Capítulo XXII

I’ll not wed Paris, Romeo is my husband.

SHAKESPEARE

Estaba Isidora tan acostumbrada a las violentas exclamaciones y (para ella) enigmáticas alusiones de su misterioso amante, que no sintió ninguna alarma especial ante sus extrañas palabras y repentina marcha. Nada había que fuese más amenazador ni formidable que lo que había presenciado a menudo; y recordaba que, tras estos paroxismos, solía reaparecer con un humor relativamente tranquilo. Así que encontró consuelo en esta reflexión… y quizá en esa misteriosa convicción impresa en el corazón de los que aman profundamente, de que la pasión debe ir unida siempre al sufrimiento; y parecía escuchar con una especie de melancólica sumisión a la fatalidad del amorque su destino era sufrir, de unos labios que iban a revelarse proféticos. La desaparición, por tanto, de Melmoth, le sorprendió menos que la orden de su madre, pocas horas después, que le fue transmitida con estas palabras:

—Señora doña Isidora, vuestra señora madre desea que os presentéis ante ella en la cámara de tapices, dado que ha recibido cierta información por intermedio de un mensajero, y considera conveniente que la conozcáis vos también.

Isidora estaba preparada, en cierto modo, para la extraordinaria información, dada la agitación que reinaba en esta casa grave y tranquila. Había oído ruidos de pasos y resonar de voces, pero «No sabía qué eran» y no se le ocurrió qué podían significar. Imaginó que su madre podía querer comunicarle algo sobre alguna complicada cuestión de conciencia que fray José no le habría aclarado satisfactoriamente, de donde pasaría al punto a comentar la visible vanidad con que una damisela acompañante se arreglaba el pelo, y los sospechosos rasgueos de guitarra bajo la ventana de otra, y luego se saldría por la tangente, preguntando cómo se cebaban los capones y por qué no habían sido debidamente preparados los huevos y la uva moscatel para la cena de fray José. Luego protestaría porque el reloj de la familia no marchaba sincrónicamente con las campanas de la iglesia vecina donde ella cumplía sus devociones, y por último protestaría de todo, desde el cebado de las aves de corral y la preparación de la olla podrida, hasta las crecientes controversias entre molinistas[55] y jansenistas[56], que ya habían entrado en España, o la mortal disputa entre dominicos y franciscanos sobre cuál era el hábito más eficaz para la salvación al envolver con él el cuerpo del pecador moribundo. Así que, entre su cocina y su oratorio, sus rezos a los santos y sus reprimendas a los criados, su devoción y su enojo, doña Clara se mantenía a sí misma y a la servidumbre en perpetuo estado de amable excitación y afanoso menester.

Algo así se esperaba Isidora en esta llamada, de modo que se quedó sorprendida al ver a doña Clara sentada junto a su pupitre, con un gran manuscrito de clara letra, y una carta extendida ante ella, y oírle seguidamente decir así:

—Hija, te he mandado llamar porque creo que podrías compartir conmigo el placer que estas líneas traen para las dos; y como es ése mi deseo, quiero que te sientes y escuches mientras te las leen.

Tras lo cual, se sentó doña Clara en una monstruosa butaca de alto respaldo, de la que verdaderamente dio la sensación de que pasaba a formar parte, tan de madera parecía su figura, tan inmóvil se quedó su semblante, y tan apagados sus ojos.

Isidora hizo una reverencia, y se sentó en uno de los cojines, de los que la estancia estaba atestada, mientras una dueña, provista de lentes y entronizada en otro cojín a la derecha de doña Clara, leyó, con diversas pausas y alguna dificultad, la siguiente carta que doña Clara acababa de recibir de su esposo, el cual había llegado a tierra, no en Osuna,[57] sino en un auténtico puerto de mar español, y ahora estaba en camino para reunirse con su familia.

Doña Clara:

Hace un año, más o menos, que recibí tu carta informándome de la recuperación de nuestra hija a la que creíamos perdida juntamente con su nodriza en su viaje a la India, muy niña aún; te habría contestado, de no habérmelo impedido intereses de negocios.

