Capítulo XXIII

If he to thee no answer give,

I’ll give to thee a sign;

A secret known to nought that live,

Save but to me and mine.

* * *

Gone to be married.

SHAKESPFARE

Todo el día siguiente estuvo ocupada doña Clara —para quien escribir cartas era empresa excepcional, penosa y grave— leyendo y corrigiendo su respuesta a la carta de su esposo; revisión en la que encontró muchas cosas que corregir, intercalar, alterar, modificar, tachar y remodelar, hasta que dicha epístola acabó pareciéndose a la labor en la que ahora estaba ocupada, a saber: el sobrehilado de una pieza de tapicería bordada por su abuela, que representaba el encuentro del rey Salomón y la reina de Saba. La nueva labor, en vez de restaurar, suponía un espantoso descalabro de la antigua; pero doña Clara seguía, como cierto paisano suyo en el guiñol de maese Pedro, eliminando (con su aguja), en un completo aluvión de puntadas del derecho, del revés, repasos y contrarrepasos, hasta que no quedó en la tapicería figura que se reconociese a sí misma.

La borrosa cara de Salomón estaba adornada con florida barba de seda escarlata (fray José le había aconsejado al principio que se la quitase, ya que ponía a Salomón casi a la altura de Judas) que le daba el aspecto de una ostra cocida. El guardainfante de la reina de Saba se extendía en un enorme arco, de cuya encogida y pálida propietaria podía haberse dicho verdaderamente: «Minima est pars sui»: El perro, que en el tapiz original se hallaba junto a las botas y espuelas del monarca oriental (ataviado con ropajes españoles), a fuerza de bodoques de raso negro y amarillo se había convertido en tigre, transformación que sus salientes colmillos hacían tan auténtica como el corazón pudiera desear. Y el papagayo encaramado en el hombro de la reina, con la ayuda de una cola verde y oro que el ignorante tomaría por el manto de su majestad, se había convertido en un pasable pavo real.

Como pequeño rasgo de su original epístola, la expresión de doña Clara se hacía de penosa lectura, como el complicado sobrehilado de las originales y trabajosas labores de su abuela. En ambas cosas, no obstante, doña Clara (que desdeñaba los titubeos) pasaba por el mismo terreno con ojo confuso y paciente mano, y con asiduidad incansable e inexorable. La carta, tal como estaba, era característica de quien la había escrito. Facilitamos al lector algunos de sus pasajes, y fiamos en su gratitud por no insistir en ofrecerla entera. El original, del que se nos han facilitado algunos extractos, dice así […].

Tu hija toma la religión como la leche materna; y bien puede hacerlo, teniendo en cuenta que el tronco de nuestra familia está plantado en el auténtico suelo de la Iglesia católica, y que cada rama suya debe florecer o perecer. Como neófita (por utilizar la expresión de fray José), es un retoño tan prometedor como sería deseable ver florecer en el seno de la Santa Iglesia; y como pagana, es tan dócil, sumisa y de tan candorosa suavidad, que en cuanto a comportamiento de su persona, y discreta y virtuosa ordenación de su mente, no hay madre cristiana a la que yo pueda envidiar. Es más, a veces me compadezco de ellas, cuando veo los vanos continentes, ligereza y atolondrada avidez por casarse de las mejor educadas doncellas de nuestro país. Ésta nuestra hija no tiene nada de eso en su actitud exterior, ni tampoco en su ánimo interior. Habla poco, así que no puede pensar mucho, y no sueña con los frívolos artificios del amor, por lo que está bien capacitada para el matrimonio que se le propone. […]

