Capítulo XX

Oh what was lave made for; if tis not the same

Througb joy and through torment, through glory and shame!

I know not, I ask not, what guilts in thine heart,

I but know I must love thee, whatever thou art.

MOORE

Al día siguiente, la joven que tanto interés había despertado la tarde anterior se marchaba de Madrid a pasar unas semanas en una quinta, propiedad de su familia, a poca distancia de la ciudad. Esta familia, en total, estaba formada por su madre, doña Clara de Aliaga, esposa de un rico mercader cuyo regreso de las Indias se esperaba mes tras mes, su hermano don Fernán de Aliaga y varios criados; pues estos acaudalados ciudadanos, conscientes de su opulencia y su elevada ascendencia, se preciaban de viajar con no menos ceremonia y pomposa lentitud de la que correspondía a un grande de España. Y así, el viejo, cuadrado y pesado carruaje avanzaba como una carroza fúnebre; el cochero iba dormido en el pescante, y los seis caballos negros andaban a un paso que era como el progreso del tiempo cuando nos visita la aflicción. Junto al coche cabalgaban Fernán de Aliaga y sus criados, con sombrillas y grandes lentes; dentro iban acomodadas doña Clara y su hija. El interior de este vehículo era lo contrario de su aspecto externo: todo denotaba estupidez, formalismo y tremenda monotonía.

Doña Clara era mujer de frío y serio carácter, con toda la solemnidad de una española, y toda la austeridad de una fanática. Don Fernán encarnaba esa únión de la pasión ardiente y los modales saturnianos nada rara entre los españoles. El hecho de que su familia perteneciese a la clase comerciante hería su orgullo torpe y egoísta; consideraba la belleza sin par de su hermana un posible medio de conseguir emparentar con una familia de alcurnia, y la miraba con esa especie de parcialidad egoísta tan poco honrosa para el que la siente como para la que era su objeto.

Y en medio de estos seres, la vivaz y sensible Immalee, hija de la naturaleza, «alegre criatura de los elementos», estaba condenada a marchitar la flor de preciosos colores y exquisitos perfumes de su existencia tan desconsideradamente trasplantada. Su singular destino parecía haberla arrancado de un medio físico silvestre para colocarla en otro de tipo moral. Y, quizá, este último estado era peor que el primero.

Es cierto que las más sombrías situaciones no ofrecen nada tan escalofriante como el aspecto de los rostros humanos en los que tratamos en vano de descubrir una expresión análoga; y la esterilidad de la naturaleza misma es copia, comparada con la esterilidad de los corazones humanos que transmiten toda la desolación que sienten.

Llevaban viajando un rato, cuando doña Clara, que nunca hablaba hasta después de un largo prefacio de silencio, quizá para darle lo que ella llamaba peso, que de otro modo se echaría de menos, dijo con sentenciosa parsimonia:

—Hija, me he enterado de que ayer por la tarde te desmayaste en el paseo público. ¿Viste a alguien que te sorprendió o te aterró?

—No, señora.

—Entonces, ¿cuál pudo ser la causa de la emoción que manifestaste al ver, según me han dicho, porque yo no lo sé, a un personaje de singular comportamiento?

—¡Oh, no puedo, no me atrevo a decirlo! —dijo Isidora, dejando caer el velo sobre sus ardientes mejillas; luego, con la irreprimible ingenuidad de su primitiva naturaleza, que le invadía el corazón y todo su ser como una marea, se arrodilló en el cojín en el que iba sentada, a los pies de doña Clara, exclamando—: ¡Oh, madre, os lo diré todo!

—¡No! —dijo doña Clara, rechazándola con un frío sentimiento de orgullo herido—; ¡no!… no es éste el momento. No quiero confidencias que son negadas y concedidas en un mismo aliento; ni me gustan esas emociones violentas: son impropias de una doncella.

Tus deberes como hija son fáciles de comprender, se reducen a una completa obediencia, una profunda sumisión y un inquebrantable silencio; salvo cuando te hable yo, o tu hermano o el padre José. Ciertamente, ningún deber podría cumplirse con más facilidad; así que levántate y deja de llorar. Si tu conciencia te turba, acúsate ante el padre José, que sin duda te impondrá una penitencia conforme a la enormidad de tu pecado. Sólo confío en que no yerre por el lado de la indulgencia. Y dicho esto, doña Clara, que jamás había pronunciado discurso tan largo, se arrellanó en su cojín, y comenzó a pasar las cuentas de su rosario con devoción, hasta que la llegada del coche a su destino la despertó de su profundo y beatífico sueño.

Era casi mediodía, y la comida, servida en una estancia baja y fresca junto al jardín, esperaba tan sólo la llegada del padre José, el confesor. Llegó por fin Era un hombre de figura imponente, y venía montado en una mula majestuosa. Su rostro, a primera vista, tenía una expresión meditabunda; pero, examinada con atención, ésta parecía más consecuencia de una conformación física que del ejercicio intelectual. El canal estaba abierto, pero la corriente no se había orientado en esa dirección. Sin embargo, aunque carente de instrucción y de mentalidad algo estrecha, el padre José era un hombre bueno y bienintencionado. Amaba el poder, eso sí, y se había consagrado a los intereses de la Iglesia católica; pero le asaltaban frecuentes dudas (que se guardaba para sí: sobre la absoluta necesidad del celibato, y experimentaba (¡extraño efecto!) un frío por todo el cuerpo cuando oía hablar del fuego de los autos de fe. Concluyó la comida; sobre la mesa estaban la fruta y el vino (éste sin probarlo las mujeres), y lo más selecto de ambos colocado delante del padre José cuando Isidora, tras una profunda reverencia a su madre y al sacerdote, se retiró, como solía, a su aposento. Doña Clara se volvió hacia el confesor con una expresión que demandaba respuesta.

—Es la hora de la siesta —dijo el sacerdote, sirviéndose un racimo de uvas.

—¡No, padre, no! —dijo doña Clara con pesar—; su criada me ha informado que no se retira a dormir. Estaba, ¡ay!, demasiado acostumbrada a ese clima ardiente, donde se perdió de niña, para sentir el calor como debe toda cristiana.

No; no se retira a rezar ni a dormir, según la devota costumbre de las mujeres españolas; sino, me temo, a…

—¿A qué? —dijo el sacerdote con voz horrorizada.

—A pensar, me temo —dijo doña Clara—; porque observo a menudo que, cuando regresa, tiene huellas de lágrimas en la cara. Tiemblo, padre, al pensar que derrama esas lágrimas por esas tierras paganas, esa región de Satanás, en donde ha pasado su juventud.

—Le impondré una penitencia —dijo el padre José— que la salvará al menos de la turbación de derramar lágrimas por culpa del recuerdo… Estas uvas son deliciosas.

—Pero, padre —prosiguió doña Clara con toda la débil pero atribulada ansiedad de una mente supersticiosa—, aunque me tranquilizáis en este sentido, aún me siento desgraciada. ¡Oh, padre, cómo habla a veces!… Es como una criatura autodidacta; no necesita director ni confesor, sino su propio corazón.

—¡Cómo! —exclamó el padre José—, ¿que no necesita confesor ni director? Dehe de estar chiflada.

—¡Oh, padre! —prosiguió doña Clara—, dice cosas con su manera suave e irrefutable que, armada de toda mi autoridad, yo…

—¿Cómo, cómo es eso? —dijo el sacerdote en un tono de severidad—, ¿acaso niega alguno de los dogmas de la Santa Iglesia?

—¡No!, ¡no!, ¡no! —dijo la aterrada dofia Clara, santiguándose.

—¿Qué, entonces?

—Bueno, habla en unos términos que yo nunca os he oído a vos, reverendo padre, ni a ninguno de los reverendos hermanos a quienes mi devoción a la Santa Madre Iglesia me ha enseñado a escuchar, antes de hablar. En vano le digo que la verdadera religión consiste en oír misa, confesarse, cumplir la penitencia, observar los ayunos y vigilias, sufrir la mortificación y la abstinencia, creer todo lo que la Santa Iglesia nos enseña, y odiar, detestar, aborrecer y execrar…

—Basta, hija… basta —dijo el padre José—; ¿acaso se puede dudar de la ortodoxia de vuestro credo?

—Confío en que no, reverendo padre —dijo, ansiosa, doña Clara.

—Sería yo un infiel si dudara —interrumpió el sacerdote—; la misma razón tendría si negase que esa fruta es exquisita, o que este vaso de Málaga merece figurar en la mesa de Su Santidad el Papa, si quisiese agasajar a todos los cardenales. Pero, ¿qué es eso, hija, de las supuestas o temidas sospechas de desviación en las creencias de doña Isidora?

—Reverendo padre, ya os he explicado mis sentimientos religiosos.

—Sí, sí… hemos hablado bastante; ahora hablemos de los de vuestra hija.

—Dice a veces —dijo doña Clara, prorrumpiendo en lágrimas—, dice, aunque no mientras no se le insista lo suficiente para que hable, que la religión debe ser un sistema cuyo espíritu sea el amor universal. ¿Entendéis algo, padre?