Quiero que sepas que me alegro no tanto de haber recobrado una hija como que haya ganado el cielo un alma y un vasallo, por así decir, e faucibus Draconis, e profundis Barathri, expresiones que fray José explicará a tu modesta comprensión.

Confío en que, merced al ministerio de ese devoto siervo de Dios y de la Iglesia, sea ella ya una católica cabal en todos los puntos necesarios, absolutos, dudosos o incomprensibles, formales, esenciales, veniales e indispensables, como corresponde a la hija de un cristiano viejo (aunque indigno de tal honor) como yo me tengo. Es más, espero encontrarla, como doncella española que es, equipada y dotada de todas las virtudes concernientes a ese carácter, especialmente las de discreción y reserva. Y del mismo modo que he observado siempre dichas cualidades en ti, espero te hayas esforzado en inculcarlas en ella… transferencia por la cual quien recibe queda enriquecido, y quien da no se empobrece.

Finalmente, como las doncellas deben ser recompensadas por su castidad y discreción casándolas con un marido digno, es deber de todo padre cuidadoso y atento proveer tal cosa para su hija, para que no pase ella la edad casadera y quede en casa descontenta y escuálida, y desatendida del otro sexo. Movido por esta preocupación paternal, por tanto, traeré conmigo una persona que deberá ser su esposo, don Gregorio Montilla, de cuyas prendas no tengo ahora tiempo de hablarte, pero a quien espero que recibirá ella como corresponde a una hija respetuosa, y tú como obediente esposa de

Francisco de Aliaga.

—Ya has oído la carta de tu padre, hija —dijo doña Clara, disponiéndose a hablar—, y sin duda guardas silencio en espera de oír de mí una relación de los deberes concernientes al estado en el que pronto entrarás, y que, tenlo presente, son tres, a saber: obediencia, discreción y economía. El primero de todos, según entiendo, se divide en trece capítulos…

—¡Dios bendito! —dijo la dueña en voz baja—, ¡qué pálida se está poniendo mi señora Isidora!

—Primero de todo —prosiguió doña Clara, aclarándose la garganta y ajustándose los lentes con una mano y mostrando tres elocuentes dedos de la otra sobre un voluminoso libro acerca de la vida de san Francisco Javier, colocado en el anaquel que tenía ante ella—, de los trece capítulos en que se divide el primero, los once primeros, a mi modo de ver, son los más provechosos; los otros dos dejaré que te los enseñe tu marido. El primero, pues… —aquí la interrumpió un ligero ruido que, no obstante, no le llamó la atención, hasta que la sobresaltó el grito de la dueña que exclamó:

—¡La Virgen me proteja! ¡Mi señora Isidora se ha desmayado! Doña Clara se bajó los lentes y miró la figura de su hija, que se había caído del cojín y yacía en el suelo exánime; y tras una breve pausa, repitió:

—Se ha desmayado. Levantadla. Pedid ayuda; y aplicadle agua fría o sacadla al aire libre. Me temo que he perdido la señal en la vida de este bendito santo —murmuró doña Clara una vez sola—; es lo que pasa por culpa de la estúpida cuestión del amor y el matrimonio. ¡Gracias a todos los santos, yo jamás he amado en mi vida!; en cuanto al matrimonio, depende de la voluntad de Dios y de nuestros padres.

La desventurada Isidora fue levantada del suelo, transportada al aire libre, cuya brisa tuvo el mismo efecto sobre su todavía elemental existencia que, según se dice, tiene el agua sobre el hombre pez, del que tanto hablaban las tradiciones populares de Barcelona, y aún hablan hoy.

Se recobró; y enviando una excusa a doña Clara por su repentina indisposición, suplicó a quienes la atendían que la dejasen, ya que deseaba estar sola. ¡Sola!: ésa es una palabra que quienes aman relacionan con una única idea: la de estar en sociedad con quien lo es todo para ellas. Deseaba, en esta (para ella) terrible urgencia, pedir consejo a aquel cuya imagen estaba eternamente presente en su corazón, y cuya voz oía con los oídos del pensamiento con toda claridad aun en su ausencia.

