de las dos cosas; pero sabía que las buenas noticias eran buenas noticias, fueran cuales fuesen los oídos que las recibieran y los labios que las pronunciaran.

—Tenemos el testamento —exclamó de pronto—, el verdadero testamento de Guzmán. El otro no era —y pidió perdón a Dios y a los santos por decirlo— más que una falsificación. Hemos encontrado el testamento, y vos y vuestra familia sois los herederos de toda su fortuna. Venía a comunicároslo, pese a lo tarde que es, y tras haber obtenido con mucha dificultad permiso del superior, cuando me he encontrado por el camino a este anciano, al que conducía vuestro hijo… ¿Cómo es que sale tan tarde? —a estas palabras, observó que Walberg se estremecía presa de un breve aunque violento espasmo—. ¡Ha sido encontrado el testamento! —repitió el sacerdote, viendo el poco efecto que sus palabras parecían hacer en Walberg, y levantó la voz al máximo.

—Han encontrado el testamento de mi tío —repitió Everhard.

—¡Encontrado…, encontrado…, encontrado! —repitió el abuelo como un eco, sin saber lo que decía, pero repitiendo vagamente las últimas palabras que había oído, y mirando luego a su alrededor como buscando explicación.

—Han encontrado el testamento, amor mío —exclamó Inés, que parecía haber recobrado súbita y totalmente la conciencia ante la noticia—. ¿Es que no lo oyes, amor mío? Somos ricos… ¡somos felices! Dinos algo, amor mío, y no pongas esa mirada de ausencia… ¡dinos algo! Siguió un largo silencio. Por último:

—¿Quiénes son ésos? —dijo Walberg con voz hueca, señalando las figuras que tenía ante sí, a las que miraba con expresión fija y horrible, como si contemplase una banda de espectros.

—Tu hijo, amor mío; y tu padre… y el bondadoso sacerdote. ¿Por qué nos miras con tanto recelo?

—¿Y por qué han venido? —dijo Walberg.

Una y otra vez le comunicaron la noticia, en unos tonos que, trémulos a causa de diversas emociones, apenas podían expresar su significado. Finalmente, pareció tener débil conciencia de lo que le decían y, mirando en torno suyo, exhaló un hondo y pesado suspiro. Dejaron de hablar y le miraron en silencio.

—¡Riqueza!, ¡riqueza!; llega demasiado tarde. ¡Mirad eso… mirad eso! —y señaló la habitación donde estaban los niños.

Inés, con un horrible presentimiento en el corazón, entró precipitadamente, y vio a sus hijas tendidas aparentemente sin vida. El grito que profirió, al caer sobre sus cuerpos, hizo que el sacerdote y su hijo acudieran en su ayuda, y Walberg y el viejo se quedaron solos, mirándose el uno al otro con expresiones de completa insensibilidad: la apatía de la vejez y el estupor de la desesperación formaron un singular contraste con la frenética y loca agonía de los que aún conservaban sus sentimientos. Pasó mucho rato antes de que las hijas se recobrasen de su mortal desmayo, y mucho más, antes de que el padre se convenciese de que los brazos que le estrechaban y las lágrimas que caían sobre sus mejillas eran de sus hijos vivos.

Toda esa noche, su esposa y familia lucharon con su desesperación. Finalmente, pareció volverle de pronto la memoria. Derramó algunas lágrimas; luego, con una minuciosidad de recuerdo a la vez singular y afectuosa, se echó a los pies del anciano, quien; mudo y agotado, seguía en su silla, y exclamó: «¡Padre, perdóname!», y ocultó su rostro entre las rodillas de su padre. […]