—¡Bah… bah!

—Que tiene que ser algo que incline a quienes la profesan a hábitos de benevolencia, amabilidad y humildad, por encima de toda diferencia de credo y de forma.

—¡Bah… bah!

—Padre —dijo doña Clara algo molesta ante la evidente indiferencia con que el padre José escuchaba sus confidencias, y decidida a hacerle reaccionar con alguna prueba terrible de la verdad de sus sospechas—. Padre, la he oído atreverse a manifestar la esperanza de que los herejes del séquito del embajador inglés no sean eternamente…

—¡Chisst!, yo no debo oír esas cosas; de lo contrario, mi deber me obligaría a tomar nota más severa de tales yerros. Sin embargo, hija —prosiguió el padre José—, me voy a arriesgar, con tal de consolaros. Tan cierto como que este precioso melocotón está en mi mano (dadme otro, por favor), y tan seguro como que me acabaré este otro vaso de Málaga —aquí, una larga pausa dio fe del cumplimiento de la afirmación—, tan seguro como esto —y el padre José puso su vaso invertido sobre la mesa—, que mi señora Isidora lleva… lleva elementos de cristiana en su interior, por improbable que os parezca; os lo juro por el hábito que llevo. Por lo demás, una pequeña penitencia… un… bueno, lo pensaré. Y ahora, hija, cuando vuestro hijo don Fernán haya terminado su siesta, puesto que no hay motivo para sospechar que se haya retirado a pensar, informadle que estoy dispuesto a continuar la partida de ajedrez que empezamos hace cuatro meses. He colocado mi peón en el penúltimo escaque, y el próximo movimiento será para hacerla reina.

—¿Tanto dura la partida? —dijo doña Clara.

—¡Tanto, sí! —repitió el sacerdote—; y puede durar mucho más… no solemos jugar más de tres horas al día.

Se retiró a dormir; y la tarde transcurrió después, para el sacerdote y para don Fernán, en el profundo silencio de la partida; para doña Clara, en el silencio igualmente profundo de su tapiz, y para Isidora en el alféizar de la ventana, que el intolerable calor había obligado a dejar abierta, contemplando el esplendor de la luna, aspirando el perfume de los nardos, y mirando cómo se abrían los pétalos del cereus. Los lujos físicos de su antigua existencia parecían renovarse con estos objetos. El azul intenso del cielo y el astro resplandeciente que se alzaba solitario y magnífico en su centro, podían haber competido con la exuberante y refulgente opulencia de luz con que la naturaleza engalana la noche india. Abajo, también, había flores y fragancia; los colores, como la belleza velada, estaban suavizados, no ocultos, y el rocío que colgaba de cada hoja temblaba como lágrimas de espíritus que llorasen al abandonar las flores.

La brisa, aunque impregnada de fragancia del azahar, el jazmín y la rosa, no poseía el rico y embalsamado perfume que difunde el aire indio por la noche.

Eνθα νησον μαχαρων Aνραι περιπνεδσιν.

Salvo esto, ¿qué faltaba aquí que no podía renovar el delicioso sueño de su anterior existencia, y hacerle creer que otra vez era la reina de la encantada isla? Una imagen, una imagen cuya ausencia hacía que el paraíso de las islas, y todo el perfumado y florido lujo de un jardín español bajo la luna, fuesen como un desierto para ella. Sólo en su corazón podía esperar ver esa imagen… sólo a sí misma se atrevía a repetir su nombre, y aquellas rudimentarias y dulces canciones de su país[51] que él le había enseñado en los momentos de más alegre ánimo. Y tan extraño era el contraste entre su vida anterior y la presente, tan sometida estaba por la rigidez y la frialdad, y tantas veces le habían dicho que lo que hacía, decía o pensaba estaba mal, que empezó a rendirse a la evidencia de los sentidos, a evitar las constantes persecuciones de la atormentadora y despótica mediocridad, y a considerar la aparición del desconocido como una de esas visiones que aportaban turbación y alegría a su soñadora e ilusoria existencia.

—Me sorprende, hermana —dijo Fernán, a quien el padre José había puesto de habitual mal humor al matarle la reina—, me sorprende no verte nunca ocupada, como suelen estarlo las jóvenes, con la aguja o alguno de los delicados primores propios de tu sexo.

—O leyendo algún libro piadoso —dijo doña Clara, alzando los ojos un instante de su tapiz, y volviéndolos a bajar—; hay una leyenda de un santo polaco,[52] nacido, como ella, en un país de tinieblas, el cual eligió ser depositario de la palabra divina… he olvidado su nombre, reverendo padre.

—¡Jaque al rey! —exclamó el padre José por toda respuesta.

—No te ocupas más que de cuidar unas pocas flores, o inclinarte sobre tu laúd, o contemplar la luna —prosiguió Fernán, molesto a la vez por el éxito de su adversario y el silencio de Isidora.

—Es generosa en limosnas y obras de caridad —dijo el bondadoso sacerdote—. Me llamaron para que acudiese a un miserable cuchitril cerca de vuestra quinta, señora doña Clara, a asistir a un pecador moribundo, ¡un inmundo pordiosero que yacía sobre paja putrefacta!

—¡Jesús! —exclamó doña Clara con involuntario horror—; yo lavé, de rodillas, los pies a trece mendigos en casa de mi padre, la semana antes de mi boda con su honorable padre, y desde entonces no soporto la visión de un mendigo.

—Las asociaciones de ideas son a veces imborrables —dijo el sacerdote con sequedad; luego añadió—: Yo he ido porque era mi deber, pero vuestra hija había llegado antes que yo. Había ido sin que la llamaran, y le estaba diciendo dulces palabras de consuelo de una homilía que un humilde sacerdote, que debe permanecer en el anonimato, le había prestado de su modesta cosecha.

Isidora se ruborizó ante esta anónima vanidad, mientras sonreía o lloraba por los acosos de don Fernán y la cruel austeridad de su madre.

—La oí al entrar yo en aquella habitación, y por el hábito que llevo, que me detuve en el umbral complacido. Sus primeras palabras fueron…

—¡Jaque mate! —exclamó, olvidándose de su homilía con el triunfo, y señalando con ojos chispeantes y dedo elocuente la desesperada situación del rey de su adversario.

—¡Pues fue una extraordinaria exclamación! —dijo la literal doña Clara, que no había levantado ni una sola vez los ojos de su labor—; no hacía yo a mi hija tan aficionada al ajedrez como para meterse en la casa de un pordiosero moribundo con semejante frase en la boca.

—Soy yo quien ha dicho eso, mi señora —dijo el sacerdote, volviendo a su juego, en el que se enfrascó en alma y vida, absorto en su reciente victoria.

—¡Dios mío! —dijo doña Clara, cada vez más perpleja—, yo creía que la frase usual en esas ocasiones era pax vobiscum, o… Antes de que el padre José pudiera replicar, un grito de Isidora taladró los oídos de los presentes. Se congregaron todos a su alrededor en un instante, sumándose al grupo cuatro criadas y dos pajes, a quienes tan inusitado grito hizo acudir de la antecámara. Isidora no se había desmayado; se hallaba aún de pie, pálida como la muerte, sin habla, con la mirada vagando por el grupo que la rodeaba, sin que pareciese ver a nadie. Pero conservó esa presencia de ánimo que jamás abandona a una mujer cuando debe guardar un secreto; y ni señaló con el dedo, ni dirigió la vista hacia la ventana, donde había surgido la causa de su alarma. Acuciada por mil preguntas, parecía incapaz de contestar a ninguna; y declinando todo ofrecimiento de ayuda, se recostó sobre el alféizar para sostenerse.

Se acercaba doña Clara con paso mesurado para ofrecerle un frasco de extrañas esencias que se había sacado de un bolsillo de incalculables profundidades, cuando una de las mujeres que la asistían, conocedora de sus hábitos, propuso reanimarla con el perfume de las flores que se arracimaban en tomo al marco de la ventana; y cogiendo un manojo de rosas, se las ofreció a Isidora. La visión y el perfume de estas hermosas flores despertó antiguas asociaciones en Isidora; y haciendo un gesto a las criadas para que se fuesen, exclamó:

—¡No hay rosas como las que me rodeaban cuando él me vio por primera vez!

—¡Él!… ¿quién es él, hija? —dijo la alarmada doña Clara.

—Habla; te lo ordeno, hermana —dijo el irritable Fernán—, ¿a quién te refieres?

—Desvaría —dijo el sacerdote, cuya habitual perspicacia descubrió que tenía un secreto, y cuyo celo profesional decidió que nadie, ni su madre ni su hermano, debían compartirlo con él—; desvaría. Es vuestra la culpa; dejad de asediarla con preguntas. Mi señora, retiraos a descansar, y que los santos velen alrededor de vuestra cama.

