Capítulo XXV

Τηλε μειργονσι Ψνχαι, ειδοωλα χαμοντων

HOMERO

Debemos retroceder ahora un corto espacio de tiempo en nuestro relato, hasta la noche en que quiso la suerte, como él mismo la calificaba, que don Francisco de Aliaga, padre de Isidora, topara con aquellos cuya conversación había producido tan honda impresión en él.

Regresaba a casa pensando en su fortuna: la certeza de haber alcanzado la plena seguridad frente a los males que asedian la vida, y de poder hacer frente a todas las causas externas de infelicidad. Se sentía como el hombre que «disfruta de sus posesiones», y experimentaba también una grave y placentera satisfacción ante la idea de reunirse con su familia, la cual le miraba con profundo respeto como al autor de sus fortunas; de recorrer su propia casa entre inclinaciones de cabeza de la servidumbre y de los parientes obsequiosos, con el mismo paso lento de autoridad con que recorría el comercio, entre ricos mercaderes, y veía a los más opulentos inclinarse cuando se acercaba y, una vez había pasado, señalar al hombre de cuyo grave saludo se sentían orgullosos, y susurrar: «Ahí va el rico Aliaga». Así pensaba y sentía, como los hombres más afortunados: con un honesto orgullo por sus éxitos mundanos, una exagerada expectativa de homenaje por parte de la sociedad (que a menudo ven frustrada por el desprecio), y una última confianza en el respeto y la devoción de su familia, a la que han enriquecido, la cual les compensa ampliamente de los desaires a que pueden estar expuestos allí donde su riqueza es desconocida, y su recién adquirida importancia inapreciada… o, si lo es, no en su justo precio. Pensando y sintiendo de este modo, retornaba don Francisco a su casa.

En una venta miserable donde se vio obligado a detenerse, encontró tan mal acomodo, y el calor de la época era tan insoportable en las bajas y estrechas habitaciones sin ventanas, que prefirió cenar al aire libre, en un banco de piedra junto a la puerta. No podemos decir que se imaginara allí agasajado con truchas y pan candeal como don Quijote, y mucho menos que fuese servido por damas; al contrario: estaba don Francisco ingiriendo una flaca comida acompañada de un vino lamentable, totalmente consciente de la mediocridad de una y otro, cuando vio venir a uno a caballo, el cual se detuvo y pareció como dispuesto a parar en la venta (el intervalo de esta pausa no fue lo bastante largo como para permitirle a don Francisco fijarse en la figura ni ver la cara del caballero, y reconocerle en caso de topar con él más tarde; tampoco había nada especial en su aspecto que llamase o atrajese la atención). Hizo una seña al ventero, se acercó éste con lento y desganado paso, y pareció contestar a todas las preguntas con enérgicas negativas; finalmente, cuando el viajero reemprendió su viaje, regresó a su puesto, santiguándose con todas las muestras del terror y la deprecación.

Había algo más, en esta actitud, de lo que habría podido atribuirse al habitual mal humor del ventero español. Picado por la curiosidad, le preguntó don Francisco si había pedido el desconocido pasar la noche en la venta, dado que el tiempo amenazaba tormenta.

—No sé qué quería —contestó el hombre—; pero una cosa sí sé, y es que no soportaría que pasase una sola hora bajo mi techo, ni por toda la recaudación de Toledo. Me tiene sin cuidado si amenaza tormenta; ¡los que pueden provocarlas son los que con más justicia deben apechar con ellas!

Don Francisco le preguntó cuál era la causa de tan extraordinarias expresiones de aversión y terror, pero el ventero movió negativamente la cabeza y guardó silencio con el cauteloso recelo, por así decir, del que se encuentra dentro del círculo de un hechicero y teme cruzar la raya, no vaya a convertirse en presa de los espíritus que acechan al otro lado dispuestos a aprovecharse de tales transgresiones.

Por último, a repetidas instancias de don Francisco, dijo:

—Vuestra señoría debe de ser forastero en esta parte de España, ya que no ha oído hablar de Melmoth el Errabundo.

—Jamás he oído ese nombre —dijo don Francisco—; así que os ruego, hermano, que me digáis cuanto sepáis de esa persona, cuyo carácter, si puedo juzgar por el modo con que habláis de él, debe de ser extraordinario.

—Señor —respondió el hombre—, si tuviese yo que contar todo lo que se dice de esa persona, no podría cerrar los ojos esta noche; y si lo hiciese, sería para soñar cosas tan horribles, que antes preferiría permanecer despierto toda mi vida. Pero, si no me equivoco, hay en casa alguien que podría satisfacer vuestra curiosidad: se trata de un caballero que está preparando para la estampa una colección de hechos relativos a tal personaje, y que ha estado durante algún tiempo solicitando en vano licencia para imprimirlos, siendo discreta decisión del Gobierno no considerarlos apropiados para ser leídos por ojos católicos, ni para circular en una cristiana comunidad.