La felicidad es un poderoso reconstituyente: a los pocos días, el ánimo de todos pareció recobrar el equilibrio. Lloraban a veces, pero sus lágrimas ya no eran de dolor; parecían esas lluvias matinales de una primavera hermosa que anuncian el aumento del calor y la belleza del día. Los achaques del padre de Walberg hicieron que éste decidiese no marcharse de España hasta su fallecimiento, que tuvo lugar pocos meses después. Murió en paz, bendiciendo y bendecido. Su hijo fue el único que le prestó auxilio espiritual, y un doloroso y transitorio momento de lucidez le permitió comprender y expresar su alegría y confianza en los sagrados textos que le fueron leídos. La riqueza de la familia les había proporcionado cierta importancia, y, por mediación del bondadoso sacerdote, se les permitió enterrar el cuerpo en suelo consagrado. La familia partió entonces para Alemania, donde reside en próspera felicidad; pero aun hoy se estremece Walberg del horror, cada vez que se acuerda de las espantosas tentaciones del desconocido, a quien encontraba en sus vagabundeos nocturnos en la hora de la adversidad; y los horrores de esta vista parecen agobiar su memoria más aún que las imágenes de su familia pereciendo de necesidad.

—Hay otros relatos relacionados con este misterioso ser —prosiguió el desconocido, que yo poseo y he recogido con gran dificultad, ya que el desventurado que se expone a sus tentaciones considera su desgracia como un crimen, y oculta, con el más ansioso sigilo, toda circunstancia de esta horrible visita. Nos reuniremos otra vez, señor, y os los contaré; y veréis cómo no son menos extraordinarios del que acabo de referiros. Pero ahora es demasiado tarde, y necesitaréis descansar después de la fatiga de vuestro viaje.

Y dicho esto, el desconocido se retiró.

Don Francisco permaneció sentado en su silla, meditando sobre la singular historia que había escuchado, hasta que lo avanzado de la hora, unido al cansancio y a la atención sostenida con que había seguido el relato del desconocido, le sumieron insensiblemente en un profundo sueño. Pocos minutos después le despertó un leve ruido en la habitación; yal alzar los ojos, vio sentada frente a él a otra persona, a la que no recordaba haber visto antes, pero que evidentemente era la misma a quien se le había negado aposento en esta casa la noche anterior. Sin embargo, parecía sentirse totalmente a gusto; y ante la mirada sorprendida e inquisitiva de don Francisco, replicó que era un viajero al que, por equivocación, habían introducido en este aposento; y que hallando a su ocupante dormido, y viendo que su entrada no le había turbado el descanso, se había tomado la libertad de quedarse, aunque se retiraría si su presencia era considerada una intrusión.

Mientras hablaba, don Francisco tuvo tiempo de observarle. Había algo especial en su expresión, aunque no le resultaba fácil determinar el qué; y su ademán, aunque no era cortés ni conciliador, tenía una seguridad que parecía más resultado de la independencia de pensamiento que de los hábitos adquiridos en sociedad.

Don Francisco le invitó grave y lentamente a quedarse, no sin una sensación de pavor a la que no lograba encontrar explicación; y el desconocido le devolvió el cumplido de un modo que no disipó esa impresión. Siguió un largo silencio. El desconocido (que no dio a conocer su nombre) fue el primero en romperlo, excusándose por haber oído casualmente, desde un aposento contiguo, la extraordinaria historia o relato que acababan de contarle a don Francisco, y que le había interesado profundamente; lo que paliaba (añadió, inclinando la cabeza con un gesto de ceñuda y renuente urbanidad) la indiscreción al escuchar una conversación no destinada a él.

A todo lo cual no pudo replicar don Francisco con otra cosa que con inclinaciones de cabeza igualmente rígidas (su cuerpo casi formaba ángulo agudo con sus piernas, según estaba sentado), e inquietas y recelosas miradas de curiosidad, dirigidas a su extraño visitante quien, sin embargo, permanecía inmutablemente sentado, y parecía decidido, después de todas sus excusas, a seguir allí ante don Francisco.

Otra larga pausa fue rota por el visitante.

—Estabais escuchando, creo —dijo—, una historia disparatada y terrible sobre un ser a quien se le ha encomendado una misión incalificable: tentar a los espíritus desventurados, en su última extremidad mortal, para que cambien sus esperanzas de futura felicidad por una breve remisión de sus sufrimientos temporales.

—No he oído nada de eso —dijo don Francisco, cuya memoria, que era muy poco brillante, no había retenido gran cosa debido a la longitud del relato que acababa de escuchar, y al sueño en que había caído a continuación.

