—Qaeque ipsa miserrima vidi,
Et quorum pars magna fui.
VIRGILIO
La esposa de Walberg, que era de carácter naturalmente sosegado y tranquilo, y a quien la adversidad había enseñado una ávida y celosa prévoyance, no se sentía tan eufórica ante la actual prosperidad de la familia como los miembros jóvenes, o incluso los mayores. Su espíritu estaba lleno de pensamientos que no quería comunicar a su esposo, y a veces ni confesárselos a sí misma; en cambio, hablaba más abiertamente con el sacerdote que les visitaba frecuentemente con renovadas muestras de la generosidad de Guzmán. Le dijo que, aunque agradecía la amabilidad de su hermano por el apoyo presente y la esperanza de la futura riqueza, deseaba que se les permitiese a sus hijos adquirir los medios de vivir por sí mismos con independencia, y que el dinero destinado por la liberalidad de Guzmán a su educación ornamental se aplicase al objeto de asegurarles la capacidad de defenderse por sí mismos y ayudar a sus padres. Aludió levemente a la eventualidad de que se operase un cambio en los sentimientos favorables de su hermano respecto a ella, e insistió en la circunstancia de que sus hijos eran extraños en el país, ignorantes de su lengua, y contrarios a su religión; suave, pero firmemente, le expuso las vicisitudes a que una familia hereje de extranjeros podía estar expuesta en un país católico, y suplicó al sacerdote que emplease su mediación e influencia cerca de su hermano para que se les permitiese a los niños, merced a su generosidad, adquirir los medios de lograr una subsistencia independiente, como si… y aquí se calló. El bueno y amistoso sacerdote (pues en verdad era ambas cosas) la escuchó con atención; y después de satisfacer su conciencia, amonestándola a que renunciase a sus heréticas opiniones como medio de obtener la reconciliación con Dios y con su hermano, y de recibir una serena pero firme negativa, siguió dándole su mejor consejo SECULAR, que era cumplir con los deseos de su hermano en todo, educar a sus hijos de la manera indicada, y con los medios que él tan liberalmente proveía. Añadió en confianza que Guzmán, aunque durante su larga vida no había sido jamás sospechoso de otra pasión que la de acumular dinero, ahora parecía poseído de un espíritu mucho más difícil de expulsar, y era que estaba decidido a que los herederos de su fortuna estuviesen, en lo que se refería a todo lo que contribuía a embellecer una sociedad culta, al mismo nivel que los descendientes de la primera nobleza de España. Por último, le aconsejó sumisión a los deseos de su hermano en todos los puntos; y la esposa de Walberg asintió con lágrimas en los ojos que trató de ocultar al sacerdote, y cuyas huellas borró por entero antes de volver a ver a su esposo.
Entretanto, el plan de Guzmán se llevó a cabo rápidamente. Se dispuso para Walberg una casa elegante; sus hijos fueron espléndidamente vestidos y suntuosamente alojados; y, aunque la educación era de muy bajo nivel en España, y aún lo es, se les enseñó cuanto se suponía que les capacitaba como compañeros de los descendientes de hidalgos. Cualquier intento, o incluso comentario, de que se les preparase para ocupaciones ordinarias de la vida estaba rigurosamente prohibido por orden de Guzmán. El padre se alegraba de esto; la madre lo lamentaba, pero se guardaba el pesar para sí misma, y se consolaba pensando que la educación ornamental que sus hijos recibían podía en última instancia convertirse en algo de provecho. Pues la esposa de Walberg era una mujer a la que la experiencia del infortunio había enseñado a mirar el futuro con ojos ansiosos; y esos ojos, con presagiosa precisión, raramente habían dejado de descubrir un atisbo de desdicha en el más esplendoroso rayo de sol que jamás temblara en su azarosa existencia.