Mientras el ventero hablaba, y hablaba con una seriedad que hizo al menos que el oyente sintiese la convicción que él trataba de transmitir, la persona a la que se refería se había acercado a don Francisco. Al parecer, había oído casualmente la conversación, y no parecía oponerse a que prosiguiera. Era un hombre de grave y sosegado aspecto, y tan lejos de toda apariencia de impostura o de ostentación teatral y superchería, que don Francisco, serio, suspicaz y cauto como buen español, y más aún como mercader español, no pudo por menos de otorgarle su confianza, aunque se abstuvo de manifestarlo lo más mínimo.

—Señor —dijo el desconocido—, lo que mi hospedero os ha dicho no es sino la pura verdad. La persona que habéis visto pasar a caballo es uno de esos seres tras los cuales la curiosidad humana husmea en vano, y cuya vida está destinada a quedar registrada en desorbitadas leyendas que almacenan polvo en los anaqueles de los curiosos, no siendo creídas y sí menospreciadas aun por quienes gastan sumas cuantiosas en coleccionarlas, los cuales menosprecian el contenido de los volúmenes del que depende su valor. Éste no es, sin embargo, creo yo, sino un ejemplo de persona que, aún viva, y aparentemente en ejercicio de todas las funciones de agente humano, se ha convertido ya en asunto de memorias escritas y tema de historia tradicional. Hay varias circunstancias relativas a este extraordinario personaje que están ya en manos de curiosos y coleccionistas entusiastas; yo mismo he tenido conocimiento de una o dos que no se hallan entre las menos extraordinarias. El maravilloso período de vida que, según se dice, le ha sido concedido, y la facilidad con que se ha observado que se desplaza de una región a otra (conociendo a todos y no siendo conocido de nadie), son la principal causa de que sean tan numerosas y similares las aventuras en las que anda implicado.

Terminó de hablar el desconocido, y la tarde empezó a oscurecer, al tiempo que caían unas cuantas gotas gordas y pesadas.

—Esta noche va a haber tormenta —dijo el desconocido, mirando hacia el campo con cierta preocupación—; será mejor que entremos; y si vais a estar desocupado, señor, desearía pasar en vuestra compañía algunas horas de esta desagradable noche, y referiros algún que otro detalle sobre el Errabundo, de los que he podido tener conocimiento cierto.

Don Francisco accedió a esta proposición tanto por curiosidad como por la impaciencia de la soledad, que nunca es tan insoportable como en una venta, y más durante tiempo de tormenta. Don Montilla le había dejado también para ir a visitar a su padre —quien se encontraba en estado de postración—, acordando que se reunirían de nuevo en las proximidades de Madrid. Así que pidió a sus criados que le condujesen a su aposento, y hacia allí invitó cortésmente a su recién conocido.

Imaginadles ahora sentados en el aposento superior de una venta española cuyo aspecto, aunque lúgubre e incómodo, era sin embargo pintoresco, y nada inapropiado como escenario donde se iba a relatar y escuchar una historia insensata y prodigiosa. No había lujo artístico que regalara los sentidos o distrajera la atención, permitiendo que el oyente rompiese el encanto que le sujetaba al mundo del horror y restableciese todas las consoladoras realidades y comodidades de la vida ordinaria, como el que sale de un sueño de tortura y se encuentra despierto y tumbado en la cama. Las paredes estaban desnudas, el techo cruzado por vigas, y el único mueble que había era una mesa, junto a la cual se sentaron don Francisco y su compañero, el uno en una silla de alto respaldo, y el otro en un escabel tan bajo que daba la impresión de estar sentado a los pies de su oyente.

Sobre la mesa había una lámpara, cuya luz hacía parpadear el viento que suspiraba a través de las muchas grietas de la quejumbrosa puerta, iluminando alternativamente los labios que se estremecían al leer, y las mejillas cada vez más pálidas del oyente, el cual se inclinaba para captar las palabras a las que el temor confería un tono más cavernoso y patético al término de cada página. La creciente voz de la tormentosa noche parecía armonizar de extraña y lúgubre manera con los sentimientos del oyente. Llegó la tormenta, no con repentina violencia, sino con hosca y largamente contenida ira, retrocediendo a veces, por así decir, hacia el borde del horizonte, y regresando luego, y haciendo retumbar sus truenos pavorosos sobre el mismísimo tejado y mientras el desconocido proseguía su relato, cada pausa que la emoción o el cansancio ocasionaban era ocupada por el estrépito de la copiosa lluvia que caía torrencial, los gemidos del viento y, de vez en cuando, por algún débil, distante, pero prolongado retumbar del trueno.

—Parece —dijo el desconocido— como si protestasen los espíritus de que sean revelados sus secretos.