La crisis, efectivamente, era apropiada para poner a prueba un corazón de mujer; y el de Isidora, con su capacidad de sentimiento, se resistía a manifestar falta de juicio y de experiencia; sus hábitos naturales de resolución y autodominio, y los adquiridos de timidez y cortedad casi hasta el abatimiento, la convertían en víctima de emociones cuyos embates parecieron al principio amenazar su razón.

Su anterior existencia independiente e instintiva revivió en su corazón durante unos momentos, y le sugirió decisiones radicales y desesperadas, tal como se sabe que las más tímidas mujeres, sometidas a la presión de una tremenda exigencia, conciben y hasta ejecutan. Luego, la rigidez de sus nuevos hábitos, la severidad de su vida artificiosa, y el solemne poder de su recién aprendida aunque hondamente sentida religión, la hicieron renunciar a todo pensamiento de resistencia u oposición, como si se tratase de ofensas al cielo.

Sus antiguos sentimientos, sus nuevos deberes, chocaron en terrible conflicto contra su corazón; y temblando en el istmo en que se encontraba, sentía cómo éste, expuesto a los embates de corrientes opuestas, se estrechaba por momentos bajo sus pies.

Éste fue un día espantoso para ella. Tenía tiempo suficiente para reflexionar; pero sentía la íntima convicción de que no serviría de nada, de que las circunstancias en que se encontraba, y no sus pensamientos, eran las que debían decidir por ella… y que en su situación, el poder mental no podía competir con el físico.

No hay, quizá, ejercicio más doloroso para la mente que el de recorrer el ámbito entero del pensamiento con paso impaciente y cansado, y llegar siempre a la misma conclusión; ponerse en marcha a continuación con doblada velocidad y menguada fuerza, y regresar otra vez al mismísimo punto; enviar todas nuestras facultades en descubierta, y vedas volver de vacío, contemplar los restos del naufragio navegando a la deriva, y hundirse ante la mirada que lo había aclamado con alegría y confianza en el momento de zarpar.

Durante todo el día meditó cómo sería posible librarse de su situación, al tiempo que arraigaba en su corazón el sentimiento de que esa liberación era imposible; y esta sensación de tener todas las energías del alma inútilmente enfrentadas a la estupidez y la mediocridad, reforzada por las circunstancias, produce a la vez melancolía e irritación. Nos sentimos, como prisioneros de las circunstancias, trabados por hilos a los que el poder de la magia ha dotado de una dureza diamantina.

Para aquellos cuya mente les inclina más a analizar que a compartir los diversos sentimientos humanos, habría sido interesante observar la desasosegada angustia de Isidora, en contraste con la fría y serena satisfacción de su madre, que dedicó todo el día a componer, con la colaboración de fray José, lo que Juvenal calificaría de verbosa et grandis epistola, en respuesta a la de su esposo, e imaginar cómo dos seres humanos, de órganos semejantemente construidos como es evidente, y al parecer destinados a comprenderse el uno al otro, podían extraer de la misma fuente aguas potables y amargas.

Ante el pretexto de su persistente indisposición, se la dispensó de comparecer ante su madre el resto del día. Llegó la noche… La noche que, ocultando los objetos y modales artificiosos que la rodeaban, le restituía en cierto modo la conciencia de su anterior existencia, y le daba una sensación de independencia que nunca experimentaba durante el día. La ausencia de Melmoth aumentaba su inquietud. Empezó a pensar que su marcha podía ser efectivamente definitiva, y se sintió desfallecer ante tal posibilidad.

Puede que al simple lector de novelas le parezca increíble que una mujer de la energía y entrega de Isidora sintiese ansiedad o terror ante una situación tan corriente para una heroína. No tendría más que mantenerse firme frente a la insistencia y autoridad de su familia, y anunciar su desesperada decisión de compartir su destino con un amante misterioso y desconocido. Todo esto suena muy plausible e interesante. Novelas se han escrito y leído, cuyo interés reside en el noble e imposible desafío de la heroína a todos los poderes humanos y sobrenaturales. Pero ni los escritores ni los lectores parecen haber tenido en cuenta las mil causas insignificantes y externas que intervienen en el hacer humano con una fuerza, si no más poderosa, sí mucho más efectiva que el gran motivo interior que hace de ella tan gran figura en la novela, y tan rara e insignificante en la vida corriente.