«Una cosa, caro esposo de mi alma, quisiera poner en tu conocimiento, y que guardes como la niña de tus ojos: nuestra hija tiene trastornado el juicio; pero nunca, por discreción, debes mencionar esto a don Montilla, aunque fuese descendiente directo del Campeador o de Gonzalo de Córdoba. Su trastorno no contravendrá por ningún concepto el precepto del matrimonio, ni será impedimento para él; pues debes saber que le viene a las veces; y en tales ocasiones, ni el más celoso ojo podría descubrirlo, a menos que de antemano se le hubiese puesto sobre aviso. Tiene extrañas fantasías que le dan vueltas en el cerebro, tales como que los herejes y los paganos no serán condenados eternamente (¡Que Dios y los santos nos protejan!)…, cosas que deben ser claramente locura, pero que su marido católico, si alguna vez llega a tener conocimiento de ellas, encontrará la forma de conjurar, con la ayuda de la Iglesia, y de la autoridad conyugal. Para que conozcas mejor la verdad de lo que dolorosamente certifico, los santos y fray José (que no permitirá que mienta yo, pues él, en cierto modo, sostiene mi pluma) pueden confirmar que, cuatro días antes de que saliésemos de Madrid, cuando subía yo la escalinata para entrar en la iglesia, fui a darle limosna a una mujer envuelta en una capa que llevaba en brazos a una criatura desnuda para mover a la caridad, y tu hija me tiró de la manga y me susurró: "Señora, ella no puede ser madre de esa criatura, pues va abrigada y su hijo va desnudo. Si fuese su madre, cubriría a su hijo, y no iría ella tan confortablemente abrigada". Tan cierto era, que más tarde averigüé que la desdichada mujer había alquilado al niño a una madre más desventurada aún, y mi limosna había pagado el precio de su alquiler por un día. Aunque eso no quita un ápice al trastorno de nuestra hija, tanto más cuanto que revela su ignorancia sobre la moda y usos de los mendigos del país, y en cierto modo manifiesta sus dudas sobre el mérito de la limosna, cosa que, como tú sabes, nadie sino los herejes o los locos pueden negar. A diario da pruebas de su falta de juicio; pero dado que no quiero abrumarte con tanta tinta (fray José pretende que la llame atramentum), añadiré pocos pormenores que inquieten tus serenas facultades, arropadas quizá en letárgico olvido por lo anodino de mi somnífera epistolación».

—Reverendo padre —dijo doña Clara, alzando la vista hacia fray José, quien había dictado la última línea—: Don Francisco se dará cuenta de que esta última línea no es mía; sin duda habrá oído eso en uno de vuestros sermones. Dejad que añada la extraordinaria prueba de la demencia de mi hija en el baile.

—¡Añadid o disminuid, componed o confundid cuanto queráis, en nombre de Dios! —dijo fray José, disgustado por los frecuentes tachones y raspaduras que desfiguraban las líneas de su dictado—, pues aunque en estilo reconozco algo mi superioridad, en tachaduras no hay gallina en el mejor estercolero de España que pueda competir con vos. ¡Así que seguid, en nombre de todos los santos! Y cuando plazca al cielo enviar un intérprete a vuestro esposo, podremos esperar noticias de él con el próximo ángel anunciador, pues seguramente una carta tal no se ha escrito jamás en la tierra.

Con este aliento y aplauso, siguió doña Clara contando otros diversos pormenores y extravíos de su hija que a una mente tan encorsetada, lisiada y atrofiada por las ataduras que la mano y la costumbre habían apretado en torno a ella desde su primera hora consciente, podían muy bien parecer aberraciones demenciales. Entre otras pruebas, refirió que la primera vez que Isidora entró en una iglesia cristiana y católica fue esa noche de penitencia de la Semana de Pasión en que, apagándose las luces, se canta el miserere en profunda oscuridad, se maceran los penitentes, y se oyen gemidos por todas partes en vez de oraciones, como si se hubiere renovado el culto a Moloch, aunque sin sus fuegos. Sobrecogida de horror ante los gemidos que oía y la oscuridad que la rodeaba, Isidora preguntó qué era lo que estaban haciendo:

—Están adorando a Dios —se le respondió.

Durante la expiación de la cuaresma, fue introducida en una brillante reunión, donde a un alegre fandango siguieron las suaves notas de la seguidilla, mientras el repiqueteo de las castañuelas y el rasgueo de guitarras marcaban alternadamente el ligero y extático paso de la juventud, y la plateada y cálida voz de la belleza. Conmovida de gozo ante lo que veía y oía —la sonrisa que iluminó y embelleció su semblante reflejó el placer que le producía lo que presenciaba, como las ondulaciones de un arroyo besado por los rayos de la luna—, preguntó ansiosamente:

—Y éstos, ¿no están adorando a Dios?

