Capítulo XXI

He saw the eternal fire that keeps,

In the unfathomable deeps,

Its power for ever; and made a sign

To the morning prince divine;

Who came across the sulphurous flood,

Obedient to the master-call,

And in angel-beauty stood,

High on his star-lit pedestal.[54]

En esta parte del manuscrito que leí en el sótano de Adonijah el Judío —dijo Moncada, prosiguiendo su relato— había varias páginas destruidas, y se había borrado totalmente el contenido de otras muchas; y ni siquiera Adonijah pudo suplir esta laguna. Por las páginas que a continuación eran legibles, parecía que Isidora siguió permitiendo imprudentemente a su misterioso visitante que frecuentara el jardín por las noches; y conversaba con él desde la ventana, aunque no logró convencerle para que se presentase a su familia, consciente, quizá, de que su petición no sería demasiado favorablemente recibida. Esto al menos parecían sugerir las líneas que a continuación pude descifrar.

Isidora había renovado, en estas entrevistas nocturnas, su antigua existencia de ensueño. El día no era sino un largo pensar en la hora en que esperaba verlo. Durante el día permanecía callada, meditabunda, absorta, viviendo de pensamientos: al oscurecer, su ánimo despertaba perceptible aunque suavemente, como el que tiene un gozo secreto e incomunicable; y su mente se transfiguraba como la flor que despliega sus pétalos, y difunde su perfume sólo al llegar la noche.

La época del año favorecía esta fatal ilusión. Era en ese rigor del verano en que solamente respiramos hacia el anochecer, y la embalsamada y brillante noche es nuestro día. El día propiamente transcurría en un sopor lánguido y febril. Isidora sólo existía de noche… y sólo junto a la ventana iluminada por la luna respiraba libremente; y jamás la luna bañó con su luz una forma más hermosa, ni iluminó un rostro más angelical, ni brilló en unos ojos que reflejaran destellos más puros y en armonía. La luz mutua y fraterna era como una correspondencia de espíritus que discurría entre destellos alternos y, al pasar del resplandor del planeta al brillo de unos ojos mortales, sentía que residir en uno y otros era estar en el cielo […].

Se demoraba en la ventana, hasta que imaginaba que el recortado y artificialmente torcido emparrado del jardín era el frondoso y ondulante follaje de los árboles de su isla paradisíaca; que las flores tenían el mismo perfume que las rosas silvestres y espontáneas que un día derramaron sus pétalos a sus pies desnudos, que los pájaros cantaban para ella como cantaron una vez, cuando el himno de vísperas de su corazón puro se elevaba con sus notas finales, y formaba la más sagrada y aceptable antífona que quizá haya halagado la brisa vespertina que la transportaba hacia el cielo.

Esta ilusión terminaba pronto. La rígida y severa monotonía del parterre, donde incluso el producto de la naturaleza se mantenía en su sitio como por deber imponía el convencimiento de su antinatural regularidad a sus ojos y a su alma; y entonces se volvía hacia el cielo en busca de alivio. ¿Y quién no, aun en la primera y dulce angustia de la pasión? En esos momentos es cuando contamos al cielo esa historia que no confiaríamos a unos oídos mortales; y en la hora penosa en que deberíamos acudir a todo aquello cuyo amor es sólo mortal, invocamos de nuevo a ese cielo al que hemos confiado nuestro secreto para que nos envíe un resplandeciente mensajero de consuelo en esos mil rayos que derraman eternamente sobre la tierra, como con burla, sus brillantes, y fríos e insensibles orbes. Pedimos; pero ¿es escuchada u oída nuestra súplica? Lloramos; pero ¿no sentimos que esas lágrimas son como lluvia que cae en el mar? Mare inftuctuosum. No importa. La revelación nos asegura que vendrá un período en el que se nos concederán todas las peticiones propias de nuestro estado, en el que «se enjugarán las lágrimas de todos los ojos». Confiemos, pues, en la revelación; en cualquier cosa, menos en nuestros propios corazones. Pero Isidora no había aprendido aún esta teología de los cielos, cuyo texto es: «Entremos mejor en la casa de duelo». Para ella, la noche aún era día, y su sol era la «luna que avanza con su esplendor». Cuando la contemplaba, los recuerdos de la isla se le agolpaban en el corazón como un torrente; y no tardaba en aparecer una figura para evocarlos y realizarlos.