—¿Nada? —dijo el visitante con una brusquedad y aspereza en el tono que hizo que su interlocutor se sobresaltase—, ¿nada? Me pareció que se mencionaba también a un ser desventurado, a quien Walberg confesó que debía sus más rigurosas pruebas… y cuyas visitas hacían que hasta las del hambre, comparadas con ellas, fuesen como polvo en la balanza.

—Sí, sí —contestó don Francisco, sobresaltado, al venirle súbitamente a la memoria—; recuerdo que se mencionaba al diablo, o a su agente, o algo así.

—Señor —dijo el desconocido interrumpiéndole, con una expresión de fiera y violenta burla que aturulló a Aliaga—; señor; os ruego que no confundáis a personajes que, aunque tienen el honor de estar estrechamente relacionados, son sin embargo totalmente distintos, como es el caso del diablo y agente, o sus agentes. Vos mismo, señor, que naturalmente como ortodoxo inveterado católico detestáis al enemigo de la humanidad, habéis actuado muchas veces como su agente; sin embargo, os ofenderíais un poco si os confundiesen con él —don Francisco se santiguó varias veces seguidas, y negó fervientemente haber actuado jamás como agente del enemigo del hombre—. ¿Os atrevéis a negarlo? —dijo su singular visitante sin elevar la voz, tal como insolencia de la pregunta parecía requerir, sino bajándola hasta hacerla susurro, al tiempo que acercaba su asiento al de su atónito compañero—; ¿os atrevéis a negar eso? ¿No habéis pecado jamás? ¿No habéis tenido un solo pensamiento impuro? ¿No os habéis permitido un fugaz sentimiento de odio, malicia, o de venganza? ¿No os habéis olvidado jamás de hacer el bien que debíais, ni habéis pensado hacer el mal que no debíais? ¿No os habéis aprovechado jamás de un mercader, ni os habéis saciado en los despojos de vuestro famélico deudor? ¿No habéis maldecido jamás de corazón, durante vuestras devociones diarias, los descarríos de vuestros hermanos heréticos, ni habéis esperado, mientras sumergíais vuestros dedos en agua bendita, que por cada gota que tocaba vuestros poros se mojaran los de ellos con gotas de fuego y azufre? ¿No os habéis alegrado nunca, al contemplar al populacho hambriento, ignorante y degradado de vuestro país, de la desdichada y temporal superioridad que vuestra opulencia os ha concedido, ni habéis pensado que las ruedas de vuestro coche rodarían con más suavidad si el camino estuviese pavimentado con las cabezas de vuestros compatriotas? Os preciáis de ser católico ortodoxo, cristiano viejo, ¿no es cierto?; ¿y osáis decir que no habéis sido agente de Satanás? Pues yo os digo que cada vez que cedéis a una pasión brutal, a un sórdido deseo, a una impura imaginación, cada vez que pronunciáis una palabra que oprime el corazón o amarga el espíritu de vuestros semejantes, cada vez que habéis hecho pasar con dolor esa hora a cuyo transcurso podíais haber prestado alas, cada vez que habéis visto caer, sin impedirlo, una lágrima que vuestra mano podía haber enjugado, o la habéis forzado a brotar de unos ojos que podían haberos sonreído luminosos de haberlo permitido vos; cada vez que habéis hecho esto, habéis sido diez veces más agente del enemigo hombre que todos los desdichados a quienes el terror, los nervios debilitados o la visionaria credulidad han obligado a la confesión de un pacto increíble con el hacedor del mal, confesión que les ha conducido a unas llamas mucho más consistentes que las que la imaginación de sus perseguidores les destinaba una eternidad de sufrimiento. ¡Enemigo de la humanidad! —prosiguió el desconocido—. ¡Ay, cuán absurdo es ese título adjudicado al gran caudillo de los ángeles, al astro matutino de su esfera! Qué enemigo más mortal tiene el hombre que él mismo. Si se pregunta a sí mismo a quién debería otorgar en rigor ese título, que se golpee el pecho; su corazón le contestará: ¡concédelo aquí!