Isidora, inclinándose agradecida por este permiso, se retiró a su aposento y el padre José contendió durante una hora con los temores suspicaces de doña Clara y la hosca irritabilidad de Fernán, con el único fin de que, en el calor de la controversia, revelaran cuanto sabían o temían, y poder reforzar así sus propias conjeturas y establecer su influencia con tal descubrimiento.

Scire volunt secreta domus, et inde timeri.

Y este deseo es no sólo natural, sino necesario, en un ser de cuyo corazón su profesión ha roto todo lazo de naturaleza y de pasión; y si genera malignidad, ambición y deseo de perjudicar, es al sistema, no al individuo, a quien hay que culpar.

—Mi señora —dijo el padre—, vos siempre estáis proclamando vuestro celo por la Iglesia católica; y vos, señor, me recordáis a cada instante el honor de vuestra familia; las dos cosas me preocupan; pero ¿cómo pueden estar más seguros ambos intereses, que haciendo que Isidora tome el velo?

—¡El deseo de mi alma! —exclamó doña Clara, entrelazando las manos y cerrando los ojos como si presenciase la apoteosis de su hija.

—No quiero ni oír hablar de eso, padre —dijo Fernán—; la belleza de mi hermana, y su riqueza, me dan derecho a esperar emparentar con las primeras familias de España: las formas simiescas y rostros cetrinos de esas gentes podrían redimirse en un siglo con semejante injerto, y la sangre de la que alardean no se empobrecerá con la transfusión del aurum potabile de la nuestra.

—Olvidáis, hijo —dijo el sacerdote—, las extraordinarias circunstancias en que se desenvolvió la primera etapa de la vida de vuestra hermana. Hay muchos en nuestra nobleza católica que preferirían ver correr por las venas de sus descendientes la negra sangre de los moros desterrados o de los proscritos judíos, antes que la de una que…

Aquí hubo un misterioso susurro que provocó en doña Clara un estremecimiento de angustia y consternación, y en su hijo un impulso impaciente de irritada incredulidad.

—No creo ni una palabra de eso —dijo éste—; queréis que mi hermana profese, y por eso creéis y divulgáis ese monstruoso infundio.

—Haz caso, hijo; te lo ruego —dijo la temblorosa doña Clara.

—Hacedme caso a mí, señora, y no sacrifiquéis vuestra hija a una infundada e increíble ficción.

—¡Ficción! —repitió el padre José—; señor, os perdono vuestras mezquinas censuras. Pero dejad que os recuerde que no puede hacerse extensiva la misma inmunidad a vuestras ofensas a la fe católica.

—Reverendo padre —dijo el aterrado Fernán—, la Iglesia católica no ha tenido jamás practicante más devoto y humilde que yo.

—Eso último lo creo —dijo el sacerdote—. ¿Admitís todo lo que la Santa Iglesia nos dice que es incuestionablemente cierto?

—Por supuesto que sí.

—Entonces, ¿admitís que las islas de los mares indios se hallan especialmente bajo el influjo del demonio?

—Sí, si la Iglesia me exige que lo crea.

—¿Y que éste ejercía un dominio especial sobre la isla donde vuestra hermana se perdió durante su infancia?

—No veo la relación —dijo Fernán, deteniendo repentinamente las premisas de este sorites.

—¡No veis la relación! —repitió el padre José, santiguándose:

Excaecavit oculos corum ne viderent.

Pero ¿por qué malgastaré mi latín y mi lógica en vos, si no tenéis capacidad ni para el uno ni para la otra? Escuchad, no os expondré más que un razonamiento irrefutable, a tal extremo, que quienquiera que lo contradiga… caería en contradicción, ni más ni menos. La Inquisición de Goa conoce la verdad de lo que acabo de decir; de modo que, ¿quién se atreve a negarlo ahora?

—¡Yo no!, ¡yo no! —exclamó doña Clara—; ni este terco muchacho tampoco, estoy segura. Hijo, te exhorto a que te apresures a creer lo que el reverendo padre ha dicho.

—Yo voy creyendo todo lo deprisa que puedo —contestó don Fernán con el tono del que se traga de mala gana un manjar desagradable—; pero mi fe me ahogará si no se me concede tiempo para tragar. En cuanto a la digestión —murmuró—, que venga cuando Dios quiera.

—Hija —dijo el sacerdote, que sabía bien el mollia tempora fandi, y veía que el hosco y colérico Fernán apenas podía soportar más, por ahora—; hija, basta. Debemos dirigir con dulzura a aquellos cuyos pasos tropiezan con obstáculos en el camino de la gracia. Rezad conmigo, hija, para que los ojos de vuestro hijo se abran a la gloria y felicidad de la vocación de su hermana por un estado en el que la inagotable abundancia de la bondad divina sitúa a las felices monjas por encima de todas las bajas y mundanas tribulaciones, de todas esas mezquinas y locales necesidades que… ¡Ah!… ¡hum!… Yo mismo siento, en este momento, a decir verdad, algunas de esas necesidades. Estoy ronco de tanto hablar; y el intenso calor de esta noche me tiene tan agotado que me parece que no me vendría mal el refrigerio de un ala de perdiz.

A una seña de doña Clara, apareció una bandeja con vino y una perdiz que podía haber inclinado al prelado francés a reanudar su menú una vez más, a pesar de su horror al toujours perdrix.

—Ved, hija, ved lo cansado que me siento por esta penosa disputa; bien puedo decir que el celo de vuestra casa me ha consumido.

—Entonces tardaréis muy poco en dejar el celo de esta casa —murmuró Fernán mientras se retiraba.

Y, echándose los pliegues de su capa sobre el hombro, lanzó una mirada de admiración a la feliz habilidad con que el sacerdote se las había con las alas y la pechuga de su ave favorita…, susurrando alternativamente palabras de admonición a doña Clara, y algo acerca de la falta de pimienta y de limón.

—Padre —dijo don Fernán volviendo de la puerta y encarándose con el sacerdote—, padre, tengo que pediros un favor.

—Encantado, si está en mi mano el poder complaceros —dijo el padre José, volviendo sobre el esqueleto del ave—, pero como veis, sólo queda el muslo, y aun éste un poco descarnado.

—No me refiero a eso, reverendo padre —dijo Fernán con una sonrisa—; sólo quiero pediros que no volváis a sacar el tema de la vocación de mi hermana hasta que regrese mi padre.

—Por supuesto que no, hijo, por supuesto que no. ¡Ah!, cómo sabéis el momento adecuado de pedir favores: jamás podría negároslo en un instante como éste, cuando tengo el corazón caldeado, ablandado y henchido por… por… por la prueba de vuestra contrición y humillación, y por todo lo que vuestra piadosa madre y vuestro celoso amigo espiritual podían esperar o desear. En verdad, eso me vence: estas lágrimas… no lloro a menudo, sino en ocasiones como ésta; y entonces lo hago abundantemente, y me veo forzado a compensar mi falta de humedad de este modo.

—Servíos más vino —dijo doña Clara. Su orden fue obedecida.

—Buenas noches, padre —dijo don Fernán.

—Los santos velen por vos, hijo mío; ¡oh, qué cansado estoy! ¡Me siento desfallecer con este esfuerzo! La noche es cálida, y hace falta vino para mitigar la sed… y el vino es provocativo y exige alimento para eliminar sus deletéreas y condenables cualidades… y el alimento, especialmente la perdiz, que es nutrición cálida y estimulante, requiere beber de nuevo para absorber o neutralizar sus cualidades excitantes. Atended, doña Clara: os hablo como entendido. Está la estimulación y está la absorción; son múltiples sus causas y efectos, tales como…, pero no os los voy a enumerar en este momento.

—Reverendo padre —dijo la admirada doña Clara, sin sospechar lo más mínimo de qué fuente emanaba toda esta elocuencia—, os importuno en vuestro discurso solamente para pediros un favor también.

—Pedid, ya está concedido —dijo el padre José con un impulso de su pie tan orgulloso como el del propio Sixto.

—Tan sólo quiero saber si todos los habitantes de esas malditas islas indias no estarán condenados irremisiblemente.

—Irremisiblemente, y sin la menor duda —replicó el sacerdote.

—Entonces eso me tranquiliza —añadió la dama—, y esta noche dormiré en paz.

El sueño, sin embargo, no la visitó tan pronto como ella esperaba, porque una hora después llamaba a la puerta del padre José, repitiendo:

—¿Dijisteis condenados por toda la eternidad, padre?

—¡Condenados sean por toda la eternidad! —dijo el sacerdote, removiéndose en su lecho febril, y soñando, en los intervalos de su inquieto descanso, que don Fernán venía a confesarse con la espada desenvainada, y doña Clara con una botella de jerez en la mano, que ella se bebía de un trago, mientras sus propios labios resecos se abrían esperando inútilmente una gota… y que la Inquisición se establecía en una isla de la costa de Bengala, y una enorme perdiz se acomodaba, con un gorro, en un extremo de la mesa cubierta de negro, como un Inquisidor General, y otras diversas y monstruosas quimeras, engendros del exceso de comida y de la mala digestión.