Esta figura se le aparecía todas las noches invariable e ininterrumpidamente; y conociendo ella la rigidez y severas normas de la casa, le causaba cierta sorpresa la facilidad con que Melmoth parecía sortearlas al visitar el jardín; sin embargo, era talla influencia de su primera existencia soñadora y romántica, que su repetida presencia en circunstancias tan extraordinarias no la movía a preguntar sobre los medios de que se valía para salvar dificultades que eran insuperables para los demás.

Dos circunstancias extraordinarias concurrían efectivamente en estos encuentros. A pesar de verse de nuevo en España, tras un intervalo de tres años desde que abandonaran las costas de una isla del mar de la India, ninguno de los dos había preguntado nunca qué contingencias habían hecho posible que se encontrasen de forma tan inesperada y singular. Por parte de Isidora, esta falta de curiosidad era fácilmente explicable. Su vida anterior había sido de carácter tan fabuloso y fantástico que lo improbable se había vuelto para ella familiar, y lo familiar improbable. Los prodigios eran su elemento natural; y se sentía, quizá, menos sorprendida de ver a Melmoth en España que la primera vez que le vio caminando por la arena de la isla solitaria. En Melmoth, el motivo era distinto, aunque el efecto era el mismo. Su destino le prohibía la curiosidad o la sorpresa. El mundo no podía ofrecer una maravilla mayor que su misma existencia; y la facilidad con que pasaba él de una región a otra, mezclándose con las gentes, aunque diferente a todas ellas, como un espectador hastiado y sin interés que va de butaca en butaca de un inmenso teatro, donde no conoce a ninguno de los espectadores, le habría impedido experimentar ningún asombro, aunque se hubiese encontrado con Isidora en la cima de los Andes.

Durante un mes, había permitido ella tácitamente estas visitas nocturnas al pie de su ventana (distancia que evidentemente habría podido desafiar a los mismísimos celos españoles a considerarla materia de sospecha, ya que el antepecho se hallaba casi a catorce pies del suelo del jardín donde estaba Melmoth}; durante ese mes, Isidora había recorrido rápida aunque imperceptiblemente esos estadios del sentimiento que todos los que aman han experimentado por igual, ya se vea favorecido u obstaculizado el flujo de la pasión. Al principio, estaba ansiosa por hablar y escuchar, por oír y ser oída. Tenía que contar todas las maravillas de su nueva existencia; y quizá sentía esa indefinida y generosa esperanza de hacerse valer a los ojos de aquel a quien amaba; esperanza que nos induce en nuestra primera entrevista a exhibir toda la elocuencia, todos los poderes, todos los atractivos que poseemos, no con el orgullo del competidor, sino con la humillación de la víctima. La ciudad conquistada exhibe todas sus riquezas con la esperanza de propiciarse al conquistador. Le adorna con todos sus despojos, y siente más orgullo al verle ataviado con ellos que cuando los vestía ella misma triunfalmente. Ésa es la primera hora brillante del entusiasmo, del temblor, aunque llena de esperanza y de feliz ansiedad. Entonces pensamos que nunca podremos mostrar suficiente talento, imaginación y todo lo que pueda interesar, todo lo que pueda deslumbrar. Nos enorgullecemos del homenaje que recibimos de la sociedad, con la esperanza de sacrificar ese homenaje a nuestro ser amado; sentimos un puro y casi espiritualizado placer en nuestras propias alabanzas, al imaginar que nos hacen más dignos de merecer las suyas, de quien hemos recibido la gracia de querer merecerlas; nos preciamos de estar en condiciones de devolverle la gloria a aquel de quien la recibimos, y para quien la guardamos en depósito, sólo para restituírsela con ese rico y acumulado interés del corazón, del que pagaríamos la máxima cotización, si el pago exigiese el último latido de sus fibras… la última gota de su sangre. Ningún santo que haya presenciado un milagro realizado por él mismo con santa y autonegadora abstracción de su yoidad ha sentido quizá sentimiento más puro de perfecta devoción que la mujer que, en sus primeras horas de amor, ofrece, a los pies de su adorado, la brillante corona de la música, la pintura y la elocuencia… y espera tan sólo, con mudo suspiro, que la rosa del amor no pase inadvertida en la guirnalda.