Las órdenes de Guzmán fueron obedecidas: la familia vivía en el lujo. Los jóvenes se sumergieron en su nueva vida placentera con una avidez proporcional a su juvenil sensibilidad al placer, y al gusto por el refinamiento y las ocupaciones elegantes que su anterior oscuridad había reprimido, aunque no había podido extinguir. El orgulloso y feliz padre se recreaba en la belleza personal y provechoso talento de sus hijos. La madre, preocupada, suspiraba a veces, pero cuidaba de que su suspiro jamás llegase a oídos de su esposo. Los ancianos abuelos, cuyos achaques habían aumentado bastante a causa de su viaje a España, y posiblemente más aún por esa fuerte emoción que es hábito para la juventud pero convulsión para la vejez, permanecían sentados en sus amplias butacas, cómodamente ociosos, dormitando y dejando correr la vida en inefables aunque conscientes momentos de satisfacción, y tranquila aunque venerable apatía. Dormían mucho; pero cuando despertaban, sonreían a sus nietos, y el uno al otro.
La esposa de Walberg, durante este intervalo que a todos salvo a ella parecía de una felicidad imposible, sugería a veces una benévola precaución, una vacilante y ansiosa advertencia, una eventualidad de desengaño futuro; pero estos avisos eran inmediatamente rechazados por los sonrosados, risueños y besucones labios de sus hijos, hasta que la madre, finalmente, acababa sonriéndose de sus propias aprensiones. A veces, sin embargo, salía con ellos en dirección a la casa del tío. Paseaba con los niños de un extremo a otro de la calle, ante su puerta; y a veces se levantaba el velo, como si sus ojos pudiesen traspasar unos muros tan duros como el corazón del avaro, o unas ventanas tan cerradas como sus cofres; luego, miraba de soslayo los costosos vestidos de los niños, mientras sus ojos volaban hacia el futuro, suspiraba, y regresaba lentamente a casa. Pero este estado de incertidumbre iba a terminar muy pronto.
El sacerdote, confesor de Guzmán, les visitaba a menudo; primero, en calidad de limosnero o instrumento de su generosidad, que era concedida amplia y puntualmente a través de sus manos; y en segundo lugar, en calidad de consumado jugador de ajedrez, en cuyo juego no había encontrado, ni siquiera en España, un adversario como Walberg. También sentía interés por la familia y su suerte, a la que, si bien su ortodoxia rechazaba, su corazón no podía por menos de aceptar; y así, el buen sacerdote abordaba el asunto jugando con el padre, y rezando por la conversión de su familia a su regreso a casa de Guzmán. Y fue en el momento en que estaba absorto en la primera ocupación cuando le llegó un mensaje ordenándole que regresase al instante: el sacerdote dejó su reina en prise, y salió apresuradamente al recibimiento para hablar con el mensajero. La familia de Walberg, con indecible inquietud, medio se levantó para seguirle. Se detuvieron en la puerta, y luego se retiraron con una mezcla de ansiedad por enterarse, y vergüenza ante la actitud en que podían haberles descubierto. Al retirarse, no obstante, no pudieron evitar oír estas palabras:
—Está en las últimas; me envía por vos; no debéis perder un instante.
Y tras hablar el mensajero, éste y el sacerdote se marcharon.
Regresó la familia a su aposento, y durante unas horas permanecieron todos sentados en profundo silencio, roto sólo por el tictac del reloj, que se oía clara y únicamente, y que parecía demasiado sonoro para sus sensibilizados oídos, en medio de la absoluta quietud, o por el eco de los presurosos pasos de Walberg, cuando saltaba de su silla y cruzaba el aposento. Al verle, se volvían como esperando a un mensajero; luego, miraban la silenciosa figura de Walberg, y se dejaban caer en sus asientos otra vez. Así, la familia permaneció en vela toda esa interminable noche de muda e indecible emoción. Las velas se consumieron totalmente y al final se apagaron, pero nadie lo notó; la pálida claridad de la madrugada irrumpió débilmente en la estancia, aunque nadie se dio cuenta de que amanecía.
—¡Dios mío, cuánto tarda! —exclamó Walberg involuntariamente; y estas palabras, aunque pronunciadas para sus adentros, hicieron que todos se sobresaltasen; porque eran los primeros sonidos de voz humana que oían desde hacía muchas horas.
