Responde meum argumentum —nomen est nomen
—ergo, quod tibi est nomen —responde argumentum.
BEAUMONT Y FLETCHER
Wit at several Weapons.
Ésa era la noche concertada para la unión de Isidora y Melmoth. Ella se había retirado temprano a su cámara, y se había sentado junto a la ventana, a esperarle, con varias horas de antelación a su probable llegada. Podría suponerse que, en este terrible trance de su destino, la agitarían mil emociones, que un alma sensible como la suya se sentiría casi despedazada por esta lucha…, pero no era así. Cuando una mente fuerte por naturaleza, pero debilitada por las circunstancias que la atan, se ve obligada a hacer un gran esfuerzo para liberarse, no se entretiene en calcular la resistencia de sus ataduras, o la anchura de su salto: permanece sentada con las cadenas amontonadas a su alrededor, pensando sólo en el salto que ha de ser su liberación o…
Durante las muchas horas que Isidora esperó la llegada de este esposo misterioso, no sintió otra cosa que la tremenda sensación de esa proximidad, y del acontecimiento que iba a seguir. Así que se estuvo sentada junto a la ventana, pálida pero decidida, y confiando en la extraordinaria promesa de Melmoth de que, fuera cual fuese el medio por el que él la visitara, ese mismo medio le facilitaría a ella su huida, a pesar de su bien custodiada mansión, y de sus vigilantes moradores.
Era cerca de la una (hora en que fray José, que deliberaba con su madre sobre esa melancólica carta, oyó el ruido a que se ha aludido en el capítulo anterior), cuando apareció Melmoth en el jardín y, sin pronunciar palabra, lanzó una escala de cuerda, que en pocos y apagados susurros, indicó a ella que atara, y la ayudó a bajar. Echaron a correr por el jardín… E Isidora, en medio de la novedad de sus sentimientos y situación, no pudo por menos de mostrar su sorpresa ante la facilidad con que cruzaron la bien asegurada verja.
Estaban ahora en campo abierto: era una región mucho más desconocida y salvaje para Isidora que los floridos senderos de aquella isla desierta donde no tenía enemigo ninguno. Ahora, en cada brisa oía una voz amenazadora, y en los ecos de sus leves pasos escuchaba el rumor de pasos que la perseguían.
La noche era muy oscura…, distinta de las noches estivales de este clima delicioso. Una ráfaga, a veces fría, a veces sofocante de calor, indicaba cierto extraordinario cambio en la atmósfera. Hay algo pavoroso en esa especie de sensación invernal en una noche de verano. El frío, la oscuridad, seguidos de intenso calor, y un pálido, meteórico relámpago, parecían conjugar los males conjuntos de las diversas estaciones, y trazar su triste analogía con la vida…, cuyo tormentoso verano deja a la juventud escaso tiempo para gozar, y cuyo estremecedor invierno deja a la vejez sin esperanza ninguna.
A Isidora, cuya sensibilidad era aún tan intensamente física que percibía el estado de los elementos como si fuesen oráculos de la naturaleza que podía interpretar nada más verlos, le pareció este aspecto oscuro y turbador un presagio pavoroso. Más de una vez se detuvo, se estremeció y dirigió a Melmoth una mirada de vacilación y terror, que la oscuridad de la noche, naturalmente, impidió que él observara. Quizá había otra causa… pero mientras corrían, las fuerzas y el valor de Isidora empezaban a desfallecer. Notaba que era llevada a una especie de velocidad sobrenatural… le faltaba el aliento, tropezaban sus pies, y se sentía como sumida en un sueño.
—¡Deténte! —exclamó, jadeando sin poder más—, ¡deténte!, ¿adónde voy? ¿Adónde me llevas?
—A tus desposorios —contestó Melmoth en un tono bajo y casi inarticulado; pero si se debía a la emoción, o a la velocidad a la que parecían volar, es cosa que Isidora no pudo averiguar.