Isidora habría dado la vida por aquel al que amaba. Habría confesado su pasión en la hoguera o en el cadalso, y habría triunfado pereciendo como su víctima. La mente puede hacer acopio de fuerzas para un gran impulso, pero se extenúa en la constante y reiterada necesidad de los conflictos domésticos: victorias en las que tiene que perder, y derrotas en las que ella podría ganar el elogio de la perseverancia, mientras siente que ese triunfo es una pérdida. El último esfuerzo singular y terrible del campeón judío, en el que perecieron juntos él y sus enemigos, debió de ser un lujo comparado con su ciego y penoso trabajo en el molino.

Isidora tenía ante sí la lucha perpetua y dolorosa entre la fuerza encadenada y la debilidad acosadora que, si hay que decir la verdad, sería capaz de despojar a la mitad de las heroínas de ficción del poder o deseo de luchar contra las dificultades que las asedian. Su mansión era una cárcel; no tenía el poder (y de tenerlo, jamás lo habría ejercido), ni aun por un instante, de cruzar las puertas de la casa sin que se lo permitiesen o se diesen cuenta. Así que su huida estaba totalmente descartada; pero de habérsele abierto todas las puertas de la casa, se habría sentido como un pájaro en su primer vuelo tras salir de la jaula, y no habría encontrado ramaje donde se hubiese atrevido a posarse. Tal era su perspectiva, si hubiese podido huir…, pero en casa era peor.

El severo y frío tono de autoridad en que estaba escrita la carta de su padre le daba muy pocas esperanzas de encontrar en él a un amigo. Luego, la débil y no obstante dominante mediocridad de su madre, el temperamento egoísta y arrogante de Fernán, la poderosa influencia e incesante asesoramiento de fray José, cuya afabilidad no podía competir con su amor por la autoridad, la diaria persecución doméstica —ese vinagre que corroe cualquier roca—, el estar obligada a escuchar día tras día la misma agotadora repetición de exhortaciones, reproches y amenazas, o buscar refugio en su alcoba, dejar correr las horas muertas en soledad y llanto, esta contienda mantenida por una mujer fuerte en sus propósitos pero débil en su fuerza, contra tantos empeñados en hacer sus voluntades y sacar provecho; esta lucha perpetua con males tan triviales en los detalles, pero tan pesados en su suma total para los que tienen que pagarlos día a día y hora a hora… era demasiado para la resolución de Isidora, que lloraba con desesperanzado abatimiento, sintiendo que su valor flaqueaba ya antes del enfrentamiento, e ignorando qué concesiones podrían arrancarle de su decreciente capacidad de resistencia.

—¡Oh! —exclamó en el límite de su angustia—. ¡Ojalá estuviese él aquí para dirigirme, para aconsejarme! ¡Ojalá estuviese aquí aunque no fuese ya como mi amante, sino como mi consejero! Dicen que hay siempre un cierto poder a mano para satisfacer los deseos que el individuo formula en su propio perjuicio; y así debió de ser en el presente caso, pues apenas hubo pronunciado ella estas palabras, cuando la sombra de Melmoth apareció por el paseo del jardín, y un momento después estaba al pie de la ventana. Al verle ella acercarse profirió un grito, mezcla de alegría y de temor, que le hizo a él sisear, e indicarle silencio con la mano; y luego susurró:

—¡Lo sé todo! Isidora se quedó callada. No tenía otra cosa que comunicarle que su reciente zozobra, pero al parecer, él lo sabía ya. Así que esperó que le dijese algunas palabras de consejo o de consuelo.

—¡Lo sé todo! —continuó Melmoth—. Tu padre ha desembarcado en España, trae consigo al que va a ser tu esposo. Será inútil que te resistas al propósito decidido por toda tu familia, obstinada en la misma medida que es débil; y dentro de catorce días te convertirás en la esposa de Montilla.