En este momento se oyó una llamada en la puerta; sonaron unos pasos lentos a lo largo del pasillo que conducía a la habitación, se abrió la puerta y apareció el sacerdote. Entró en la estancia sin hablar, y sin que nadie dijese nada tampoco. Y el contraste entre la intensa emoción y el silencio prolongado, ese conflicto de la palabra que estrangula el pensamiento al expresarlo y el pensamiento que en vano pide ayuda a la palabra, de la agonía y el mutismo, formaron una terrible asociación. Pero fue sólo momentánea; el sacerdote, de pie, pronunció esta sentencia:
—¡Todo ha terminado!
Walberg se llevó las manos a la frente, y en extática agonía, exclamó:
—¡Gracias a Dios!
Y cogiendo violentamente el primer objeto que encontró más cerca, y como si imaginase que era uno de sus hijos, lo estrechó y abrazó contra su pecho. Su esposa lloró un momento ante el pensamiento de la muerte de su hermano, pero se dispuso, por sus hijos, a escuchar todo lo que el sacerdote tuviera que decir. Éste no pudo añadir sino que Guzmán había muerto, que había puesto los sellos a cada arca, cajón y cofre de la casa, que no había escapado a la diligencia de los oficiales un sólo gabinete, y que el testamento se leería al día siguiente.
Al día siguiente, la familia seguía sumida en esa intensa expectación que impide todo pensamiento. Los criados prepararon la comida usual, pero ésta quedó intacta. Los miembros de la familia se insistieron unos a otros para que comiesen; pero como la insistencia no iba reforzada con el ejemplo del invitador, los platos fueron retirados tal como habían venido. Hacia mediodía, se les anunció la visita de una grave persona, con indumentaria de notario, quien notificó a Walberg que debía asistir a la apertura del testamento de Guzmán. Cuando Walberg se disponía a obedecer la orden, uno de los hijos le tendió solícitamente el sombrero y otro la capa, cosas ambas que él olvidaba con las tribulaciones de su preocupación; y estas muestras de atención y de estar en todo de sus hijos contrastaron con su propio aturdimiento, que le venció totalmente; y se dejó caer en una silla para serenarse.
—Será mejor que no vayas, amor mío —dijo su esposa suavemente.
—Creo que… debo seguir tu consejo —dijo Walberg, dejándose caer de nuevo en el asiento, del que medio se había levantado.
El notario, con una formal inclinación, se dispuso a retirarse.
—¡Iré! —dijo Walberg, soltando un juramento en alemán, cuyo gutural sonido hizo que el notario diese un respingo—. ¡Iré!
Y diciendo esto, se derrumbó al suelo vencido por el cansancio, la falta de alimento, y presa de una emoción que sólo un padre podía sentir. Se retiró el notario, y transcurrieron unas horas más de tonurante conjetura que, por parte de la madre, se manifestaba tan sólo en sus manos entrelazadas y sus apagados suspiros; por parte del padre, en su profundo silencio, su semblante desviado y sus manos que parecían buscar las de sus hijos para luego retraerse; y por parte de los niños, en los fluctuantes augurios de esperanza y desencanto. La anciana pareja permanecía sentada, inmóvil en medio de su familia; ignoraba qué ocurría, pero sabían que si era bueno, deberían compartirlo con ellos. Sus facultades se habían vuelto últimamente muy obtusas para la percepción de la proximidad de la desgracia.