Poco después, se vio obligada a reconocer que no podía seguir, y se apoyó en el brazo de él, jadeante y muerta de cansancio.
—¡Déjame descansar —dijo lúgubremente—, en nombre de Dios!
Melmoth no contestó. Se detuvo, no obstante, y la sostuvo con aire de ansiedad, si no de ternura.
Durante este intervalo, ella miró en torno suyo, y trató de distinguir los objetos más cercanos; pero la intensa oscuridad de la noche hacía este esfuerzo casi imposible, y lo que pudo descubrir no contribuyó a disipar su alarma. Parecía que iban por un sendero estrecho y abrupto cercano a un río poco profundo, según pudo ella colegir por el áspero y ronco rumor de sus aguas bregando con las piedras para abrirse paso. Dicho sendero estaba flanqueado al otro lado por algunos árboles cuyo desmedrado desarrollo y retorcidas ramas, extendidas en la dirección del viento que ahora comenzaba a gemir lastimoso entre ellos, parecían desterrar toda imagen de verano de los sentidos y casi de la memoria. Cuanto había alrededor era igualmente lúgubre y extraño para Isidora, que jamás, desde que llegara a la quinta, se había aventurado a rebasar los límites del jardín, y que aunque así hubiese sido, no habría encontrado probablemente detalle alguno que le indicase dónde estaba.
—Es una noche espantosa —dijo ella medio para sí.
Luego repitió las mismas palabras más audiblemente, quizá con la esperanza de obtener en respuesta alguna palabra de consuelo. Melmoth callaba… y el ánimo de ella, vencido por el cansancio y la emoción, se quebró en llanto.
—¿Ya te arrepientes del paso que has dado? —dijo él, dándole un extraño énfasis a la palabra ya.
—¡No, amor mío, no! —replicó Isidora, enjugándose dulcemente las lágrimas—; es imposible que me arrepienta jamás. Pero esta soledad, esta oscuridad, esta precipitación, este silencio, tienen algo que casi me produce terror.
Me siento como si recorriera alguna región desconocida. ¿Son efectivamente vientos del cielo los que soplan a mi alrededor? ¿Son producto de la naturaleza esos árboles que asienten con sus copas como espectros? ¡Qué profundo y lúgubre es el susurro de este viento! ¡Me produce escalofríos, a pesar de lo sofocante que es la noche!… ¡Y esos árboles proyectan sus sombras sobre mi alma! ¡Oh!, ¿es ésta una noche de bodas? —exclamó, mientras Melmoth, turbado al parecer por estas palabras, trataba de hacerla correr—. ¿Es ésta una noche de bodas? Sin padre y sin hermano que me apoyen. ¡Y sin madre junto a mí! ¡Sin un beso familiar que me salude! ¡Sin amistades que se congratulen! —y sintiendo aumentar sus temores, exclamó frenéticamente—: ¿Dónde está el sacerdote que ha de bendecir nuestra unión? ¿Dónde está la iglesia bajo cuyo techo debemos unimos?
Al oír esto, Melmoth, sujetando el brazo de ella bajo el suyo, trató de hacerla caminar suavemente.
—Hay un monasterio en ruinas —dijo—, aquí cerca… Puede que lo vieras desde tu ventana.
—¡No! No lo he visto jamás. ¿Por qué está en ruinas?
—No lo sé, se cuentan historias absurdas. Se dice que el superior, o prior, o… el no-sé-qué, leyó ciertos libros cuyo contenido no estaba enteramente sancionado por las reglas de la orden; libros de magia dijeron que eran. Hubo muchos rumores sobre eso, recuerdo; y algunos referentes a la Inquisición; pero el final del asunto fue que el prior desapareció, unos dijeron que en las prisiones de la Inquisición, y otros que bajo una custodia mucho más segura (aunque no concibo cuál podría ser); y los hermanos fueron trasladados a otras comunidades, y se abandonó el edificio. Hubo algunas ofertas por parte de las comunidades de otras órdenes religiosas, pero las malas aunque vagas y absurdas habladurías que habían corrido sobre él las disuadieron de su pretensión de habitarlo…, y poco a poco el edificio se fue desmoronando. Aún conserva todo lo que puede hacerlo santo a los ojos de los fieles. Hay crucifijos y lápidas y alguna que otra cruz erigida donde ha habido algún homicidio; pues, por una extraña coincidencia de gusto, un bandido ha fijado allí ahora su guarida, y el comercio de oro por almas, que antes llevaban a cabo tan provechosamente sus moradores, se ha trocado en el comercio actual de almas por oro.