—Antes seré la esposa del sepulcro —dijo Isidora con total y temible serenidad.

A estas palabras, Melmoth se acercó y la miró más detenidamente.

Cualquier ser dotado de intensa y terrible resolución, de sentimiento o acción extremos armonizaba con las poderosas aunque desordenadas cuerdas de su alma.

Le pidió que repitiese esas palabras, y ella lo hizo con labios temblorosos pero con voz firme. Se acercó él un poco más para verla mientras hablaba. Era una visión hermosa y terrible, allí de pie: con el rostro marmóreo, las facciones inmóviles, los ojos, en los que ardía la luz fija y lívida de la desesperación, como lámparas en una cripta sepulcral, los labios entreabiertos como si la que hablaba no tuviese conciencia de las palabras que salían de ellos, o más bien como si las pronunciase por un impulso involuntario e incontrolable; así estaba, como una estatua, junto a la ventana; la luna daba a su blanco vestido la apariencia de piedra, y su excitada y decidida mente le prestaba la misma rigidez a sus facciones. El propio Melmoth se sintió impresionado, ya que no podía sentirse aterrado. Se retiró; y regresando luego, preguntó:

—¿Es ésa tu voluntad, Isidora?, ¿y te reafirmas en tu decisión de…?

—¡De morir! —contestó Isidora con el mismo acento inalterable, pareciendo al hablar muy capaz de lo que decía; y la unión en una misma forma, ligera y tierna, de esas eternas rivales, la energía y la fragilidad, la belleza y la muerte, hizo que cada latido humano del cuerpo de Melmoth golpeara co una fuerza desconocida para él.

—¿Puedes, entonces —dijo con la cabeza desviada y un tono que parecía avergonzarse de su propia dulzura—, puedes entonces morir por aquel por quien no vivirás?

—He dicho que prefiero morir antes que ser la esposa de Montilla —respondió Isidora—. No sé nada sobre la muerte, ni tampoco sé mucho sobre la vida; pero prefiero morir, antes que ser la esposa perjura del hombre al que no puedo amar.

—¿Y por qué no le puedes amar? —dijo Melmoth, jugando con el corazón que tenía en sus manos como juega un niño malicioso con un pájaro cuyas patas tiene atadas de un hilo.

—Porque sólo puedo amar a uno. Tú fuiste el primer ser humano que conocí, el que me enseñó mi lenguaje, y el que me enseñó a sentir. Tu imagen está siempre ante mí, presente o ausente, dormida o despierta. He visto formas más puras, he oído voces más dulces, podía haber encontrado corazones más dóciles; pero la primera imagen indeleble está escrita en el mío, y sus caracteres no se borrarán jamás hasta que este corazón sea un terrón del valle. Te he amado, no por tu donaire o por tu cálido lenguaje, ni por todo cuanto se dice que es amable a los ojos de una mujer; te he amado porque eres el primero y único vínculo entre el mundo humano y mi corazón, el ser que me dio a conocer ese portentoso instrumento que había en mí, ignorado e intacto, y cuyas cuerdas, al vibrar, se negaron a obedecer cualquier pulsación que no viniese del primero que lo movió, porque tu imagen se mezcla en mi imaginación con todas las glorias de la naturaleza; porque tu voz, cuando la oí por primera vez, fue un sonido que armonizó con los rumores del océano y la música de las estrellas. Y aún me recuerda su acento la inimaginable beatitud de esos escenarios donde la escuché por primera vez, y la oigo como un desterrado oye la música de su país natal en una tierra muy lejana; porque la naturaleza y la pasión, el recuerdo y la esperanza, se unen a tu imagen por igual; y en medio de la luz de mi anterior existencia, y la oscuridad de la actual, sólo hay una forma que retiene su realidad y su poder a través de la luz y la sombra. Soy como el que ha recorrido muchos climas, y considera que no hay más que un sol como luz de todos, ya sea esplendoroso u oscuro. He amado una vez… ¡Y para siempre! —luego, temblando ante las palabras que había pronunciado, añadió, con esa dulce mezcla de orgullo y pureza virginal que redime, al tiempo que suplica, a la prenda del corazón—: Los sentimientos que te he confiado pueden ser profanados, pero nunca enajenados.