Doña Clara, que oyó tan sólo la última palabra, volvió a su aposento con el paso ligero y el corazón aliviado; y llena de piadosa consolación, renovó sus devociones a la imagen de la Virgen que tenía allí con dos cirios ardiendo a cada lado de su hornacina, hasta que la fresca brisa matinal hizo posible que se retirase con alguna esperanza de descansar.

Isidora, en su aposento, se hallaba igualmente desvelada; también ella se había arrodillado ante la sagrada imagen, pero con distintos pensamientos. Su soñadora y febril existencia, compuesta de violentos e irreconciliables contrastes entre las formalidades del presente y las visiones del pasado, la diferencia entre lo que sentía en su interior y lo que veía en torno suyo, entre la apasionada vida de recuerdos y la monotonía de la realidad, estaba siendo excesiva para su corazón, desgarrado por una sensibilidad sin control, y una cabeza turbada por vicisitudes que habrían extenuado hondamente facultades mucho más firmes.

Durante un rato, estuvo repitiendo el número habitual de avemarías, a las que añadió la letanía de la Virgen, sin el correspondiente impulso de consuelo o iluminación; hasta que por último, comprendiendo que sus plegarias no eran expresión de lo que sentía, y temiendo a esta heterodoxia de su corazón más que a la violencia del ritual, decidió dirigirse a la imagen de la Virgen con sus propias palabras.

—¡Espíritu benévolo y hermoso! —exclamó, postrándose ante la imagen—, ¡tú, cuyos labios son los únicos que me han sonreído desde que llegué a tu tierra cristiana; tú, cuyo semblante he imaginado a veces que pertenecía a los que habitan en las estrellas de mi propio cielo indio, escúchame y no te enojes conmigo! ¡Haz que pierda todo afecto por mi presente existencia, o todo recuerdo del pasado! ¿Por qué me vuelven mis anteriores pensamientos? Hubo un tiempo en que me hacían feliz; ahora, ¡son como espinas en mi corazón! ¿Por qué conservan su poder, siendo así que se ha alterado su naturaleza? Ya no puedo ser lo que era… ¡Oh, haz entonces que no lo recuerde más! Si es posible, haz que vea y sienta y piense como los que están a mi alrededor. ¡Ay! Siento que es mucho más fácil que descienda yo al nivel de ellos, que no que se eleven ellos al mío. El tiempo, la coacción, y el embotamiento, pueden hacer mucho por mí, pero ¡cuánto tiempo se necesitaría para cambiarles a ellos! Sería como buscar perlas en el fondo de las aguas inmóviles de los estanques que el arte ha excavado en sus jardines. ¡No, Madre de la deidad! ¡Mujer divina y misteriosa, no! Jamás verán otro latido de mi corazón. ¡Que se consuma en su propio fuego, antes de que lo apague una gota de su fría compasión! ¡Madre divina! ¿No arden otros corazones más dignos de ti? ¿Y no se asemeja el amor de la naturaleza al amor de Dios? Es cierto que podemos amar sin religión; pero ¿podemos ser religiosos sin amor? ¡Aun así, madre divina, seca mi corazón, ya que no existe cauce para estas aguas que fluyen de él! ¡O vuelve todas estas aguas hacia el río estrecho y frío que dirige su curso a la eternidad! ¿Por qué he de pensar o sentir, si la vida sólo exige deberes que ningún sentimiento sugiere, y apatía que ningún pensamiento turba? ¡Déjame descansar aquí!; es, desde luego, el fin del gozo; pero es también el fin del sufrimiento; un millar de lágrimas son un precio demasiado caro para una simple sonrisa, tal como se vende en el mercado de la vida. ¡Ay!, es mejor vagar en perpetua esterilidad que ser torturada por el recuerdo de las flores que se han marchitado y los perfumes que se han disipado para siempre —luego, invadida por una incontenible emoción, se inclinó otra vez ante la Virgen—. Sí, ayúdame a borrar toda imagen de mi alma, menos la suya… ¡menos la suya únicamente! Haz que mi corazón esté, como este aposento solitario, consagrado a la presencia de una única imagen, e iluminado sólo por esa luz que el afecto enciende ante el objeto de su adoración, al que venera eternamente.

En una agonía de entusiasmo, siguió arrodillada ante la imagen; y cuando se levantó, el silencio del aposento y la serena sonrisa de la figura celestial parecieron contrastar y reprochar, una vez más, este exceso de morboso abandono. Dicha sonrisa le pareció como un ceño. Es cierto que, en medio de la agitación, podemos no encontrar alivio en semblantes que sólo expresan profunda tranquilidad. Más bien preferiríamos una agitación, incluso una hostilidad más acorde… cualquier cosa, menos esa calma que nos neutraliza y nos absorbe. Es la respuesta de la roca a la ola: nos concentramos, enarbolamos la espuma, nos arrojamos contra la roca, y nos retiramos destrozados, rotos, murmurando a los ecos de nuestro fracaso.

Del tranquilo y desesperanzado aspecto de la divinidad, sonriendo ante la aflicción, a la que ni consuela ni alivia, y que insinúa con esa sonrisa la profunda e inerte apatía de inaccesible elevación y sugiere fríamente que la humanidad debe dejar de existir, antes que dejar de sufrir…, de esto se apartó la doliente joven para buscar consuelo en la naturaleza, cuya incesante agitación parece acompasarse con las vicisitudes del destino humano y las emociones del corazón, cuya alternancia de tempestades y calmas, nubes y claros, terrores y deleites, parecen guardar una especie de misteriosa correspondencia de inefable armonía con ese instrumento cuyas cuerdas están destinadas a vibrar de agonía y de arrobamiento, hasta que la mano de la muerte las recorre todas y las silencia para siempre. Con ese sentimiento se acodó Isidora en el alféizar de la ventana, deseosa de aspirar aire fresco, lo que no le permitió la ardiente noche, y pensó cómo, en noches así, en su isla india, podía sumergirse en el río que corría a la sombra de su amado tamarindo, o incluso se aventuraba a adentrarse entre las plateadas olas del océano, riendo al ver romperse los reflejos de la luna cuando su grácil figura formaba burbujas en el agua lanzando con sonriente delicia las brillantes, sinuosas y esmaltadas conchas que parecían acariciar sus blancos pies, cuando volvía a la orilla. Ahora todo era distinto. Había cumplido con su deber de bañarse, pero con todo un aparato de jabones, perfumes y, en especial, de criadas cuya intervención, aunque eran de su mismo sexo, producía a Isidora un indecible disgusto. Las esponjas y los perfumes incomodaban sus sentidos sencillos, y la presencia de otro ser humano parecía cerrarle completamente cada poro.

No había encontrado alivio alguno en el baño, ni en sus oraciones; lo buscó en el alféizar, pero también allí fue en vano. La luna era tan brillante como el sol de los climas más fríos, y el cielo resplandecía con su luz. Parecía un airoso navío surcando solitario el brillante y terso océano, mientras un millar de estrellas ardía en la estela de su sereno resplandor, como embarcaciones auxiliares que escoltasen su rumbo hacia mundos ignorados, y los señalasen al ojo mortal que se demoraba en su curso y amaba su luz.

Ése era el cenit que tenía arriba; pero ¡qué contraste con el de abajo! La gloriosa e ilimitada luz descendía sobre un recinto de rígidos parterres, mirtos recortados y naranjos plantados en cubas, estanques rectangulares, emparrados sostenidos con rejas y naturaleza torturada de mil formas, e indignada y repulsiva bajo esas torturas de todo género.

Isidora contempló todo esto, y lloró. Las lágrimas se habían convertido ahora en su lenguaje, cuando estaba sola: era un lenguaje que no se atrevía a expresar ante su familia. De pronto, vio en uno de los paseos bañados por la luna la silueta de alguien que se acercaba. Avanzó y pronunció su nombre: el nombre que ella recordaba y amaba… ¡el nombre de Immalee!

—¡Ah! —exclamó ella, inclinándose sobre el alféizar—, ¿hay alguien, entonces, que me conoce por ese nombre?

—Sólo con ese nombre puedo dirigirme a ti —contestó la voz del desconocido—; todavía no tengo el honor de conocer el que tus amigos cristianos te han puesto.

—Me llaman Isidora, pero tienes que seguir llamándome Immalee. Pero ¿cómo es —añadió con voz temblorosa, sobreponiéndose su temor por la seguridad de él al súbito e inocente gozo de verle—, cómo es que estás aquí; aquí, donde no se ve un solo ser humano, salvo a los moradores de la casa? ¿Cómo has cruzado el muro del jardín? ¿Cómo has venido de la India? ¡Oh, márchate, por tu propio bien! Me encuentro entre gentes en las que no puedo confiar, ni a las que puedo amar. Mi madre es severa, mi hermano es violento. ¡Oh!, ¿cómo has conseguido entrar en el jardín? ¿Cómo es —añadió con voz quebrada— que te arriesgas tanto para ver a alguien a quien has olvidado tanto tiempo?