A estas palabras, Melmoth notó que el débil brazo que se apoyaba en el suyo se había retirado; y se dio cuenta de que su víctima, entre estremecimientos y esfuerzos, se había apartado de él.
—Pero ahí —añadió—, en medio incluso de esas ruinas, habita un santo ermitaño, que ha fijado su residencia cerca del lugar: él nos unirá en su capilla, según los ritos de tu Iglesia. Él pronunciará su bendición sobre nosotros, y uno de los dos, al menos, quedará bendecido.
—¡Espera! —dijo Isidora, deteniéndose y quedándose a la distancia que le fue posible apartarse de él; su frágil figura irradiaba esa dignidad majestuosa con que la naturaleza la había investido en otro tiempo como pura y única soberana de su isla paradisíaca—. ¡Espera! —repitió—; no te acerques a mí un solo paso; no me dirijas una palabra más, hasta que me digas cuándo y cómo voy a unirme contigo; ¡cómo voy a convertirme en tu esposa! He soportado muchas dudas y terrores, sospechas y persecuciones, pero…
—¡Escúchame, Isidora! —dijo Melmoth, aterrado ante esta repentina determinación.
—Escúchame tú a mí —dijo la tímida pero heroica joven, saltando con la elasticidad de sus antiguos movimientos sobre un risco que se alzaba por encima del sendero, y encaramándose a un fresno que había brotado de sus grietas.
¡Escúchame tú a mí! ¡Antes arrancarás este árbol de su lecho de piedra que a mí de su tronco! ¡Antes arrojaré este cuerpo mío al cauce rocoso del río que gime a mis pies, que descender a tus brazos, si no me juras que me tendrás con honra y seguridad! ¡Por ti he renunciado a todo lo que mis recién aprendidos deberes me enseñaron que es sagrado!, ¡a todo lo que desde hacía tiempo me susurraba el corazón que debía amar! Juzga, por lo que he sacrificado, lo que puedo sacrificar… y no dudes que preferiría ser diez mil veces mi propia víctima, antes que la tuya.
—¡Por todo lo que consideras sagrado! —exclamó Melmoth, humillándose hasta arrodillarse ante ella—: ¡Mis intenciones son tan puras como tu propia alma!, ¡la ermita no está a más de cien pasos de aquí! Vamos, y no frustres, por una fanática e infundada aprensión, toda la magnanimidad y ternura que hasta ahora has mostrado, y el haberte elevado ante mis ojos no sólo por encima de tu sexo, sino por encima de toda tu especie.
De no haber sido lo que eres, y lo que ninguna otra más que tú podría ser, jamás habrías sido la prometida esposa de Melmoth. ¿Con quién sino contigo uniría él su tenebroso e inescrutable destino? Isidora —añadió en tono más potente y enérgico, al notar que dudaba aún, y se agarraba al árbol—, isidora, ¡qué mezquino, qué indigno de ti es eso! Estás en mi poder; absolutamente, irremisiblemente en mi poder. Ningún ser humano puede verme, ningún ser humano puede ayudarte. Estás tan desamparada en mis garras como un niño. Este río tenebroso no contará las historias de los hechos que manchen sus aguas, ¡y el viento que aúlla a tu alrededor jamás llevará tus gemidos a oídos mortales! Estás en mi poder; sin embargo, no pretendo valerme de él. Te ofrezco mi mano para conducirte a un edificio sagrado, donde nos uniremos de acuerdo con la costumbre de tu país… así que, ¿cómo persistes en esta caprichosa e infructuosa rebeldía?