—¿Y son esos tus sentimientos reales? —dijo Melmoth, tras una larga pausa, y moviendo su cuerpo como alguien agitado por profundos e inquietos pensamientos.

—¡Reales! —repitió Isidora con cierto rubor pasajero en sus mejillas—, ¡reales! ¿Puedo decir yo algo que no sea real? ¿Puedo olvidar tan pronto mi existencia?

Melmoth la miró otra vez, mientras hablaba.

—Si es ésa tu decisión, si son ésos efectivamente tus sentimientos…

—¡Lo son!, ¡lo son! —exclamó Isidora, saltándole las lágrimas entre sus delgados dedos que, tras extenderlos hacia él, se había llevado a sus ojos ardorosos.

—¡Entonces escucha la alternativa que te espera! —dijo Melmoth lentamente, pronunciando las palabras con dificultad y, al parecer, con cierto sentimiento por su víctima—: La unión con un hombre que no puede amar; ¡o la perpetua hostilidad, la agotadora, extenuante y casi aniquiladora persecución de tu familia! ¡Piensa en los días que!…

—¡Oh, no quiero pensar! —exclamó Isidora retorciéndose sus blancas y delicadas manos—; ¡dime… dime qué puedo hacer para escapar de ellos!

—Bueno, a decir verdad —dijo Melmoth arrugando el ceño con el más pensativo surco, mientras era imposible descubrir si su expresión predominante era de ironía o de profundo y sincero sentimiento—, no sé qué recurso puedes utilizar, a no ser que te desposes conmigo.

—¡Desposarme contigo! —exclamó Isidora, apartándose de la ventana.

¡Desposarme contigo! —y se llevó las manos a su pálida frente. Y en ese momento, cuando la esperanza de su corazón, de cuyo hilo se hallaba suspendida su vida, estaba a su alcance, tuvo miedo de tocarla—. ¡Desposarme contigo!, pero ¿cómo es posible?

—Todo es posible para quienes aman —dijo Melmoth con una sonrisa sardónica que las sombras de la noche ocultaron.

—¿Y tú, quieres desposarte conmigo, de acuerdo con los ritos de la Iglesia de la que soy miembro?

—¡Sí! ¡O de los que sean!

—¡Oh, no hables con esa violencia!, ¡no digas si con esa voz tan horrible! ¿Quieres casarte como es debido con una doncella cristiana? ¿Quieres amarme como debe amarse a una esposa cristiana? Mi primera existencia fue como un sueño… pero ahora estoy despierta. Si uno mi destino al tuyo, si abandono a mi familia, mi país, mi…

—Si lo haces, ¿cómo vas a salir perdiendo?; tu familia te atormenta y te encierra, tu país gritaría viéndote en la hoguera, ya que tienes algunos sentimientos que son heréticos, Isidora. En cuanto a lo demás…

—¡Dios! —dijo la pobre víctima juntando las manos y mirando hacia el cielo—, ¡dios, ayúdame en este trance!

—Si tengo que esperar aquí sólo como testigo de tus devociones —dijo Melmoth con agria aspereza—, no estaré mucho tiempo.

—¡No puedes dejarme luchar sola con el miedo y la perplejidad! ¿Cómo puedo huir, a pesar de…?

—Por el mismo medio que yo poseo para entrar en este lugar y marcharme sin que me vean; por ese mismo medio podrás escapar. Si tienes decisión, el esfuerzo te costará poco; si amas… nada. Habla: Vendré aquí mañana por la noche, a esta hora, para conducirte a la libertad y…

La salvación, tenía que haber añadido, pero le fallo la voz.

—Mañana por la noche —dijo Isidora, tras una larga pausa y en un tono casi inarticulado.

Cerró la ventana mientras hablaba, y Melmoth se marchó lentamente.