—Inmaculada neófita, hermosa cristiana —contestó el desconocido con diabólica sonrisa—, sabes que, para mí, los cerrojos y las rejas y los muros son como los acantilados y las rocas de tu isla india: puedo entrar y salir por ellos cuando me plazca, sin licencia de los mastines de tu hermano, ni de aceros toledanos o mosquetes, y en completo desafío a la eficaz vigilancia de las dueñas de tu madre, armadas de lentes y flanqueadas con doble munición de rosarios de cuentas más gruesas que…

—¡Chisst!, ¡chisst!; no profieras tan irreverentes palabras; me han enseñado a respetar esos objetos sagrados. Pero ¿eres tú? ¿Te vi, efectivamente, anoche, o fue uno de esos pensamientos que me visitan en sueños y me envuelven con visiones de esa isla hermosa y bienaventurada donde por primera vez…? ¡Oh, ojalá no te hubiera visto jamás!

—¡Hermosa cristiana!, concíliate con tu horrible destino. Me viste anoche: me he cruzado en tu camino dos veces, cuando ibas resplandeciente entre las damas más brillantes y graciosas de Madrid. Fue a mí a quien viste; capté la atención de tus ojos, enmudecí tu frágil figura como un relámpago, caíste desvanecida y sin fuerza bajo mi ardiente mirada. Fue a mí a quien viste: ¡a mí, el turbador de tu angelical existencia en aquella isla paradisíaca, el perseguidor de tu forma y tus pasos, aun en medio de los complicados y fingidos rostros en los que te han ocultado las artificiosas formas de vida que has abrazado!

—¡Que he abrazado! ¡Ah, no!, me cogieron, me trajeron aquí a la fuerza… y me han hecho cristiana. Me dijeron que todo era por mi salvación, por mi felicidad aquí y en el más allá; y confío en que así sea, pues he sido tan desgraciada desde entonces, que debería ser feliz en alguna parte.

—Feliz —repitió el desconocido con su burlona sonrisa—, ¿y no eres feliz ahora? La fragilidad de tu cuerpo exquisito no se halla ya expuesta a la furia de los elementos, el fino y femenino lujo de tu gusto es solicitado y mimado por las mil invenciones del arte, tu lecho es de plumas, tu cámara está cubierta de tapices.

Salga o se oculte la luna, seis cirios arden en tu aposento toda la noche. Tanto si el cielo está despejado o nuboso, tanto si la tierra está cubierta de flores o desfigurada por las tempestades, el arte del pintor te ha rodeado de «un nuevo cielo y de una nueva tierra»; puedes calentarte junto a soles que jamás se ponen, mientras el cielo se entenebrece para otros ojos, y recrearte en medio de paisajes y flores, mientras la mitad de tus semejantes perecen en la nieve y la tormenta —era tan desbordante la acritud de este ser, que no podía hablar de la bondad de la naturaleza o de los lujos del arte sin entretejer algo así como una sátira o un desprecio a ambas—. Tienes, también, seres intelectuales con quienes conversar, en vez del trino de los piquituertos y el parloteo de los monos.

—No he encontrado la conversación mucho más inteligente o interesante —murmuró Isidora; pero el desconocido no pareció oírla.

—Estás rodeada de cuanto puede halagar los sentidos, embriagar la imaginación o ensanchar el corazón. Todos estos regalos tienen que hacerte olvidar la voluptuosa pero inculta libertad de tu vida anterior.

—¿No preferirían los pájaros enjaulados de mi madre —dijo Isidora—, que picotean eternamente sus doradas rejas y escarban sin cesar en las claras semillas y el agua limpia que les ponen, descansar en el tronco musgoso de una encina vieja y beber en cualquier arroyo, y estar en libertad, a riesgo de tener una comida más flaca y un agua más turbia, no preferirían cualquier cosa, a romperse el pico contra esos dorados alambres?

—Entonces, ¿no te parece tu nueva existencia en esta tierra cristiana tan apta para saciarte de delicias como pensaste una vez? ¡Qué vergüenza, Immalee… qué vergüenza de ingratitud y capricho! ¿Recuerdas cuando, desde tu isla india, divisaste el culto cristiano, y te sentiste extasiada ante esa visión?

—Recuerdo todo lo que me sucedió en esa isla. Mi vida, antes, era toda expectación; ahora es retrospección. La vida del que es feliz es toda esperanza, la del desgraciado, es toda recuerdo. Sí, recuerdo haber visto esa religión tan hermosa y pura; y cuando me trajeron a tierra cristiana, creí que los encontraría a todos cristianos.

—¿Qué son entonces, Immalee?

—Sólo católicos.

—¿Te das cuenta del peligro que corres al decir esas palabras? ¿Sabes que, en este país, la más pequeña duda de que catolicismo y cristianismo no sean lo mismo te podría entregar a las llamas por hereje incorregible? Tu madre, a la que has conocido hace poco como madre, te ataría las manos cuando la litera cubierta viniese por su víctima; y tu padre, aunque no te ha visto aún, compraría con su último ducado la leña que te reduciría a cenizas; y todas tus amistades, vestidas de gala, entonarían aleluyas cuando sonaran tus agónicos alaridos de tortura. ¿Sabes que el cristianismo de estos países es diametralmente opuesto al de ese mundo que viste, y que aún puedes ver consignado en las páginas de la Biblia, si es que te permiten leerla?

Isidora lloró, y confesó que no había encontrado el cristianismo como creyó al principio que sería; pero con su primitiva y excéntrica ingenuidad, se acusó a sí misma tras esta confesión, y añadió:

—Soy muy ignorante en este nuevo mundo; tengo mucho que aprender.

Mis sentidos me engañan con frecuencia, y mis hábitos y percepciones son tan distintos de lo que deberían ser (me refiero respecto a los de quienes me rodean), que no debería hablar ni pensar sino como me han enseñado. Quizá, después de algunos años de instrucción y sufrimiento, pueda averiguar que la felicidad no existe en este nuevo mundo, y que el cristianismo no está tan lejos del catolicismo como ahora me parece.

—¿Y no te sientes feliz en este nuevo mundo de inteligencia y de lujo? —dijo Melmoth en un tono de involuntaria dulzura.

—A veces.

—¿Cuándo?

—Cuando termina el día tedioso, y mis sueños me transportan a esa isla de encanto. El sueño es para mí como una barca guiada por pilotos visionarios, y me lleva flotando a las playas de la belleza y a la felicidad; y a lo largo de la noche disfruto de mis sueños con alegría. De nuevo me encuentro entre flores y perfumes, mil voces cantan para mí desde los arroyos y las brisas, el aire cobra vida y se puebla de invisibles cantores, y ando en medio de un aire suspirante, y de viviente y amable inanimación, de capullos que se derraman a mi paso, y arroyos que se acercan temblando a besarme los pies y luego se retiran; después, vuelven otra vez, consumiéndose de cariño por mí, cuando rozan mis labios las sagradas imágenes que ellos me han enseñado a adorar aquí.

—¿No te ha visitado ninguna otra imagen en sueños, Immalee?

—No necesito decírtelo —dijo Isidora, con esa extraña mezcla de firmeza natural y parcial oscurecimiento de intelecto, consecuencia de su carácter original y espontáneo, y de las extraordinarias circunstancias de su vida anterior—. No necesito decírtelo: ¡sabes que estás conmigo todas las noches!

—¿Yo?

—Sí, tú; siempre estás en esa canoa que me transporta a la isla india; me miras, pero tu expresión está tan cambiada que no me atrevo a hablarte; cruzamos los mares en un instante, tú estás eternamente en el timón, aunque nunca saltas a tierra: en el momento en que surge la isla paradisíaca, tú desapareces; y cuando regresamos, el océano es todo negro, y nuestra carrera tan oscura y veloz como la tormenta que la barre; y me miras, pero no hablas nunca… ¡Sí, estás conmigo todas las noches!

—Pero, Immalee, eso no son más que sueños sueños sin sentido. ¡Que yo te llevo en barca, por los mares, desde España a la India!; eso no es más que fingimiento de tu imaginación.

—¿Es un sueño que te esté viendo ahora? —dijo Isidora—; ¿es un sueño que esté hablando contigo? Dímelo, porque mis sentidos están perplejos, y no me parece menos extraño el que estés aquí en España, que el que esté yo en mi isla natal. ¡Ay!, en la vida que ahora llevo, los sueños se han convertido en realidad, y la realidad no parece sino sueño. ¿Cómo es que estás aquí, si es que efectivamente lo estás?; ¿cómo has corrido tanto camino para venir a verme? ¡Cuántos océanos has debido cruzar, cuántas islas has debido ver, ninguna como aquella en la que te vi por primera vez! Pero ¿es efectivamente a ti a quien estoy viendo? Anoche creí verte; aunque debería confiar más en mis sueños que en mis sentidos. Yo creía que eras sólo un visitante de aquella isla de visiones, y un personaje que las visiones suscitan; ¿pero eres de verdad un ser vivo, alguien a quien se puede esperar ver en esta tierra de frías realidades y cristianos horrores?