La emoción con que había hablado el desconocido despertó por completo, y sacudió incluso, al indolente y encostrado espíritu del oyente. Su conciencia, como un caballo de coche estatal, sólo se aparejaba en solemnes y pomposas ocasiones, y en ellas andaba al paso, por una calzada suave y bien dispuesta, bajo suntuosos jaeces de ceremonia; ahora parecía el mismo animal, montado súbitamente por un fiero y vigoroso jinete, y hostigado por la fusta y la espuela, a lo largo de un camino nuevo y desigual. Y dado que era de por sí lento y desganado, sentía la fuerza del peso que le oprimía, y el bocado que le irritaba. Contestó con una apresurada y temblorosa negación de todo compromiso, directo o indirecto, con el poder del mal; pero añadió que reconocía haber sido demasiadas veces víctima de sus seducciones, y confiaba en alcanzar el perdón de sus descarríos por parte del poder de la Santa Madre Iglesia y la intercesión de los santos.

El desconocido (aunque sonrió torvamente ante tal declaración) pareció aceptar la concesión; se excusó, a su vez, por el calor con que se había expresado, y rogó a don Francisco que lo interpretase como muestra de su interés en sus preocupaciones espirituales. Esta explicación, aunque pareció comenzar favorablemente, no fue seguida, sin embargo, por ningún intento de reanudar la conversación. Las partes parecieron mantenerse alejadas una de otra, hasta que el desconocido volvió a aludir al hecho de haber oído casualmente la singular conversación y subsiguiente relato en el aposento de Aliaga.

—Señor —añadió con una voz cuya solemnidad impresionó profundamente a su interlocutor—, estoy al corriente de las circunstancias relativas a la extraordinaria persona que fue atento vigilante de las miserias de Walberg y tentador nocturno de sus pensamientos sólo conocidos por él y por mí. A decir verdad, puedo añadir, sin pecar de vanidad ni presunción, que estoy tan al corriente como él mismo de cada suceso de su extraordinaria existencia; y que vuestra curiosidad, si se sintiese interesada en ello, no podría ser más amplia y fielmente satisfecha que por mí.

—Os lo agradezco, señor —respondió don Francisco, cuya sangre pareció helársele en las venas ante la voz y expresión del desconocido, no sabía bien por qué—; os lo agradezco, pero mi curiosidad ha quedado completamente satisfecha con el relato que ya he oído. La noche casi ha concluido, y tengo que proseguir mi viaje por la mañana; deseo, por tanto, diferir las circunstancias que me brindáis, hasta que volvamos a vemos.

Mientras hablaba, se levantó de su silla, esperando que su gesto indicara al intruso que su presencia no era ya deseada. A pesar de esta insinuación, éste siguió clavado en su asiento. Por último, saliendo como de un trance, exclamó

—¿Cuándo volveremos a vemos?

Don Francisco, que no se sentía especialmente deseoso de renovar esta familiaridad, dijo al azar que se dirigía a las proximidades de Madrid, donde residía su familia, a la que no había visto desde hacía muchos años; que las etapas de su viaje eran irregulares, ya que se veía obligado a esperar noticias de un amigo y futuro pariente (refiriéndose a Montilla como futuro yerno; y mientras hablaba, el desconocido esbozó una extraña sonrisa), y también a ciertos corresponsales comerciales, cuyas cartas eran de la mayor importancia. Finalmente, añadió con voz turbada (pues el temor que le inspiraba la presencia de desconocido le envolvía como una atmósfera fría y parecía helarle hasta las palabras, en cuanto le salían de la boca), no podía —comprensiblemente— decirle cuándo tendría el honor de verle otra vez.

—Vos no podéis —dijo el desconocido, levantándose y echándose la capa sobre el hombro, al tiempo que sus terribles ojos se volvían y miraban de soslayo al pálido interlocutor—; vos no podéis, pero yo sí. ¡Don Francisco d Aliaga, nos veremos mañana por la noche!