¡Oh, cuán delicioso es para ese ser (y tal era Isidora) tocar el arpa ante las multitudes, y escuchar, cuando han cesado los estrepitosos y vulgares bravos, el suspiro de él para quien su alma —no sus dedos— ha tocado, y oír el simple suspiro, sólo esto, en medio de los aplausos de los miles de oyentes! ¡Y qué delicioso susurro el de ella, para sí: «He oído su suspiro, pero él ha oído el aplauso»!

Y cuando se desliza en la danza; rozando con fácil y acostumbrada gracia las manos de los muchos participantes, siente que no hay más que una cuyo tacto puede reconocer; y, esperando esta vibración vital, se mueve como una estatua, fría y grácil, hasta que el roce de Pigmalión la vuelve mujer, y el mármol se funde convirtiéndose en carne bajo las manos del irresistible modelador y sus movimientos delatan, en ese instante, los inusitados y semiinconscientes impulsos de esa hermosa imagen a la que el amor ha dado vida, y que disfruta con el vívido y recién experimentado goce de esa animación que la pasión de su amante ha infundido en su ser. Y cuando se exhibe el espléndido trabajo, y despliega la ricamente trabajada tapicería, con los brazos extendidos, y la contemplan los caballeros, y la envidian las damas, y todos los ojos la examinan, y todas las lenguas la alaban, exactamente en relación inversa al talento del que la examina con atención y del que la aplaude con gusto…, entonces, lanza en torno suyo una mirada muda y silenciosa que busca esos ojos cuya luz sola, para la embriagada mirada de ella, contiene todo juicio, todo gusto, todo sentimiento… ¡O ese labio cuya misma censura puede ser más cara que el aplauso del mundo entero! ¡Escuchar con mansa y sumisa tranquilidad la censura y la observación, la alabanza y el comentario, pero volver al fin la suplicante mirada hacia el único que puede comprender, y cuya rápida mirada de respuesta es la única que puede recompensarla! Ésta… ésta había sido la esperanza de Isidora. Incluso en la isla donde él la vio por primera vez en la infancia de su intelecto, había tenido ella conciencia de poderes superiores, que entonces fueron motivo de solaz, no de orgullo, para sí misma. Su propia estima aumentó con su afecto por él. Su pasión se convirtió en su orgullo, y los recursos ampliados de su mente (porque el cristianismo, aun en su forma más corrupta, desarrolla el entendimiento) le hicieron creer al principio que el hecho de ser admirada como ella lo era por su amabilidad, sus aptitudes y su riqueza, obligaría a este ser, el más orgulloso y excéntrico de todos, a postrarse ante ella, o al menos a reconocerle el poder de esos conocimientos que tan dolorosamente había llegado a dominar, desde su involuntaria introducción en la sociedad europea.