—¡Ni hablar, hija! —contestó doña Clara, que había oído casualmente la pregunta—; eso no es más que diversión vana y pecaminosa, invención del diablo para embaucar a los hijos de la locura, odiosa a los ojos del cielo y de los santos, y abominada y rechazada por los fieles.

—Entonces hay dos dioses —dijo Isidora suspirando—: El dios de las sonrisas y la felicidad, y el dios de los gemidos y la sangre. ¡Cómo me gustaría servir al primero!

—¡Has de saber que tienes que servir al segundo, y no me seas más idólatra y profana! —contestó doña Clara, al tiempo que la alejaba a toda prisa de la reunión, consternada ante el escándalo que sus palabras podían haber producido.

Éste y otros muchos incidentes fueron penosamente redactados en la larga epístola de doña Clara, la cual, después de ser plegada y sellada por fray José (quien juró por el hábito que llevaba que prefería estudiar veinte páginas de la Biblia políglota antes que leer la carta una vez más), fue debidamente expedida a don Francisco.

Los hábitos y movimientos de don Francisco eran, como los de su nación, tan cautos y dilatorios, y su aversión a escribir cartas —salvo las que se referían a cuestiones de negocios— tan conocida, que doña Clara se sintió auténticamente alarmada al recibir, la noche del mismo día en que ella despachó su epístola, otra carta de su esposo.

Puede adivinarse que su contenido era de lo más extraordinario, por el hecho de que el resultado fue que doña Clara y fray José permanecieron en vela casi toda la noche en consulta, llenos de ansiedad y temor. Tan intensa fue su conferencia que, según consta, no la interrumpieron ni los rezos de la dama ni el pensamiento del monje en su cena.

Los hábitos artificiosos, las acostumbradas indulgencias, la ficticia existencia de ambos, todo se fundió en el real y auténtico miedo que les invadió el espíritu y afirmó su poder sobre ambos en dolorosa y rigurosa proporción al largo y osado rechazo de su influjo.

Sus mentes sucumbieron juntas, mientras una solicitaba y la otra daba vano y débil consejo e infructuoso consuelo. Leyeron una y otra vez la extraordinaria carta, y en cada lectura, sus entendimientos se volvían más oscuros, sus consejos más perplejos y sus expresiones más lúgubres. De vez en cuando, desviaban los ojos hacia el papel, extendido sobre el escritorio de ébano de doña Clara; y sobresaltándose luego, se preguntaban con la mirada, y a veces con las palabras:

—¿No se ha oído un ruido extraño en la casa?

La carta, además de otras cosas que ninguna importancia tienen para el lector, contenía el singular pasaje siguiente: […]