Mientras él hablaba, Isidora miró en torno suyo con desamparo: cada objeto era una confirmación de sus argumentos; se estremeció, y cedió. Pero mientras caminaban en silencio, no pudo evitar romperlo para dar expresión a las mil tribulaciones que oprimían su corazón.
—Pero tú hablas —dijo en un tono contenido y suplicante—, tú hablas de la religión en unos términos que me hacen temblar; hablas de ella como de una moda de un país, como de una forma, de un accidente, de un hábito. ¿Qué fe profesas tú? ¿Qué iglesias frecuentas? ¿Qué ritos sagrados practicas?
—Yo venero todos los credos por igual, tengo todos los ritos religiosos… sobre todo en determinado sentido —dijo Melmoth, mientras su primitiva, violenta y burlona ligereza luchaba inútilmente con un involuntario sentimiento de horror.
—Entonces, ¿crees efectivamente en las cosas sagradas? —preguntó Isidora—. ¿De verdad? —repitió ansiosa.
—Creo en un Dios —contestó Melmoth con una voz que le heló la sangre—; tú has oído hablar de los que creen y tiemblan; ¡pues de ésos es el que te habla!
Los conocimientos que Isidora tenía del libro del que él acababa de citar estas palabras eran demasiado limitados para permitirle comprender la alusión.
Dada la educación religiosa que había recibido, conocía mejor el breviario que la Biblia; y aunque siguió preguntando con tímido y ansioso tono, no sintió un terror adicional ante unas palabras que no comprendía.
—Pero —prosiguió— el cristianismo es algo más que una creencia en Dios.
¿Crees también en todo lo que la Iglesia católica declara que es esencial para la salvación? ¿Crees que?, y aquí añadió un nombre demasiado sagrado, acompañado de términos demasiado tremendos, para consignarlo en páginas tan triviales como éstas.[58]
—Lo creo todo… lo sé todo —contestó Melmoth con una voz de agria y renuente confesión—. Por infiel y cínico que pueda parecerte, no hay mártir en la Iglesia cristiana, entre los que ardieron en otros tiempos en la hoguera por su Dios, que ostente o exhiba una prueba más resplandeciente de su fe que la que yo ostentaré un día… y para siempre.
Sólo hay una pequeña diferencia entre nuestros testimonios, en lo que respecta a la duración. Por la fe que abrazaron, ardieron unos momentos… no muchos por cierto.
Algunos murieron asfixiados antes de que las llamas prendieran en sus cuerpos; pero yo estoy condenado a sostener el testimonio de la verdad del evangelio en medio de llamas que arderán por los siglos de los siglos. ¡Así que, mira a qué glorioso destino se une el tuyo, esposa! Como cristiana, te alegrarás de ver a tu esposo en la hoguera, y probar su devoción en medio de los haces de leña.
¡Cómo debe de ennoblecer, pensar que durará por toda la eternidad!
Melmoth dirigió estas palabras a unos oídos que ya no escuchaban. Isidora se había desmayado: cogida aún con mano fría al brazo de él, cayó al suelo desamparada y sin sentido. Melmoth, al verla, mostró más sentimiento del que habría podido suponerse en él. La liberó de los pliegues de su manto, roció sus frías mejillas con agua del río, y llevó su cuerpo a donde pudiese recibir un soplo de aire. Isidora se recobró; pues su desmayo se debía más a la fatiga que al temor; y, con su recuperación, pareció cesar la breve ternura de su amante. En el momento en que fue capaz de hablar, Melmoth la instó a que continuara; y mientras ella intentaba obedecerle, él le aseguró que había recobrado sus fuerzas, y que el lugar adonde iban estaba sólo a unos pasos. Isidora se esforzó en continuar. El camino ahora ascendía por una empinada cuesta. Dejaron atrás el murmullo del río y los suspiros de los árboles; el viento, también, había amainado, pero la noche seguía siendo intensamente oscura, y la ausencia de todo ruido le pareció a Isidora que aumentaba la desolación del paisaje. Deseó poder oír algo, aparte de su agitada y penosa respiración, y de los audibles latidos de su corazón.