Ésta había sido su esperanza durante el primer período de sus visitas; pero por muy inocente y halagadora que fuese para su objeto, se vio decepcionada. Para Melmoth, no había «nada nuevo bajo el sol». El talento para él era una carga. Sabía más de lo que el hombre o la mujer podían decirle. Las cualidades eran una fruslería: el parloteo fastidiaba a sus oídos, y lo rechazaba. La belleza era una flor que sólo miraba para despreciarla, y sólo tocaba para marchitarla. Apreciaba la fortuna y la distinción como se merecían, pero no con el plácido desdén del filósofo, o el místico desasimiento del santo, sino con esa «terrible perspectiva de juicio y ardor de fuego» hacia la que creía que sus poseedores eran irreversiblemente devotos, y cuyo castigo esperaba él con satisfacción, quizá con un sentimiento muy semejante al de aquellos verdugos que, por mandato de Mitrídates, vertieron en la garganta del embajador romano el mineral derretido de sus doradas cadenas.

Con tales sentimientos, y otros que no son de contar, Melmoth experimentaba un alivio indecible respecto al fuego eterno que ya ardía en él, con la perfecta e inmaculada frescura de lo que podría llamarse inexplorada floresta del corazón de Immalee; porque seguía siendo Immalee para él. Ella era el oasis de su desierto: la fuente de la que bebía y en la que olvidaba su paso por las arenas ardientes… y las arenas abrasadoras a las que su caminar debía conducirle. Se sentaba a la sombra de una mata de calabaza, y olvidaba al gusano que roía su raíz; quizá el gusano inmortal que carcomía y horadaba y ulceraba su propio corazón le hacía olvidar las corrosiones del que él mismo había inoculado en el de ella.

Antes de la segunda semana de su entrevista, Isidora había rebajado sus pretensiones. Había renunciado a la esperanza de interesar o deslumbrar; esa esperanza que es hermana gemela del amor en el corazón de la mujer más pura. Concentraba ahora todas sus esperanzas, y todo su corazón, no ya en la ambición de ser amada, sino en el deseo único de amar. Ya no hablaba de sus facultades desarrolladas, de la adquisición de nuevas capacidades, ni de la expansión y cultivo de su gusto. Dejó de hablar: ahora sólo aspiraba a escuchar; su deseo se había reducido a un sereno atender tan sólo, que parecía transferir el oficio de oír a los ojos, o más bien a identificar ambos sentidos. Le veía mucho antes de que apareciese, y le oía aunque no hablase y permanecían el uno en presencia del otro, durante las escasas horas de la noche veraniega de España, y los ojos de Isidora estaban alternativamente fijos en la luna radiante y en su misterioso enamorado mientras él, sin pronunciar palabra, seguía recostado contra los pilares del balcón o contra el tronco de un mirto gigantesco que proyectaba su sombra, incluso de noche, sobre su ominosa expresión, sin decirse una sola palabra, hasta que una agitación de la mano de Isidora, cuando comenzaba a despuntar el día, daba la tácita señal de despedida.

Ésta es la clara gradación del sentimiento profundo. Ya no es necesario el lenguaje para aquellos cuyos corazones palpitantes conversan de manera audible; cuyos ojos, aun a la luz de la luna, son más inteligibles para las fugaces y entornadas miradas que la explícita conversación cara a cara a la luz del día; para quienes, en la exquisita inversión del sentimiento y el hábito mundanos, la oscuridad es luz, yel silencio es elocuencia.

En sus últimas entrevistas, Isidora hablaba a veces; pero sólo para recordar a su enamorado, en un tono suave y modesto, una promesa que al parecer le había hecho él una vez de presentarse a sus padres, y pedirles la mano. Algo murmuraba, también, sobre su pérdida de salud, su agotamiento de ánimo, su corazón herido, la larga espera, la esperanza aplazada y lo misterioso de sus entrevistas. Y mientras hablaba, lloraba; pero ocultaba sus lágrimas ante él.

¡Así es, oh Dios! Estamos condenados (y justamente condenados, cuando ponemos el corazón en algo que está por debajo de nosotros) a ver ese corazón rechazado como la paloma que vuela y vuela sobre un océano sin litorales, y no encuentra un sitio donde posarse y descansar, ni una hoja verde que traer de regreso en su pico. ¡Ojalá pueda abrirse el arca de la misericordia a tales almas, y acogerlas en ese tempestuoso mundo de diluvio y de ira, con el que son incapaces de contender, y donde no pueden encontrar descanso!