Se había detenido, mientras decía esto, junto a la puerta, clavando e Aliaga unos ojos cuyo fulgor pareció más intenso en medio de la oscuridad de austero aposento. Aliaga se había levantado también; y miraba a su extraño visitante con confusos y turbados ojos, cuando éste, regresando súbitamente de la puerta, se acercó y le dijo en un susurro apagado y misterioso:

—¿Os gustaría ver el destino de aquellos cuya curiosidad o presunción viola los secretos de ese misterioso ser, y se atreven a tocar los pliegues del velo en que su destino ha sido envuelto por toda la eternidad? ¡Si lo deseáis, mira ahí! —y diciendo esto, señaló hacia la puerta, la cual, como muy bien recordaba don Francisco, correspondía al aposento de la persona que había conocido la tarde anterior en la venta y le había relatado la historia de la familia d Guzmán (o más bien de sus parientes), y al que se había retirado. Obedeciendo maquinalmente al gesto del brazo, y a la mirada terrible de desconocido, más que al impulso de su propia voluntad, Aliaga le siguió Entraron en el aposento; era estrecho, y estaba vacío y oscuro. El desconocido sostuvo en alto una vela, cuya débil luz se derramó sobre un lecho miserable donde yacía lo que había sido la forma de un hombre vivo hacía escasas horas.

—¡Mirad ahí! —dijo el desconocido. Y Aliaga contempló con horror la figura del ser que había estado conversando con él durante las primeras horas de esa misma noche: ¡era un cadáver!

—¡Avanzad… mirad… observad! —dijo el desconocido arrancando la sábana que había sido única cobertura del durmiente, ahora sumido en su largo sueño definitivo—. No hay señal ninguna de violencia, ni contorsión de gesto, ni convulsión de miembro: ninguna mano humana se ha posado sobre él. Pretendía la posesión de un secreto desesperado… y lo ha conseguido; pero ha pagado por él el terrible precio que los mortales sólo pueden pagar una vez. ¡Así perecen aquellos cuya presunción excede a su poder!

Aliaga, mientras contemplaba el cuerpo y oía las palabras del desconocido, sintió deseos de llamar a los moradores de la casa, y acusar de homicidio al desconocido; pero la natural cobardía de un espíritu mercantil, unida a otros sentimientos que no podía analizar ni se atrevía a reconocer, le contuvieron… y siguió mirando alternativamente al cadáver y al cadavérico desconocido. Éste, tras señalar elocuente mente el cuerpo muerto, como aludiendo al peligro que entrañaba una imprudente curiosidad o una vana revelación, repitió la advertencia:

—¡Nos volveremos a ver mañana por la noche! —y se fue.

Vencido por el cansancio y las emociones, Aliaga se sentó junto al cadáver, y permaneció en esa especie de estado de trance hasta que los criados de la venta entraron en el aposento. Se quedaron horrorizados al descubrir el cadáver en la cama, y poco menos que espantados ante el estado casi mortal en que hallaron a Aliaga. Su conocida fortuna y distinción le procuraron atenciones que de otro modo se le habrían negado a causa del temor y los recelos. Extendieron una sábana sobre el cadáver, y Aliaga fue trasladado a otro aposento, donde fue atendido diligentemente por los criados.

Entretanto, llegó el alcaide; y habiéndose enterado de que la persona que había fallecido repentinamente en la venta era desconocida, y que se trataba sólo de un escritor y hombre de ninguna importancia pública ni privada, y que la persona encontrada junto a su lecho en pasivo estupor era un rico mercader, tiró con cierta premura de la pluma, la sacó del tintero portátil colgado de su ojal, y garabateó el informe de esta sabia encuesta: «Que un huésped ha muerto en la casa no se puede negar; pero nadie podría tener a don Francisco de Aliaga por sospechoso de homicidio».

Al montar don Francisco sobre su mula, al día siguiente, en razón de este justo veredicto, una persona, que al parecer no pertenecía a la casa, fue particularmente solícita en ajustarle los estribos, etc.; y mientras el obsequioso alcaide saludaba con frecuentes y profundas inclinaciones de cabeza al rico mercader (de cuya liberalidad había recibido amplia muestra, a juzgar por el color favorable que había dado a la sólida prueba circunstancial contra él, dicha persona susurró con una voz que sólo llegó a oídos de don Francisco:

—¡Nos veremos esta noche!

Don Francisco, al oír estas palabras, retuvo a su mula. Miró en torno suyo…, pero el desconocido había desaparecido. Don Francisco cabalgó con una sensación de pocos conocida, y quienes la han experimentado son quizá los que menos desean hablar de ella.