—Hermosa Immalee, o Isidora, o cualquiera que sea el nombre que tus adoradores indios o padrinos cristianos te hayan puesto, te ruego que me escuches mientras te explico ciertos misterios.

Y Melmoth, mientras hablaba, se tumbó sobre un macizo de jacintos y tulipanes que desplegaban sus espléndidas flores y difundían su olorosa fragancia hacia la ventana de Isidora.

—¡Oh, vas a destrozar mis flores! —exclamó ella al recordar su anterior existencia silvestre, cuando las flores eran compañeras de su imaginación y de su corazón puro.

—Es inclinación mía; ¡te ruego que me perdones! —dijo Melmoth, mientras se recreaba en las flores aplastadas y lanzaba su burlona risa y su mirada ceñuda hacia Isidora—. Tengo por comisión pisotear y aplastar todas las flores del mundo natural y moral: jacintos, corazones y bagatelas por el estilo; lo que se presente. Y ahora, doña Isidora, con un etcetera tan largo como tus padrinos tengan a bien desear, y sin la menor ofensa al heraldo, aquí estoy esta noche. Dónde estaré mañana por la noche, es cosa que depende de tu elección. Lo mismo puedo estar en los mares de la India, donde tus sueños me envían navegando cada noche, pisando el hielo de los polos, o surcando con mi cadáver desnudo (si es que sienten los cadáveres) las olas de ese océano que un día (un día sin sol ni luna, sin principio ni fin) me tocará surcar eternamente, ¡para cosechar desesperación!

—¡Chisst!, ¡chisst! ¡Oh, no digas esas cosas horribles! ¿Eres tú, de verdad, el mismo que vi en la isla? ¿Eres él, el que yo entretejo desde entonces en mis oraciones, en mis esperanzas, en mi corazón? ¿Eres tú el ser en quien cifro mi esperanza, cuando la vida misma empieza a flaquear? He sufrido mucho desde mi llegada a este país cristiano. Me puse tan mala al principio que te habrías compadecido de mí; los vestidos que me pusieron, el lenguaje que me hicieron hablar, la religión que me hicieron creer, el país al que me trajeron… ¡Oh, tú… tú solo!, tu imagen, el pensar en ti: ¡eso es lo único que me sostiene! Yo amaba; y amar es vivir. En medio de la ruptura de todo lazo natural, en medio de la pérdida de esa existencia deliciosa que parece un sueño y hace del sueño mi segunda existencia, pensaba en ti, soñaba contigo, ¡te amaba!

—¿Me amabas? Ningún ser me ha amado hasta ahora; todos me han ofrecido sus lágrimas.

—¿Y no he llorado yo? —dijo Isidora—; cree en estas lágrimas. No son las primeras que he derramado, y me temo que no serán las últimas, ya que te debo las primeras a ti —y lloró mientras hablaba.

—Bien —dijo el errabundo con amarga sonrisa de autorreproche—, me convenceré de que, al fin, soy «un hombre maravilloso y formal». Bien; si debe ser así, ¡que sea el destino del hombre ser feliz! ¿Y cuándo amanecerá el venturoso día, hermosa Immalee, y más hermosa Isidora, pese a tu nombre cristiano (por el que siento una aversión de lo más anticristiana), cuándo amanecerá el esplendoroso día en tus largas pestañas soñadoras, y despertará con los besos, y los rayos, y la luz, y el amor, y todo el aparato con que la estupidez engalana la desventura antes de la unión (ese brillante y envenenado ropaje que tanto se asemeja al que la vieja Deyanira envió a su esposo), cuándo vendrá ese día feliz? —y se echó a reír con esa horrible convulsión que mezcla la expresión de la veleidad con la de la desesperación, y deja al oyente dudando si no habrá más desesperación en la risa, o más risa en la desesperación.

—No te comprendo —dijo la pura y tímida Isidora—; y no te rías más si no quieres volverme loca de terror; ¡al menos de ese modo tan espantoso!

—¡Yo no puedo llorar! —dijo Melmoth, fijando en ella sus ojos secos y llameantes, sorprendentemente visibles a la luz de la luna—; hace tiempo que se ha secado la fuente de mis lágrimas, así como la de toda otra bendición humana.

—Yo puedo llorar por los dos —dijo Isidora—, si hace falta —y le brotaron las lágrimas en abundancia, tanto por el recuerdo como por el dolor; cuando esas dos fuentes se unen, sólo Dios y el que sufre saben cuán amarga y profusamente pueden manar.

—Resérvalas para nuestra hora nupcial, amada esposa —dijo Melmoth para sí—; ya tendrás entonces ocasión de llorar.

Había en aquel entonces la costumbre —por grosera y poco delicada que pueda sonar a los oídos modernos—, entre las damas que dudaban de las intenciones de sus enamorados, de solicitarle como prueba de su pureza y honor, que las pidiesen a sus familias, formalizando así su unión solemne bajo la sanción de la Iglesia. Quizá había en esto un espíritu más auténtico de sinceridad y castidad que en todo el ambiguo flirteo que se llevaba a cabo con esa mal comprendida y misteriosa fe en principios jamás definidos, y fidelidad jamás quebrantada. Cuando la dama de la tragedia italiana[53] pide a su enamorado, casi en su primera entrevista, que si sus intenciones son honestas, la despose inmediatamente, ¿no pronuncia una frase más sencilla, más inteligible, más cálidamente pura, que toda la romántica e increíble confianza que otras mujeres se dice que depositan en la fugacidad del impulso; ese sentimiento violento y repentino, ese «castillo en la arena» que nunca tiene sus cimientos en las inconmovibles profundidades del corazón? Sucumbiendo a este sentimiento, Isidora, con una voz que flaqueaba ante sus propios acentos, murmuró:

—Si me amas, no me busques más en secreto. Mi madre es buena, aunque rigurosa; mi hermano es amable, aunque apasionado; mi padre… ¡nunca lo he visto! No sé qué decir, pero si es mi padre, te querrá. Ven a verme en presencia de ellos, y ya no sentiré, junto con la alegría de verte, dolor y vergüenza. Invoca la sanción de la Iglesia, y luego, quizá…

—¡Quizá! —replicó Melmoth—; has aprendido el europeo «¡quizá!»: el arte de dejar en suspenso el sentido de una palabra categórica, de fingir descorrer el velo del corazón en el momento en que dejas caer sus pliegues más y más, ¡de ofrecer la desesperación en el momento en que crees que debiéramos sentir esperanza!

—¡Oh, no!, ¡no! —contestó la inocente criatura—; yo soy sincera. Soy Immalee cuando hablo contigo…, aunque para todos los de este país que llaman cristiano sea Isidora. Cuando te amé por primera vez, sólo podía consultar al corazón; ahora tengo que consultar a muchos, algunos de los cuales no tienen un corazón como el mío. Pero si me amas, puedes someterte a ellos como yo; puedes amar a su Dios, su hogar, sus esperanzas y su país. Ni aun contigo puedo ser feliz, a menos que adores la cruz que tu mano señaló a mi mirada errabunda, y la religión que de mala gana me confesaste que es la más hermosa y benévola de la tierra.

—¿Confesé yo eso? —repitió Melmoth—; de mala gana debo haberlo confesado, desde luego. ¡Hermosa Immalee!, soy un converso tuyo —y ahogó una satánica carcajada—, a tu nueva religión, tu belleza, tu nacimiento y nomenclatura españoles, y para todo cuanto tú desees. Me presentaré al punto a tu piadosa madre, a tu iracundo hermano y a todos tus parientes por irritables, orgullosos y ridículos que puedan ser. Me enfrentaré a sus gorgueras almidonadas, a sus crujientes capas y a los guardainfantes con ballenas de las mujeres, desde tu bondadosa madre hasta la más vieja dueña que se pasa el día sentada, con sus lentes y armada con el huso, en su inaccesible y sacrosanto sofá; y a las curvadas patillas, sombreros emplumados y capas al hombro de todos tus parientes masculinos y beberé chocolate, y me inflaré de importancia con ellos; y cuando me envíen a tu enmostachado hombre de leyes, con su raída capa de terciopelo negro al hombro, su larga pluma en la mano, y su alma en tres hojas de ancho pergamino, te dotaré con el más vasto territorio jamás concedido a una desposada.

—¡Oh, que sea entonces en esa tierra de música y de sol donde nos vimos por primera vez! ¡El lugar donde yo podía andar entre flores vale más que toda la tierra cultivada de Europa! —dijo Isidora.

—¡No!; será un territorio harto familiar a tus barbados hombres de leyes; y hasta tu piadosa madre y tu orgullosa familia concederán mi petición cuando la vean respaldada y explicada. Tal vez puedan ser propietarios pro indiviso conmigo allí; pero (¡qué extraño resulta decir esto!) jamás recurrirán contra mi exclusivo derecho de posesión.