Isidora había llegado ahora al último estadio de esa dolorosa peregrinación a lo largo de la cual había sido conducida por un guía severo y renuente.

Al principio, con inocente y perdonable astucia de mujer, había tratado de interesarle exhibiendo sus nuevos conocimientos, ignorando que no eran nuevos para él. La armonía de la sociedad civilizada, de la que se sentía a la vez cansada y orgullosa, resultaba discordante a los oídos de Melmoth. Había examinado todas las cuerdas que componían este curioso pero mal construido instrumento, y las había encontrado falsas.

Luego se conformó con mirarle. Su presencia era la atmósfera de su existencia; sólo así respiraba. Se decía a sí misma, cuando se acercaba la noche: «¡Le veré!», y la carga de la vida se volvía más ligera a su corazón al pronunciar interiormente estas palabras. La rigidez, la tristeza, la monotonía de su existencia, se desvanecían como nubes ante el sol, o más bien como esas nubes que adquieren tan grandiosos y espléndidos colores que parecen pintadas por el dedo de la misma felicidad. El brillante matiz se transmitía a cada objeto de su ojo y de su corazón. Su madre no parecía ya tan fría y tenebrosamente fanática, y hasta su hermano parecía amable. No había árbol en el jardín cuyo follaje no estuviese iluminado como por la luz del sol poniente; y la brisa le hablaba con una voz cuya melodía emanaba del corazón de ella misma.

Cuando finalmente le veía, cuando se decía a sí misma: «Ahí está», era como si toda la felicidad de la tierra estuviese contenida en esa simple percepción; al menos, le parecía a ella, estaba toda la suya. Ya no sentía el deseo de atraerle o de someterle; absorbida por la presencia de él, se olvidaba de sí misma; inmersa en la conciencia de su propia felicidad, perdía el deseo, o más bien el orgullo de CONCEDÉRSELO. Llevada por la apasionada embriaguez de su corazón, arrojaba la perla de la existencia en la bebida con que brindaba por su amado, y la miraba diluirse sin un suspiro. Pero ahora estaba empezando a darse cuenta de que, por esta intensidad del sentimiento, esta profunda devoción, tenía derecho al menos a una honesta concesión por parte de su amante; y que la misteriosa demora en la que consumía su existencia podía; hacer que esa concesión llegara quizá demasiado tarde. Así que le manifestó, esto mismo a él; pero a estas quejas (que no afectaron en absoluto a otro lenguaje que el de las miradas), él contestó sólo con un profundo aunque desasosegado silencio, o con alguna liviandad cuya violencia y ocurrencia resultaban aún más lacerantes.

A veces parecía incluso ofender al corazón sobre el que había triunfado, y fingir que dudaba de su conquista con el aire del que se recrea en su certidumbre, y se ríe del cautivo preguntando: «¿De veras estás encadenado?».

—No me amas, ¿verdad? —decía—. No es posible que me ames. El amor, en tu feliz país cristiano, debe ser resultado del gusto cultivado, de la armonía de hábitos, de la coincidencia feliz de anhelos, pensamientos, esperanzas, y sentimientos, que en el sublime lenguaje del poeta judío (quiero decir, profeta), «dice y certifica a cada uno; y aunque no hay voz ni palabras, se oye entre ellos un lenguaje». Tú no puedes amar a un ser de apariencia repulsiva, hábitos excéntricos, sentimientos rudos e inescrutables, e inaccesibles en el decidido propósito de su temible y osada existencia. No —añadió con un melancólico y decidido tono de voz—, no puedes amarme en las circunstancias de tu nueva existencia. Hubo una vez… pero eso pertenece al pasado. Ahora eres hija bautizada de la Iglesia católica, miembro de una comunidad civilizada, parte de una familia que no ha visto nunca al desconocido. ¿Qué hay, entonces, entre tú y yo, Isidora, o como diría tu fray José (si es que sabe griego), τι εμοι και σοι?