… En mi trayecto desde el lugar donde desembarqué a este otro desde el que ahora escribo, ha querido la suerte que topase con unos desconocidos, de quienes he oído cosas referentes a mí (no era ésa su intención, sino que mi temor lo interpretó así), en torno al punto más sensible en que se puede punzar y herir el alma de un padre cristiano. Cosas éstas que discutiré contigo más sosegadamente. Están llenas de alusiones temibles, de tal manera que puede que requieran la ayuda de algún sacerdote que las entienda rectamente, y las examine a fondo. No obstante, puedo encarecer a tu discreción que, después de abandonar tan extraña conferencia, cuya información no puedo comunicarte por carta, me retiré a mi cámara abrumado por pensamientos tristes y penosos; y sentándome en mi silla, abrí un libro en el que se contienen leyendas de espíritus de fallecidos, de ningún modo en contradicción con la doctrina de la santa y católica Iglesia, ya que de lo contrario lo habría aplastado con la suela de mi pie en el fuego que ante mí ardía en la chimenea, y escupido sobre sus cenizas con la saliva de mi boca. Ahora bien, ya fuera por la compañía que el azar había querido depararme (cuya conversación no debe ser conocida jamás sino por ti solamente), o por el libro que había estado leyendo, el cual contenía extractos de Plinio, Artemidoro y otros, e historias que ahora no me es posible contar, pero que se referían a la revivificación de los difuntos, pareciendo en completo acuerdo con las concepciones católicas de nuestros espectros cristianos del purgatorio, con sus correspondientes pertrechos de cadenas y llamas, tal como Plinio dice que apparebat eidolon senex, macie et senie confectus, o en fin, por el cansancio de mi solitario viaje, o por alguna otra causa que yo no sé, pero sintiendo mi mente mal dispuesta para seguir un diálogo más profundo con los libros o con mis propios pensamientos, y, aunque acuciado por el sueño, sin ganas de retirarme a descansar —disposición de ánimo que yo y otros muchos hemos experimentado con frecuencia—, saqué mis cartas del escritorio, donde las tenía debidamente guardadas, y leí la descripción que me enviaste de nuestra hija, con la primera noticia de cuando fue descubierta en esa maldita isla de paganismo… Y te aseguro que la descripción de nuestra hija ha quedado impresa con tales caracteres en el pecho contra el que no ha sido abrazada jamás, que desafiaría el arte de todos los pintores de España a que lo hiciese con más realismo. Así que, pensando en esos ojos de azul intenso, y en esos rizos naturales que no obedecen a esa nueva dueña que es la habilidad, y en esa silueta grácil y ondulada, y que pronto la estrecharía entre mis brazos, y en que pediría la bendición de un padre cristiano con acento cristiano, me quedé dormido en mi silla; y fundiéndose mis sueños con mis pensamientos vigiles, soñé que esa criatura tan pura, afectuosa y angelical estaba sentada a mi lado y me pedía mi bendición. Al acceder yo a ello, di una cabezada en mi silla y me desperté. Me desperté, digo: pues lo que siguió era tan palpable a la visión humana como los muebles del aposento o cualquier otro objeto tangible. Había una mujer sentada frente a mí, vestida a la usanza española, aunque su velo descendía hasta los pies.

Estaba sentada, y parecía esperar a que yo hablase primero. «Damisela —dije— ¿qué buscas, o por qué estás aquí?». La figura no se levantó el velo, ni movió mano ni boca. Yo tenía el cerebro lleno de las cosas que había leído y oído; y después de hacer el signo de la cruz y de pronunciar ciertas oraciones, me acerqué a la figura y dije: «Damisela, ¿qué es lo que quieres?». «Un padre», dijo la forma alzando su velo y revelando idénticas facciones a las de mi hija Isidora, tal como tú me las describes en tus numerosas cartas. Fácilmente podrás adivinar mi estupor, que casi podría calificar de miedo, ante la visión y las palabras de esta hermosa pero extraña y solemne figura y no disminuyó mi turbación y perplejidad, sino que aumentó aún más cuando la figura, poniéndose de pie y señalando la puerta, la atravesó al punto con misteriosa gracia e increíble presteza, pronunciando in transitu estas palabras: «¡Salvadme! ¡Salvadme!, ¡no os demoréis un instante, o estaré perdida!» y te juro, esposa, que durante el tiempo que esta figura estuvo sentada o desaparecía, no oí el susurro de sus ropas, ni el roce de sus pies, ni el sonido de su respiración…

Sólo hubo, en el momento de desaparecer, un rumor como de viento que cruzase la cámara; y una niebla pareció envolver cada objeto que había a mi alrededor, la cual se disipó, y tuve conciencia de un ahogo, como si acabaran de quitarme un peso del pecho. Después de eso permanecí sentado una hora, reflexionando sobre lo que había visto, sin saber si calificarlo de sueño vigilo de vigilia onírica. Soy hombre mortal, sensible al miedo y expuesto al error; pero también soy cristiano católico, y siempre he rechazado enérgicamente tus historias de espectros y visiones, salvo las que están sancionadas por la autoridad de la Santa Iglesia, y consignadas en las vidas de sus santos y sus mártires.