Al bajar la cuesta por la otra ladera, volvió a oír débilmente el murmullo de las aguas; y ahora, en la quietud de la noche, tenía una cadencia tan melancólica que habría deseado acallarlo.
Así, para los desventurados, el mismo cumplimiento de sus morbosos deseos se convierte siempre en fuente de desengaño, y el cambio que ellos esperaban se hace deseable sólo en tanto les da motivo para anhelar otro cambio.
Por la mañana dicen: «¡Pluguiera a Dios que fuese de noche!» y llega la noche, y exclaman: «¡Pluguiera a Dios que fuese de día!». Pero Isidora no tuvo tiempo de analizar sus sentimientos; una nueva preocupación la asaltó; y como fácilmente podía adivinar por la creciente velocidad de Melmoth, y su constante volver la cabeza hacia atrás con impaciencia, también debió de asaltarle a él. Y el ruido que durante algún tiempo habían estado ambos esperando oír (sin comunicarse el uno al otro sus sentimientos), comenzó a hacerse más distinto por momentos. Era un rumor de pasos humanos, evidentemente en pos de ellos, cuya creciente velocidad, y violencia en el modo de pisar, daban la irresistible idea de una acalorada y ansiosa persecución. Melmoth se detuvo súbitamente, e Isidora se cogió temblando a su brazo. Ninguno de los dos pronunció una sola palabra; pero los ojos de Isidora, siguiendo instintivamente el gesto leve y temeroso del brazo de él, vio que señalaba una figura tan oscura, que al principio le pareció una rama moviéndose en la bruma de la noche, luego se perdió en la oscuridad al descender la colina, y reapareció en forma humana; al menos en la medida en que la negrura de la noche permitía discernir su silueta. Siguió avanzando; sus pisadas eran cada vez más audibles y su forma más distinta. Entonces se apartó Melmoth súbitamente de Isidora, quien, temblando de terror, pero incapaz de articular una palabra para rogarle que no la dejase, se quedó sola, temblándole el cuerpo todo casi hasta la disolución, y sintiendo los pies como si los tuviese clavados en el suelo. No supo lo que ocurrió. Hubo un breve y confuso forcejeo entre las dos figuras… Yen ese espantoso intervalo, le pareció oír la voz de un viejo criado, muy afecto a ella, que la llamaba, al principio con acentos de reconvención y súplica, después con gritos ahogados y entrecortados de: «¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Auxilio!». Luego oyó un ruido, como si se precipitase un cuerpo pesado en las aguas que murmuraban abajo. Cayó pesadamente, gimió la ola, y la oscura colina gimió una respuesta, como intercambian los homicidas sus apagados y nocturnos susurros sobre sus sangrientas fechorías…, y todo volvió a quedar en silencio. Isidora apretó sus fríos y crispados dedos sobre sus ojos, hasta que una voz susurrante, la voz de Melmoth, dijo:
—Vamos deprisa, amor mío.
—¿Adónde? —dijo Isidora sin tener idea del sentido de las palabras que pronunciaba.
—Al monasterio en ruinas, amor mío; a la ermita donde el hombre santo, el hombre de tu fe, debe unimos.
—¿Dónde están los pasos que nos seguían? —dijo Isidora, recobrando de pronto la memoria.
—Ya no nos seguirán más.
—Pero yo vi una figura.
—Ya no la volverás a ver.
—He oído caer algo al agua; algo pesado… como un cadáver.
—Era una piedra que ha caído desde lo alto del monte; ha dado contra las aguas, las ha rizado, las ha hecho espejear un instante, pero se la han tragado ya; y les ha gustado tanto el bocado que no parecen dispuestas a renunciar a él.