—Yo te amaba —contestó la joven española, hablando con la misma pura, firme y tierna voz con que le hablara cuando era la única diosa de su encantada y florida isla—, yo te amaba antes de que fuese cristiana. Ellos han cambiado mi credo…, pero no han podido cambiar mi corazón. Te amo todavía… ¡Y seré tuya para siempre! En la playa de la isla desolada, en la ventana enrejada de mi cristiana prisión, pronuncio siempre las mismas palabras. ¿Qué más puede hacer una mujer, o un hombre, con toda la jactanciosa superioridad de su carácter y sentimiento (como he aprendido desde que me he convertido en cristiana, o europea)? No haces sino ofenderme, cada vez que pareces dudar de ese sentimiento, que sólo puedes generalizar porque no lo experimentas o no lo puedes comprender. Dime entonces, ¿qué es el amor? Desafío a toda tu elocuencia, a toda tu sofistería, a que conteste a esta pregunta con la misma sinceridad que yo.

Si quieres saber qué es el amor, no preguntes a la lengua del hombre, sino al corazón de la mujer.

—¡Qué es el amor! —dijo Melmoth—; ¿es ésa la pregunta?

—Ya que dudas que te quiero —dijo Isidora—, dime qué es el amor.

—Me impones una tarea —dijo Melmoth sonriendo, pero sin burlarse— tan apropiada a mis sentimientos y hábitos de pensamiento, que llevarla a cabo será sin duda una empresa inimitable. Amar, hermosa Isidora, es vivir en un mundo que es creación del propio corazón, cuyas formas y colores son tan brillantes como engañosas e irreal es.

Para los que aman no hay día ni noche, invierno ni verano, sociedad ni soledad. No hay más que dos etapas en su deliciosa pero quimérica existencia, ambas marcadas en el calendario del corazón: presencia y ausencia. Éstos son los sustitutos de toda la distinción entre naturaleza y sociedad. El mundo para ellos contiene tan sólo a un individuo, y ese individuo es para ellos el mundo tanto como su solo morador. La atmósfera de su presencia es el único aire en que pueden respirar, y la luz de sus ojos el único sol de su creación, en cuyos rayos se calientan y viven.

—Entonces, yo amo —dijo Isidora para sus adentros.

—Amar —prosiguió Melmoth— es vivir una existencia de perpetuas contradicciones; sentir que la ausencia es insoportable y, sin embargo, estar condenados a experimentar la presencia del amado casi de igual manera; tener diez mil pensamientos mientras él está ausente, cuya confesión creemos que hará deliciosa nuestra próxima entrevista, y, sin embargo, cuando llega la hora del encuentro, sentimos privados, por una timidez a la vez opresiva e inexplicable, del poder de expresar uno solo; ser elocuentes en su ausencia, y mudos en su presencia; esperar la hora de su regreso como el amanecer de una nueva vida y sentir en suspenso, cuando llega, todas esas fuerzas que según habíamos imaginado restablecerían su energía; ser la estatua que se enfrenta al sol, pero sin que éste produzca música en ella; estar pendiente de la luz de sus miradas, como lo está el viajero del desierto de la salida del sol; y cuando irrumpe en nuestro mundo viril, hundimos lánguidamente bajo su abrumadora e intolerable gloria, y casi desear que fuese de noche otra vez; ¡eso es el amor!

—Entonces, creo que amo —dijo Isidora casi audiblemente.

—Sentir —añadió Melmoth con creciente energía— que nuestra existencia se halla tan absorbida en la suya, que perdemos toda noción menos la de su presencia, toda simpatía menos la de sus goces, todo sentido del sufrimiento menos cuando sufre él; ser sólo porque él es, y no tener otra razón para la vida que la de dedicarla a él, mientras aumenta nuestra humillación en proporción a nuestro afecto; y cuanto más te inclinas ante tu ídolo, menos parece que vale tu postración como expresión de tu sentimiento, hasta que eres sólo él no ya tú misma. Sentir que, ante el sacrificio de ti misma, todos los demás son inferiores, y por tanto, todos los demás sacrificios deben fundirse en él.