—No comprendo nada —dijo Isidora—; pero siento que estoy rebasando el decoro de una mujer española y cristiana al seguir manteniendo esta entrevista contigo más tiempo. Si piensas como pensabas una vez, si sientes lo que yo sentiré siempre, no hay necesidad de esta discusión, que sólo me confunde y me aterra.

¿Qué tengo yo que ver con ese territorio del que hablas? ¡Que tú seas su dueño es lo único que importa a mis ojos!

—¿Que qué tienes tú que ver con él? —repitió Melmoth—. ¡Ah, no sabes hasta qué punto puedes tener que ver con él y conmigo! En otros casos, la posesión del territorio representa la seguridad para el hombre; pero aquí el hombre es la seguridad para la perpetua posesión del territorio. Mis herederos han de recibirlo por los siglos de los siglos, si se mantienen fieles a mi posesión.

¡Escúchame, hermosa Immalee, o cristiana, o cualquiera que sea el nombre por el que quieras que te llame! La naturaleza, tu primera madrina, te bautizó con el rocío de las rosas indias; tus padrinos cristianos, como cabía esperar, no han escatimado agua, sal y aceite, para borrar la mancha de la naturaleza de tu regenerado cuerpo; y tu último padrino, si quieres someterte al rito, te ungirá con un nuevo crisma. Pero de eso hablaremos después. Déjame que te cuente la riqueza, la población, la magnificencia de esa región con que te vaya dotar. Allí están los gobernantes de la tierra… todos. Y están los héroes, y los soberanos, y los tiranos.

Están sus riquezas, su pompa y su poder. ¡Ah, qué gloriosa acumulación!, y tienen tronos, y coronas, y pedestales, y trofeos de un fuego que arde por los siglos de los siglos, y la luz de su gloria resplandece eternamente. Están todos los que has estudiado en la historia, tus Alejandros y Césares, tus Ptolomeos y faraones.

Están los príncipes de Oriente, los Nemrods y los Baltasares, y los Holofernes de sus tiempos. Están los príncipes del norte, los Odines, Atilas (a quien tu Iglesia llama azote de Dios), Alaricos, y todos esos innumerables y de ningún modo merecedores del nombre de bárbaros, quienes, en nombre de diversos títulos y pretensiones, destruyeron y arrasaron la tierra que conquistaron. Hay soberanos del sur, del este y del oeste, mahometanos, califas, sarracenos y moros, con todos sus suntuosos símbolos y ornamentos: el Corán y la cola de caballo; la trompeta, el gong y el atabal (o para acomodarlo a tu oído cristianizado, adorable neófita), «el clamor de los jefes y el tumulto de la batalla». Están también esos caudillos triplemente coronados de Occidente que ocultan sus cabezas rapadas bajo una diadema, y que por cada cabello que se afeitan exigen la vida de un rey, que fingiendo humillarse pisotean el poder, y cuyo título es Siervo de los siervos, pero cuya pretensión es ser reconocidos como Señor de los señores. ¡No te faltará compañía en esa brillante región, pues brillante ha de ser! ¡Y qué importa que su luz provenga del resplandor del azufre, o de la temblorosa luz de la luna… por la que te veo tan pálida!

—¿Me ves pálida? —preguntó Isidora, abriendo la boca—; ¡me siento así! Ignoro lo que quieren decir tus palabras, pero sé que debe de ser horrible. ¡No hables más de esa región de orgullo, maldad y esplendor! Quiero seguirte a los desiertos, a las soledades donde jamás haya pisado otro pie que el tuyo, y donde los míos, con pura fidelidad, pisen las huellas de los tuyos. En la soledad nací; en la soledad puedo morir. ¡Deja que, allí donde viva y en el momento que muera, sea tuya! No importa el lugar; aunque fuese… —y se estremeció involuntariamente al hablar—. Aunque fuese…

—Aunque fuese…, ¿dónde? —preguntó Melmoth; y un salvaje sentimiento de triunfo ante la entrega de esta desventurada, y de horror ante el destino que inconscientemente estaba impetrando, se mezcló en su pregunta.

—Aunque fuese donde vas a estar —contestó la ferviente Isidora—. ¡Déjame ir, porque allí seré feliz!, como en la isla de las flores y de la luz donde te vi por primera vez. ¡Oh!, ¡no hay flores tan perfumadas y rosadas como las que se abrieron allí entonces! No hay aguas más musicales, ni brisas más fragantes, que las que escuché y aspiré, cuando creía que me repetían el eco de tus pasos o la melodía de tu voz, esa música humana que oía por primera vez en mi vida, y que al dejar de oírla…

—¡Oirás mucho mejor —la interrumpió Melmoth— las voces de millones de espíritus, de seres cuyos acentos son inmortales, incesantes, sin pausa y sin descanso!

—¡Oh, será maravilloso! —dijo Isidora juntando las manos—; el único lenguaje que he aprendido en este nuevo mundo que merece hablarse es el de la música. Yo sabía algunos trinos imperfectos de los pájaros de mi antiguo mundo, pero en este otro mundo he aprendido música; y el sufrimiento que me han enseñado apenas contrarresta ese nuevo y delicioso lenguaje.

—Pues piensa —replicó Melmoth—, si es tu gusto por la música efectivamente tan exquisito, ¡cómo se recreará y se ensanchará al oír esas voces acompañadas y coreadas por el tronar de diez mil olas de fuego estrellándose contra las rocas que la eterna desesperación ha convertido en diamante! ¡Hablan de la música de las esferas! ¡Piensa en la música de esos orbes vivientes girando eternamente sobre sus ejes, y cantando mientras brillan, igual que tus hermanos los cristianos cuando tuvieron el honor de iluminar el jardín de Nerón, en Roma, durante una noche de orgía!

—¡Me haces temblar!

—¡Temblar!; extraño efecto del fuego. ¿Por qué esa afectación? ¡Te he prometido, cuando llegues a tu nuevo territorio, todo cuanto es poderoso y magnífico, todo cuanto es espléndido y voluptuoso, al soberano y al sibarita, al monarca borracho y al esclavo saciado, el lecho de rosas y el dosel de fuego!

—¿Y es ése el hogar al que me invitas?

—Ése es, ése. ¡Ven, y sé mía!; miríadas de voces te llaman: ¡escúchalas y obedécelas! Sus voces truenan en los ecos de la mía: sus fuegos resplandecen en mis ojos, y arden en mi corazón. ¡Escúchame, Isidora, amada mía, escúchame! ¡Yo te requiero seriamente, y para siempre! ¡Ah, qué triviales son los lazos que unen a los amantes mortales, compara os con os que nos unirán a ti y a mi para toda la eternidad! No temas que falte una concurrida y espléndida compañía. Te he enumerado soberanos, pontífices y héroes; y si te dignas recordar las triviales diversiones de su séjour actual, será suficiente para hacer revivir sus asociaciones.

Tú amas la música; ya no dudar, tendrás a la mayoría de los autores que han compuesto música, desde los primeros ensayos de Tubal Caín hasta Lully, que se mató en uno de sus propios oratorios u óperas, no lo sé exactamente. Tendrán un singular acompañamiento: ¡el eterno rugir de un mar de fuego constituye un bajo profundo para el coro de millones de cantores sufriendo tortura!

—¿Qué significado tiene esa horrible descripción? —dijo la temblorosa Isidora—; tus palabras son como enigmas. ¿Te burlas para atormentarme, o te ríes de mí?

—¡Reírme! —repitió su feroz visitante—; exquisita idea: vive la bagatelle! ¡Riamos eternamente! Bastante haremos con conservar la serenidad. Allí estarán todos los que se han atrevido a reírse en la tierra: los cantores, los bailarines, los joviales, los voluptuosos, los brillantes, los amados…, todos los que han osado equivocar su destino, al menos en lo que se refiere a creer que disfrutar no era un crimen, o que una sonrisa no era una infracción de su deber como sufrientes.

Todos estos deben expiar sus errores en circunstancias que probablemente obligarán al más inveterado discípulo de Demócrito, el más incansable reidor a admitir que allí al menos «la risa es locura».

—No te comprendo —dijo Isidora, escuchándole con ese desfallecimiento de corazón que se produce por un doble y doloroso sentimiento de ignorancia y terror.

—¿No me comprendes? —repitió Melmoth con una sarcástica frialdad de expresión que contrastaba de manera terrible con la ardiente inteligencia de sus ojos, que parecían los fuegos de un volcán irrumpiendo entre masas de nieve acumulada hasta el mismo cráter—; ¡no me comprendes! ¿No dices que eres amante de la música?

—Lo soy.

—¿Y de la danza, mi bella y graciosa doncella?

—Lo era.

—¿Qué significa el distinto énfasis que le das a esas respuestas?

—Me gusta la música; la amaré siempre: es el lenguaje del recuerdo. Un simple acorde me transporta a la bendita ensoñación, a la encantada existencia de mi… de mi isla. De la danza no puedo decir tanto. He aprendido a bailar… pero la música la siento. Jamás olvidaré el instante en que la oí por primera vez, e imaginé que era el lenguaje con el que los cristianos se comunicaban. Desde entonces, les he oído hablar un lenguaje muy distinto.