La mañana estaba muy avanzada: era mediodía. Los criados, de los que la generosidad del difunto había dotado a la casa en gran número, anunciaron que la comida estaba dispuesta; Inés, que conservaba más presencia de ánimo que el resto, sugirió amablemente a su esposo la necesidad de no mostrar sus emociones ante la servidumbre. Obedeció él a su insinuación maquinalmente, y se dirigió al comedor, olvidando por primera vez ofrecer el brazo a su delicado padre. La familia le siguió; pero, cuando se sentaron a la mesa, no parecieron saber con qué objeto se habían reunido allí. Walberg, consumido por esa sed de la ansiedad, que parece no aplacarse con nada, pidió vino repetidamente; y su esposa, cuyos esfuerzos por tomar algo resultaban vanos en presencia de los inmóviles y mirones sirvientes, les ordenó que se retirasen con una seña, aunque tampoco pudo comer en ausencia de ellos. La anciana pareja comió como siempre; y de vez en cuando alzaba la vista con una expresión de vaga y vacía admiración, una especie de indolente renuencia a admitir el temor o la creencia en la proximidad de una desdicha. Hacia el final de su triste comida, Walberg recibió el recado de que saliese un momento. Regresó pocos minutos después, sin mostrar signos de cambio en su semblante. Se sentó; y sólo su esposa percibió la sombra de una sonrisa forzada que afloraba entre las temblorosas arrugas de su rostro, al servirse un gran vaso de vino, y llevárselo a los labios, mientras decía en voz alta:
—¡A la salud de los herederos de Guzmán! —pero en vez de beber, arrojó el vaso al suelo; y ocultando el rostro en el mantel que cubría la mesa, sobre la que se había derrumbado, exclamó—: ¡Ni un ducado, ni un ducado… se lo ha dejado todo a la Iglesia! ¡Ni un ducado! […]
Por la tarde llegó el sacerdote, y encontró a la familia mucho más tranquila.
La certeza del infortunio les había infundido una especie de valor. La incertidumbre es el único mal contra el que no se puede establecer una defensa…, y, como jóvenes marineros en un mar inexplorado, casi se sentían dispuestos a acoger bien la tormenta, como alivio del insoportable malestar de la ansiedad. El sincero pesar, y alentador comportamiento del sacerdote, fueron un cordial para sus oídos y corazones. Manifestó su convicción de que nada sino los más ruines medios a que sin duda habían recurrido los interesados y fanáticos monjes podían haber arrancado semejante testamento al moribundo; que estaba dispuesto a testificar, ante cualquier tribunal de España, la intención del testador (hasta pocas horas antes de su muerte) de legar toda su fortuna a su familia, intención que repetidamente le había manifestado a él y a otros, en cuyo sentido había visto un testamento anterior, fechado no hacía mucho. Finalmente, aconsejó encarecidamente a Walberg que presentase el caso al arbitrio legal, para lo que le prometió sus gestiones personales, su influencia con los abogados más hábiles de Sevilla, y todo lo que fuese… menos dinero.
Esa noche se acostó la familia con el ánimo exaltado por la esperanza, y durmió en paz. Sólo un detalle reveló un cambio en sus sentimientos y sus hábitos. Al ir a retirarse, el anciano puso su mano trémula en el hombro de Walberg, y le dijo suavemente:
—Hijo mío, ¿vamos a rezar antes de retirarnos?
—Esta noche no, padre —dijo Walberg, que quizá temía que la alusión a su herético culto pudiese enajenarle la amistad del sacerdote, o comprendía que la agitación de su corazón era demasiado grande para cumplir el solemne ejercicio con ella—. Esta noche no; soy… ¡demasiado feliz!
El sacerdote cumplió su palabra: los abogados más hábiles de Sevilla se hicieron cargo de la causa de Walberg. Se descubrieron ingeniosas pruebas de ilícitas influencias de impostura y terror ejercidas sobre el testador, gracias a la diligencia y autoridad espiritual del sacerdote, que fueron hábilmente expuestas y diestramente esgrimidas por los abogados. Walberg recobraba su ánimo de hora en hora. La familia, en el momento de la muerte de Guzmán, estaba en posesión de una considerable suma de dinero, pero no tardó en consumirse, juntamente con otra que la economía de Inés le había permitido ahorrar, y que ahora había sacado gozosamente a la luz para ayudar a hacer frente a las necesidades de su esposo, y con la confianza de un éxito final. Cuando lo hubieron gastado todo, aún les quedaban otros recursos: se deshicieron de la espaciosa casa, despidieron a los criados, vendieron los muebles más o menos por la cuarta parte de su valor (como es habitual), y en su nueva y humilde morada de las afueras de Sevilla, Inés y sus hijas volvieron tranquilamente a esos trabajos domésticos que tenían costumbre de realizar en su apacible casa de Alemania. En medio de estos trastornos, los abuelos no sufrieron más que un cambio de lugar, del que apenas parecieron tener conciencia. No disminuyó la constante atención de Inés por la comodidad de ambos, sino que aumentó ante la necesidad de ser ella la única administradora; y alegaba sonriente falta de apetito o una indisposición pasajera para quitarse de su propia comida y de la de sus hijos, mientras que preparaba la de ellos con todo lo que podía tentar al embotado paladar de la vejez, o lo que ella recordaba que les gustaba.