Que la que ama no recuerde ya su existencia individual, su existencia natural; que considere padres, país, naturaleza, sociedad, y hasta la misma religión (tiemblas, Immalee… Isidora, quiero decir) sólo como granos de incienso arrojados al altar del corazón, para que ardan y exhalen allí sus perfumes sacrificados…

—Entonces yo amo —dijo Isidora; y lloró y tembló ante esta terrible confesión—, pues he olvidado los lazos que me dijeron que eran naturales, y el país del que me informaron que soy nativa. Renunciaré, si es preciso, a mis padres, al país, a los hábitos que he adquirido, a los pensamientos que he aprendido, a la religión que he… ¡Oh, no! ¡Dios mío! ¡Mi Salvador! —exclamó, huyendo de la ventana y abrazándose al crucifijo—. ¡No!, ¡jamás renunciaré a ti!, ¡nunca renunciaré a ti! ¡No me abandones en la hora de la muerte! ¡No me dejes en el momento del juicio! ¡No me olvides en estos momentos!

Por los cirios que ardían en el aposento de Isidora, Melmoth pudo verla postrada ante la sagrada imagen. Pudo ver la devoción del corazón que había hecho palpitar casi visiblemente en el blanco y agitado pecho, las manos entrelazadas que parecían implorar ayuda contra ese corazón rebelde cuyos latidos luchaba inútilmente por reprimir; luego, de pie, pedir perdón al cielo por su infructuosa oposición. Pudo ver, también, la frenética pero honda devoción con que se abrazaba al crucifijo… y sintió un estremecimiento. Jamás había mirado de frente este símbolo: apartó los ojos inmediatamente; sin embargo, los volvió hacia ella y la contempló larga, atentamente, arrodillada ante la cruz. Parecía haber dejado en suspenso el instinto diabólico que gobernaba su existencia por el puro placer de verla. Su figura postrada, sus ricos vestidos que flotaban a su alrededor como tapicerías en torno a un santuario inviolado, sus rizos luminosos derramados sobre sus hombros desnudos, sus manos blancas y pequeñas apretadas en la agonía de la oración, la pureza de expresión, que parecía identificar al agente con su autoridad y hacían creer que no se trataba de una suplicante, sino del espíritu encarnado de la súplica, y sentir que labios como aquéllos jamás habían tenido comunión alguna con nadie del cielo para abajo.

Todo esto contempló Melmoth y consciente de que en esto no podía participar él jamás, volvió la cabeza con sombría y amarga ironía…, y la luna que iluminó sus ojos ardientes no reveló lágrima alguna en ellos.

De haber mirado un momento más, habría podido descubrir un cambio en la expresión de Isidora demasiado halagador para su orgullo, si no para su corazón. Podía haber observado todo ese profundo y peligroso ensimismamiento del alma, cuando está decidida a penetrar en los misterios del amor o de la religión, y escoger «a quién servir»; esa pausa al borde del abismo en el que van a precipitarse todas sus energías, sus pasiones y sus poderes… esa pausa durante la cual la balanza (y nosotros con ella) oscila entre Dios y el hombre.

Un momento después se levantó Isidora de su postración ante la cruz.

Había más serenidad, más elevación en su actitud. Había, también, ese aire de decisión que una franca llamada al Buscador de corazones jamás deja de comunicar incluso al más débil de los que Él ha creado.

Volviendo a su sitio al pie de la ventana, Melmoth la siguió observando un rato con una mezcla de compasión y asombro; sentimientos que se apresuró a rechazar, preguntando ansioso:

—¿Qué pruebas estás dispuesta a dar de ese amor que te he descrito, el único que merece ese nombre?