—Sin duda, su lenguaje no es siempre melodioso; sobre todo cuando se interpelan desde puntos de vista opuestos en materia de religión. A decir verdad, no puedo imaginar nada más lejano de la armonía que la polémica entre un dominico y un franciscano sobre la eficacia de la respectiva cogulla de la orden, a la hora de asegurar la salvación del que por ventura muere con ella puesta. Pero ¿no tienes otra razón para amar la música, y para haber amado la danza? Vamos, deja que sea yo «tu más exquisita razón».

Parecía como si este ser infeliz se viese empujado por su inefable destino a burlarse de la aflicción que causaba, en la misma proporción de su amargura. Su sarcástica ligereza era directa y tremendamente proporcional a su desesperación. Quizá es éste también el caso en otras circunstancias y personajes menos atroces. Un júbilo que no es alegría es frecuentemente máscara que oculta el semblante contraído y convulso de la agonía; y la risa, que jamás ha sido expresión de arrobamiento, es en cambio el único lenguaje inteligible de la locura y la desdicha. El éxtasis sólo sonríe; la desesperación ríe a carcajadas. Parecía, también, como si ninguna agudeza de irónico insulto, ninguna amenaza de siniestra oscuridad, tuviese poder para sublevar los sentimientos, o para alarmar los temores de la fervorosa criatura a la que iban dirigidas y dio las «más exquisitas razones», al serle requeridas en un tono de despiadada ironía, con una voz cuya delicada y tierna melodía parecía contener aún la modulación en la que se formaron sus primeros sonidos: la del canto de los pájaros, mezclado con el murmullo de las aguas.

—Amo la música porque, cuando la oigo, pienso en ti. He dejado de amar la danza, aunque al principio me embriagaba, porque al bailar a veces me olvidaba de ti. Cuando escucho la música, tu imagen flota en cada nota; te oigo en cada sonido. Los más inarticulados rumores que arranco de mi guitarra (pues soy muy ignorante) son como un hechizo de melodía que evoca una forma indescriptible: no a ti, sino la idea que yo tengo de ti. En tu presencia, aunque me parece necesaria para mi vida, no he sentido jamás ese gozo exquisito que he experimentado con tu imagen, cuando la música la saca de los rincones de mi corazón. La música me parece como la voz de la religión pidiéndome que recuerde y adore al Dios de mi corazón. La danza me parece una apostasía momentánea, casi una profanación.

—Ésa es, efectivamente, una razón dulce y sutil —contestó Melmoth—, y que, por supuesto, tiene un fallo: el de no ser suficientemente halagadora para el oyente. Y así, en determinado momento, mi imagen flota en las ricas y trémulas olas de la melodía como un dios de los desbordantes océanos de la música, triunfal en sus crestas y gallardo incluso en sus valles; y al instante siguiente, aparece como el demonio danzante de vuestras óperas, haciéndote muecas entre el brillante movimiento de vuestros fandangos, y arrojando la seca espuma de sus labios negros y convulsos en la copa donde brindáis en vuestros banquetes. Bien: danza, música, ¡que se vayan al cuerno juntas! Parece que mi imagen es igualmente perniciosa en las dos; en la una te tortura con el recuerdo, en la otra con el remordimiento. Pero supongamos que esa imagen se aparta de ti para siempre, y que es posible romper el lazo que nos une, y cuya visión ha penetrado en el alma de los dos.

—Tú puedes suponerlo —dijo Isidora con orgullo de doncella, y con un tierno pesar en la voz—; y si tú puedes, ten por seguro que yo trataré de suponerlo también; no me costará mucho el esfuerzo… ¡sólo la vida!

Al mirar Melmoth a esta bendita y hermosa criatura —tan refinada antes en medio de la naturaleza, y tan natural ahora en medio del refinamiento—, en posesión aún de toda la suave exuberancia de su primera naturaleza angelical, en medio de la artificiosa atmósfera donde sus fragancias no eran aspiradas, y sus brillantes matices estaban condenados a marchitarse sin ser justipreciados, donde su pura y sublime devoción de corazón estaba condenada a estrellarse como la ola contra la roca, agotar sus murmullos, y expirar; al darse cuenta de esto, y contemplarla, se maldijo a sí mismo; luego, con el egoísmo de la desgracia desesperada, comprendió que la maldición, compartida, podía ser más llevadera.

—¡Isidora! —susurró con el más suave de los tonos que pudo adoptar, acercándose a la ventana en la que se hallaba su pálida y hermosa víctima—. ¡Isidora!, ¿quieres ser mía entonces?

—¿Qué debo decir? —dijo Isidora—; si el amor exige respuesta, ya he dicho bastante; ¡si es sólo la vanidad, he dicho demasiado!

—¡Vanidad!, hermosa criatura; no sabes lo que dices; el propio ángel acusador podría tachar ese artículo del catálogo de mis pecados. Es uno de los agravios imposibles y prohibidos para mí; ése es un sentimiento mundano y, por tanto, del que no puedo participar ni gozar. Lo cierto es que comparto en este momento algo de orgullo humano.

—Orgullo, ¿de qué? Desde que te conozco, yo no he sentido orgullo, sino esa suprema devoción, esa auto negación que hace a la víctima más orgullosa de su guirnalda que al sacrifican te de su oficio.

—Pero yo siento otro orgullo —contestó Melmoth, y en tono altivo dijo—: Un orgullo como el de la tormenta que visitaba las ciudades antiguas, sobre cuya destrucción puede que hayas leído algo, que mientras arrasa, quema y destroza pinturas, piedras preciosas, música y júbilo, cogiéndolo todo con sus garras aniquiladoras, exclama: ¡Perece para todo el mundo, quizá más allá del período de su existencia, pero vive para mí en las tinieblas y la corrupción! ¡Conserva toda la exquisita modulación de tus formas!, ¡todo el indestructible esplendor de tus colores!; ¡pero consérvalos para mí solo!, ¡para mí: el único, sin pulso, sin ojos, sin corazón, que abraza a una esposa infecunda, que incuba en un tenebroso e improductivo nido de eterna esterilidad!; ¡para mí: monte cuya lava de fuego interno ha sofocado, endurecido y sepultado para siempre todo lo que era alegría de la tierra, felicidad de la vida y esperanza del futuro!

Mientras hablaba, su expresión se fue volviendo a la vez tan convulsa y burlesca, tan reveladora de maldad y ligereza, tan punzante para el corazón, secando cada fibra que tocaba y retorcía, que Isidora, con toda su inocente y desamparada devoción, no pudo evitar un estremecimiento ante este terrible ser, al tiempo que con temblorosa solicitud, preguntó:

—¿Entonces serás mío? ¿O qué es lo que debo entender de tus terribles palabras? ¡Ay!, jamás ha estado mi corazón tan envuelto en misterios, jamás ha irrumpido la luz de su verdad en medio de truenos y llamas, con los que tú has enunciado la ley de mi destino.

—¿Serás mía entonces, Isidora?

—Habla con mis padres. Despósame con los ritos, y ante la Iglesia de la que soy miembro indigno, y seré tuya para siempre.

—¡Para siempre! —repitió Melmoth—; bien dicho, mía. Entonces, ¿quieres ser mía para siempre?, ¿tú quieres, Isidora?

—¡Sí! ¡Sí!… Eso he dicho. Pero el sol está a punto de salir, siento el creciente perfume del azahar y la frescura de la brisa matinal. Vete; he estado demasiado tiempo aquí; los criados pueden salir y descubrirte; vete, te lo ruego.

—Me voy; pero una palabra más; porque para mí, la salida del sol, y la aparición de tus criados, y todo cuanto hay arriba en el cielo, y abajo en la tierra, carece igualmente de importancia. Deja que el sol permanezca bajo el horizonte y espere por mí. ¡Tú eres mía!

—Sí, soy tuya; pero debes pedirme a mi familia.

—¡Ah, claro!; ¡pedir es algo que va muy bien con mis hábitos!

—Y…

—Bien, ¿y qué?; ¿vacilas?

—Vacilo —dijo la ingenua y tímida Isidora—, porque…

—¿Sí?

—Porque —añadió, rompiendo a llorar—, porque aquellos con quienes vas a hablar no se dirigen a Dios con las mismas palabras que yo. Ellos te hablarán de riquezas y de bienes; te preguntarán sobre la región donde me has dicho que tienes tus ricas e inmensas posesiones; y si me preguntan a mí por ellas, ¿qué les puedo contestar?

A estas palabras, Melmoth se acercó cuanto pudo al alféizar y pronunció cierta palabra, que al principio Isidora no pareció oír, o entender; y temblando, repitió la pregunta. En un tono aún más bajo, le volvió a contestar. Incrédula, y esperando que la respuesta la hubiera confundido, repitió la pregunta otra vez. Una palabra seca, impronunciable, tronó en sus oídos… y profirió un grito y cerró la ventana. Pero, ¡ay!, la ventana ocultó sólo la figura del desconocido, no su imagen.