Dado que no encontraba fin ni fruto a estas pesadas reflexiones, me metí en la cama, donde permanecí inquieto y desvelado hasta poco antes de despuntar el día, en que caí en profundo sueño, hasta que me despertó un ruido como de la brisa al agitar las cortinas. Me levanté de un salto, y descorriéndolas, miré a mi alrededor. Entraba un rayo de luz a través de los postigos de la ventana, aunque no bastaba para permitirme distinguir los objetos de la habitación, de no ser por la lámpara que ardía sobre la chimenea, y cuya luz, aunque débil, era suficientemente clara. Por ella descubrí, junto a la puerta, una visión que mi terror hacía más intensa; comprobé que era idéntica a la que había visto antes; tras agitar el brazo con gesto melancólico y decir con voz lastimera: «Demasiado tarde», desapareció. Debo confesarte que, sobrecogido de horror ante esta segunda visión, caí sobre mi almohada casi privado del uso de mis facultades; recuerdo que el reloj dio las tres.

Al llegar doña Clara y el sacerdote (en su décima lectura de la carta) a estas palabras, el reloj, abajo en el salón, dio las tres.

—¡Extraña coincidencia! —dijo fray José.

—¿No os parece que es algo más, padre? —dijo doña Clara, poniéndose intensamente pálida.

—No sé —dijo el sacerdote—; muchos han contado historias creíbles sobre avisos permitidos por nuestros santos guardianes, transmitidos incluso por mediación de cosas inanimadas. Pero ¿con qué objeto se nos advierte, cuando no sabemos qué mal hay que evitar?

—¡Chisst! ¡Chisst! —dijo doña Clara—, ¿no habéis oído ningún ruido?

—No —dijo fray José, escuchando, no sin cierta turbación—: Ninguno —añadió con voz más tranquila y firme, tras una pausa—; y el ruido que oí hace un par de horas fue muy breve y no se ha repetido.

—¡Qué luz más parpadeante dan esas velas! —dijo doña Clara, mirándolas con ojos vidriosos y fijos de temor.

—Las ventanas están cerradas —respondió el sacerdote.

—Así han estado desde que nos sentamos aquí —replicó doña Clara—; ¡pero mirad qué corriente de aire las sacude ahora! ¡Santo Dios!, ¡agita las llamas como si fuera a apagarlas!

El sacerdote, alzando los ojos hacia las velas, observó que era verdad lo que decía, y al mismo tiempo notó que el tapiz colgado cerca de la puerta se agitaba notablemente.

—Hay alguna puerta abierta en alguna otra parte —dijo, levantándose.

—No iréis a dejarme, ¿verdad, padre? —dijo doña Clara, que estaba paralizada de terror en su silla y no se sentía capaz de seguirle más que con los ojos.

El padre José no respondió. Ahora estaba en el pasillo, donde algo que había observado acaparaba toda su atención: la puerta del aposento de Isidora estaba abierta, y las luces ardían en su interior. Entró lentamente al principio, miró en torno suyo, pero su moradora no estaba allí. Echó una mirada a la cama, pero ninguna forma humana la había deshecho esa noche: estaba intacta y ordenada. A continuación fue la ventana la que atrajo la atención de sus ojos, que ahora inspeccionaban cada objeto con la rapidez del temor. Se acercó a ella; estaba abierta de par en par: era la que daba al jardín.

Horrorizado ante este descubrimiento, el buen padre no pudo reprimir un grito que taladró los oídos de doña Clara, la cual, temblando y casi sin fuerzas para sostenerse, trató inútilmente de seguirle, cayéndose en el pasillo. El sacerdote la levantó y trató de ayudarla a volver a su aposento. La desventurada madre, cuando llegó finalmente a su silla, no se desmayó ni lloró, sino que con labios blancos y mudos, y mano paralizada, trató de señalar hacia el aposento de su hija, como si desease ser conducida allí.

—Demasiado tarde —dijo el sacerdote, utilizando inconscientemente las ominosas palabras de la carta de don Francisco.