La causa había llegado ahora a la vista, y durante los dos primeros días los abogados de Walberg llevaron las de ganar. Al tercer día, los abogados eclesiásticos presentaron una firme y vigorosa oposición. Walberg regresó a casa desalentado; su esposa se dio cuenta, así que no fingió alegría ninguna, que sólo conseguiría aumentar la irritación de la desdicha, sino que se mantuvo ecuánime en su presencia, tranquila e invariablemente ocupada en las tareas domésticas durante toda la tarde. Al separarse por la noche, por una extraña casualidad, el anciano recordó una vez más a su hijo el olvido de la oración familiar.
—Esta noche, no, padre —dijo Walberg impaciente—; esta noche, no; ¡soy demasiado desgraciado!
—¡Así —dijo el anciano alzando sus manos secas y hablando con una energía que no mostraba desde hacía años—, así, oh Dios mío, la prosperidad y la adversidad nos dan igual pretexto para olvidamos de ti!
Al salir vacilante de la habitación, Walberg reclinó la cabeza sobre el pecho de su esposa, que estaba sentada junto a él, y derramó unas lágrimas amargas. E Inés susurró para sí: «El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, ¡oh Dios!, no desprecies». […]
El pleito se llevó con un espíritu y una diligencia sin precedentes en los tribunales de España, y el cuarto día se dedicó a una audiencia final y a la resolución del caso. Amaneció el día, y con el amanecer se levantó Walberg, y se paseó durante unas horas ante las puertas del palacio de justicia; y cuando abrieron, entró y se sentó maquinalmente en un asiento de la sala desierta, con la misma expresión de atención profunda y ansioso interés que habría adoptado de haber estado ya presente el tribunal, y a punto de dictar sentencia. Tras unos momentos de ensimismamiento, suspiró, se sobresaltó y pareció despertar de un sueño; abandonó su asiento, y se puso a pasear arriba y abajo por los pasillos desiertos, hasta que el tribunal se dispuso a ocupar sus escaños.
Esa mañana, el tribunal se reunió temprano, y la causa fue enérgicamente defendida. Walberg permaneció sentado en su sitio, sin cambiar de postura, hasta que concluyó todo; se había hecho de noche, y no había tomado refrigerio alguno en todo el día ni se había movido; tampoco se había renovado en ningún momento la atmósfera estancada y corrompida de la atestada sala. Quid multis morer. La mentalidad más abstrusa puede calcular las posibilidades de un hereje extraño frente a los intereses de los sacerdotes en España.
La familia había permanecido sentada todo ese día en la habitación más íntima de su humilde casa. Everhard quiso acompañar a su padre al palacio de justicia, pero su madre se lo había impedido. Las hermanas suspendían involuntariamente sus labores de vez en cuando, y la madre les recordaba amablemente la necesidad de proseguirlas. Las reanudaban; pero sus manos, discrepando de sus sentimientos, cometían tales desatinos, que la madre, δαχρνοεν γελασασα, les quitó la labor y les sugirió que se dedicasen a alguna de las tareas activas de la casa y así ocupadas, pasaron la tarde; de vez en cuando, la familia dejaba sus quehaceres y se apiñaba en la ventana para ver si regresaba el padre. La madre renunció a llamarles la atención: cayó en un mutismo, y su silencio contrastaba vivamente con la inquieta impaciencia de sus hijos.
—¡Ése es mi padre! —exclamaron las voces de los cuatro a un tiempo, al ver cruzar la calle una figura—. No era mi padre —repitieron, al verla alejarse lentamente.