Siguió andando ella, sumida en profundo horror, hasta que Melmoth señaló hacia una confusa e indefinida masa de lo que, en la negrura de la noche, tenía forma de roca, de arboleda, o de macizo y oscuro edificio, según el ojo o la imaginación; y susurró:
—Ahí están las ruinas, y cerca de ellas se encuentra la ermita. Un esfuerzo más, un poco de ánimo y valor, y estaremos allí.
Apremiada por estas palabras, y más aún por un indefinible deseo de poner fin a este sombrío viaje, a estas misteriosas aprensiones, aun a riesgo de descubrir al final algo peor que lo soportado hasta ahora, Isidora recurrió a todas las fuerzas que le quedaban y, sostenida por Melmoth, comenzó a subir el empinado terreno, en lo alto del cual se elevó en otro tiempo el monasterio. Había habido un sendero, pero ahora estaba obstruido por las piedras y deformado por las raíces intrincadas y retorcidas de los árboles abandonados que en otro tiempo fueron su protección y su gracia.
Al acercarse, pese a la oscuridad de la noche, vieron recortarse la silueta de las ruinas, distinta y característica, y el corazón de Isidora empezó a latir con menos violencia al comprobar, por los restos de la torre y su aguja, el inmenso ventanal del este y las cruces visibles aún sobre cada pináculo y tímpano ruinosos —que eran como el triunfo de la religión en medio de la ruina y la aflicción—, que había sido un edificio destinado a fines sagrados. Un estrecho sendero, que parecía rodear el edificio, les condujo a una fachada que dominaba un extenso cementerio, a un extremo del cual Melmoth le señaló una sombra confusa diciendo que era la ermita, y que se iba a acercar para llamar al ermitaño, que era también sacerdote, para que les casase.
—¿No puedo acompañarte? —dijo Isidora, mirando las sepulturas a su alrededor que iban a ser sus compañeras de soledad.
—Va contra sus votos —dijo Melmoth— admitir una mujer a su presencia, salvo cuando le obliga el cumplimiento de sus deberes.
Dicho esto se alejó corriendo; e Isidora, sentándose a descansar sobre una tumba, se envolvió con el velo, como si sus pliegues pudieran disipar sus pensamientos. Unos momentos después, al faltarle la respiración se lo quitó; pero al no descubrir sus ojos otra cosa que lápidas y cruces y toda esa vegetación sepulcral que tanto gusta de sacar fuera sus raíces y extender su desagradable verdor entre las grietas de las lápidas, los cerró otra vez, y se estremeció ante su soledad. De pronto, le llegó un débil ruido, como el murmullo de una brisa; alzó los ojos, pero el viento había cesado y la noche estaba completamente tranquila. Se repitió el mismo susurro, como el paso de una brisa leve, y volvió los ojos en la dirección de la que parecía venir; y, a cierta distancia de ella, distinguió como una figura humana que se movía lentamente junto a la valla del cementerio. Aunque no parecía acercarse (se movía más bien en un pequeño círculo, en el límite de lo que ella tenía a la vista), le dio la impresión de que era Melmoth; así que se levantó, en espera de que viniese a su encuentro. Pero en ese instante, la figura, volviéndose y medio deteniéndose, pareció extender su brazo hacia ella, y agitarlo una o dos veces; aunque no supo si el gesto era de advertencia o de rechazo.
Seguidamente, reanudó su vacilante y sigilosa marcha; y un momento después, las ruinas la ocultaron de su vista. No tuvo Isidora tiempo de distraerse con esta singular aparición, porque Melmoth se encontraba ahora a su lado, instándola a que le siguiera. Dijo que había una capilla adosada a las ruinas, aunque no tan deteriorada como éstas, donde aún se podían celebrar ceremonias religiosas, y donde el sacerdote había prometido reunirse con ellos unos momentos después.