—¡Todas —contestó con firmeza— las que la más devota de las hijas del hombre puede dar: mi corazón y mi mano, mi decisión de ser tuya en medio del misterio y la aflicción, y de seguirte en el exilio y la soledad (si ha de ser así), por todo el mundo!

Mientras hablaba, brilló una luz en sus ojos, un destello en su semblante, una expansiva y radiante sublimidad en toda su figura, que le confirió el aspecto de una rara y gloriosa visión, conjunción personificada de la pasión y la pureza, como si estas eternas rivales hubiesen acordado conciliar sus derechos, unirse en los límites de sus respectivos dominios, y hubiesen seleccionado la figura de Isidora como templo en el que poder consagrar su alianza y consumar su unión, y jamás hubiesen convivido tan deliciosamente estas opuestas divinidades.

Olvidaron sus antiguos feudos, y acordaron convivir allí para siempre.

Había una grandeza, también, en su forma delicada, que parecía anunciar ese orgullo de la pureza, esa confianza en la debilidad externa y energía interior que conquista sin armas, en esa victoria sobre el vencedor que le hace ruborizarse, y le impulsa a inclinarse ante el estandarte de la fortaleza asediada en el momento de rendirse. Estaba de pie como una mujer devota, aunque no humillada por su devoción, conjugando la ternura con la magnanimidad, dispuesta a sacrificarlo todo a su amante, salvo aquello que menoscabara el mérito del sacrificio a los ojos de él, dispuesta a ser la víctima, pero sabiendo que era merecedora de ser la sacerdotisa.

Melmoth la observó largamente. Un sentimiento generoso —sentimiento humano— latió en sus venas y vibró en su corazón. La vio en toda su belleza: con su entrega, su pura y perfecta inocencia, su afecto por quien, debido al tremendo poder de su existencia antinatural, no podía albergar ningún sentimiento por ser mortal ninguno. Desvió la mirada, pero no lloró; o si lo hizo, rechazó las lágrimas como lo haría un demonio, con sus zarpas ardientes, cuando ve llegar una nueva víctima para la tortura y, arrepintiéndose de su arrepentimiento, rechaza la mancha de la compunción y se apresta a su tarea con renovada diligencia.

—Y bien, Isidora: ¿no vas a darme alguna prueba de tu amor? ¿Es eso lo que debo entender?

—Pide —respondió la inocente y magnánima Isidora— cualquier prueba que una mujer pueda dar: más, no está en el poder humano; ¡menos, haría que la prueba careciese de valor!

Fue tal la impresión que estas palabras produjeron en Melmoth, cuyo corazón, no obstante estar sumergido en crímenes indecibles, jamás se había manchado con la sensualidad, que saltó del lugar donde estaba, la contempló un instante, y exclamó a continuación:

—¡Bien!, ¡me has dado pruebas indiscutibles de tu amor! Ahora me corresponde a mí darte una prueba de ese amor que te he descrito, de ese amor que sólo tú podías inspirar, de ese amor que en circunstancias más felices, podría…

Pero no importa; no me corresponde a mí analizar el sentimiento, sino dar una prueba de él —alargó el brazo hacia la ventana, donde estaba ella—. Entonces, ¿accederías a unir tu destino al mío? ¿Estarías dispuesta a ser mía en medio del misterio y la desdicha? ¿Estarías dispuesta a seguirme de la tierra al mar y del mar a la tierra, como un ser inquieto, sin hogar, desdichado, con el estigma en tu frente y la maldición en tu nombre? ¿Querrías de veras ser mía, sólo mía, Immalee?

—Sí querría… ¡sí quiero!

—Entonces —contestó Melmoth— recibe en este mismo lugar la prueba de mi eterna gratitud. ¡En este lugar, renuncio a verte más! ¡Anulo tu compromiso! ¡Huyo de ti para siempre!

Y dicho esto, desapareció.