Oyeron una llamada en la puerta; la propia Inés corrió a abrir. Una figura retrocedió, avanzó y retrocedió otra vez. Luego cruzó por delante de ella como una sombra. Presa de terror, Inés la siguió; y con un horror indecible, vio a su esposo de rodillas entre sus hijos, que trataban en vano de levantarlo, mientras él repetía:
—¡No; dejadme de rodillas…, dejadme de rodillas; os he arruinado a todos! ¡He perdido el pleito y os he convertido en mendigos a todos!
—¡Levantad, levantad, queridísimo padre —exclamaron los niños, apiñándose a su alrededor—; nada se ha perdido, y vos estáis salvado!
—Levanta, amor mío, de esa horrible y antinatural humillación —exclamó Inés, agarrando los brazos de su esposo—. Ayudadme, hijos míos… Padre, madre, ¿no vais a ayudarme?
Y mientras hablaba, las figuras tambaleantes, desvalidas y casi sin vida de los ancianos abuelos se levantaron de sus sillas y, trastabillando, prestaron sus débiles fuerzas, su vis impotentiae, para sostener o socorrer al peso que tiraba inamovible de los brazos de los niños y la madre. Ante esta actitud de todos, más que por sus esfuerzos, Walberg se levantó de la postura que angustiaba a su familia, mientras sus ancianos padres, regresando torpemente a sus sillas, parecieron perder en pocos momentos la clara conciencia de desgracia que por un instante les había infundido una fuerza casi milagrosa. Inés y sus hijos rodearon a Walberg, y le expresaron todo el consuelo que su desamparado cariño podía inspirarles; pero quizá no hay nada que dispare un dardo más afilado al corazón que el pensamiento de que las manos que se cogen a las nuestras tan tiernamente no pueden ganar para nosotros ni para ellas el valor de otra comida, o de que los labios que besan los nuestros tan cálidamente pueden después pedimos pan… ¡Y pedirlo en vano!
Afortunadamente, quizá, para esta desdichada familia, la misma extremidad de su dolor hacía imposible que se abandonaran mucho tiempo a él: la voz de la necesidad se hizo oír con claridad en medio del grito y el clamor de esa hora de agonía. Había que hacer algo con vistas al mañana, y había que hacerlo en seguida.
—¿Qué dinero tienes? —fue la primera frase articulada que Walberg dirigió a su esposa; y cuando ella le susurró la escasa suma que los gastos de su perdida causa le había dejado, se estremeció en un breve espasmo de horror. Luego, desasiéndose de los brazos de todos y levantándose, cruzó la habitación como si desease estar solo un momento. Al hacerlo, vio al más pequeño jugando con los largos cordones de la faja del abuelo: divertida forma de molestar en la que se entretenía el revoltoso y por la que el abuelo le reprendía y le sonreía a un tiempo.
Walberg pegó al pobre niño con vehemencia; luego, cogiéndolo en brazos, le pidió:
—¡Sonríe como él! […]
Tenían medios suficientes para subsistir al menos una semana; lo cual fue motivo de consuelo para todos, como lo es para los hombres que abandonan un barco naufragado y navegan sobre una almadía desnuda con una pequeña provisión, esperando ganar la costa antes de que se agote. Toda la noche permanecieron reunidos en grave consejo, luego de cuidar Inés que los padres de su esposo quedaran confortablemente acostados en su habitación. En el transcurso de esta larga y melancólica conferencia, la esperanza renació insensiblemente en los corazones de sus miembros, los cuales meditaron poco a poco un plan para obtener recursos. Walberg debía ofrecer su talento como maestro de música; Inés y sus hijas tendrían que dedicarse a hacer labores de bordado; Everhard, que poseía un exquisito gusto por la música y el dibujo, debía hacer un esfuerzo en ambas actividades; y pedirían al afectuoso sacerdote que les ayudara a todos con su indispensable interés y recomendación. Les sorprendió la mañana en medio de sus largas deliberaciones, hallándoles enfrascados en infatigable discusión del tema.
—No nos moriremos de hambre —dijeron los niños esperanzados.
—Estoy seguro de que no —dijo Walberg suspirando.
Su esposa, que conocía España, no dijo nada.