—Va ahí, delante de nosotros —dijo Isidora, refiriéndose a la figura que había visto—; creo que lo he visto.
—¿A quién? —dijo Melmoth sobresaltado, deteniéndose hasta tanto no le contestase su pregunta.
—He visto una figura —dijo Isidora temblando—; me ha parecido ver una figura que se dirigía hacia las ruinas.
—Te has equivocado —dijo Melmoth; pero un momento después añadió—:
Deberíamos estar allí antes que él.
Y echó a correr con Isidora. Aflojando de pronto el paso, preguntó con voz ahogada e indistinta si había oído una música previa a las visitas que él le había hecho, o algún sonido en el aire.
—Nunca —fue la respuesta.
—¿Estás segura? —Completamente.
En ese momento subieron los peldaños rotos y desiguales que conducían a la entrada de la capilla, pasaron bajo su pórtico oscuro y cubierto de hiedra, entraron luego en el recinto que, aun en la oscuridad, parecía a los ojos de Isidora ruinoso y desierto.
—Todavía no ha llegado —dijo Melmoth con voz alterada—, espera aquí un momento.
E Isidora, acobardada por un terror superior a su resistencia e incluso a su capacidad de suplicar, le vio alejarse sin un gesto para detenerle. Le pareció que dicho gesto habría sido vano. Una vez sola, echó una mirada a su alrededor, y una débil y vaga claridad de luna asomó en ese momento en el cielo, entre pesadas nubes, iluminando los objetos que la rodeaban. Había una ventana, pero sus cristales emplomados, rotos y descoloridos ocupaban un raro y angosto vano entre estriadas columnas de piedra. La hiedra y el musgo tapaban los fragmentos de vidrio, y se adherían en torno a los pilares de columnas adosadas. Al pie del ventanal vio los restos de un altar y un crucifijo, pero parecían la obra tosca de las primeras manos que ejecutaron tales trabajos. Había también una pila de mármol que parecía destinada a contener agua bendita, pero estaba vacía; y un banco de piedra, e Isidora se dejó caer en él extenuada, aunque sin esperanzas de descansar.
Una o dos veces miró hacia el ventanal, a través del cual entraba la luz de la luna, con esa instintiva sensación de su anterior existencia que la hacía compañera de los elementos, y de la hermosa y gloriosa familia del cielo, bajo cuya ardiente luz imaginó una vez que la luna era su padre y las estrellas sus hermanas.
Miró hacia el ventanal otra vez, como alguien que ama la luz de la naturaleza, y aspiró de sus rayos salud y verdad, hasta que una figura, al cruzar lenta aunque visiblemente ante los pilares, le reveló el rostro de aquel viejo criado cuyo semblante recordaba tan bien. Éste pareció mirarla con una expresión primero de profunda meditación, y luego de compasión; después, la figura se alejó del ruinoso ventanal, y resonó un grito débil y quejumbroso en los oídos de Isidora al desaparecer.
En ese momento, la luna que tan desmayadamente había iluminado la capilla se ocultó tras una nube, y todo volvió a quedar envuelto en tan profundas tinieblas que Isidora no se dio cuenta de la presencia de Melmoth hasta que su mano apretó la de ella, y su voz le susurró:
—Aquí está, dispuesto a casarnos.
Los prolongados terrores de estas nupcias no le habían dejado aliento alguno para articular una sola palabra, y se inclinó sobre el brazo que sintió junto a ella, no en un gesto de confianza, sino en busca de apoyo. El lugar, la hora, los objetos, todo estaba sumido en tinieblas. Oyó un susurro apagado como si se acercas e otra persona; trató de captar unas palabras, pero no supo qué decían; trató de hablar, también, pero no supo qué decir. Todo eran brumas y tinieblas en su interior; no se enteró de lo que se había murmurado, no notó que la mano de Melmoth apretaba las suyas… Pero sí notó que la mano que los unía, y juntaba las manos de ellos cubriéndolas por encima, era fría como la de la muerte.